CÁPITULO 8
EL ROMPECABEZAS DE LA CULTURA
Como consecuencia de una constitución inalterable, algunos hombres son corpulentos, otros son timoratos, unos tienen confianza en sí mismos, otros son sencillos, dóciles o tercos, curiosos o descuidados, rápidos o lentos.
JOHN LOCKE[1].
El niño que viene al mundo hoy hereda un grupo de genes y aprende muchas lecciones gracias a la experiencia. Pero también adquiere algo más: las palabras, los pensamientos y las herramientas que hace tiempo inventaron otros. La razón por la que la especie humana domina el planeta y los gorilas están en peligro de extinción no reside en nuestro cinco por ciento especial de ADN, ni en nuestra capacidad para aprender asociaciones, ni en la de comportarnos con educación, sino en nuestra capacidad para acumular cultura y transmitir información a través de los mares y de generación en generación.
La palabra «cultura» significa por lo menos dos cosas distintas. Significa el arte en su máxima expresión, el criterio, el gusto: la ópera por ejemplo. También significa rituales, tradiciones y etnicidad: por ejemplo danzar alrededor de una hoguera con un hueso atravesado en la nariz. Pero esos dos sentidos convergen: estar sentado vestido de gala escuchando La Traviata es sencillamente la versión occidental de danzar alrededor de una hoguera con un hueso atravesado en la nariz. El primer sentido de la cultura llegó con la Ilustración Francesa. La culture significaba civilización, una medida cosmopolita del progreso. El segundo significado llegó con el Romanticismo alemán: die Kultur era la peculiar rama étnica del germanismo que la distinguía de otras culturas, la esencia original de lo teutónico. Mientras tanto, en Inglaterra, que salía del movimiento evangélico y de su reacción al darwinismo, la cultura empezó a significar lo contrario a la naturaleza humana, el elixir que elevaba al hombre por encima de los primates[2].
Franz Boas, aquel individuo de grandes bigotes en mi fotografía imaginaria, llevó a Estados Unidos el uso alemán del término y lo transformó en una disciplina: la antropología cultural. Su influencia en el debate herencia–ambiente en el siglo siguiente difícilmente puede exagerarse. Enfatizó la plasticidad de la cultura humana, dio a la naturaleza humana infinidad de posibilidades en lugar de confinarla. Fue él quien con más intensidad planteó la idea de que la cultura es lo que libera a la gente de su naturaleza.
La aparición en escena de Boas tuvo lugar en el litoral de Cumberland Sound, una bahía de la isla de Baffin, en el Ártico canadiense. Era el mes de enero de 1884 y Boas tenía 25 años. Estaba cartografiando la costa para intentar entender las migraciones y la ecología de los pueblos inuit. Hacía poco que había cambiado la física (su tesis trataba del color del agua) por la geografía y la antropología. Aquel invierno, acompañado exclusivamente por un europeo (su sirviente), se convirtió a todos los efectos en un inuit: vivió con los habitantes de la isla de Baffin en sus tiendas e iglús, comió carne de foca y viajó en trineo. La experiencia le hizo sentirse humilde. Boas empezó a apreciar no sólo las habilidades técnicas de sus anfitriones sino también la sofisticación de sus canciones, la riqueza de sus tradiciones y la complejidad de sus costumbres. También observó dignidad y estoicismo frente a la tragedia: aquel invierno murieron muchos inuits de difteria y de gripe; muchos de sus perros también murieron a causa de una enfermedad nueva. Boas sabía que la gente le culpaba de la epidemia. No sería la última vez que un antropólogo pensara si había llevado la muerte a las personas objeto de su estudio. Mientras estaba tendido en su incómodo iglú escuchando «los gritos de los esquimales, los aullidos de los perros, el llanto de los niños», se sinceró en su diario: «Estos son los “salvajes” cuyas vidas se supone que no valen nada comparadas con la de un europeo civilizado. No creo que nosotros, si viviésemos en las mismas condiciones, ¡tendríamos tantas ganas de trabajar o estaríamos tan animados y tan contentos!»[3]
La verdad es que tenía la disposición adecuada para recibir la lección de la igualdad cultural. Era hijo de una pareja de judíos librepensadores, orgullosos de serlo, de la ciudad de Minden, en la región del Rin. Su madre, maestra, le impregnó del «espíritu de 1848», el año de la fracasada revolución alemana. En la universidad tomó parte en un duelo para vengar un insulto antisemita, y las cicatrices se le quedaron en la cara durante toda su vida. «Lo que quiero, aquello por lo que viviré y moriré, es conseguir que todo el mundo tenga los mismos derechos», le escribió a su prometida desde las islas Baffin. Boas era un ferviente discípulo de Theodor Waitz, que defendía la armonía entre los seres humanos y que todas las razas del mundo descienden de un ancestro común, una creencia que divide a los conservadores. Esa teoría atrajo a los lectores del Génesis que se habían visto perturbados por Darwin, pero no a los que practicaban la esclavitud y la segregación racial. Boas también estaba influido por la escuela berlinesa de antropología liberal de Rudolf von Virchow y Adolf Bastían, que resaltaban lo cultural frente al determinismo racial. Por eso no resulta sorprendente que Boas concluyera respecto a sus amigos esquimales que «la mente de los salvajes es sensible a la belleza de la poesía y de la música, y sólo pueden parecerles estúpidos o sin sentimientos a los observadores superficiales»[4].
Boas emigró a Estados Unidos en 1887 y empezó a sentar los cimientos de la antropología moderna como estudio de la cultura, no de la raza. Quería establecer que la «mente primitiva del hombre» (el título de su libro más influyente) era exactamente igual que la mente del hombre civilizado, y que al mismo tiempo las culturas de los distintos pueblos eran muy distintas entre sí y respecto a la cultura civilizada. Por tanto, el origen de las diferencias étnicas residía en la historia, la experiencia y las circunstancias, no en la fisiología ni en la psicología. Al principio intentó probar que, cuando la gente emigraba a Estados Unidos, en la generación siguiente cambiaba incluso la forma de la cabeza de los individuos:
El judío del este de Europa tiene una cabeza muy redonda, que se convierte en alargada; a los italianos del sur, que en Italia tienen una cabeza extremadamente larga, la cabeza se les acorta; de modo que en este país los dos adquieren una silueta más uniforme[5].
Si la forma de la cabeza —durante mucho tiempo el elemento básico de la taxonomía racial— se veía afectada por el ambiente, «los rasgos fundamentales de la mente» también podían verse afectados. Por desgracia, el análisis reciente de los datos de Boas sobre la forma del cráneo sugiere que nada de eso se puede demostrar. Los grupos étnicos mantienen sus formas craneales distintivas incluso después de integrarse en un país nuevo. Sus propios deseos influyeron sobre la interpretación de Boas[6].
Aunque resaltó la influencia del ambiente, Boas no era un extremista de la tabla rasa. Estableció la crucial diferencia entre el individuo y la raza. Y lo hizo precisamente porque reconoció las profundas diferencias innatas de la personalidad entre las razas, un punto de vista que posteriormente Richard Lewontin demostró genéticamente. Las diferencias genéticas entre dos individuos de una misma raza tomados al azar son mucho mayores que el promedio de las diferencias entre las razas. Efectivamente todo lo que dijo Boas da la impresión de ser muy moderno. Su ferviente antirracismo, su creencia de que la cultura determina la idiosincrasia étnica más que reflejarla, y su pasión por la igualdad de oportunidades para todos, se convertirían en los lemas de virtud política en la segunda mitad del siglo, aunque para entonces Boas ya estaba muerto.
Como de costumbre, algunos de los seguidores de Boas llegaron demasiado lejos. Gradualmente fueron abandonando sus teorías sobre las diferencias individuales y su reconocimiento de unas características generales a toda la naturaleza humana. Cometieron el error habitual de aceptar que si una propuesta es correcta la otra es falsa. Como la cultura influye en el comportamiento, lo innato no puede tener ninguna influencia. En un primer momento Margaret Mead fue la más insigne defensora a este respecto. Sus estudios sobre las costumbres sexuales de los habitantes de Samoa sirvieron para demostrar lo etnocéntrica y por tanto «cultural» que era la costumbre del celibato prematrimonial además de las inhibiciones asociadas al sexo. De hecho, ahora sabemos que durante su excesivamente corta visita a la isla unas cuantas jóvenes le tomaron el pelo y que si había alguna diferencia era que, respecto al sexo, la censura en la década de 1920 era algo más estricta en Samoa que en Estados Unidos[7]. Pero el daño estaba hecho y la antropología, igual que la psicología bajo el dominio de Watson y Skinner, se convirtió en devota de la tabla rasa, de la idea de que el comportamiento humano era sólo un producto del ambiente.
