—Calma, Renboss…, calma ahora.
Johnny Akimoto estaba de pie junto a mí, regañándome amablemente con su, cálida voz y llevándome de la irritación al enfado y del enfado al sentido común.
—No es más que la chica, Renboss. Recuérdelo: la chica de la que nos hablaron en la fonda.
—¡Ya lo sé, ya lo sé! —le grité—. La maldita naturalista con su lanchita y su colección de malditas babosas. ¿Por qué demonios tenía que venir precisamente aquí? ¿No sabe que esta isla es mía?
—No, Renboss, no lo sabe —dijo Johnny sosegadamente.
—¡Pues te aseguro que lo va a saber en seguida! Vamos, Johnny, prepara el bote. La sacaré de aquí en menos de veinte minutos.
—No puede usted hacer eso, Renboss.
Había algo en la voz de Johnny que me hizo contenerme. Me puso la mano en el brazo, tratando de calmarme.
—¿Por qué no puedo? No tiene por qué estar aquí, ¿no?
—Sí tiene por qué. Al menos por esta noche. ¡Mire, Renboss!
Señaló en dirección a los arrecifes y al canal que acabábamos de atravesar.
—¿Lo ve usted? La marea está subiendo y entrando por el canal. La corriente en él será de cinco o seis nudos. Con una lancha como ésa y un motor de juguete, ¿cómo podría pasar? Y aunque lo consiguiera, no llegaría a la isla más próxima antes de tres horas. Por entonces sería ya de noche y el intento resultaría peligroso.
No podía responderle nada. Miré malhumorado hacia la playa y me pregunté por qué no saldría la chica. Tenía que habernos visto llegar.
Johnny habló de nuevo.
—Renboss.
—Dime.
—Vamos a ir a la playa dentro de un momento. Vamos a ver a esa chica y a decirle quienes somos. Le pediremos que se marche tan pronto como pueda. Pero tenemos que hacerlo amablemente.
—¿Por qué?
—Porque es joven. Porque estará un poco asustada. Porque es más fácil ser amable con la gente que ser grosero. Porque no le convendría a usted que divulgase por todas partes que es usted una persona desagradable que no se aviene con las costumbres de los Arrecifes… Y porque los dos somos caballeros, Renboss.
Le miré. Sus grandes ojos serenos me estaban rogando que no le decepcionase. Engullí mi enfado y le brindé una taimada sonrisa con la que traté de excusarme.
—De acuerdo, Johnny. Lo haré por ti. Seremos amables con la pequeña caperucita. Pero ten presente que se marchará de esta isla mañana, como me llamo Renn Lundigan.
Su cara se iluminó con una amplia sonrisa de aprobación. Me dio una palmada en el hombro y se fue a meter en el bote la primera tanda de provisiones.
Estábamos a mitad de camino de la playa cuando di rienda suelta a la pregunta que me había estado atormentando durante los últimos diez minutos.
—Qué raro, Johnny; la tienda está ahí… la lancha en la playa… ¿Dónde está la chica?
—Al otro lado, quizás; en las rocas.
—Estaría loca si estuviera allí cuando está subiendo la marea. Hay un alto acantilado por esa parte. Si no tiene cuidado va a pasar la noche en algún escollo.
—Quizá se haya quedado dormida.
—Quizá.
A Johnny le hizo gracia mi mal humor y se sonrió al tomar de nuevo los remos. No volvimos a hablar hasta que varamos el bote y subimos hacia la tienda. Estaba abierta y tenía los vientos flojos. Quien la hubiera plantado no lo había hecho muy bien. Aquella chica sería afortunada si la tienda no se le venía encima a la primera ráfaga de viento nocturno. Saludé en voz alta:
—¡Buenas! ¿Hay alguien dentro?
Mi voz volvió a mí en un eco, pero no hubo respuesta desde la tienda. Cuando llegamos a ella yo iba un par de pasos por delante de Johnny; por eso fui el primero en ver a la chica.
Mi primera impresión fue la de que estaba muerta. Su negro cabello, lacio y revuelto, le cubría las mejillas y la frente. Su rostro tenía la palidez del marfil viejo. Su blusa de algodón estaba completamente abierta, dejando al descubierto los pechos, pequeños y redondos. Una mano reposaba flácidamente en el suelo arenoso y la otra descansaba inerte sobre su estómago. Llevaba unos pantalones cortos de sarga, muy arrugados y tenía una pierna estirada sobre el catre y otra colgando a un lado, hinchada y amoratada desde la rodilla al empeine del pie.
