CÁPITULO 9
LOS SIETE SIGNIFICADOS DE LA PALABRA «GEN»
Un investigador no es más que la manera que tiene una biblioteca de crear otra biblioteca.
DANIEL DENNETT[1]
Fastidia bastante que un competidor te eclipse cuando estás a punto de conseguir una fama eterna, pero sería aún peor que ese competidor estuviese muerto desde hacía más de una década y que además toda su vida se la hubiese pasado en la oscuridad de un monasterio. No me extraña que Hugo De Vries me mire enfadado desde la fotografía que tengo de él. En 1900 publicó una teoría decisiva por la que pensó que merecía el tipo de aclamación que había tenido John Dalton y que estaba a punto de conseguir Max Planck. Dalton había sugerido que la materia está compuesta de átomos y Planck que la luz llega como una masa, y fue entonces cuando De Vries presentó otra teoría cuántica, que la herencia se transmite en forma de partículas: «Los caracteres específicos de los organismos están compuestos por unidades separadas»[2]. Lo había deducido gracias a una serie de experimentos brillantes en los que mezcló distintas variedades de plantas, e incluso dio en el clavo respecto a una verdad que tardaría un siglo en ser demostrada. Especuló que las partículas de la herencia, a las que llamó «pangenes», no respetaban las fronteras entre especies, de modo que el pangen responsable de las vellosidades de una planta sería el mismo también para otra especie vellosa de flor.
En otras palabras, seguro que De Vries merecía haber reconocimiento como el padre del gen. Pero poco después de publicar su importante artículo en la revista francesa Comtes Rendus de l’Académie des Sciences, le fue a picar una abeja alemana: Karl Correns. Correns era un hombre tranquilo, pero el artículo de De Vries le había irritado profundamente. Previamente, De Vries le había pisado un resultado científico y se había propuesto vengarse. Correns señaló con acritud que aunque De Vries había realizado sus propios experimentos, la conclusión a la que había llegado —la herencia en forma de partículas— la había tomado prestada, no sólo a grandes rasgos sino en los detalles, incluso en los términos que De Vries utilizó: por ejemplo, recesivo y dominante, del trabajo de Gregor Mendel, un monje moravo que hacía tiempo que estaba muerto.
Al verse descubierto, De Vries aceptó a regañadientes darle la prioridad a Mendel en una nota a pie de página en la versión alemana de su artículo, y fastidiado se resignó a quedarse con el papel de redescubridor de las leyes de la herencia. Todavía peor, tuvo que compartir su escaso crédito con otros dos hombres: no sólo con Correns, sino también con un joven intruso llamado Erich von Tschermark, que sólo supo hacer dos cosas en la vida, persuadir al mundo con pruebas poco convincentes de que él también había redescubierto las leyes de Mendel y, mucho más tarde, dedicar su escaso talento al servicio del nazismo. Para De Vries, que tenía una muy alta opinión de sí mismo, fue un trago muy amargo y hasta el final de sus días contempló el endiosamiento de Mendel con acritud. «Esta moda tiene que pasar» declaró, rechazando una invitación al acto de inauguración de una estatua del monje. El problema era que poca gente apoyaba a De Vries. Quisquilloso, estirado, irritable y tan misógino que se rumoreaba que escupía en las placas de cultivo de sus ayudantes femeninas, De Vries se vio condenado incluso a ver su terminología eclipsada por la de otros. En 1909 el pangen se había convertido en «gen», una palabra acuñada por Wilhelm Johannsen, un catedrático danés[3].
¿Fue De Vries un plagiador? Seguramente descubrió las leyes de Mendel a través de sus propios experimentos antes de redescubrir el trabajo de Mendel en la biblioteca: su repentino cambio de terminología a finales de la década de 1890 apoya esa impresión. En ese sentido hizo un gran descubrimiento. Probablemente, además pensó que podría seguir adelante tan tranquilo sin citar a Mendel. Después de todo, ¿cuánta gente habría leído los volúmenes de la revista Procedimientos de la Sociedad de Historia Natural de Brno de hacía cuarenta años? Visto así, De Vries fue un fraude. Pero no sorprende que un científico entierre a sus antecesores, de una manera más o menos consciente, restando importancia a las ideas de sus predecesores por miedo a que desmerezcan su propio descubrimiento. Incluso Darwin fue experto, a su humilde manera, en pasar por encima de las contribuciones que otros hicieron a sus ideas, y entre ellas las de su propio abuelo. Resulta irónico que quizá el propio Mendel tomase prestada de otra persona parte de su idea principal. No mencionó el artículo de 1799 del horticultor inglés Thomas Knight en el que describió de que manera tan sencilla una simple polinización artificial de variedades diferentes de guisantes daba pistas sobre el mecanismo de la herencia, incluso hasta el punto de que los caracteres podían reaparecer en la segunda generación. El artículo de Knight, traducido al alemán, estaba en la biblioteca de la Universidad de Brno[4].
De modo que sin quitarle mérito a Mendel, el irremplazable genio del gen, concedámosle también a De Vries su momento de gloria. Dejemos que su concepto de los pangenes, las unidades intercambiables de la herencia, sean por un momento únicas y exclusivas. De la misma manera que los distintos elementos están hechos a partir de distintas combinaciones de las mismas partículas —neutrones, protones y electrones— el mundo sabe ahora algo que no sabía hace veinte años, que las diferentes especies, al menos en parte, están hechas a partir de diferentes combinaciones de genes muy similares.
