Capítulo 5

CÁPITULO 5

GENES EN LA CUARTA DIMENSIÓN

Si seguimos una receta concreta, palabra por palabra, de un libro de cocina, lo que finalmente sale del horno es un pastel. Ahora no podemos desmigajar el pastel y decir: esta miga corresponde a la primera palabra de la receta; esta miga corresponde a la segunda palabra de la receta.

RICHARD DAWKINS[1]

El trabajo de conservador de la colección de moluscos del Museo de Historia Natural de Ginebra no es de despreciar. Cuando se lo ofrecieron a Jean Piaget, este reunía las condiciones necesarias y había publicado casi veinte artículos sobre los caracoles y sus parientes. Pero lo rechazó, y por una buena razón: todavía era estudiante. A continuación hizo un doctorado sobre moluscos suizos antes de que su padrino, alarmado por su obsesión con la historia natural, le desviara del estudio de los moluscos hacia la filosofía, primero en Zúrich y luego en la Sorbona. Sin embargo, la fama de Piaget reside en su tercera carrera, iniciada en 1925 en el Instituto Rousseau de Ginebra, como psicólogo infantil. Entre 1926 y 1932, todavía precoz, publicó cinco libros de gran influencia sobre las mentes de los niños. Los padres actuales deben a Piaget su obsesión con la idea de que los niños deben enfrentarse a las etapas cruciales de su desarrollo.

Piaget no fue la primera persona en observar a los niños como si fueran animales —Darwin hizo lo mismo con sus propios hijos—, pero probablemente fue el primero que pensó en ellos no como aprendices de adultos, sino como una especie dotada de una mente característica. Los «errores» que cometían los niños de cinco años en respuesta a las preguntas de los tests de inteligencia revelaron a Piaget que sus mentes trabajaban de una forma peculiar pero coherente. Al tratar de contestar a la pregunta «¿Cómo aumenta el conocimiento?» observó que durante la infancia había una construcción progresiva y acumulativa de la mente en respuesta a la experiencia. Todos los niños atraviesan una serie de etapas de desarrollo, siempre en el mismo orden, aunque no siempre al mismo ritmo. La primera es la etapa sensomotriz, cuando el niño es poco más que un manojo de reflejos y reacciones; todavía no puede concebir que los objetos sigan existiendo caso de que estén ocultos. A continuación viene la etapa preoperacional, un periodo de curiosidad egocéntrica. Luego viene la etapa de operaciones concretas. Al final, al borde de la adolescencia, se produce el amanecer del pensamiento abstracto y el razonamiento deductivo.

Piaget se dio cuenta de que el desarrollo es más continuo de lo que suponen estos principios generales. Pero insistía en que al igual que los niños no caminarán ni hablarán hasta que estén «listos», del mismo modo los elementos de lo que se denomina inteligencia no se absorben simplemente del mundo exterior; aparecen cuando el cerebro que se está desarrollando está preparado para aprenderlos. Piaget consideraba que el desarrollo cognitivo ni era aprendizaje ni tampoco maduración, sino una combinación de los dos, una especie de compromiso activo que la mente que se está desarrollando establece con el mundo. Pensaba que las estructuras mentales necesarias para el desarrollo intelectual venían determinadas genéticamente, pero el proceso por el cual se desarrolla el cerebro que está madurando exige información sobre el resultado de la experiencia y la interacción social. Esa información adquiere dos formas: asimilación y acomodación. Un niño asimila las experiencias previstas y se acomoda a las experiencias inesperadas.

En términos de naturaleza y entorno, Piaget es el único entre los hombres de mi fotografía que no admite la clasificación de empirista o nativista. Ahí donde sus contemporáneos Konrad Lorenz y B. E Skinner adoptaron posturas extremas, el primero como defensor de la naturaleza y el segundo del entorno, Piaget eligió prudentemente el camino del medio. Haciendo hincapié en el desarrollo por etapas, Piaget prefiguró vagamente las ideas de las experiencias formativas en la juventud. Se equivocó en muchos detalles. Su hipótesis de que un niño sólo comprende las propiedades espaciales de los objetos cuando los maneja no goza de aceptación. La comprensión espacial parece estar mucho más cercana a lo innato que eso: hasta los bebés muy pequeños pueden comprender las propiedades espaciales de las cosas que nunca han manejado. No obstante, Piaget merece cierto reconocimiento por ser el primero en tomar en serio la cuarta dimensión de la naturaleza humana: la dimensión temporal[2].

LOS EXCESOS DEL NATIVISMO

Este concepto, redescubierto poco después por los zoólogos, llegó a desempeñar un papel muy importante en uno de los debates más esclarecedores sobre la naturaleza y el entorno, el debate entre Konrad Lorenz y Daniel Lehrman en los años cincuenta y sesenta. Lehrman era un neoyorquino exaltado y elocuente, apasionado de la observación de los pájaros, que realizó un descubrimiento sobre el comportamiento de las palomas torcaces que tuvo también amplias consecuencias para los seres humanos. Descubrió que la danza que ejecutan los machos para cortejar a las hembras desencadena en estas un cambio hormonal. Así pues, una experiencia externa puede producir, a través del sistema nervioso, un cambio biológico interno en el organismo. Lehrman no lo sabía, pero semejante respuesta está mediada por la activación y desactivación de ciertos genes.

En 1953, antes de culminar su trabajo sobre las palomas, Lehrman decidió utilizar sus dudosos conocimientos de alemán, aprendido durante la Segunda Guerra Mundial mientras descifraba para la inteligencia americana mensajes de radio interceptados, para traducir al inglés la obra de Lorenz —a fin de criticarla—. Su enérgica crítica iba a influir en una generación de etólogos. Hasta Niko Tinbergen habría de moderar sus ideas después de leer a Lehrman. El austríaco Lorenz había sido un defensor de los instintos: la idea de que ciertas conductas son innatas en el sentido de que aflorarán aunque el animal se encuentre aislado de su ambiente natural desde el nacimiento. Son los genes, y no la experiencia, los que inducen unos patrones de conducta complicados y complejos en la mayoría de los animales, decía Lorenz. En su crítica, Lehrman acusaba a Lorenz de haber omitido toda mención al desarrollo: de cómo llegaba a producirse la conducta. No brotaba de los genes completamente formada; los genes construían un cerebro, el cual absorbía la experiencia antes de expresar la conducta. En un sistema semejante, ¿qué significado tiene la palabra «innata»[3]?

Lorenz replicó con detenimiento y Lehrman respondió de nuevo, pero no se entendían. Según Lehrman, el hecho de que una conducta sea producto de la selección natural no significa que sea «innata», es decir, producida sin experiencia. Antes de que una paloma pueda desarrollar una preferencia por emparejarse con su propia especie, necesita la experiencia de tener un progenitor; no ocurre lo mismo en un tijuil o un renegrido, que al igual que un cuco nunca conoce a sus padres y por lo tanto tiene una preferencia verdaderamente «innata» por una pareja. A Lorenz le importaba muy poco cómo se producía la conducta con tal de que obviamente fuera resultado de la selección natural y se expresara en el animal adulto más o menos del mismo modo dada una experiencia normal. En su opinión, innato significa inevitable. Lorenz iba a estar siempre más interesado en el por qué que en el cómo.

Para satisfacción de muchos, Tinbergen resolvió el problema cuando dijo que un estudioso del comportamiento animal debería hacerse cuatro preguntas acerca de una conducta concreta: ¿Cuáles son los mecanismos que dan lugar a la conducta? ¿Cómo llega a desarrollarse la conducta en un individuo (la pregunta de Lehrman)? ¿Cómo ha evolucionado la conducta? ¿Cuál es la función o el valor de la conducta en la lucha por la supervivencia (la pregunta de Lorenz)[4]?

