Derec
Ariel estaba inmersa de nuevo en uno de sus fríos silencios. Derec había intentado iniciar una conversación con ella durante el desayuno, pero todo lo que había conseguido era irritarla más todavía.
—Mira Ari —le había dicho—, sé como te sientes por la pérdida del bebé. Hace poco yo perdí mi vida entera. Cuando desperté en la cápsula de supervivencia sobre la superficie de aquel asteroide helado…
Una mirada de furia llameó en los ojos de Ariel que arrojó el bollo de mantequilla que estaba comiendo directo a la cara de Derec.
—¡Por qué no te callas y dejas de mencionar ese estúpido asteroide de una vez!
Derec esquivó el bollo y lo intentó de nuevo con un tono de voz más dulce:
—Pero cariño, mi amnesia es…
—¡Últimas noticias! Has estado hablándome sobre tu maldita amnesia y sobre ese insignificante asteroide durante tres años. ¿Es que no puedes hablar de otra cosa?
—Bueno, no, cariño. La amnesia…
—¡Arrggg! —Ariel arrojó otro bollo que esta vez alcanzó a Derec justo entre los ojos.
Mientras Derec terminaba de limpiarse la mantequilla de la cara, Ariel se había encerrado con llave en el dormitorio. Consideró fugazmente la posibilidad de intentar razonar con ella a través de la puerta cerrada, pero luego pensó que la discreción era la mejor virtud de los valientes. Dejando a Ariel enfurruñada en la habitación, decidió darse una vuelta por la cubierta superior de la nave en la que viajaban, que se llamaba La caza del ganso salvaje.
El paseo fue casi tan desastroso como el desayuno. En pocos minutos, Derec se encontró completamente perdido. Mientras caminaba a ciegas a través de unos grandes salones y pasillos, los cuales simplemente no estaban allí la noche anterior, la tentación de utilizar su transmisor interno para pedir ayuda se hacía cada vez más fuerte.
Derec resistió. «Demonios», pensó enfadado, «por una vez voy a resolver este embrollo por mí mismo». Se paró para visualizar el plano de la cubierta del último piso y pensó una vez más en lo extraordinaria e inquietante que era aquella nave.
Mientras intentaba encontrar el camino, Derec no podía dejar de pensar que en vez de en una nave, se encontraba a bordo de un inmenso robot. Para empeorar aún más las cosas, La caza del ganso salvaje no era un robot ordinario, sino uno de los extraordinarios robots celulares de su padre, construido a base de células robóticas igual que Robot City. De vuelta en Robot City, Derec había comenzado a aceptar poco a poco que la ciudad cambiaba su arquitectura de manera constante para adaptarse a las necesidades de los habitantes humanos. Pero fuera de la ciudad, lejos, en el espacio, la idea de que no había nada entre ellos y el vacío excepto una nave que cambiaba de forma igual que un flan de gelatina de frutas en un día caluroso era tremendamente desconcertante.
Por ejemplo, tres días antes, cuando abandonaron el planeta de los ceremiones, La caza del ganso salvaje tenía la forma que se cabía esperar de una nave espacial: alargada, estrecha y lineal, con la cabina de control en el morro y los impulsores planetarios en la popa. Tan pronto habían alcanzado la atmósfera, la nave había decidido acortar la distancia entre el puente de mandos y la sala de máquinas, reconfigurando su forma y convirtiéndose en un delgado y plano disco que no parecía sino un enorme pastel volador de tres pisos. Derec quedó encerrado en un personal durante la primera transformación y fue una horrible experiencia. «Por supuesto», pensó Derec, «fue por mi propio bien ya que, probablemente, era la puerta del personal lo único que me separaba del espacio exterior».
Desde entonces, la nave se había reconfigurado constantemente de acuerdo con las necesidades, explícitas o implícitas, de los pasajeros. Un gimnasio, un solarium y una pista de voleibol se habían creado para desaparecer después. Esas nuevas y enormes habitaciones, decoradas de forma estridente, contundían a Derec, hasta que de pronto recordó que él y Ariel habían hablado la noche anterior sobre un antiguo vídeo que habían visto hace tiempo. El argumento de la película estaba relacionado con algún tipo de antigua historia épica de espadas y togas que tenía lugar en un barco de vapor en la vieja Tierra y Ariel había intentado hacer una reflexión sobre la naturaleza del eterno conflicto en las relaciones hombre/mujer.
Pero la nave, aparentemente, había tomado al pie de la letra el gusto de Ariel por la película y había intentado responder a él recreando lo que podía ser la cubierta de un barco de la época del Antiguo Egipto. No había duda de que por la tarde habría buceado en sus bancos de memoria en busca de piezas de jazz clásico para ambientar el salón de baile.