UN GEN LLAMADO CON DIFERENTES NOMBRES
Durante el siglo XX los genetistas utilizaron por lo menos cinco definiciones superpuestas de genes. La primera fue la de Mendel: el gen es la unidad de la herencia, un archivo en el que se guarda la información evolutiva. El descubrimiento de la estructura del ADN en 1953 transformó la metáfora de Mendel en algo real, al sugerir cómo los genes podían hacer genes. James Watson y Francis Crick anunciaron en Nature con exagerada modestia: «No se nos escapa que el apareamiento específico que hemos postulado sugiere de forma inmediata un posible mecanismo de copia para el material genético»[5]. Sólo con seguir la norma de los pares de bases según la cual A se tiene que aparear con T (y no con C, G, o A), y C se tiene que aparear con G (y no con C, T, o A), en dos ciclos, cada molécula de ADN produce automáticamente una copia digital exacta de su secuencia exclusiva. Necesita una máquina para realizar la copia, que se llama la ADN polimerasa; como el sistema es digital, no pierde precisión, pero como el sistema puede cometer errores permite cambios evolutivos. El gen mendeliano es un auténtico archivo.
Una segunda definición de gen, revisada recientemente, es la que dio De Vries cuando dijo que era partículas intercambiables. Lo más sorprendente que emergió de la lectura del genoma en la década de 1990 es que el ser humano tiene muchos más genes en común con las moscas y los gusanos de los que nadie podía imaginar. Resulta que los genes en los que se basa la estructura del cuerpo de la mosca drosophila tienen sus correspondientes exactos en el ratón y en los humanos, todos heredados de un antepasado común, un platelminto redondeado que vivió hace 600 millones de años. Son tan similares esos genes que, para el desarrollo de una drosophila, la versión humana de uno de ellos puede sustituir a su correspondiente en el genoma de la mosca. Incluso más sorprendente fue el descubrimiento de que los genes que las moscas usan para el aprendizaje y la memoria también se encuentran en los humanos; y presumiblemente también son heredados de aquellos platelmintos redondeados. No es mucho exagerar si decimos que los genes de los animales y las plantas son un poco como los átomos: unas partículas prototipo que utilizadas en diferentes combinaciones producen diferentes compuestos. El gen de De Vries es una partícula intercambiable.
La tercera definición de gen empieza a conocerse en el año 1902 gracias a un contemporáneo de De Vries, el médico inglés Archibald Garrod, que con mucho ingenio identificó la primera enfermedad cuyo responsable es un único gen, un oscuro trastorno denominado alcaptonuria. De él procede la muy común definición de gen a partir de la enfermedad que provocan cuando se alteran. La definición un gen, una enfermedad (One Gene One Disease, OGOD). Esta definición puede llamar a engaño en dos sentidos: no tiene en cuenta que la mutación de un gen puede estar asociada con muchas enfermedades y que en una enfermedad puede haber muchos genes mutados. Además implica que la función del gen es prevenir la enfermedad, que es como decir que la función del corazón es prevenir los infartos. Teniendo en cuenta que parte de la investigación genética se realiza por cuestiones médicas, es casi inevitable que aparezcan las definiciones OGOD. El gen garrodiano previene la enfermedad, es un proveedor de salud.
La cuarta definición de gen se refiere a su función real. Desde los primeros momentos, los pioneros del ADN observaron que los genes tenían dos funciones: copiarse y expresarse a sí mismos gracias a la producción de proteínas. Garrod sugirió que los genes fabricaban enzimas que son los catalizadores químicos. Linus Pauling amplió el contenido: los genes producían proteínas de todo tipo. Y cuatro meses antes del descubrimiento de la doble hélice, James Watson sugirió que el ADN produce el ARN, que a su vez fabrica las proteínas, un concepto al que Francis Crick denominó con elegancia «el dogma central» de la biología molecular. La información fluye del gen hacia fuera pero no al contrario, del mismo modo que la información fluye del cocinero hacia el pastel y no al revés. Aunque muchos detalles —como la maduración alternativa, el ADN basura, los factores de transcripción y, más recientemente, toda una plétora de nuevos genes que producen ARN pero no proteínas, muchos de los cuales parece que están involucrados en la regulación de la expresión de los genes que codifican proteínas— han complicado la fotografía prototipo del gen metabólico, el dogma sigue siendo válido. Con muy pocas excepciones, la proteína es la que realiza una función, el ADN guarda la información y el ARN es el vínculo entre los dos, como Watson sospechó. O sea que el gen de Watson–Crick es una receta.
