Capítulo VIII

Me quedé en pantalón corto y me eché en la cama de campaña. Pero no podía dormir. Mis nervios estaban tensos como cuerdas de piano y no podía abstraerme de los barboteos de la enferma, que se encontraba al otro lado de la tienda, ni del constante batir de las olas y el entrecortado piar de los inquietos pájaros de un árbol cercano.

Me levanté, encendí la lámpara de petróleo, busqué en mi maleta las notas que me había dado Nino Ferrari y empecé a estudiarlas. Eran sencillas, escuetas, precisas. Contenían una exposición elemental de los principios que rigen la inmersión con equipo de oxígeno. Trataban de la relación entre presión y profundidad, de la acumulación de nitrógeno libre en la sangre, la dinámica del movimiento en los fondos marinos, de las variaciones de temperatura y de los síntomas de narcosis y, en fin, del control de las trompas de Eustaquio.

Las leí, línea por línea, pero no me causaron la menor impresión. Yo era un hombre acosado por visiones. Visiones de fantásticos jardines de corales, peces monstruosos de todos los colores y un sombrío barco, rodeado de algas, que guardaba en su interior cofres de oro vigilados por exóticos seres legendarios.

Oí que la chica gemía y balbuceaba, atacada de nuevo por un escalofrío febril. Me levanté y tomé la lámpara para observarla. Su aspecto me sorprendió y me asustó. Tenía los labios azules y en torno a sus ojos hundidos, fijos en la lámpara sin verla, había grandes sombras. Retiré la luz y le enjugué el rostro, el cuello y las manos. Le introduje en la boca dos tabletas y le acerqué a los labios un vaso de agua que derramó por las sábanas a causa del temblor que agitaba sus mandíbulas.

Le puse la cabeza sobre la almohada de nuevo y, acercando un cajón al pie del catre, me senté junto a ella a esperar.

Eran las tres de la madrugada cuando rompió la fiebre. Se agitó y se retorció entre espasmos y sus quejidos subieron de tono. De pronto pareció desmayarse. Comenzó a sudar por todo el cuerpo. El sudor corría a chorros por sus mejillas, cayendo en las concavidades del cuello y entre los pechos. Pareció hacer esfuerzos por respirar y poco después se quedó inmóvil. Le tomé el pulso; era débil pero regular. Su respiración se normalizó de nuevo y cuando le acerqué un vaso de agua a los labios, abrió los ojos y dijo débilmente:

—No le conozco.

Sonreí y dije:

—Pronto me conocerá. Soy Renn Lundigan. Usted es Pat Mitchell. He visto el nombre en su cartera.

Aquello pareció intrigarla. Cerró los ojos y movió lentamente la cabeza de un lado a otro de la almohada. Cuando volvió a mirarme pude observar que tenía miedo.

—He estado enferma, ¿no?

—Muy enferma. Pisó usted un pez-piedra. Puede usted dar gracias por estar viva.

Poco a poco pareció ir recordando. Intentó incorporarse. La empujé suavemente hacia la almohada.

—No se mueva. Ya tendrá tiempo de levantarse. Se pondrá pronto bien si tiene un poco de paciencia.

Suspiró, enojada como una chiquilla.

—No recuerdo este lugar. ¿Dónde estoy?

—Está usted en mi isla. Ésta es mi tienda.

—¿Me trajo usted aquí?

—A la tienda, sí. A la isla, no. Estaba usted aquí cuando llegué. Necesitaba que alguien la cuidase de noche y la trajimos aquí.

—¿Me… trajeron?

—Johnny Akimoto y yo. Johnny es un amigo mío.

—Ah.

De pronto pareció empeorar. Su cuerpo agotado no resistía. Cerró los ojos y creí que se había dormido, cuando volvió a abrirlos de nuevo.

—Por favor, ¿puede darme un vaso de agua? Tengo sed.

Le acerqué el vaso a los labios, sosteniéndole la cabeza mientras bebía ávidamente, atragantándosele el último sorbo. La volví a reclinar en la almohada y me dio las gracias gravemente, como una colegiala.

—Es usted muy amable. Muchas gracias.