Inesperadamente, la muerte de Lehrman en 1972 puso fin a la discusión. Sin embargo, en las últimas décadas, el argumento de Lehrman sobre el desarrollo se ha convertido en cierto modo en una norma para burlarse de los que piensan que los nativistas de la genética de la conducta y la psicología evolutiva se han pasado de la raya. La «oposición desarrollista» adquiere muchas formas, pero sus cargos principales son que muchos biólogos actuales hablan con demasiada soltura de «genes de la conducta», pasando por alto la incertidumbre, complejidad y circularidad del sistema a través del cual los genes llegan a influir en la conducta. Según el filósofo Ken Schaffner, un manifiesto de cinco apartados de la oposición desarrollista podría expresar algo así: (1) los genes merecen igualarse con otras causas; (2) no son «preformancionistas»; (3) su significado depende en gran medida del contexto; (4) los efectos de los genes y los ambientes son perfectamente coherentes e inseparables; y (5) la psique «surge» del proceso de desarrollo de un modo imprevisible[5].

La forma de oposición más firme, como la representada por la zoóloga Maryjane West–Eberhard, pretende ofrecer una «segunda síntesis evolutiva» que echará por tierra la primera —la fusión de Mendel y Darwin que aconteció en los años treinta— exaltando los mecanismos del desarrollo junto a los de la genética[6]. Por ejemplo —y este es un ejemplo mío— echemos un vistazo a la distribución de los vasos sanguíneos en el dorso de nuestras manos. Aunque en ambas manos las venas llegan al mismo destino, lo hacen por caminos ligeramente distintos. Esto no pasa porque existan programas genéticos diferentes para diferentes manos, sino porque el programa genético es flexible: en cierto modo delega el gobierno local a los propios vasos. El desarrollo se acomoda al ambiente: es capaz de afrontar diferentes circunstancias y alcanzar aún un resultado eficaz. Si un mismo grupo de genes puede producir desarrollos distintos, entonces unos genes diferentes podrían lograr también un mismo resultado. O por expresarlo en términos técnicos, el desarrollo está bien «protegido» contra cambios genéticos menores. Esto podría explicar dos fenómenos curiosos. En primer lugar, las razas salvajes, como los lobos, son mucho menos sensibles a las mutaciones genéticas individuales que las especies endogámicas como los perros de pura raza: su variación genética les protege. A su vez, esto podría explicar el hecho, por otro lado enigmático, de que existan tantas versiones diferentes de cada gen en la población (tanto en los seres humanos como en otros animales salvajes). Muchos genes se presentan en dos versiones ligeramente distintas, una en cada cromosoma equivalente, que quizás ayuden a proporcionar la flexibilidad para desarrollar un cuerpo que funcione adecuadamente en diferentes ambientes.

El desarrollo de la conducta no ha de ser menos flexible ni estar menos protegido que el desarrollo de la anatomía[7]. En su forma más débil, la oposición desarrollista simplemente recuerda a los genetistas de la conducta que no saquen conclusiones simplistas y que no animen a los redactores de titulares periodísticos a hablar de «genes gays» o «genes de la felicidad». Los genes trabajan en grandes equipos y no construyen el organismo y sus instintos directamente, sino a través de un proceso flexible de desarrollo. Los que actualmente estudian los genes y la conducta —en ratones, moscas y gusanos— dicen que son perfectamente conscientes de los peligros de una simplificación excesiva y que a veces los desarrollistas les irritan un poco. Por mucho que subrayen sus complicaciones y su flexibilidad, el desarrollo sigue siendo parte esencial de un proceso genético. Unos experimentos confirman la complejidad, plasticidad y circularidad del sistema, pero también revelan que el ambiente sólo influye en el desarrollo activando y desactivando genes —genes que conceden la plasticidad y el aprendizaje—. Ralph Greenspan, pionero del estudio del cortejo entre las moscas del vinagre, lo expresó de esta manera:

Del mismo modo que la capacidad para llevar a cabo el cortejo está dirigida por genes, también lo está la capacidad para aprender durante la experiencia. Estudios de este fenómeno apoyan más la probabilidad de que la conducta esté regulada por una miríada de genes que interactúan, cada uno de los cuales realiza diversos cometidos en el cuerpo[8].

EN LA COCINA

En cuanto se intenta reflexionar sobre la cuarta dimensión del organismo vienen a la mente varias parábolas útiles, todas ellas bastante gráficas. En mi opinión, la metáfora es el elemento indispensable (¡jai) de la buena prosa científica, de modo que examinaré dos de estas parábolas detalladamente.

La primera es la parábola de la canalización, acuñada por el embriólogo británico Conrad Waddington en 1940[9]. Imaginemos una pelota situada en la cima de una colina. Mientras rueda hacia abajo, la colina es lisa al principio, pero poco después empiezan a aparecer torrenteras en la superficie; antes de que pase mucho tiempo, la pelota rueda por un angosto canal. En algunas colinas las torrenteras convergen en un canal; en otras divergen formando varios canales. La pelota es el animal. La colina con las torrenteras que convergen representa el desarrollo del tipo de conducta más «innato»: esta conducta siempre será aproximadamente la misma cualquiera que sea la experiencia del organismo. La colina con las torrenteras que divergen representa una conducta que viene mucho más determinada por el «ambiente». Con todo, la aparición de ambos tipos de conducta sigue requiriendo genes, experiencia y desarrollo. De este modo, por ejemplo, la gramática está sumamente canalizada; el vocabulario, no. El canto formulario de un reyezuelo —que acabo de escuchar al otro lado de mi ventana— está mucho más canalizado que el canto imitativo e inventivo del petirrojo que también puedo oír[10].

Equiparar la conducta innata al desarrollo canalizado es una idea útil siempre que se limite, sobre todo porque ataja de una manera tan limpia la dicotomía entre genes y ambiente: algo puede venir bien especificado por los genes y sin embargo ser arrojado a un canal diferente por el ambiente. Si la personalidad y el CI son sumamente heredables en muchos tipos de sociedades (capítulo 3), esto supone que su desarrollo apenas se canaliza —se necesitaría un ambiente muy diferente que desviara tanto la pelota como para acabar en un canal distinto—. Pero esto no significa que el ambiente no sea importante: la pelota sigue necesitando una colina por la que rodar.

Durante mi siguiente sermón me explayaré sobre una parábola diferente, una que data de 1976 cuando fue acuñada por Pat Bateson, etólogo británico muy influenciado por Lehrman. Esta es la parábola de la cocina:

Los procesos que tienen que ver con el desarrollo conductual y psicológico poseen ciertas analogías metafóricas con el arte culinario. Los ingredientes crudos así como la manera en que se combinan son importantes, lo mismo que la medida del tiempo. En la analogía culinaria, los ingredientes crudos representan las muchas influencias genéticas y ambientales, mientras que la cocción representa los procesos biológicos y psicológicos del desarrollo[11].

La analogía culinaria ha resultado tener éxito con ambos lados del debate sobre naturaleza y entorno. En 1981, Richard Dawkins utilizó la metáfora del horneado de una tarta al tiempo que subrayaba el papel de los genes; su mayor crítico, Steven Rose, utilizó la misma metáfora tres años después mientras sostenía que la conducta «no está en nuestros genes»[12]. El arte culinario no es una metáfora perfecta —no logra captar la alquimia del desarrollo en la que dos ingredientes conducen automáticamente a la producción de un tercero y así sucesivamente— pero merece su popularidad, ya que expresa muy bien la cuarta dimensión del desarrollo. Tal como observó Piaget, el desarrollo de una determinada conducta humana exige un cierto tiempo y tiene lugar en un cierto orden, lo mismo que la cocción de un soufflé perfecto requiere no sólo los ingredientes adecuados sino también el tiempo de cocción adecuado y el orden exacto de los acontecimientos.

