Capítulo V

El avión se elevó a dos mil quinientos metros y a través del ojo de buey pude ver su sombra, a estribor, avanzando como un pájaro por la verde alfombra próxima a la costa.

Más allá, hacia el Este, estaban el mar, los arrecifes y las islas de Jade. Por el Oeste, y fuera del alcance de nuestra vista, se extendían las ocres y secas tierras ganaderas. Debajo de nosotros se encontraba la frondosa franja costera, cuyas colinas y marismas reciben el agua de los monzones y en la que hacen sus nidos los ibis y las brolgas danzan sus misteriosos ballets sobre el lodo.

Allí estaban los cañaverales y las plantaciones de piña tropical y los bosques de papayos y de achaparrados mangos. Allí estaban las fértiles dehesas en las que pastan las innumerables vacadas. Allí estaban los enjutos hombres del norte, de habla reposada: los cortadores de caña, los molineros, los ganaderos, andando con su balanceo indolente de jinetes natos… Allí estaban las tristes gentes sin patria, nacidas de la vieja raza y de la nueva, y por cuyas venas corre sangre de China y Japón, de las islas Gilbert y de las de las Especias.

Allí las casas se construían sobre pilares para que el viento soplase por sus cuatro costados y las refrescase tras las ardientes jornadas de sol agotador. Allí la exuberancia de las buganvillas se extendía por las galerías crujientes y los tejados galvanizados. Los hombres eran allí ricos porque podían disponer de su tiempo y eran pobres si no lograban encontrar un amigo entre las gentes generosas de la tierra de Queensland. Allí había trabajo para todo hombre que lo buscase. Y quien no buscase nada más que una brizna de hierba para mordisquearla sentado en los peldaños de una galería, era también libre de hacerlo sin que nadie le perturbase.

A mí, Renn Lundigan, volando entre el cielo azul y la tierra verde, me invadió una extraña calma, una sensación de libertad, como si se hubiera cortado un cordón umbilical y hubiera vuelto a nacer en un mundo libre, lejos del peligro, vacío de todo recuerdo, más allá del dolor del deseo y de la amargura de la pérdida.

Me estaba dirigiendo a Bowen, una pequeña ciudad en la que la exuberancia tropical cubre las cicatrices que dejan los ciclones y las tormentas repentinas. Desde Bowen debía volver hacia el sur, de nuevo, deshaciendo ochenta kilómetros de mi recorrido. A primera vista esto podía parecer una estupidez, puesto que el avión me hubiera podido dejar en mi lugar de destino sin la molestia de tres horas de anticuado servicio ferroviario. Pero no convenía a mis planes en absoluto.

Mi ciudad era aún más pequeña que Bowen. El forastero que llega a ella en avión es un turista o un viajante de comercio. Como tal es objeto de cortesía, pero, sobre todo, de vivo interés. Cada uno de sus movimientos es tema de comentarios en las tertulias de los bares o en las terrazas de los cafés.

A quien llegue en el tren, lleno de polvo, entumecido e irritado, le tomarán por lo que desee parecer: inspector de bolsa, agente comercial, representante de pesquerías o empleado de alguna refinería de azúcar. Si se toma la molestia de interpretar su papel, no habla muy alto ni gasta demasiado y demuestra algún conocimiento de la localidad, le dejarán campar a su albedrío y olvidarán las preguntas que hubieran pensado hacerle, porque hace allí demasiado calor para recordar.

Mi conocimiento de la localidad era lamentablemente pobre, pero contaba con que Johnny me echaría una mano.

Su nombre completo era Johnny Akimoto. Era hijo de un buceador japonés y de una mujer de las Gilbert. La herencia materna predominaba en él y de no ser por cierto matiz grisáceo de su piel y por la tersura oriental que ésta adquiría en torno a los ojos y pómulos, Johnny hubiera podido pasar por un gilberteño de pura raza. Estas curiosas mezclas raciales se han venido dando en las costas de Queensland desde los tiempos en que se drogaba a los isleños y se los enrolaba para trabajar en los cañaverales australianos.