El mismo concepto estaba empezando a dominar la nueva ciencia de la sociología, en paralelo con la reforma de la antropología que llevó a cabo Boas. Emile Durkheim, contemporáneo de Boas y su igual en el departamento de bigotes, hizo una declaración incluso más firme que la suya sobre las causas sociales: los fenómenos sociales sólo se pueden explicar mediante factores sociales, nunca mediante algún factor biológico. Omnia cultura ex cultura. Durkheim, que era un año mayor que Boas, nació en la Lorena, cerca de donde nació Boas, justo en el lado francés de la frontera franco–alemana. Sus padres eran también judíos y, sin embargo, al contrario que Boas, Durkheim era hijo de un rabino y descendiente de un largo linaje de rabinos, pasó su juventud estudiando el Talmud. Después de flirtear con el catolicismo, entró en la elitista École Normale Supérieure en París. Mientras que Boas se paseó por el mundo, vivió en iglús, hizo amistad con los nativos americanos y emigró, Durkheim hizo poco más que estudiar, escribir y discutir. Aparte de un corto periodo de estudio en Alemania, permaneció toda su vida en la torre de marfil de las universidades francesas, primero en Burdeos y luego en París. Su biografía es un desierto.
Aun así, la influencia de Durkheim en la incipiente escuela de sociología fue inmensa. Fue él quien predicó el estudio de la sociología partiendo de la idea de la tabla rasa. Las causas del comportamiento humano —desde los celos sexuales hasta la histeria de las masas— están fuera del individuo. Los fenómenos sociales son reales, repetibles, definibles y científicos (Durkheim envidiaba a los físicos por sus hechos incontestables, la envidia que se tiene de la física es algo bien conocido en las ciencias más blandas), pero no se pueden reducir a la biología. La naturaleza humana es la consecuencia, no la causa de las fuerzas sociales.
Las características generales de la naturaleza humana participan en una tarea de elaboración que da como resultado la vida social. Pero no son su causa ni le dan su forma particular; sólo la hacen posible. Las representaciones colectivas, las emociones y las tendencias no están provocadas por ciertos estados de consciencia de los individuos sino por las condiciones en las que el grupo social, en su totalidad, está situado. […] Las naturalezas individuales son sencillamente el material indeterminado que el factor social moldea y transforma[8].
Boas y Durkheim, junto con Watson en psicología, representan el cénit de la teoría de la tabla rasa que defiende la perfecta maleabilidad de la psicología humana por parte de las fuerzas externas. Como negación de todo lo innato, la teoría se ha visto recientemente demolida por Steven Pinker en su libro La tabla rasa, hasta el punto de que poco más se puede decir al respecto[9]. Pero como una alegación positiva de hasta qué punto influyen sobre los seres humanos por los factores sociales, es innegable. El ladrillo que Durkheim ayudó a Boas a colocar en el muro de la naturaleza humana es esencial, es el ladrillo llamado cultura. Boas echó por tierra el concepto de que todas las sociedades humanas están constituidas por aprendices de caballeros ingleses, mejor o peor enseñados, de que hay una serie de etapas por las que las culturas tienen que pasar para llegar a la civilización. En lugar de eso postuló una naturaleza humana desunida en culturas separadas por las distintas tradiciones. El comportamiento del ser humano le debe mucho a su naturaleza; pero también le debe mucho a los rituales y a las costumbres de sus compañeros. Parece que absorbe todo lo relativo a su tribu.
Boas planteó una paradoja, que se sigue planteando. Si las capacidades humanas son iguales en todas partes, y las mentes de los alemanes y las de los esquimales son iguales, entonces, ¿por qué existen culturas distintas?, ¿por qué no hay una cultura humana que sea común a las islas Baffin y a la región del Rin? Por el contrario, si la cultura y no la naturaleza es la responsable de que haya sociedades diferentes, entonces ¿cómo podrían ser consideradas iguales? Los propios cambios culturales implican que algunas culturas pueden avanzar más que otras y si la cultura influye en las mentes entonces algunas culturas tienen que producir mentes superiores. Los descendientes intelectuales de Boas, como Clifford Geertz, han enfocado la paradoja afirmando que los universales tienen que ser triviales; no existe «una mente para todas las culturas», no hay un núcleo común a toda la psique humana excepto los sentidos evidentes. La antropología se tiene que preocupar de las diferencias, no de las similitudes.
Yo encuentro poco satisfactoria esta respuesta, y no sólo por el riesgo político obvio que entraña, ya que sin la conclusión de Boas acerca de la igualdad mental, los prejuicios entrarían por la puerta falsa. Supondría incurrir en la falacia naturalística —que otorga un sentido moral a los hechos o que deriva el «debería» del «es»—, que GOD prohíbe. También incurre en la falacia del determinismo, despreciando la lección de la teoría del caos: las leyes exactas no necesariamente producen un resultado exacto. Con las escasas reglas que tiene el ajedrez, se pueden producir trillones de jugadas diferentes en pocos movimientos.
No creo que Boas nunca dijese esas cosas, pero la conclusión lógica desde su posición es que existe un enorme contraste entre los avances tecnológicos y lo estático de la mente. En la cultura de Boas había barcos de vapor, telégrafos y literatura; pero eso no suponía que tuviese una superioridad espiritual y de sensibilidad discernible frente a los cazadores–recolectores esquimales analfabetos. Ese elemento recorre toda la obra de un contemporáneo de Boas, el novelista Joseph Conrad. Para Conrad el progreso era un engaño. La naturaleza humana nunca ha progresado sino que está condenada a repetir los mismos atavismos de generación en generación. Existe una naturaleza humana universal que reproduce los triunfos y los desastres de sus antepasados. La tecnología y la tradición simplemente reflejan esa naturaleza en la cultura local: pajaritas y violines en un sitio, y adornos nasales y danzas tribales en otro. Pero las pajaritas y las danzas no le dan forma a la mente, la expresan.
Cuando veo una obra de Shakespeare, a menudo me sorprende la sofisticación de su comprensión de la personalidad. No hay nada de ingenuo o primitivo en la manera en que sus personajes intrigan o galantean; están cansados del mundo, agotados, son posmodernistas o se conocen a sí mismos. Pensemos en el cinismo de Beatriz, Yago, Edmundo o Jacques. No puedo evitar pensar, durante una décima de segundo, que resulta extraño. Las armas con las que luchan son primitivas, sus métodos de viaje incómodos, sus instalaciones sanitarias antediluvianas. Pero nos hablan de amor, y de desesperación, y de contrariedades y de traiciones con unas voces que tienen una complejidad y una sutileza modernas. ¿Cómo puede ser, si su autor tenía tantos inconvenientes culturales? No había leído a Jane Austen ni a Dostoyevsky; ni había visto las películas de Woody Alien; ni las pinturas de Picasso; ni había escuchado a Mozart; ni conocía la relatividad; ni había volado en avión; ni había navegado por la Red.
Lejos de demostrar la plasticidad de la naturaleza humana, el propio razonamiento de Boas acerca de la igualdad de las culturas depende de la aceptación de naturaleza inmutable y universal. La cultura puede determinarse a sí misma, pero no puede determinar a la naturaleza humana. Irónicamente, fue Margaret Mead quien lo demostró con claridad. Para encontrar una sociedad en la que las jóvenes fuesen sexualmente desinhibidas tuvo que visitar la tierra de la imaginación. Como Rousseau antes que ella, buscó algo «primitivo» sobre la naturaleza humana en los Mares del Sur. Pero no existe una naturaleza humana primitiva. Su fracaso en descubrir el determinismo cultural de la naturaleza humana es como un perro que no consiguió ladrar.
Démosle la vuelta al determinismo y preguntemos por qué la naturaleza humana parece que es capaz de producir cultura universalmente, de generar tradiciones acumulativas, tecnológicas y hereditarias. Sólo equipados con nieve, perros y focas muertas los seres humanos gradualmente inventarán un estilo de vida completo con canciones y con dioses además de con trineos e iglús. ¿Qué hay dentro del cerebro humano que le posibilita lograr esta hazaña?, y ¿cuándo apareció este talento?
En primer lugar hay que destacar que generar cultura es una actividad social. Una mente humana solitaria no puede producir cultura. Lev Semenovich Vygotsky, un precoz antropólogo ruso, señaló en los años veinte que describir una mente humana aislada es no ver la cuestión. Las mentes humanas nunca están aisladas. Nadan en un mar llamado cultura, mucho más que lo hacen las mentes de otras especies. Aprende lenguas, utiliza la tecnología, cumple rituales, comparte creencias, adquiere destrezas. Tiene una experiencia colectiva además de individual; incluso comparte una intencionalidad colectiva. Vygotsky, que murió a los 38 años en 1934 después de haber publicado sus ideas sólo en ruso, fue durante mucho tiempo un desconocido en el mundo occidental. Hace poco se ha convertido en una figura moderna para la psicopedagogía y para algunos recovecos de la antropología. Para mis propósitos aquí, la concepción más importante de Vygotsky es su insistencia en establecer un vínculo entre el uso de las herramientas y el lenguaje[10].
Si tengo que apoyar mi razonamiento de que los genes están tanto en la raíz de la herencia como en la del ambiente, tengo que explicar de algún modo cómo los genes hacen posible la cultura. Una vez más voy a intentar hacerlo sin proponer que los «genes son para» la práctica cultural, sino proponiendo la existencia de unos genes que responden al ambiente, de genes como mecanismos, no como causas. Es una tarea difícil, y también debo admitir ahora mismo que fracasaré. Creo que la capacidad humana para la cultura proviene no de algunos genes que coevolucionan con la cultura humana, sino de un grupo fortuito de preadaptaciones que de repente proporcionan a la mente humana una capacidad casi ilimitada de acumular y trasmitir ideas. Todas esas preadaptaciones están afianzadas en los genes.
