—¿Bebe usted, comandante? —preguntó Manny.
Rechacé la invitación con hastío.
—Lo siento, Manny. No puedo beber. Me he quedado sin dinero.
Manny hizo chasquear la lengua haciendo un gesto de comprensión.
—Vamos, comandante, no lo tome usted así. El dinero viene y se va. Creo que la casa debe un trago al perdedor. Siéntese.
—No, gracias, Manny. Es usted muy amable, pero me marcho.
Me dirigí a la puerta, pero Manny me siguió. Nunca le había visto tan reacio a deshacerse de un huésped desafortunado.
—Comandante…
—Diga, Manny.
—Dijo usted algo acerca de una proposición. ¿Le gustaría que hablásemos de ello en mi despacho?
Había logrado interesarle, a pesar de todo. Mi corazón comenzó a latirme aceleradamente y sentí la boca seca. Tuve que cerrar los puños para detener el temblor de mis dedos; pero traté de que la respuesta pareciera indiferente.
—Como usted quiera. No hay prisa.
—Por aquí, comandante —dijo Manny, y me hizo pasar por una puerta forrada de cuero que daba acceso a una pieza sobre cuyo suelo había una mullida alfombra de casi media hectárea bajo una araña de cristal de Murano.
Había cortinas del mismo dibujo que la alfombra, con cordones de oro y un escritorio taraceado con una silla italiana de nogal de alto respaldo. Había también un fabuloso sofá tapizado de brocado de oro, frente a una chimenea de estilo Adams. Las bebidas se guardaban en una alacena disimulada en un panel de la pared. Las pingües ganancias habían envanecido a Manny. Todo era auténtico, todo era caro, y el efecto que el conjunto producía estaba tan desprovisto de carácter como el salón del Palacio de las Naciones… y era igualmente depresivo.
Manny me miró de soslayo mientras preparaba las bebidas.
—¿Le gusta, comandante?
Hice chasquear la lengua y dije:
—Debe haberle costado mucho, Manny.
Lo tomó como un cumplido y, haciendo un gesto, dijo:
—Incluso a mí me da miedo recordar cuánto. Pero, puesto que trabajo aquí, supongo que tengo derecho a hacerlo con comodidad. Además impresiona a los clientes.
—No creí que los clientes entraran aquí nunca, Manny.
Le sonreí guiñando un ojo por encima del vaso, con esa sonrisa de compinche que ensancha el pecho a los hombres como Manny, haciéndoles olvidar que tienen que comprar lo que otros hombres consiguen por amor.
Me devolvió el guiño y levantó su vaso.
—Por las chicas… Benditas sean.
Bebimos. Luego Manny me indicó que me sentara en el sofá mientras él permanecía en pie, de espaldas a la chimenea de estilo Adams, con los codos apoyados en la repisa.
Me di cuenta de la estratagema; resulta difícil sentarse y vender algo a quien está de pie. Quien lo dude debería probar alguna vez. Traté de sentirme tan cómodo como me fue posible. Me eché atrás, apoyando la espalda contra el brocado de oro, crucé las piernas y traté de relajarme en espera de que Manny comenzase a hablar.
Sus ojos perdieron de nuevo la expresión, como si, al igual que los de un pájaro, se hubieran cubierto repentinamente con una fina película que borrara de ellos todo brillo o resplandor. Cuando empezó a hablar su voz era suave, casi acariciadora.
—¿De qué clase de negocios se ocupa usted, comandante?
—¿Tiene eso importancia?
Manny arrancó de un pellizco el extremo de un costoso cigarro puro y encendió éste sin prisa. Cuando estuvo seguro de que tiraba bien, exhaló una nube de humo y agitó el cigarro en dirección a la puerta.
—Ahí fuera, en torno a las mesas, no; no tiene importancia. El que bebe, paga sus bebidas. El que pierde, paga sus fichas. El que gana, no alborota. Eso es cuanto me interesa. Usted es uno de ésos, comandante. Me gusta que venga por aquí. Pero esto es diferente: es un negocio. En los negocios hay que trabajar juntos. Por lo tanto tengo que saber a qué atenerme.
Volvió a llevarse el cigarro a la boca, aspiró el humo y esperó.
Le dirigí una sonrisa burlona; una simpática sonrisa amistosa, sin malicia.
—Sólo por curiosidad, Manny, ¿a qué tipo de negocios supone usted que me dedico? —le pregunté.