Johnny también había trabajado en los lugares. Se embarcó con los buscadores de perlas y buceó hasta los lechos más profundos. Pero cuando estalló la guerra y no hubo más trabajo de este tipo, Johnny pasó a desempeñar empleos circunstanciales. Había trabajado de criado con los americanos, había sido mozo en una isla turística, ayudante de mecánico de un barco pesquero y conductor de tractor de un contratista de su localidad. Todo el mundo conocía a Johnny. Todo el mundo le apreciaba y cuando Jeannette y yo nos vimos empujados hacia la costa por un ciclón, fue Johnny quien reparó las velas y el forro de nuestra embarcación, nos pintó el casco y nos dio sabias lecciones acerca de las condiciones atmosféricas en alta mar durante la estación de los temporales.

Johnny me ayudó a establecer la ruta de los galeones de Acapulco. Cuando le hablé de nuestras suposiciones sobre el «Doña Lucía» las juzgó acertadas y me prometió que algún día bucearía conmigo en los arrecifes de la isla de Dos Salientes. Johnny Akimoto era un hombre prudente, callado. Un hombre amable, leal. Un hombre solitario y perdido entre las gentes campechanas de la costa.

Pensé en Johnny mientras el avión avanzaba hacia el Norte. Me arrodillé y soñé con Manny Mannix y con la chica que me había vendido mi moneda por cincuenta libras.

Cuando me desperté, la azafata estaba junto a mí, advirtiéndome que me abrochara el cinturón de seguridad. El aparato picó sobre una franja de agua azul. Cerré los ojos y cuando los abrí de nuevo vi una manga aérea y un grupo de hangares con techos de hierro. Estábamos aterrizando.

El calor nos agobiaba en la polvorienta sala de espera, mientras se descargaban nuestros equipajes. Era media tarde y faltaba al menos una hora para que la brisa marina empezase a hacerse sentir. Sin apenas percatarme de ello, me encontré conversando con un individuo rechoncho vestido con traje de alpaca. Me dijo que era director de Banco retirado. Me explicó que iba a reunirse con su mujer y su hija en una lujosa isla próxima a Bowen. Me dijo cuánto le iba a costar. Me dijo cómo se iba a divertir. Me confesó que el calor le producía urticaria y el frío bronquitis. Me contó cuál era su principal fallo en el golf y su proyecto de cultivar dalias. Me dijo…

—¿Señor Lundigan?

El empleado estaba junto a mí.

—Sí; soy yo.

—Un telegrama para usted, señor. Ha llegado un momento antes de que aterrizara su avión.

Me entregó un sobre pardo con el borde rojo. Había sido franqueado como «Urgente». Rasgué el sobre y desplegué la hoja que contenía el texto. La oficina de origen era Brisbane. Lo habían puesto a las doce y media. Era breve y cordial como un apretón de manos:

BUENA PESCA COMANDANTE STOP LE VERÉ PRONTO STOP.

Lo firmaba Manny Mannix.

Arrugué el papel y me lo guardé en el bolsillo. El rechoncho director de Banco me miró con curiosidad.

Quería acabar de contarme sus andanzas. Di media vuelta y le dejé con la palabra en la boca. De pronto me sentí mal y más solo que nunca desde que Jeannette dejara este mundo. Necesitaba hablar con Johnny Akimoto.

El viaje en tren fue un tormento loco. Tenía calor, estaba cubierto de polvo, rodeado de moscas y harto hasta más no poder de dos niños que no dejaban de pedir caramelos y refrescos, mientras su madre rezongaba tratando en vano de calmarlos.

Paramos en todas las estaciones y empalmes, esperando a que el revisor terminara de cambiar impresiones con los empleados. Tuvimos que aguardar tres cuartos de hora en un cruce para dar paso al tren del norte. La verde campiña, que parecía tan fértil y jugosa desde el avión, se mostraba mísera y triste como mi deprimido ánimo. Las amables gentes del norte eran monótonas y parlanchinas. Sus hijos eran monstruos. Sus medios de transporte eran primitivos instrumentos de tortura. Sus saludos eran una intrusión en mi esfera privada. Sus ofrecimientos de periódicos, fruta y limonada eran indiscreciones intolerables. Al finalizar el viaje me habían clasificado como un palurdo recalcitrante. Mirando atrás, creo que estoy de acuerdo con ellos.

El telegrama de Manny me había afectado profundamente. La indignación del primer momento desapareció rápidamente para ser sustituida por el miedo. No creí ni por un instante que la amenaza de muerte de Manny fuese más que una simple fanfarronada destinada a impresionar a una mujer. Pero el miedo subsistía; miedo de perder algo que aún no poseía pero por lo que había luchado, había hecho proyectos y me había arriesgado.