ACUMULAR CONOCIMIENTOS
El descubrimiento de que los seres humanos, a nivel genético, son chimpancés en un 95 por ciento agrava mi problema. Para describir los genes involucrados en el aprendizaje, el instinto, el imprinting y el desarrollo, no tengo ninguna dificultad en poner ejemplos de animales, ya que la diferencia entre la psicología humana y la animal es una cuestión de grados. Pero con la cultura es distinto. La distancia cultural entre un ser humano y el más inteligente de los primates o el delfín es un abismo. Convertir el cerebro de un antepasado primate en un cerebro humano fue tan sencillo como realizar unos pequeños ajustes a la receta: los mismos ingredientes, un rato más en el horno. Pero esos pequeños cambios tienen consecuencias trascendentales: los humanos tienen armas nucleares y dinero, dioses y poesía, filosofía y fuego. Tienen todas esas cosas a través de la cultura, a través de su capacidad de acumular ideas e inventos durante generaciones, de transmitírselas a los demás y así unificar los recursos cognitivos de muchos individuos vivos y muertos.
Por ejemplo, cualquier persona que se dedica actualmente a los negocios, no podría pasar sin la ayuda de la fonética asiría, de la imprenta china, del álgebra árabe, de la numeración india, de la doble contabilidad italiana, de las leyes mercantiles holandesas, de los circuitos integrados californianos y de muchos más inventos distribuidos por los continentes a lo largo de los siglos. ¿Qué capacita a las personas, y no a los chimpancés, para realizar esta proeza de acumular?
Después de todo, no parece haber demasiadas dudas respecto a que los chimpancés son capaces de tener cultura. Se observa que tienen tradiciones locales sólidas en su comportamiento con la comida, que son transmitidas mediante el aprendizaje social. Algunas poblaciones abren las nueces con piedras; otras utilizan palos. En el oeste de África, los chimpancés comen hormigas introduciendo un palo corto en un hormiguero y se llevan las hormigas a la boca de una en una; en el este de África, introducen un palo largo en el hormiguero, cogen muchas hormigas a la vez, las despegan del palo y se las echan en la mano y de ahí a la boca. Se conocen más de cincuenta tradiciones culturales de ese tipo por toda África, y cada una de ellas la aprenden los jóvenes mediante una cuidadosa observación (a los inmigrantes adultos que llegan a otro grupo les cuesta más aprender las costumbres locales). Esas tradiciones son esenciales para sus vidas. Frans de Waal llega a decir que «los chimpancés son totalmente dependientes de la cultura para sobrevivir». Del mismo modo que los seres humanos no pueden vivir sin aprender las tradiciones[11].
Los chimpancés no son los únicos. La primera vez que se descubrió que los animales tenían cultura fue en septiembre de 1953, en la pequeña isla de Kohima, frente a las costas de Japón. Una joven llamada Satsue Mito había estado alimentando a los monos del islote con trigo y patatas para que se acostumbrasen a los observadores humanos. Aquel mes vio por primera vez como un mono joven llamado Imo le quitaba la tierra a una patata. A los tres meses, dos de los compañeros de juegos de Imo y su madre hacían lo mismo y a los cinco años los monos más jóvenes del grupo también lo hacían. Únicamente los machos mayores no adquirieron la costumbre. Imo enseguida aprendió a separar el trigo de la arena, poniéndolo en agua y dejando que la arena se hundiese[12].
La cultura abunda en las especies con cerebros grandes. Las ballenas asesinas tienen técnicas de alimentación tradicionales y aprendidas que son características de cada población: por ejemplo, la especialidad de las oreas del Atlántico sur es quedarse varadas en las playas para atrapar a los leones marinos, un truco que requiere mucha práctica para conseguir perfeccionarlo. Está claro entonces que los seres humanos no son los únicos capaces de trasmitir las costumbres tradicionales y el aprendizaje social. Esto lo único que hace es complicar las cosas. Si los chimpancés, los monos y las oreas tienen una cultura ¿por qué no despegan culturalmente? Porque carecen de la inquietud por el cambio y la innovación continua y acumulada. En una palabra, para ellos no existe el «progreso».
Vamos a replantear la cuestión entonces. ¿Cómo consiguieron los seres humanos el progreso cultural? ¿Cómo aparecimos en una cultura acumulativa? Esta cuestión ha provocado un torrente especulativo en los últimos años, pero pocos datos empíricos. El científico que más ha intentado concretar una respuesta es Michael Tomasello de Harvard. Ha realizado una serie de experimentos con chimpancés adultos y con seres humanos jóvenes, y ha concluido que «sólo los seres humanos entienden [a otros seres humanos] como agentes intencionales similares a uno mismo, y por tanto sólo los seres humanos se pueden implicar en un aprendizaje cultural». Esta diferencia surge a los nueve meses de edad —Tomasello lo llama la revolución de los nueve meses—. En ese momento el ser humano adelanta a los primates en el desarrollo de ciertas habilidades sociales. Por ejemplo, los seres humanos señalarán un objeto con el único propósito de compartir la atención con otra persona. Mirarán a la dirección a la que alguien está señalando, y seguirán la mirada de otra persona. Los primates nunca hacen eso; ni tampoco (hasta mucho después) lo hacen los niños autistas, que parecen tener problemas en comprender que otras personas son agentes intencionales que tienen su propia mente. Según Tomasello, ni los simios ni los monos han mostrado hasta ahora la capacidad de atribuir un falso pensamiento a otro individuo, algo que aparece naturalmente en la mayoría de los seres humanos a los cuatro años. A partir de esto, Tomasello infiere que únicamente los seres humanos pueden situarse mentalmente en la piel de los otros[13].
Este razonamiento corre el riesgo de caer en ese abismo del excepcionalismo humano que tanto irritaba a Darwin. Como todas aquellas teorías, esta también es vulnerable a que se descubra en algún momento que un simio actúa según lo que cree que otro simio está pensando. Muchos primatólogos, y entre ellos Frans de Waal, creen que ya han visto un comportamiento de ese tipo tanto en libertad como en cautividad[14]. Tomasello no se cree nada de eso. Algunos simios pueden entender las relaciones sociales con terceros (algo que seguramente está por encima de las posibilidades de otros mamíferos) y pueden aprender por repetición. Si se les muestra que al levantar un tronco hay insectos debajo, aprenderán que pueden encontrar insectos debajo de los troncos. Pero, según Tomasello, no pueden entender las intenciones de otros comportamientos animales. Esto limita su capacidad de aprendizaje y sobre todo limita su capacidad de aprender por imitación[15].
Creo que no me quedo con todo el razonamiento de Tomasello. Estoy influenciado por los monos de Susan Mineka, que sin duda son capaces de un aprendizaje social, por lo menos en el caso concreto y previamente organizado del miedo a las serpientes. El aprendizaje no es un mecanismo general; en cada situación adquiere una forma y puede haber situaciones en las que el aprendizaje por imitación sea posible incluso para los chimpancés. Incluso si Tomasello consigue justificar la imitación en la tradición cultural de los primates —los monos que aprendieron a lavar las patatas para quitarles la tierra, los chimpancés que aprender de otros cómo abrir las nueces— seguro que tendrá problemas para demostrar que los delfines no pueden pensar a través de los pensamientos de los demás. Sin duda, es sólo característico de los humanos el grado de capacitación que tenemos para empatizar e imitar, igual que también es sólo característico de los humanos nuestro grado de capacitación para comunicarnos simbólicamente; pero la diferencia es de grados no de tipos.
A pesar de todo, una diferencia de grados puede convertirse en un abismo en el contexto cultural. Aceptemos que Tomasello tiene razón respecto a que la imitación se convierte en algo más profundo cuando el imitador entra en la cabeza del modelo; cuando entiende sus procesos mentales. Aceptemos también que, en cierto sentido, cuando uno mismo imita una idea la convierte en una representación, que a su vez se convierte en simbolismo. Quizá eso es lo que permite a los seres humanos jóvenes adquirir mucha más cultura que los chimpancés. Por tanto, la imitación potencialmente se convierte en la primera parte de lo que Robin Fox y Lionel Tiger denominaron mecanismo para la adquisición de la cultura[16]. Hay otros dos candidatos prometedores: el lenguaje y la destreza manual. Los tres parece que están juntos en la misma parte del cerebro.
En julio de 1991, Giacomo Rizzolatti realizó un descubrimiento interesante en su laboratorio de Parma. Estaba haciendo registros de las neuronas del cerebro de los monos individualmente, intentando encontrar lo que hace que una neurona se active. Normalmente esto se hace en condiciones totalmente controladas, usando monos inmovilizados que realizan tareas inventadas. Poco satisfecho con esas condiciones artificiales, Rizzolatti quería registrar lo que ocurre en los monos que llevan vidas casi normales. Empezó con la alimentación, intentando relacionar cada acción con una respuesta neuronal. Empezó a sospechar que algunas neuronas grababan la intención de la acción, no la propia acción, pero otros científicos minimizaron esa idea diciendo que las pruebas eran casi anecdóticas.