La quinta definición de gen, que se le puede adjudicar a dos franceses, Françoís Jacob y Jacques Monod, es que el gen es un interruptor y por tanto una unidad del desarrollo. Lo que Jacob y Monod hicieron en la década de 1950 fue descubrir cómo una bacteria en una solución de lactosa empieza a producir de repente una enzima que permite digerir la lactosa, y que detiene la producción de la enzima cuando hay suficiente. El gen es desactivado por una proteína represora y ese represor es inhabilitado por la lactosa. Jacob y Monod habían sospechado que algo así debía pasar, ofreciendo entonces la sorprendente posibilidad de que los genes eran activados y desactivados mediante proteínas que se acoplan a secuencias especiales cercanas a esos genes, es decir, que los genes incluyen interruptores de ADN. Ahora se denominan promotores y ampliadores y esos interruptores son la clave del desarrollo de un cuerpo a partir de un embrión. Muchos genes necesitan varios activadores para acoplarse a sus promotores; los activadores pueden funcionar en combinaciones diferentes; y algunos genes pueden ser activados mediante diferentes grupos de activadores. El resultado es que el mismo gen lo pueden utilizar distintas especies o se puede utilizar en distintas partes del cuerpo para conseguir efectos totalmente diferentes, dependiendo de qué otros genes están también activos. Por ejemplo, hay un gen al que se denomina «erizo sónico», que en un contexto convierte a las células vecinas en neuronas y en otro induce a las células vecinas a empezar a crecer para convertirse en brazos o piernas. Esta es una de las razones por la que resulta arriesgado hablar de «el gen para» algo; muchos genes tienen múltiples funciones.
De pronto nos encontramos con una manera distinta de ver los genes: como un grupo de interruptores para el desarrollo. Todos los tejidos tienen un juego completo de genes, pero se activan en combinaciones distintas en los diferentes tejidos. Hay que olvidar la secuencia del gen, lo que cuenta es dónde y cuándo se expresa ese gen. Así es como muchos biólogos ven los genes ahora. La construcción de un cuerpo humano significa accionar una serie de interruptores en el orden correcto, unos interruptores que son responsables del crecimiento y desarrollo del cuerpo. Y para hacerlo más interesante las máquinas que accionan los interruptores —los factores de transcripción— son a su vez otros genes. El gen de Jacob–Monod es un interruptor[6].
GENES CON PERSONALIDAD
A pesar de todo y para ser sinceros, ha habido legiones de científicos que han utilizado sin problemas la palabra gen desde que fue acuñada en 1909, sin realmente tener en cuenta ninguno de los cinco conceptos. Para ellos, el gen era una víctima de la selección más que la unidad de la herencia, de la evolución, de la enfermedad, del desarrollo o del metabolismo. Ronald Fisher fue el primero en aclarar que la evolución era poco más que la supervivencia diferencial de los genes. George Williams y William Hamilton, junto con sus agresivos discípulos Richard Dawkins y Edward Wilson, acabaron de explicar todas las sorprendentes implicaciones que tenía ese concepto. Los cuerpos, dijo Dawkins, son vehículos temporales construidos para la replicación de los genes, diseñados con exquisitez por los genes para crecer, comer, prosperar y morir, pero sobre todo para luchar por la reproducción. Los cuerpos eran la vía de la que los genes disponían para hacer nuevos cuerpos. Esta visión del organismo desde el punto de vista del «ojo del gen» supuso un repentino cambio filosófico.
Por ejemplo, explicó inmediatamente algo que Aristóteles, Descartes, Rousseau y Hume no habían pensado que necesitase una explicación: por qué la gente es tan buena con sus hijos (o, en el caso de Rousseau, por qué no). En general, la gente es más buena con sus propios hijos que con los de los otros, o incluso consigo mismos. Uno o dos antropólogos del siglo XX habían explicado esto de una manera totalmente egoísta —uno es bueno con tus hijos confiando en que ellos sean buenos con uno en la vejez— y, a partir de Williams y Hamilton, llegaba una explicación genuina que no separaba el altruismo de la paternidad. Eres bueno con tus hijos porque desciendes de unas personas que fueron buenas con sus hijos y que capacitaron a sus hijos para sobrevivir y reproducirse. Eso lo consiguieron gracias a que sus cromosomas tenían genes que construyeron sus cuerpos de una manera que, si había un cierto entorno, reproducirían una forma fiable de comportamiento adulto, dirigido a la reproducción y a la atención de la familia. La bondad como objetivo se podía encontrar en los genes.
Esta es una definición de un gen que no es ni la unidad de la herencia, ni la unidad metabólica, ni la unidad de desarrollo. Es la unidad de selección. Poco importa para este objetivo de lo que esté hecho este «gen». Podría ser una pareja de genes reales o un montón de ellos. Podría ser una serie de genes que actúan secuencialmente. Podría ser una red de genes regulados por una plétora de ARN. Lo que importa es que es fiable para producir un efecto determinado. ¿Cómo lo hace? ¿Cómo puede haber en el lenguaje del ADN un gen que diga «¡cuida a tus hijos!»? Y si existe un gen así, ¿cómo puede entonces cuidar de sí mismo? El concepto en su totalidad —más conocido por el término de Richard Dawkins «el gen egoísta»— a mucha gente le parece casi algo mágico. Estaban tan acostumbrados a pensar en términos teleológicos que no podían imaginarse un gen comportándose de manera egoísta a menos que tuviese el objetivo del egoísmo en mente. Los genes, declaró un crítico, son sencillamente recetas de proteínas; «no pueden ser egoístas o dejar de serlo, como los átomos no pueden ser celosos, ni los elefantes abstractos o las galletas teleológicas»[7]. Pero eso es no haber entendido lo que Dawkins quiso decir. Para los sociobiólogos, como se les dio en llamar, la cuestión era que la selección natural podía hacer que los genes se comportasen exactamente como si estuviesen guiados por objetivos egoístas: era sólo una analogía, pero una analogía extraordinariamente útil. Las personas cuyos genes, aunque de manera indirecta, les hicieran ser buenos con sus hijos dejarían más descendientes que las personas cuyos genes no les hicieran ser así.
