Capítulo VI

Me levanté penosamente de la cama y logré llegar hasta el cuarto de baño para lavar el sueño de mis ojos y liberar mi piel del fuerte olor a licor que de ella emanaba. Me vestí lentamente, aceptando resignado la idea de que era demasiado tarde para desayunar. Hice la maleta y pagué la cuenta, declinando el ofrecimiento de una bebida en el bar y aceptando, a cambio de ella, una taza de té en la cocina. Luego dejé la maleta detrás del mostrador del bar, para recogerla más tarde, y me dirigí a un edificio bajo, de madera, que albergaba el único Banco del pueblo.

El director era un hombre alto, de aspecto saludable, vestido con una camisa fresca de hilo y unos pantalones cortos almidonados. Cuando le mostré, mi carta de crédito me saludó como si fuera un millonario y me invitó a una taza más de té en su despacho. Se enfrió considerablemente y me dispensó una dudosa mirada de soslayo cuando le dije que deseaba depositar la carta de crédito en el banco y que si no regresaba dentro de los tres meses siguientes, su importe debería pasar íntegro a la cuenta de Johnny Akimoto. Sacó unos papeles del cajón de su mesa y los puso sobre la carpeta secante que tenía delante.

Acto seguido empezó a interrogarme.

—¿Existe alguna razón que pudiera impedirle volver dentro de tres meses, señor Lundigan?

—No hay ninguna en este momento, que yo sepa; pero siempre es bueno estar prevenido, ¿no cree usted?

—Desde luego, pero ¿prevenido contra qué?

—Siempre ocurren accidentes, ¿no es así?

—Sí, claro; pero… —Se dio cuenta de que había estado a punto de cometer una indiscreción. Se contuvo y me brindó su experta sonrisa profesional—. Por supuesto, el Banco llevará a cabo las disposiciones que usted desee. Sólo tiene que firmar los papeles y… Bueno, eso es todo. Sólo sentía curiosidad.

Aquella especie de careo podía prolongarse indefinidamente. Decidí que no había mal alguno en contarle la verdad a medias. Y se la conté.

—He alquilado una isla cerca de la costa. Soy naturalista y estoy haciendo un estudio de la vida submarina a profundidades de treinta y cuarenta metros. Buceo con pulmón acuático y eso entraña cierto peligro. Le he alquilado el barco a Johnny Akimoto y además le pago un jornal semanal. Quisiera que, si a mí me ocurriera algo, le fuera posible cobrar y recibiera el resto como gratificación.

El director pareció tranquilizarse. Quizás estuviera tratando con un tipo extraño, pero ya no debía parecerle tan lunático como al principio.

En aquel momento llegó el té e iniciamos una conversación circunstancial que seguí cortésmente durante un rato, porque deseaba hacerle una pregunta.

—Dígame… ¿sabe usted algo sobre derechos de aguas litorales?

—¿Derechos de aguas litorales?

Sus cejas volvieron a arquearse.

—Sí, derechos sobre las aguas del litoral. ¿Cuáles son los derechos, si es que tiene alguno, del propietario o del arrendatario de una isla sobre las aguas que la rodean?

Quedó pensativo por un momento y luego dijo:

—No es un tema frecuente. Legalmente, por lo que yo sé, los derechos de propiedad se extienden hasta el límite inferior de las aguas; prácticamente parecen prolongarse hasta el borde interior de la plataforma que rodea a la isla. Es posible hacer una demanda contra esta arrogación de derechos, pero creo que el proceso sería largo y costoso. De todas formas no es probable que se le plantee este problema, ¿no es así?

—Supongo que no, pero le gusta a uno estar seguro de estas cosas.

—Me temo que sea imposible estar seguro en este caso, señor Lundigan. Pero —añadió sonriendo y extendiendo las manos conciliadoramente— hay mucha agua y muchas islas a lo largo de la costa. La suya no está al alcance de los turistas, de todas formas. Si hace usted patente su deseo de que no le molesten, no creo que llegue a tener motivos de preocupación.

No podía hablarle de Manny Mannix y por tanto no tenía sentido prolongar el tema. Asentí, sonreí e hice unas observaciones sobre las molestias que podían ocasionar los estudiantes con sus extravagancias. Después me ofreció los papeles para que los firmara.