Me retiré para deshacerme del vaso y cuando volví junto a ella se había dormido.

La tapé y cerré la tienda para impedir que entrara el viento. Me tumbé en el catre, muy cansado, pero ya no me sentía deprimido. Era como si hubiésemos ganado juntos una batalla. Al poco rato me dormí yo también.

Johnny Akimoto nos trajo el desayuno: trucha recién cogida de entre los corales y asada a la brasa, pan con mantequilla y té con leche condensada. Sonrió, contento de ver a la muchacha despierta y con una sonrisa de sorpresa y curiosidad en su pálido rostro. Hice las presentaciones.

—Pat Mitchell, éste es mi buen amigo Johnny Akimoto. Johnny, esta señorita se llama Pat.

—Debo darles las gracias a los dos. Creo… creo que no recuerdo casi nada.

—Estábamos preocupados por usted, señorita Pat —dijo Johnny—. Esta mañana creí que habría usted muerto. Miré y los vi a los dos durmiendo. Pensé que tal vez le gustaría desayunar pescado fresco.

Puso el plato a un lado del catre y la observó preocupado, mientras se incorporaba sobre un codo y empezaba a comer.

—¿Le gusta, señorita Pat? Era un pez enorme. Lo menos pesaba dos kilos.

Sus ojos se iluminaron cuando ella le sonrió y le dijo:

—Estaba muy bueno. Gracias, Johnny.

Comimos juntos y apenas hablamos. El pescado sabía muy bien y el nuevo sol nos calentaba a través de la lona gris de la tienda. Observé cómo volvía el color lentamente al rostro de la muchacha, a medida que iba comiendo y bebiéndose el humeante té.

Alzó la cabeza y me miró. La pregunta parecía preocuparla. Invirtió algún tiempo en formularla:

—¿Dijo usted que fue un pez-piedra?

—Eso es. ¿No lo recuerda?

—No muy bien. Estaba andando por las rocas…

—Es absurdo que anduviera usted por allí descalza.

Se ofendió súbitamente.

—No estaba descalza. Soy más sensata de lo que usted supone. Llevaba sandalias y se me metió un guijarro en una de ellas. Me paré para sacarlo, perdí el equilibrio y me caí en una charca. Debí de pisar al pez-piedra con el pie descalzo.

A Johnny y a mí nos hizo gracia su enfurruñamiento y nos sonreímos. Ella se sonrojó y prosiguió:

—No recuerdo cómo regresé aquí. El dolor era horrible. Me encontraba como paralizada. Me caí varias veces y recuerdo que temí que me alcanzara la marea. Después de eso… no recuerdo más. ¿Cuánto tiempo he estado sin sentido?

—No sabemos. Llegamos anoche y la encontramos sin conocimiento.

De pronto se dio cuenta de algo. Retiró la sábana con cuidado y se miró la pierna dañada.

—¿Me pusieron ustedes este vendaje?

—Se lo puso Johnny. Tuvo que fajarle el pie. No podrá usted andar durante algunos días.

—No, claro… supongo que no. —Volvió a preguntar con igual timidez—: Ésta… no es la ropa que llevaba.

Me di media vuelta e hice ver que buscaba un cigarrillo; pero Johnny Akimoto respondió a la pregunta muy serio.

—Estaba usted muy enferma, señorita Pat. Renboss tuvo que cambiarla de ropa y lavarla.

La joven se sonrojó vivamente, pero al momento alzó el mentón con valentía y dijo:

—Han sido ustedes muy amables conmigo. Les estoy muy agradecida.

—¿Más té, señorita Pat? —dijo Johnny amablemente.

—Sí, gracias, Johnny. Me parece que me he quedado seca.

Johnny cogió el tazón y salió a buscar más té. La muchacha se dirigió a mí:

—Me dijo usted anoche que ésta era su isla.

—Eso es.

—Yo no lo sabía. No fue mi intención delinquir metiéndome en una propiedad ajena.

—No ha cometido usted ningún delito. —No lo dije más que por quedar bien—. Cuando se restablezca, Johnny la llevará a la costa.

—No es necesario. Tengo una lancha. No quiero causarles más molestias.