No es fácil crear un vínculo entre el gen de Watson–Crick con el de Dawkins en casos verdaderos. Un ejemplo, el gen que está en el extremo superior del cromosoma Y y que se llama SRY. Es un gen pequeño, tiene sólo 612 letras y un solo exón (párrafo) de texto, lo más sencillo que se puede encontrar cuando hablamos de genes. Como unidad mendeliana de la herencia, replica su texto de 612 letras. Como unidad metabólica de Watson–Crick, se traduce en una proteína de 204 aminoácidos llamada el factor determinante de los testículos. Como unidad de desarrollo de Jacob–Monod se activa en alguna zona del cerebro y sólo en otro tejido más —los testículos— durante unas pocas horas, generalmente once días después de la concepción (en ratones). Como pangen intercambiable de De Vries, se encuentra en casi la misma forma en los seres humanos que en los ratones y en todos los mamíferos, donde realiza una función similar, la masculinización del cuerpo. Como unidad garrodiana de la enfermedad, está asociada con varias formas anormales de sexualidad, sobre todo los casos de personas con un cuerpo normal de mujer que tienen un cromosoma Y, pero que les falta una versión funcional de ese gen, o los casos de ratones con cuerpos de macho pero sin cromosoma Y, pero con una versión funcional de ese gen insertado en ellos por biólogos enrevesados. Hablando en términos generales, lo único que un embrión de mamífero necesita para convertirse en un macho es tener un único gen SRY y para convertirse en hembra sólo necesita no tener una versión funcional de ese mismo gen.
Para aquellos lectores a los que les gusta saber cómo funciona el motor de su coche, les diré que el SRY probablemente masculiniza el cuerpo mediante una acción muy simple: activando otro gen llamado SOX9. Eso es todo lo que hace. Alguna vez puede ocurrir que seres humanos genéticamente masculinos, nazcan con uno de los dos genes SOX9 no funcional, la mayoría de ellos se desarrollan como mujeres y padecen un trastorno esquelético conocido como displasia campomélica. El SRY parece que es el capitán de un barco que antes de retirarse a su camarote le ordena al SOX9 traer la nave a puerto. El SOX9 realiza todo el trabajo, activando y desactivando todo tipo de genes, no sólo en los testículos sino también en el cerebro; genes como Lhx9, Wtl, SfI, DaxI, Gata4, DmrtI, Amh, Wnt4, y Dhh[8]. Esos genes a su vez activan y desactivan la producción de hormonas, que alteran el desarrollo del cuerpo y a su vez afectan la expresión de otros genes. Muchos demuestran ser sensibles a las experiencias externas, reaccionan a la dieta, a la situación social, al aprendizaje y a la cultura para reflejar el desarrollo masculino del individuo. Pero lo que está claro es que con la educación típica de la clase media, todos los detalles de la masculinidad tal y como se expresan en el entorno actual —desde los testículos hasta la calvicie pasando por una tendencia a sentarse en el sofá a beber cerveza y a zapear de un canal a otro de la televisión— provienen de ese único gen, el SRY. Seguro que no es absurdo llamarle el gen «para» la masculinidad.
Hemos visto al SRY como archivo, receta, interruptor, partícula intercambiable, o proveedor de salud para la masculinidad, según la definición de gen que queramos usar de las cinco aparecidas en el siglo XX. Y así de fácil se puede ver también como unidad de selección, o como gen egoísta de Dawkins. Les explico de qué manera. Uno de los efectos que produce y que es inseparable de la masculinidad, es que la probabilidad de poner al cuerpo en situaciones de riesgo, de actuar violentamente y de morir joven será mucho más elevada. Cuando, al avanzar la adolescencia, la testosterona de la masculinidad empieza a surtir efecto, la mortalidad prematura de los varones aumenta inexorablemente gracias a cuatro factores: homicidios, suicidios, accidentes y enfermedades cardiacas. Esto es cierto incluso en las sociedades occidentales; la diferencia entre la mortalidad masculina y la femenina sigue aumentando. De todas las causas de muerte más importantes, sólo la enfermedad de Alzheimer mata a más mujeres que a hombres. Y esto no es una aberración de la vida moderna. En algunas tribus amazónicas más de la mitad de los hombres mueren asesinados. El promedio de muertes violentas entre los hombres era más elevado en las sociedades de cazadores–recolectores que en la Alemania del siglo XX devastada por la guerra[9].
