CÁPITULO 7
APRENDER LA LECCIÓN
—Todos los hombres son iguales, en cuerpo y alma. Cada uno de nosotros tiene un cerebro, un bazo, un corazón y unos pulmones de construcción similar; y las llamadas cualidades morales son iguales en todos nosotros, las pequeñas variaciones tienen poca importancia. […] Las enfermedades morales están causadas por una educación equivocada, por toda la bazofia con que se le llena la cabeza a la gente desde la infancia, en una palabra, por el caos en el que se encuentra la sociedad. Reformemos la sociedad y no habrá enfermedades. […] Seguro que en una sociedad bien organizada importará poco si un hombre es estúpido o listo, bueno o malo.
—Sí, ya veo. Tendrán bazos idénticos.
—Exactamente, señora.
BAZAROV y la Señora Odintsow,
en Padres e hijos, de IVAN TURGUENIEV[1]
En 1893, los años empezaban a pesarle a Alfred Nobel, el sueco inventor de la dinamita. Con sesenta ya cumplidos y no muy buena salud, oyó rumores de que con transfusiones de sangre de jirafa se podía conseguir un rejuvenecimiento milagroso. Y cuando a los ricos se les pasan esas cosas por la cabeza siempre hay un científico astuto que aparece pidiendo dinero. Fue fácil convencer a Nobel para que donase 10 000 rublos con los que construir un grandioso edificio de fisiología en el Instituto Imperial Ruso de Medicina Experimental, en las afueras de San Petersburgo. Pero Nobel murió en 1896 sin que el laboratorio hubiera comprado una jirafa, pero funcionando admirablemente bien. Con más de cien personas en plantilla y gestionado como una empresa, parecía una fábrica productora de ciencia. Lo dirigía un joven ambicioso y con mucha confianza en sí mismo llamado Ivan Petrovich Pavlov[2].
Pavlov era discípulo de Ivan Mikhailovich Sechenov, cuya obsesión por los reflejos le había llevado a creer que el pensamiento no era más que un reflejo que no requería acción alguna. Se dedicó tanto a la causa del ambiente como su contemporáneo Galton a la de la herencia: creía que «la causa real de toda actividad está fuera del hombre» y que «999 de cada 1000 contenidos de la mente dependen de la educación en su más amplio sentido, y sólo 1 de cada 1000 depende del individuo»[3].
La filosofía de Sechenov orientó buena parte del torrente de trabajo experimental que surgió de la factoría de Pavlov en las tres décadas siguientes. Las víctimas de esos experimentos, o «tecnologías caninas» como las llamaban con cierta frialdad, fueron casi todas perros. Primero, Pavlov se concentró en las glándulas digestivas del perro; más tarde empezó a dirigirse hacia el cerebro. En un congreso en Madrid en 1903, anunció los resultados de su famoso experimento. Como ocurre a menudo con los descubrimientos científicos importantes, había empezado gracias a la «serendipidad». Quería estudiar el reflejo de salivación del perro en respuesta a la comida, y para poder medir la producción de saliva había desviado una de las glándulas salivares del perro hacia un embudo. Y observó que el perro empezaba a salivar en cuanto oía que preparaban la comida o incluso cuando le ataban al aparato, como presagiando la comida.
Este «reflejo psíquico» no era lo que Pavlov buscaba, pero enseguida entendió su significado y desvió su atención hacia ese aspecto. Consiguió que el perro esperase la comida cada vez que oía una campana o un metrónomo y muy pronto el perro empezó a salivar sólo con el sonido de la campana. Como Pavlov había desviado sus glándulas salivares a un embudo, podía contar las gotas de saliva que el perro producía como respuesta a cada toque de la campana. Más tarde, demostró que un perro sin corteza cerebral podía salivar de forma refleja cuando era alimentado, pero no cuando sólo sonaba la campana. Por tanto, podía situar el «reflejo condicionado» a la campana en la propia corteza cerebral[4]
Parecía claro que Pavlov había descubierto un mecanismo —condicionamiento o asociación— por el cual el cerebro podía adquirir conocimiento a partir de las cosas que ocurren con regularidad en el mundo. Fue un gran descubrimiento, era correcto, y, por supuesto, la respuesta no estaba completa. Pero como de costumbre algunos de los seguidores de Pavlov fueron demasiado lejos. Empezaron a afirmar que el cerebro no era más que un aparato para aprender a través del condicionamiento. Esta tradición floreció en Estados Unidos y se llamó conductismo. Su mayor valedor fue John Broadus Watson, de quien sabremos algo más después.
Las teorías modernas del aprendizaje han modificado la idea de Pavlov en un aspecto crucial. Argumentan que el aprendizaje activo ocurre no cuando el estímulo y la recompensa aparecen siempre conjuntamente, sino cuando hay alguna discrepancia entre una coincidencia esperada y lo que realmente ocurre. Si la mente cae en un «error de predicción» —esperar una recompensa que no se consigue después de un estímulo, o al revés— entonces la mente tiene que cambiar su expectativa: tiene que aprender. De modo que, por ejemplo, si la campana ya no predice la comida sino que ahora la predice una luz, el perro tiene que aprender de la discrepancia entre sus propias expectativas y la nueva realidad. La sorpresa, sea agradable o desagradable, es más informativa que lo predecible.
Este nuevo énfasis en los errores de predicción adquiere una forma física en el cerebro, además de una psicológica en la mente. En una serie de experimentos con monos, Wolfram Schultz ha descubierto que las neuronas secretoras de dopamina en ciertas partes del cerebro (la sustancia nigra y el área tegmental ventral) reaccionan a la sorpresa pero no a los efectos predecibles. Secretan más cuando el mono es recompensado y menos cuando inesperadamente se le priva de la recompensa. En otras palabras, las propias células secretoras de dopamina efectivamente regulan la misma norma de la teoría del aprendizaje que los ingenieros están intentando incluir en los robots[5].
Pavlov, el infatigable diseccionador de perros, hubiera disfrutado con un resultado tan reduccionista. Pero le hubiera preocupado la ironía filosófica a la que aboca este resultado. Su objetivo era demostrar que el cerebro del perro aprendía lo relativo a su situación a partir del mundo exterior, en palabras de Sechenov «la causa real {…] está fuera del hombre». Persistió en la larga tradición empirista que iba desde Mill y Hume hasta Locke: la naturaleza humana, en buena medida, está compuesta por los garabatos que la experiencia escribe en la página en blanco de la mente. Pero para que la mente pueda tener garabatos en su página necesita neuronas secretoras de dopamina especialmente diseñadas para responder a la sorpresa. ¿Y cómo están diseñadas así? Gracias a los genes. Hoy en día el equivalente más preciso del experimento que hizo Pavlov se sigue realizando en los laboratorios punteros de genética de todo el mundo, porque los descendientes modernos de Pavlov están muy ocupados demostrando el papel de los genes en el aprendizaje. Esa es la prueba del argumento de este libro: los genes no sólo están relacionados con la herencia, también lo están, y con la misma intensidad, con el ambiente.
