Me entregaron la carta en mi habitación a las doce y cuarto del miércoles, 30 de junio. Iba dirigida al señor Renn Lundigan, del Departamento de Historia de la Universidad de Sidney, Australia.
El sobre llevaba al dorso un vistoso emblema y en la parte inferior izquierda había una dirección en español. El matasellos estaba ligeramente torcido y mi nombre y dirección aparecían en pulcros caracteres mecanográficos.
Recuerdo todos estos detalles tan claramente porque estuve contemplando el sobre largo rato antes de decidirme a abrirlo. Por último tomé un cortaplumas, corté el borde con cuidado, saqué la hoja doblada y me senté; encendí un cigarrillo y empecé a leer.
La carta era del archivero mayor de la ciudad de Acapulco, México.
Me hacía saber, en rebuscado estilo latino, el interés que mis indagaciones habían despertado en su Departamento. Me explicaba su ansiedad por establecer, un vínculo tan definitivo entre los navegantes españoles del siglo XVIII y el nuevo continente de la Terra Australis Incognita y me expresaba lo honrado que se sentía al cooperar con un caballero de mi erudición en materia tan importante de investigación histórica.
Me decía que en octubre de 1732 el «Doña Lucía» partió de Acapulco con veinte cofres de oro acuñado con destino a las colonias de Su Majestad Católica en las islas Filipinas. Que el «Doña Lucía» no llegó nunca a Manila y se supuso que debía haberse hundido durante alguna tormenta o caído en poder de los piratas de los mares de China.
Me decía que la moneda de oro, de la que yo había, enviado tan excelente reproducción, era de cuño contemporáneo del «Doña Lucía» y pudo muy bien haber sido parte de su cargamento.
Me decía…
Pero el resto era pura cortesía que no me interesaba.
Me puse a pensar en una pequeña isla, próxima a la costa de Queensland; una entre los cientos de islas y atolones que se ensarta, como cuentas de jade y esmeralda, en la cadena de coral de la Gran Barrera de arrecifes.
Una isla con dos salientes, que caía cortada a pico por uno de sus lados y por el otro formaba una estrecha playa blanca. Una pequeña isla a la que los turistas invernales no iban nunca porque los servicios topográficos del Gobierno de Queensland aseguraban que no tenía agua potable y que no existía paso alguno entre los arrecifes que la rodeaban, ni ensenada que pudiera acoger a los barcos de pesca o de recreo.
Pero yo sabía que existía un paso. Jeannette y yo habíamos logrado cruzar los arrecifes en una lancha de diez metros de eslora, varándola en la playa sin rozadura alguna en su forro de cobre. Habíamos acampado durante varios días bajo los pándanos y descubrimos un manantial al pie del saliente occidental. Recorrimos juntos toda la isla y pescamos bajo el agua durante la pleamar; en una de esas ocasiones, Jeannette sacó del fondo una moneda deformada e incrustada de coral.
Después, antes de que nuestra luna de miel cumpliese el mes, Jeannette murió de meningitis dejándome solo, con mi puesto de profesor adjunto, una moneda desfigurada, el recuerdo de una muchacha bronceada en una blanca playa llena de sol… y el ensueño de un galeón español cargado de tesoros bajo una maraña de coral.
El recuerdo de Jeannette se marchitó lentamente; se marchitó para esconderse en mi corazón como un dolor sordo, que se encendía de vez en cuando en salvajes llamaradas de angustia, empujándome a alcohólicas orgías nocturnas en las que me debatía en pos de la suerte, alrededor de las mesas de bacarrá y junto a los habituales del póquer, hasta ir a dar con los matones que acechaban a los ganadores de los sábados entre las brumas de las primeras horas matinales.
El recuerdo de Jeannette se marchitó, pero cada vez que abría el cajón de mi mesa de trabajo, la vieja moneda, pulida por el manoseo diario, parecía refulgir como el fuego. Mi compañera había desaparecido, la había perdido para siempre, pero mi barco cargado de tesoros aún existía. Debía estar allí, con su maderaje podrido, la cubierta revirada bajo el peso del coral y de las algas y los peces nadando una y otra vez en torno a los cofres cautivos. Tenía que estar allí. Yo, un historiador, podía probar que estaba allí o, al menos, debía tratar de probar que podía estar allí.
Fue el viejo Anson quien me dio la pista: Jorge Baron Anson, que, antes de ser almirante de la Armada y primer lord del Almirantazgo británico, navegó entre las islas de los Ladrones y las Carolinas al acecho de los galeones que iban todos los años de Acapulco a Manila. Jorge Anson, que amarraba literalmente las tablas de su cascarón resquebrajado para poder prolongar la espera un mes más, mientras los percebes se multiplicaban en el casco, los barriles de agua se le cuarteaban y sus hombres morían a causa del escorbuto bajo el intenso sol tropical.
