CÁPITULO 6
LOS AÑOS DE FORMACIÓN
La infancia descubre al hombre como la mañana descubre al día.
JOHN MILTON, El paraíso reconquistado[1]
El ambiente es reversible; la herencia no lo es. Esta es la razón por la que durante un siglo los intelectuales han preferido ser optimistas y creer en la posibilidad de mejorar el ambiente, en lugar de creer en el deprimente calvinismo de los genes. ¿Qué pasaría si hubiera un planeta en el que las cosas fuesen al revés? Imaginemos que un científico descubre un mundo en el que viven criaturas inteligentes que no pueden hacer nada respecto al ambiente que les rodea, pero cuyos genes responden con una sensibilidad extraordinaria al mundo en el que viven.
No imaginemos nada más. Lo que intento en este capítulo es empezar a convencerles de que viven precisamente en ese planeta. En cierta medida las personas son el resultado del ambiente familiar, en el sentido parental más estricto de la palabra, por lo que serán además el resultado de unos acontecimientos tempranos e irreversibles. También en cierta medida son el resultado de los genes, que estarán expresando efectos nuevos hasta la edad adulta, y con frecuencia esos efectos estarán a merced del estilo de vida. Esta es una de esas sorpresas contradictorias que le encanta difundir a la ciencia, y además es uno de los hallazgos menos reconocidos y más significativos de los últimos años. Incluso sus descubridores, totalmente inmersos como estaban en las cuestiones de herencia y ambiente, no se han percatado del todo de lo revolucionarios que fueron sus descubrimientos.
En 1909, en unas zonas pantanosas del Danubio al este de Austria, cerca de Altenberg, un vecino le regaló a un niño de seis años llamado Konrad y a su amiga Gretl dos patitos recién nacidos. Los niños crearon una impronta en los patos, y estos les seguían a todas partes, creyendo que eran sus padres. «De lo que no nos dimos cuenta» dijo Konrad 64 años después, «fue de que en el mismo proceso los patitos crearon una impronta en mí. […] Toda una vida de esfuerzos está determinada por una experiencia decisiva en la infancia»[2]. En 1935, entonces ya casado con Gretl, describió de una manera bastante más científica de qué modo un ansarino, o cría de oca, poco después de salir del cascarón, fija su atención en lo primero que ve en movimiento y lo sigue a todas partes. Normalmente, lo primero que ve en movimiento es su madre, pero ocasionalmente resulta ser un catedrático con perilla. Lorenz se percató de que el periodo durante el cual se establece esa impronta es muy pequeño. Si la cría de oca tenía menos de 15 horas de vida o más de tres días, no se creaba la impronta. Una vez establecida, el animal se bloqueaba y no podía aprender a seguir a una figura materna distinta[3].
En realidad Lorenz no fue el primero en describir el imprinting o impronta. Más de sesenta años antes, el naturalista inglés Douglas Alexander Spalding había definido que una experiencia temprana «queda grabada» en el cerebro de un animal: básicamente la misma metáfora. Se sabe muy poco de Spalding, pero lo poco que se sabe es tan extraño que resulta interesante. John Stuart Mill conoció a Spalding en Avignon y le consiguió un trabajo como tutor del hermano mayor de Bertrand Russell. Los padres de Russell, el vizconde y la vizcondesa de Amberley, pensaron que no era adecuado que Spalding tuviera descendencia porque era tísico. Pero también pensaron que no era adecuado que las necesidades sexuales naturales de un hombre no fuesen satisfechas, y decidieron que había que resolver el dilema de la manera más sencilla: con la ayuda de la propia Lady Amberley. Lady Amberley cumplió su tarea con gran dedicación, pero murió en 1874 seguida de su marido en 1876, quien previamente había designado a Spalding como uno de los tutores de Bertrand Russell. Cuando el conde Russell, el anciano abuelo, descubrió la aventura, indignado se proclamó inmediatamente tutor del joven Bertrand y ejerció como tal hasta que murió en 1878. Mientras tanto, Spalding había fallecido en 1877 a consecuencia de su tuberculosis.
El oscuro héroe de esta tragedia griega parece que anticipó en sus escritos muchos de los grandes temas de la psicología del siglo XX, entre otros el conductismo. Describió también cómo un pollito recién nacido «seguirá a cualquier objeto en movimiento. Y, si se deja guiar sólo por la vista, no parece tener una mayor disposición a seguir a una gallina que a un pato o a un ser humano… Existe un instinto a seguir; y antes que la experiencia, es el sentido del oído el que le vincula al objeto adecuado». Spalding explicó que si le ponía a un pollito una capucha durante los primeros cuatro días de vida, este huía de su lado nada más quitársela, pero que si se la quitaba un día antes, corría hacia él[4]
Sin embargo, Spalding pasó desapercibido y fue Lorenz quien colocó al imprinting (en alemán, Pragung) en el mapa de la ciencia. Fue Lorenz quien describió el concepto de periodo crítico: una ventana durante la cual el entorno actúa irreversiblemente en el desarrollo de la conducta. A Lorenz le parecía importante el imprinting porque era en sí mismo un instinto. Para una cría de oca recién nacida, la tendencia a que la figura paterna o materna cree impronta es algo innato. En ningún caso podrá ser algo aprendido porque es la primera experiencia del ave. Lorenz pensó que su papel era reivindicar lo innato en un momento en el que el estudio del comportamiento estaba dominado por los reflejos condicionados y las asociaciones. Niko Tinbergen estuvo con Lorenz en Altenberg durante la primavera de 1937 y entre los dos inventaron la ciencia de la etología: el estudio de los instintos animales. Nacieron entonces conceptos como sustitución (un individuo hace algo distinto cuando se le impide hacer lo que realmente quiere hacer), disparadores (los desencadenantes ambientales del instinto) y patrones fijos de comportamiento (subprogramas del instinto). Tinbergen y Lorenz ganaron el Premio Nobel en 1973 por el trabajo que comenzaron en 1937.
Pero todavía hay un punto de vista más desde el que considerar el imprinting como un producto del entorno. Después de todo, la cría de oca no seguirá a nada, a menos que haya algo a lo que seguir. Una vez que ha seguido a cualquier tipo de «madre» preferirá seguir a una que se parezca a esa. Pero antes de llegar a esa situación su mente estará abierta al concepto de cómo es una «madre». Desde una perspectiva diferente, Lorenz había descubierto de qué modo el entorno externo moldea la conducta igual que lo hace el impulso interno. Tanto los del bando del ambiente como los del de la herencia podrían reclutar al imprinting, se puede enseñar a una cría de oca a seguir a cualquier cosa que se mueva[5].
Sin embargo, un patito es distinto. A pesar del éxito que tuvo en su infancia con los patitos, el Lorenz adulto no consiguió establecer fácilmente su impronta en los ánades reales hasta que lo intentó con los ruidos específicos de esos ánades. Entonces le siguieron con entusiasmo. Los patitos necesitan tanto ver a su madre como oírla. Al principio de la década de 1960, Gilbert Gottlieb realizó una serie de experimentos para aclarar a qué se debía eso. Observó que los patitos recién nacidos, tanto de los ánades reales como de los silvestres, tenían preferencia por la llamada de su propia especie. Es decir, que a pesar de no haber oído nunca la llamada de su especie sabían cuál era el sonido correcto una vez que lo oían. Gottlieb intentó complicar las cosas un poco más y obtuvo un resultado sorprendente. Dejaba mudos a los patitos mediante una operación en sus cuerdas vocales cuando todavía estaban en el huevo. Entonces, una vez que salían del cascarón los patitos no tenían preferencia alguna por una madre de su especie. Gottlieb concluyó que los patitos sabían cuál era el sonido correcto porque habían oído sus propias voces antes de salir del cascarón. Pensó que así la noción de instinto quedaba debilitaba ya que se había introducido un desencadenante ambiental previo al nacimiento[6].
