Había metido mi dinero en el Banco. Había sacado un billete de avión. Había echado al buzón una carta dirigida a la Dirección General del Catastro de Queensland, anunciando mi llegada para negociar la compra o el arriendo de cierta isla, descrita por sus servicios topográficos con éstas y aquellas características. Tenía preparado el equipaje y había pagado ya el alquiler de mi apartamento. Tomé el ferry y fui a Cove Lane para hablar con Nino Ferrari.
Nino era genovés; hombre moreno, enjuto, nervioso, con grandes patas de gallo. Había sido hombre rana en la marina de Mussolini y había enviado al fondo del Mediterráneo un número respetable de barcos aliados.
Emigrado a Australia, estableció junto al mar una pequeña fábrica de pulmones acuáticos para la Armada, los aficionados a la pesca submarina y las gentes que sienten la llamada de las profundidades azules. Trabajaba bien y se podía confiar en él. Sus conocimientos sobre buceo eran enciclopédicos.
Le dije lo que quería: un pulmón acuático y unos cilindros.
Me preguntó severamente:
—¿Va usted a practicar por placer, «signor» Lundigan, o con algún otro fin?
—¿Hay alguna diferencia, Nino?
—Ma si, ma si… hay una gran diferencia.
—¿Por qué?
Nino se encogió de hombros y extendió sus manos explicativamente.
—¿Por qué? Le diré por qué. Si compra usted eso por placer, es posible que encuentre una bonita cavidad en alguna roca situada a siete metros de profundidad y que juegue usted durante varias horas sin demasiado peligro. Pasará unas vacaciones al sol, bajará a contemplar los corales, a hacer un poco de pesca… y eso es todo. En tales casos se tiene cuidado con los tiburones, se observan unas cuantas reglas sencillas y no ocurre nada. Pero si lo que quiere usted es trabajar…
No siguió. Esperé un momento y por fin le urgí:
—¿Y si lo que quiero es trabajar, Nino?
—Si lo que quiere es trabajar, necesita usted entrenamiento.
—No tengo tiempo.
—Entonces lo más probable es que se mate usted muy pronto.
Aquello refrenó un poco mi euforia. Nino no estaba tratando de engañarme. Era un profesional. Nino no tenía nada que perder por decirme la verdad. Me pregunté a mí mismo si tendría yo algo que perder por decirle a él la verdad. Sus ojos tranquilos, serenos, me respondieron que no. Y se lo dije.
—Estoy buscando un barco, Nino.
Para Nino aquello no tenía nada de extraordinario. Movió la cabeza en un gesto reposado.
—¿Salvamento?
—Tesoro.
El rostro curtido de Nino se distendió en una sonrisa.
—¿Sabe usted dónde está ese barco?
—Sé dónde debería estar. Primero tengo que encontrarlo.
—¿Dónde espera encontrarlo?
Se lo dije. Le expliqué lo que creía que le había ocurrido al «Doña Lucía». Le describí su ruta. Le conté cómo me imaginaba su fin… hundiéndose en los arrecifes de la Isla de los dos Salientes.
Nino me escuchó atentamente, asintiendo de vez en cuando a mis razonamientos históricos. Cuando concluí cogió un lápiz y una hoja de papel de dibujo y empezó a preguntarme.
—Primero dígame qué clase de isla es ésa. ¿Es un atolón?
—No. Es tierra firme. Una masa de roca y tierra con un acantilado a un lado y una franja de playa al otro. La rodean arrecifes de coral.
—¿La rodean completamente?
—Eso es lo que indica el mapa del Servicio Topográfico. Pero existe un paso. Lo descubrí yo hace varios años.
Nino hizo unos trazos en el papel con rapidez. Dibujó la elevación de una isla… una pequeña montaña que surgía del mar. Dibujó una plataforma arenosa bordeada de corales y más allá de los corales otra plataforma más corta que caía perpendicularmente en las profundidades del mar. Luego puso el croquis delante de mí.
—¿Es una cosa así, quizá?
—Muy parecida.
—Está bien.