El viejo galeón español habría salido de Acapulco siguiendo los alisios del noroeste del Pacífico; lo que le llevaría en dirección oeste, a lo largo de la línea ecuatorial, para, llegando el momento, virar de nuevo hacia el norte con rumbo a Manila dejando atrás las Ladrones… pero octubre habría sido tarde para él. El verano se habría desplazado ya hacia Capricornio y, si hubiera bajado muy al sur, podrían haberle sorprendido los huracanes. De haber sido así, le habrían arrastrado de nuevo hacia el sur, más allá de las Bismarck y de las Salomón, y luego en dirección oeste, hacia la Gran Barrera. Pero por entonces debería encontrarse falto de jarcias y tal vez escorando y haciendo agua, sin posibilidad de abrirse paso entre aquel laberinto de islas y arrecifes. Si los temporales no amainaron, un día, o quizás una noche, los agudos garfios carolinos habrían desgarrado las entrañas del viejo barco y se habría hundido… entre los arrecifes próximos a una isla con dos salientes. Pudo haber ocurrido así; tenía que haber ocurrido así. ¿De dónde, si no, procedía mi doblón, aquel torvo ojo de oro que desde el fondo del cajón se burlaba de mí?
Llamaron a la puerta y la muchachita rubia del archivo entró con un cesto de alambre lleno de sobres de paga.
Sonrió y, parpadeando graciosamente, agitó los sobres para darme ocasión de admirar lo bien que le sentaba el jersey que llevaba puesto. Al darme el sobre me dijo bromeando:
—¡No lo gaste todo de una vez, señor Lundigan!
Sonreí a mi vez y le di las gracias devolviéndole la broma:
—Salgamos juntos una noche y me gastaré una parte con usted.
Rió ruidosamente, como lo hacía siempre, irguió el busto un poco más y, recogiendo el cesto, salió contoneándose.
Rasgué un extremo del sobre y vertí el contenido sobre el secante de la mesa. Dos billetes de cinco libras, ocho de una y algunas monedas componían, descontados los impuestos, el estipendio semanal de un profesor adjunto de Historia.
Si de él deducía los gastos de una semana de habitación, tabaco y transporte y la libra que me había prestado Jenkins el martes, me quedaba aún bastante para una apuesta en casa de Manny. Pero ni mucho menos lo suficiente para comprar una isla, un barco, provisiones, ayuda y todo lo que se necesita para empezar a buscar un tesoro hundido e izarlo a la superficie una vez hallado.
Sin embargo, quedaba para una apuesta y la semana anterior había visto cómo un individuo convertía cinco libras en quinientas y éstas en mil y las mil en dos mil, tras lo cual Manny alquiló un coche para el tan afortunado cliente y puso a su disposición a uno de sus guardaespaldas con fines de seguridad. Lo había presenciado. Quizá también yo pudiera hacerlo.
Ni siquiera necesitaría dos mil libras. Mil serían suficientes. Quinientas para comprar la isla. El gobierno de Queensland vendería barato no habiendo agua, canal de acceso ni ensenada. Doscientas para una lancha que ni siquiera tenía que tener cabina. Cien para un pulmón acuático nuevo. Con ello me quedarían aún doscientas libras para gastos accesorios, que no serían pocos. Pero podría hacerlo… si ganaba mil libras en casa de Manny.
Doblé la carta del archivero mayor de Acapulco y me la guardé en un bolsillo. Cogí la moneda del cajón y la metí en el del chaleco, a guisa de talismán. Separé ocho libras y diez chelines y los puse en un sobre. Al menos con aquello podría comer, dormir bajo techado, tomar el tranvía para ir a trabajar y fumar veinte cigarrillos diarios… si no ganaba mil libras en casa de Manny.
El puesto de profesor adjunto de Historia no suele dar derecho al usufructo de un teléfono privado, por lo que tuve que bajar al vestíbulo y escarbarme los bolsillos para encontrar unas monedas con las que poder hacer la llamada.
Una voz dijo lacónicamente:
—Charlie al habla.
—Soy el comandante. ¿Dónde está?
—En el mismo lugar que la semana pasada. La noche está serena.
—Gracias.
Colgué. La noche era serena. Habían sobornado a la policía y Manny no recibiría su visita esa noche. Tendría una oportunidad de ganar mis mil libras.