Asimismo, la metáfora culinaria da una explicación instantánea de cómo unos pocos genes pueden crear un organismo complejo. Douglas Adams, el escritor de ciencia ficción, me envió hace poco un correo electrónico antes de morir prematuramente criticando el argumento de que 30 000 genes eran demasiado pocos como para especificar la naturaleza humana. Insinuaba que el plano de una tarta, como el que necesitaría un arquitecto, sería en realidad un documento inmensamente complicado que requeriría un vector para cada pasa, una descripción exacta de la forma y tamaño de cada porción de alcorza y así sucesivamente. Si el genoma humano fuera un plano, entonces 30 000 genes nunca serían siquiera suficientes para especificar un cuerpo, y mucho menos una psique. Por otro lado, la receta de una tarta es un simple párrafo. Si el genoma fuera una receta —un conjunto de instrucciones para «cocinar» los ingredientes crudos de una cierta manera durante un tiempo determinado— entonces 30 000 genes serían muchos. No sólo es posible imaginar un proceso de este tipo en el crecimiento de un miembro; en realidad, ahora se pueden ver surgiendo de la literatura científica los principios de su funcionamiento gen a gen.

Pero ¿podemos imaginar semejante cosa en lo que respecta a la conducta? Las mentes de la mayoría de la gente se sobresaltan ante la idea de que unas moléculas, fabricadas por genes, generan un instinto en la mente de un niño, de modo que abandonan y dicen que el proceso es impenetrable. Ahora me he fijado un reto considerable: explicar cómo los genes pueden dar lugar al desarrollo de la conducta. En este libro me había esforzado hasta ahora en mostrar cómo los genes de los receptores de oxitocina expresan un instinto de emparejamiento y de qué modo los genes del BDNF influyen sobre la personalidad. Es útil analizar estos sistemas, pero plantean una cuestión descomunal: ¿cómo llegó el cerebro a construirse de ese modo en primer lugar? Está muy bien decir que los receptores de oxitocina que se expresan en la amígdala medial estimulan el sistema dopamina con sensaciones de aprecio personal hacia la persona amada. Pero ¿quién construyó la condenada máquina de este modo y por qué?

Pensemos en el Dispositivo Organizador del Genoma como un jefe de cocina experto cuya labor es hornear un soufflé llamado cerebro. ¿Cómo emprende esta tarea?

LAS SEÑALES INDICADORAS DEL CEREBRO

Consideremos en primer lugar el sentido del olfato. En el plano perceptivo, el olfato es un sentido que viene determinado genéticamente. El ratón tiene 1036 sensores olfativos en su nariz, cada uno de los cuales expresa el gen de un receptor olfativo ligeramente distinto. Desde este punto de vista, como desde muchos otros, los seres humanos están depauperados: solamente poseen 347 genes de receptores olfativos intactos y muchos restos oxidados de genes antiguos (llamados pseudogenes)[13]. Así pues, en el ratón, cada célula envía una única fibra nerviosa (un axón) a una unidad diferente dentro del bulbo olfativo del cerebro. Lo extraordinario es que las células que expresan un único tipo de gen de receptor envían sus axones solamente a unas cuantas unidades.

De ese modo, por ejemplo, las neuronas P2 de la nariz del ratón —varios cientos de ellas— expresan todas el mismo gen de receptor y suministran toda su energía eléctrica a fin de estimular sólo dos centros del cerebro. Hay un constante cambio de neuronas, que sólo viven noventa días. Sus sucesoras se desarrollan en el cerebro y ocupan el mismo sitio que sus predecesoras. A un equipo del laboratorio de Richard Axel de la Universidad de Columbia se le ocurrió la idea arrolladora de matar todas las células P2 (haciendo que ellas, y sólo ellas, expresaran la toxina de la difteria) y luego ver si sus sucesoras aún podrían llegar a su destino sin unas «colegas» que las llevaran de la mano por el camino. Pues sí, pudieron[14].

Esto podría explicar por qué los olores son tan evocadores. Las neuronas olfativas son tan fieles a los mismos centros cerebrales que aun cuando las neuronas de la infancia hace mucho tiempo que desaparecieron, sus sucesoras adultas siguen exactamente el mismo recorrido dentro del cerebro. Cuando Axel y sus colegas eliminaron el gen del receptor olfativo de las células P2, estas ya no se extendían hacia su objetivo sino que vagaban sin rumbo fijo por el cerebro. Cuando Axel sustituyó el gen del receptor olfativo P2 por uno P3, el axón encontró entonces su camino directamente al objetivo P3[15].

Esto demuestra que el desarrollo de un sentido del olfato específico requiere un gen que se exprese en un receptor de la nariz y un gen parejo que se exprese en un receptor del cerebro; ambos receptores están conectados por los axones que se extienden hacia el cerebro.

La primera intuición para explicar cómo puede ocurrir esto fue el trabajo de un contemporáneo más bien romántico de mis doce hombres barbudos. Santiago Ramón y Cajal (1852–1934) fue todo lo que un héroe español debía ser: imaginativo, extravagante, inquieto y atlético. Cajal convenció al mundo de que el cerebro no estaba hecho de una red continua de fibras nerviosas interconectadas, sino de muchas células independientes en contacto unas con otras pero no unidas. Recibe algo más de reconocimiento por este hallazgo de lo que merece, ya que fue una intuición compartida por al menos otros cinco científicos, entre ellos el explorador y estadista noruego Fridtjof Nansen. En todo caso Nansen ya era bastante famoso por otras razones, así que concedámosle a Cajal el mérito que merece. Sin embargo, lo que aquí me interesa fue la otra intuición de Cajal, quien sugirió que el sistema nervioso está construido por nervios que se extienden hacia unas sustancias químicas que les atraen. Sospechaba que los nervios son atraídos hacia sus destinos por gradientes de alguna sustancia especial. En esto tenía toda la razón.

Al igual que una de las brujas de Macbeth, debo ahora añadir a mi receta el ojo de una rana. Las ranas tienen visión binocular: pueden mirar hacia delante con los dos ojos, lo que les viene bien para calcular la distancia a la que pasan las moscas. Sin embargo, los renacuajos tienen los ojos a los lados de la cabeza. Puesto que el renacuajo se convierte en rana, los ojos tienen que trasladarse a su nueva posición hacia la mitad de su vida. Hay un problema: ahora los campos visuales de los dos ojos se solapan, de modo que ven la misma escena. El cerebro de la rana debe tomar la información de la mitad izquierda de cada ojo y enviarla a la misma parte del cerebro para procesarla conjuntamente. Mientras tanto, la mitad derecha del campo visual de cada ojo debe ser analizado en un lugar distinto. Para hacer esto, el GOD debe cambiar las conexiones que van del ojo al cerebro. Las células nerviosas de una de las mitades de cada ojo deben cruzar al lado contralateral del cerebro y las de la otra mitad deben permanecer en el mismo lado. Sorprendentemente, gracias al trabajo de Christine Holt y Shin–ichi Nakagawa, es posible describir exactamente cómo se realiza esto[16].