Esos riesgos forman parte del hecho de ser un hombre. El riesgo es en esencia masculino, aunque puede atemperarse gracias a la cultura, pueden existir variaciones individuales y puede ser enmudecido por la tecnología. La selección natural de Darwin —la supervivencia del más apto, ya pasada de moda— tiene que esforzarse para explicar esto. Un gen cuya consecuencia es una mortalidad más elevada, debería ir encaminado hacia una rápida extinción. La razón por la que no lo hace no es demasiado obvia. Los cobardicas que tienen aversión al riesgo podrán vivir más pero no tendrán más hijos. La mejor forma de reproducción siendo un varón, es arriesgarse poco, quitarse a codazos a los varones que aparezcan en el camino, e impresionar a unas cuantas féminas. Si tienes suerte y has nacido en la California de la clase media, puedes hacer todo eso sin demasiadas posibilidades de morir; puedes dejar un reguero de egos magullados y de guardabarros machacados, pero seguramente sobrevivirás. Si tienes menos suerte y eres hijo de un guerrero yanomano, entonces lo mejor que puedes hacer para conseguir la inmortalidad genética es matar y que no te maten. En esa sociedad los hombres que han matado a otros hombres tienen un número mayor de parejas sexuales que la media[10]. En cualquier caso, no cabe duda de que ser varón es malo para la supervivencia y que suspenderá el test de la selección natural. Para resolver ese dilema hay que observar al gen SRY, que a través de sus efectos para masculinizar el cuerpo y el cerebro cuida de su propia reproducción en las generaciones futuras, a costa de la supervivencia de su propio cuerpo.
Esa es la selección sexual, la otra teoría de Darwin que ha estado mucho más descuidada y que preconiza no la supervivencia del más fuerte sino la reproducción del más fuerte. Darwin la consideró tan importante como la selección natural, quizá más en el caso de los seres humanos, pero la selección sexual estuvo en un exilio científico la mayor parte del siglo XX. En su forma actual, refinada por gente como Amotz Zahavi y Geoffrey Miller, la teoría de la selección sexual sugiere que el amor al riesgo de muchos animales machos es el resultado de una táctica inconsciente de los genes de la hembra para poner a prueba los genes del macho, y así asegurarse de que selecciona los mejores genes para su descendencia (en algunas especies es al contrario). Incluso si se limita a observar pasivamente al macho que lucha por ella, como hacen las focas y las gorilas, al aparearse con el ganador automáticamente está seleccionando los genes más fuertes para las generaciones futuras. Una selección sexual así puede engendrar cualquier tipo de macho, desde un matón vicioso hasta un dandi pedante, pasando por alguien afable que se ocupa de los demás, y eso tendrá un efecto sobre la hembra cuando el macho ejerce como tal. En especies socialmente monógamas, como son por ejemplo unas aves marinas llamadas frailecillos y los loros, cada uno de los sexos posee colores brillantes para impresionar al otro. En la especie humana, comparada con otros simios, está claro que existe un cierto grado de selección masculina que busca juventud, salud, belleza y fidelidad en las hembras, y un cierto grado de selección femenina que busca signos de superioridad, salud, fuerza y fidelidad en los varones.
La hembra del pavo real que escoge al macho que tiene las plumas más grandes y más ornamentales está confirmando de manera inconsciente que el hecho de tener unas plumas vistosas es la confirmación de la calidad de los genes del macho. Cuantas más hembras muestren esa preferencia, más machos heredarán la capacidad de tener las plumas más largas posibles. Por decirlo en términos corporativos, los genes de los pavos reales no se pueden conformar con producir un cuerpo de buena calidad: tienen que saberlo vender. Igual que una empresa de pasta de dientes que tiene que invertir mucho en publicidad: eso son las plumas. Igual que parecen los presupuestos de publicidad, las plumas de la cola parecen un lujo muy caro, pero son vitales. Ese tipo de adornos y rituales son, como los eslóganes publicitarios, señales que pueden ser insinceras (¿de verdad la pasta de dientes puede mejorar la confianza en sí mismo?) pero en el proceso la hembra identifica sinceramente la calidad genética que ofrece el mercado del apareamiento.
Miller dice que no es casualidad que muchos de los talentos humanos —desde narrar historias hasta el arte, desde grabar discos de jazz a tener agilidad para el deporte, desde la generosidad al asesinato— tienden a ser exhibidos con mayor vigor por el varón joven que está en la edad de la selección para el apareamiento. Miller señala que los seres humanos dedican enormes cantidades de tiempo a las prácticas culturales que sólo raras veces pueden mejorar su supervivencia: arte, danza, narración, humor, música, mitos, rituales, religión, ideología. Pero todo eso tiene sentido desde el punto de vista del éxito reproductivo, de una supervivencia genética más que individual[11].
¿Los genes como unidades de instinto? El concepto ha llegado muy lejos desde las partículas hereditarias de Mendel. La confusión entre los diferentes conceptos de gen ha perturbado el debate herencia–ambiente. En el gen SRY no hay escrito nada parecido a «se ofrece macho de calidad para las hembras» igual que en el manual de instrucciones de un Ferrari no está escrito «se ofrece macho con dinero», pero aunque no esté escrito en ninguno de los dos casos, la interpretación podría ser válida. Los Ferrari pueden ser piezas magníficas de ingeniería y a la vez pueden ser adornos sexuales, y lo mismo es cierto para los genes.