LAS CICATRICES DE LA GESTACIÓN
Si la influencia del ambiente es en parte prenatal, quiere decir que el ambiente empieza a parecerse más al destino y mucho menos a una fuerza maleable. ¿Es una peculiaridad de los patos y las ocas, o también en las personas se establece una impronta, que tiene unas características invariables, como consecuencia del ambiente en los primeros momentos de la vida? Vamos a empezar con claves médicas. En 1989, un médico investigador llamado David Barker analizó el destino de más de 5600 hombres nacidos entre 1911 y 1930 en seis distritos de Hertfordshire, en el sur de Inglaterra. El grupo de individuos que en el momento del parto y al año de vida tuvo un peso más bajo, resultó tener una tasa de mortalidad por cardiopatía isquémica más elevada. El riesgo de muerte de los bebés de bajo peso era casi tres veces más elevado que el de los bebés de más peso[7].
El resultado obtenido por Barker llamó mucho la atención. No era sorprendente que los bebés con más peso fuesen más sanos, pero sí que fuesen menos vulnerables a una enfermedad de la edad adulta, y además a una enfermedad cuyas causas se consideraban bien conocidas. Descubría una prueba de que la enfermedad cardiaca está más influenciada por lo delgado que eras cuando tenías un año que por la nata que te comes cuando eres adulto. Posteriormente, Barker ha confirmado el mismo resultado respecto a la enfermedad cardiaca, el ictus y la diabetes, con datos provenientes de otros lugares del mundo. Por ejemplo, de los 4600 hombres nacidos en el Hospital Universitario de Helsinki entre 1934 y 1944, los delgados o con poco peso en el momento del parto y al año de vida tenían muchas más posibilidades de morirse de una enfermedad coronaria. Barker lo explicó así: si ninguna de esas personas hubiera sido delgada cuando era un bebé, más tarde, la tasa de morbilidad por problemas coronarios hubiera sido de casi la mitad; en potencia, un gran avance para la salud pública.
Barker argumenta que la enfermedad cardiaca no se puede entender como la acumulación de efectos ambientales a lo largo de la vida. «Más bien, que las consecuencias de algunas influencias, entre otras un índice de masa corporal elevado en la infancia, dependen de episodios que tienen lugar en las primeras y cruciales etapas del desarrollo, lo que engloba el concepto de “interruptores” del desarrollo activados por el ambiente»[8]. De acuerdo con la teoría del «fenotipo ahorrador», originada a partir de su trabajo, Barker ha descubierto la posibilidad de adaptación a la hambruna. El cuerpo de un bebé malnutrido, que tiene la impronta de una experiencia prenatal, nace «esperando» un estado de carencia alimenticia a lo largo de su vida. El metabolismo del bebé se orienta a ser bajo, a ahorrar calorías y a evitar el ejercicio excesivo. Cuando, sin embargo, el bebé se encuentra con un periodo de abundancia, lo compensa creciendo con rapidez, pero de tal forma que supone un esfuerzo excesivo para su corazón.
La hipótesis de la hambruna puede tener implicaciones incluso más extrañas, como reveló un «experimento accidental» realizado a gran escala durante la II Guerra Mundial. Comenzó en septiembre de 1944, en un momento en el que Konrad Lorenz y Niko Tinbergen, que habían trabajado juntos años antes, estaban los dos cautivos. Lorenz acababa de ser capturado y se encontraba en un campo de prisioneros de guerra en Rusia; Tinbergen estaba a punto de ser liberado tras pasar dos años en un campo de confinamiento alemán, en el que estuvo retenido bajo amenaza de ser ejecutado si la resistencia holandesa actuaba. El 17 de septiembre de 1944, los paracaidistas británicos ocuparon la ciudad holandesa de Arnhem con el fin de tomar un puente sobre el Rin que tenía un gran valor estratégico. Ocho días más tarde los alemanes, después de derrotar a las fuerzas de tierra enviadas para ayudar a los paracaidistas, les forzaron a rendirse. Los aliados abandonaron entonces los intentos de liberar Holanda hasta pasado el invierno.
Los ferroviarios holandeses habían convocado una huelga para intentar evitar que los refuerzos alemanes llegasen a Arnhem. En respuesta, el comisario del Reich Arthur Seyss–Inquart ordenó el embargo de todos los transportes civiles del país. El resultado fue una hambruna devastadora que duró siete meses: se llamó el invierno del hambre. Más de 10 000 personas murieron de hambre. Años después lo que más llamó la atención de los investigadores médicos fue el efecto que esa hambruna inesperada tuvo sobre los nonatos. Durante ese periodo de hambruna, unas 40 000 personas se encontraban en el seno materno, y todos los datos respecto al peso que tuvieron al nacer y a su salud posterior están registrados. En la década de 1960 un equipo de investigadores de la Universidad de Columbia estudió esos datos, y encontraron todos los efectos esperados cuando una madre padece malnutrición: bebés con malformaciones; elevada mortalidad infantil y tasas elevadas de fetos nacidos muertos. Pero también descubrieron que los únicos que tuvieron bajo peso al nacer fueron los bebés que durante la hambruna se encontraban en el tercer trimestre de la gestación. Esos bebés crecieron con normalidad pero más tarde padecieron diabetes, seguramente debida al desajuste producido entre su fenotipo ahorrador y la abundante y sabrosa comida del mundo de la posguerra.
Los bebés a los que la hambruna sorprendió en los primeros seis meses de la gestación tuvieron un peso normal al nacer, pero cuando llegaron a la edad adulta tuvieron a su vez bebés inusualmente pequeños. Es difícil explicar este efecto en la segunda generación con la hipótesis del fenotipo ahorrador, aunque Pat Bateson señala que a la langosta le cuesta varias generaciones pasar de ser un ejemplar tímido y solitario con una dieta específica, a moverse en tropel, ser gregaria y comérselo todo, para a continuación comenzar de nuevo el ciclo. Lo que podría explicar por qué la tasa de mortalidad por enfermedad cardiaca es casi cuatro veces más alta en Finlandia que en Francia es que a los seres humanos les cuesta varias generaciones pasar del fenotipo ahorrador al opulento. En la década de 1870 el gobierno francés empezó a suplementar las raciones de las embarazadas después de la Guerra Franco–Prusiana. En comparación, los finlandeses vivieron en la pobreza hasta hace cincuenta años. Quizá sean las dos primeras generaciones que experimentan la abundancia las que padecen enfermedades cardiacas. Quizá esa es la razón por la que en Estados Unidos se está viendo que la tasa de mortalidad por enfermedades cardiacas está disminuyendo con rapidez, pero que en Gran Bretaña, bien alimentada durante un periodo más corto, las tasas siguen siendo elevadas[9].
EL DEDO LARGO DE LA VIDA
Una circunstancia que tiene lugar en el periodo prenatal puede provocar efectos de largo alcance imposibles de contrarrestar a lo largo de la vida. Incluso diferencias sutiles entre individuos sanos pueden ser rastreadas hasta encontrar un imprinting prenatal. El tamaño del dedo es un buen ejemplo. La mayoría de los hombres tienen el dedo anular más largo que el índice. Las mujeres, normalmente, tienen los dos dedos del mismo tamaño. John Manning observó que eso era una indicación del nivel de testosterona prenatal al que el individuo estuvo expuesto en el seno materno: cuanta más testosterona, más largo será el dedo anular. Hay una razón biológica de peso para la existencia de ese vínculo. Los genes hox controlan el crecimiento de los genitales y también el crecimiento de los dedos; una pequeña diferencia en el ritmo de los acontecimientos que tienen lugar en el útero podría ocasionar que el tamaño de los dedos sea ligeramente diferente.