Tomó de nuevo el lápiz y empezó a dibujar mientras hablaba.
—A su barco podrían haberle ocurrido dos cosas. La primera: que hubiera ido hacia los arrecifes con buen tiempo. Que sufriera una avería y se hundiera, cayendo aquí… y que se deslizara luego por la plataforma hasta estos fondos… ¿Qué profundidad cree usted que habrá aquí?
—No sé. Eso es lo primero que tendré que averiguar.
Nino asintió:
—Es también lo más peligroso. Pero ya hablaremos de eso. Si no hay mucha profundidad, y si el barco no ha desaparecido bajo el coral, puede que tenga usted una oportunidad. Pero si hubiera ocurrido la segunda de las posibilidades… si se hundió durante una tormenta… las olas le habrían hecho añicos. En ese caso, le aseguro que no tiene usted ni siquiera una oportunidad entre un millón. El maderaje habría desaparecido, los cofres también, tal vez… pero incluso en caso de que hubieran resistido, si hubieran caído al fondo, doscientos años de crecimiento carolino los habrían devorado… y no los encontraría usted nunca. Tendría que esperar al día del Juicio.
Nino levantó la cabeza del dibujo. Sus francos ojos escudriñaron mi rostro.
Le pregunté resueltamente:
—Si estuviera usted en mi lugar, Nino, ¿qué haría?
Sonrió y sacudió la cabeza.
—Si yo estuviera en su lugar, con la experiencia que tengo ahora, me olvidaría del tesoro y me ahorraría el dinero. Pero… si yo fuera usted, tal como es usted ahora, con un sueño en el corazón y unas cuantas libras en el bolsillo… iría a buscarlo.
Hice un gesto de comprensión. La tensión de la conversación desapareció. Comenzamos a hablar de aspectos prácticos.
—Primero —dijo Nino resueltamente—, cómprese un mapa topográfico submarino. Compruebe usted la profundidad de esta plataforma. Si no pasa de cuarenta metros… puede usted intentarlo. Se puede uno acostumbrar, con el debido entrenamiento, a moverse y trabajar fácilmente a esa profundidad, siempre que se observen las tablas de descompresión. Más abajo… no. Por debajo de los cuarenta metros se encuentra la zona de embriaguez, donde el nitrógeno se acumula en el cuerpo, produciendo una especie de borrachera… cada movimiento se convierte en nuevo peligro, incluso para los expertos. Sabe usted bastante acerca de esto para comprender lo que quiero decir.
Moví la cabeza en señal de aprobación. Sabía la angustia y el dolor que produce el nitrógeno al estallar como champaña en las articulaciones y vértebras, doblando a los buzos atrevidos o desafortunados en terribles contorsiones. Había leído relatos del mortal mareo que se apodera de quienes penetran en la «zona azul»; haciendo que hablen con los peces, rompan sus máscaras y dancen extrañas zarabandos, mientras la muerte los espera impasible en las tinieblas submarinas.
Nino volvió a su interrogatorio.
—¿Se da usted cuenta de que no puede hacer eso solo?
—No iré solo. Vendrá…, vendrá un amigo conmigo.
—¿Buzo?
—No… buceador, solamente. Un viejo lobo de lugre. Es un nativo de las Islas Gilbert. Trabajó con los japoneses y está acostumbrado a la profundidad.
—Entonces… —Nino hizo un gesto juntando y despegando los labios—. Bajará con usted. Pero no podrá trabajar con usted.
—Eso es lo que yo quiero, Nino. Trabajaré solo.
Se encogió de hombros.
—Su vida es sólo suya. Yo me limito a advertirle el riesgo que corre.
—Prefiero saberlo.
—En ese caso le repito que necesita entrenarse.
—¿Puedo hacerlo solo?
—Sí… sí… Yo le daré algunas reglas y ejercicios. Deberá practicarlos diaria y tenazmente, aumentando cada día la profundidad de las inmersiones y observando los grados de descompresión que alcance. No deberá prescindir de mis instrucciones ni alterar los ejercicios bajo ningún concepto. ¿De acuerdo? Su vida dependerá de ello. Va usted a entrar en un nuevo mundo. Deberá familiarizarse con él… o perecer.
