El viernes por la mañana salí a cobrar una deuda.
Tomé el primer tren para Camden, que es una ciudad pequeña, limpia y edificada sobre la riqueza de las familias de más solera del país más joven del mundo. Los verdes prados llegan hasta sus mismas puertas y el negro asfalto de la carretera avanza serpenteando a través de hectáreas y más hectáreas de ondulantes y jugosas dehesas, salpicadas por las sombras de los grandes eucaliptos y sauces que bordean los arroyos solariegos. Los vetustos caserones grises se levantan en los repliegues del terreno y las familias que moran en ellos se remontan a los tiempos de la Primera Flota y a los días duros y azarosos de la colonia penitenciaria[1].
Es toda aquella tierra de yeguadas, de vacadas, de rebaños merinos; tierra llana de potreros, nunca azotada por la sequía, donde los arroyos jamás se agostan, donde las raíces son profundas y donde yo, un desarraigado hombre de ciudad, no tenía lugar.
En Camden alquilé un taxi y recorrí en él ocho kilómetros de carretera, hasta llegar a un portón sobre el que había un letrero, a modo de pérgola, que rezaba: «Yeguada McAndrew». Desde el portón a la casa había un buen paseo y el taxista me miró asombrado cuando le despedí allí mismo y le dije que volviera a recogerme una hora más tarde.
No sabía que yo me sentía avergonzado de aquella visita y de mí mismo y que necesitaba aquel paseo entre los eucaliptos en flor antes de enfrentarme a Alistair McAndrew.
El camino ascendía primero suavemente, para descender luego hacia la casa, un edificio de piedra, algo achaparrado y rodeado de arbustos. En torno a la casa se levantaban varias dependencias, pintadas de blanco, y se veían las vallas de los picaderos.
A la izquierda había un gran prado en el que pastaban en aquel momento algunos caballos. A la derecha, en un pequeño recinto formado por una cerca de gruesos maderos, un grupo de hombres observaba la doma de un potro.
McAndrew, un fornido celta con camisa caqui y pantalón de montar, estaba con ellos. Se apoyaba contra la cerca en la actitud reposada del hombre del campo, pero sus ojos no perdían detalle del ejercicio y de vez en cuando daba alguna indicación al jinete.
Al oírme llegar se volvió y, tras un momento de vacilación, avanzó hacia mí con una amplia sonrisa, tendiéndome la mano.
—¡Lundigan! ¡Qué sorpresa! ¡Cómo me alegro de verte!
Sonreí estúpidamente, le di un violento apretón de manos y dije en tono trivial:
—¿Qué tal, Mac?
—¿Qué te trae por Camden?
—Pues mira, quería…, quería verte, Mac. Si dispones de tiempo, naturalmente.
Mi voz o mis ojos debieron traicionarme en aquel momento, porque me miró preocupado y dijo:
—Claro que sí, hombre. Todo el tiempo que queramos. Discúlpame un instante, voy a decírselo a los chicos.
Le observé mientras daba instrucciones a los hombres. Caminaba con decisión, hablaba con autoridad, como el hombre que está en su casa, satisfecho de sus hombres, de sus caballos y de sus tierras. Recordé el día en que le tuve que llevar a rastras por una playa de las Trobriand, cuando no era más que un esqueleto amarillento y encogido, último superviviente de un grupo de reconocimiento aniquilado por los japoneses a los dos días de desembarcar. Temblando y retorciéndose a causa de la malaria y la disentería que le devoraban, logró llegar hasta el lugar en que le aguardábamos. Le sacamos de allí bajo el fuego de la patrulla enemiga, que disparaba desde un palmar próximo…, y yo había ido a cobrarme.
McAndrew volvió y fuimos juntos hacia la casa.
—¡Cómo pasa el tiempo, Renn!
—Once años…, doce. Sí…, ha pasado mucho tiempo, Mac.
—Mi mujer ha ido hoy a la ciudad. Se alegrará de conocerte. Porque te quedarás, claro. Tengo que enseñarte muchas cosas.
Negué con la cabeza.
—Lo siento, Mac. Tengo que marcharme dentro de una hora.
Se mostró sorprendido y un poco molesto e insistió:
—Hombre, no puedes aparecer y desaparecer así. Vamos, tienes que quedarte.
—Quizá sería preferible que oyeras primero a lo que he venido.
Era una respuesta poco afortunada para un hombre al que no había visto desde hacía doce años. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía decir? Me sentí torpe, tosco. La menté haber ido.