El tamaño del dedo anular de Manning nos da una medida aproximada de la exposición prenatal a la testosterona. ¿Qué implicaciones tiene esto? Dejemos a un lado la quiromancia porque esta es una predicción válida. Los hombres que tienen los dedos anulares especialmente largos (lo que indica un alto nivel de testosterona) tienen un riesgo más elevado de padecer autismo, dislexia, tartamudez y disfunciones inmunes; también son padres de un número mayor de hijos varones[10]. Los hombres con dedos anulares especialmente cortos tienen un mayor riesgo de padecer enfermedades cardiacas y de tener problemas de infertilidad. Y como los músculos masculinos están relacionados con la testosterona, a Manning se le ocurrió, con cierta imprudencia, predecir en la televisión que de un grupo de atletas que iba a comenzar una carrera ganaría el que tenía el dedo anular más largo. Predicción que inmediatamente se cumplió[11].
La longitud del dedo anular y, por supuesto, su huella dactilar se imprimen en el útero. Son productos del ambiente, porque sin duda el seno materno es el paradigma de la palabra «ambiente». Pero eso no quiere decir que esas características sean maleables. Es más cómodo creer que el ambiente es más maleable que la herencia, y esto está erróneamente basado en la noción de que ambiente es todo lo que ocurre después del nacimiento y herencia lo que ocurre antes.
Quizá ahora puedan entrever una explicación a la paradoja del capítulo 3: la genética del comportamiento otorga un papel a los genes y otro a las influencias ambientales no compartidas, pero prácticamente ninguno a las influencias ambientales compartidas. Los hermanos (excepto los gemelos) no comparten el entorno prenatal; la experiencia de la gestación es única para cada bebé; las agresiones sufridas en ese periodo, tales como la malnutrición, una gripe o la testosterona, dependen de lo que le esté ocurriendo a la madre en ese momento, no de lo que le ocurra a la familia al completo. Cuanta más importancia tenga el entorno prenatal, menos la tendrá el entorno postnatal.
EL SEXO Y EL ÚTERO MATERNO
Hay algo bastante freudiano acerca del imprinting. Freud creía que la mente humana tiene grabadas sus experiencias tempranas y que muchas de esas marcas están enterradas en el subconsciente, pero permanecen allí. Uno de los objetivos del psicoanálisis es redescubrirlas. Freud fue más allá sugiriendo que mediante ese proceso de redescubrimiento la gente podría resolver distintos tipos de neurosis. Un siglo después nos encontramos con un veredicto claro sobre esta propuesta: es buena para el diagnóstico, pero es una terapia espantosa. El psicoanálisis es manifiestamente malo para cambiar a la gente. Y por eso es tan lucrativo: «Hasta la semana que viene». Pero la premisa que dice que existen unas «experiencias formativas», que tienen lugar muy pronto y que están presentes con fuerza en el subconsciente del adulto es correcta. Por la misma razón, si siguen ahí y mantienen su influencia han de ser difíciles de revertir. Si persisten, las experiencias formativas tienen que ser inmutables.
Posiblemente, Freud no fue el primero en tener en cuenta los deseos sexuales infantiles, pero sin duda fue el más influyente. Respecto a esta cuestión, dijo lo contrario a lo establecido. Para un observador imparcial no hay nada más evidente que el hecho de que el sexo comienza en la adolescencia. El ser humano es indiferente al desnudo, le aburre ligar y es bastante incrédulo respecto a los hechos vitales hasta que tiene aproximadamente doce años. A los veinte años, le fascina el sexo hasta un grado obsesivo. Sin duda algo ha cambiado. Pero Freud estaba convencido de que algo sexual pasaba por la cabeza del niño mucho antes, incluso mientras es un bebé.
Volvamos a las crías de oca. Lorenz se percató de que las crías de oca que tenían su impronta (y otras aves) no sólo le trataban a él como a una figura parental sino que más tarde también tenían una fijación sexual con él. Ninguneaban a miembros de su propia especie y cortejaban a los seres humanos (mi hermana y yo observamos lo mismo cuando éramos pequeños y criamos a una tórtola desde que salió del huevo hasta que se hizo adulta: se enamoró perdidamente de los dedos de las manos y los pies de mi hermana, seguramente porque desde que abrió los ojos unos dedos le habían alimentado. Consideraba mis dedos de las manos y de los pies como rivales sexuales). Era bastante intrigante porque implicaba que, al menos las aves, desarrollaban una fijación por un objeto atractivo sexualmente poco después del nacimiento y además ese objeto podía ser casi cualquier forma viviente. Desde entonces, gracias a toda una serie completa de experimentos con muchos tipos de aves, tanto en cautividad como en estado silvestre, ha sido posible demostrar que una cría macho cuidada por una madre adoptiva de una especie distinta, adquiere una impronta sexual hacia esa otra especie, y que existe un periodo crítico durante el cual elige esa preferencia sexual[12].
¿Puede que lo mismo sea cierto para las personas? La respuesta tranquilizadora con que la mayoría de la gente se conformó en el siglo XX fue que los seres humanos no tienen instintos y que por tanto no hay que plantearse esa cuestión. Pero ¡vamos a analizar el lío en el que nos metemos entonces! Si el instinto es algo tan flexible que una oca se puede enamorar de un hombre, entonces, ¿es que el instinto de los seres humanos es menos flexible?, o ¿es que tienen que esforzarse para aprender qué amar? En ambos casos, alardear de que nuestra falta de instinto es lo que nos hace tan flexibles empieza a sonar un poco hueco.
Hace tiempo que a partir de las experiencias de los homosexuales está claro que, en cualquier caso, las preferencias sexuales humanas no sólo son difíciles de cambiar sino que se fijan a edades muy tempranas. Ningún científico cree a estas alturas que la orientación sexual esté determinada por sucesos acaecidos en la adolescencia. Lo único que ocurre en la adolescencia es que se revela un negativo que había estado expuesto mucho antes. Para entender por qué la mayoría de los hombres se sienten atraídos por las mujeres pero algunos hombres se sienten atraídos por los hombres hay que volver mucho más atrás, a la infancia, y quizá incluso hasta el seno materno.
En la década de 1990 aparecieron una serie de estudios gracias a los que resurgió el concepto de homosexualidad como condición «biológica» más que «psicológica», como un destino más que como una elección. Algunos estudios revelaron que los futuros homosexuales habían tenido una personalidad diferente en la infancia, otros que los hombres homosexuales tenían diferencias anatómicas en el cerebro si se comparaban con los de los heterosexuales, diversos estudios con gemelos mostraron que en la sociedad occidental la homosexualidad se heredaba en gran medida, y en algunos reportajes anecdóticos hombres homosexuales decían que se habían sentido «diferentes» desde muy pronto[13]. Tomados de uno en uno ninguno de esos estudios era especialmente abrumador. Pero en conjunto, y situados frente a décadas en las que había quedado probado que las terapias de aversión, «el tratamiento» y los prejuicios no habían conseguido en absoluto «curar» a las personas con instintos homosexuales, los estudios resultaban de una claridad meridiana. La homosexualidad es una preferencia temprana, posiblemente prenatal e irreversible. La adolescencia lo único que hace es echar leña al fuego[14].
¿Qué es exactamente la homosexualidad?, Sencillamente una gama de características conductuales. Hay aspectos en los que los hombres gays son muy parecidos a las mujeres: les atraen los hombres, quizá le dedican más atención a la ropa, con frecuencia les interesan más las personas que, por ejemplo, el fútbol. Sin embargo, en otros aspectos son más como los hombres heterosexuales: por ejemplo, compran pornografía y buscan el sexo ocasional (el desnudo central de la revista Playgirl ha resultado ser más atractivo para los gays que para las mujeres a quienes iba dirigido)[15].
Los humanos, como todos los mamíferos, son por naturaleza seres femeninos a menos que sean masculinizados. El femenino es el «sexo por defecto» (en las aves ocurre lo contrario). Un único gen del cromosoma Y, el SRY, desencadena una cascada de acontecimientos en el feto en desarrollo, cuyo resultado es la apariencia y comportamiento masculinos. Si ese gen está ausente, el resultado es un cuerpo femenino. La hipótesis de que la homosexualidad en los hombres sea el resultado de un fallo parcial en su proceso cerebral de masculinización prenatal, aunque no del de su cuerpo, es por tanto razonable (ver capítulo 9).