Manny volvió a exhalar una bocanada de humo, hizo un gesto avanzando los labios y dijo:
—He tratado de adivinarlo a menudo, comandante. No está usted en activo, aunque da la impresión de estarlo. Supongo que un marino no pierde nunca su porte… Podría dedicarse a la lana, pero no gasta bastante. Juega con cautela y cuando se queda sin fichas se retira. Podría ser representante, pero no tiene usted aspecto de vendedor. Doctor, dentista, tal vez. Ya le digo: nunca he estado muy seguro.
—Soy historiador.
El puro casi se le cayó de la boca.
—¿Qué?
—Historiador. Soy profesor de Historia de la Universidad de Sidney.
Manny estaba sorprendido. Podía verse tras la película que cubría sus ojos. Había ganado terreno; si lograba retenerlo tendría una posibilidad a mi favor. Manny se tomó algún tiempo para recobrarse, antes de formular la siguiente pregunta.
—¿Cuánto saca usted de eso?
—Mil cien libras anuales… mil doscientas, incluyendo lecciones complementarias.
—Basura —dijo Manny escuetamente—. Para un tipo con cerebro, eso es basura.
—Por eso me interesan los negocios.
Manny asintió con un movimiento de cabeza.
—Para los negocios se necesita dinero. ¿Cuánto tiene usted?
Me levanté y eché la moneda al aire otra vez.
—Tengo esto.
—¿Cuánto vale?
—Como oro…, unas seis libras australianas. Como antigüedad, unas treinta. Me lo han valorado.
—Con eso, tal vez pudiera usted comenzar un negocio de cotufas, comandante; pero eso no me interesa.
Aquél era el momento crítico. Si me deslizaba lo más mínimo, estaba perdido y mi tesoro también. No dije nada. Me limité a sonreír. Llevé mi vaso hasta la alacena y me preparé otra bebida. Esto volvió a intrigar a Manny; le intrigó y le interesó. Volví con el vaso junto a la chimenea y brindé a su salud. Después dije:
—El mayor inconveniente de las personas como usted, Manny, es el de que creen conocer todas las respuestas. Nadie puede descubrirles nada.
Manny se sonrojó, pero conservó la calma.
—Así que tiene usted algo que añadir, comandante. Sé cuanto quería saber… y mucho más. ¿Qué puede usted decirme que no sepa ya?
—De dónde procede esta moneda, por ejemplo.
—Bueno, suéltelo. ¿De dónde procede?
—De un galeón español que salió de Acapulco rumbo a Manila en octubre de 1732, y que desapareció con todo lo que llevaba.
Manny respiró y después sonrió escépticamente.
—Cuentos de tesoros, ¿eh? Es el engañabobos más viejo. ¿Tiene usted también un mapa? ¿Un viejo mapa de pirata tal vez? Se pueden comprar a cinco dólares en cualquier parte del Caribe; lo mismo que las cabezas reducidas. Los nativos los hacen para los turistas.
Negué con la cabeza.
—No hay mapa.
—Bien, continúe; ¿qué tiene usted?
Saqué la carta del bolsillo y se la enseñé. La leyó con dificultad, tratando de esclarecer los datos que le interesaban tras las frases de cortesía y las palabras altisonantes. Después me miró y golpeó la carta ligeramente con el pulgar.
—¿Es auténtica?
—Lo es. Nadie falsifica documentos de esa clase. Por el precio de un telegrama se puede averiguar si es verdadera o falsa.
Manny asintió. Hasta ahí, podía comprender.
—Sí, sí. Creo que eso es cierto. Pero no dice bastante. Es cierto que hubo un barco con un tesoro; esa moneda podría proceder de él, pero no dice que proceda.
—Ahí es donde intervengo yo. Soy historiador, como le he dicho. Mi misión es recoger, sopesar y determinar el valor de las pruebas históricas. Y tengo pruebas suficientes para demostrar que el galeón perdido pudo haberse hundido cerca del lugar en que encontré esa moneda.
—¿Dónde fue?
Ahora estaba seguro de él. Ya no gesticulaba con el cigarro. La película que cubría sus ojos había desaparecido y pude leer en ellos la codicia, el interés y el cálculo rápido del negociante que contrapone mentalmente ingresos y gastos, tratando de determinar el porcentaje de beneficios. Podía tratarle con más firmeza, como se hace con el pez obstinado que está a punto de ceder. Le dije resueltamente:
—El lugar es un secreto mío. Yo sé dónde está. Encontré allí la moneda; pero no estoy dispuesto a revelarlo hasta que hayamos redactado y firmado un contrato en regla.
—¿Cuánto quiere usted?
—Yendo a partes iguales en lo que se encuentre… pido mil libras y todos los gastos pagados.