Sabía que era absurdo no aceptar el curso de entrenamiento que Nino me ofrecía antes de partir hacia mi isla. Pero el diablillo de la impaciencia me aguijoneaba ya. Faltaba mucho, entonces, para que mi ilusión se marchitara y quedara en mi lengua la amargura de la decepción. Creo que Nino lo comprendía, pero no podía aprobar mi insensatez.
Me mostró el equipo y me enseñó el manejo de su sencillo mecanismo. Me lo colocó e hicimos unas cuantas inmersiones de prueba en el estanque que tenía bajo sus talleres.
Después nos vestimos de nuevo y, mientras tomábamos una copa de Chianti, Nino hizo una relación del material que habría de suministrarme: el pulmón, unas gafas submarinas de cristal irrompible, unas aletas, un cinturón de inmersión, cilindros de aire comprimido…
—¡Dios mío! —exclamó Nino en voz baja—. ¡Soy imbécil! ¡Lo había olvidado!
—¿Qué, Nino?
—Esa isla… ¿está lejos de la costa?
—A veinticuatro kilómetros, aproximadamente. ¿Por qué?
—¿Hay algún pueblo cerca?
—Sí, pero una vez haya comprado mis provisiones y me marche, no quisiera tener que volver a él. Es un pueblo pequeño y los visitantes despiertan curiosidad. Los turistas dan que hablar a la gente y eso podría ser perjudicial. ¿Pero, a qué viene todo esto?
—Es por esto. —Nino dio una palmada sobre el cilindro de aire comprimido y añadió:
—Lleva usted dos de éstos. Tendrá bastante para hora y media de inmersión, pero habrá que rellenarlos y para ello hace falta un compresor de tres tiempos, que es bastante pesado. Es probable que no haya ninguna de esas máquinas en el pueblo.
Me tocó a mí entonces el proferir exclamaciones… y lo hice a conciencia.
—¿Hay alguna alternativa?
—No, no la hay. Le venderé a usted veinte cilindros, que es casi todo lo que tengo. Tendrá que fletarlos hasta la isla. Con ellos tendrá usted aire para quince horas. Cuando se le terminen tendrá que enviarlos a Brisbane para que se los rellenen.
Veinte cilindros de aire, a siete libras cada uno, suponían ciento cuarenta libras; más el transporte aéreo. Cuando dejara a Nino tendría doscientas ochenta libras menos y no dispondría más que de quince horas para encontrar mi barco. Por otra parte, si no lo encontraba en esas quince horas, no lo encontraría nunca.
No me quedaba otra solución que pagar con optimismo y esperar que mi dinero se convirtiera en oro, adornado con la cabeza de Su Majestad Católica de España.
Cerramos el trato y luego estuvimos hablando de varios aspectos técnicos de la empresa. Después, cuando terminamos el vino y me levanté para marcharme, Nino Ferrari me puso la mano en el hombro. Había en su sonrisa algo más que un matiz irónico; pero no sabría asegurar si la ironía iba dirigida a mí o a sí mismo.
—Signor Lundigan —dijo—, voy a decirle una cosa. Durante mis primeros tiempos de buceador por el Mediterráneo, tropezaba uno, en cualquier bar, con un hombre —o con media docena— que sabían dónde había un tesoro hundido, esperando a que fuera alguien a sacarlo. En toda mi vida no he conocido a uno sólo que lograra sacar más que unos cuantos trozos de cerámica, un trozo de mármol o una figurilla de bronce. Y a pesar de ello, usted sabe, y yo sé, que los tesoros de Grecia, Roma, Bizancio reposan todavía en la plataforma continental. Si me pregunta usted por qué le cuento esto, le responderé que para decirle: vaya usted, busque su barco; encuéntrelo, si puede. Aunque fracasara, habría hecho lo que su corazón le pedía… y eso vale más que todo el oro del rey de España. —Mi amigo había hablado con acento conmovido.