Además sabía el poder de qué disponía Manny. El poder del dinero. Poder para comprar aquí un hombre y allí una información; para planear sus movimientos como en una partida de ajedrez, para darme jaque en una ocasión y acorralarme en otra, para emular cualquier movimiento mío con otro más astuto, más rápido y más eficaz. Pensé en las tres cajas de embalaje que habían quedado en las oficinas del aeropuerto de Brisbane con todo mi equipo y me pregunté si Manny podría hacer algo para desviarlas.

Recordé que podía pagarse un vuelo privado y que incluso podía estar esperándome en el hotel. Me pregunté qué tendría que hacer yo en tal caso.

Pero no estaba esperándome. Yo era el único huésped. Podría ocupar la mejor habitación, con cama metálica, gran mosquitero y jarra y palangana cuarteadas. Podría hacer libre uso del único baño del hotel y recorrer, no menos libremente, los cincuenta metros que separaban mi habitación del patio, donde se encontraba el retrete. Podría beber solo en la salita comercial; levantarme a las siete y media y desayunar, también solo a las ocho y, en fin, podría aceptar la invitación que me brindaba el hotelero en tono confidencial y unirme a la tertulia de molineros y pescadores que pasaban el rato contando chistes indecentes en el bar. Eran buenos chicos y me acogerían calurosamente. Pero yo no quería nada de aquello. Todo lo que deseaba era darme una ducha, tomar una copa y comer. Y luego quería ver a Johnny Akimoto.

Le encontré donde le había encontrado la primera vez. En una barraca de tablas, con el bosque a su espalda y las dunas enfrente. Las veredas que conducían a ella construidas sobre formaciones coralinas, se barrían todos los días. Había una franja de buganvillas, un hibisco, una hilera de gardenias y un alto franchipán, cuyas ramas desnudas se proyectaban hacia fuera como símbolos de antiguo culto fálico.

De la jamba de la puerta colgaba una lámpara de petróleo y Johnny estaba sentado en una caja de madera, empalmando anzuelos en una red barredora. Se había puesto una flor de hibisco en el pelo rizado y no llevaba más ropa que unos pantalones cortos de sarga.

Al oír mis pasos miró hacia arriba escrutadoramente y su rostro se iluminó con una radiante sonrisa de sorpresa y bienvenida.

Vino hacia mí con la mano tendida.

—¡Renboss[3]!

—El mismo, Johnny, Renboss.

Era el viejo nombre de los viejos tiempos felices. Casi me hizo llorar. Johnny estrechó mi mano, agitándomela con entusiasmo, me dio unas palmaditas en el hombro y me hizo sentar en otra caja que él mismo arrastró desde la penumbra hasta colocarla dentro del círculo iluminado.

—¿Qué le trae por aquí, Renboss? ¿Se quedará usted mucho tiempo? ¿Qué tal le van las cosas? Parece usted cansado, pero será a causa del viaje, ¿eh?

Las preguntas surgían de sus labios precipitadamente, en el escueto inglés que había aprendido en la Misión, mientras me miraba fijamente a la cara tratando de descubrir la verdad, como lo haría con su hijo una madre preocupada.

Le dije la verdad.

—He venido a verte, Johnny.

—¿A mí? Es usted muy amable, Renboss. He pensado muchas veces en usted… y en la señora.

—La señora murió, Johnny.

—¡Oh, no! ¿Cuándo?

Sus serenos ojos se tornaron compasivos.

—Hace mucho tiempo, Johnny. Llevo mucho tiempo de soledad.

—¿No tomó otra mujer?

—No tomé otra mujer.

—Y vuelve usted aquí a ver a Johnny Akimoto. Muy bien, Renboss. Ahora tengo un barco. Un buen barco. Vamos a ir a los arrecifes, ¿eh? Usted vendrá a pescar conmigo, ¿eh? Haremos un viaje juntos a la Isla del Jueves… a Moresby, quizá.

—Haremos un viaje, Johnny… sí… pero no a Jueves… iremos a mi isla.

—¿Su isla? —Me miró intrigado por un momento, pero en seguida sonrió alegremente—. Ah, sí, ya recuerdo. La isla del galeón hundido, ¿eh? ¿Dice usted que es «su» isla?

—La he alquilado, Johnny. Me pertenece. Vamos a buscar al «Santa Lucía». Quiero que vengas conmigo.