El experimento pavloviano moderno se hace a menudo con la mosca del vinagre, pero el principio es idéntico. Poco después de que rocíen su tubo de ensayo con una sustancia química olorosa, la mosca recibe un electroshock a través de sus patas. Aprende enseguida que el olor irá seguido del shock y entonces sale volando antes de que llegue el shock: ha conseguido asociar (en principio sorprendentemente) los dos fenómenos. Este experimento lo llevaron a cabo por primera vez Chip Quinn y Seymour Benzer en la década de 1970 en el California Institute of Technology. El experimento demostró, para sorpresa de todos, que las moscas pueden aprender y recordar asociaciones entre olores y shocks.
También demostró que sólo pueden hacerlo si tienen ciertos genes. Moscas mutadas, que carecen de un gen crucial, no entienden el vínculo. Hay al menos 17 genes que son esenciales para que la mosca del vinagre pueda establecer la nueva memoria. Esos genes tienen nombres peyorativos —zopenco, amnésico, col, nabo, etcétera— lo que no es muy justo porque la mosca solamente es un zopenco si no tiene ese gen, y si lo tiene no lo es. Se ha observado que todos los animales, incluidos los seres humanos, utilizan ese mismo grupo de genes denominados CREB. Esos genes tienen que ser activados, es decir, tienen que crear una proteína durante el proceso de aprendizaje.
Es un descubrimiento increíble, cuyo sorprendente significado no siempre se valora en toda su importancia. A continuación, lo que John B. Watson dijo en 1914 acerca del aprendizaje por asociación:
La mayoría de los psicólogos hablan con frivolidad de la formación de nuevos caminos en el cerebro, como si hubiese allí un grupo de pequeños siervos de Vulcano que recorren el sistema nervioso con un martillo y un cincel, cavando zanjas nuevas y haciendo más profundas las antiguas[6].
A Watson le hacía gracia esa idea. Pero la broma se ha vuelto contra él. La creación de una asociación mental tiene la forma de unas nuevas y fortalecidas conexiones entre neuronas. Los siervos de Vulcano que crean esas conexiones existen y se denominan genes. Los genes, esos implacables titiriteros del destino que parece que construyen el cerebro y lo abandonan para que haga su trabajo. Pero no es así; de hecho además son los encargados del aprendizaje. En este preciso momento, en algún lugar de su cabeza algún gen se está activando para que una serie de proteínas se puedan poner a trabajar alterando las sinapsis entre las células cerebrales, de un modo tal que quizá usted asociará para siempre la lectura de este párrafo con el olor a café que sale de la cocina…
No voy a poder enfatizar con suficiente ardor la frase siguiente. Estos genes están a merced de nuestro comportamiento, no al contrario. Lo que consigue que se establezcan las asociaciones de Pavlov está hecho de la misma materia que los cromosomas que transportan la herencia. La memoria está «en los genes» en el sentido de que usa los genes, no en el sentido de que los recuerdos se heredan. El ambiente está influido por los genes tanto como lo está la herencia.
A continuación voy a poner un ejemplo de un gen de ese tipo. En el año 2001, Josh Dubnau, que trabajaba con Tim Tully, hizo un experimento de lo más refinado en una mosca del vinagre. Durante un momento hagan el favor de regodearse en los detalles del método, sólo para apreciar la sofisticación de las herramientas que tiene la biología molecular moderna (y entonces párense a pensar cuánto más sofisticadas serán en pocos años). En primer lugar, Dubnau creó una mutación sensible a la temperatura, en un gen concreto de la mosca llamado shibire, el gen que codifica para una proteína motora llamada dinamina. Esta mutación significa que a 30°C la mosca queda paralizada, pero que a 20°C se recupera por completo. A continuación, Dubnau manipuló por ingeniería genética a una mosca en la que este gen mutado está activo sólo en la zona de salida de impulsos de una parte del cerebro de la mosca llamada mushroom body, que es esencial para aprender a asociar el olor con los shocks. Esa mosca no se queda paralizada a 30°C pero no puede recuperar sus recuerdos. Cuando, con calor, se enseña a esa mosca a asociar olor con peligro y luego se le pide, con frío, que recupere sus recuerdos, lo hace bien. En la situación contraria, o sea cuando se le pide a la mosca que forme el recuerdo con temperatura más baja y que recupere ese recuerdo con la temperatura más alta, no puede hacerlo[7].
Conclusión: la adquisición de un recuerdo es distinta a la recuperación del mismo; hacen falta genes distintos en distintas partes del cerebro. Para recuperar el recuerdo, pero no para adquirirlo, es necesario que salgan impulsos del mushroom body, y para que se produzca esa salida es necesaria la activación de un gen. Pavlov pudo haber soñado que un día alguien entendería el cableado del cerebro que explicase el aprendizaje asociativo, pero seguro que no hubiera podido imaginar que alguien llegaría aún más lejos y caracterizaría la molécula específica. Y para qué mencionar que se descubriría que la llave del proceso, minuto a minuto, la tienen las pequeñas partículas de la herencia de Gregor Mendel.
Esta ciencia está todavía en pañales. Quienes se dedican al estudio del papel que tienen los genes en el aprendizaje y la memoria han encontrado un filón. Por ejemplo, Tully se ha puesto manos a la obra en la inmensa tarea de entender cómo esos genes de la memoria alteran algunas de las sinapsis entre su propia neurona y la vecina, mientras que ni siquiera tocan otras sinapsis. Cada neurona tiene de media setenta sinapsis que la conectan con otras células. De alguna manera, la función en el núcleo celular del gen CREB, que está en el cromosoma 1, es activar otro grupo de genes, que a su vez tienen que enviar sus productos de la transcripción sólo a las sinapsis precisas, donde serán utilizados para modificar la intensidad de la conexión. Al final, Tully ha encontrado una vía que le permite entender cómo se lleva a cabo ese proceso[8].
Aun así, CREB es sólo una parte de la historia. Seth Grant ha encontrado indicios de que muchos de los genes necesarios para el aprendizaje y la memoria son algo más que parte de una red secuencial; en efecto, consiguen formar una máquina a la que él llama Hebbosome (por razones que se aclararán después). Una de esas Hebbosome consiste en al menos 75 proteínas diferentes —es decir, el producto de 75 genes— y parece que funciona como una única máquina compleja[9].
HACER LLORAR A LOS NIÑOS
Prometí que volvería a John B. Watson. Creció aislado y pobre en la Carolina del Sur rural y era hijo de una madre devota y de un padre mujeriego, que abandonó el hogar cuando Watson tenía 13 años. Este pasado le proporcionó —a través de sus genes o de la experiencia— un carácter fuerte y agresivo. Fue adolescente violento, marido infiel y padre dominante, que llevó a un hijo suyo al suicidio y a una nieta a la bebida, y que finalmente se convirtió en un jubilado amargado y enclaustrado. Provocó además una revolución en el estudio del comportamiento humano. Harto de la palabrería que pasaba por ser psicología, en 1913 esbozó un audaz manifiesto para reformarla y lo expuso en una conferencia titulada «La psicología como la ven los conductistas»[10].
La introspección, anunció, debe cesar. Según la leyenda, Watson se enfadó mucho cuando le pidieron que imaginara lo que le pasa por la cabeza a una rata cuando corre a través de un laberinto. Tenía una envidia patológica a la física. Había que poner cimientos sólidos a la ciencia de la psicología. Lo que contaba era el comportamiento, no el pensamiento. «El tema más importante de la psicología humana es el comportamiento del ser humano». En otras palabras, el psicólogo debería estudiar tanto lo que entra en el organismo como lo que sale, no los procesos intermedios. Los principios que gobernaban el aprendizaje podían deducirse en cualquier animal y ser aplicados a las personas.