ENTRA EN ESCENA LA POLÍTICA
El concepto abstracto del gen como unidad de instinto de Dawkins, se pudo de moda gracias al inmenso libro de Edward O. Wilson sobre el comportamiento social animal titulado Sociobiología. Wilson era experto de Harvard en ecología de las hormigas, y como todos los entomólogos enseguida se quedó impresionado con la complejidad del instinto. Sin ninguna oportunidad para el aprendizaje, los insectos se comportan con sofisticación y sutileza exclusivas de cada especie. El aspecto más sorprendente del comportamiento de las hormigas es la manera en la que delegan la reproducción en la reina. La mayor parte de las hormigas, como trabajadoras, nunca se reproducen. Este hecho desconcertó a Darwin y también a Wilson, ya que parece una excepción a la regla de que los animales se esfuerzan por reproducirse. En 1965, Wilson se subió un día en un tren que iba de Boston a Miami, porque le había prometido a su mujer que no volaría mientras su hija fuese pequeña. Atrapado en el tren durante 18 horas, se tropezó con un artículo científico de un oscuro joven zoólogo británico llamado William Hamilton. Hamilton decía que la razón por la que tantas hormigas, avispas y abejas eran sociales se debía a una peculiaridad de su genética «haplodiploide», que hacía que las trabajadoras tuviesen una relación más cercana con sus hermanas que con sus hijas. De modo que en términos del gen egoísta, les compensaba criar la descendencia de la reina más que la suya propia. El objetivo de Hamilton era más amplio que sólo explicar las hormigas, lo que quería es atraer la atención hacia cómo un cálculo genético tan preciso explica la cooperación entre parientes, que el grado de cooperación instintiva está claramente relacionado con el grado de parentesco. En otras palabras, que las personas son buenas con sus hijos de forma instintiva gracias a los genes, que son los que hacen que sean buenos, y los genes les hacen buenos porque los genes que hacen eso sobreviven —a través de los hijos—, a expensas de otros genes que no sobreviven.
En un primer momento, Wilson pensó que el artículo era ingenuo y estúpido y lo dejó de lado después de leerlo superficialmente, pero no terminaba de encontrarle un defecto concreto. Para cuando el tren estaba pasando por Nueva Jersey, se puso a releer el artículo más despacio. En Virginia estaba indignado y fastidiado con la hipótesis de Hamilton. En el norte de Florida empezó a abrir los ojos. Y para cuando llegó a Miami Wilson se había convertido[12].
La teoría de Hamilton —basada en las ideas de un norteamericano retraído, George Williams— llegó a las vidas de muchos zoólogos como un mapa cae en los brazos de un explorador perdido. De repente, se encontraban con un criterio con el que podían juzgar la explicación de un comportamiento animal: ¿favorecía la propagación de los genes de su dueño? Richard Dawkins exploró y amplió las implicaciones de esa idea en su precioso libro El gen egoísta, pero al contrario que Wilson, se limitó a los animales. Dawkins consideraba que los seres humanos eran grandes excepciones a la regla, porque sus cerebros conscientes les permitían ningunear los dictados de sus genes egoístas.
Wilson no tenía ese tipo de remordimientos de conciencia. En el último capítulo de Sociobiología empezó a especular sobre cómo los comportamientos humanos podrían ser también un producto de genes manipuladores. ¿Era la homosexualidad una forma de nepotismo genéticamente inducida para permitir que los «tíos» sin hijos pudieran participar en una forma de reproducción en colaboración? ¿Necesita la ética una comprensión evolutiva? ¿Podrían «las ciencias sociales reducirse a ser ramas especializadas de la biología»[13]? Wilson especuló «con el espíritu libre de la historia natural», pero a veces patinó con el lenguaje evangélico que usaban los predicadores baptistas que había escuchado en Alabama en su juventud. Hasta tal punto que tenía un objetivo oculto, parecía estar más motivado para retorcer el pescuezo a la religión que para luchar por la herencia sobre el ambiente[14]. Creyó que su interpretación acerca de cómo los genes podían colaborar con el ambiente para producir patrones sociales humanos, era blanda y plural. Aparte de unos pocos comentarios casi marxistas sobre la inevitabilidad de que en el siglo siguiente hubiera una sociedad planificada, nunca tuvo la intención de decir nada abiertamente político. La que le cayó encima en noviembre de 1975 le cogió completamente por sorpresa.
Todo empezó con una carta al New York Review of Books firmada por un comité que se autodenominaba Grupo de Estudio de Sociobiología. Entre los 16 firmantes estaban dos colegas de Wilson en Harvard y (él creía que) amigos: Stephen Jay Gould y Richard Lewontin. La carta acusaba a Wilson de dar una nueva versión de un viejo ardid:
[…] una justificación genética del status quo y de unos privilegios que tienen ciertos grupos según su clase social, raza, sexo. […] Este tipo de teorías proporcionan una base importante para justificar las leyes de esterilización y las leyes restrictivas de inmigración de Estados Unidos promulgadas entre 1910 y 1930, y también para las políticas eugenésicas que terminaron en la creación de las cámaras de gas en la Alemania nazi[15].
La controversia fue en aumento, apareció al año siguiente en la portada de la revista Time, y no tardó en caer en las bien conocidas sendas del debate herencia–ambiente, parece ser que enfrentando a los despiadados y progresistas defensores del ambiente con los conservadores pero desventurados defensores de la herencia. Las clases de Wilson fueron boicoteadas. Se repartían panfletos a los estudiantes en Harvard Square en los que se le acusaba de postular que había «genes para todos los aspectos de la vida social, incluyendo la guerra, el éxito en los negocios, la supremacía masculina y el racismo»[16]. Lewontin le acusó de reflejar «las ideologías de las revoluciones burguesas del siglo XVIII»[17]. «Burgués» era un insulto habitual entre los marxistas. En 1979, en un simposio en Washington, mientras estaba esperando su turno para responder a Gould, un grupo de activistas alborotadores le tiró un vaso de agua helada.