Con mucho, la teoría más fiable aparecida en los últimos años, en relación con las causas de la homosexualidad, es la de Ray Blanchard sobre el orden de nacimiento de los hermanos. A mediados de la década de 1990 Blanchard contó el número de hermanos y hermanas mayores que tenían los hombres homosexuales y lo comparó con la media de la población. Encontró que es más probable que los hombres homosexuales tengan hermanos mayores (pero no hermanas) que las mujeres homosexuales o los hombres heterosexuales. Este resultado lo ha confirmado en 14 muestras diferentes de lugares muy distintos. La probabilidad que tiene un hombre de ser gay aumenta en un tercio por cada hermano mayor más (esto no quiere decir que los hombres con muchos hermanos mayores se vean abocados a ser gays: digamos que un aumento del 3 al 4 por ciento de la población es un aumento de un tercio)[16].
Blanchard calcula que por lo menos un hombre gay de cada siete, y seguramente más, puede atribuir su orientación sexual a este efecto del orden de nacimiento de los hermanos[17]. No sólo es el orden, porque tener hermanas mayores no produce el mismo efecto. Lo que realmente está causando homosexualidad en los hombres ha de ser algo relacionado con los hermanos mayores. Blanchard cree que el mecanismo se encuentra en el útero materno más que en la familia. Una de las claves está en el peso que tienen al nacer los niños que posteriormente serán homosexuales. Normalmente, el segundo bebé pesa más que el primer bebé del mismo sexo. Los niños son especialmente más gordos si nacen después de una o de más hermanas. Pero los niños nacidos después de un hermano sólo pesan un poco más que los niños que nacen primero, y los niños nacidos después de dos o más hermanos son generalmente más pequeños al nacer que el primero y el segundo hermanos. Al analizar unos cuestionarios que completaron hombres homosexuales y heterosexuales y sus padres, Blanchard reveló que los hermanos más pequeños que luego fueron homosexuales pesaron al nacer 170 gramos menos que sus hermanos pequeños que posteriormente fueron heterosexuales[18]. Este resultado —mayor en el orden de nacimiento y bajo peso al nacer, comparado con los controles— lo confirmó en una muestra de 250 niños (con una edad media de siete años) que habían dado suficientes muestras de desear un «cruce de género» como para acabar en la consulta del psiquiatra; se sabe que la conducta de cruce de género en la infancia predice una homosexualidad posterior[19].
Blanchard cree, igual que Barker, que las condiciones que se presentan en el útero materno marcan al bebé de por vida. Lo que argumenta en este caso es que algo relacionado con ocupar un útero que previamente ha acogido a otros chicos, produce, en ocasiones, un peso más bajo al nacer, una placenta más grande (posiblemente como compensación por las dificultades que el bebé experimenta en su desarrollo) y una mayor probabilidad de ser homosexual. Sospecha que ese algo es una reacción inmune materna. La reacción inmune de la madre, iniciada por el primer feto masculino, se hace más intensa con cada embarazo masculino. Si es ligera causará solamente una leve disminución del peso al nacer; si es más intensa causará una disminución marcada del peso al nacer y una mayor probabilidad de ser homosexual.
¿A qué podría estar reaccionando la madre? Hay varios genes que se expresan sólo en los varones y se sabe que algunos de ellos inducen una reacción inmune en las madres. Algunos de esos genes se expresan en el cerebro en el periodo prenatal. Un gen que se llama PCDH22, que está en el cromosoma Y, por lo que es específico de los varones, y que probablemente está involucrado en la construcción del cerebro es una posibilidad nueva e intrigante[20]. Es la receta para fabricar una protocadherina (ver capítulo 5). ¿Podría ser este el gen que organiza el cableado de la pequeña parte de cerebro específica de los varones? Una reacción inmune de la madre podría ser suficiente para impedir el cableado de la zona del cerebro que más tarde se encargaría de provocar la fascinación por los cuerpos femeninos.
Está claro que no todas las homosexualidades tienen ese origen. Algunos tipos de homosexualidad podrían estar causados por genes en el propio individuo homosexual sin la mediación de la reacción inmune de la madre. La teoría de Blanchard puede explicar por qué es tan difícil precisar cuál es el «gen gay». El mejor método para encontrar dicho gen sería comparar marcadores de los cromosomas de hombres homosexuales con los de sus hermanos heterosexuales. Pero si muchos homosexuales tienen hermanos mayores heterosexuales, ese método no funcionaría bien. Además, la diferencia genética fundamental podría estar en los cromosomas de la madre, donde se origina la reacción inmune. Esto podría explicar por qué parece que la homosexualidad se hereda por vía materna: los genes que causan una reacción inmune materna más intensa podrían ser los «genes gays», incluso aunque no se expresen en el propio hombre gay sino sólo en su madre.
Pero veamos lo que esto significa en el debate de la herencia frente al ambiente. Si el ambiente, en este caso el orden del nacimiento, causa algunos tipos de homosexualidad, lo hace provocando una reacción inmune, que es un proceso directamente mediado por los genes. Entonces eso qué es, ¿ambiental o genético? Poco importa, porque la absurda distinción entre el ambiente reversible y la inevitable genética ya se ha enterrado del todo. En este caso, el ambiente parece tan irreversible como la herencia, quizá incluso más.
Políticamente, la confusión es incluso mayor. A mediados de la década de 1990, la mayoría de los homosexuales dio la bienvenida a una noticia que decía que su orientación sexual parecía «biológica». Ellos querían que su orientación no fuese una elección sino que estuviese predestinada, porque eso minaría el argumento de los homófobos de que por ser una elección era moralmente reprobable. ¿Cómo podría ser malo si era innato? Su reacción es comprensible pero peligrosa. También una tendencia a ser más violentos es innata en los varones. Y eso no quiere decir que sea correcta. El argumento de que «debería» puede derivar de «es» se conoce como «falacia naturalística». Basar una postura moral en un hecho natural, independientemente de que ese hecho sea consecuencia de la herencia o del ambiente, es buscarse problemas. En mi moral, y espero que en la suya también, algunas cosas son malas y naturales, como la falta de honestidad y la violencia; otras son buenas pero menos naturales, como la generosidad y la fidelidad.
ACTIVACIÓN DE LOS INTERRUPTORES CEREBRALES
Es fácil inferir la existencia de periodos críticos en los que se forman los cimientos del carácter. Es menos fácil entender cómo funcionan esos periodos. ¿Qué puede ocurrir dentro del cerebro de una cría de oca para que poco después de salir de su cascarón adquiera la impronta de un profesor? El mero hecho de realizar esa pregunta me descubre como un reduccionista, y los reduccionistas son malos. Se supone que debemos regocijarnos con la experiencia holística en lugar de intentar disgregarla. A lo que yo podría responder que a menudo hay más belleza, poesía y misterio en el diseño del circuito de un microchip, o en el funcionamiento de una buena aspiradora, que en una habitación llena de arte conceptual. Pero como no quiero que me llamen filisteo, me limito a reivindicar que el reduccionismo no le resta nada al conjunto; más bien añade capas de asombro a la experiencia. Y esto vale tanto si el diseñador de las piezas es un ser humano como si es el GOD.
¿Cómo adquiere el cerebro de una cría de oca la impronta de un profesor? Hasta hace poco era un completo misterio. Sin embargo, en los últimos años se han empezado a apartar los velos del misterio, y eso ha permitido ver velos nuevos que estaban debajo. El primer velo tiene que ver con la parte del cerebro involucrada en el proceso. Los experimentos han revelado que cuando la cría recibe la impronta de sus padres, los recuerdos se establecen antes y más rápidamente en una zona del cerebro llamada cuerpo hiperestriado ventral intermedio y medial izquierdo (IMHV, siglas en inglés). Varios cambios en esta zona del cerebro, y sólo en el hemisferio izquierdo, acompañan al proceso del imprinting: se modifica la silueta de las neuronas, se forman sinapsis y se activan algunos genes. Si el IMHV izquierdo sufre algún daño, la cría no consigue fijar la impronta de su madre.