Johnny permaneció callado. Volvió hacia arriba las palmas de las manos y pareció escrutar las líneas y arrugas de la carne. Luego, transcurridos unos momentos, se metió la mano en el bolsillo y sacó unos cigarrillos. Me ofreció uno. Los encendimos y estuvimos fumando durante un rato, escuchando el rumor de las olas y la voz penetrante del viento.

Después, Johnny empezó a hablar reposadamente, profesionalmente.

—Para hacer una cosa así, Renboss, se necesita un barco.

—Tengo dinero para comprarlo, Johnny.

—Se necesita un buzo y equipo adecuado.

—Bucearemos, Johnny. Utilizaremos un pulmón acuático.

—¿Ha buceado usted anteriormente, Renboss?

—Un poco. Una o dos inmersiones de prueba… nada más.

—Entonces tiene usted que aprender mucho antes de poder trabajar.

—Quiero que tú me enseñes, Johnny. Además tengo una lista de ejercicios que me ha dado el hombre que ha hecho el pulmón. Dice que entrenándome puedo llegar a sumergirme hasta cuarenta metros.

—¡Cuarenta metros! —Johnny se sorprendió—. Es demasiado, Renboss… demasiado para un buceador.

—Se puede lograr, Johnny. Bucearemos con un pulmón acuático. Se puede respirar…

Johnny movió la cabeza negativamente.

—Eso es algo nuevo para mí. No me fío.

—¿Quieres venir conmigo, Johnny? ¿Me ayudarás a comprar una lancha y provisiones y…?

—No hay que comprar ninguna lancha —dijo Johnny sosegadamente—. Utilizaremos mi barco. Es una especie de lugre. Lo compré muy viejo, pero lo arreglé y puede ir a cualquier parte. El motor es nuevo. Puede hacer ocho o diez nudos, si es preciso.

—De acuerdo, te alquilo tu barco. Te daré un salario. Vendrás a la isla y trabajarás conmigo. ¿Es así como lo prefieres?

Johnny asintió serenamente.

—Lo prefiero así, Renboss. Es fácil, rápido y sin complicaciones. Si trata uno de comprar un barco por aquí, le dan a uno el malo por el precio del bueno. O uno bueno que sea demasiado caro. Estamos en los arrecifes, Renboss. El que no cuida su barco se encuentra con que se lo están comiendo las bromas. Y luego trata de vendérselo a uno que no sepa lo de las bromas… ¿comprende?

Comprendía. Conocía la existencia de las bromas, pequeños moluscos que se introducen en las tablas de los barcos, en las regiones cálidas, carcomiéndolos de la misma forma que las termitas carcomen las casas. Sólo existe una solución frente a ellas: forrar el barco de cobre hasta la línea de flotación o pintarlo una y otra vez con pintura de bronce, hasta que se forme una capa impenetrable para los moluscos. Los marineros de la costa de Queensland son como los chalanes de Kerry… y más de uno de ellos es descendiente directo de aquellos tremendos pillos.

Además, me asaltó otra idea. El barco de Johnny era un lugre, una embarcación lenta y difícil de dominar si se navega con ella a barlovento; pero buena para aguas profundas, no obstante, tan segura como un banco y muy cómoda, si avanza con los alisios. Si lográbamos rescatar los cofres del «Doña Lucía», el hallazgo sería considerado legalmente como un «descubrimiento de tesoro», propiedad de la Corona, por tanto, y yo quedaría a merced de ella para cualquier pago que pudiera hacérseme en calidad de recompensa. Pero con el lugre de Johnny, con el conocimiento que Johnny tenía de las islas, podríamos levar ancla y zarpar con rumbo norte, hasta que encontrásemos a algún chino que estuviese dispuesto a cambiar oro acuñado por billetes de banco, o a algún agente que necesitase oro para comprar armas de contrabando. Es un negocio muy próspero en las Célebes y en los estrechos del Mar de la China y se puede cobrar el oro al precio y en la moneda que más convengan. No le dije a Johnny lo que pensaba. Johnny podía desaprobarlo. Por otra parte había mucho tiempo por delante.

Johnny fumaba tranquilamente, sopesando su próxima pregunta. Su rostro quedaba en la penumbra, pero sus ojos estaban fijos en los míos.

—Renboss, usted tiene miedo de algo. ¿Qué es ello?

—Te lo iba a explicar, Johnny. Es largo de contar.

—Si vamos a trabajar juntos, Renboss, debería saberlo.