Todas las células de la retina del ojo extienden un axón hacia el «tectum óptico» del cerebro. En el extremo del axón se encuentra un objeto llamado cono de crecimiento, que parece ser una especie de locomotora para el axón capaz de tirar de su extremo en línea recta, o girar o detenerse. Cada una de estas maniobras las realiza en respuesta a las sustancias químicas que la atraen o repelen. Cuando los conos de crecimiento del ojo del renacuajo llegan al quiasma óptico, una especie de encrucijada o confluencia de puntos, se entrecruzan de modo que la mitad derecha de su cerebro responde al ojo izquierdo y viceversa. Pero una vez que el renacuajo empieza a convertirse en rana, algo cambia en el quiasma. Ahora los nervios de la mitad izquierda del ojo derecho y de la mitad izquierda del ojo izquierdo deben acabar en el mismo lugar, y las mitades derechas en otro, de modo que la rana pueda ver en estéreo, lo mejor para juzgar la distancia a la que pasan las moscas. Nuevas neuronas se extienden de cada retina al cerebro, pero esta vez la mitad de ellas cruzan el quiasma mientras que la otra mitad continúa en el mismo lado del cerebro. Holt y Nakagawa descubrieron cómo se efectúa este cambio. Un gen se activa dentro del quiasma: el gen de una proteína llamada efrina B que repele los conos de crecimiento, pero sólo los que proceden de una mitad de cada ojo, porque sólo la mitad de las células expresan el gen del receptor de la efrina B. Los conos repelidos continúan en el mismo lado del cerebro que el ojo del que proceden. Las células de la otra mitad del ojo, que no expresan el receptor, omiten la señal de la efrina B y cruzan al lado contralateral del cerebro. El efecto es dar a la rana una visión binocular de modo que pueda calcular la distancia a la que se encuentran las moscas.

Sirviéndose únicamente de dos genes —el de la efrina B y el de la efrina B receptor— expresados del modo adecuado en los lugares adecuados en el momento oportuno, la rana ha adquirido las conexiones que le otorgan la visión binocular. Exactamente los mismos genes se expresan en lugares exactamente equivalentes en un feto de ratón, mientras que en un pez o un polluelo los genes permanecen inactivos y no se adquiere visión binocular —lo cual da lo mismo, ya que el pez y los pollos tienen ojos a los lados de la cabeza, no delante.

La efrina B es una «guía de axones», una de esas proteínas que se encuentran en una cantidad sorprendentemente pequeña. Existen cuatro familias conocidas de proteínas con la función de guiar a los axones: netrinas, efrinas, semaforinas y slits. Generalmente, las netrinas atraen a los axones, en tanto que las demás en general los repelen. Algunas otras moléculas actúan también como guías de axones, pero no son muchas. Sin embargo, empieza a parecer como si estas pocas afortunadas fueran casi las únicas que son necesarias en la construcción del cerebro, ya que dondequiera que miren los científicos aparecen los mismos cuatro tipos de guías de axones repeliendo o atrayendo conos de crecimiento —y en casi todos los animales, incluidos los gusanos más inferiores—. Es un sistema de una simplicidad increíble que, sin embargo, es capaz de producir un cerebro humano con un billón de neuronas, cada una de las cuales realiza mil conexiones[17].

Permitan que les cuente una historia más de la biología molecular del guiado de axones antes de dejar que vuelvan a la psicología para tomar aliento. En las moscas del vinagre, como en las ranas, es preciso que algunos axones crucen la línea media del animal hasta el otro lado del cerebro. Para hacerlo, han de suprimir su sensibilidad a la «slit», una guía de axones repelente situada en la línea media. Un axón que desee cruzar la línea media debe suprimir la expresión de un gen llamado «robo» que codifica el receptor de la slit. Esta supresión insensibiliza al axón frente a la slit dejándole vía libre a través del puesto de control de la línea media. Una vez que el axón ha cruzado, el gen robo se vuelve a activar impidiendo que cruce de nuevo. El axón puede desactivar luego otros genes robo (llamados robo2 y robo3), que determinan cuánto se alejará de la línea media. Cuantos más genes robo desactive, más se alejará de la línea media.

Aunque estos genes se encontraron en las moscas, a nadie sorprendió que apareciera un pez cebra mutante que poseía el equivalente exacto del gen robo3 inoperante y que tenía problemas con los cruces de nervios a en la línea media. Luego aparecieron tres slits y dos robos en ratones que realizaban exactamente la misma función, dirigiendo el tráfico en la línea media durante la formación del prosencéfalo. En los ratones, sin embargo, las slits pueden hacer más: en realidad, pueden canalizar los axones hacia regiones concretas del cerebro[18]. Al parecer, los genes robo y slit continúan activándose y desactivándose en diferentes partes del cerebro de los roedores mucho tiempo después del nacimiento guiando a los axones a sus destinos[19]. Puesto que, por lo que respecta a tales genes, las personas son verdaderamente ratones grandes, esto parece ser un adelanto en la comprensión de cómo se construyen las redes mentales humanas.

Posiblemente piensen que esto está muy alejado de la conducta, y seguramente tengan razón. Mi propósito hasta ahora es mostrar a grandes rasgos cómo podrían los genes empezar a construir un cerebro conforme a una receta muy complicada pero que aplica unas cuantas reglas sencillas —y mostrar la cuarta dimensión de la genética, la dimensión temporal—. No es mi intención dar a entender que actualmente se conoce el desarrollo del cerebro en su totalidad y que los científicos sólo están añadiendo detalles. Nada de eso. Como ocurre siempre en ciencia, cuanto más saben los científicos, más cuenta se dan de que no saben. Hasta ahora, la niebla ocultaba el paisaje que teníamos ante nosotros. Lo que ha sucedido es que se ha disuelto en parte desvelando indicios de un abismo de ignorancia que produce vértigo. No puedo empezar a contaros de qué modo la netrina y la efrina se ven afectadas por la experiencia, por ejemplo, o cómo estas guías de axones dotan al cerebro de un cuco del instinto de cantar «cucú». Pero se ha dado el primer paso. Y no puedo resistirme a señalar que este comienzo ha tenido lugar a través del reduccionismo genético. Tratar de comprender la construcción de la mente sin considerar los genes implicados en el guiado de los axones sería como tratar de crear un bosque sin plantar ni un árbol.

EX UNUM PLURIBUS

Las guías de axones, situadas junto a las señales indicadoras que dirigen el paso de los conos de crecimiento de acuerdo con sus receptores, sólo constituyen una parte de la historia. Explican cómo llegan los nervios donde quieren ir, pero no pueden explicar cómo realizan los nervios las conexiones adecuadas cuando llegan allí. Es la hora de otra parábola. Supongamos que a una londinense le ofrecen un trabajo de compraventa de bonos en Nueva York. Emigra a Nueva York atendiendo a determinadas señales de los postes indicadores situados a lo largo del camino (la estación de ferrocarril, la terminal, el mostrador de facturación, la puerta, la sala de llegadas, la parada de taxis, el hotel, el metro, etcétera), hasta que llega a las oficinas de su nuevo patrono. Aquí, de repente, cambia de rumbo: se pone en contacto con su nuevo jefe y sus futuros compañeros, algunos de los cuales también han viajado desde lejos hasta esa oficina. No les encuentra por medio de señales direccionales sino mediante señales personales: nombre y puesto de trabajo. Más o menos del mismo modo, tras haber guiado a un axón hasta su destino, el GOD debe ponerlo en contacto con otras neuronas adecuadas nada más llegar. Las indicaciones ya no son señales direccionales, sino placas de identificación.

A finales de la década de 1980, los científicos encontraron por casualidad el primer ejemplo de un gen que informa a un axón de cuándo ha llegado a su destino. La historia comienza en 1856 cuando un médico español, Aureliano Maestre de San Juan, realiza la autopsia a un hombre de cuarenta años que no poseía sentido del olfato, tenía un pene pequeño y unos testículos muy pequeños. Maestre de San Juan no pudo encontrar bulbos olfatorios en el cerebro de este hombre. Unos años después apareció otro caso en Austria y los médicos empezaron a preguntar a los hombres con penes diminutos si tenían sentido del olfato. Los sexólogos impresionables consideraron estos casos como prueba de que las narices y los penes tenían tanto en común que saltaba a la vista. En 1944, Franz Kallmann, psicólogo al que hice referencia en el capítulo 4, describió el síndrome de gónadas pequeñas y ausencia de olfato como un trastorno genético raro, que se daba en las familias pero afectaba principalmente a los hombres. En cierto modo injustamente, el síndrome lleva ahora el nombre de Kallmann y no el del español polinómico: esto es lo que pasa por tener tantos nombres.