Entonces Rizzolatti volvió a colocar a sus monos en un aparato más controlado. De vez en cuando le daban a cada mono algo de comida, y Rizzolatti y sus compañeros observaron que algunas neuronas «motoras» parecían responder a la presencia de una persona llevando comida. Durante un tiempo pensaron que era una coincidencia y que el mono se estaría moviendo en ese momento, pero un día estaban registrando una neurona que se activaba cuando el experimentador cogía un alimento de una manera concreta, mientras el mono estaba completamente quieto. Entonces le dieron la comida al mono y cuando este la cogió de la misma manera, la neurona se volvió a activar. «Ese día me convencí de que el fenómeno era real», dice Rizzolatti, «nos dejó muy impresionados»[17]. Habían encontrado una región del cerebro que representaba tanto la acción como la observación de la acción. Rizzolatti la llamó «neurona espejo» por su poco habitual capacidad de reflejar tanto la percepción como el control motor. Más tarde encontró más neuronas espejo, todas se activan durante la observación y durante la imitación de una acción específica, como puede ser sujetar algo con el dedo gordo y con otro dedo. Concluyó que esta región del cerebro podía equiparar la percepción de un movimiento de la mano con la ejecución de ese movimiento de la mano. Pensó que había encontrado el «precursor evolutivo del mecanismo humano de la imitacion»[18].
Rizzolatti y sus colaboradores repitieron el experimento con seres humanos, utilizando el escáner cerebral. Cuando los voluntarios observaban e imitaban movimientos de los dedos se activaban tres regiones del cerebro: era de nuevo el fenómeno de la actividad «espejo». Una de esas regiones era el surco temporal superior (STS), que se encuentra en un área sensorial relacionada con la percepción. No sorprende encontrar que un área sensorial se active cuando el voluntario observa una acción, pero lo que es sorprendente es encontrar esa área activada cuando el voluntario ejecuta más tarde la acción imitada. Una curiosidad respecto a la imitación humana es que si se le pregunta a una persona que imite una acción con la mano derecha, a menudo hará la imitación con la mano izquierda y viceversa (intente decirle a alguien «tienes algo en la mejilla» y toque a la vez su propia mejilla derecha. Hay muchas posibilidades de que la persona toque su mejilla izquierda como respuesta). De acuerdo con esto, en los experimentos de Rizzolatti, el STS se activaba más cuando el voluntario imitaba una acción de la mano izquierda con la mano derecha, que cuando el voluntario imitaba una acción de la mano izquierda con la mano izquierda. Rizzolatti concluye que el STS «percibe» la propia acción del sujeto y la equipara en su memoria a la acción observada[19].
Recientemente, el equipo de Rizzolatti ha descubierto una neurona todavía más extraña, que se activa no sólo cuando se realiza y se observa un determinado movimiento, sino también cuando se escucha la misma acción. Por ejemplo, los investigadores encontraron una neurona que respondía a la visión y al sonido de pelar un cacahuete, pero no al sonido de cortar papel. La neurona respondía sólo al sonido de pelar un cacahuete, no a la visión de la acción únicamente. El sonido es importante para decirle al animal que ha conseguido romper el cacahuete, de modo que tiene sentido. Pero esas neuronas son tan exquisitamente sensibles que pueden «representar» determinadas acciones a partir de los sonidos únicamente. Esto se acerca peligrosamente a que encontremos la manifestación neuronal de una representación mental: la expresión «partir un cacahuete»[20].
Los experimentos de Rizzolatti nos llevan a describir, aunque sea de una manera aproximada, una neurociencia de la cultura: un conjunto de herramientas que son, al menos, parte del mecanismo de adquisición de la cultura. ¿Aparecerá un grupo de genes en el que resida el diseño de ese «órgano»? En cierto modo, sí, porque el diseño del contenido específico de los circuitos cerebrales sin duda se hereda a través del ADN. Aunque puede que los productos génicos no sean exclusivos de esta región cerebral; la exclusividad viene dada por la combinación de los genes utilizados para el diseño más que por los propios genes. Esa combinación creará la capacidad de absorber cultura. Pero eso es sólo una interpretación de la expresión «genes de la cultura»; en la vida diaria habrá un grupo de genes totalmente distintos a los genes de ese diseño que estarán funcionando. Los genes guías del axón que forman el mecanismo estarán silenciados durante mucho tiempo. En su lugar, habrá genes que hacen funcionar y que modifican las sinapsis, que secretan y absorben neurotransmisores, y así sucesivamente. Tampoco esos serán un grupo único. Pero realmente esos serán el mecanismo que transmite la cultura desde el mundo externo hasta dentro del cerebro y a través del mismo. Serán indispensables para la propia cultura.
Hace poco Anthony Monaco y su alumna Cecilia Lai descubrieron una mutación genética aparentemente responsable de un trastorno del habla y del lenguaje. Es el primer candidato de gen que puede mejorar el aprendizaje cultural a través del lenguaje. Se sabe desde hace tiempo que la «Anomalía severa del lenguaje» es un trastorno familiar, que tiene poco que ver con la inteligencia general, y que afecta no sólo a la capacidad de hablar sino también a la capacidad de generalizar normas gramaticales en el lenguaje escrito, y quizá incluso también a escuchar o interpretar el habla. Cuando se supo que ese rasgo era hereditario se denominó el «gen de la gramática», para enfado de quienes pensaron que esa descripción era determinista. Pero efectivamente ahora se ha visto que existe un gen en el cromosoma 7 responsable de ese trastorno, tanto en una familia con un árbol genealógico grande como en otra con un árbol más pequeño. El gen es necesario para el desarrollo normal de la capacidad gramatical y del lenguaje en los seres humanos, incluido el control motor fino de la laringe. Se llama pinza box P2, o FOXP2, y es un gen cuya función es activar a otros genes, o sea un factor de transcripción. Cuando se altera, la persona nunca llega a desarrollar el lenguaje al completo[21].
Los chimpancés también tienen el FOXP2, y los monos, y los ratones. Lo que quiere decir que el simple hecho de poseer el gen no hace posible el lenguaje. De hecho, el gene es excepcionalmente similar en todos los mamíferos. Svante Paabo ha descubierto que en los miles de generaciones desde el ancestro común a los ratones, monos, orangutanes, gorilas y chimpancés sólo se ha habido dos cambios en el gen FOXP2 que alteran la pro teína que produce: uno en los antepasados de los ratones y otro en los del orangután. Pero quizá tener la forma característica del gen de los humanos es un prerrequisito para el lenguaje hablado. Desde que los seres humanos se separaron de los chimpancés (ayer como quien dice) ha habido dos cambios más que han alterado la proteína. A partir de un reducido número de mutaciones silenciosas, con mucho ingenio, se han conseguido pruebas que sugieren que esos cambios son muy recientes y que fueron objeto de un «barrido selectivo». Ese es el término técnico para explicar los codazos que reciben las otras versiones de un gen para quitarlas del medio. En algún momento desde hace 200 000 años, apareció en la raza humana una mutación del FOXP2 con uno o los dos cambios decisivos, y el gen con esa mutación tuvo tanto éxito en conseguir que su dueño lo reprodujese que sus descendientes dominan ahora la especie y han conseguido la total exclusión de todas las versiones previas del gen[22].
Por lo menos uno de los dos cambios, el que sustituye una molécula de serina por una de arginina en la posición 325 (de 715) de la estructura de la proteína, casi sin lugar a dudas altera la activación–desactivación del gen. Por ejemplo, puede permitir que el gen se active en una determinada región del cerebro por primera vez. A su vez, esto podría permitir a FOXP2 hacer algo nuevo. Recordemos que los animales parecen evolucionar adjudicando nuevas funciones a los mismos genes más que inventando nuevos genes. Es cierto que nadie sabe exactamente lo que hace el gen FOXP2, ni cómo consigue que el lenguaje aparezca, o sea que ya estoy especulando. Es posible que en lugar de que el FOXP2 faculte a hablar a las personas, por alguna razón desconocida la invención del lenguaje presionase al GOD para que mutase el FOXP2 y la mutación sea la consecuencia, no la causa.
Y como ya estoy fuera del perímetro del mundo conocido, permítanme que les cuente mi conjetura principal acerca de cómo el FOXP2 capacita a las personas para hablar. Sospecho que en los chimpancés el gen ayuda a conectar la región del cerebro responsable del control de la motricidad fina de la mano con diversas regiones del cerebro relacionadas con la percepción. Los seres humanos, gracias a un periodo de actividad añadido (¿o más largo?) consiguen conectarlo con otras regiones del cerebro, entre otras la responsable del control motor de la boca y la laringe.