Watson elaboró sus ideas a partir de tres corrientes de pensamiento. William James, aunque era innatista, había enfatizado el papel que tenía la adquisición de las costumbres en el comportamiento humano. Edward Thorndike había ido más lejos, acuñando el término «ley del efecto» por la que los animales repetían acciones que les producían un resultado agradable y no repetían acciones con consecuencias desagradables; una idea que también se conoce con otros nombres: aprender con refuerzos (o premios), aprender por ensayo y error, condicionamiento instrumental, condicionamiento operante (a los psicólogos les encanta su jerga). En los experimentos de Thorndike, un gato encontraba la manivela para abrir la puerta de su jaula gracias al ensayo–error; y después de varios intentos sabía exactamente cómo abrir la puerta. Aunque los trabajos de Pavlov no fueron traducidos hasta el año 1927, Watson los conocía gracias a su amigo Robert Yerkes, y enseguida se dio cuenta de que el condicionamiento clásico o pavloviano era el aspecto esencial del aprendizaje. Por fin aparecía un psicólogo tan riguroso como los físicos: «Vi la enorme contribución que había hecho Pavlov y lo sencillo que era considerar la respuesta condicionada como la unidad de lo que todos habíamos llamado HÁBITO»[11].
En 1920, Watson y su ayudante Rosalie Rayner hicieron un experimento que convenció a Watson de que las reacciones emocionales pueden estar condicionadas y que, con toda libertad, se podía tratar a los seres humanos como ratas sin pelo. Fue un experimento que posteriormente tuvo mucha influencia. Merece la pena decir algo sobre Rayner aquí. Tenía 19 años y era sobrina de un prestigioso senador, famoso por haber presidido los juicios relacionados con el hundimiento del Titanic. Era guapa y rica y conducía su coche de la marca Stuzt Bearcat por las calles de Baltimore. Watson se enamoró de ella y ella de él. La mujer de Watson encontró en el abrigo de su marido una carta de amor de Rayner pero su abogado le aconsejó que, antes de enfrentarse a él, encontrase una carta escrita por Watson, no dirigida a él. Fue a tomar café a casa de Rayner y estando allí simuló una jaqueca y pidió que la dejaran tumbarse. Una vez arriba, se encerró en la habitación de Rosalie, rebuscó por todas partes y encontró 14 cartas de amor escritas por su marido. El consiguiente escándalo le costó a Watson su carrera académica. Se divorció de su mujer, se casó con Rayner y abandonó la psicología por una nueva carrera en publicidad con J. Walter Thompson. Diseñó una campaña publicitaria, que tuvo mucho éxito, para los polvos de bebé Johnson y convenció a la reina de Rumanía de que recomendase la crema Pond para la cara.
El sujeto del experimento que esos dos tórtolos realizaron en 1920 fue un niño llamado Albert B, que había estado en el hospital desde su nacimiento (se ha dicho que Albert era el hijo ilegítimo de Watson y de una enfermera, pero no he podido encontrar pruebas de ello). Cuando Albert tenía once meses, Watson y Rayner le mostraron una serie de objetos, entre ellos una rata. Ninguno de los objetos asustó a Albert; le gustaba jugar con la rata. Pero cuando, de pronto, dieron un martillazo en una barra de hierro, lógicamente, Albert se puso a llorar. Los dos psicólogos se pusieron a martillear la barra cada vez que Albert tocaba la rata. A los pocos días, casi con toda probabilidad Albert lloraría en cuanto apareciera la rata, una respuesta condicionada de miedo. Y también le asustaban un conejo blanco y un abrigo de piel de foca, aparentemente había traspasado su miedo a cualquier cosa blanca con pelo. Con su sarcasmo característico, Watson anunció la moraleja del cuento:
Dentro de veinte años, los freudianos, a menos que cambien de hipótesis, cuando analicen el miedo de Albert a los abrigos de piel de foca —suponiendo que vaya a psicoanalizarse a esa edad— desentrañarán un sueño por el cual su análisis mostrará que a los tres años Albert intentó jugar con el vello púbico de su madre y le regañaron violentamente por ello[12].
A mediados de la década de 1920, Watson estaba convencido no sólo de que el condicionamiento era parte del aprendizaje de los humanos respecto al mundo, sino que además era el elemento principal. Conectó con una tendencia académica que adquiría cada día más adeptos y que preconizaba la superioridad del ambiente sobre la herencia, y lanzó una extraordinaria propuesta:
Denme una docena de niños sanos, bien desarrollados, y mi propio y específico mundo para criarles y les garantizo que si tomo al azar a uno de ellos puedo educarle de modo que se convierta en cualquiera de los especialistas que queramos elegir —médico, abogado, artista, hombre de negocios y, vale, incluso mendigo o ladrón— independientemente de sus inclinaciones, tendencias, capacidad, vocación y de la raza de sus antepasados[13].
REDISEÑAR A LAS PERSONAS
Curiosamente, cinco años antes de que Watson lanzara su propuesta un hombre muy poderoso había tenido la misma idea: Vladimir Ilyich Lenin. Como Pavlov, Lenin tenía influencias del ambientalismo de Sechenov, que había aprendido gracias a los escritos de Nikolai Chernyshevsky. Se cuenta que, dos años después de la revolución rusa, Lenin hizo una visita secreta a la fábrica de psicología de Pavlov y le preguntó si era posible realizar un trabajo de ingeniería en la naturaleza humana[14]. No existe nada documentado de esa reunión, de modo que se desconoce el punto de vista de Pavlov sobre la cuestión. Quizá tenía otras preocupaciones más acuciantes: debido a la hambruna provocada por la guerra civil, los perros del instituto se morían de hambre y lo único que los investigadores podían hacer para mantenerlos con vida era compartir sus magras raciones con ellos. Pavlov había empezado a cultivar su propio huerto en el instituto, predicando con el ejemplo y animando a sus alumnos a disfrutar de las actividades de la horticultura con la misma energía con la que había conseguido animarles a disfrutar de las actividades científicas[15]. No nos ha llegado mención alguna de que Pavlov animara políticamente a Lenin. Pavlov era un conocido crítico de la Revolución, aunque se aplacaba un poco cuando recibía los favores de los comisarios.
Lenin sabía que, sin duda, el éxito del comunismo radicaba en el supuesto de que la naturaleza humana pudiera ser aleccionada para aceptar un cambio de sistema. «Se puede corregir al hombre», dijo. «Se puede hacer del hombre lo que queramos que sea». Y Trotsky se hizo eco diciendo: «Producir una nueva y “mejorada versión” del hombre, esa es la futura tarea del Comunismo»[16]. Una buena parte del debate marxista giró alrededor de la cuestión de cuánto tiempo se tardaría en producir el «hombre nuevo». Un objetivo de ese tipo no tiene sentido a menos que la naturaleza humana sea totalmente maleable. Por eso el comunismo siempre ha tenido un interés particular en el ambiente más que en la genética. Pero el Estado puso en práctica ese concepto con bastante lentitud. En la década de 1920, incluso la Unión Soviética se vio inmersa en el entusiasmo global por la eugenesia. En 1922, N. A. Semashko trazó un programa ambicioso de eugenesia socialista, elogiando la inconcebible idea de que la eugenesia «situará los intereses de la sociedad en su conjunto en primer lugar, por delante de los intereses individuales de las personas». Había que crear al «hombre nuevo». Pero bajo el mandato de Stalin, la eugenesia soviética se vino abajo. Los líderes comunistas se dieron cuenta de que ponerla en práctica no sólo costaría varias generaciones, sino que además proteger a la intelligentsia mediante la selección entraba en contradicción con la clara preferencia del secretario general por perseguir intelectuales. Después de la llegada al poder de los nazis en Alemania, había además otra razón para rechazar la eugenesia: el estudio de la herencia humana fue equiparado al credo rival del fascismo. Enseguida, los eugenistas rusos empezaron a ser criticados por sus creencias sobre la herencia, por no «aferrarse a las fuerzas dinámicas de la sociedad»[17].