Se lo conté. Le hablé de Manny Mannix y de la chica del Hotel Lennon. Le dije lo del telegrama. Le dije también los temores que me infundía Manny Mannix, y el poder que el dinero le otorgaba.

Johnny exhalaba anillos de humo y observaba cómo se desvanecían en los remolinos de aire.

—Deberíamos partir en seguida —dijo.

—Estoy dispuesto a partir en cuanto tú estés preparado, Johnny.

—En primer lugar necesitamos provisiones.

—¿Cuándo podrías conseguirlas?

—Mañana. Provisiones y un botiquín. Podemos tener accidentes en los arrecifes y en el agua.

—Haré una lista esta noche. ¿Hay farmacia aquí?

—Hay una farmacia. Creo que será mejor que compre usted las medicinas. Yo me encargaré de las provisiones. Si lo hiciera usted los comerciantes empezarían a hacerle preguntas.

—¿Cuándo estarás listo, Johnny?

—Pasado mañana… al amanecer.

—¿No puede ser antes?

—No —dijo Johnny resueltamente—. ¿Qué ventaja tendríamos? Tenemos que acondicionar el barco. Tenemos que ir a recoger su material. Además tendremos que pasar con un lugre por un estrecho lleno de escollos. Eso hay que hacerlo de día. Es una tontería poner en peligro el barco sin necesidad.

—¿Pero qué haremos si Manny se presenta antes de que estemos dispuestos para zarpar?

—¿Por qué habría de presentarse?

—Por una sencilla razón, Johnny. Lo único que Manny ignora es mi lugar de destino. Sabe que se trata de una isla, pero no sabe cómo se llama ni dónde se encuentra.

—No se precipite usted, Renboss —dijo Johnny gravemente—. No trate de convencerse de lo que no es cierto. Usted compró esa isla, ¿no es así? Como yo compré esta barraca y esta parcela de tierra.

—La he alquilado.

—Es lo mismo. Firmó usted papeles. Los papales están archivados en la oficina del Gobierno, en Brisbane. Cualquiera puede ir allí, pagar dos chelines y seis peniques y enterarse de lo que quiera saber sobre la transacción. ¿Comprende?

Cómo no iba a comprenderlo. Era tan sencillo, tan simple y definitivo… Era capaz de disertar sobre la decadencia de los imperios y el ocaso de los héroes, pero se me había pasado por alto una de las formalidades legales más rudimentarias que existen en la vida moderna.

Manny Mannix no tenía necesidad de hacer nada. Sólo debía esperar y pasar a cobrar su pieza en el momento oportuno. Y no le costaría más que dos chelines y seis peniques.

Me reí. No pude evitarlo. Reí hasta que corrieron por mi rostro lágrimas histéricas y los pájaros del bosque, del otro lado de la cabaña, se alborotaron asustados en sus nidos.

Johnny Akimoto se levantó y me miró en silencio, preocupado. La risa se extinguió en un ataque de tos. Le pedí, azarado, otro cigarrillo. Me lo dio, me lo encendió y me dijo:

—¿Se encuentra usted mejor ahora, Renboss?

—Estoy bien, Johnny.

—Muy bien. Mañana compraré las provisiones. Usted se ocupará del botiquín. Nos encontramos aquí a las tres de la tarde. Subimos las cosas a bordo y prepararemos el barco antes de que anochezca. Dormiremos a bordo y levaremos ancla al amanecer.

Saqué la cartera y entregué a Johnny cincuenta libras.

—¿Tendrás bastante para las provisiones?

—De sobra, Renboss.

—El resto del dinero lo tengo en el Banco, Johnny. Arreglaremos cuentas mañana o más adelante, cuando tú quieras.

—Ya las arreglaremos cuando terminemos el trabajo, Renboss.

Johnny sonrió con su rara sonrisa luminosa y me dio una palmada en el hombro.

—¿Y si no lo terminamos, Johnny?

—Entonces haremos lo que dije al principio. Nos vamos al Norte, a Jueves, a Nueva Guinea y a lo mejor conseguimos hacer algún negocio, ¿eh? Váyase a casa, Renboss, vaya a casa y duerma. Todo parece más fácil cuándo el sol brilla, por la mañana.

—Buenas noches, Johnny.

—Buenas noches, Renboss.

Fui andancio hasta el hotel, bajo un cielo lleno de estrellas. Estuve bebiendo con los molineros, en el bar. No recuerdo cómo llegué a mi habitación. No recuerdo sino que el sol me despertó a las diez de la mañana.