Yo pienso esto porque quizá exista un vínculo entre el FOXP2 y las neuronas espejo de Rizzolatti. Los voluntarios de los experimentos de aprehensión, durante esos experimentos, tienen activa una región cerebral conocida como el área 44, que se corresponde con la región en la que se encontraron las neuronas espejo en el cerebro de los monos. Esta región es una zona de lo que a veces se denomina el área de Broca y eso complica las cosas considerablemente porque el área de Broca es una parte esencial del «órgano del lenguaje» del cerebro humano. Tanto en monos como en humanos esta región del cerebro es responsable del movimiento de la lengua, de la boca y de la laringe (por lo que una trombosis en esta región impide el habla), pero también del movimiento de las manos y los dedos. El área de Broca es responsable del habla y de los gestos[23].
Ahí está un clave esencial del propio origen del lenguaje. En los últimos años una idea realmente extraordinaria ha empezado a tomar cuerpo en las mentes de distintos científicos. Están empezando a sospechar que el lenguaje humano originalmente se trasmitió por los gestos, no por el habla.
Las pruebas que apoyan esta suposición llegan de varias direcciones. En primer lugar está el hecho de que para realizar «llamadas» los monos y las personas utilizan regiones del cerebro completamente distintas de las que los seres humemos utilizan para producir el lenguaje. El repertorio vocal del mono o simio medio consiste en varias decenas de ruidos distintos, algunos de los cuales expresan emociones, otros se refieren a predadores concretos y así sucesivamente. Todos están dirigidos por una región del cerebro que está cerca de la línea media. Es la misma región que dirige las exclamaciones humanas: un grito de terror, una carcajada de alegría, un gemido de sorpresa, un taco involuntario. Una persona se puede quedar sin habla por un ictus en el lóbulo temporal y puede seguir teniendo la capacidad de hacer exclamaciones sin problemas. Efectivamente, algunos afásicos pueden seguir dándose el gusto de decir tacos pero no pueden mover los brazos.
En segundo lugar, el «órgano del lenguaje», por el contrario, está en el hemisferio izquierdo del cerebro, haciendo equilibrios en el abrupto desfiladero que hay entre el lóbulo temporal y el frontal: la cisura de Silvio. Esta una región motora, utilizada por los monos y los simios sobre todo para realizar gestos, para aprehender y tocar, y también para realizar movimientos faciales y con la lengua. La mayoría de los grandes simios tienen tendencia a ser diestros al hacer gestos con las manos y, como consecuencia, el área de Broca es más grande en el hemisferio izquierdo del cerebro de los chimpancés, de los bonobos y de los gorilas[24]. Esta asimetría del cerebro —más marcada incluso en los seres humanos— quizá habrá actuado como predadora en la invención del lenguaje. En lugar de que el cerebro izquierdo hubiera crecido más para acomodar el lenguaje, parecería más lógico que el lenguaje se hubiera colocado en el lado izquierdo porque allí es donde se controlaban los gestos de la mano dominante. Esta es una bonita teoría, pero no consigue explicar el extraño hecho siguiente. Las personas que aprenden el lenguaje de signos en la edad adulta utilizan en efecto el hemisferio izquierdo; pero las que utilizan desde siempre el lenguaje de signos utilizan los dos hemisferios. La especialización en el lenguaje del hemisferio izquierdo parece más pronunciada en el lenguaje hablado que en el de signos, al contrario de lo que se podría predecir a partir de la teoría gestual[25].
Una tercera señal a favor de la primacía del lenguaje de signos proviene de la capacidad de los seres humanos para expresar el lenguaje a través de las manos más que sólo con la voz. En un mayor o menor grado la gente acompaña con gestos una buena parte de su lenguaje hablado, incluso cuando hablamos por teléfono, e incluso personas ciegas de nacimiento. En algún momento se pensó que el lenguaje de signos utilizado por los sordos era una pura pantomima que mimetizaba las acciones. Pero en 1960, William Stokoe se dio cuenta de que era un lenguaje verdadero: utiliza signos arbitrarios y tiene una gramática interna tan sofisticada como la del lenguaje hablado, con sintaxis, inflexiones y todos los pertrechos del lenguaje. Tiene además otras características que también tienen las lenguas habladas, tales como que se aprende mejor durante un periodo crítico de la juventud y se adquiere de la misma forma constructiva. Efectivamente, se ha demostrado que con el lenguaje de signos ocurre lo mismo que con una lengua franca hablada, que sólo se puede transformar en criollo con su gramática completa cuando la aprende una generación de niños.
Una prueba final de que el habla es sólo un mecanismo de comunicación del órgano del lenguaje es que los sordos se pueden volver manualmente «afásicos» después de un ictus que afecte a las mismas regiones del cerebro que provocarían afasia en las personas que oyen.
También están los datos que proporcionan los fósiles. Lo primero que hicieron los antepasados de los seres humanos cuando se separaron de los antepasados de los chimpancés hace cinco millones de años fue ponerse de pie. La locomoción bípeda, acompañada de la reorganización del esqueleto, ocurrió más de un millón de años antes de que hubiese ningún signo de aumento de tamaño del cerebro. En otras palabras, nuestros antepasados liberaron sus manos para poder aprehender y hacer gestos mucho antes de empezar a pensar de forma diferente a la de ningún otro simio. Una de las ventajas de la teoría de los gestos es que inmediatamente sugiere por qué los seres humanos desarrollaron el lenguaje y los otros simios no. El bipedismo liberó las manos no sólo para transportar cosas sino también para hablar. Los miembros superiores de la mayoría de los primates están demasiado ocupados en guardar el equilibrio como para tener conversaciones.
Robin Dunbar sugiere que el lenguaje se adjudicó el papel que, entre los simios y los monos, tiene desinsectarse los unos a los otros: el mantenimiento y desarrollo de los vínculos sociales. En efecto, los simios seguramente usan su motricidad fina tanto cuando buscan garrapatas entre el pelaje de los otros como cuando cogen fruta. Para los primates que viven en grupos sociales grandes, quitarse los insectos es una actividad que les ocupa mucho tiempo. Los mandriles Gelada pasan un 20 por ciento del tiempo que están despiertos desinsectándose los unos a los otros. Dunbar mantiene que las personas empezaron a vivir en grupos tan grandes que se hizo necesario inventar una forma social de quitar insectos que pudieran hacerla varias personas a la vez: el lenguaje. Dunbar destaca que los seres humanos no utilizan el lenguaje sólo para comunicar información útil; sobre todo lo usan para el chismorreo social: «¿Por qué tanta gente pasa tanto tiempo hablando de tan poco?»[26]
Se puede dar una vuelta de tuerca más a esta idea de la desinsectación y el chismorreo: si los primeros protohumanos que usaron el lenguaje empezaron a chismorrear con gestos, seguro que tuvieron que descuidar sus tareas de desinsectación. No se puede quitar insectos y chismorrear a la vez si hablas con las manos. Tengo la tentación de sugerir que como consecuencia, el lenguaje gestual trajo consigo una crisis en la higiene personal de nuestros antepasados, que sólo se resolvió cuando dejaron de ser peludos y en lugar de eso se pusieron ropas. Pero algún lector avispado me podría acusar de estar contando historias inventadas, así que retiro la idea.
Según la escasa información disponible a través de los fósiles, el habla, al contrario que la destreza manual, apareció tarde en la evolución humana. Las vértebras del cuello del esqueleto de Nariokotome de 1,6 millones de años, descubierto en Kenia en 1984, sólo tienen espacio para una médula espinal estrecha como la de un simio, la mitad de ancha que la médula espinal de un ser humano actual. Los seres humanos actuales necesitan una médula más ancha para llevar al tórax los numerosos nervios que son precisos para tener un control exhaustivo de la respiración durante la articulación del habla[27]. Otros esqueletos todavía más tardíos de Homo erectus tienen una laringe similar a la de los simios, que puede ser incompatible con un lenguaje hablado elaborado. Los atributos del habla aparecen tan tarde que algunos antropólogos han estado dispuestos a inferir que el lenguaje es una invención reciente, que sólo apareció hace 70 000 años[28]. Pero el lenguaje no es lo mismo que el habla: la sintaxis, la gramática, la recursión, y la inflexión pueden ser antiguas, pero pudieron llevarse a cabo con las manos, no con la voz. Quizá la mutación del FOXP2 de hace menos de 200 000 años represente no el momento en el que el propio lenguaje fue inventado sino el momento en el que el lenguaje se pudo expresar a través de la boca, además de con las manos.
Por el contrario, las características de la mano y del brazo humanos aparecen pronto según la información de los fósiles. Lucy, la etíope de 3,5 millones de años ya tenía un dedo gordo largo y tenía modificadas las articulaciones de la base de los dedos y de la muñeca, lo que le permitía aprehender objetos entre el dedo gordo, el índice y el medio. También tenía el hombro modificado lo que le permitía lanzar cosas, y su pelvis erecta le permitía un giro rápido sobre el eje corporal. Todas esas características son necesarias para la destreza humana de aprehender, dirigir y lanzar una roca pequeña, algo por encima de las posibilidades de un chimpancé, cuya capacidad de lanzamiento consiste en tirar cosas al azar y por debajo sin dirección alguna[29]. El lanzamiento es una destreza extraordinaria de los humanos, que requiere una gran precisión para cronometrar la rotación de varias articulaciones con el momento preciso de soltar el objeto. Planear un movimiento de ese tipo requiere algo más que un pequeño comité de neuronas en el cerebro; necesita la coordinación entre diferentes áreas. Quizá, dice el neurocientífico William Calvin, fue ese «plan de lanzamiento» el que se vio a sí mismo capaz de realizar la tarea de producir secuencias de gestos ordenados, con una forma de gramática rudimentaria. Esto explicaría por qué están implicados los dos lados de la cisura de Silvio, que están conectados por un cable que se llama el fascículo arqueado[30].