La persona que se aferraría a las fuerzas dinámicas de la sociedad llegó desde un lugar inesperado. En la década de 1920, con Rusia en plena hambruna, el gobierno descubrió a Ivan Vladimirovich Michurin, un paranoico chiflado que cultivaba manzanas cerca de Kozlov. Michurin reivindicaba cosas absurdas como que podía conseguir una segunda generación de peras más dulces si las regaba con agua azucarada, o que los injertos producían híbridos. De repente, se vio colmado de honores y subvenciones por parte de un gobierno desesperado por encontrar vías rápidas de estimular la producción de alimentos. El michurinismo fue impulsado como una ciencia nueva que sustituiría al mendelianismo.
El escenario estaba preparado para que se produjera un golpe de estado en la ciencia. Un joven llamado Trofim Denisovich Lysenko se las arregló para atraer la atención del periódico Pravda porque decía que con las teorías michurinistas era capaz de cultivar una cosecha de trigo mejor. En aquel momento, excepto en el extremo más al sur del país, se perdían las cosechas de trigo de invierno debido a las heladas invernales, mientras que a veces el trigo de primavera germinaba demasiado tarde y se perdían las cosechas por la sequía. Lo primero que Lysenko dijo fue que había conseguido cultivar un trigo de invierno más fuerte «entrenándolo». En la temporada 1928–1929 se plantaron siete millones de hectáreas con su técnica: todas las cosechas se perdieron. Sin alterarse, Lysenko se dedicó entonces al trigo de primavera, diciendo que simplemente humedeciéndolo —la vernalización— maduraría más rápidamente. Una vez más, lo único que consiguió fue exacerbar la hambruna. Para 1933 se había abandonado la vernalización.
Pero Lysenko, a quien se le daba mejor la política que la ciencia, continuó prosperando y enseguida empezó a propagar sus ideas a modo de una nueva forma de ciencia que desautorizaba la teoría del gen y desmantelaba los principios del darwinismo. Decía que la clave de la evolución era la ayuda mutua, no la competitividad. Los genes eran una ficción metafísica; el reduccionismo era un error. En el organismo no existe ninguna sustancia especial, sólo el cuerpo sin más. […] Negamos las pequeñas piezas, los corpúsculos de la herencia (los científicos rusos fueron autorizados a estudiar el ADN después del año 1961, pero Lysenko en su estilo confuso, discutió que la doble hélice era un concepto insensato: «Trata del desdoblamiento, pero no de la división de una única cosa en sus opuestos, es decir, en la repetición mediante el aumento, pero no mediante el desarrollo»[18]). El lysenkismo era una ciencia orgánica, «holística» y un «himno a la unión natural del hombre con el medio ambiente vivo». Sus seguidores desdeñaron las demandas de datos que pudieran demostrar sus teorías y preferían la bucólica sabiduría popular.
A lo largo de la década de 1930, los seguidores de Lysenko libraron una batalla cada vez más dura con la biología soviética para conseguir la supremacía sobre la genética. Paulatinamente fueron ganando terreno y finalmente en 1948 Lysenko consiguió el apoyo total por parte del estado. La genética fue suprimida; los genetistas fueron arrestados y muchos murieron. La muerte de Stalin en 1953 no supuso diferencia alguna, ya que Jruschov era un viejo amigo y partidario de Lysenko. Aun así, era cada vez más obvio para los científicos rusos —aunque no para muchos biólogos extranjeros, que continuaban perdonando a Lysenko— que el tipo estaba trastornado. Literalmente, declaró que había creado un abedul que daba avellanas (también decía que había desarrollado una planta de trigo que producía semillas de centeno, y que había visto a cucos salir de huevos de currucas).
Lysenko cayó junto a Jruschov en 1964. En realidad, él tuvo parte de culpa en la caída de Jruschov. El lysenkismo estaba en el orden del día de la reunión del Comité Central que depuso a Jruschov, y el cargo principal del que se acusó al líder del partido fue el estancamiento en la producción agrícola desde 1958. Lysenko cayó en desgracia, pero durante muchos años se acallaron las críticas. Su ciencia desapareció sin dejar rastro[19].
NADA MÁS QUE…
Puede parecer que esa historia agrícola tiene poco que ver con la naturaleza humana. Como dijo David Joravsky, historiador del lysenkismo: «Cualquier parecido con el pensamiento científico auténtico era pura coincidencia». Pero nos da una idea del trasfondo contra el que trabajaba la biología soviética. El ambientalismo llevado al extremo, que había comenzado mucho antes de la revolución con Sechenov y que alcanzó su apogeo bajo Lysenko, marcó el ritmo de lo que ocurriría durante la mayor parte del siglo en Rusia. Y, de forma consciente o inconsciente, reverberó por todo el mundo occidental. Las ideas de Pavlov y de Watson sobre cómo tiene lugar el aprendizaje, las tomaron muchos como prueba de que el único proceso que se produce en el individuo es el aprendizaje. De una manera explícita, el marxismo adoptó el excepcionalismo humano, argumentando que la historia de la humanidad había pasado de la biología a la cultura en un momento concreto (decía Lysenko: «El hombre, gracias a su mente, dejó de ser un animal hace tiempo»). También a Marx se le adjudica haber trascendido la contradicción entre el «es» y el «debería», la famosa falacia naturalista de David Hume y G. E. Moore. Hacia finales de la década de 1940, se extendió por todo el mundo occidental, del mismo modo que el socialismo, la idea de que, en claro contraste con los animales, los seres humanos son un producto del ambiente y la cultura, relacionada con que ese hecho es una necesidad tanto moral como científica.
«Si el determinismo genético es cierto», escribió Stephen Jay Gould, «también aprenderemos a vivir con él. Pero reitero mi afirmación de que no existen pruebas que lo apoyen, que las rudimentarias versiones de siglos anteriores han quedado rechazadas de forma concluyente y que su continua vigencia está en función de un prejuicio social entre aquellos que más se benefician del status quo»[20]. Este razonamiento ocasionó bastantes problemas. Como han argumentado distintos biólogos desde Ernst Mayr a Steven Pinker, no es sólo una equivocación basar los principios y la moral en la presunción de la maleabilidad de la naturaleza humana, también es peligroso. En cuanto los biólogos empezaron a descubrir que, hasta cierto punto, el comportamiento tenía un origen innato, genético, había que inventar otro argumento para la moral. Pinker dijo:
Desde que [las ciencias sociales] se obcecaron en mantener el dudoso razonamiento de que el racismo, el sexismo, las desigualdades en la guerra y la política eran desatinos desde el punto de vista de la lógica, o de hecho conceptos incorrectos, porque la naturaleza humana como tal no existe (en lugar de considerarlos moralmente despreciables, independientemente de los detalles de la naturaleza humana), cualquier descubrimiento sobre la naturaleza humana venía a decir, más o menos, que después de todo el racismo, el sexismo, las desigualdades en la guerra y la política no eran del todo malas, según su propio razonamiento[21].