Fue un momento embarazoso. La cortesía podía hacerme llegar a la situación que yo deseaba evitar a toda costa.

La chica había estado bastante enferma. Sostenía una conversación difícil con cierto encanto, y con más dignidad de la que yo mismo podía hacer gala. Pero el hecho era que yo deseaba que se marchase de la isla lo antes posible.

Entonces volvió Johnny con el té y con una sugerencia que me dio tiempo de pensar.

—Ha estado usted enferma, señorita Pat. Todavía no está usted bien, aunque ya no tenga fiebre. Debe descansar tanto como pueda. Si quiere la llevaremos a la playa. Podemos hacerle una sombra con el toldo de la tienda y desde allí podrá vernos trabajar.

Su rostro se alegró:

—Eso me encantaría. Podría dormir o tomar algunas notas. Y como usted dice, podría verles trabajar. ¿Qué es lo que van a hacer ustedes?

—Renboss, quiere aprender a bucear. Yo he venido a enseñarle.

La muchacha rió de buena gana, con alegría.

—Eso no es un trabajo. Es un deporte.

—Le aseguro que con Johnny, es un verdadero trabajo. Ya lo verá usted.

Mi pose de aventurero fanfarrón no la engañó ni por un momento. Me lanzó una larga mirada y dijo en voz baja:

—Ésta es su isla, señor Lundigan. Lo que desee usted hacer aquí es asunto suyo. Le prometo que no me meteré en lo que no me importa y que me marcharé tan pronto como me sea posible.

Johnny Akimoto empezó a toser violentamente, balbució algo acerca de una raspa de pescado y se marchó corriendo de la tienda. La señorita Patricia Mitchell me dirigió una sonrisa y se acomodó en la almohada.

—Así que Renn Lundigan, ¿eh? Fue usted casi un héroe de leyenda no hace mucho. Nunca imaginé que me le encontraría.

—No sé a qué diablos se refiere usted.

—Es muy sencillo. Le expulsaron ¿no? Le encontraron completamente borracho bajo la ventana del decano a las nueve de la mañana.

Me quedé mirándola anonadado. La sonrisa desapareció de sus labios y puso su mano, pequeña y húmeda, sobre la mía.

—Estoy burlándome de usted y es una falta de consideración, después de lo que ha hecho por mí. Yo soy también de Sidney, ¿sabe? Estudio Historia Natural en la Universidad. Qué pequeño es el mundo, ¿eh?

Y tan pequeño. Demasiado pequeño cuando el pasado puede seguir a un hombre hasta la última isla del último rincón del océano. La cólera hirvió en mi interior con creciente violencia, hasta desbordarse en una tromba de palabras.

—De acuerdo: usted sabe quién soy. Pero yo no deseo saber quién es usted. No quiero que se quede aquí, pero está enferma y no puedo hacer nada para evitarlo. Entérese bien, mientras esté aquí, la atenderemos. Le daremos de comer, la cuidaremos y procuraremos que se encuentre lo mejor posible. Pero tan pronto como pueda usted andar, se marchará. Si no puede hacerlo en su lancha, Johnny la llevará. Mientras tanto, no me hable del pasado. Está muerto, extinguido, acabado. No me hable usted de amigos. No tengo ninguno. Y cuando se haya marchado, déjeme en paz. Olvídese de que me ha visto.

Di media vuelta y salí de la tienda. Creí oírla llorar, pero no me volví. Aquella mujer representaba el pasado y no me interesaba. El pasado estaba muerto y olvidado. Al menos tal era mi ilusión. Una absurda y necia ilusión, pero yo era todavía tan estúpido como para complacerme en ella.

Johnny Akimoto me llevó en el bote a una pequeña laguna formada por los arrecifes, a unos metros de la playa. Remó con destreza por las untuosas aguas y cuando miré hacia atrás vi el pequeño toldo de la playa desde donde Pat, tumbada en su camilla, contemplaba el mar. Johnny se lo había instalado, Johnny la había llevado hasta allí, había dejado a su alcance el agua y le había vendado la herida, poniéndole a mano las tabletas.