Terminamos el té, nos dimos la mano y salí a la calle de nuevo. En la otra acera, algo más abajo, había una tienda con letras doradas en la luna de su polvoriento escaparate, en el que se exhibía un anticuado jarro de cristal lleno de agua coloreada.

Crucé la calle y me presenté al propietario. Era joven, lo que constituía para mí una circunstancia afortunada. Era hablador, lo que era un fastidio, pero aceptó mis explicaciones con mejor disposición que el banquero y se mostró pronto a prescindir de formalidades tan embarazosas como recetas y firmas de médicos cuando le pedí tabletas de atebrina, penicilina y sulfanilamida. Compré yodo, vendas, aspirinas y un pequeño bisturí, y me lo empaquetaron en una caja de madera, regalo del joven farmacéutico parlanchín.

Pero no podía acabar todo ahí. El tiempo no cuenta en el norte y el parroquiano más circunstancial debe contribuir, en la medida de su capacidad, a proporcionar tema de conversación a las tertulias de la comunidad.

Escuché con moderado interés una perorata sobre las picaduras de moscardones y erizos de mar y sobre el peligro que representa el temible pez-piedra. Oí, sin demasiado interés, que sólo dos semanas antes había; pasado por el pueblo una colega mía, naturalista; una chica bastante joven, muy atractiva, según el joven farmacéutico, que, recién salida de la universidad, había debido encontrar a las chicas de la localidad muy poco interesantes.

Al fin logré evadirme, con mi caja de madera bajo el brazo, aunque sólo para darme cuenta de que faltaba mucho para la hora de reunirme con Johnny Akimoto en su cabaña.

Me sentí sobrecogido cuando, al alanzar por la resquebrajada acera de humeante asfalto, vi los límites del destartalado pueblo a ambos extremos de su calle principal. La amalgama del verde con los crudos colores de las buganvillas y de las nochebuenas me pareció abigarrada, deprimiéndome con el peso de su exuberancia. Las advertencias de Johnny Akimoto volvieron a mi mente y, unidas al recuerdo de los peligros de que me hablara Nino Ferrari, me infundieron miedo y me hicieron maldecir mi obstinación en iniciar con tan escasa preparación una empresa que infundía respeto incluso a los profesionales.

Tampoco Manny Mannix se apartaba de mi mente. Me preguntaba cuál sería su próximo paso, dónde le encontraría, y qué podría ocurrir cuando nos hallásemos frente a frente. De pronto me di cuenta de que me encontraba frente a Correos.

Llevado por un impulso, crucé la calle, llegué hasta el mostrador y solicité una conferencia con Nino Ferrari. El sudoroso empleado me miró como si hubiese solicitado hablar con la Torre Eiffel, apuntó el número en un papel y me indicó que esperase junto a la cabina telefónica que había fuera.

Esperé. Esperé durante una hora. Cuando por fin pude hablar con Nino su voz sonó débil y lejana, como filtrada por un paño húmedo.

—Ferrari, al habla. ¿Quién llama? —dijo.

—Soy Lundigan, Nino… Renn Lundigan.

—¿Tan pronto? ¿Ha llegado ya su material?

—Está en camino, Nino. Lo enviaron hoy desde Brisbane.

—¿Entonces por qué me llama?

—Porque estoy asustado, Nino.

Me pareció que hacía chasquear la lengua, pero no podría asegurarlo.

—¿Qué le asusta, amigo?

—Creo que estoy loco, Nino.

Entonces sí que se rió; su carcajada recorrió como un estallido los mil seiscientos kilómetros de cable.

—Ya sé que está usted loco. No tenía necesidad de gastarse el dinero para decirme eso. ¿Puedo hacer algo por usted?

—Sí, Nino. Creo que voy a tener complicaciones.

—¿Complicaciones? ¿Qué clase de complicaciones?

Debía ser precavido. La cabina telefónica de un pueblo de Queensland no ofrece ninguna garantía de intimidad.

—Ya le dije, Nino, que hay alguien a quien no le agrado.

—Es cierto, me lo dijo usted. ¿Ha ocurrido algo?

Hubo una larga pausa. Por un momento creí que se había cortado la comunicación. Luego volvió a oírse la voz de Nino.