Tengo que repetirme para ser totalmente claro. No hay nada objetivamente malo en decir que los seres humanos son capaces de aprender, o que pueden ser condicionados para asociar un estímulo, o que pueden reaccionar frente a una recompensa o un castigo, o cualquier otro aspecto de la teoría del aprendizaje. Todos los aspectos anteriores son, además de hechos, ladrillos fundamentales para el muro que estoy construyendo. Pero eso no puede ir seguido de que, por todo lo anterior, los seres humanos no tienen instintos, del mismo modo que no podría decirse que si los seres humanos tienen instintos son incapaces de aprender. Las dos cosas podrían ser ciertas. El error puede estar en que creamos lo uno o lo otro y demos rienda suelta a lo que la filósofa Mary Midgley denomina «nothing buttery» (nada más que).
El sumo sacerdote del «nada más que» fue Burrhus Frederic Skinner, un seguidor de Watson, que elevó el conductismo a cotas muy altas de dogmatismo. El organismo, decía Skinner, es una caja negra que hay que abrir: lo único que hace es procesar señales desde el ambiente y convertirlas en respuestas apropiadas, sin añadir nada de su conocimiento innato. Skinner, incluso más que Watson, definió la psicología basándose en algo que no es cierto respecto a la naturaleza humana: que las personas no tienen instintos. Incluso cuando posteriormente admitió que el comportamiento humano tiene un componente innato, equiparó este al destino —las características innatas «no pueden ser manipuladas una vez que el individuo es concebido»— una vez más probando que los críticos de lo innato tienen en la cabeza un modelo genético más determinista que quienes lo apoyan. Los ambientalistas eran más fatalistas respecto a los genes que los propios defensores de la herencia.
Me cuesta ser positivo cuando leo a Skinner. Sus experimentos relativos al condicionamiento operante fueron sin duda brillantes; la invención de la caja de Skinner, en la que una paloma podía ser recompensada o castigada en función de un diseño experimental, fue una maravilla tecnológica; su honradez intelectual fue indudable. Al contrario que algunos conductistas, no pretendió que el ambientalismo no fuese determinista. En mi propia vida a veces obedezco sus dogmas. Me comporto como una paloma en una caja de Skinner cuando voy a pescar: fueron los skinnerianos los que descubrieron que un programa de refuerzo al azar es excepcionalmente efectivo para mantener a la paloma picoteando el símbolo, o al pescador arrojándose a la corriente. Me comporto como la propia caja de Skinner siempre que intento condicionar los modales de mis hijos en la mesa con premios y castigos.
A pesar de todo no puedo admirar a un hombre que durante los primeros dos años de vida de su hija Debby, la confinó con regularidad en una especie de caja de Skinner. La «cuna de aire» era una caja totalmente insonorizada que tenía una pequeña ventana, y estaba provista de una entrada de aire filtrado y humidificado, de la que la niña salía sólo para jugar y comer de manera programada. Skinner también publicó un libro atacando la libertad y la dignidad como conceptos pasados de moda. En 1948, el mismo año en que apareció el libro de George Orwell 1984, publicó un relato de ficción sobre la utopía que tiene casi tan mal aspecto como el infierno de Orwell. Hablaré más sobre esto después. Mi intención aquí es describir el declive y caída del skinnerismo, porque abrió un capítulo nuevo y fascinante de la historia del aprendizaje. Todo empezó con una cría de mono en Wisconsin.
Harry Harlow era un psicólogo jovial del Medio Oeste estadounidense, adicto a los juegos de palabras y a las rimas, y que se revelaba contra los límites de su formación en conductismo. Su verdadero nombre era Harry Israel. Estudió en Stanford con el intransigente psicólogo Lewis Terman (que insistió en que Harry se pusiese el nombre de Harlow porque sonaba menos judío y así aumentarían sus posibilidades de encontrar un trabajo). Nunca se creyó realmente que sólo el premio y el castigo determinaban a la mente. Como no pudo tener un laboratorio con ratas, se puso a criar monos en un laboratorio casero cuando en 1930 se trasladó a la Universidad de Wisconsin, en Madison. Pero enseguida se dio cuenta de que sus retoños de mono, separados de sus padres y criados en un ambiente perfectamente pulcro, y aislados de toda posible enfermedad, cuando llegaban a la edad adulta eran seres miedosos, poco sociables y claramente infelices. Se aferraban a cualquier trozo de tela como si fueran tablas de salvación. A finales de los años cincuenta, mientras Harlow viajaba en avión de Detroit a Madison miró por la ventanilla y vio las nubes blancas y algodonosas sobre el lago Michigan y aquello le recordó a los monitos aferrándose a sus telas. Entonces se le ocurrió una idea para hacer un experimento. ¿Por qué no darle a una cría de mono la posibilidad de elegir entre un modelo de madre hecho de tela, que no ofreciese ningún tipo de recompensa, y otro hecho de alambres y que le recompensase con leche?, ¿cuál de los dos elegiría?
A los alumnos de Harlow y a sus colegas les pareció una idea horrorosa. Era una hipótesis demasiado inconsistente para la rigurosa ciencia del comportamiento. Al final consiguió persuadir a Robert Zimmerman para que realizase el experimento, con la promesa de que después podría quedarse con las crías de mono para hacer un trabajo más útil. Pusieron a ocho crías de mono enjaulas separadas y en cada una de ellas había un modelo de madre hecho de tela y otro hecho de alambres. Después, a los dos modelos les colocaron una cabeza semejante a la de una mona hecha de madera, más que nada para satisfacer a los observadores humanos. En cuatro de las jaulas la madre de tela tenía una botella y un pecho del que poder beber. En las otras cuatro, la leche llegaba a través de las madres de alambre. Si esas cuatro crías de mono hubieran leído a Watson y a Skinner enseguida hubieran asociado al modelo de alambre con la comida y les hubiera encantado el alambre. Sus madres de alambre les recompensaban generosamente, mientras que las de tela les ninguneaban. Pero los monitos pasaban casi todo el tiempo con las madres de tela; sólo dejaban la seguridad de la tela para beber de las madres de alambre. En una famosa fotografía, se ve a una cría de mono enganchada con las patas a la madre de tela, inclinándose para beber la leche de una madre de alambre[22].
A este experimento le siguieron otros similares —las madres que se mecían eran preferidas respecto a las madres que estaban quietas, y las que estaban calientes respecto a las que estaban heladas—. En 1958, Harlow anunció sus resultados en su disertación como presidente de la Asociación Americana de Psicología, y tituló la conferencia, con toda la intención de provocar, «La Naturaleza del Amor». Le había dado un golpe letal al skinnerismo, que se había colocado a sí mismo en la absurda situación de proclamar que la base del amor que un niño siente por su madre era únicamente que la madre era su fuente de alimentación. En el amor había algo más que sólo recompensa y castigo; había algo innato y beneficioso por sí mismo en la preferencia de un bebé por una madre cálida y suave. «El hombre no puede vivir sólo de leche», dijo Harlow con cierto sarcasmo. «El amor es una emoción que no precisa ser alimentada con un biberón o con una cuchara»[23].