Johnny… Siempre Johnny. Él era el fuerte y yo el débil. Lo de Johnny era calma y prudencia y lo mío no era sino la estupidez de la frustración y del arrebato. Parecía sereno y tranquilo mientras remaba y, si había compasión en sus ojos, no pude leerla.

Amarramos el bote a una «cabeza de negro», uno de esos postes prominentes de coral muerto que hay entre los arrecifes y que dan la sensación de ser cráneos de superficie rizada, colocados sobre cuellos muy cortos. Me quité las sandalias y me puse las aletas que me había dado Nino Ferrari. No eran del tipo clásico, con media suela y una correa que se ajusta al talón, sino que tenían toda la suela y el talón quedaba cubierto, con lo que era posible andar por los fondos coralinos sin demasiado riesgo de recibir pinchazos de erizos y peces-piedra.

Me abroché el cinturón de lona, cargado con tres kilos y medio de postas de plomo y con una vaina de cuero trenzado en la que iba el largo cuchillo de acero templado. Estaba listo para adaptarme el equipo de aire.

Los dos cilindros de aire comprimido estaban sujetos a un cuadro de una aleación ligera y me los coloqué a la espalda, como si se tratara de una mochila, pasándome las correas por los hombros y abrochándomelas al pecho. Dos tubos de goma, forrados de algodón, iban de los cilindros al disco metálico del regulador, que es el resorte principal del pulmón mecánico. El aire pasaba directamente a la boca a través de un tubo del mismo material, terminado en una pequeña pieza de goma con dos lengüetas que hacían posible la sujeción con los dientes.

Gradué el regulador y Johnny Akimoto me colocó los cilindros a la espalda, adaptando el amortiguador a mi columna vertebral para evitar rozaduras y molestias, mientras yo me abrochaba las correas.

Sólo me faltaba la máscara. La sumergí en el agua para humedecer la goma y lavar la visera de plástico a fin de que no se empañara durante la inmersión. Después me la metí por la cabeza, me la ajusté a los pómulos y respiré profundamente para comprobar su perfecta adaptación. Gradué la correa con la hebilla que quedaba en la parte posterior de la cabeza y a continuación me subí la máscara a la frente.

Johnny Akimoto me observaba atentamente.

—¿Preparado ya, Renboss?

—Preparado, Johnny.

—Eche un vistazo al agua antes de sumergirse.

Me senté en el banco del bote y miré a través del agua. Los fondos coralinos se encuentran allí a profundidades que varían entre unos cuantos centímetros y los seis y siete metros. El que teníamos debajo sería de unos doce metros de largo por cinco de ancho, y su profundidad no pasaba de cuatro metros. A pesar de ello, y al igual que sucede a lo largo de toda la costa, aquello era un perfecto microcosmos de la exuberante y policroma vida del mar del Coral.

Ondulantes algas, verdes, rojas y doradas, parecían danzar al compás de algún viento submarino. Los rojos corales se abrían como flores de un jardín de verano. Las anémonas, de oro y carmesí, tendían sus tentáculos como los pétalos de un crisantemo japonés. Los corales aún tiernos, de todos los colores, semejaban extraños frescos prehistóricos. Cardúmenes de pequeños peces, rayados y moteados, nadaban veloces entre la vegetación submarina. Sobre la arena del fondo yacía inmóvil una estrella de mar azul, y un paguro intentaba hacerse con ella desde la jaspeada concha cónica que le servía de hogar. Era un mundo de desenfrenado colorido y prolífica vida, y sentí un súbito estremecimiento al pensar que iba a sumergirme en él. Miré a Johnny.

—Listo, Johnny.

Johnny asintió sonriente. Me cubrí la cara con la máscara, me la ajusté una vez más, sujeté con los dientes el extremo del tubo, comprobé el paso del aire y me deslicé en el agua por la popa del bote. El cinturón hizo que me sumergiera inmediatamente. Descendí a metro y medio a dos metros y quedé suspendido en un mundo líquido.

Mi primera sensación fue del más absoluto pánico.