Nino Ferrari era genovés. Génova es una hermosa ciudad, luminosa y emprendedora, que tiene una estatua de Cristóbal Colón en su Plaza Mayor. El viejo visionario intrépido se hubiera sentido orgulloso de Nino Ferrari. Por un momento, Nino Ferrari me hizo sentirme orgulloso de mí mismo.
El funcionario del Catastro era un caballero amable y cortés… y estaba completamente convencido de que yo era un lunático. Me indicó que el Gobierno de Queensland no juzgaba oportuno enajenar más islas costeras, pero que accedería gustoso a cederme la que yo deseaba en arrendamiento por diez o por veinte años o por noventa y nueve, si fuera preciso. Dejó bien sentado que nadie en su sano juicio desearía semejante lugar por más de diez minutos. No tenía agua ni había paso entre los arrecifes. Cuando le dije que había ambas cosas, hizo chasquear la lengua dubitativamente y me pidió que enviara informes sobre ambos puntos al jefe del Servicio Topográfico… si persistía en mi deseo de convertirme en arrendatario de la Corona.
Y persistí. Aún con más entusiasmo cuando descubrí que el alquiler sólo me costaría veinte libras anuales y que podría disponer de mi base de operaciones sin desprenderme de una gran parte del dinero que tan penosamente había ganado.
Se redactó el contrato de arriendo, se atestó, selló e inscribió en el Registro General y el señor Red Lundigan se convirtió en arrendatario del Gobierno de Su Majestad, con pleno derecho al uso y disfrute de una verde isla con una playa blanca y una cadena de arrecifes carolinos, situada a veinticuatro kilómetros de la costa de Queensland.
La transacción fue tan sencilla, tan fácil, que olvidé por completo un factor importante. El firmar, sellar, timbrar y entregar de un documento constituyen aspectos de un acto legal, de forma tan irrefutable como la copia taquigráfica de la secretaría del Registro… y, por desgracia, se hacen con mayor publicidad. Pero todo esto estaba lejos de mi pensamiento cuando me guardé las copias en el bolsillo, junto con mi carta de crédito y los recibos de Nino Ferrari y me dirigí, dando un paseo al sol, a la oficina de fletamentos de la compañía aérea.
El material me esperaba ya, embalado en tres cajas de madera. Inmediatamente se me planteó el problema de su transporte hasta la isla. Podían llegar por vía aérea hasta un punto de la costa, continuar después por ferrocarril hasta la pequeña ciudad próxima a la isla y retirarlas de allí con una lancha. Pero esta posibilidad no acababa de convencerme. Corría el riesgo de que la mercancía sufriera daños y de que llegara con retraso. Corría el riesgo, aún mayor, de provocar comentarios y despertar curiosidad al embarcar tan abultado equipaje con destino a una isla a la que ni siquiera se podía llevar a los turistas durante las excursiones que se organizaban a lo largo del Gran Banco de Arrecifes.
Discutí el problema cautamente con el empleado de fletamentos. Me dijo que había una lancha rápida bisemanal al servicio de las islas turísticas del Paso de Pentecostés. Mis bultos podrían ser desembarcados en una de ellas y no tendría más que retirarlos de allí con una lancha. Él dio por supuesto que yo tenía lancha. Le dije que la tenía, lo cual no era estrictamente cierto. Esperaba tenerla, pero primero debería encontrar una que pudiera adquirir a buen precio.
Pagué la elevada factura del porte, firmé los recibos del seguro y acepté la promesa del empleado de que las cajas estarían a mi disposición a cualquier hora a partir del viernes, siempre que el tiempo fuera bueno y la vieja «Catalina» no perdiera el motor en la travesía.
Después adquirí un billete para uno de los aviones que se dirigían al Norte al día siguiente por la tarde y fui, dando un paseo, a tomar una copa al Hotel Lennon.