Al otro lado del Atlántico la contienda no era menos destemplada. Richard Dawkins, a pesar de haber ninguneado ampliamente a los seres humanos en El gen egoísta, excepto para decir que la consciencia liberaba a las personas de la tiranía de los genes, vio cómo le acusaban de prestar apoyo intelectual a los políticos de extrema derecha. Mientras tanto, los intentos de Wilson para explicarse con más detalle, en dos libros posteriores, convenció a algunos pero no consiguió satisfacer a sus críticos, que para entonces se habían polarizado en dos extremos. Había topado con el mismo orgullo herido con el que se toparon Copérnico y Darwin: a los seres humanos no les gusta que les priven de ser el centro del universo. Ver cómo la supremacía del comportamiento humano era derrocada hasta ser descrita en los mismos términos que el comportamiento de las hormigas fue un insulto al orgullo de la especie, tanto como degradar a la Tierra a la categoría de planeta. Quizá, también, hubiera sido algo menos vitriólico si Wilson hubiera hablado de una constelación de predisposiciones innatas en lugar de hablar de «genes». De manera intuitiva, el concepto de que una única secuencia de ADN tuviera la capacidad de determinar una actitud social humana, además de humillante parecía equivocada.
Muchos biólogos que estaban de acuerdo con el concepto de gen egoísta no salieron en ayuda de Wilson, lo que provocó una acritud que se ha mantenido hasta hoy. Algunos pensaron que las especulaciones humanas de Wilson eran ingenuas, prematuras y que buscaban problemas. A otros les molestó el imperialismo de Wilson: la bravata de que las ciencias sociales enseguida controlarían a la biología parecía cuando menos falta de sensibilidad. Otros, sencillamente, querían vivir tranquilos: defender a un supuesto racista era como ponerse uno mismo la etiqueta. En efecto, a la mayoría de los biólogos les llegó como caída del cielo esa división profunda entre animales genéticamente condicionados y seres humanos culturalmente condicionados, porque les liberaba para:
Seguir investigando en paz, sin tener que preocuparse de que accidentalmente pudiesen tropezarse o enredarse en cuestiones políticas o sociales muy polémicas. Les ofrece un salvoconducto a través del politizado campo de minas de la vida académica actual[18].
Los autores de esta frase, otros dos antiguos académicos de Harvard, John Tooby y Leda Cosmides, prescindiendo de esa seguridad intentaron reformar la sociobiología desde dentro en 1992. Manifestaron que la expresión del comportamiento del ser humano no necesitaba estar directamente relacionada con los genes, pero que los mecanismos psicológicos subyacentes sí que podían estarlo. De modo que, por poner un ejemplo sencillo, la búsqueda de «genes de la guerra» seguro que fracasaría, pero por el contrario, es igualmente estúpida la insistencia dogmática de que la guerra es sencillamente el producto de la cultura escrita en la tabla rasa de las mentes impresionables. Puede que haya mecanismos psicológicos en la mente, colocados allí por la selección natural y que actúan desde el pasado a través de grupos de genes, que pueden predisponer a la mayoría de la gente a reaccionar frente a ciertas circunstancias con actitudes belicosas. Tooby y Cosmides denominaron a esto psicología evolutiva. Fue un intento de fusionar lo mejor del innatismo de Chomsky —la idea de que la mente no puede aprender a menos que tenga los rudimentos del conocimiento innato— con lo mejor del seleccionismo de la sociobiología: la idea de que el camino para entender una parte de la mente es entender para qué la ha diseñado la selección natural.
Según Tooby y Cosmides lo que evoluciona es el programa completo del desarrollo, el programa para crear un ojo, un pie, un riñón o un órgano del lenguaje en el cerebro. Cada programa necesita la correcta integración de cientos de genes, o quizá de miles (muchos de ellos pangenes que son utilizados también por otros sistemas), y también necesita la presencia de unas señales ambientales esperadas. El resultado es una mezcla sutil de la herencia y el ambiente que prudentemente evita un enfrentamiento entre ambas:
Cada vez que un gen es seleccionado en lugar de otro, también se selecciona un programa de desarrollo en lugar de otro; dicho programa, en virtud de su estructura, interacciona con algunos aspectos ambientales en lugar de con otros, haciendo que de una manera causal determinadas características ambientales sean importantes en el desarrollo. […] Así, tanto los genes como los aspectos ambientales relevantes son una consecuencia de la selección natural[19].
Lo esencial es que el ambiente no es una variable independiente. El diseño de los procedimientos de desarrollo especifica cuáles serán los efectos ambientales que se usarán. La jalea real convierte en reina a una larva de abeja, pero no convierte en reina a un bebé humano. Para Tooby y Cosmides, los genes están diseñados para un entorno determinado y para sacarles el máximo partido.