Me tomó del brazo y me hizo pasar amablemente a través del pórtico, hasta la sala, grande, de suelo encerado, con alfombrillas de brillantes colores. En las paredes colgaban buenos cuadros y había varias butacas de cuero en torno a una gran chimenea de piedra.
—Acomódate, Renn. Vamos a tomar unas copas. ¿Whisky?
—Gracias.
La butaca era mullida y confortable, pero no conseguí relajarme. Los músculos de mi cara estaban tensos; tenía la boca seca. Las manos me temblaban y tuve que apretarlas con fuerza contra los brazos de la butaca para detenerlas. McAndrew trajo las copas, me dio la mía y se sentó frente a mí, al otro lado de la chimenea.
—A tu salud, Renn…, y por nuestro encuentro.
—A tu salud, Mac.
El whisky se deslizó por mi garganta suavemente, como tiene que hacerlo un buen whisky, y se convirtió en un tizón encendido en el fondo de mi estómago. McAndrew me observaba con aire preocupado.
—¿Estás enfermo, Renn?
—¿Enfermo? —traté de reírme, pero sólo produje una tos seca, cascada—. No, no estoy enfermo. Al menos no en el sentido en que suelen diagnosticarlo los médicos.
—Un amigo podría enfocarlo de otra manera.
Su tacto, su interés, su sincera amabilidad, hicieron que me sintiera molesto conmigo mismo. Me levanté de la butaca y me quedé de pie junto a la chimenea, mirándole. Las palabras parecían pugnar por salir de mi garganta violentamente:
—Mira, yo no soy lo que se dice un buen amigo. No he venido aquí por el placer de verte. He…, he venido porque necesito mil libras y he creído que eres la única persona en este momento que puede ayudarme a conseguirlas.
McAndrew no pareció sorprenderse. Miró su vaso fijamente y dijo:
—Entonces me alegro de que hayas acudido a mí, Renn. Mil libras son muy poco para un hombre al que salvaste la vida. Te extenderé un cheque antes de que te vayas. Y ahora siéntate y saborea tu whisky.
Fue tan sencillo, tan natural, que apenas si me quedó fuerza para respirar. Y a pesar de todo ni siquiera tuve tacto para rendirme a la evidencia. Seguí hablando precipitadamente, sin pensar lo que decía.
—Pero no es así como lo quiero.
—¿Cómo, entonces?
—Antes tengo que decirte para qué lo necesito.
—Eso no es indispensable.
—A pesar de todo deseo explicártelo.
Y se lo expliqué. Le hablé de Jeannette y de mí y de nuestra isla soleada Le hablé de la moneda y del viejo galeón del que creía que procedía. Le hablé de Manny Mannix, de mi estúpido comportamiento y de mi bochornosa salida de la Universidad. Lo vertí todo fuera de mí, recreándome en aquella autoflagelación, y cuando hube terminado me sentí vacío y cansado.
McAndrew no despegó los labios. Se levantó, volvió a llenar mi copa y me la ofreció.
—Bebe, hombre. Te sentará bien.
Sonreí amargamente.
—Eso es un cuento de comadres. He probado ya, sin resultado.
McAndrew me sonrió y puso su mano en mi hombro cariñosamente.
—Has estado bebiendo en mala compañía, eso es todo. Si hubieras tenido sentido común y hubieras recurrido a mí desde el primer momento…
Bebimos. Dejé la copa con cuidado y, con el mismo cuidado, le expliqué:
—Sí, Mas, necesito dinero. Lo necesito mucho más de lo que pueda explicarte y por más razones, pero no quiero quedarme con tu dinero.
—Considéralo un préstamo, en ese caso. Me lo devolverás cuando puedas llegar a conseguir tu tesoro.
—No, Mac. Tampoco quiero un préstamo. Quiero que sea mi propio dinero. Si logro lo que deseo, quiero que sea mío también… No sé si podré hacerte comprender esto; pero necesito algo como lo que tú tienes aquí…, tu tierra, tus caballos, tu vida propia. Eso es lo que quiero sacar de mi barco hundido. Un rincón que sea mío, una vida que me pertenezca.
—¿Te haría eso feliz, sin ella?
—No lo sé. Pero si no puedo ya recuperar a Jeannette, quiero conseguir lo demás. Todo lo que esperé poder compartir con ella. ¿Comprendes?
—Sí, lo comprendo. Pero no alcanzo a comprender lo del dinero.