Con una breve punzada, Derec recordó a tres robots que conoció hacía tiempo. «A Las Tres Mejillas Rotas les hubiera encantado esta decoración», dijo tristemente. «Qué pena que estén…», y se calló, «felizmente empleados en algún lugar y no puedan estar aquí», acabó diciendo en un tono casi inaudible. Ya había aprendido a ser cuidadoso con las cosas que decía en voz alta mientras viajaba en La caza del ganso salvaje. No había nada que se dijera en voz alta que la nave no tratara de interpretar para satisfacer lo que percibía como necesidades humanas y a Derec no le apetecía lo más mínimo asistir a la resurrección de tres fantasmas cibernéticos.
Justo al otro lado del salón de baile, Derec encontró una enorme escalinata por la que descendió. Realmente no era lo que estaba buscando —lo que quería era encontrar el camino para subir al puente—, pero la curiosidad lo empujó a bajar las escaleras.
El piso de abajo estaba hecho totalmente de un práctico metal gris. Incluso las condiciones medioambientales funcionaban al nivel mínimo: un pequeño foco de luz acompañaba a Derec a través del pasillo, iluminándose dos pasos delante de él y apagándose en cuanto pasaba. La única puerta que encontró conducía a una estrecha y oscura celda.
Allí se encontraban los tres robots de su madre. Adán, Eva y Lucius II permanecían de pie, rígidos y estáticos en la misma posición, con los ojos muertos, como si alguien hubiera hecho una escultura de aluminio a partir de una conversación a tres bandas. Por un momento, la respiración de Derec se aceleró. Desde que dejaron Robot City, su padre había estado obsesionado con destruir a los robots convirtiéndolos en metal líquido o, al menos, en conseguir desactivarlos de manera permanente. ¿Lo habría logrado por fin?
Derec se relajó después de comprobar su transmisor interno. Los tres robots no estaban desactivados. Simplemente, estaban inmersos en unas de sus interminables discusiones filosóficas a través de la banda ancha. Derec los dejó.
Al final del vestíbulo, encontró un pequeño ascensor muy parecido al que halló en el asteroide donde los robots lo habían encontrado. Era una plataforma sencilla, de aproximadamente un metro cuadrado, con un interruptor de tres posiciones en el panel de mando: Subir, Bajar o Parar. Obviamente pensada para el uso exclusivo de los robots —la vista de un humano montado en ese artilugio hubiera provocado en los robots perturbaciones relacionadas con la Primera Ley—, la plataforma se encontraba en la parte superior de su raíl guía.
—Bien, esto simplifica mis opciones —dijo Derec.
Subió a la plataforma y pulsó el botón Bajar.
Con un débil bandazo, la plataforma se lanzó hacia abajo.
Derec no tuvo tiempo de sentir pánico. Cayó rápidamente a través de diez metros de oscuridad, entonces la luz inundó la plataforma al tiempo que ésta se precipitaba dentro de una iluminada cabina. Justo antes de que Derec saliera, una especie de campo de gravedad lo envolvió para depositarlo, tan suave como una pluma aunque renqueante como un ganso, sobre la cubierta de la cabina.
Wolruf y Mandelbrot se encontraban ya allí, recostados cómodamente en dos sillas de aceleración situadas enfrente de la gran consola de control. La pequeña caninoide estaba comiendo de un cuenco algo que parecían coles de Bruselas con leche y, entre bocado y bocado, charlaba con el robot remendado. Sus peludas orejas marrones se levantaron cuando escuchó a Derec caer en el suelo de la cubierta; ella y Mandelbrot se giraron para mirarlo.
—Hola —dijo Wolruf con la boca llena de verdura—. Mi alegrar tu precipitada venida.
Mandelbrot miró fijamente a Derec durante unos minutos pero no se levantó:
—¿Estás herido? —preguntó por fin.
—Sólo en mi dignidad —contestó Derec al tiempo que se levantaba y se sacudía el polvo de su traje.
—Eso está bien —señaló Mandelbrot. El robot se giró de nuevo hacia Wolruf—. ¿Qué estabas diciendo?
—Eso poder esperar —dijo Wolruf. La alienígena obsequió a Derec con una sonrisa traviesa mientras decía—: ¡Nave, máster Derec desear sentarse a mi lado!
—Está bien Wolruf, yo puedo… Pero ¡qué es esto!
De repente, una burbuja del mismo material del suelo se elevó por debajo de Derec envolviendo sus pies y levantándolo como si fuera una mano gigante. Al mismo tiempo que lo transportaba al lado de Wolruf, le dio forma a otra silla de aceleración.
Wolruf se incorporó, sonriendo con su boca lobuna, y ofreció a Derec un cucharón goteante de lo que fuera que estaba comiendo.
—¿Querer probar algunas gachas? Ser realmente buenas. Devolver el color a tu cara.
Derec observó la sustancia que había en la cuchara que, después de una inspección más cercana, no se parecía en nada a las coles de bruselas, y negó con la cabeza:
—Gracias, pero, umm, ya he comido.
Wolruf se encogió de hombros como mostrando su desilusión:
—Tú perdértelo —con un ensayado salto, lanzó la verde masa al aire para después cogerla al vuelo con un chasquido de sus largos dientes—. Mmmm —dijo con un profundo y ronco gruñido que aparentemente parecía una muestra de placer.
