EPÍLOGO
HOMO STRAMINEUS: EL HOMBRE DE PAJA
Los muertos no hablan, y si hubo alguna tribu distinta a esta, no han dejado supervivientes. Nuestros antepasados impregnaron de beligerancia la médula de nuestros huesos y miles de años de paz no conseguirán extirparla de ahí.
WILLIAM JAMES[1]
En mi foto imaginaria de 1903 posaban doce hombres barbudos. Si se hubieran conocido, no creo que se hubieran caído bien los unos a los otros. El abrasivo Watson, el dogmático Freud, el indeciso James, el pedante Pavlov, el engreído Gal ton, y el fornido Boas; sus personalidades (¿innatas?) eran demasiado dispares, sus procedencias culturales (¿adquiridas?) demasiado diversas, y los bigotes de unos y otros se hubieran enredado entre sí.
Creo que es posible que hubieran podido resolver ese lío desde el principio, con lo que se hubiera evitado un siglo de discusiones sobre herencia y ambiente. Se podría haber concedido a Darwin, James, y Galton el innatismo de la personalidad; a De Vries la naturaleza en partículas de la herencia; a Kraepelin, Freud y Lorenz un rol a la experiencia temprana en la formación de la psique; a Piaget la importancia de las etapas del desarrollo; a Pavlov y a Watson la posibilidad de remodelar la mente adulta gracias al poder del aprendizaje; a Boas y a Durkheim el poder autónomo de la cultura y la sociedad. Podrían haber dicho que todas esas cosas podían ser ciertas a la vez. No habría aprendizaje sin una capacidad innata para aprender. El innatismo no podría expresarse sin la experiencia. La verdad de cada uno de los conceptos no prueba la falsedad de ningún otro.
Hubiera sido posible, pero improbable. Incluso si lo hubiesen conseguido, lo cual hubiera sido una hazaña sobrehumana —para los filósofos—, no les veo capaces de conseguir que los que vinieron después de ellos se hubieran comprometido con el acuerdo. Las hostilidades hubieran comenzado de nuevo enseguida entre los partidarios de las distintas teorías: está en la naturaleza humana. Parece haber algo inevitable acerca de dividir la psicología humana entre herencia y ambiente. Quizá, como ha sugerido Sarah Hrdy, la dicotomía es en sí misma un instinto, está en los genes. En lugar de progresar sin prisas pero sin pausas hacia la ilustración, lo que hubo en el siglo XX fue una colisión de ideas, una guerra de los cien años entre las tropas de la herencia y las del ambiente. La antropología fue el Flandes de la guerra, Harvard su Manassas y Rusia fue la propia Rusia; a los que intentaban respetar a las dos partes, como hicieron John Maynard Smith y Pat Bateson, les resultaba difícil hacerlo. Muchos cayeron en la falsa ecuación de que demostrar una de las proposiciones significaba probar que la otra era incorrecta, que el éxito de la herencia suponía el fracaso del ambiente, o viceversa. Incluso cuando repetían el tópico, «por supuesto son ambos», muchos no podían resistir la tentación de considerar la situación en términos de ganadores y perdedores, como en una batalla. Espero haber mostrado que cuanto más sabemos de los genes que influyen en la conducta, más encontramos que funcionan a través del ambiente; y cuanto más encontramos que aprenden los animales, más descubrimos que el aprendizaje se realiza a través de los genes.
Curiosamente, incluso los más fieros combatientes de la guerra de los cien años sabían eso. Todas las citas siguientes corresponden a combatientes de esas lides. ¿Podrán saber de qué lado está cada uno?
Considero a los seres humanos como organismos dinámicos, creativos, para quienes la oportunidad de aprender y de experimentar entornos nuevos amplifica el efecto que tiene el genotipo sobre el fenotipo[2].
Cada persona está moldeada por una interacción de su entorno, sobre todo de su entorno cultural, con los genes que afectan a su comportamiento social[3].
¿De dónde ha salido el mito de la inevitabilidad de los efectos genéticos[4]?
Si a mis genes no les gusta, se pueden ir a la porra[5]
Hasta el punto de que se puede decir de cualquier aspecto de la vida que está en los «genes», nuestros genes nos dan la capacidad tanto para la especificidad —un salvavidas relativamente impermeable al efecto protector que tienen el desarrollo y el ambiente— como para la plasticidad —la habilidad de responder apropiadamente a las contingencias imprevisibles del ambiente[6].
Si estamos programados para ser lo que somos, entonces esos rasgos son inevitables. Podemos, como mucho, canalizarlos, pero no podemos cambiarlos ni con la voluntad, ni con la educación ni con la cultura[7].
Los genes de un organismo, hasta el punto que influyen en lo que hace el organismo, en su conducta, en su fisiología y en su morfología, están a la vez ayudando a construir su ambiente[8].
Soy un reduccionista y un genetista. La memoria, en cierto sentido, es la suma de todos los genes de la memoria[9].
Las citas son respectivamente de: Thomas Bouchard, Edward Wilson, Richard Dawkins, Steven Pinker, Steven Rose, Stephen Jay Gould, Richard Lewontin y Tim Tully. Los cuatro primeros serían considerados por los cuatro segundos como deterministas genéticos extremistas. La verdad es que cada uno de estos polemistas cree aproximadamente lo mismo: que la naturaleza humana es la consecuencia de una interacción de la herencia con el ambiente y que sólo su oponente tiene un punto de vista desmedido. Pero su oponente es un hombre de paja. En la historia del debate herencia–ambiente, los grandes descubrimientos, los momentos de comprobaciones asombrosas, son imposibles de clasificar como victorias de alguna de las partes. Los experimentos que he encomiado en este libro —las crías de oca de Lorenz, los monos de Harlow, las serpientes de juguete de Mineka, los ratones de campo de Insel, las moscas de Zipursky, los gusanos de Rankin, los renacuajos de Holt, los hermanos de Blanchard, y los niños de Moffitt— en todos y cada uno de los casos proporcionan pruebas de que los genes funcionan en reacción a la experiencia.
La cría de oca de Lorenz está programada genéticamente para generar una impronta a partir de cualquier cosa que el ambiente le proporcione como modelo parental. El mono de Harlow tiene una inclinación genética a preferir ciertos tipos de madres pero no se puede desarrollar adecuadamente sin el amor maternal. La serpiente de Mineka induce una fobia instintiva, pero sólo si va apareada a una reacción de miedo de un modelo. El ratón de campo de Insel está programado para enamorarse, pero sólo en respuesta a ciertas experiencias. Los ojos de la mosca de Zipursky están equipados con unos genes que encuentran su camino al cerebro, respondiendo a las circunstancias ambientales que encuentran en el camino. Los gusanos de Rankin alteran la expresión de sus genes en respuesta a la experiencia. El renacuajo de Holt tiene unos conos en las puntas de sus neuronas que expresan unos genes que responden al mundo que tiene alrededor. El útero de Blanchard que sirve de seno materno para varios hijos, hace que sea más probable, a través de los genes, que el hijo siguiente sea homosexual. El niño maltratado de Moffitt aprende a exhibir una conducta antisocial, pero sólo si cuenta con una versión determinada de un gen. Esos son realmente los experimentos que muestran que los genes son el epítome de la sensibilidad, el medio del que se sirven las criaturas para ser flexibles, los sirvientes de la experiencia. La herencia frente al ambiente ha muerto. Larga vida a la herencia a través del ambiente.