—Entonces te lo explicaré. Llámame loco, si lo deseas, pero esto es lo que yo quiero: tú tienes caballos de carreras. Tienes campeones. Cuando dispongas de uno bueno, que dé buen juego, quiero que me lo digas. Te ruego que me des la misma oportunidad que al personal de tus cuadras para apostar mi dinero. Sólo son cien libras. No van a inundar el mercado… y si ganamos obtendré mi premio y un pequeño desquite sobre los agentes de apuestas…
McAndrew me miró asombrado.
—Renn, te has vuelto loco. Todas las carreras son un puro azar. El mejor caballo del mundo puede perder. ¿Qué harías entonces?
—Entonces me iría a Queensland a cortar caña o me colocaría de cocinero de algún esquilador de ovejas. Lo único que te pido es una oportunidad, Mac. Un buen caballo que pueda ganar.
—Pero si pierde, lo habrás perdido todo.
—Habré perdido cien libras. Eso no es todo.
—Es todo lo que tienes. Si aceptas el dinero que yo te ofrezco, no corres ningún riesgo y, además, ni te obligas a nada.
—De esa forma pierdo lo único que aún me queda: mi independencia.
Transcurrió un largo minuto de silencio, durante el cual McAndrew estuvo considerando mi proposición. Era evidente que no le agradaba. Estaba comportándome como un perfecto imbécil. Además estaba arrebatándole a aquel hombre amable y bondadoso la oportunidad de pagar generosamente una deuda. Si hubiera sabido en aquel momento todo lo que sé ahora, habría aceptado su cheque y besado la mano que me lo ofrecía. Pero era sólo un obstinado historiador que se negaba a aprender las lecciones de la Historia, por eso dejé a McAndrew meditar su respuesta. Me la dio rápidamente, sin vacilación:
—Está bien, Renn. Si me permitieras darte el dinero o incluso prestártelo, me darías una gran satisfacción. Pero no quieres y creo que comprendo por qué. «Arquero Negro» correrá mañana en Randwick la tercera carrera; abrirá a doce y comenzará con tres, poco más o menos. Apuesta pronto; creemos que ganará. Si no fuera así no sería culpa nuestra ni suya. Que tengas suerte.
Le tendí la mano. Me la estrechó y, antes de soltarla, me dijo:
—Has atravesado una borrasca, Renn. Todavía no has salido de ella del todo, pero siempre tendrás una rada segura en casa de McAndrew. Recuérdalo.
—Lo recordaré. No puedo expresarte todo mi agradecimiento; pero estoy siguiendo mi propio rumbo y si no llego a puerto nadie más que yo tendrá la culpa.
Le dejé y bajé por el camino, hacia la carretera. Al otro extremo de la dehesa empezó a correr un caballo negro. Iba al galope y se disponía a dar la vuelta a la pista. Por un instante creí que se trataba de «Arquero Negro». Pero recordé que entonces debería encontrarse en su establo, descansando para la tercera carrera de Randwick.
Llegué al hipódromo a la mitad de la segunda carrera. La multitud gritaba excitada. Un caballo del país estaba adelantando al favorito. El recinto de apuestas estaba vacío, como yo había previsto, y me quedé cerca de la barandilla, donde solían colocarse los agentes más importantes. Una apuesta de cien libras no alteraría el equilibrio de aquella pequeña bolsa.
La intervención de los caballos de carreras en las apuestas es bastante complicada. Tienen que haberse invertido miles de libras para que el tanteo baje a tres o menos y se advierta a los agentes profesionales que cierren la apuesta antes de que ésta se cierre contra ellos. Hay en el recinto una docena de comisionistas, con el dinero de los caballos en el bolsillo. Los agentes profesionales van calculando los riesgos y las posibilidades, mientras los comisionistas observan atentamente las expresiones de esos hombres, que se ganan la vida dirigiendo las apuestas en favor de los dueños, de los entrenadores y de los grandes sindicatos de jugadores. Yo tenía que adelantarme a unos y a otros. Debía colocar mi apuesta tan pronto como se voceara el tanteo. Para ello me coloqué junto al puesto de Bennie Armstrong, el agente más importante de aquella carrera, y esperé.
Se oyó un gran clamor cuando el caballo del país llegó a la meta, venciendo por una gran distancia. Dos minutos más tarde comenzaban las apuestas para la tercera carrera.