En seguida me di cuenta de que estaba viva. Respiraba con dificultad. Le tomé el pulso. Era débil y tembloroso. Por su cara, cuello y pechos corrían chorros de sudor. Tenía el aspecto de una muñeca ajada y andrajosa que hubiera sido abandonada por sus pequeñas dueñas a la hora del recreo.
Miré a Johnny Akimoto. No dijo nada, pero se agachó y examinó el miembro hinchado. Flexionó el pie amoratado para observar la planta. La chica se agitó en un espasmo de dolor, pero no volvió en sí. Johnny me indicó que mirara y me señaló con el dedo una fina línea de pinchazos que iba desde la punta de los dedos hasta el borde del talón. Eran siete en total. Movió la cabeza gravemente y dijo sólo dos palabras: pez-piedra.
El pez-piedra es el de aspecto más desagradable que existe. Su cuerpo pardusco es una masa informe de excrecencias en forma de verrugas, cubierta de un mucílago espeso y nauseabundo. Su boca es un semicírculo que se abre hacia arriba mostrando un interior verdoso. A lo largo de la columna vertebral tiene trece afiladas púas, cada una de las cuales se halla dotada de una bolsa de veneno. Un pinchazo puede matar a una persona o atormentarla durante semanas con dolores espantosos. No se conoce antídoto alguno contra su veneno. Los aborígenes del norte bailan la danza del pez-piedra durante sus ceremonias de iniciación para prevenir a los jóvenes del peligro que se esconde, siempre al acecho, entre las grietas de los fondos carolinos.
Pregunté a Johnny Akimoto:
—¿Morirá?
—Creo que no, Renboss. Está muy mal. Tiene fiebre, como usted puede ver, y duerme abatida por el dolor y la alta temperatura. Pero no se morirá, creo yo, a menos que el veneno de la pierna se esparza.
—Tendremos que llevarla a un médico, Johnny.
Johnny se encogió de hombros.
—He visto lo que hacen los médicos en estos casos. Saben tan poco como nosotros sobre el veneno del pez-piedra.
—¡Sea como sea, Johnny, no puede quedarse aquí! Nosotros no podemos atenderla.
—¿Por qué no? Tenemos un botiquín. Tenemos sulfamidas y todo lo demás. Sabemos lo que hay que hacer con ellas. Además, si la llevamos al médico, perderemos dos días. Uno de ida y otro de vuelta…
Johnny era un pillo. Un isleño astuto y taimado. Sabía mejor que yo mismo lo que podía hacerme acceder a sus deseos. Tuve que aceptar la situación.
—Está bien, Johnny, sea lo que tú quieres. Ve al «Wahine» y trae el botiquín… y un par de sábanas limpias, de paso.
—Sí, Renboss —dijo Johnny.
Me sonrió irónicamente y salió en seguida de la tienda.
Cuando se hubo marchado, acomodé a la chica algo mejor en el catre y miré a mi alrededor. Había una pequeña mesa plegable atestada de frascos llenos de ejemplares marinos. Había botellas de acetona y de formaldehído. Había bisturíes, pinzas, tijeras y un buen microscopio. Había una silla de lona, un cubo, un recipiente plegable de tela engomada y una mochila con ropas, toallas y un neceser. Al parecer la chica era una auténtica estudiante que conocía su especialidad y trabajaba en ella.
En contraste con ello se encontraba el hecho de que hubiera estado andando descalza por los arrecifes…, cosa que constituía una imprudencia intolerable que había estado a punto de costarle la vida, y que habría podido echar por tierra mis planes de rescate del tesoro.
De nuevo traté de acomodarla algo mejor en el catre, luego cogí el cubo y me dirigí al manantial que había al pie del pándano. Si mi llegada a la isla hubiera sido como yo me la había imaginado, tal vez habría sido corriendo y cantando. Pero me embargaba un profundo hastío y estaba desilusionado. Llené el cubo de agua fresca y cuando volvía a la tienda vi a Johnny Akimoto arrastrando el bote cargado para vararlo a la playa.