Julio es el mes de apogeo de la temporada turística en Brisbane. Por entonces el sol se ha trasladado ya hacia el Norte, pasando de Capricornio a Cáncer. Terminada la estación de las lluvias, el cielo es de un azul intenso y el aire adquiere una fragilidad que vale una fortuna para los oportunistas, para los dueños de establecimientos públicos y para los hoteleros y arrendadores de apartamentos amueblados desde Southport hasta Caloundra.
Los ricos suben hacia el Norte, desde Melbourne y Sidney. Los jovencitos desarrollan sus bíceps y las jovencitas exhiben sus encantos. Los semanarios de actualidad social envían allí a sus espías y los fotógrafos se afanan tras las maniquíes de las casas de alta costura. Es imposible conseguir una habitación por mera simpatía, aunque sí puede conseguirse por dinero, por mucho dinero. Las islas se llenan y las revistas publican huecograbados en color y suplementos especiales, hablando de la Riviera del Pacífico Sur y de la cercana Waikiki del Norte.
Los astutos hombres de negocios, vestidos con ligeros trajes tropicales, sonríen con afectada indolencia mientras beben en la barra del Lennon y aumentan en mil libras el precio de una decena de metros cuadrados de arena en la zona de mejores perspectivas, hidráulicas de Brisbane.
Yo era un extraño para ellos. Me trataban con amabilidad, como tratan siempre a los meridionales; pero no dejaba de ser un forastero.
Pasé del bar a la terraza y estuve jugueteando con una jarra de cerveza mientras contemplaba a los turistas que pasaban, dirigiéndose a los arrecifes del Norte o a las playas del sur de la ciudad.
Envidié su libertad y su pequeña o gran opulencia. Era verdad que no poseía ninguna isla y que no esperaban ni pensaban encontrar cofres de oro entre las ramas de coral. Pero tampoco llevaban sobre sí el diablo que yo llevaba; ningún duende que los empujara por carreteras solitarias hacia parajes desolados, iluminados sólo por la fría luz de la luna. Nada les forzaba a sumergirse en la profundidad de las aguas, ni a buscar la compañía de monstruos en los bosques marinos. Los envidiaba… pero la envidia es un vicio peligroso y la autoconmiseración aún más.
Había arriesgado demasiado, perdido demasiado y ganado mi apuesta con demasiada zozobra para compadecerme de mí mismo nuevamente.
Acababa de tomar la decisión de irme a un teatro tan pronto como terminara mi cerveza, cuando la vi.
Un camarero con camisa de seda y faja roja estaba guiándola hacia una mesa situada bajo las palmeras. La trataba con la deferencia reservada a los huéspedes distinguidos o bien conocidos y añadía algo por propia iniciativa, puesto que era joven y ella era hermosa… y se daba perfecta cuenta de que su hermosura estaba a punto de hacer estallar las costuras de su vestido.
Se inclinó hacia ella al ofrecerle asiento. Ella le sonrió por encima del hombro desnudo y le encargó su consumición con el gesto desenvuelto de una modelo. Cuando alzó la mano oí el tintineo de sus pulseras y llegó hasta mí el pálido destello de mi moneda española.
Era la amiga de Manny Mannix, la modelo de ojos sagaces y boca arqueada, la chica que me había visto inclinado sobre las mesas de juego y había presenciado cómo me arrojaban a la calle cuando me encontraba demasiado ebrio para darme cuenta de lo que ocurría.
Tuve la sensación de que una mano fría me oprimía el corazón. Si su amiga estaba allí, Manny debía estar allí también; y Manny era un ave rapaz en vuelo continuo en torno a su presa.
Encendí un cigarrillo y me dije que era un estúpido. La chica estaba sola. Ya no sería la amiga de Manny. La habrían despedido, como a las otras, y habría venido a la dorada costa del Norte con el propósito de invertir sus ganancias en algún nuevo hombre dotado de buena cuenta corriente.
El camarero le trajo una bebida. La pagó. Aquello era una buena señal. Las chicas como ella no solían pagar sus consumiciones si tenían a alguien que lo hiciera por ellas. Vi agitarse las monedas cuando levantó el vaso delicadamente, consciente de sí misma, como un animal amaestrado. De pronto tuve una estúpida idea que me devolvió la confianza y el buen humor como una droga.