—¿Qué clase de ayuda necesita? ¿Se trata acaso del buceo?

—Y de otras cosas, tal vez. Todavía no lo sé. No puedo prever lo que puede ocurrir. Sólo estoy tomando precauciones.

Hubo otra pausa. Sabía lo que estaba pensando Nino. Era un recién llegado al país. Antes había sido un enemigo. Si se veía mezclado en mis problemas podían denegarle la naturalización. Estaba pidiéndole más de lo que era razonable. Yo también lo sabía, pero estaba demasiado asustado para poder hacer salvedades.

Por fin Nino volvió a hablar:

—Está bien, amigo. Si me necesita, llámeme. Me presentaré en el primer avión. ¿Lo pagará usted?

—Yo lo pagaré, Nino…, y muchas gracias.

Nino hizo chasquear la lengua.

—Las gracias se las daré yo a usted si no se mete en líos y me deja ocuparme de mi negocio.

—Lo procuraré, Nino, pero no puedo prometérselo. Le explicaré todo por carta hoy mismo. Adiós por el momento, y gracias de nuevo.

—Adiós, amigo —dijo Nino—, y evite usted complicaciones en lo posible.

Se cortó la comunicación. Colgué el auricular. Volví a entrar en la oficina de correos, compré sobres y papel avión y le puse cuatro letras a Nino Ferrari.

Cuando eché la carta al buzón me sentí menos solo y menos asustado. Ya éramos tres. Tres hombres, un buen barco y una agradable isla. Manny Mannix podía hacer lo que gustase. Cogí mi pequeña caja de medicinas y bajé por el sendero que conducía a las dunas, para reunirme con Johnny Akimoto.

El barco de Johnny estaba anclado a unos cien metros de la playa, balanceándose ligeramente al tranquilo compás de las olas. Estaba aparejado, recién pintado y sus metales brillaban resplandecientes en pago al amoroso esfuerzo de Johnny. Las velas eran viejas, pero habían sido cuidadosamente remendadas. Era el barco de un hombre trabajador. Tenía una cala en el centro y un camarote a popa. La cubierta estaba recién fregada y los aperos aparecían ordenados con la precisión cuidadosa de un marinero.

Tuvimos que hacer tres viajes con el bote para transportar a bordo las provisiones y cuando las hubimos estibado y cerramos la escotilla, Johnny se puso a trabajar con el pequeño hornillo del fogón.

Yo me senté en la litera y empecé a hablar con él mientras trabajaba.

Me sonrió por encima del hombro.

—Es un buen barco, Johnny. Me gusta.

—Un buen barco es como una buena mujer. Si se cuida uno de él, él se cuida de uno. Se habrá fijado usted en el nombre: «Wahine». En el idioma de las islas significa «mujer». No tengo más mujer que ésta.

Le devolví la sonrisa.

—Entonces estamos los dos en la misma situación, Johnny.

Asintió y continuó trabajando con su hornillo, mientras hablaba.

—A veces es así. Una mujer puede ser para uno todas las mujeres y si la perdemos, no existe ninguna otra.

—Eres un hombre muy sensato, Johnny —dije pensativo.

Sus morenos hombros se contrajeron en un gesto.

—Somos gente extraña en esta tierra, pero no todos somos niños ni estúpidos.

—¿Has tenido mujer alguna vez, Johnny?

Negó con la cabeza.

—¿En qué parte de este país podría encontrar una mujer de las mías? Y si dejara este país, ¿dónde podría vivir como aquí? Creo que es mejor así.

Hubo un pequeño silencio, después de aquello, durante el cual continué fumando mi cigarrillo y Johnny calentó una lata de carne, cortó varios trozos de pan, los untó con mantequilla y los puso en un plato de hojalata.

Cuando la comida estuvo dispuesta, lo colocó todo en la mesa del camarote y nos sentamos juntos a comer. Experimenté de nuevo la extraña sensación de libertad que me había invadido mientras volaba hacia el Norte. Aquel hombre era mi amigo, mi hermano en la aventura. El reducido, el minúsculo mundo del barco era el único real; el resto era sólo ilusión y fantasía.