Derec consiguió finalmente recobrar algo de su compostura y comenzó a echar un vistazo a la cabina en la que se había precipitado.
—¿Qué…? ¿Por qué…? ¡Pero si éste es el puente de mando!
—Premio para el caballero —dijo Wolruf entre cucharada y cucharada.
—¡Pero anoche el puente estaba en la parte superior de la nave!
Wolruf le dirigió a Derec una dentuda sonrisa:
—Eso ser cierto. Pero eso ser anoche y esto es lo que haber ahora.
Derec estaba absorto mientras lanzaba nerviosas miradas al interior de la cabina, como si creyera que observando fijamente todos los elementos que ésta contenía pudiera detener esa constante metamorfosis.
Wolruf se incorporó en su asiento y puso su peluda mano sobre el hombro de Derec:
—Derec, deber afrontarlo; nosotros viajar a bordo de una nave loca —dijo Wolruf con uno de sus gruñidos—. Pero no ser una locura peligrosa —la pequeña alienígena terminó lo que quedaba de sus gachas y después limpió el cuenco con su larga y rosa lengua—. Mmm —bufó de nuevo al tiempo que lanzaba el bol y la cuchara por encima de su hombro provocando un estruendo al chocar con el piso de la cubierta.
—¡Wolruf! —dijo Derec sobresaltado—. ¿Siempre arrojas tus platos sucios contra el suelo?
La caninoide se dio la vuelta, sonriendo inocentemente, y alzó una pata para comenzar a rascarse la oreja derecha:
—¿Qué platos?
—¿Por qué…? —Derec se giró para señalarlos pero se detuvo en seco. La cuchara ya se había fundido en el suelo de la cabina y del cuenco sólo quedaba una pequeña parte del borde.
—Ser el material de Robot City —gruñó Wolruf—. Bien, ¿cómo estar Ariel?
Derec observó cómo desaparecía el último trozo del cuenco y suspiró:
—No se encuentra muy bien.
—¿El bebé? —preguntó Wolruf gentilmente.
—Sí —Derec se recostó en el sillón mientras se miraba las manos fijamente—. Ariel sigue intentando demostrar que es demasiado fuerte para llorar, supongo. En vez de eso, me culpa a mí de la pérdida del bebé.
Derec se calló durante unos minutos, pensando en el feto de dos meses que Ariel acababa de perder. Quizás sí era culpa suya. Después de todo, lo que había destruido el cerebro del bebé fue una infección de chemfets, las mismas microscópicas células que navegaban en su corriente sanguínea y le proporcionaban ese increíble interfaz biológico que lo mantenía en permanente contacto con Robot City. Él debería haberse dado cuenta de que los chemfets eran una infección contagiosa.
—Yo nunca tener cachorros —dijo Wolruf con un punto de tristeza en su voz—, pero tú deber entender que la madre sentirse muy unida al bebé mucho antes de nacer éste.
—Ya bueno; amiga, esto es un poco deprimente. ¿Te importa que cambiemos de tema? ¿Cómo va el vuelo?
—Bueno, tú tener tu depresión, yo tener la mía —Wolruf se sentó e hizo un amplio movimiento que abarcó todo el panel de mando—. Mirar aquí. Ser perfectamente automático. No necesitar un piloto para dirigirlo. Yo no tocar un botón en los últimos tres días y probablemente no tener que hacerlo hasta que nosotros aterrizar esta noche. Yo no poder hacer nada para mejorar el vuelo —el labio superior de Wolruf se curvó en un silencioso gruñido—. Tu padre no deber nunca lanzar este diseño al mercado o nosotros quedar en el paro.
—Está bien —dijo Derec—. Te queremos igual de todas formas —y, para demostrar lo cierto de su afirmación, comenzó a rascarle detrás de las orejas.
—¡Oh, oh! ¡Tú no parar, por favor! —cuando su pata derecha comenzó a moverse de forma incontrolada, Wolruf se azoró y se separó de la mano de Derec.
En ese momento, una nueva idea cruzó la mente de Derec:
—Hablando de mi padre, dime, ¿lo has visto esta mañana?
Wolruf negó con la cabeza pero los ojos de Mandelbrot parpadearon durante un momento mientras consultaba su información interna.
—El doctor Avery se encuentra en el laboratorio robótico de la nave —anunció el robot parcheado.
—¿Laboratorio robótico? —repitió Derec.
—Sí, el doctor Avery terminó de construirlo a la 1:37 de la madrugada. Está a babor, dos niveles más arriba.
—Gracias Mandelbrot —Derec se levantó de su silla de aceleración y le dijo adiós a Wolruf, pero cuando iba a subir de nuevo en la plataforma elevadora, se detuvo y la miró con evidente reticencia—. Umm, ¿nave? —dijo por fin—. ¿Supongo que puedes hacerme una escalera convencional, no?
En respuesta, una de las lisas paredes se transformó en un pasillo arqueado que desembocaba en una escalera de caracol.
—Gracias, nave —dijo Derec mientras caminaba a través del pasillo y subía las escaleras.