La búsqueda de los genes que intervienen en el síndrome de Kallmann se dirigió hacia el cromosoma X (del cual los hombres no poseen una copia de más porque lo heredan sólo de la madre) y pronto se centró en un gen llamado KAL–1. Casi con toda seguridad, existen otros dos genes en otro cromosoma que también pueden producir el síndrome de Kallmann, pero todavía no se han identificado. En los últimos años se ha puesto de manifiesto cómo funciona el KAL–1 y qué ocurre cuando deja de funcionar. El gen se activa aproximadamente cinco semanas después de la concepción, pero no en la nariz ni en las gónadas, sino en la parte del cerebro embrionario que se convertirá en el bulbo olfatorio. Produce una proteína llamada anosmina que actúa como adhesivo celular, es decir, hace que las células se peguen unas a otras. En cierto modo, la anosmina tiene un efecto espectacular sobre los conos de crecimiento de los axones olfativos que migran en dirección al bulbo olfativo. A medida que estos conos de crecimiento llegan al cerebro en la sexta semana de vida, la presencia de anosmina les hace expandirse y «desfascicularse», o descarrilar. Todos los axones abandonan sus carriles y se detienen, conectándose a las células cercanas. En las personas que no poseen una copia funcional del KAL–1, y por ende tampoco anosmina, los axones nunca conectan con el bulbo olfatorio. Al sentir que están de más, se contraen[20].

De ahí que las personas que tienen síndrome de Kallmann carezcan de sentido del olfato. Pero ¿por qué tienen el pene pequeño? Sorprendentemente, parece que las células necesarias para desencadenar el desarrollo sexual nacen también en la nariz, en un antiguo receptor evolutivo de feromona llamado órgano vomeronasal. A diferencia de las neuronas olfativas, que simplemente envían axones al cerebro, estas neuronas emigran por sí mismas al cerebro. Lo hacen a lo largo de los fascículos —los carriles— ya establecidos por los axones olfativos. En ausencia de anosmina, nunca alcanzan su objetivo y nunca inician su principal función: la secreción de una hormona llamada hormona liberadora de gonadotrofinas. Sin esta hormona, la glándula pituitaria nunca recibe la instrucción de empezar a liberar la hormona luteinizante a la sanare; y sin hormona luteinizante las gónadas nunca maduran, los niveles de testosterona en el hombre son bajos y por consiguiente su libido es baja; permanece sexualmente indiferente a las mujeres incluso después de la pubertad[21].

Al fin he encontrado una forma de trazar la ruta desde un gen hasta una conducta a través de la construcción de una parte del cerebro. Pat Bateson cita el síndrome de Kallmann para subrayar que aunque los genes pueden realmente influir en la conducta, las conexiones son tortuosas e indirectas. Decir que el KAL–1 es «el sen que codifica» la disfunción sexual podría llevar a engaño, sobre todo porque sólo produce la disfunción cuando no funciona. Además, es probable que la anosmina tenga otras funciones en el cuerpo. Su efecto sobre el desarrollo sexual es indirecto. Y existen otros genes que pueden dejar de funcionar y producir algunos de los mismos síntomas, o todos, y que probablemente operan en otros puntos de la extensa secuencia de causas y efectos. En realidad, la mayoría de los casos en los que el síndrome de Kallmann se hereda están producidos por mutaciones en genes distintos del KAL–1[22].

Si bien no se da una correspondencia uno a uno entre genes y conducta (sino más bien una múltiple), el KAL–1 sigue siendo, en un sentido cauto y casual, «uno de los genes que codifica» una parte de la conducta sexual. Como podrían haber sostenido perfectamente Lehrman y Piaget, el gen manifiesta su efecto conductual a través del desarrollo físico del sistema nervioso especificando cómo se produce el desarrollo, que a su vez especifica cómo se produce la conducta. Los científicos están empezando a comprender la terrible verdad de que pueden contemplar la conducta simplemente como una forma extrema de desarrollo. El nido de un ave es producto de sus genes lo mismo que lo son sus alas. En mi jardín, y por toda Gran Bretaña, los tordos cantores revisten sus nidos de lodo, los mirlos de hierba, los petirrojos de pelo y los pinzones de plumas, generación tras generación, ya que la construcción del nido es una expresión de los genes. Richard Dawkins acuñó la frase «prolongación del fenotipo» para denotar esta idea[23].

He mencionado que la anosmina es una molécula de adhesión celular, y esto hace que sea uno de los asuntos más curiosos contenidos en la cartera de productos génicos del GOD. Sin embargo, es demasiado pronto para comprender la función que desempeñan las moléculas de adhesión celular; pero cada vez parece más verosímil que constituyan los distintivos mediante los cuales las neuronas identifican a sus compañeras cuando se están formando las conexiones en el cerebro. Componen la clave de cómo las células se encuentran unas a otras en la multitud. Justifico esta afirmación sumamente especulativa basándome en el siguiente experimento, probablemente el más ingenioso que he encontrado en el estudio de genes y cerebros.

El director del experimento es Larry Zipursky; el sujeto es una simple mosca del vinagre. Las moscas tienen ojos compuestos, es decir, sus ojos están divididos en 6400 tubitos hexagonales, cada uno de los cuales se concentra en una pequeña parte de la escena y envía exactamente ocho axones al cerebro para informar de lo que ve: principalmente, movimiento. Seis de estos axones responden mejor a la luz verde; el séptimo responde a la luz ultravioleta; el octavo responde a la luz azul. Los seis primeros se detienen en una capa cercana del cerebro; el séptimo y el octavo penetran a más profundidad, siendo el séptimo el que profundiza más en el cerebro[24]. Zipursky mostró por primera vez que, casi con toda seguridad, para que las ocho células alcancen sus objetivos el gen de la N–cadherina (una proteína de adhesión celular) debe ser activado en las ocho células y también en sus objetivos. Lo que hizo entonces su equipo, de manera casi increíble, fue modificar una mosca mediante ingeniería genética de modo que algunas de las séptimas células expresaran solamente una versión mutante del gen de la N–cadherina, y que ellas, y sólo ellas, se volvieran verde fluorescente, lo que permitió al investigador distinguir entre el desarrollo de una célula mutante y una normal en el mismo animal. Los detalles de cómo se consigue esto son impresionantes: demuestran que la ciencia sigue siendo un marco para el ingenio y la virtuosidad. Sin N–cadherina, el séptimo axón se desarrolla normalmente y alcanza su objetivo, pero luego no logra realizar una conexión, se retrae y parece estar desorientado. Zipursky repitió el experimento con las seis primeras neuronas y tampoco ellas pudieron encontrar su destino cuando el gen de la N–cadherina no funcionaba. Concluyó que la N–cadherina (y, después de un experimento similar, otro gen llamado LAR que también codifica una molécula de adhesión celular) es necesaria para que un axón reconozca su objetivo en el cerebro[25].