El lanzamiento, la construcción de herramientas, o los propios gestos seguramente permitieron que de forma fortuita las regiones cercanas a la cisura de Silvio sufrieran un proceso de preadaptación para la comunicación simbólica, lo que no cabe duda es que, en cualquier caso, fue la mano la que jugó un papel importante. El neurólogo Frank Wilson se queja de que durante mucho tiempo se ha ninguneado a la mano como elemento modelador del cerebro humano. William Stokoe, pionero en el estudio del lenguaje de signos, sugirió que los gestos con la mano llegaron a representar dos categorías de palabras: las cosas definidas según su forma, y las acciones definidas según su movimiento, y así se fue inventando la diferencia entre el sustantivo y el verbo tan enraizado en todos los idiomas. A día de hoy se sabe que los sustantivos se localizan en el lóbulo temporal y los verbos en el frontal, al otro lado de la cisura de Silvio. El hecho de que ambos se mezclaran fue lo que transformó un protolenguaje de símbolos y signos en una lengua verdaderamente gramatical. Tal vez fueron las manos, no la voz, lo que hizo que se mezclaran. Más tarde, quizá para poder comunicarse en la oscuridad, el habla invadió la gramática. Stokoe murió en el año 2000, poco después de terminar un libro sobre la teoría de la mano[31].
Se pueden cuestionar los detalles históricos, y yo no soy un fanático intransigente de la hipótesis de las manos y el lenguaje, pero la belleza de esta historia reside en la manera en la que une en la misma foto a la imitación, las manos y la voz. Todos ellos son elementos esenciales de la capacidad humana para la cultura. Imitar, manipular y hablar son tres cosas que los seres humanos hacen especialmente. No es que sean elementos centrales de la cultura: son la cultura. Se ha dicho que la cultura es la utilización de artificios para influir en la acción. Si la ópera es cultura, La Traviata es una hábil combinación de la imitación, la voz y la destreza (tanto para hacer los instrumentos musicales como para tocarlos). Esos tres elementos han aportado un sistema de símbolos que permiten a la mente representar para sí misma, y dentro de un contexto de discurso social y de tecnología, cualquier cosa desde la mecánica cuántica a la Mona Lisa, pasando por un automóvil. Pero, lo que es aún más importante, esos tres elementos acercan entre sí los pensamientos de otras mentes: externalizan la memoria. Nos permiten aprender mucho más de nuestro entorno social de lo que nunca hubiéramos esperado aprender por nosotros mismos. Las palabras, las herramientas y las ideas que se le ocurren a alguien en algún lugar lejano, o se le ocurrieron hace mucho tiempo, pueden ser parte de la herencia de cada uno de los individuos nacidos hoy.
Sea o no cierta la teoría de la mano, el papel central del simbolismo en la expansión del cerebro humano es una propuesta con la que muchos pueden estar de acuerdo. La propia cultura se puede «heredar» y también puede seleccionar un cambio genético que le convenga. En las palabras de los tres científicos más relacionados con esta teoría de la coevolución de los genes y las culturas:
Un proceso liderado por la cultura, que hubiera actuado durante un largo periodo de la historia de la evolución humana, fácilmente podría haber llevado a un reconsideración esencial de la disposición de la psicología humana[32].
El lingüista y psicólogo Terence Deacon dice que en algún momento, los primeros seres humanos combinaron su capacidad para imitar con su capacidad para empatizar y de ahí surgió una capacidad para representar conceptos mediante símbolos arbitrarios. Esto les permitió referirse a ideas, personas y sucesos que no estaban presentes y así pudieron desarrollar una cultura cada vez más compleja, que a su vez les forzó a desarrollar cerebros cada vez más grandes para poder «heredar» elementos de esa cultura a través del aprendizaje social. De ese modo la cultura evoluciona de la mano de la verdadera evolución genética[33].
Susan Blackmore ha desarrollado la idea del meme de Richard Dawkins para darle la vuelta. Dawkins describe la evolución como la competición entre los «replicadores» (generalmente genes) y los «vehículos» (generalmente cuerpos). Los buenos replicadores tienen que tener tres propiedades: fidelidad, fecundidad y longevidad. Si las tienen, entonces la competitividad entre ellos, la supervivencia diferencial y, por lo tanto, la selección natural para una mejora progresiva no sólo son posibles sino inevitables. Blackmore dice que muchas ideas y unidades culturales son suficientes para durar, fecundar y ser muy fieles, y que entonces compiten para colonizar espacio en el cerebro. Cuanto mejor sea un cerebro en copiar ideas, mejor podrá conseguir que el cuerpo crezca.
El lenguaje gramatical no es el resultado directo de ninguna necesidad biológica sino de la manera en que los memes cambiaron el entorno de la selección genética aumentando su propia fidelidad, fecundidad y longevidad[34].
El antropólogo Lee Cronk da un buen ejemplo de lo que es un meme. La empresa de zapatos Nike hizo un anuncio en la televisión en el que se veía un grupo de personas de una tribu del este de África que llevaban botas de montaña. Al final del anuncio uno de los hombres se vuelve hacia la cámara y dice unas palabras. Aparece un subtítulo como traducción en el que pone «Just do it (hazlo)», el eslogan de Nike. Lee Cronk, que habla samburu, el dialecto de los masai, vio el anuncio y fastidió a Nike. Lo que el hombre decía realmente era «no quiero estos zapatos, dame unos más grandes». La mujer de Cronk, periodista, escribió la historia y enseguida apareció en la portada de USA Today y en el monólogo de Johnny Carson en su programa The Tonight Show. Nike le mandó a Cronk un par de botas gratis; cuando Cronk fue a África otra vez, se las dio a un hombre de la tribu.
Esa fue una broma normal en los intercambios culturales. Se escuchó durante una semana en el año 1989 y enseguida se olvidó. Pero cuando, unos años después, Internet se expandió, la historia de Cronk encontró un hueco en la Red. A partir de ahí se extendió, sin fecha, como si fuese una historia nueva y Cronk recibe por lo menos una pregunta al mes. La moraleja de la historia es que los memes necesitan un soporte en el que replicarse. La sociedad humana funciona bastante bien; Internet todavía mejor[35].
En cuanto los seres humanos tuvieron una forma de comunicación simbólica el mecanismo acumulativo de la cultura pudo empezar a cambiar: más cultura exigía cerebros más grandes; los cerebros más grandes permitían tener más cultura.
LA GRAN INTERRUPCIÓN
Y no pasó nada. Poco después del chico de Nariokotome de hace 1,6 millones de años, apareció en la tierra una herramienta magnífica: el hacha de mano achelense. Fue sin duda inventada por miembros de la especie del chico, los Homo ergaster que tenían un cerebro más grande que sus antecesores, y supuso un gran salto adelante respecto a las sencillas e irregulares herramientas Olduvai que la precedieron. Era simétrica, tenía dos caras y forma de lágrima, estaba afilada por todos lados y era de pedernal o de cuarzo. Un objeto bello y misterioso. Nadie sabe con certeza si la utilizaban para lanzar, cortar o raspar. Se difundió por el norte de Europa en la diáspora del Homo erectus, como si fuese la coca–cola de la Edad de Piedra, y su hegemonía tecnológica permaneció intacta durante un millón de años: hace medio millón de años se seguía usando. Si era un meme, fue extraordinariamente fiel, fecundo y duradero. Sorprendentemente, durante todo ese tiempo ninguna de las personas vivas desde Sussex a Sudáfrica parece haber inventado una versión nueva. No hay ningún mecanismo acumulativo cultural, ni ningún fermento para la innovación, ni ningún otro experimento, ni ningún producto rival, no hay una Pepsi. Lo único que hay es un millón de años de monopolio del hacha de mano. La Sociedad Anónima del Hacha de Mano Acheulense debió de forrarse. Buenos tiempos.
Las teorías de la coevolución cultural no predicen esto. Exigen una aceleración de los cambios una vez que aparecen juntos tecnología y lenguaje. Los seres que hicieron esas hachas tenían unos cerebros suficientemente grandes y unas manos suficientemente versátiles como para hacer esas hachas de mano y como para aprender de los otros cómo hacerlas, pero aun así no utilizaron ni sus manos ni sus cerebros para mejorar el producto. ¿Por qué esperaron más de un millón de años, antes de que apareciese de repente una inexorable progresión exponencial de la tecnología, que pasó de las puntas de lanza al arado, a la máquina de vapor, y al chip de silicona?