Me saludó con la mano y yo le devolví el saludo, pero a pesar del gesto de camaradería estaba irritado con Johnny Akimoto. Era fácil para él afrontar las circunstancias con tanta benevolencia y lógica. Aquélla era mi isla, de la misma forma que el «Wahine» era su barco. Aquello era… De pronto capté el aspecto humorístico de la situación. Comprendí la acritud que la codicia frustrada era capaz de despertar en el ánimo de un universitario decepcionado. Me reí entre dientes y cuando llegué a la tienda había ya recuperado mi buen humor.
Vertí un poco de agua en el recipiente plegable, empecé a hurgar en la mochila tratando de encontrar ropa limpia, y logré hallar una toalla y un paño para la cara. Luego me puse a lavar a la chica. La despojé de sus ropas húmedas y enjugué el sudor febril de su cuerpo.
Gimió y abrió los ojos al contacto del agua fría, pero no había expresión en ellos. Murmuró algo ininteligible y su cabeza volvió a quedar inmóvil sobre la almohada empapada.
La enfermedad carece de belleza. El cuidado de un cuerpo enfermo provoca compasión, pero no deseo. La muchacha que tenía entre mis brazos era hermosa, no cabía duda; pero la fiebre, la conmoción y las convulsiones de dolor que le causaba el veneno habían desfigurado su belleza, transformándola en una imagen de cera, sin pulso, sin pasión y casi, sin vida.
Acababa de vestirla con ropa limpia, cuando entró Johnny Akimoto. Movió la cabeza en un gesto de aprobación y luego depositó la caja del botiquín en la mesa; sacó el bisturí y lo esterilizó cuidadosamente a la llama de un mechero. Sus movimientos tenían tal delicadeza y precisión que me hicieron preguntarme lo que una buena instrucción y una oportunidad podrían haber hecho de aquel hombre tranquilo, reposado, a quien una sangre distinta tenía condenado al aislamiento entre sus hermanos blancos.
—Suéltela usted —dijo Johnny—. Necesito que me ayude.
Nos arrodillamos al pie del catre y tomé entre mis manos el pie de la chica, ladeándolo y sujetándolo firmemente, mientras Johnny hacía una incisión en la zona en que se encontraban los pinchazos. La muchacha gimió y se retorció mientras del pie entumecido salía un chorro de sustancia fétida. Johnny presionó la herida, la lavó, la roció abundantemente con polvos de sulfamida y la vendó con una gasa limpia. Yo le miraba asombrado mientras él tomaba la jeringuilla e inyectaba en el brazo de la joven una prudente dosis de penicilina.
—¿Dónde has aprendido todo eso, Johnny? —exclamé incapaz de disimular mi sorpresa.
—En el ejército, Renboss —dijo tranquilamente—. Fui ordenanza sanitario del hospital de campaña de Salamaua.
Separó la jeringuilla de la ampolla y la colocó cuidadosamente en su caja.
—Esterilizaremos todo eso más tarde, cuando tengamos agua caliente.
Asentí sumisamente.
—Sí, Johnny.
La chica empezó a quejarse, como volviendo en sí lentamente. La levanté, sosteniéndola en mis brazos, mientras Johnny ponía debajo de ella uno de nuestros jergones y un par de sábanas limpias. La echamos de nuevo en la camilla, la cubrimos con la sábana y nos quedamos observándola un rato, hasta que dejó de gemir y se durmió de nuevo, respirando con mayor regularidad y más profundamente. Entonces la dejamos sola. Teníamos que preparar nuestras cosas.
Levantamos nuestra tienda en un ángulo formado por las rocas a unos cuantos pasos del manantial. El lugar estaba resguardado del viento, y lo protegía del calor el ramaje de una vieja pisonia. Cavamos una zanja alrededor para desviar el agua en caso de que lloviera. Hicimos un fogón de piedras contra la roca. Desplegamos los sacos de dormir sobre los catres y colocamos nuestros enseres fuera del alcance de hormigas y arañas.
Llenamos nuestro depósito de agua, que era una gran bolsa de lona engomada, y lo colgamos del poste de la tienda para que se refrescase. Extendimos un retobo entre cuatro troncos de árbol y depositamos nuestro equipo bajo él, cavando también una zanja a su alrededor. Sólo los insensatos descuidan esos detalles. El secreto de un campamento reside en tenerlo ordenado, limpio y seco.
Por fin pudimos considerarnos acomodados. Johnny Akimoto encendió el fuego, y yo traje una marmita con agua del manantial y la puse a hervir. Encendimos unos cigarrillos y nos sentamos a fumarlos mientras la madera seca chisporroteaba y crujía y las llamas se elevaban ennegreciendo el recipiente.