En las carreras australianas los agentes profesionales anuncian los tanteos en grandes tableros y las variaciones se van dando a conocer de un modo semejante al que se utiliza en los salones de billar. Bennie Armstrong anunciaba doce a uno para «Arquero Negro». Cinco metros más allá uno de sus colegas ofrecía catorce. Calculé lo que tardaría en abrirme camino entre aquella multitud para tomar la oferta más favorable, pero no valía la pena arriesgarme. Los comisionistas estarían ya colocando su dinero y el tanteo podía disminuir en treinta segundos. Me dirigí a Bennie, levanté la mano con un fajo de billetes de cinco libras y aposté.
—Mil doscientas a cien, «Arquero Negro»…
Bennie me dirigió una mirada rápida. Su ayudante me arrebató el dinero, lo contó con gran agilidad y lo metió en su bolsa; hizo un gesto a Bennie, el cual llenó un boleto y me lo arrojó.
—Aceptada. Mil doscientas a cien.
Inmediatamente hizo girar el ábaco de su tablero y el tanteo descendió a diez. Miré el tablero contiguo: ¡ocho! Había tenido suerte. Los comisionistas de las cuadras estaban ya volcando su dinero… y antes de que se levantara la barrera, «Arquero Negro» se ofrecía a la par.
Me guardé el boleto en la cartera y salí a buscar un asiento en la tribuna. Tenía la boca seca y sentí un nudo en el estómago. Necesitaba beber algo, pero la sola idea de tener que entrar en el bar, con su rumor permanente de voces y su olor a licores derramados, me repugnaba. Tragué saliva, me humedecí los labios con la lengua y me sequé el sudor de las manos. Luego subí a la tribuna principal por los escalones próximos a la cabina de radiodifusión.
El día era claro, pero el sol apenas calentaba. Las mujeres parecían influidas por la monotonía del otoñe. Los parterres de flores habían perdido color y había menos gente que de costumbre; pero la pista estaba seca y el aire tranquilo, y eso me bastaba. Vi cómo los mozos llevaban los caballos a sus respectivos recintos. Observé a los «jockeys», con sus chillonas camisas de seda, mientras llevaban las sillas a pesar. Mi corazón latió un poco más de prisa cuando vi el oro y púrpura de las cuadras McAndrew. Minsky corría para ellas y si Dios hubiera creado un caballo destinado a vencer, habría elegido a Minsky para que lo montase.
Empezaron a ensillar. Minsky, McAndrew y el entrenador de éste estaban juntos, hablando. Permanecían de pie, en la actitud sosegada de hombres que conocen su negocio, que saben que han hecho cuanto podían hacer y que a partir de aquel momento todo dependerá del caballo, del «jockey» y de Dios Todopoderoso.
El entrenador ayudó a montar a Minsky. Revisó las cinchas y tensó las riendas. Luego Minsky se inclinó, McAndrew se empinó y ambos se estrecharon la mano por encima de la cruz de «Arquero Negro». Era un extrañe a íntimo ritual en el que yo tenía parte. «Arquero Negro» llevaba consigo mi dinero y mi futuro, pero yo no tenía parte en él, ni él en mí. Si ganaba sería porque McAndrew le había criado, porque los hombres de McAndrew le habían entrenado y porque un gnomo, con los colores de McAndrew, iba acurrucado sobre su cuello. Yo era uno de los que apostaban un parásito de la piel del noble bruto.
El juez los dirigía ya hacia la pista. Su macizo podenco contrastaba cómicamente con los purasangre de líneas ágiles y elegantes. Minsky llevaba a «Arquero Negro» a paso lento y el caballo braceaba con tanta delicadeza como una bailarina. Dio un respingo y escarceó cuando pasó junto a él un gran bayo, calentándose a medio galope, pero Minsky le tranquilizó y tensó un poco más la brida. Minsky era un buen hombre y un experto jinete[2]. Me alegraba de que mi dinero montara con él.
«Arquero Negro» ocupó el puesto número diez en la barrera. Era un buen sitio, en el centro de la pista. No podrían empujarle contra la valla ni echarle hacia afuera en las vueltas y si Minsky conseguía hacer una buena salida, podría correr libremente hasta llegar a los últimos mil metros, donde se ponen a prueba el músculo y el brío del caballo y la astucia y la habilidad de su jinete.