No se trata de denigrar al hacha de mano achelense. Los experimentos demuestran que era casi imposible mejorar esa herramienta para despedazar los animales de caza mayor, excepto si se inventaba el acero. Sólo podría ser mejorada usando con cuidado los «martillos blandos» hechos de hueso. Pero parece que los que las hacían les tenían poco aprecio a sus herramientas y hacían una nueva cada vez que mataban un animal. Por lo menos en una ocasión, en Boxgrove, Sussex, donde se han encontrado más de 250 hachas de mano, parece que fueron laboriosamente manufacturadas por al menos seis personas diestras en el lugar donde había un caballo muerto, y las abandonaron por allí cerca, casi sin usarlas: algunas de las escamas que les sobraron mientras las hacían, mostraban más señales de haberse utilizado para despedazar al animal que las propias hachas. Nada de eso explica por qué unas personas capaces de hacer algo así no hicieron puntas de lanza, flechas, puñales y agujas[36].
La explicación del escritor Marek Kohn es que las hachas de mano no eran realmente herramientas prácticas, sino las primeras joyas: adornos realizados por los varones para fardar delante de las mujeres. Kohn dice que tienen todas las marcas de la selección sexual; están bastante más elaboradas y (en especial) y son más simétricas de lo que su función exige. Estaban diseñadas artísticamente para impresionar al sexo opuesto, igual que el nido decorado del ave del paraíso o la cola del pavo real. Según Kohn, eso explica el millón de años de estasis. Los hombres trataban de hacer el hacha de mano ideal, no la mejor. Kohn dice que por lo menos hasta recientemente, en el arte y la artesanía, el no va más de la perfección ha sido el virtuosismo, no la creatividad. Las mujeres juzgaban un ligue potencial por el diseño de su hacha de mano, no por su inventiva. Se nos viene a la cabeza la imagen de cómo el que había hecho la mejor hacha en Boxgrove se larga después de comer filetes de caballo para tener una cita amorosa en el bosque con una hembra fértil, mientras que sus desconsolados amigos cogen otro trozo de pedernal y empiezan a practicar para la próxima ocasión[37].
Algunos antropólogos van más lejos y dicen que la caza mayor era en sí misma una selección sexual. Para muchos cazadores–recolectores, era y sigue siendo una forma de conseguir comida altamente ineficiente, pero aun así los hombres le dedican mucho tiempo. Parecen más interesados en exhibirse trayendo de vez en cuando una pata de jirafa con la que atraer sexualmente a una mujer, que en llenar la despensa[38].
Yo soy un fan de la teoría de la selección sexual, aunque sospecho que es sólo parte de la historia. Pero no resuelve el problema del origen de la cultura, es sólo una nueva versión de la coevolución del cerebro y la cultura. De hacer algo, empeora las cosas. A las damas de aquellos trovadores paleolíticos, a las que les impresionaba tanto un hacha de mano bien hecha, seguro que les hubiera impresionado todavía más una aguja de marfil de mamut o un peine de madera, algo nuevo (Querida, tengo una sorpresa para ti. ¡Oh, cariño! Otra hacha de mano, justo lo que yo quería). Los cerebros iban creciendo muy deprisa mucho antes del hacha de mano achelense y siguieron creciendo durante su largo monopolio. Si ese crecimiento fue guiado por la selección sexual, ¿por qué entonces las hachas de mano cambiaron tan poco? La verdad es que se mire como se mire, la muda monotonía del hacha de mano achelense se mantiene en un silencio de reproche frente a todas las teorías de la evolución de los genes y la cultura: los cerebros se hicieron paulatinamente grandes sin la ayuda de una tecnología cambiante, porque la tecnología se mantuvo estática.
Después de un millón y medio de años, el progreso tecnológico fue constante pero muy, muy lento hasta la revolución del Paleolítico Superior, a veces denominado «el gran salto adelante». Hace alrededor de 50 000 años, en Europa, parece que la pintura, los adornos del cuerpo, los intercambios mercantiles a larga distancia, los artilugios de arcilla y hueso y nuevos diseños en piedra muy elaborados… todo apareció junto y de repente. No cabe duda de que lo repentino es en parte ficticio, ya que las herramientas se habían desarrollado en algún rincón de África antes de difundirse por todas partes gracias a la migración y las conquistas. En efecto, Sally McBrearty y Alison Brooks afirman que la información de los fósiles apunta hacia una revolución muy gradual y fragmentaria que empezó casi hace 300 000 años. Los puñales y los pigmentos ya se usaban entonces. McBrearty y Brooks sitúan en hace 130 000 años el invento de los intercambios mercantiles a larga distancia, por ejemplo, sobre la base del descubrimiento en Tanzania de trozos de obsidiana (cristal volcánico) utilizados para hacer puntas de lanza. Esa obsidiana provenía del valle del Rift en Kenia, a más de 300 kilómetros de distancia.
La repentina revolución de hace 50 000 años, al comienzo del Paleolítico Superior, es evidentemente un mito eurocéntrico debido al hecho de que han trabajado muchos más arqueólogos en Europa que en África. Pero queda algo sorprendente que explicar. Lo cierto es que los habitantes de Europa permanecieron culturalmente estáticos hasta entonces y lo mismo les pasó a los habitantes de África hace 300 000 años. Su tecnología no mostró progreso alguno. Después de esas fechas, la tecnología cambió de año en año. La cultura se convirtió en acumulativa de una manera que nunca había ocurrido antes. La cultura fue cambiando, sin esperar a que los genes la alcanzasen.
Me enfrento a una conclusión bastante inexorable y extraña, creo que nunca cotejada por los teóricos de la cultura y la prehistoria. Los cerebros grandes que capacitaron a la gente para un progreso cultural rápido —leer, escribir, tocar el violín, aprender sobre el sitio de Troya, conducir un coche— se hicieron presentes bastante antes de que se acumulase mucha cultura. La cultura progresiva, acumulativa apareció tan tarde en la evolución humana que tuvo pocas posibilidades de modificar la manera de pensar de la gente, para qué hablar entonces de que pudiera haber influido en el tamaño del cerebro, que ya había alcanzado un máximo con escasa ayuda por parte de la cultura. El cerebro pensante, imaginativo y razonador evolucionó a su ritmo para ir resolviendo los problemas prácticos y de tipo sexual de una especie sociable, más que para hacer frente a las exigencias de una cultura trasmitida por otros[39].
Lo que estoy diciendo es que mucho de lo que pregonamos sobre nuestro cerebro tiene poco que ver con la cultura. Nuestra inteligencia, imaginación, empatía y sensatez fueron apareciendo gradual e inexorablemente, pero sin recibir ayuda por parte de la cultura. Hicieron posible la cultura, pero la cultura no contribuyó a la aparición de ninguna de ellas. Seguramente que los humanos hubiéramos sido igual de buenos en el juego, las intrigas y en hacer planes aunque nunca hubiéramos dicho una palabra o inventado ninguna herramienta. Si, como han afirmado Nick Humphrey, Robín Dunbar, Andrew Whiten, y otros componentes de la «escuela maquiavélica», el cerebro humano aumentó de tamaño para hacer frente a la complejidad social de los grupos grandes —a la cooperación, la traición, la decepción y la empatía— entonces podría haberlo hecho sin necesidad de inventar el lenguaje ni desarrollar la cultura[40].
La cultura sí explica el éxito ecológico de los seres humanos. Sin la capacidad de acumular y de mezclar ideas nunca hubiera inventado la agricultura, la gente, las ciudades, la medicina, ni ninguna de las cosas que le permitió gobernar el mundo. La aparición conjunta del lenguaje y la tecnología alteró drásticamente el destino de las especies. Una vez juntas, el despegue cultural era inevitable. Debemos nuestra abundancia a nuestra brillantez colectiva, no individual.
Con todo lo inexplicable que es el origen de la cultura acumulada, el progreso, una vez que se puso en marcha, se alimentó a sí mismo. Cuanta más tecnología inventaba la gente, más comida podían obtener y más tiempo tenían para inventar cosas. El progreso se hizo entonces inevitable, un concepto sustentado por el hecho de que el despegue cultural tuvo lugar de forma paralela en distintos lugares del mundo. La escritura, las ciudades, la cerámica, la agricultura, la moneda y muchas otras cosas surgieron a la vez y de manera independiente en Mesopotamia, China y México. Después de 4000 millones de años sin culturas instruidas, de repente el mundo se encontró con tres en pocos miles de años o algo menos. Hubo alguna más si, como parece probable, Egipto, el valle del Indo, el oeste de África y Perú, tuvieron un despegue cultural independiente. Robert Wright, que explora en profundidad esta paradoja en su magnífico libro Nonzero, concluye que la densidad de la humanidad jugó un papel en el destino humano. Cuando se poblaron los continentes, aunque fuese poco, y la gente ya no podía emigrar para vaciar los territorios, la densidad empezó a aumentar en las zonas más fértiles. Con el aumento de la densidad llegó la posibilidad —no la situación inevitable— de aumentar la división del trabajo y por lo tanto de aumentar los inventos tecnológicos. La población se convierte en un «cerebro invisible» proporcionando incluso mejores mercados para la ingenuidad individual. Y en los lugares en los que la población disminuyó de repente —por ejemplo en Tasmania, cuando se separó de Australia— el progreso tecnológico y cultural también de repente dio la vuelta[41].