Aplasté el cigarrillo y me dirigí al tranquilo rincón bajo las palmeras. Me vio aproximarme cuando estaba a unos diez pasos de ella, pero sus ojos, no adquirieron ninguna expresión y no hubo en sus labios signo alguno de bienvenida.
Me incliné sobre la mesa, esbocé mi sonrisilla melancólica y dije:
—¿Se acuerda usted de mí?
—Me acuerdo.
Su voz había cambiado tan poco como su cara. Era pastosa, sombría.
—¿Le importa que me siente?
—No.
—Gracias.
Me senté. Acabó su bebida y empujó el vaso hacia mí. Su actitud era insultante.
—Puede invitarme a otra, si quiere.
—Querrá usted decir si puedo.
—Oh, sé que puede. Manny me dijo que tenía usted dinero.
De nuevo sentí que unos dedos fríos me atenazaban el corazón, pero pude esbozar una sonrisa, y mis palabras surgieron con bastante naturalidad.
—Fíese de lo que diga Manny. Es un chico listo.
—No siente mucha simpatía hacia usted, comandante.
—Eso es natural en él.
Exhaló una nube de humo contra mi rostro y me ofreció la colilla.
—Entonces ya somos dos.
—¿Qué quiere usted decir?
—A mí tampoco me gusta Manny.
—Creí que había venido usted con él.
—No. Ahora tiene otras ocupaciones. La de ahora es una morena.
Dije que lo sentía. Empecé a decir que quienes trataban a las mujeres como Manny no tenían nada de hombres. Pero ella interrumpió mi pequeña filípica con un gesto picaresco.
—No se esfuerce, comandante. Yo no le gusto a usted, y usted no me gusta a mí. Evitemos la oratoria. ¿Sabe que Manny me dio su moneda?
Me tendió la muñeca y el viejo doblón quedó colgando provocativamente bajo mi nariz.
—Sí. Me dijo que se la daría a usted.
Sonrió por primera vez. Se humedeció los labios con la pequeña lengua puntiaguda. Sus ojos se iluminaron en una expresión divertida y malévola.
—¿Le gustaría recuperarla?
—Sí.
—¿Cuánto me daría por ella?
—Treinta libras. Eso es lo que Manny me pagó.
—Dejémoslo en cincuenta, comandante, y puede usted quedarse con toda la pulsera.
Saqué la cartera, conté diez billetes de cinco libras y los puse sobre la mesa sin decir nada. Ella se quitó la pulsera y me la tiró; después recogió los billetes y se los guardó en el bolso.
—Gracias —dijo sombríamente—. No me quedaban más que cinco libras. Ahora puede usted invitarme.
Tomé un billete de diez chelines y lo puse cuidadosamente debajo del cenicero. Luego me levanté.
—Perdóneme. Voy a salir fuera de la ciudad. Es mejor que se dedique usted a los turistas. Ellos vienen a divertirse. Yo estoy trabajando.
Aquello sonó a grosería y fue una grosería. El mismo Manny Mannix no hubiera podido superarme. Traté de inspirarme un poco y encontrar palabras para excusarme.
—Lo… lo siento. No debería haber dicho eso.
Se encogió de hombros y sacó la polvera.
—Estoy acostumbrada. Voy a decirle algo, comandante…
—¿De qué se trata?
—Me ha pagado demasiado por la pulsera. Para compensarle, le diré una cosa.
—¿Y bien…?
—Manny me dijo que tiene usted algo que él desea.
—Así es como ha vivido siempre: deseando lo que es de, otros.
—Esta vez ha jurado conseguirlo.
—Primero tendrá que encontrarme y para ello habrá de buscarme durante mucho tiempo. E incluso si me encuentra…
Estaba hablando a medida que me alejaba, pero lo que dijo hizo que me detuviera bruscamente.
—Cuando le encuentre, comandante… cuando le encuentre, le va a matar.