Así, pues, ya estaba hecho. Las fichas estaban en el tapete. No había que hacer ni añadir nada. La baza siguiente era de Manny Mannix.
Pero Manny todavía no estaba dispuesto a pujar. Tenía que hacer más preguntas.
—Suponga que encontramos el barco donde usted dice que se encuentra, ¿cuántas de esas monedas cree que podríamos conseguir?
—La carta menciona veinte cofres de oro. No puedo calcular cuánto valdrían…, veinte mil libras, treinta mil…, algo así. Podría ser mucho más, desde luego.
—Podría ser. También pudiera ser que todo hubiera desaparecido y en ese caso no sacaríamos nada.
—Pudiera ser —concedí—. Pero no es así. Estoy seguro de ello. Mi mujer y yo sacamos la moneda.
Manny me lanzó una mirada inquisitiva:
—No me había dicho que estuviera casado.
—Mi mujer murió un mes después de la boda.
Manny dio un chasquido con la lengua y dijo:
—Lamentable. —Luego pasó a la siguiente pregunta—: Dijo usted que quería mil libras iniciales, más los gastos pagados. ¿A qué clase de gastos se refería, comandante?
—Dos mil libras…, poco más o menos. Podría hacerse con menos, pero habría que trabajar con estrecheces.
—¿Qué equipo se necesita?
Su interés era tan evidente, estaba tan claro que habíamos pasado del terreno especulativo al práctico, que me olvidé de mi cautela. Le di la respuesta lisa y llanamente:
—Quinientas para comprar la isla. La compra otorgaría derechos sobre el terreno y las aguas circundantes y permitiría, además, eludir las disposiciones sobre descubrimientos de tesoros. Se necesita también una lancha con cabina y equipo submarino, provisiones y tal vez un buzo profesional para la última etapa. Podría darle a usted una lista completa cuando empezásemos.
Acababa de cavar mi propia fosa y meterme en ella alegremente; pero entonces aún no lo sabía. No lo supe hasta mucho después. En aquel momento no sabía ni siquiera por qué sonreía Manny. Cuando se puso a preparar nuestra tercera bebida, creía que se disponía a sellar nuestro acuerdo, lo cual probaba que no conocía a Manny. También probaba que yo era, efectivamente, lo que Manny creía que era: un ingenuo historiador, que ni siquiera era capaz de leer las más elementales lecciones de la Historia, que hablan de la vanidad de los deseos humanos, de la volubilidad de las mujeres y de la imposibilidad de que un incauto llegue a ninguna parte… porque no lo merece.
Manny terminó de preparar las bebidas. Levantamos nuestros vasos y nos sonreímos el uno al otro a través de ellos. Luego, Manny dijo muy despacio:
—Lo siento, comandante…, no juego.
Aquello era tan categórico como una bofetada.
Manny sonrió de nuevo.
Yo no sonreí. Me sentí enfermo, cansado y humillado; quise marcharme en seguida. Entonces Manny se dispuso a asestar su último golpe.
—Mire usted, comandante, para demostrarle que le aprecio le compraré la moneda en lo que se la han valorado. Treinta libras. Quedará bien en el brazalete de esa chiquita.
Me reí. Dios sabe por qué, pero me reí. Hipe girar la moneda en el aire, la detuve y le dije a Manny:
—Añada usted una noche gratis en el bar y trato hecho.
Manny me miró fríamente, luego se dirigió al escritorio taraceado y contó treinta libras en billetes completamente nuevos. Los sujetó con una goma y me los puso en la mano extendida.
—Si es usted prudente, comandante, dejará en paz las mesas y se quedará en el bar. Las bebidas son por cuenta de la casa, como usted desea.
—Gracias, Manny —dije—. Gracias y buenas noches.
—Buenas noches —dijo Manny—. Buenas noches, comandante.
Recuerdo que fui al bar y pedí un whisky doble.
No recuerdo nada más.
A las nueve de la mañana siguiente el decano me encontró roncando en el seto de enfrente de su casa.
Esa misma tarde, a las cuatro, la Facultad aceptó mi dimisión, dándome el salario de un mes, lo cual me dejó con una tremenda resaca, sin empleo, sin perspectiva alguna y con poco más de cien libras en el bolsillo. Porque Manny había sido amable conmigo. Cuando me arrojó a la calle aquella noche, prendió sus treinta libras en mi bolsillo interior, junto con una nota:
«Lo siento, comandante. Fue una agradable velada».
Manny era así. Cariñoso y con sentido del humor.