El poder de asociación tenía un límite, un límite suministrado por las preferencias innatas. Hoy día, estos resultados parecen absurdamente obvios pero, incluso entonces, le hubieran parecido obvios a cualquiera que hubiese leído el trabajo de Tinbergen sobre los desencadenantes del comportamiento en las gaviotas y en los peces espinosos. Pero los psicólogos no hicieron caso de la etología, y el conductismo dominaba de tal modo la psicología que la conferencia de Harlow realmente sorprendió a mucha gente. Había aparecido una grieta en el edificio del conductismo, una grieta que se iría haciendo cada vez más grande.
A lo largo de la década de 1960, los psicólogos redescubrieron con gran esfuerzo una idea que es de sentido común y que dice que a las personas y a los animales unas cosas les parecen más fáciles de aprender que otras. A las palomas se les da bastante bien picotear los símbolos de la caja de Skinner. Las ratas son muy buenas dentro de los laberintos. A finales de los años sesenta, Martin Seligman había desarrollado el concepto vital de «aprendizaje preparado», que era casi exactamente el polo opuesto al imprinting. En el imprinting una cría de oca recibe la impronta del primer objeto en movimiento con el que se encuentra, sea su madre oca o un profesor. El aprendizaje es automático e irreversible, pero se puede producir un apego a una amplia variedad de objetos. En el aprendizaje preparado el animal puede, por ejemplo, aprender a temer a una serpiente con bastante facilidad, pero le cuesta aprender a temer a una flor: con ese tipo de aprendizaje sólo se produce el apego a un escaso margen de objetos, y sin ellos no se producirá el apego.
Este hecho fue demostrado gracias a otro grupo de monos en Wisconsin, en una generación posterior a la de Harlow. Susan Mineka era una alumna de Seligman y cuando se trasladó a Wisconsin en 1980 diseñó un experimento para demostrar el concepto del aprendizaje preparado. A fecha de hoy, guarda los vídeos originales del experimento en una caja de cartón en su despacho. La pista que siguió fue el hecho, conocido desde 1964, de que los monos criados en laboratorio no tienen miedo a las serpientes, mientras que los criados en libertad se mueren de miedo con ellas. Pero no puede ser que todos los monos criados en libertad hayan tenido una mala experiencia pavloviana con una serpiente. Como el daño que producen las serpientes suele ser letal, hay pocas posibilidades de aprender por condicionamiento que las picaduras de serpientes son venenosas. La hipótesis de la que partió Mineka era que los monos debían adquirir el miedo a las serpientes indirectamente, observando las reacciones de otros monos a las serpientes. Los monos criados en laboratorio, al no tener esa experiencia, no adquieren el miedo.
Lo primero que hizo fue coger seis crías de mono nacidas en cautividad, de madres nacidas en libertad, y cuando las crías estaban solas les enseñó las serpientes. No se mostraron especialmente asustadas e incluso cuando se les presentó la posibilidad de pasar por encima de una serpiente para coger comida, los hambrientos monos no dudaron en hacerlo. Y entonces les mostraron las serpientes en presencia de las madres. La reacción de horror de las madres —que se subían al techo de la jaula, se mordían los labios, se sacudían las orejas y hacían muecas— fue inmediatamente captada por las crías, que a partir de entonces siempre tuvieron miedo, incluso de una serpiente de goma (en lo sucesivo, Mineka utilizó serpientes de juguete, que eran más fáciles de controlar).
A continuación, demostró que esa lección la podían aprender con la misma facilidad tanto de un mono extraño como de una figura parental, y que a partir de ahí podían pasársela a otro mono: un mono podía adquirir el miedo a las serpientes de otro que había adquirido su propio miedo de ese modo. Lo siguiente que Mineka quería saber era si con la misma facilidad se podía enseñar a un mono inocente a tener miedo a alguna otra cosa, por ejemplo a una flor. El problema era cómo hacer que el primer mono reaccionase con miedo a una flor. Un colega de Mineka, Chuck Snowdon, le sugirió que usara una tecnología recientemente inventada, las cintas de vídeo. Si conseguía que los monos mirasen las cintas de vídeo y aprendiesen a partir de lo que veían en ellas, entonces podrían manipularlas de manera que pareciese que el mono «enseñante» tenía miedo de una flor cuando en realidad lo que hacía era reaccionar frente a una serpiente.
Y funcionó. Los monos no tuvieron dificultad en ver unas cintas con otros monos y reaccionaron de la misma manera que lo habían hecho con los monos de verdad. Entonces Mineka hizo un montaje con dos escenas diferentes y las puso en la misma cinta, una en cada mitad de la pantalla. Lo que se veía era que un mono pasaba tan tranquilo por encima de una serpiente de juguete para coger comida o que un mono reaccionaba con terror frente a una flor. Mineka enseñó las cintas falseadas a los monos inocentes criados en el laboratorio. Como respuesta a la cinta «real» (miedo en respuesta a una serpiente, indiferencia como respuesta a una flor), los monos inmediata y firmemente sacaron la conclusión de que las serpientes son aterradoras. Como respuesta a la cinta «falsa» (miedo como respuesta a una flor, indiferencia frente a una serpiente), los monos sencillamente concluyeron que algunos monos están locos. Y no adquirieron el miedo a las flores[24].
En mi opinión, ese fue uno de los momentos más importantes de la psicología experimental, junto con la madre de alambre de Harlow. El experimento se ha repetido de muchas maneras distintas, y siempre emerge la misma clara conclusión: los monos aprenden fácilmente a tener miedo a las serpientes; y no aprenden tan rápidamente a tener miedo a la mayoría de otros objetos. Esto muestra que en el aprendizaje hay una parte de instinto, del mismo modo que el imprinting revela que hay una parte de aprendizaje en el instinto. El experimento de Mineka se ha sometido al concienzudo escrutinio de los fanáticos de la tabla rasa, locos por encontrar algún defecto en él, pero hasta ahora el experimento se resiste a que lo derriben de su pedestal.
Los monos no son personas, pero no hay duda de que hay bastante gente a la que le dan miedo las serpientes. El miedo a las serpientes es una de las fobias más comunes. Curiosamente, mucha gente cuenta que ha desarrollado su miedo a través de experiencias indirectas, tales como ver a una figura parental reaccionar con miedo frente a una serpiente[25]. También es habitual que a la gente le den miedo las arañas, la oscuridad, las alturas, las aguas profundas, los espacios pequeños y los truenos. Todas esas cosas suponían una amenaza para los habitantes de la Edad de Piedra, mientras que algunas amenazas de la vida moderna, que son mucho más peligrosas —los coches, los esquís, las pistolas, los enchufes— sencillamente no provocan ese tipo de fobias. Es un desafío para el sentido común no observar la influencia de la evolución en este caso: los cerebros humanos están precableados para aprender los miedos que eran relevantes en la Edad de Piedra. Y la única vía por la que la que la evolución puede transmitir esa información desde el pasado al diseño de la mente actual es por la vía genética. Eso son los genes: elementos de un sistema de información que recogen los hechos relativos al mundo del pasado y mediante un buen diseño los incorporan al futuro a través de la selección natural.