La densidad en sí misma no importa tanto como lo que permite: el intercambio. La primera causa de ese éxito en la especie humana, como ya expuse en mi libro The Origins of Virtue, fue el invento del hábito de intercambiar una cosa por otra, para lo que llegó la división del trabajo[42]. El economista Haim Ofek cree que «no es descabellado considerar la transición del Paleolítico Superior como uno de los primeros intentos, bastante conseguido, de pasar (como población) de la pobreza a la riqueza mediante la institución del comercio y gracias a la división del trabajo»[43]. Dice que lo que se inventó al comienzo de la revolución fue la especialización. Hasta ese momento, aunque pudieron haber compartido la comida y las herramientas, no existía una distribución de las distintas tareas entre los distintos individuos. El arqueólogo Ian Tattersall está de acuerdo: «La pura diversidad en la producción material en la sociedad [humana moderna en sus primeros tiempos] fue el resultado de la especialización de los individuos en diferentes actividades»[44]. ¿Es posible que una vez que se inventaron el intercambio y la división del trabajo fuese inevitable el progreso? Sin duda sigue existiendo un círculo vicioso en nuestra sociedad, que ha estado presente desde el principio de los tiempos, por el que la especialización aumenta la productividad, que a su vez aumenta la prosperidad, lo que permite desarrollar más tecnología, lo que a su vez aumenta la especialización. Como lo explica Robert Wright: «La historia de la humanidad implica participar en juegos en los que todos ganan cada vez más numerosos, cada vez más grandes y cada vez más elaborados»[45].
Mientras que los seres humanos vivieron, como los otros simios, en grupos separados y competitivos, intercambiando solamente hembras adolescentes, existía un límite a la rapidez con la que podía cambiar la cultura, independientemente de lo bien equipados que estuvieran los cerebros humanos para maquinar, ligar, hablar o para pensar e independientemente de la densidad de población. Las nuevas ideas había que inventarlas en casa; en general no se podían traer de fuera. Los inventos que tenían éxito podían ayudar a sus dueños a desplazar tribus rivales y hacerse con el poder en el mundo. Pero la innovación fue lenta. Con la llegada del comercio —del intercambio de artefactos, de comida y de la información, primero entre individuos y luego entre grupos— todo cambió. Entonces, un buen utensilio, o un buen mito, podía viajar, podía encontrar otro utensilio u otro mito y podía empezar a competir por el derecho a ser replicado gracias al comercio: es decir, la cultura podía evolucionar.
El intercambio desempeñó el mismo papel en la evolución cultural que el sexo juega en la revolución biológica. El sexo une las innovaciones genéticas ocurridas en distintos cuerpos; el comercio une las innovaciones culturales realizadas por las distintas tribus. Igual que el sexo permite a los mamíferos combinar dos buenos inventos —la lactancia y la placenta— el comercio permitió a los primeros pueblos combinar los animales de tiro con las ruedas para obtener un mejor efecto. Sin intercambio, los dos hubieran permanecido separados. Los economistas han dicho que el comercio es un invento reciente, facilitado por el conocimiento, pero todas las pruebas sugieren que es mucho más antiguo. Los aborígenes Yir Yoront, que viven en la península de Cape York, cambiaban los barbos de rayas procedentes de la costa por hachas de piedra de las colinas, mediante una red elaborada de contactos comerciales mucho antes de ser personas instruidas[46].
LOS GENES QUE POSIBILITAN LA CULTURA
Todo el razonamiento anterior apoya la conclusión de que la progresiva evolución de la cultura desde el Paleolítico Superior ocurrió sin ninguna alteración de la mente humana. La cultura parece haber sido el carro, no el caballo, la consecuencia, no la causa, de algún cambio en el cerebro humano. Boas tenía razón al mantener que se pueden inventar todas y cada una de las culturas con el mismo cerebro humano. La diferencia entre yo y uno de mis antepasados africanos de hace 100 000 años no está en nuestro cerebro o nuestros genes, que básicamente son los mismos, sino en el conocimiento acumulado que el arte, la literatura y la tecnología han hecho posible. Mi cerebro está lleno de ese tipo de información, mientras que su cerebro, más grande, estaba igual de lleno pero de conocimientos más cercanos y efímeros. Los genes para adquirir la cultura existen; pero ellos también los tenían.
¿Qué fue lo que cambió hace unos 200 000 o 300 000 años y que posibilitó que los seres humanos consiguieran el despegue cultural del modo que lo hicieron? Tuvo que ser un cambio genético, en un sentido banal ya que el cerebro está construido por los genes y algo tuvo que cambiar en la forma en que se construye el cerebro. Dudo mucho que fuese simplemente una cuestión de tamaño: la mutación del gen ASPM que proporcionó un 20 por ciento más de materia gris. Es más probable que fuese algún cambio en el cableado, que de repente capacitó el pensamiento simbólico y abstracto. Es muy tentador pensar que el FOXP2, al recablear el órgano del lenguaje, desencadenase el proceso de intercambio de alguna manera. Pero parece que la ciencia ha tenido demasiada suerte si ha tropezado con el gen clave tan pronto, por eso no creo que el FOXP2 sea la respuesta. Yo pronostico que los cambios tuvieron lugar en un pequeño número de genes, sólo porque el despegue fue muy repentino, y que a no mucho tardar la ciencia sabrá en cuáles de ellos.
Fuesen los que fuesen los cambios, permitieron a la mente humana absorber las novedades con menos esfuerzo que antes. No se nos ha seleccionado para realizar pequeños ajustes predictivos con el volante mientras conducimos a más de 120 kilómetros por hora, ni tampoco para leer símbolos escritos a mano en un papel, ni para imaginar números negativos. Pero podemos hacer todo eso fácilmente. ¿Por qué? Porque algún grupo de genes nos permite adaptarnos. Los genes son las muescas de un engranaje, no unos dioses en el cielo. Activados y desactivados a lo largo de la vida, tanto por circunstancias externas como internas, su función es absorber información del entorno, por lo menos con la misma frecuencia con la que trasmiten la información del pasado. Los genes hacen algo más que trasmitir información, también responden a la experiencia. Ha llegado el momento de revisar el sentido de la palabra «gen».
SEXO Y UTOPÍA
Si la naturaleza humana no cambió cuando cambió la cultura —la suposición esencial de Boas, demostrada por la arqueología— entonces lo contrario es también cierto: el cambio cultural no alteró la naturaleza humana (por lo menos no demasiado). Esto es algo que ha despistado a los utópicos. Una de las ideas más constantes en las utopías es la abolición del individualismo en una comunidad que lo comparte todo. En efecto, es casi imposible imaginar una secta sin el ingrediente comunal. La esperanza de que la experiencia de una cultura comunal pueda cambiar el comportamiento humano florece con especial vigor de vez en cuando, a lo largo de los siglos. Desde soñadores como Henri de Saint–Simon y Charles Fourier hasta John Humphrey Noyes y Bhagwan Shree Rajneesh, los gurús han predicado repetidamente la abolición de la autonomía individual. Los esenios, los cátaros, los lollardos, los husitas, los cuáqueros, los shakers, y los hippies lo han intentado, sin mencionar los montones de sectas demasiado pequeñas para que recordemos sus nombres. El resultado es siempre idéntico: el comunalismo no funciona. Lina y otra vez, según lo que les va ocurriendo a todas esas comunidades, lo que termina con ellas no es la reprobación de la sociedad que les rodea —aunque sea lo suficientemente fuerte— sino la tensión interna provocada por el individualismo[46].
Generalmente, esa tensión se desarrolla en un primer momento por el sexo. Parece imposible para la condición humana disfrutar del amor libre y abolir su deseo de ser a la vez selectivo y posesivo con sus parejas sexuales. No se pueden debilitar los celos, ni siquiera criando a una nueva generación en una cultura en la que todo se comparta: en los niños de la comuna aparece un individualismo más celoso. Algunas sectas sobreviven aboliendo el sexo; los esenios y los shakers mantenían un celibato muy estricto. Pero eso lleva a la extinción. Otros hacen todo lo que pueden para intentar reinventar la práctica del sexo. En el siglo XIX, la comunidad Oneida de John Noyes en el norte del Estado de Nueva York, practicaba lo que denominaron «el matrimonio complejo» en el que los hombres mayores tenían relaciones sexuales con las mujeres jóvenes y las mujeres mayores con los hombres jóvenes, pero la eyaculación estaba prohibida. Los seguidores de Rajneesh, en su ashram (retiro) de Poona, en principio parecía que consiguieron practicar el amor libre de una manera agradable. «No es una exageración decir que hemos tenido un festín de sexo, algo que seguramente no se había visto desde las bacanales romanas», proclamó uno de los participantes[48]. Pero tanto el ashram como el rancho de Oregón que vino después, se hicieron trizas enseguida como consecuencia de los celos y de los feudos, y no menos por los problemas derivados de quién se acostaba con quién. El experimento terminó, después de 93 coches de la marca Rolls–Royce, con un intento de asesinato, un envenenamiento masivo, unas elecciones manipuladas y un fraude a las leyes de inmigración.
Existen límites al poder de la cultura para cambiar el comportamiento humano.