Cuando terminamos de comer lavamos los platos y subimos de nuevo a cubierta. Sentados en el cuartel de la escotilla vimos cómo el sol se ponía en todo su esplendor carmesí y cómo, de pronto, empezaron a surgir las estrellas, que parecían quedar colgadas, muy bajas, del cielo purpúreo. El viento soplaba hacia la costa y oíamos el golpeteo del agua cuando el «Wahine» subía y bajaba al ritmo suave de las olas.

Johnny Akimoto se volvió hacia mí.

—Quisiera que comprendiera usted una cosa.

—¿De qué se trata, Johnny?

—De este barco. Es mío; es como si fuera mi mujer. Yo le entiendo y él me entiende. Mientras estemos a bordo, yo debo ser el patrón. En la isla será al revés. La isla es suya. Usted dirá lo que haya que hacer, y yo lo haré. Debemos comprenderlo los dos.

—Lo comprendo, Johnny.

—Entonces no hay más que hablar.

—Sí, Johnny, hay una cosa.

—¿Qué es?

—Antes de venir aquí hoy, he telefoneado a un amigo mío de Sidney. Si surgen complicaciones se unirá a nosotros.

—¿Qué clase de persona es su amigo?

—Es italiano, Johnny. Buceador. Fue hombre rana en la Marina italiana durante la guerra.

—Eso parece interesante. ¿Ha prometido venir?

—Sí.

—Siempre es bueno tener amigos en momentos como éste. Venga abajo. Quiero enseñarle una cosa.

Tiramos los cigarrillos al agua y volvimos al camarote. Johnny Akimoto abrió una alacena que había debajo de la litera y sacó dos rifles. Eran dos 303 de los que usaba el Ejército, pero estaban recién engrasados y los cerrojos corrían y se encajaban con toda suavidad.

Johnny me miró sonriente.

—Los tengo desde hace mucho. No los he usado nunca, salvo para cazar conejos y cangurillos. Si tenemos algún problema, no nos cogerá desarmados.

—¿Y las municiones?

Sonrió de nuevo.

—Tenemos para doscientos disparos. Se lo cargaré en la cuenta.

Volvió a colocar los rifles en la alacena y la cerró.

—Creo que ahora deberíamos dormir. Saldremos al amanecer.

Me desnudé y me tendí en la litera, sin más ropa que una sábana. Oí a Johnny subir a cubierta para encender los pilotos. Le vi bajar otra vez y apagar el farol del camarote. Luego me dormí y no soñé nada en toda la noche.

Cuando nos despertamos acababa de salir el sol y el mar estaba en absoluta calma. Me zambullí en el agua para refrescarme, mientras Johnny vigilaba desde cubierta por si aparecía algún tiburón. Cuando subí a bordo de nuevo, Johnny se tiró al agua a su vez.

Después pusimos el motor en marcha, levamos anclas y zarpamos primero con rumbo este, girando luego hacia el sur, proa al canal de Pentecostés y a las luminosas islas que frecuentaban los turistas.

Johnny iba al timón, erguido y orgulloso; orgulloso de aquel barco, que era su mujer, orgulloso de sí mismo y de su dominio de la nave. Comimos al sol, viendo deslizarse ante nosotros, a estribor, la costa, de oro y esmeralda, mientras a proa los pequeños borrones de formas difusas iban creciendo hasta convertirse en verdes islas circundadas por el encaje blanco de las olas.

El viaje duraría unas tres horas a velocidad de crucero. Calculando que invertiríamos otra hora en cargar el material, Johnny propuso que comiéramos antes de zarpar con rumbo a nuestra isla. Me explicó que convenía que fuera así por razones de cortesía. Los turistas eran una cosa: llegaban, pagaban, se divertían y se marchaban, dejando sólo el recuerdo de sus risas a plena luz del día y de sus susurros nocturnos bajo las palmeras. Otra cosa eran las propias gentes de las islas. Había que beber una copa con ellos y cambiar impresiones sobre temas locales en los que los turistas no tenían participación alguna. Había que hacer pequeños favores, como reparar algún generador o echar un vistazo a un sistema de refrigeración, que tuviera fallos o llevar un recado a alguna pensión de una de las islas vecinas… Teníamos que ocuparnos de nuestros asuntos, no cabía duda, pero no podíamos desentendernos de los intereses de la pequeña familia a la que pertenecíamos.