El segundo velo retirado ha revelado la sustancia química necesaria para obtener una impronta de tipo «filial». Estudiando los cerebros de las crías después de adquirir o no la impronta de un objeto Brian McCabe descubrió que durante el imprinting las células cerebrales liberan un neurotransmisor llamado GABA en el IMHV izquierdo. Previamente, había observado que el gen para el receptor del GABA se desactivaba unas diez horas después de que se hubiera entrenado a la cría para adquirir la impronta de un objeto[21].
De modo que algo ocurre en una zona del hemisferio cerebral izquierdo de la cría durante el proceso de imprinting, primero libera GABA y después, hacia el final del periodo crítico, reduce la sensibilidad al GABA. Si damos un paso hacia delante en la historia, nos encontramos en un momento en el que las aves recién nacidas llegan a otro tipo de periodo crítico: el desarrollo de la visión binocular. A veces los niños nacen con cataratas en ambos ojos que les dejan ciegos. Hasta la década de 1930 los cirujanos creían que no era sensato quitar esas cataratas hasta que el niño tuviera diez años, debido a los riesgos de la cirugía en niños pequeños. Pero se comprobó que esos niños nunca conseguían percibir de una manera adecuada ni la profundidad ni las formas, incluso una vez extraídas las cataratas. Sencillamente, era demasiado tarde para que el sistema de la visión aprendiese a ver. Del mismo modo, a los monos criados en la oscuridad durante los primeros seis meses de vida les costaba meses aprender a diferenciar los círculos de los cuadrados, algo que los monos normales pueden aprender en cuestión de días. Sin la experiencia visual de los primeros meses de vida, el cerebro no puede interpretar lo que ven los ojos. Se ha rebasado el periodo crítico.
Hay una capa del córtex visual primario, la capa 4C, que recibe entradas de los dos ojos y las separa en distintas trayectorias para cada ojo. En principio las entradas se distribuyen aleatoriamente, pero antes del nacimiento se van situando más o menos en dos bandas y cada banda corresponde a un ojo. En los primeros meses posteriores al nacimiento, esta segregación se hace más y más evidente, de modo que todas las células que responden al ojo derecho se agrupan en la banda del ojo derecho mientras que las que responden al ojo izquierdo se agrupan en la banda del ojo izquierdo. Esas bandas se denominan columnas de dominancia ocular. Sorprendentemente, las columnas no se segregan en los cerebros de animales a los que se les priva de la visión en los primeros meses de vida.
David Hubel y Torsten Wiesel descubrieron cómo colorear esas columnas inyectando en un ojo aminoácidos teñidos. Pudieron entonces ver lo que pasa si se cose y se cierra así uno de los ojos. En un animal adulto, eso no tiene casi ningún efecto sobre las bandas. Pero si en los seis primeros meses de vida se cose el ojo de un mono, aunque sea sólo durante una semana, las bandas correspondientes al ojo cerrado casi desaparecen y ese ojo se convierte en funcionalmente ciego, porque no tiene ningún lugar en el cerebro en el que informar. El efecto es irreversible. Es como si las neuronas de los dos ojos compitiesen por un sitio en la capa 4C y las que están activas ganasen la batalla.
Estos experimentos de la década de 1960 fueron la primera demostración de la «plasticidad» del desarrollo cerebral durante un periodo crítico posterior al nacimiento. Es decir, en las primeras semanas de vida el cerebro está abierto a realizar las calibraciones necesarias en función de la experiencia, y una vez calibrado se asienta. Un animal sólo puede ordenar las entradas en bandas separadas si experimenta el mundo a través de sus ojos. Da la impresión de que lo que ocurre en realidad es que la experiencia activa a ciertos genes, que a su vez activarán a otros[22].
A finales de la década de 1990, varios investigadores se dedicaron a buscar la llave molecular de este periodo crítico de plasticidad de la visión. El método elegido fue la ingeniería genética: crearon ratones con un número mayor o menor de genes. Los ratones, igual que los gatos y los monos, tienen un periodo crítico durante el cual las entradas de ambos ojos compiten por un espacio en el cerebro, aunque no se organizan en columnas claras. En el laboratorio de Susumu Tonegawa, en Boston, a Josh Huang se le ocurrió algo por lo que podrían estar compitiendo: el BDNF o factor neurotrófico derivado del cerebro, que es el producto de un gen una de cuyas versiones parece además que puede predecir personalidades neuróticas (ver capítulo 3). El BDNF es una especie de comida para el cerebro: estimula el crecimiento de las neuronas. Quizá, razonó Huang, las células que llevan más señales desde el ojo tienen más BDNF que las células silentes, de modo que el ojo abierto desplaza la entrada del ojo cerrado. En un mundo en el que no hubiera suficiente BDNF, sobreviviría la neurona más hambrienta.
Huang hizo el experimento obvio: creó un ratón que producía un exceso de BDNF a partir de sus genes, esperando que con ese exceso de BDNF habría comida suficiente para todas las neuronas, permitiendo así que sobrevivieran las entradas de los dos ojos. Le sorprendió encontrar un efecto espectacular y distinto. Los ratones con un exceso de BDNF rebasaron el periodo crítico más rápidamente. Sus cerebros se asentaron dos semanas después de abrir los ojos en lugar de tres. Esa fue la primera demostración de que el periodo crítico puede ser ajustado artificialmente[23].
Un año después, en el año 2000, en el laboratorio de un científico japonés, Takao Hensch, se llevó a cabo otro descubrimiento importante. Hensch descubrió que un ratón al que le faltaba un gen denominado GAD65 no conseguía ordenar las entradas oculares en respuesta a un estímulo visual. Pero si se les inyectaba el fármaco diazepam esos mismos ratones conseguían ordenar las entradas. Parecía claro que el diazepam, como el BDNF, conseguía que el imprinting fuese precoz. Si se inyectaba el diazepam después del periodo crítico, no se conseguía restaurar la plasticidad en el cerebro. En los ratones sin el GAD65, los científicos conseguían restaurar la plasticidad con diazepam en cualquier momento, incluso en la edad adulta. Pero sólo una vez. Después de la reorganización provocada por el diazepam, el sistema perdía completamente la sensibilidad. Es como si hubiera un programa durmiente que permitiese recablear el cerebro y que se puede activar una vez, pero sólo una vez[24].
En Boston, Huang se volvió a sorprender a sí mismo. Con Lamberto Maffei en Pisa, había criado a sus ratones transgénicos —los que tenían una cantidad extra de BDNF— en la oscuridad. Los ratones normales criados en la oscuridad durante tres semanas después de abrir los ojos, son funcionalmente ciegos para el resto de sus días; necesitan tener la experiencia de la luz para que su sistema visual pueda madurar. Sencillamente, sus cerebros necesitan tanto la herencia como el ambiente. Pero, sorprendentemente, los ratones con un exceso de BDNF criados en la oscuridad respondían normalmente a los estímulos visuales, lo que sugería que podían ver bien a pesar de no haber estado expuestos a la luz durante el periodo crítico. Huang y Maffei se encontraron de golpe con algo extraordinario: un gen que podía sustituir a la experiencia. Parece que, más que poner a punto el cerebro, una de las funciones de la experiencia es sencillamente activar el gen del BDNF, que a su vez pone a punto el cerebro. Si cierras los ojos de un ratón, la producción de BDNF en su córtex visual disminuye en menos de media hora[25].