Las cadherinas y las de su especie se encuentran actualmente entre las moléculas con más glamour de la biología. Deben su fama a la función que se cree que desempeñan al facilitar que las neuronas se encuentren unas a otras durante la formación de las conexiones cerebrales. Salen fuera de la superficie de las neuronas como frondas de algas del lecho marino. En presencia de calcio forman barras rígidas y se apoderan de cadherinas similares de células cercanas. Parece ser que su tarea es unir dos neuronas, pero sólo se unirán si sus extremidades son compatibles, pero el Dispositivo Organizador del Genoma parece hacer todo lo posible por variar la extremidad de la fronda entre diferentes células. Esto se debe en parte a que hay muchos genes de cadherina diferentes, y en parte a un fenómeno totalmente distinto llamado splicing (En el ámbito científico splicing no se traduce en español. Es un proceso mediante el cual una vez eliminados los intrones, los extremos libres de los exones se unen de nuevo. Literalmente, splicing significa empalme. N. de la T.) alternativo. Tengan paciencia conmigo mientras los llevo a hacer un recorrido por las labores de los genes. Un gen es un fragmento de letras de ADN que codifica la receta de una proteína. En la mayoría de los casos, sin embargo, el gen está dividido en varios fragmentos cortos «con sentido» intercalados de largos fragmentos «sin sentido». Los trozos con sentido se denominan exones y los trozos sin sentido, intrones. Después de que el gen se haya transcrito en una copia funcional constituida de ARN y antes de que se traduzca en una proteína, los intrones se eliminan en un proceso llamado splicing.

Su descubrimiento, en 1977, se debe a Richard Roberts y Philip Sharp, lo que les valió un Premio Nobel. Walter Gilbert se dio cuenta después de que el splicing consistía en algo más que eliminar simplemente los intrones. En algunos genes existen varias versiones alternativas de cada exón situadas unas al lado de las otras, pero sólo se elige una y se prescinde de las demás. Dependiendo de cuál sea la elegida, un mismo gen puede producir proteínas ligeramente distintas. Sin embargo, hasta hace pocos años no se puso totalmente de manifiesto la importancia de este descubrimiento. El splicing alternativo no es un suceso raro u ocasional. Al parecer tiene lugar en aproximadamente la mitad de todos los genes humanos[26]; hasta puede entrañar la incorporación de exones de otros genes; y en algunos casos produce no una ni dos variantes del mismo gen, sino cientos o incluso miles.

En febrero de 2000, Larry Zipursky había pedido a uno de sus discípulos, Huidy Shu, que examinara una molécula llamada Ds–cam producto de un gen de la mosca del vinagre que Jim Clemens había purificado recientemente y que Dietmar Schmucker había demostrado que era necesaria para guiar sus neuronas hacia su destino en el cerebro. Lo decepcionante fue que una pequeña región del gen de la mosca parecía distinto de su equivalente humano, un gen que probablemente causa algunos de los síntomas del síndrome de Down por medio de un mecanismo desconocido (Dscam significa molécula de adhesión celular del síndrome de Down [Down syndrome cell–adhesion molecule]). Shu empezó a buscar formas alternativas del gen Dscam que pudieran contener regiones de secuencia similar a la del gen humano; y mientras se intentaba identificar dicha secuencia, cada una de las aproximadamente treinta formas de Dscam que Shu secuenció era —sorprendentemente— distinta. Entonces, de repente y por primera vez, la empresa Celera puso a disposición el genoma completo de la mosca del vinagre en Internet. Ese fin de semana, Shu y Clemens utilizaron la base de datos para descifrar el gen Dscam. No pudieron dar crédito a lo que veían sus ojos cuando llegó el resultado de la búsqueda. No había unos pocos exones alternativos; había 95. De los 24 exones del gen, cuatro existían en versiones alternativas: el exón 4 aparecía en doce versiones diferentes, el exón 6 en 48, el exón 9 en 33 y el exón 17 en dos. Esto significaba que si el gen iba a experimentar todas las combinaciones posibles de splicing podría producir 38 016 tipos diferentes de proteína… ¡a partir de un solo gen[27]!

Las noticias acerca del descubrimiento del gen Dscam se extendieron rápidamente por la comunidad de genetistas. Muchos expertos en genoma lo encontraron bastante deprimente, ya que de repente hacía que la situación se complicara mucho más. Si un único gen podía fabricar miles de proteínas, entonces enumerar los genes humanos sería sólo el comienzo de la tarea de enumerar la cantidad de proteínas que podrían producir. Por otro lado, semejante complejidad desbarataba el argumento de que el pequeño número comparativo de genes contenido en el genoma humano daba a entender que este era demasiado simple para explicar la naturaleza humana y por ello las personas debían de ser más bien producto de la experiencia. A los que razonaban de esta manera les salió de repente el tiro por la culata. Después de argumentar que un genoma de 30 000 genes era demasiado pequeño para determinar los detalles de la naturaleza humana, tuvieron que admitir que un genoma que podía producir cientos de miles, tal vez incluso millones, de proteínas diferentes tenía con mucho la suficiente capacidad combinatoria para especificar la naturaleza humana con todo detalle, sin molestarse siquiera en echar mano del entorno.

Es importante no perder la calma. Otros pocos genes que sufren splicing alternativo muestran una diversidad potencial semejante. En el momento de escribir estas líneas, no se ha demostrado todavía que alguna de las diversas versiones humanas del gen Dscam experimente splicing alternativo, y mucho menos hasta tal punto. Tampoco se sabe todavía que las moscas del vinagre fabriquen la totalidad de las 38 016 proteínas que podrían a partir del gen Dscam. Queda la posibilidad que las 48 versiones del exón 6 puedan ser intercambiables desde el punto de vista funcional. Pero Zipursky ya sabe que las diferentes alternativas del exón 9 se encuentran preferiblemente en tejidos distintos y sospecha que lo mismo ocurre con los otros exones. Entre los científicos que trabajan en este tema existe el sentimiento generalizado de que están arañando la puerta de una cámara de secretos. Puede que la clave de algunos principios biológicos fundamentalmente nuevos se encuentre en cómo se produce el splicing de los genes y cómo se comporta el ARN en la célula.

En todo caso, Zipursky tiene la esperanza de que quizás haya dado con una base molecular del reconocimiento celular: por cómo las neuronas se encuentran unas a otras en el cerebro abarrotado. La estructura de la Dscam es similar a la de una inmunoglobulina, una proteína sumamente variable que el sistema inmunológico utiliza para identificar muchos patógenos distintos. El reconocimiento de patógenos podría ser bastante similar al reconocimiento de neuronas en el cerebro[28]. Las cadherinas y otro tipo de moléculas de adhesión celular que se utilizan en el cerebro —protocadherinas— exhiben también características análogas a las de las inmunoglobulinas. Utilizan un splicing alternativo que les permitirá tener una placa de identificación sumamente precisa. Además, todas las proteínas que producen salen fuera de las células, agitando sus extremidades variables, y se pegan unas a otras casando esas extremidades. Una vez unidas a una proteína similar de otra célula, las extremidades forman un puente rígido. Esto se parece cada vez más a un sistema según el cual dos cosas similares se encuentran: las células que expresan los mismos exones pueden unirse y formar conexiones sinápticas.

En concreto, las protocadherinas son sumamente curiosas. Sus genes están dispuestos, uno al lado del otro, en tres grupos en el cromosoma 5, casi sesenta genes en total. Cada gen contiene una hilera de exones variables donde elegir, y cada exón está controlado por un promotor distinto[29]. Las protocadherinas pueden incluso reordenar su mensaje genético mediante un splicing alternativo no en la copia de un gen, sino entre copias de genes diferentes. Cabe la posibilidad de que esto proporcione al cerebro no miles, sino miles de millones de protocadherinas. En el cerebro, células próximas de tipos muy similares acaban expresando protocadherinas ligeramente diferentes. «Las protocadherinas pueden, por lo tanto, suministrar la diversidad adhesiva y el código molecular para especificar las conexiones neuronales en el cerebro», según dos de sus defensores en Harvard[30].