Yo alegué que debíamos proceder con precaución y recordé que un día, más pronto o más tarde, habría de aparecer Manny Mannix, olfateando el rastro de Renn Lundigan como un perro de caza. A Johnny Akimoto mis razones le parecieron sinrazones.

—Estas gentes son buenas —dijo—. Si uno se convierte en uno de ellos, le ayudarán siempre que esté en apuros. Nunca se sabe cuándo ni cómo puede necesitárselos.

No tuve más remedio que reconocer que tenía razón. Me pregunté qué habría sido de mí sin aquel isleño recio y grave, de sangre extranjera, pero en nada extraño a cuánto le rodeaba, que, de pie junto al timón, parecía un antiguo dios cuyos músculos se distendiesen rítmicamente a cada giro de la rueda mientras el sol arrancaba a su piel destellos de seda.

Estábamos ya a mitad de camino cuando Johnny me cedió el timón y se encaramó en el racel de proa, silbando para atraer al viento al estilo de los viejos capitanes de lugre.

Sin embargo no necesitábamos viento. El motor continuaba palpitando acompasadamente, haciéndonos surcar las tranquilas aguas a ocho nudos. Pero Johnny quería viento. Deseaba hinchar sus velas y demostrar de lo que era capaz su mujer cuando un viento suave llenaba las lonas haciéndola avanzar inclinada. Pero la calma persistió y yo me alegré de ello. El timón no requería esfuerzo alguno y su docilidad me permitía sumergirme en la magia que emanaba del sol y del agua, y del silencio de los hombres que se comprenden sin palabras.

Eran las once de la mañana cuando arribamos a una isla coralina con un edificio largo y bajo en el centro y una multitud de pequeñas barracas blancas diseminadas entre las palmeras. La playa de corales caía abruptamente, formando un barranco en el que el agua alcanzaba doce metros de profundidad. Paramos el motor y dejamos que el «Wahine» se deslizase lentamente para anclarlo cerca de la costa.

Los turistas acudieron en masa a recibirnos. Bronceadas muchachas con trajes de baño de vivos colores, muchachos morenos con los brazos en torno al cuello de las chicas y, tras ellos, las isleñas e isleños con sus vestidos estampados y sus pantalones cortos de color caqui, siguiendo como si se tratara de fieles pastores al festivo rebaño.

Algunos bañistas llegaron nadando hasta nosotros, e intentaron subir por el cable del ancla, pero Johnny Akimoto se negó a admitirlos a bordo. Aquél era su barco y nadie podía subir a bordo sino como su huésped. Saltamos al bote y recorrimos a remo los pocos metros que nos separaban de la playa, donde Johnny Akimoto devolvió con grave cortesía los saludos que le tributaban familiarmente y me presentó como su amigo, el señor Lundigan, que había comprado una finca en un lugar cercano e iba a recoger sus provisiones. Las gentes de la isla me acogieron calurosamente, pero me hicieron muy pocas preguntas, contentándose con aceptar lo que Johnny les había explicado.

Me dijeron que mis cajas habían llegado bien. Pude descansar de nuevo y paladear la cerveza fría y la ensalada tropical, y disfrutar de la espontánea hospitalidad de aquellos ribereños.

Cuando les dije el nombre de mi isla se rieron. Cuando les sorprendí con la noticia de la existencia de un pequeño canal entre los arrecifes y de un manantial de agua potable, menearon la cabeza sabiamente y llegaron a la conclusión, que me expresaron a guisa de moraleja, de que el Gobierno no lo sabía todo, aunque pretendiera lo contrario. Cuando, entre otras cosas, hablé de exploración submarina, demostraron un interés tan sincero por su parte como embarazoso para mí. Los habitantes de las islas sienten un Cándido y conmovedor orgullo por el paraíso que los rodea. Cada uno de ellos tiene su peculio privado de pequeños descubrimientos o su pequeña provisión de objetos coleccionados, como cauris, corales de formas caprichosas, grandes conchas o pecios de antiguos naufragios.

Me repitieron lo que ya el farmacéutico me había contado acerca de la joven estudiante, que también había pasado por allí, salvando las pequeñas distancias que separan las islas en un esquife abierto con un gran motor fuera borda. Lamenté tener que decirles que no la conocía. En mi fuero interno me alegraba de no tener que hacerlo nunca.