A pesar de este resultado, Huang no cree que realmente se pueda prescindir de la experiencia. Dice que lo que parece que ocurre es que el sistema está diseñado para retrasar la maduración del cerebro hasta que la experiencia esté disponible. ¿Qué tienen en común las tres cosas que pueden afectar a los periodos críticos: el BDNF, el GAD65 y el diazepam? La respuesta es el neurotransmisor GABA: el GAD65 lo produce, el diazepam lo mimetiza y el BDNF lo regula. Teniendo en cuenta que el GABA estaba implicado en el imprinting filial de las crías, parece verosímil que el sistema GABA demuestre ser un elemento central para periodos críticos de todo tipo. El GABA es una especie de aguafiestas neuronal: inhibe la activación de las neuronas vecinas. Al verse despreciadas, las neuronas inhibidas se mueren. Como la maduración del propio sistema GABA depende de la experiencia visual y está dirigida por el BDNF, en el vínculo entre ambos tiene que estar la llave de la verdad.
Aunque la historia dista mucho de estar terminada, el GABA es un bello ejemplo para ilustrar cómo ahora empieza a ser posible entender los mecanismos moleculares que subyacen en procesos como el imprinting, como no lo había sido nunca antes. Demuestra lo injusto que es acusar al reduccionismo de sustraerle poesía a la vida. Si no se hubiera mirado debajo de la tapa del cerebro, ¿quién hubiera podido concebir un mecanismo tan exquisitamente diseñado? Sólo equipando al cerebro con los genes BDNF y GAD65 puede el GOD hacer un cerebro capaz de absorber la experiencia de la visión. Si les parece, esos son los genes para el ambiente.
LENGUAS JÓVENES
El periodo crítico del imprinting está en todas partes. Hay miles de vías por las que los seres humanos son maleables en su juventud, pero todas ellas quedan establecidas en la edad adulta. Del mismo modo que una cría de oca adquiere la impronta de la imagen de su madre durante las horas posteriores al nacimiento, un niño registra una impronta respecto a todo, desde el número de glándulas sudoríparas de su cuerpo y su preferencia por determinadas comidas, hasta la percepción de los rituales y patrones de comportamiento de su propia cultura. Ni la imagen materna de la cría de oca ni la cultura del niño son en modo alguno innatas. Pero la capacidad de absorber ambas cosas sí lo es.
Un ejemplo obvio es el acento. Las personas cambian sus acentos fácilmente durante la juventud, generalmente adoptando el acento de la gente de su edad en la sociedad que les rodea. Pero en algún momento entre los 15 y los 25 años, esta flexibilidad sencillamente desaparece. A partir de ahí, incluso si una persona emigra a otro país y vive allí durante años, su acento cambiará muy poco. La gente puede adquirir algunas de las inflexiones y costumbres de su nuevo entorno lingüístico, pero no muchas. Esto es cierto tanto desde el punto de vista de los acentos regionales como nacionales: los adultos retienen el acento de su juventud; los jóvenes adoptan el acento de la sociedad que les rodea. Vamos a utilizar a Henry Kissinger y a su hermano más pequeño, Walter. Henry nació el 27 de mayo de 1923; Walter nació justo un año más tarde, el 21 de junio de 1924. Los dos se trasladaron desde Alemania a Estados Unidos como refugiados en 1938. Hoy, Walter tiene acento americano, mientras que Henry tiene un acento europeo característico. Una vez un periodista le preguntó a Walter por qué Henry tenía acento alemán y él no. La respuesta jocosa de Walter fue: «Porque Henry no escucha», pero parece más posible que cuando llegaron a América, Henry ya tuviera demasiados años y hubiera perdido la flexibilidad para adquirir la impronta del acento en relación con su entorno; estaba rebasando el periodo crítico.
En 1967, un psicólogo de Harvard, Eric Lenneberg, publicó un libro en el que planteaba que la capacidad de aprender el lenguaje está también sometida a un periodo crítico que termina de manera brusca en la pubertad. Las pruebas que demuestran la teoría de Lenneberg son muy abundantes en la actualidad, muchas de ellas se encuentran en el fenómeno de las lenguas criollas y las lenguas francas. Las lenguas francas son las que utilizan los adultos de distintas procedencias lingüísticas para comunicarse entre sí. Estas lenguas carecen de una gramática consistente o sofisticada. Pero cuando una generación de niños que todavía está en el periodo crítico aprende una de esas lenguas, se transforma en una lengua criolla, una lengua nueva con una gramática completa. En Nicaragua, en 1979, un grupo de niños sordos fue enviado por primera vez a una escuela nueva para sordos y ellos mismos inventaron un lenguaje de signos criollo de una sofisticación considerable[26].
La prueba más directa para demostrar que existe un periodo crítico de aprendizaje del lenguaje sería privar de todo tipo de lenguaje a un niño hasta los 13 años y entonces intentar enseñarle a hablar. Afortunadamente, experimentos deliberados de este tipo son raros, aunque se dice que tres monarcas —el rey Psamético de Egipto en el siglo VII a. C.; el Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Federico II en el siglo XIII; y el rey Jacobo IV de Escocia en el siglo XV— privaron a niños recién nacidos de todo contacto humano, exceptuando a una silenciosa madre adoptiva, para ver si crecían hablando hebreo, árabe, latín o griego. En el caso de Federico, todos los niños murieron. Se dice que el emperador mogol Akbar hizo el mismo experimento para saber si de manera innata las personas eran hinduistas, musulmanas o cristianas. Lo que consiguió es que fueran sordomudos. En aquellos tiempos, los deterministas genéticos no se andaban con tonterías.
En el siglo XIX, la atención se dirigió hacia experimentos de privación natural del tipo de lo ocurrido con los «niños salvajes». Dos de ellos parece que lo fueron genuinamente. El primero fue Víctor, el niño salvaje de Aveyron, encontrado en el Languedoc en 1800 y que aparentaba haber vivido en estado salvaje durante casi todos sus doce años de vida. A pesar de años de esfuerzo, su profesor no consiguió enseñarle a hablar y «cuando dejé a mi alumno seguía siendo completamente mudo»[27]. El segundo fue Kaspar Hauser, un joven descubierto en Núremberg en 1828 que parecía haber estado en una única habitación sin casi contacto humano durante sus 16 años de vida. Incluso años después de una enseñanza muy cuidada, la sintaxis de Kaspar seguía encontrándose «en un estado de confusión desastroso»[28].
Estos dos casos son sugerentes, pero realmente no se pueden utilizar como prueba. Pero de repente, cuatro años después del libro de Lenneberg surgió un caso más de niño salvaje encontrado después de la pubertad: una niña de 13 años llamada Genie fue descubierta en Los Ángeles después de una infancia de un horror casi inconcebible. Era hija de una madre ciega sometida a abusos y de un padre paranoico que se fue aislando poco a poco. Había estado encerrada en una habitación totalmente en silencio, casi siempre atada a una silla con un orinal o enjaulada en una cuna. Era incontinente, estaba deformada y era casi completamente muda: su vocabulario consistía en dos palabras: «déjalo» y «yanomás».
La historia de la rehabilitación de Genie es casi tan trágica como la de su infancia. Mientras pasaba de un científico a otro, de unos padres adoptivos a otros, de funcionarios a su madre (el padre se suicidó cuando la descubrieron), el optimismo inicial de los que empezaron a cuidarla se fue desgastando en juicios y amargura. Hoy, Genie vive en un hogar para niños deficientes. Aprendió mucho, tenía un grado de inteligencia elevado y su capacidad para resolver rompecabezas correspondía a una edad superior a la suya.
Pero nunca aprendió a hablar. Consiguió tener un buen vocabulario, pero la gramática elemental, la sintaxis y el orden de las palabras le superaban. No podía entender cómo hacer una frase interrogativa simplemente invirtiendo el orden ni cómo cambiar «tú» por «yo» para responder a una pregunta (Kaspar Hauser tuvo el mismo problema). Aunque los psicólogos que la estudiaron pensaron al principio que podrían refutar la teoría del periodo crítico de Lenneberg, finalmente admitieron que Genie era la confirmación de esa teoría. Sin el aprendizaje de la conversación, sencillamente el módulo del lenguaje del cerebro no se había desarrollado, y ya era demasiado tarde[29].