Hace más de cuarenta años, el neurocientífico Roger Sperry se propuso echar por tierra el consenso imperante, defendido por su propio supervisor, de que el aprendizaje y la experiencia creaban el cerebro a partir de una red de neuronas indiferenciada, casi aleatoria. Por el contrario, descubrió que un nervio adquiere su identidad en una fase temprana del desarrollo y no se puede reprogramar fácilmente. Cortando y regenerando nervios en salamandras, demostró que cada neurona llega al mismo destino que su predecesora. Al establecer de nuevo las conexiones en el cerebro de ratas y ranas, demostró que la plasticidad de la mente del animal tenía un límite, de modo que si ahora la pata derecha de una rata estuviera conectada a los nervios de su pata izquierda seguiría moviendo su pata izquierda si se estimulara la derecha. Al hacer hincapié en el determinismo del sistema nervioso, Sperry provocó una revolución nativista en la neurociencia comparable a la que provocó Chomsky en la psicología. Sperry postuló incluso que cada neurona tendría una afinidad química por su objetivo y se demostraría que el cerebro está construido por una gran cantidad de moléculas de reconocimiento variables. En esto se adelantó mucho a su época (el Premio Nobel se lo dieron por otro trabajo inferior).

NUEVAS NEURONAS

Así pues, la historia del desarrollo parece llevar en primer lugar a una conclusión bastante diferente de la que Piaget y Lehrman esperaban. Al igual que se contaba con que el estudio de gemelos revelase un gran papel para el ambiente y uno pequeño para los genes pero se halló lo contrario, el desarrollo parece ser también un proceso bastante bien determinado, planeado y urdido por los genes. ¿He de concluir que la naturaleza gana este debate concreto y que, por lo tanto, la oposición desarrollista fracasa?

No. Por un lado, una máquina construida de un modo determinista puede todavía modificarse. Mi ordenador tiene un sistema de circuitos especificados con primor, pero esto no le impide modificar la actividad de sus conexiones en respuesta a un nuevo programa. Además, la plasticidad nerviosa vuelve a estar de moda desde la época de Sperry. Esto se debe en parte a un rebote, lo cual es típico en la cuestión naturaleza–entorno: los científicos actuales reaccionan a lo que consideran un nativismo excesivo, lo mismo que Sperry reaccionó a lo que consideraba un empirismo excesivo. Pero hay más. Durante muchos años, la creencia ortodoxa, demostrada aparentemente por el neurocientífico Pasco Rakic, era que los animales no desarrollaban más neuronas en la corteza del cerebro tras alcanzar la edad adulta. Entonces Fernando Nottebohm descubrió que los canarios fabricaban nuevas neuronas cuando aprendían nuevos cantos, así que Rakic dijo que, hagan lo que hagan las aves, los mamíferos no desarrollan nuevas neuronas. Entonces Elizabeth Gould descubrió que las ratas lo hacen, de modo que Rakic se refugió en los primates. Gould encontró nuevas neuronas en chichilos, así que Rakic dijo que se refería a los primates superiores. Gould las encontró en titís, de modo que eran los primates del Viejo Mundo los que no podían desarrollarlas. Gould las encontró en macacos. Ahora se sabe con seguridad que todos los primates, seres humanos incluidos, pueden desarrollar nuevas neuronas corticales en respuesta a experiencias intensas, y perder neuronas en respuesta a la dejadez[31]. Cada vez hay más y más pruebas de que a pesar del determinismo que existe en la formación inicial de las conexiones cerebrales, la experiencia es esencial para perfeccionar dichas conexiones. En el síndrome de Kallmann, los bulbos olfatorios se deterioran por falta de uso. El viejo principio de la contabilidad pública relativo a cómo hay que manejar las subvenciones oficiales —«si no se gastan se pierden»— parece aplicarse también a la mente.

Obsérvese una tendencia a acentuar lo negativo. La mejor forma de demostrar la importancia de la experiencia es privar de ella a un animal. Un ojo vendado en el momento de nacer pierde enseguida su campo receptivo en la corteza visual del cerebro anulado por el otro ojo (hablaremos más sobre ello en el capítulo 6). Sin embargo, mientras escribo estas líneas, Hollis Cline acaba de presentar las primeras pruebas experimentales de cómo la experiencia influye absolutamente en el desarrollo del cerebro. Su estudio trata del comportamiento de una neurona del ojo cuando se aproxima a su objetivo en el cerebro. Lejos de dirigirse hacia su meta de un modo predeterminado, emite todo un «árbol» de sondas muchas de las cuales se retraen enseguida. Parece buscar conexiones que «funcionen»: conexiones entre neuronas similares que reciban los mismos estímulos. Cline comparó las neuronas del sistema visual de un renacuajo en desarrollo tras cuatro horas de estimulación luminosa o cuatro horas de oscuridad y mostró que la célula había emitido muchas más sondas en busca de contactos cuando había luz. «He tenido un estímulo», grita la neurona: «quiero compartir la noticia». Así es cómo la experiencia puede influir verdaderamente en el desarrollo del cerebro, precisamente como sostenía Piaget. En realidad, el colega de Cline, Karel Svoboda, ha observado a través de una abertura en el cráneo que las sinapsis entre las neuronas de un ratón se forman y se desintegran en respuesta a la experiencia[32].

Indudablemente, más que atiborrar la mente de hechos, la única finalidad de la educación es ejercitar esos circuitos cerebrales que podrían ser necesarios a lo largo de la vida. Ejercitados de ese modo, prosperan. Sorprendentemente, esto es algo que los seres humanos comparten con gusanos microscópicos. El gusano nematodo Caenorhabditis elegans hace las delicias del reduccionista. No tiene cerebro y sí exactamente 302 neuronas conectadas según un programa estricto. Parece uno de los candidatos menos probables siquiera a la forma más sencilla de aprendizaje, y no digamos a la plasticidad del desarrollo y la conducta social. Su conducta consiste en poco más que culebrear hacia delante y culebrear hacia atrás. Con todo, si semejante gusano encuentra comida periódicamente a una temperatura determinada, registra este hecho y en adelante muestra una preferencia por esa temperatura; si no obtiene recompensa a esta temperatura, poco a poco va perdiendo dicha preferencia. Tal flexibilidad en el aprendizaje se halla bajo la influencia de un gen llamado NCS–1[33].

Los gusanos nematodos no sólo pueden aprender; también pueden desarrollar diferentes «personalidades» adultas de acuerdo con su experiencia social durante la infancia. Cathy Rankin envió al colegio a algunos gusanos (es decir, los crio conjuntamente en una placa de Petri) y dejó a otros en casa (es decir, solos en una placa). Luego golpeó suavemente el lado de la placa, lo que hizo que los gusanos invirtieran la dirección del movimiento. Los gusanos sociales, acostumbrados a tropezar unos con otros, eran mucho más sensibles a los golpecitos que los gusanos solitarios.

Rankin había manipulado ciertos genes del gusano, de modo que podía estudiar exactamente qué sinapsis entre qué neuronas eran responsables de la diferencia entre los gusanos sociales y los solitarios. Se reveló que la diferencia consistía en unas sinapsis más débiles entre determinadas neuronas sensoriales e «interneuronas», sinapsis en las que el neurotrasmisor era el glutamato. Curiosamente, Rankin descubrió que las mismas sinapsis podían alterarse durante el aprendizaje. Después de ochenta golpecitos, los gusanos de ambos tipos se acostumbraron al hecho de que vivían en un mundo vibrante y poco a poco perdieron su tendencia a invertir la dirección: habían aprendido. Tanto el aprendizaje como la enseñanza ejercían sus efectos en las mismas sinapsis, y lo hacían alterando la expresión de los mismos genes[34].

La demostración de que el ambiente puede moldear de este modo el desarrollo de la conducta de un humilde gusano subraya más bien la oposición desarrollista. Si un organismo sin cerebro y con sólo 302 neuronas puede beneficiarse de ir al colegio, entonces cuánto mayor será el efecto de tales contingencias en la educación humana. Está clarísimo que el enriquecimiento social temprano tiene efectos duraderos e irreversibles sobre la conducta de los mamíferos. En la década de 1950, Harry Harlow (del que hablaremos más en el capítulo 7) descubrió por casualidad que una mona criada en una jaula vacía, con la sola compañía de la representación metálica de una madre y sin semejantes con los que jugar, será de mayor una madre negligente. Trata a sus crías como si fueran pulgas grandes. En cierto modo ha quedado marcada por la pobre experiencia de su infancia y la transmite[35].