Me encontré rodeado de monstruos. Agrandadas por la máscara y por el agua, las algas se me antojaban selvas vírgenes. Las anémonas eran fauces abiertas. Los corales parecían gigantescos árboles de un bosque antediluviano. Los cardúmenes de peces eran ejércitos de otro planeta. El paguro, una enorme y horrenda deformidad. Sentí náuseas, jadeé, me arranqué la máscara y ascendí a la superficie a toda prisa. Johnny Akimoto, inclinado sobre la borda, se reía de mí.

Me dio la mano y tiró de mí hasta que pude asirme al bote. Me quedé colgando de él, jadeante y balbuciendo palabras entrecortadas.

—¿Qué le ha pasado, Renboss? —dijo Johnny Akimoto mostrando sus blancos dientes en una amplia sonrisa.

—He tenido miedo. Eso es lo que ha pasado. Todo es diferente ahí abajo.

Johnny asintió:

—La primera vez siempre ocurre lo mismo, Renboss. Ahora mire usted otra vez.

Volví a mirar hacia abajo. No había monstruos. Era el mismo mundo minúsculo, de rara belleza liliputiense, que había visto la primera vez.

—Vuelva a bajar, Renboss —dijo Johnny—. Hágalo con calma esta vez. Respiré lentamente y con regularidad. Nade un poco. Llegue usted hasta el fondo. Eche un buen vistazo a las cosas que le han asustado esta primera vez.

Asentí, me bajé la máscara, tomé el tubo de aire entre los dientes y volví a sumergirme.

Durante un largo momento quedé suspendido bajo la superficie, tratando de concentrarme en el sencillo e involuntario acto de respirar. Pronto recuperé el ritmo normal. El aire salió libremente de los cilindros. Las burbujas del regulador ascendían a la superficie en una corriente continua, con una ligera palpitación acompasada con el ritmo de mi respiración.

Recuperé el valor. Agité ligeramente las aletas y floté sin dificultad, dirigiéndome a la pared coralina.

De pronto me detuve. Un nuevo horror ponía a prueba mis nervios. Unas manos desnudas, tan grandes como las ramas de un árbol, trataban de atenazarme. Desde un rincón sombrío, entre ondulantes algas, un par de ojos, grandes como ostras, me observaban con aviesa calma, y una boca inmensa se abría bajo ellos, pronta a devorarme. Por un momento quedé petrificado. Sentí deseos de hacer lo mismo que antes: quitarme la máscara y subir a la superficie a toda velocidad. Pero me contuve y logré dominar mis nervios. Las que me parecían enormes manos no eran sino ramas de coral. Los ojos y la boca pertenecían a una pequeña trucha coralina, que huyó en una ráfaga escarlata tan pronto como tendí la mano hacia ella.

Moví los pies con más fuerza y avancé con asombrosa ligereza. Corales y algas pasaban ante mí, deslizándose rápidamente. La sensación de esfuerzo respiratorio que había experimentado al principio, a causa de la presión del agua, dejó de molestarme. Tuve la ilusión de ser un pájaro suspendido entre el cielo y la tierra, de que mis brazos eran alas extendidas y de que lo que me rodeaba era aire en lugar de agua. Vacié mis pulmones y vi ascender una corriente de burbujas al dirigirme hacia el fondo casi verticalmente. Sentí una repentina represión en los oídos y un agudo dolor en las fosas nasales. Tragué saliva, como si me encontrara en un avión a punto de aterrizar, y desaparecieron las molestias. Mis manos tocaron el fondo arenoso.

Logré ponerme de pie tras una serie de movimientos que a mi imaginación se le antojaron semejantes a los de un trapecista. Mi cuerpo había perdido su peso y podía mover mis miembros sin el menor esfuerzo. Cuando andaba creía estar flotando. Cuando flotaba me parecía estar andando. Me invadió una grata sensación de felicidad, de buena voluntad. Fui andando hasta las paredes coralinas y nadé a lo largo de ellas, sintiendo en mi rostro la caricia de las algas, tendiendo mis manos hasta tocar las ramas, primero con precaución y luego más confiadamente, como si se tratara de los árboles de mi propio huerto. Toqué las anémonas marinas con los dedos y vi cómo encogían, asustadas, sus brillantes tentáculos. Me quedé parado, dejando que los pequeños peces rayados diesen vueltas en torno a mí, husmeándome sorprendidos, para huir aterrorizados a mi menor movimiento.