El aire se había cargado de un zumbido metálico cuando el comentarista anunció los puestos a través del altavoz, tratando de concentrar la atención de su auditorio sobre lo que estaba ocurriendo en la barrera. No podía distinguir las palabras, pero vi con los prismáticos que «Arquero Negro» estaba quieto junto a las cintas, mientras los tres últimos caballos se colocaban en línea. Uno de ellos lo estaba ya consiguiendo, pero los otros dos no dejaban de caracolear. Los «jockeys» trataban de hacerlos avanzar hacia las cintas. Por fin se situaron. Se levantaron las cintas. La multitud gritaba. Estaban corriendo…
Vi una ráfaga de oro y púrpura cuando Minsky tomó la salida limpiamente. Luego le perdí de vista, al avanzar la masa de caballos, que siguió a los que fueron en cabeza durante los primeros ochocientos metros.
Un capón ruano y un gran tordo corrían por la parte exterior de la pista, y un grupo de rezagados que había tomado mal la salida trataba de recuperar terreno. Pero el ganador se encontraba entre un grupo compacto de caballos del centro y nadie pudo saber cuál era hasta que hubieron corrido los primeros mil metros y comenzaron a destacarse los posibles vencedores.
El ruano quedó atrás a los mil seiscientos metros y algo después el tordo se colocó en cabeza, metiéndose de nuevo en la pista. A los dos mil metros el pelotón se escindió en dos partes y pude ver a Minsky y a «Arquero Negro» avanzando tras los ocho primeros caballos. A los dos mil quinientos todavía eran ocho los que iban en cabeza, pero dos de ellos estaban retrasándose, y «Arquero Negro» seguía tras los otros seis. La carrera de Minsky fue bastante corriente hasta que llegó a la recta final. Empecé a sentirme deprimido. El favorito pasó a colocarse junto a la valla. Otros tres caballos avanzaban juntos y «Arquero» iba tras ellos a un cuerpo de distancia. Traté de fijar mi atención en él, pero me lo impedía el que tenía delante. Vi cómo el jinete del favorito comenzaba a usar el látigo. Vi cómo los tres primeros caballos alargaban el paso cuando los «jockeys» se inclinaron hacia delante, apoyándose en los estribos. Si «Arquero» no adelantaba en aquel momento, estaba perdido. Y yo con él.
Entonces lo vi. Lo vio todo el mundo. Y saltamos y gritamos. Minsky había llevado a «Arquero Negro» hacia la parte exterior de la cancha. Estaba a cuatro Cuerpos de distancia del primero. Pero había abandonado la silla y se sujetaba con las rodillas a la cruz del animal. Llevaba la cabeza detrás de la oreja de su montura; le estaba soltando riendas y el caballo avanzaba rápidamente. Tres cuerpos… dos; se colocó junto al primero. Entonces Minsky le tocó con el látigo, tan ligeramente que parecía imposible que «Arquero» lo sintiera, y el negro corcel hizo un último avance que le dio la victoria por un cuerpo y medio de ventaja sobre su inmediato seguidor.
Esperé hasta ver los resultados en el marcador. Esperé hasta que se anunciaron los pesos. Me palpé el bolsillo para comprobar que mi boleto estaba a salvo y saliendo del hipódromo tomé un taxi y me fui a casa. Mi capital se había incrementado en mil doscientas libras. Me extrañó sentir tan poca emoción por ello.
El lunes por la mañana fui a cobrar al Club Tattersall. Bennie Armstrong pagó a todos, como siempre, con una sonrisa y una invitación a probar fortuna de nuevo con él.
Estaba contando los flamantes billetes y metiéndolos en mi cartera de mano, cuando Manny Mannix me dio una palmada en el hombro.
—Parece que ha tenido usted un buen día, comandante.
Asentí con la cabeza y dije secamente:
—Sí, bastante bueno.
—Deben haber más de mil en ese montón.
Metí el último billete en la cartera y apreté el cierre.
—Eso es, Manny. Más de mil.
Manny sonrió cínicamente.
—Así que ya ha cobrado usted su apuesta, ¿eh, comandante?
—En efecto, Manny, ya he cobrado mi apuesta.
Volvió a sonreír, esta vez con su antigua sonrisa, que pretendía ser todo franqueza y buena intención, y luego me tendió la mano.
—Supongo que era lo que usted esperaba, comandante. Que tenga suerte.
Ignoré por completo su mano y le miré fijamente a los ojos.
—Es usted un bastardo, Manny —le dije lentamente. Me puse la cartera bajo el brazo y salí del club.
Aquél fue mi segundo error. Si a cualquier otro hombre se le llama bastardo, responderá con un puñetazo. Pero un hombre como Manny necesita demostrar todo lo bastardo que es capaz de ser.