A pesar de poner ese énfasis renovado en el ambiente, Tooby y Cosmides se vieron involucrados en el mismo tipo de problemas políticos que Wilson y Dawkins. Al establishment de las ciencias sociales, le gustó lo mismo que le habían gustado las ideas de Wilson en relación con sus intereses, y les describió como innatistas extremadamente reaccionarios. A mí me parece que esa es una interpretación radicalmente equivocada. En mi opinión, Tooby y Cosmides representan un retroceso respecto al innatismo ingenuo que se dirige hacia una integración con el ambientalismo. La disciplina que contribuyeron a descubrir —la psicología evolutiva— está cómoda tanto con las explicaciones de los defensores del ambiente como con las de los defensores de la herencia. Por ejemplo, en las manos de Martin Daly y Margo Wilson se ha usado para explicar patrones de homicidio e infanticidio. Daly y Wilson reconocen el papel de la selección sexual en el hecho de que los varones jóvenes sean los principales perpetradores de asesinatos, pero con la misma intensidad admiten el papel del ambiente en producir situaciones que provocan el asesinato[20]. Sarah Hrdy, una profesional de la psicología evolutiva, ha lanzado la hipótesis de que los seres humanos en la infancia están «diseñados» por su pasado para esperar ser criados comunalmente en lugar de en una familia nuclear. Es imposible situar estos estudios en «herencia» o «ambiente». Se corresponden con ambos. Como Hrdy ha dicho:
La herencia no puede ser separada del ambiente, pero hay algo en la imaginación humana que nos predispone a dicotomizar el mundo de ese modo. […] Comportamientos complejos como son los cuidados a los niños, sobre todo cuando van unidos a emociones todavía más complejas como es el «amor», ni son predeterminados por la genética ni están producidos por el ambiente[21].
Lo más importante que Tooby y Cosmides tienen que objetar a las ciencias sociales es su deseo de aislarse de otros niveles de explicación (¡hasta llegar a acusarles de reduccionistas!). Es famosa la declaración de Durkheim: «Cada vez que un fenómeno social se explica directamente gracias a un fenómeno psicológico, podemos estar seguros de que la explicación es falsa.[…] La causa determinante de un hecho social hay que buscarla entre los hechos sociales que le preceden y no entre los estados de consciencia individual»[22]. En otras palabras, rechazaba todo tipo de reduccionismo. Aun así otras ciencias han logrado con éxito integrar niveles «más bajos» de explicación sin perder nada. La psicología utiliza a la biología, que a su vez usa a la química, que utiliza a la física. Tooby y Cosmides querían reinventar la psicología de un modo que utilizase los genes, no como determinantes implacables de la naturaleza humana, sino como mecanismos sutiles diseñados por una selección ancestral para extraer la experiencia del mundo.
Para mí, la belleza del gen de Tooby y Cosmides es exactamente eso. Que integra las otras seis definiciones y añade una séptima. Es el gen de Dawkins con una actitud (porque depende de si aprueba el test de la supervivencia a través de las generaciones); es el archivo mendeliano (inscrito con la sabiduría derivada de millones de años de ajuste evolutivo); es la receta de Watson–Crick (consigue sus efectos gracias a la creación de proteínas a través del ARN); es el interruptor del desarrollo de Jacob–Monod (se expresa a sí mismo sólo en los tejidos especificados); es el proveedor de salud de Garrod (asegura un resultado saludable del desarrollo en el ambiente esperado); y es el pangen de De Vries (se reutiliza en muchos programas de desarrollo en la misma especie y en otras). Pero también es algo más. Es un mecanismo para extraer información a partir del ambiente.
El SRY, el gen masculinizante del cromosoma Y, puede parecer a primera vista que es un determinante genético del tipo que pone enfermos a los que se dedican a las ciencias sociales. He sugerido que pone en marcha la secuencia de eventos que (generalmente) lleva a los hombres a sentarse en los sofás a beber cerveza y a ver el fútbol mientras que las mujeres van de compras y cotillean. Pero si lo miramos de otro modo, es el sirviente definitivo del ambiente. Su función, objetivo y deseo en la vida —con la ayuda de cientos de genes posteriormente activados— es extraer determinada información a partir la educación y el ambiente que rodean al organismo al que pertenece. Extrae la comida que necesita para que crezca un cuerpo masculino, las señales sociales que necesita para desarrollar una psique masculina, las señales de género para desarrollar una preferencia sexual masculina, incluso la tecnología que necesita para expresar una personalidad masculina en el mundo actual (digamos, armas de juguete o mandos a distancia). Puede ser encaminado —en realidad no el SRY sino el programa de desarrollo que el SRY pone en marcha— y ajustado por cambios ambientales a lo largo de la vida. Si pudiéramos coger a un bebé de la Europa de la Edad Media y transportarlo a la California actual a través del tiempo, podríamos apostar que su mente se quedaría fascinada con las pistolas y los coches en lugar de con las espadas y los caballos. El Sr. Yno es más que un enaltecido extractor del ambiente.
Otra vez el mensaje del autor de este libro. Los genes por sí mismos son pequeños determinantes implacables, que producen sin parar mensajes totalmente predecibles. Pero están muy lejos de tener unas acciones invariables, debido al modo en que sus promotores los activan o los desactivan, en respuesta a instrucciones externas. En lugar de eso, son mecanismos para extraer información del ambiente. Cada minuto, cada segundo, cambia el patrón de los genes que se están expresando en su cerebro, con frecuencia como respuesta directa o indirecta a lo que está pasando fuera del cuerpo. Los genes son los mecanismos de la experiencia.