Fue un momento de paz, un buen momento. De no haber sido por la chica que yacía en la camilla de la tienda, junto a la playa, habría sido un momento perfecto. Me volví hacia donde estaba Johnny Akimoto:
—Bueno, Johnny, y ahora tú me dirás.
—¿Qué, Renboss?
—Lo que haremos mañana.
—¿Mañana? —dijo Johnny con calma—. Mañana empezamos a trabajar.
—¿Pero y la chica, Johnny? ¿Qué haremos con la chica?
—La chica está enferma, Renboss. No podrá moverse durante algunos días.
—Pero podrá hablar, ¿no crees, Johnny? Sentirá curiosidad, ¿no? Las mujeres son curiosas, Johnny. ¿Qué le diremos cuando empiece a hacernos preguntas?
—Le diremos la verdad, Renboss: Que usted está aprendiendo a bucear y a utilizar los aparatos para respirar bajo el agua. Eso es lo que va a hacer, ¿no es así?
—Supongo que sí. Pero haré algo más que entrenarme.
Johnny arrojó al fuego la colilla de su cigarrillo.
—Si es usted sensato, Renboss, no hará más que eso. Descubrirá usted, desde el momento en que se ponga la máscara y se sumerja en aguas profundas, que es como un niño que aprende los primeros pasos. Se sentirá inseguro, tendrá miedo, se encontrará rodeado de monstruos, —y tendrá que aprender a vivir entre ellos como uno más. Habrá de aprender cuáles de ellos son enemigos a los que hay que temer. Tendrá que aprender a dominar su propio cuerpo durante los ejercicios más sencillos de inmersión y ascenso, y durante el traslado de un sitio a otro. Le advierto desde ahora que no habrá malgastado ni un minuto de cuanto tiempo dedique a todo esto. Necesitará todo su valor y toda su habilidad, cuando empiece a buscar el tesoro.
Por más que lo intentara no podía quebrantar la lógica de aquel isleño de voz reposada. Podía desafiarla, pero ello podría significar mi propia muerte y el fin de todas mis esperanzas. Me encogí de hombros, resignándome de mala gana.
—Está bien, Johnny. Practicaremos durante días… tal vez durante una semana. Para entonces la chica ya habrá empezado a andar. Se aburrirá. Querrá compañía. Sentirá curiosidad por lo que hagamos. Es una científica, recuérdalo, Johnny. No va a creerse las historias que les hemos contado a los demás.
—Entonces —dijo Johnny tranquilamente—, cargo sus cosas en el «Wahine» remolco su lancha y me llevo a la chica a la costa.
Estaba derrotado y me daba cuenta de ello, pero me había irritado y no quería darme por vencido tan fácilmente.
—Está enferma, Johnny. Tendremos que alimentarla y atenderla.
—También nosotros tenemos que comer; de modo que eso no tiene importancia. Por lo que se refiere a atenderla, sólo es cuestión de cambiarle el vendaje por la mañana y por la noche. La medicina puede tomársela ella misma. Nosotros la ponemos cómoda y la dejamos hasta la hora de comer.
El agua estaba hirviendo. Me levanté para hacer el té, pero Johnny Akimoto me puso una mano en el hombro y me hizo sentar de nuevo. Sus ojos tenían una expresión serena. Su voz era firme.
—Renboss, hay algo que necesito decirle. Se lo diré y es posible que luego me diga usted que coja mi barco y la chica y abandone la isla. Si no es así, me quedaré y no volveremos a mencionarlo nunca más. Sé lo que quiere usted hacer. Sé lo mucho que lo desea y por qué lo desea. Es bueno que un hombre desee algo con todas sus fuerzas. También puede resultar muy malo. Cuando yo buceaba para los patronos perleros había algunos a los que odiábamos y temíamos. Siempre querían trabajar en nuevos lechos perlíferos, a grandes profundidades. Allí podían encontrar buenas perlas y en cantidad suficiente para pagar a los buceadores y a la tripulación y para cubrir los gastos del barco, quedándoles todavía un buen margen de beneficio; pero nunca estaban satisfechos. Hacían descender a los chicos una y otra vez, siempre a mayores profundidades, hasta que les estallaban los oídos, la sangre brotaba a chorro por su boca y narices y las corrientes los retorcían, dejándoles inútiles para el trabajo durante el resto de sus vidas. Es malo, Renboss, que un hombre sienta tal ansia de dinero que pierda el respeto y la compasión por sus semejantes… Ahora ya lo sabe. Si lo desea me marcharé mañana por la mañana.