Valió la pena de conocer a Manny Mannix. Era todo un ejemplar; hijo de un irlandés de Brooklyn y de una italiana, también de Brooklyn, Manny fue sargento de reserva del Ejército americano y peleó valientemente desde Kings Cross. Cuando acabó la guerra decidió quedarse en Sidney.
Según Manny, Sidney era una Nueva York reducido a proporciones razonables y, desde luego, él estaba dispuesto a sacar de la ciudad un provecho no menos razonable. Organizó la red de falsificadores, la de contrabandistas de licores, la de tratantes de coches usados y la de inmigración clandestina y cuando el volumen de beneficio empezó a disminuir, Manny vio llegado el momento de retirarse. Lo hizo con una cuenta bancada que le proporcionó un bloque de apartamentos, un club nocturno nada despreciable y una selección de mujercitas alegres a las que utilizaba con fines decorativos: Manny no permitió nunca que el amor se interfiriera en sus negocios. Con aquel dinero compró también a algunos miembros de la brigada de prevención de los juegos ilícitos, lo que bastaba para garantizarle una llamada telefónica antes de que los coches de la policía hiciesen aparición en su calle.
Para Manny todo aquello era más que suficiente… Su vida era demasiado agradable para que se la complicase con principios morales. Manny vestía bien, comía bien y conducía un «Cadillac» inmenso; pero fuera cual fuere su atuendo y el lugar en que comiera, llevaba siempre consigo el olor fétido de la ciudad y el hedor de mujeres corrompidas y dinero ilegal.
Valía la pena conocer a Manny Mannix.
Me llamaba «comandante» porque en un momento de irreflexión le conté que durante los últimos años de la guerra mandé un lugre que operaba en torno a las Trobriand. Me estrechaba siempre la mano con efusión y solía ofrecerme una copa que yo nunca rechazaba. Mientras bebíamos Manny hablaba. Hablaba de Manny, del dinero y de Manny, de las mujeres y de Manny, y de sus propios planes para el futuro de Manny. Y mientras hablaba sonreía, aunque nunca con los ojos, que iban de los matones que guardaban la puerta a los pequeños grupos en tensión en torno a las mesas y a los camareros que se apresuraban de un lado a otro con las bandejas de licores a la altura del hombro.
Valía la pena de conocer a Manny.
Valía la pena hacerlo para odiarlo tanto como yo. Pero probablemente nadie podría luego odiarse a sí mismo como yo lo hago, por beber sus licores, escuchar sus necedades y reír sus chistes, por conservar el privilegio de perder mi dinero en su casa y de que me diera palmaditas en el hombro con aire benévolo, deseándome mejor suerte para la siguiente ocasión.
Si ganaba aquella noche no habría otra ocasión. Cobraría mis fichas y me iría; me iría a una verde isla de playa blanca, que guardaba un dorado tesoro en el lugar en que sus arrecifes se hundían en las profundidades marinas.
Así, pues, el miércoles, 30 de junio, a las nueve en punto de la noche, tomé un taxi que me llevó a una discreta ensenada próxima a Vaucluse, más allá del muelle de lanchas rápidas de la bahía de Rose. En el centro de la ensenada había un alto muro con una gran puerta de hierro forjado.
La puerta estaba cerrada, pero había un timbre en la jambra y cuando lo pulsé salió un hombre de la casa del guarda. Le dije que la noche era serena. Sin discutirlo, abrió un postigo lateral y me dejó entrar.
Subí a la casa por una cancha enchinada. Las cortinas estaban corridas y las contraventanas cerradas, pero la puerta de entrada estaba abierta y vi a un grupo de hombres y de mujeres, que hubieran podido pasar por invitados a una fiesta, y a un camarero con chaquetilla blanca que cruzaba el alfombrado vestíbulo.
Saludé con un gesto al polaco de ojos tristes que guardaba la puerta, le di mi abrigo y subí a la gran sala en la que se encontraba el bar y en la que había grandes ventanales desde los que se podían ver las luces del puerto si estuvieran encendidas; pero no lo estaban nunca.
Para llevar un negocio como el de Manny hay que dejar fuera la luna, las estrellas y el viento que llega del mar embravecido. Hay que correr las cortinas y dejar fuera el canto de los grillos y la espuma de plata de la bajamar. Hay que rodearse de risa y música que acompañen el repiqueteo de la ruleta y los golpes de las fichas al aparecer y desaparecer del tapete. Hay que rodearse de licores y de humo maloliente y de una pobre quimera de falsa amistad y camaradería.
Para tener un negocio como el de Manny hay que llevar zapatos muy brillantes, pantalones negros de raya impecable y chaqueta de «smoking» color gris perla, con corbata granate y un clavel rojo en el ojal. Hay que retirar el codo de la barra del bar cuando entra el cliente, hacer un guiño a la modelo que se sienta en el taburete del rincón y decir:
—¡Hola, comandante! ¡Cuánto tiempo sin verle!