Por supuesto, yo no puedo probar esas últimas afirmaciones. Puedo presentar muchas pruebas de que el miedo condicionado, en los seres humanos y en otros animales, depende en gran medida de la amígdala, una pequeña estructura que está en la base del cráneo[26]. Incluso puedo dar indicios sobre cuáles son los siervos de Vulcano que están cavando las zanjas desde —y hacia— la amígdala y cómo lo hacen (parece que facilitando las sinapsis de glutamato). Puedo contarles estudios con gemelos que demuestran que las fobias son hereditarias, lo que implica un trabajo de los genes. Aunque no tengo la seguridad de que todo eso esté diseñado de acuerdo a un plan establecido en una orden genética, para que el cableado del cerebro se realice de ese modo. Pero no encuentro una explicación mejor. El aprendizaje del miedo parece seguir un modelo bien definido, parece uno de los elementos de la navaja suiza que podríamos decir que es el cerebro. Es casi automático, está encapsulado, es selectivo y funciona mediante un circuito neural selectivo.
Pero aun así hay que aprenderlo. Y también se puede aprender a tener miedo de los coches, del torno del dentista o de los abrigos de piel de foca. Está claro que el condicionamiento pavloviano puede crear una reacción de miedo frente a cualquier cosa. Pero no cabe duda de que puede establecer un miedo más firme, más rápido y más duradero por las serpientes que por los coches, y lo mismo ocurre con el aprendizaje social. En un experimento, los individuos fueron condicionados para temer a las serpientes, a las arañas, a los enchufes o a las figuras geométricas. El temor a las arañas y a las serpientes duró mucho más tiempo que los otros miedos. En otro experimento, los individuos fueron condicionados (mediante el fuerte sonido de un gong) a tener miedo a las serpientes o a las pistolas. De nuevo, el miedo a las serpientes duró más tiempo que el miedo a las pistolas, incluso aunque las serpientes no hacen bang[27].
Que un miedo se pueda aprender con facilidad no quiere decir que no pueda ser evitado o que pueda revertirse. Los monos que vieron los vídeos de otros monos que ninguneaban tranquilamente a las serpientes se hicieron resistentes al aprendizaje del miedo a las serpientes, incluso si posteriormente fueron expuestos a un vídeo de un mono alarmado. Los niños que tienen a serpientes como mascotas, aparentemente pueden «inmunizar» a sus amigos frente al aprendizaje del miedo a las serpientes. Por eso insiste Mineka que no es un instinto cerrado. Sigue siendo un ejemplo de aprendizaje. Pero el aprendizaje no requiere únicamente unos genes que pongan en marcha el sistema de aprendizaje sino también genes que lo hagan funcionar.
Lo más emocionante respecto a esta historia es de qué modo une las dos cuestiones que estoy explorando en este libro. Superficialmente, el miedo a las serpientes parece un instinto. Es modular, automático y adaptativo. Es en buena parte hereditario, los estudios con gemelos muestran que las fobias, como la personalidad, no le deben nada a un ambiente compartido sino que en buena medida se lo deben a los genes compartidos[28]. Pero a pesar de todo, los experimentos de Mineka demuestran que es totalmente aprendido. ¿Ha habido antes un caso más evidente de la herencia a través del ambiente? El propio aprendizaje es un instinto.
NERVIOS, REDES Y NÓDULOS
Hoy en día un conductista a ultranza es una rara avis. Gracias a la revolución cognitiva y a experimentos como los de Mineka, quedan pocos que no se hayan persuadido de que la mente humana aprende lo que se le da bien aprender, y que el aprendizaje exige más que un cerebro para usos múltiples; exige también dispositivos especiales, cada uno de ellos sensible al contenido y cada uno de ellos experto en extraer las cosas que ocurren regularmente en el ambiente. Los descubrimientos de Pavlov, Thorndike, Watson y Skinner son claves muy valiosas sobre cómo funcionan esos dispositivos, pero no son el polo opuesto a lo innato: dependen de una arquitectura que es innata.
Todavía queda un grupo de científicos que se resisten a inyectar demasiado innatismo a la teoría del aprendizaje. Se les llama conexionistas. Como de costumbre, lo que en realidad dicen respecto a cómo funciona el cerebro es casi lo mismo que lo que reivindican la mayoría de los innatistas. Pero, también como de costumbre en las argumentaciones sobre herencia y ambiente, los dos lados se empeñan en dejar al otro contra las cuerdas, y así se acentúan los recelos. La única diferencia que yo encuentro entre los dos es que los conexionistas enfatizan la apertura a nuevas destrezas y nuevas experiencias de los circuitos cerebrales, mientras que los innatistas enfatizan su especificidad. Si me permiten un latineo, los conexionistas ven la tabula medio rasa Y los innatistas la ven medio scripta.
El conexionismo realmente no trata en absoluto de cerebros reales. Trata de construir redes de ordenadores que puedan aprender. Se inspira en dos ideas: «la correlación hebbiana» y «la retro–propagación del error». La primera se refiere a un canadiense, Donald Hebb, que en 1949 comentó de pasada algo que le colocó para siempre en los libros de historia:
Cuando el axón de una célula A está suficientemente cerca de otra B como para tomar parte en excitarla, y lo hace persistentemente, suceden cambios metabólicos en una o ambas células de tal forma que se incrementa la eficiencia de A en excitar a B[29].
Lo que Hebb estaba diciendo era que el aprendizaje consiste en fortalecer las conexiones que se utilizan más frecuentemente. Los siervos de Vulcano cavan las zanjas que más se utilizan, haciendo que funcionen mejor. Curiosamente, Hebb no era conductista, más bien estaba totalmente en contra de la idea de Skinner de que la caja negra debía seguir cerrada. Quería saber lo que cambiaba dentro del cerebro y sospechó correctamente que era la intensidad de las sinapsis. El fenómeno de la memoria, a nivel molecular, parece ser totalmente hebbiano.
Unos años después de que Hebb expusiera su idea, Frank Rosenblatt creó un programa de ordenador llamado perceptrón, que consistía en dos capas de «nodos» o interruptores, cuyas conexiones podían ser modificadas. Su función consistía en variar la intensidad de las conexiones hasta que las salidas conseguían tener el patrón correcto. El perceptrón consiguió poco; pero treinta años después se añadió una tercera capa «oculta» de nodos entre las capas de entrada y de salida, y la red conexionista empezó a tener las propiedades de una máquina de aprendizaje primitiva, especialmente después de que se le enseñase «la retro–propagación del error». Esto significa que, cuando hay un error en la salida, la máquina ajusta la intensidad de las conexiones entre las unidades de la capa oculta y la capa de salida, modificando entonces la intensidad de las conexiones previas, de modo que la corrección del error se propaga de vuelta a la máquina. Básicamente, plantea la misma cuestión sobre el aprendizaje a partir de la predicción de errores que los pavlovianos modernos, y que Wolfram Schultz encontró claramente en el sistema dopamina humano[30].
Las redes conexionistas, diseñadas adecuadamente, son capaces de aprender las cosas que ocurren con regularidad en el mundo, de un modo que se asemeja ligeramente a la forma en que funciona el cerebro. Por ejemplo, se pueden usar para clasificar las palabras en nombre–verbo, animado–inanimado, animal–humano y así sucesivamente. Se daña, o «lesiona», parecen cometer errores parecidos a los que cometen los humanos después de un ictus. Algunos conexionistas creen que han dado los primeros pasos hacia la reproducción de las funciones básicas del cerebro.