El agua estaba saliendo de la marmita. De las brasas surgían nubes de vapor, pero ninguno de los dos nos movimos. Traté de hablar y no pude hallar palabras. La vergüenza me agarrotaba la garganta. Johnny Akimoto permanecía callado, esperando plácidamente, sin pesar, a que le aceptase o le rechazase.
Por fin pude articular unas palabras. Me volví hacia él y le tendí la mano:
—Lo siento Johnny, y me gustaría que te quedaras.
Estrechó mi mano con el rostro iluminado por una sonrisa de satisfacción.
—Me quedo, Renboss. Y ahora será mejor que hagamos el té. La chica se despertará de un momento a otro y tendrá hambre.
Preparamos juntos una comida sencilla y cuando estuvo dispuesta la llevamos los dos a la tienda de la chica.
Tenía fiebre otra vez. Su rostro ardía. Estaba empapada en sudor y se agitaba, gemía y tiraba de la sábana a medida que ascendía la temperatura y la atormentaba el dolor. Empezó a temblar violentamente y se subió la sábana hasta el cuello, tratando de calentarse.
Le enjugué el sudor nuevamente y la sostuve mientras Johnny le metía un par de tabletas y un sorbo de agua entre los temblorosos labios. Después la dejamos y comimos. Las sombras crecían en el exterior y las primeras ráfagas de la brisa vespertina levantaban pequeños remolinos en la arena.
—Está peor de lo que yo creía —dijo Johnny—. Si no la abandona la fiebre esta noche…
Dejó la frase sin terminar.
—Uno de nosotros debería quedarse con ella esta noche, Johnny.
Asintió. Se alegró de que lo hubiera dicho yo.
—Deberíamos llevarla a nuestra tienda, Renboss. La podemos poner en mi catre. Así quizá podría usted dormir un poco. Si le necesita, estará usted allí.
Le miré con curiosidad. No podía adivinar lo que estaba pensando. Le pregunté:
—¿Pero y tú, Johnny? No tienes por qué dejarnos. Podemos…
—No, Renboss, yo dormiré aquí.
—No sé qué es lo que te propones.
Johnny sonrió con apacible ironía.
—La chica es joven, Renboss —dijo—. Es joven y está enferma y sola. Si se despertara esta noche y viera a un negro inclinado sobre ella se asustaría.
El padre de Johnny Akimoto fue un exiliado japonés. Su madre una mujer negra de las islas Gilbert. Johnny pertenecía a las gentes «perdidas» y tenía que vivir sin amor y morir sin un hijo que le sucediera. Pero de cuantos hombres he conocido Johnny Akimoto fue el de más hombría.
Envolvimos a la chica en las sábanas y la llevamos a la tienda grande. Johnny se quedó acabando de instalarla y yo volví para recoger el botiquín. Cuando me incliné a cogerlo vi una pequeña cartera de cuero entre dos botellas de las que había encima de la mesa plegable. La abrí.
Había unos cuantos billetes de banco, unos sellos y una carta de crédito de la «Compañía Comercial Bancaria». Su titular era la señorita Patricia Mitchell. Al menos sabíamos su nombre y que era soltera. Doblé el papel y lo metí de nuevo en la cartera. El resto podría decírnoslo ella misma cuando se repusiera, si se reponía algún día.
Johnny parecía albergar sus dudas respecto a eso, y yo no quería pensar en lo que podría ocurrir si se moría estando con nosotros: investigaciones de la policía, una encuesta criminal ante el juez, reportajes en los periódicos, comentarios por toda la costa. El secreto del «Doña Lucía» y del oro del rey de España dejaría de serlo para siempre.
El sol se ponía cuando dejé la tienda. La bola de oro se deslizaba hacia los confines del mundo, sumergiéndose en un mar amarillo y carmesí, ocre y púrpura. Me detuve a contemplarlo mientras desaparecía tras el borde de la creación. Vi la breve gloria de su último resplandor. Observé cómo se marchitaban los colores en la superficie del océano y cómo se desvanecían en el cielo los últimos destellos de luz bajo los ágiles dedos de la noche. Me volví lentamente y me dirigí a la tienda.
La chica se encontraba aún bajo los efectos de la fiebre y Johnny Akimoto me estaba esperando para darme las buenas noches.