—¡Hola, Manny! ¡Cuánto tiempo sin dinero!
Lo dije sonriendo ligeramente mientras Manny reía y se atragantaba con el humo del cigarro puro que estaba fumando. Me tomó por el codo y me llevó hacia el taburete contiguo al de la modelo. Dio una palmada en la barra y llamó al barman.
—Prepara algo para el comandante, Frank. Ginebra rosa. Comandante, me gustaría presentarle a una amiga mía, la señorita June Dolan. June, este señor es el comandante Lundigan. Ten cuidado con él, querida. Ya sabes cómo son estos muchachos de la Armada.
Manny volvió a atragantarse con él humo y la modelo me dirigió una breve sonrisa profesional y una larga mirada, también profesional, con la que parecía estar sopesando el valor de mi metro ochenta de estatura frente a las taimadas posibilidades de Manny. Creo que no salí airoso del examen. Pero eso era precisamente lo que Manny esperaba de ello. De no ser así no me habría presentado.
—¿Se siente usted afortunado esta noche, comandante? —dijo Manny.
Me encogí de hombros, extendí las manos en un gesto de escepticismo e hice una mueca de tristeza con la boca. Es una pequeña escena que me sale bien. Jeannette solía decirme que era parte de mí atractivo juvenil. Pero en aquel momento me sentí avergonzado. Era tan semejante a la sonrisa de la ajada modelo de Manny…
—Lo mismo que otras veces, Manny. Pero no me sentaría mal un poco de suerte.
—Me parece que a todos nos vendría bien —repuso Manny—. Diga, comandante, ¿qué opina usted de todo esto?
Tomó los fláccidos dedos de la modelo y le hizo levantar el antebrazo para mostrarme un brazalete de oro macizo del que colgaban varias monedas.
—Se lo he comprado hoy. Es el cumpleaños de esta preciosidad y me dije: «Eso es para mi niña». Así que me metí derecho en la tienda y lo compré. Me ha costado una fortuna, pero creo que se lo merece. ¿Qué le parece, comandante?
Creo que es un adorno digno de la personalidad de la señorita.
—Mire usted, aún hay sitio para más monedas. Por eso le he prometido que si es buena chica y me trae suerte, se lo iré llenando eslabón por eslabón.
—Estoy seca, Manny —dijo la modelo. Su voz sonó pastosa y aburrida.
Manny frunció el entrecejo, dio unos golpecitos en el mostrador y el barman llenó de nuevo el vaso de la dama. Las monedas tintinearon pesadamente cuando retiró su mano de la de Manny y empezó a hurgar en el bolso. Fue en aquel momento cuando se me ocurrió la estúpida idea.
Saqué mi moneda de oro del bolsillo, y la arrojé al aire y la detuve sobre el mostrador.
—A propósito de monedas, Manny: ¿ha visto usted alguna vez una como ésta?
En los astutos ojos de Manny apareció un destello de interés. Cogió la moneda, la examinó e hizo en ella un pequeño rasguño con el diamante de su anillo.
—¿Es oro?
—Oro puro. La llevo como talismán.
Volví a guardármela en el bolsillo y observé con cierta satisfacción el brillo de los ojos de Manny.
—¿Qué clase de moneda es, comandante?
—Española. Del siglo dieciocho, y además, tiene su historia.
—Me gustaría oírla en alguna ocasión.
Aquello era lo que yo había estado esperando. Manny tenía buen olfato para el oro. Manny podía estar dispuesto a desprenderse de papel a cambio de oro. Con tanta indiferencia como pude, dije:
En realidad, Manny, tras esa moneda hay una propuesta que tal vez pueda interesarle.
Sus ojos cambiaron de expresión instantáneamente. Su voz adquirió el tono desinteresado del verdadero negociante.
—Bien, comandante, usted ya me conoce. Me interesan todas las proposiciones, siempre que puedan ser de provecho… y seguras. ¿Le gustaría que hablásemos de ello ahora?
Moví la cabeza negativamente.
—Lo haremos más tarde, Manny.
Más tarde tal vez tuviera yo mil libras, en cuyo caso no tendría necesidad de discutir con Manny proposición alguna. No tendría por qué decirle una palabra… nunca más.
—Como quiera, comandante —dijo Manny volviendo al bar, junto a su ajada modelo de busto redondo, voz pastosa y astutos ojos profesionales.
Una hora, y siete minutos más tarde me encontraba de nuevo en el bar… sin un céntimo y desalentado.