Por fin, y gracias a Dios, la comida terminó. No tuvimos que hacer ningún recado. Sólo tuvimos que izar las cajas a bordo del «Wahine», levar anclas y zarpar con rumbo noreste hacia la isla de Dos Salientes. Procuré mantener a flote mi mejor sonrisa durante las pequeñas ceremonias de despedida, cambié unas cuantas palabras circunstancialmente con los turistas que fueron a jalear nuestra salida… y al fin fuimos libres de nuevo, con una fresca brisa que soplaba para alegrar el corazón de Johnny Akimoto y un petifoque henchido que nos hacía surcar el agua con dos nudos de ventaja sobre el ruidoso y lento motor.

Johnny llevaba a su «Wahine» en pos del viento con la delicadeza de un amante. Erguido junto a la rueda del timón, con sus fuertes piernas abiertas y tensas contra el macho, la cabeza echada hacia atrás, los ojos brillantes y una sonrisa de triunfo iluminándole el rostro, me gritó:

—¡Qué hermosa es mi «Wahine»! ¿Eh, Renboss?

—Es hermosa, Johnny. ¿Cuánto tardaremos en avistar la isla?

—Hora y media. Tal vez dos.

—Buen trabajo, Johnny. Eso nos permitirá desembarcar y acampar a la luz del día.

Asintió, aún sonriente, y dio un leve giro a la rueda para adaptarse a una pequeña variación en la dirección del viento. Luego comenzó a cantar una ardiente y melodiosa canción de las islas en la lengua del país de su madre. Las palabras eran un misterio para mí, pero la melodía llegó a mi corazón y me hizo alegrarme con él y entristecerme con él y sentirme agradecido de que. Johnny Akimoto me tuviera por amigo.

Eran las tres de la tarde cuando avistamos la isla. Yo estaba en el racel de proa, recostado contra los estayes, y la vi irse transformando de un simple borrón gris en una gran mancha verde y, por fin, en una isla puntiaguda con un arco de playa blanca. En seguida pude distinguir los contornos de sus rocas y los troncos de sus grandes árboles, el grupo de pándanos que señalaban el lugar donde descubrimos el manantial, la línea plateada de la espuma en los escollos del rompiente y el verde cambiante de las tranquilas aguas de la albufera. La vi crecer y crecer, llenando nuestro horizonte y sentí lo que siente un hombre cuando vuelve de la guerra a la casa de su padre.

Me volví a Johnny y le grité:

—¿Conoces el canal, Johnny?

Levantó una mano a modo de afirmación y dijo:

—Lo conozco, Renboss.

—¿Vas a meterte con el motor en marcha? Es estrecho y la corriente en él es muy fuerte.

Movió la cabeza. Sus ojos brillaron retadores.

—Yo meteré el barco, Renboss… yo le meteré.

Y le metió. De proa a popa, palmo a palmo. A unos cien metros del rompiente lo hizo virar unos cuantos grados, para alinearlo con el saliente occidental de la isla y con el único roble que sobre él había, y avanzó derecho hacia los arrecifes. Sentí saltar el barco al embestir contra la primera gran ola. Luego, Johnny lo hizo entrar en el canal y lo llevó por él veloz como una flecha, mientras yo miraba boquiabierto temiendo que de un momento a otro los corales rasgasen el fondo del «Wahine» llegándole hasta la misma sobrequilla.

Un minuto después habíamos pasado y nos deslizamos por las aguas cristalinas, con la playa frente a nosotros, dejando el miedo, la incertidumbre y Manny Mannix mil seiscientos kilómetros atrás.

Grité, jaleé y bailé por la cubierta lleno de alegría, mientras Johnny situaba el barco en posición de anclar.

Echamos el ancla, plegamos las velas y nos disponíamos a ir a la playa en el bote cuando vi algo que borró la alegría de mi rostro repentinamente para impulsarme acto seguido a lanzar un furioso torrente de maldiciones y exclamaciones obscenas.

En el lindero de la playa, donde comenzaban los árboles, alguien había levantado una pequeña tienda de campaña y más abajo, varado cerca del agua, había un pequeño esquife con un motor fuera borda.