Víctor, Kaspar y Genie (y ha habido otros casos, entre ellos el de una mujer a la que no se le diagnosticó su sordera hasta que tuvo treinta años) sugieren que el lenguaje no se desarrolla simplemente siguiendo un programa genético. Ni tampoco es sólo absorbido desde el mundo exterior. El lenguaje requiere una impronta. Es una capacidad innata temporal para aprender mediante la experiencia a partir del entorno, un instinto natural para absorber el ambiente. Intenten polarizar esto, si pueden, en herencia o ambiente.
A pesar de que el lenguaje fue el problema más grave que tuvo Genie para intentar gustarse al mundo, no fue el único. Después de su liberación, se empezó a obsesionar con coleccionar objetos de plástico de colores. Durante muchos años le horrorizaban los perros. Esas dos características se pudieron intentar rastrear hasta llegar a considerarlas como «experiencias formativas» de su infancia. Prácticamente los dos únicos juguetes que tuvo eran dos impermeables de plástico. Respecto a los perros, su padre solía ladrar y gruñir detrás de la puerta para asustarla si hacía ruidos. ¿Cuántos de los miedos, preferencias y costumbres han sido adquiridos mediante el imprinting o impronta de los primeros años de vida? Muchos de nosotros podemos recordar con todo lujo de detalles los lugares y las personas de nuestros primeros años, mientras que olvidamos muchas de nuestras experiencias más recientes ya de adultos. La memoria no es simplemente una cuestión de período crítico, no se desactiva a una edad determinada. Pero hay un elemento de verdad en el viejo concepto de que el niño es el padre del adulto. Freud tenía razón al enfatizar la importancia de los años de formación, incluso aunque a veces generalizase demasiado libremente sobre esos años.
DONDE HAY CONFIANZA DA ASCO
Una de las teorías más controvertidas relativas al imprinting tiene que ver con el incesto. El periodo crítico en el desarrollo de la orientación sexual claramente compromete a una persona joven a sentirse atraída por los componentes del sexo opuesto (excepto cuando el compromiso es a sentirse atraído por miembros del mismo sexo). Seguramente, también determina el «tipo» de pareja de una manera bastante más específica. Pero ¿determina también quién tendrá una verdadera aversión a coquetear?
La ley prohíbe el matrimonio entre hermanos y hermanas, y con razón. La endogamia provoca enfermedades genéticas terribles al juntar genes recesivos raros. Pero supongamos que un país rechazase esa ley y proclamase que a partir de ahora los matrimonios hermano–hermana no sólo no serían considerados ilegales sino que más bien serían algo positivo. ¿Qué pasaría? Nada. A pesar de ser los mejores amigos y de ser muy compatibles, la mayoría de las mujeres sencillamente no se sienten sexualmente atraídas por sus hermanos. En 1891, Edward Westermarck, un finlandés pionero de la sociología, publicó un libro History of Human Marriage [La historia del matrimonio humano] en el que sugería que los seres humanos evitaban el incesto más por instinto que por obedecer las leyes. Existe una aversión natural a las relaciones sexuales con un familiar cercano. Con cierta perspicacia observó que esa aversión no requiere que la gente tenga una capacidad innata para reconocer a sus hermanos y hermanas reales. Por el contrario, existía una manera rudimentaria pero efectiva de saberlo: aquellas personas a las que uno ha conocido de cerca en la infancia seguramente son familiares cercanos. Predijo que las personas que han compartido la infancia tendrán una aversión a dormir juntas cuando llegan a la edad adulta.
La idea de Westermarck quedó olvidada en menos de veinte años. Freud criticó su teoría y en su lugar sugirió que los seres humanos sentían una atracción por el incesto y evitaban su práctica sólo por prohibiciones culturales en forma de tabúes. Un Edipo sin deseos incestuosos es como un Hamlet sin locura. Pero si la gente tiene una aversión hacia el incesto, no puede tener deseos incestuosos. Y si necesitan tabúes, tienen que tener deseos. Westermarck protestó en vano diciendo que las teorías de aprendizaje social «implican que el hogar permanece libre de relaciones incestuosas por ley, costumbres o educación. Pero incluso si la prohibición social pudiese evitar las uniones entre los familiares más próximos, no podrían evitar el deseo de tales uniones. El instinto sexual difícilmente puede ser modificado por prescripción»[30].
Westermarck murió en 1939, cuando el brillo de la estrella de Freud iba aumentando y las explicaciones «biológicas» pasaban de moda. Tuvieron que pasar cuarenta años antes de que alguien volviera a detenerse en los hechos. Ese alguien fue Arthur Wolf, un sinólogo, que analizó los meticulosos datos demográficos registrados por la fuerza japonesa que ocupó Taiwan en el siglo XIX. Wolf observó que los taiwaneses habían practicado dos tipos de matrimonios concertados. En uno de ellos la novia y el novio se conocían el día de la boda, aunque el compromiso se había establecido muchos años antes. En el otro, la novia era adoptada por la familia del novio desde niña y era criada por su futura familia política. Wolf pensó que esos datos eran un test perfecto para la hipótesis de Westermarck, ya que esas «sim–puahs» o «nueras pequeñas» experimentarían un espejismo en el que creerían que lo que se esperaba de ellas era que se casasen con sus hermanos. Si, como proponía Westermarck, una infancia compartida conduce a una aversión sexual, entonces esos matrimonios no funcionarían muy bien.
Wolf recogió información de 14 000 mujeres chinas y comparó las que habían sido sim–puahs con las que habían conocido a sus maridos el día de la boda. Sorprendentemente, los matrimonios con una persona asociada a la infancia tenían un riesgo 2,65 veces mayor de terminar en divorcio que los matrimonios concertados con una pareja desconocida. Las personas que se habían conocido durante toda su vida tenían menos posibilidades de seguir casadas que quienes no se habían conocido antes. Los matrimonios sim–puahs tenían menos hijos y en ellos había más casos de adulterio. Wolf descartó explicaciones obvias como, por ejemplo, que el proceso de adopción hubiera causado mala salud o infertilidad. En lugar de acercar a los esposos, la costumbre de vivir juntos parecía inhibir el desarrollo posterior de una atracción sexual. Pero eso sólo era válido para las sim–puahs adoptadas a los tres años o antes; entre las que fueron adoptadas a partir de los cuatro años había el mismo número de matrimonios felices que entre quienes se habían conocido de adultos[31].
Desde entonces, muchos estudios han confirmado esos hallazgos. Los israelíes criados en comunidad en un kibutz, raramente se casan entre ellos[32]. Los marroquíes que han dormido en la misma habitación de niños tienen una aversión a aceptar matrimonios concertados[33]. La aversión parece ser más intensa entre las mujeres que entre los hombres. Esa aversión tiene un eco incluso en la ficción: Víctor Frankenstein, en la novela de Mary Shelley, descubre que se espera de él que se case con una prima suya con la que se crio desde la infancia, pero (simbólicamente) su monstruo interviene para matar a su novia antes de que se consume el matrimonio[34].
Es cierto que existen los tabúes respecto al incesto, pero cuando se miran de cerca se observa que esos tabúes casi no se ocupan de los matrimonios entre familiares de primera línea. Más bien parece que tratan de regular los matrimonios entre primos[35]. También es cierto que parece que a los humanos les fascina el incesto y que tiene un papel importante en la ficción medieval, en los escándalos Victorianos y en las leyendas urbanas modernas. Pero también es cierto que las cosas que horrorizan a la gente —por ejemplo, las serpientes— a menudo también les fascinan. Parece cierto que los hermanos separados en el nacimiento, y que se encuentran posteriormente en la edad adulta, a menudo sienten una atracción muy fuerte el uno por el otro[36], pero eso de algún modo también apoya el efecto Westermarck.