Asimismo, las crías de ratón separadas de sus madres, o manipuladas por seres humanos, están permanentemente afectadas por la experiencia. La prole aislada de mayor se vuelve inquieta, agresiva y algo más vulnerable a la drogadicción. Un ratón al que su madre lamía mucho de pequeño suele lamer mucho a sus propias crías, y la adopción cruzada revela que esto no es una herencia genética: un ratón adoptado se comportará más como su madre adoptiva que como su madre biológica. Apenas cabe duda de que en la cría de ratón estos efectos están mediados por genes[36].

Si a una hembra de ratón le ponen delante unas crías, al principio no les hará caso, pero poco a poco se volverá maternal con ellas. La velocidad a la que se produce esta respuesta varía mucho entre ratones y, de nuevo, un ratón al que lamían mucho de pequeño responderá más rápidamente. El trabajo de Michael Meaney sugiere que los genes implicados son los de los receptores de oxitocina, que se activan con más facilidad en los ratones a los que de pequeños lamieron mucho. En cierto modo, los lametones tempranos alteran la sensibilidad de estos genes a los estrógenos. No se sabe muy bien cómo funciona esto, pero puede que comprometa al sistema dopamina del cerebro, pues la dopamina es un imitador del estrógeno. La cosa se complica, ya que la negligencia materna precoz cambia definitivamente la expresión de los genes que intervienen en el desarrollo del sistema dopamina, lo que aparentemente explica el hecho de que los animales que han padecido un ambiente de privaciones tengan más facilidad para aficionarse a ciertas drogas: las drogas gratifican la mente a través del sistema dopamina[37].

En el laboratorio de Tom Insel, Darlene Francis tomó dos estirpes de ratones y las intercambió antes y después del nacimiento. Ratones de la estirpe C57, trasplantados inmediatamente después de la fecundación, fueron gestados en úteros de ratones ya fueran de su propia estirpe o de la estirpe BALB y criados luego bien por madres BALB o C57. Tras esta adopción cruzada, se pusieron a prueba las habilidades de los ratones mediante las diversas pruebas estándar a las que habitualmente se somete a todos los ratones de laboratorio. Una prueba exige encontrar una plataforma oculta sobre la cual mantenerse en una piscina de leche y recordar después dónde está. Otra prueba exige cobrar ánimo para explorar cuando se les deja caer en medio de un espacio abierto. Una tercera prueba exige explorar un laberinto en forma de cruz en el que dos de los brazos están cerrados y dos abiertos. En estas pruebas, el rendimiento de las estirpes consanguíneas difiere sistemáticamente, lo que supone que los genes dictan su conducta. Los ratones BALB pasan menos tiempo en medio del espacio abierto, pasan más tiempo en los brazos cerrados de la cruz y tardan menos en recordar dónde se encuentra la plataforma oculta que los ratones C57. En el experimento de adopción cruzada, los ratones C57 gestados o criados por madres C57 se comportaban exactamente igual que los ratones C57 normales. Pero los ratones C57 gestados y criados por madres BALB se comportaban exactamente igual que los ratones BALB. Al igual que las ratas de Meaney, las madres BALB lamen a sus crías menos que las madres C57, y parece que con ello cambian sus naturalezas. Pero este efecto de la conducta materna depende del hecho de desarrollarse en un útero BALB. Las crías C57 gestadas en un útero C57 y adoptadas después del nacimiento por una madre BALB tienen exactamente el mismo aspecto que otros ratones C57 y no se parecen en nada a los ratones BALB. Como dice Insel, la Madre Naturaleza choca con la Madre Crianza[38].

Estos descubrimientos son pasmosos. Dan a entender que el desarrollo del cerebro de los mamíferos es enormemente sensible al trato que recibe su propietario en el útero e inmediatamente después del nacimiento, pero también sugieren que los genes del animal intervienen en estos efectos. Es un ejemplo sorprendente del argumento de Lehrman de que las consecuencias del desarrollo son importantes en la edad adulta. En realidad, va más lejos de lo que fue Lehrman al desvelar que los genes se encuentran a merced de la conducta de otros animales del entorno, especialmente los padres. Como de costumbre, no apoya ni un argumento extremo a favor del entorno (puesto que es un fenómeno que las acciones de los genes facilitan) ni un argumento extremo a favor de la naturaleza (ya que muestra lo moldeable que puede ser la expresión de los genes). Refuerza mi mensaje de que los genes son siervos del entorno tanto como lo son de la naturaleza. Es un hermoso ejemplo de cómo el GOD incluye la siguiente advertencia cuando describe la función de algunos genes: durante el desarrollo debemos estar en todo momento dispuestos a absorber información del ambiente fuera del organismo paterno y adaptar nuestra actividad como corresponde.

LA INCUBACIÓN DE UNA UTOPÍA

«¿Nunca se le ha ocurrido pensar que un embrión de Épsilon debe tener un ambiente Épsilon y también una herencia Épsilon?». Así habla el director de Incubación y Condicionamiento en la novela de Aldous Huxley de 1932, Un mundo feliz. Está enseñando a los estudiantes las Salas de Predestinación y Decantación del centro de incubadoras donde unos embriones humanos fecundados artificialmente se crían en diferentes condiciones a fin de producir castas sociales diferentes: desde alfas brillantes a épsilones carne de fábrica.

Pocos libros más distorsionados que Un mundo feliz. Hoy día se da casi automáticamente por sentado que es una sátira sobre la ciencia hereditaria extrema: un asalto a la naturaleza. De hecho, sólo trata de la crianza. En el futuro imaginado de Huxley, los embriones humanos, tras haberse fecundado —y en algunos casos, clonado («bokanovskificado»)— artificialmente, se convierten en miembros de las diversas castas mediante un meticuloso régimen de nutrientes, drogas y oxígeno racionado. Esto va seguido durante la infancia de una hipnopedia incesante (lavado de cerebro durante el sueño) y un condicionamiento neopavloviano hasta asegurarse de que cada persona disfrutará de la vida que se le haya asignado. Los que trabajan en los trópicos están adaptados al calor; los que vuelan en aviones a reacción están adaptados al movimiento.

La heroína sumamente «espiritual», Lenina, está predestinada —por lo que le hicieron en la incubadora y en la escuela, no por sus genes— a disfrutar del vuelo, de las citas con el predestinador ayudante, de las relaciones sexuales desenfadadas, de las partidas de golf de obstáculos, y de unas dosis de Soma, la droga de la felicidad. Su admirador, Marx, se rebela contra semejante conformidad sólo porque antes de nacer añadieron por error alcohol a su sangre sucedánea. Lleva a Lenina de vacaciones a una reserva salvaje de Nuevo México; allí conocen a Linda, una «salvaje» blanca, y a su hijo John, al que llevan de regreso a Londres para que se encare con su padre que resulta ser el propio director de incubación y condicionamiento. John, educado de manera autodidacta mediante un volumen de las obras de Shakespeare, anhela ver el mundo civilizado, pero rápidamente se desilusiona de él y se retira a un faro de Surrey donde le localiza un realizador de cine. Irritado por la intrusión de espectadores, se ahorca[39].

Aunque existen drogas para mantener a la gente feliz, e indicios de herencia, los detalles de Un mundo feliz, y las características que hacen de él un lugar terrorífico para vivir, constituyen las influencias ambientales que se ejercen sobre el desarrollo de los cuerpos y los cerebros de sus habitantes. Se trata de un entorno infernal, no de una naturaleza infernal.