Los conexionistas niegan que lo único en lo que piensan es en la asociación. No creen, como Pavlov, que el aprendizaje sea algo reflejo; tampoco, como Skinner, que un cerebro puede ser condicionado para aprender cualquier cosa con la misma facilidad. Sus unidades ocultas desempeñan el papel innato que Skinner rehusaba concederle al cerebro[31]. Pero lo que sí creen es que con un contenido mínimo previo, una red general puede aprender una amplia variedad de normas sobre cómo funciona el mundo.
En ese sentido se encuentran en la tradición empirista. No les Gusta el innatismo excesivo, deploran el énfasis en la modularidad masiva y les fastidia que se digan tonterías relacionadas con la asociación de los genes y el comportamiento. Como David Hume, creen que el conocimiento de la mente deriva en gran medida de la experiencia.
«Eso es lo bueno que tiene la ciencia cognitiva empirista: puedes dejar de estudiarla durante dos siglos y no te has perdido nada», dice el filósofo Jerry Fodor. Aunque Fodor se ha convertido en un crítico mordaz de los que van demasiado lejos con el innatismo, ni siquiera se plantea la alternativa conexionista. Sencillamente «no sirve», porque ni puede explicar la forma que tienen que adoptar los circuitos lógicos ni explica el problema de la inferencia abductiva «global»[32].
La objeción de Steven Pinker es más específica. Dice que los éxitos de los conexionistas son directamente proporcionales a la cantidad de conocimiento con que abastecen sus redes. Sólo especificando unas conexiones previamente se puede conseguir que una red aprenda algo útil. Pinker compara a los conexionistas con el hombre que dijo que podía hacer «sopa con piedras», cuantas más verduras añadía más rica estaba. Según Pinker, los éxitos recientes del conexionismo son un halago indirecto del innatismo[33].
En respuesta, los conexionistas dicen que ellos no niegan que los genes puedan crear el marco adecuado para el aprendizaje; sólo dicen que puede haber unas normas generales que regulen los cambios en las redes sinápticas cuando manifiestan el aprendizaje, y que redes similares pueden operar en lugares distintos del cerebro. Se aprovechan mucho de los últimos descubrimientos sobre la plasticidad neural. Las zonas cerebrales que no utilizan los sordos, o las personas con amputaciones, son recolocadas para cumplir funciones diferentes, lo que implica que esas zonas son multiusos. El lenguaje, que es normalmente una función del hemisferio izquierdo, algunas personas lo tienen en el derecho. Los violinistas tienen una corteza somatosensorial más grande de lo normal para la mano izquierda.
Nada más lejos de mi intención que juzgar esos razonamientos. Me limitaría únicamente a hacer mi juicio habitual: puede haber parte de verdad aunque no sea la respuesta completa. Yo creo que se descubrirán redes cerebrales que utilizan sus propiedades generales como mecanismos para aprender lo que ocurre regularmente en el mundo, y que utilizan principios similares a los de las redes de los conexionistas. También que en sistemas mentales distintos pueden aparecer redes similares de modo que el aprendizaje del reconocimiento de una cara pueda usar una arquitectura neuronal similar al aprendizaje de la reacción de miedo frente a una serpiente. Descubrir esas redes y describir sus similitudes será un trabajo fascinante. Pero yo también creo que habrá diferencias entre redes con funciones distintas, diferencias que codifiquen un conocimiento previo con la forma de un diseño evolutivo, en mayor o menor medida. Los empiristas enfatizan las similitudes; los innatistas enfatizan la diferencia.
Los conexionistas modernos, como otros empiristas antes que ellos —Hebb, Skinner, Watson, Thorndike y Pavlov, y cómo olvidar a Mill, Hume y Locke— sin duda han añadido un ladrillo al muro. Sólo se equivocan cuando tratan de sacar del muro el ladrillo de los otros, o cuando dicen que el muro sólo está hecho de ladrillos empiristas.
LA UTOPÍA NEWTONIANA
Esto me lleva de nuevo a Skinner. Recordarán que escribió una utopía. Describe un lugar tan espantoso como el de Un mundo feliz de Huxley o el de Kantsaywhere de Galton y es espantoso por la misma razón: ese lugar está desequilibrado. Un mundo puramente empírico que no estuviese atenuado por la genética sería tan terrible con un mundo puramente eugénico no atenuado por el ambiente.
El libro de Skinner, Walden Two, trata de una comuna que es como un agobiante cliché del fascismo. Los jóvenes se pasean por los pasillos y los jardines de la comuna sonriendo y ayudándose los unos a los otros, como hacía la gente en las películas de propaganda nazi o soviética; el conformismo represivo está por todas partes. No hay nubarrones de distopía en el cielo, y el protagonista Frazier es aún más inquietante porque su creador no puede evitar admirarle.
Las novela está narrada por un profesor, Burris. Dos antiguos alumnos suyos le llevan a visitar a un compañero, Frazier, que ha creado una comunidad que se llama Walden Two. Burris, con los alumnos y sus novias además de un cínico que se llama Castle, pasan dos semanas en Walden Two, admirando la aparentemente sociedad feliz, basada enteramente en el control científico del comportamiento humano. Castle se marcha carcajeándose; Burris le sigue al principio pero luego vuelve, atraído por el magnetismo de la visión de Frazier:
Nuestro amigo Castle está preocupado por el conflicto entre una dictadura desde la distancia y la libertad. ¿No sabe que simplemente se está cuestionando el viejo dilema entre la predestinación y la libre fuerza de voluntad? Todo lo que ocurre está contenido en un plan original, y aun así en cada etapa parece que el individuo está eligiendo y condicionando el resultado. Eso es lo que pasa en Walden Two. Nuestros miembros están prácticamente siempre haciendo lo que quieren —lo que eligen hacer— pero nosotros cuidamos de que lo que quieran hacer sean las cosas más provechosas para ellos y para la comunidad. Su comportamiento está determinado, pero aun así son libres[34].
Yo estoy con Castle. Pero por lo menos Skinner es sincero. Él ve a la naturaleza humana como formada por influencias externas, en una especie de mundo newtoniano de un determinismo ambiental lineal. Si los conductistas estuviesen en lo cierto, el mundo sería así: la naturaleza de una persona sería simplemente la suma de las influencias externas actuando sobre esa persona. Sería posible desarrollar una tecnología para controlar el comportamiento. En un prólogo añadido a la segunda edición en 1976, Skinner dice que algunas cosas se las ha pensado dos veces, aunque, como Lorenz, inevitablemente intenta conectar Walden Two con el movimiento ambientalista.
Según Skinner, sólo desmantelando ciudades y economías y reemplazándolas por comunas conductistas, podremos sobrevivir a la contaminación, al agotamiento de los recursos y a la catástrofe medioambiental: «Algo como Walden Two no sería un mal comienzo». Lo que realmente da miedo es que la visión de Skinner atrajo a unos cuantos seguidores que crearon una comuna e intentaron dirigirla según las palabras de Frazier. Sigue existiendo: se llama Walden Dos y está cerca de los Horcones en México[35].