El efecto Westermarck está claro que no es universal. Existen excepciones tanto desde el punto de vista cultural como individual. Muchas de las novias sim–puah fueron capaces de superar su aversión sexual y tuvieron matrimonios felices: el sistema situaba el instinto de aversión por el incesto frente a un instinto incluso más fuerte que es el de la procreación. Existen algunas pruebas también de que se dan situaciones de coqueteo entre hermanos y hermanas que crecieron juntos, pero sólo los que estuvieron separados durante más de un año en la primera infancia tienen posibilidades de llegar a tener una verdadera relación sexual. En otras palabras, es posible que la unión en la infancia no produzca aversión no tanto a la atracción como al coito[37].
A pesar de todo, la aversión por el incesto entre quienes crecieron juntos en la misma familia, igual que el lenguaje, parece ser un claro ejemplo de una costumbre que deja su impronta en la mente durante un período crítico de los primeros años de vida. En un sentido es sólo ambiente: por ser compañeros de infancia, la mente no tiene una idea preconcebida acerca de hacia quién desarrollará una aversión. Y por otro lado es herencia, en el sentido de que es un desarrollo inevitable que se pone en marcha en una edad concreta, posiblemente gracias a algún programa genético. Hace falta la herencia para poder absorber el ambiente.
Igual que las crías de oca de Lorenz, nosotros adquirimos improntas, pero en nuestro caso el imprinting es una aversión más que un apego. Sin embargo, aquí hay algo que no cuadra: Konrad Lorenz se casó con Gretl, su amiga de la infancia con la que provocó el imprinting en su primer patito cuando tenían seis años. Ella era hija de un jardinero del pueblo de al lado. ¿Por qué no tenían aversión el uno por el otro? Quizá la clave está en que ella era tres años mayor que él. Eso significa que ella ya estaba fuera del periodo crítico para el efecto Westermarck cuando se conocieron. O quizá Konrad Lorenz era simplemente la excepción a su propia regla. Alguien dijo una vez que la biología es la ciencia de las excepciones, no de las reglas.
NAZITOPÍA
El imprinting de Lorenz es un excelente concepto que ha pasado la prueba del tiempo. Es un elemento crucial para el rompecabezas que yo llamo la herencia a través del ambiente, y es el matrimonio perfecto de los dos. La invención del imprinting, como una vía para asegurar la calibración flexible del instinto, es un golpe maestro de la selección natural. Sin él, o todos hubiéramos nacido con un lenguaje fijo e inflexible que no se hubiera modificado desde la Edad de Piedra, o estaríamos sufriendo por volver a aprender cada construcción gramatical. Pero otra de las ideas de Lorenz no será juzgada igual de bien por la historia. Aunque tiene poco que ver con el imprinting, merece la pena recordar de qué modo Lorenz, como muchos otros en el siglo XX, cayó en una trampa al coquetear con una especie de utopía.
En 1937 Lorenz estaba en el paro. Sus estudios sobre el instinto animal estaban prohibidos, por razones teológicas, en la Universidad de Viena, dominada por los católicos; y él se había retirado a Altenberg para continuar por su cuenta los estudios sobre las aves. Solicitó una beca para trabajar en Alemania. Un oficial nazi, escribió lo siguiente respecto a su solicitud: «Todos los informes de Austria están de acuerdo en que la actitud política del Dr. Lorenz es impecable desde todos los puntos de vista. No es políticamente activo, pero nunca mantuvo en secreto en Austria que aprueba el Nacional Socialismo […] Todo está en orden también respecto a su procedencia de la raza aria». En junio de 1938, poco después de la Anschluss, Lorenz se afilió al Partido Nazi y se convirtió en miembro de su Oficina de Política de Raza. Enseguida empezó a hablar y escribir acerca de qué modo podía encajar en la ideología nazi su trabajo sobre el comportamiento animal; en 1940 fue nombrado catedrático de la Universidad de Königsberg. Durante los años siguientes, hasta que fue capturado en el frente ruso en 1944, habló sin cesar en favor de los ideales utópicos de «una política de raza defendida científicamente», «la mejora racial de los pueblos y la raza» y de «la eliminación de los éticamente inferiores».
Después de pasar cuatro años en un campo de prisioneros ruso, al terminar la guerra, Lorenz volvió a Austria. Consiguió encubrir su nazismo diciendo que era algo simplón y estúpido, y dijo que no había sido políticamente activo. Explicó que más que realmente creer en el nazismo, lo que él intentó fue acomodar sus conocimientos científicos a los nuevos poderes políticos. Mientras vivió se aceptó esa explicación. Pero después de su muerte, gradualmente fue emergiendo hasta qué punto se había impregnado del nazismo. En 1942, mientras trabajaba como psicólogo militar en Polonia, Lorenz tomó parte en la investigación liderada por el psicólogo Rudolph Hippius y promovida por las SS, cuyo objetivo era desarrollar unos criterios para distinguir los factores «alemanes» de los «polacos» en los individuos mestizos para ayudar a las SS a decidir a quiénes elegir para sus esfuerzos de regermanización. No existen pruebas de que Lorenz estuviese involucrado en crímenes de guerra, pero seguramente sabía que se estaban cometiendo[38].
Un aspecto central de su teoría durante el periodo nazi fue la cuestión de la domesticación. Lorenz había desarrollado un desprecio peculiar hacia los animales domesticados, a los que consideraba avariciosos, estúpidos y demasiado interesados por el sexo, comparados con sus parientes salvajes. «Una bestia realmente fea», gritó en una ocasión al rechazar los intentos sexuales de un pato criollo después de pasar por el proceso de imprinting[39]. Términos peyorativos aparte, tenía algo de razón. Casi por definición, la cría selectiva de animales domesticados produce animales que engordan con facilidad, se reproducen bien y son dóciles y torpes. Los cerebros de las vacas y los cerdos son un tercio más pequeños que los de sus parientes en estado salvaje. Las perras con frecuencia son el doble de fértiles que las lobas. Y es notorio que los cerdos ganan mucho más peso que los jabalíes.
Lorenz empezó aplicando estas nociones a los seres humanos. En un famoso artículo: «Trastornos causados por la domesticación en el comportamiento específico de especie», (1940) argumentaba que los seres humanos están autodomesticados y que eso les ha llevado a un deterioro físico, moral y genético. «Nuestra sensibilidad específica de especie hacia la belleza y la fealdad de los miembros de nuestra especie está íntimamente conectada con los síntomas de la degeneración causada por la domesticación, que amenaza a nuestra raza. […] La idea racial como base de nuestro estado ha conseguido mucho a este respecto». En efecto, el argumento de Lorenz acerca de la domesticación abrió un frente nuevo en la eugenesia, dando otra razón para nacionalizar la reproducción y eliminar tanto a los individuos como a las razas incompetentes. Lorenz no pareció darse cuenta de un inmenso defecto en su propio argumento, que el pato criollo es endogámico después de generaciones de selección para reducir su número de genes, mientras que la civilización tiene el efecto contrario sobre las personas: relaja la selección permitiendo así que las mutaciones sobrevivan en esa reserva de genes.
No existen pruebas de que todo esto tuviera influencia alguna en el nazismo, que ya tenía sus montones de razones, algunas más «científicas» que otras, para llevar a cabo sus políticas de racismo y genocidio. El argumento se pasó por alto, puede que incluso apartaran a Lorenz del Partido. Quizá lo que es aún más sorprendente es que el argumento de Lorenz sobreviviese a la guerra, para ser reiterado en términos menos emotivos en su libro Civilized Man’s Eight Deadly Sins [Los ocho pecados capitales del hombre civilizado], publicado por primera vez en 1973. En ese libro se combinan las primeras preocupaciones de Lorenz respecto a la degeneración humana causada por la relajación de la selección natural, con preocupaciones nuevas y más a la moda sobre la situación ambiental. Además del deterioro genético, los ocho pecados capitales eran la superpoblación, la destrucción del medio ambiente, la excesiva competitividad, la búsqueda de la gratificación instantánea, el adoctrinamiento por parte de las técnicas conductistas, el vacío generacional y el exterminio nuclear.
El genocidio no estaba en la lista de Lorenz.