No sé cuánto tiempo estuve allí, saboreando los placeres de mi recién adquirida ciudadanía en aquel nuevo mundo. De pronto sentí frío. Me miré el cuerpo y lo vi en carne de gallina. La piel de mis dedos estaba blanca y arrugada. Era hora de volver a la superficie. En una ráfaga de manos y aletas ascendí y me icé hasta el bote. Johnny me dijo que había estado bajo el agua durante veinticinco minutos.

Me desembaracé del equipo y me senté sin decir nada, sintiendo cómo el calor iba volviendo a mi cuerpo, brotando de mi interior hasta unirse a la tibia caricia del sol sobre mi piel desnuda. Johnny me interrogó con interés.

—¿Verdad que esta vez no ha sido tan difícil, Renboss?

—En absoluto, Johnny. Tan pronto como he perdido el miedo, me ha parecido un juego de niños.

—La primera parte siempre es fácil —dijo Johnny muy serio—. El agua es aquí poco profunda. Esto sólo es una pequeña poza en la que no ha tenido usted que trabajar. No ha tenido que preocuparse de ningún peligro y por eso le ha resultado agradable. Pero éste —señaló con el dedo las arrugas de mis manos— es el primer peligro: el frío. No se da uno cuenta del esfuerzo que hace porque se mueve fácilmente. Pero el cuerpo está en constante tensión. Consume gran cantidad de calorías para conservar la temperatura. Y cuando se desciende a mayor profundidad todavía hace más frío…, un frío repentino, como si hubiera pasado uno, de pronto, del verano al invierno. Por eso es por lo que no se puede permanecer en el agua demasiado tiempo. Para un buceador sin equipo submarino, como yo, no es tan peligroso. Sólo se sumerge uno por el tiempo que dure el aire almacenado en los pulmones, pero usted sigue respirando ahí abajo y le va invadiendo el frío y agotándole sin que se dé cuenta.

Asentí, recordando que Nino Ferrari me había dicho lo mismo con otras palabras y que me aconsejó que me pusiera un justillo de lana para trabajar bajo el agua.

—Ahora deberíamos regresar —dijo Johnny—. Para ser la primera vez ya ha hecho usted bastante. Esta tarde haremos otra prueba. Para bucear hay que comer bien y hacer ejercicios. Cuando empiece a trabajar notará que las fuerzas se agotan rápidamente.

Desamarramos el bote de la «cabeza de negro» y partimos. La marea estaba bajando y al cabo de una hora la albufera no sería más que una franja de arena de la que sobresaldrían los escollos, secos y sin vida, a la luz del sol, conservándose el agua tan sólo en unas cuantas pozas, celosas guardianas de la multitud de vidas que pululan entre los corales.

Mientras Johnny remaba firmemente hacia la isla mis ojos estaban fijos en la playa, donde Pat Mitchell yacía bajo el toldo de lona. Me pregunté qué debería decirle. Me pregunté qué palabras podrían suavizar la tensión qué yo mismo había creado. Mi decisión se mantenía incólume. Deseaba que se marchase. Pero tendríamos que convivir durante varios días y una isla tropical puede ser un paraíso, pero puede también convertirse en un infierno si sus moradores no saben vivir en armonía.

Johnny Akimoto le dio impulso al bote con un fuerte movimiento de remos. Luego me dijo:

—La señorita Pat lamenta lo que le dijo, Renboss. Ella quisiera disculparse, pero no sabe cómo hacerlo.

—Yo tampoco lo sé, Johnny. Ahí está lo malo.

Johnny sonrió amablemente.

—Es una buena chica. Hará lo que ha prometido. Cuando llegue el momento se marchará y no le molestará más. Se lo ha dicho a usted y también me lo ha dicho a mí.

Le sonreí. No podía discutir con Johnny.

—Está bien, Johnny. Hablaré con ella. Prepara un poco de comida y déjanos solos. Encontraré algo que decir, aunque Dios sabe lo que será.

Volvió a remar sin decir una palabra más. Cuando llegamos a la playa nos hallábamos en buena armonía.