CÁPITULO 2
UNA PLÉTORA DE INSTINTOS
Cuando, como si de un milagro se tratara, la bella mariposa emerge de la crisálida con las alas desplegadas y perfecta […] no tiene, por lo general, nada que aprender, porque su pequeña existencia fluye de su organización como la melodía de una caja de música.
DOUGLAS ALEXANDER SPALDING, 1873[1]
Al igual que Charles Darwin, William James era un hombre adinerado. Heredó unas rentas de su padre, Henry, cuyo padre (otro William) había amasado 10 000 dólares al año procedentes del Canal del Erie. Henry, que era cojo, utilizó su autosuficiencia para convertirse en un intelectual y pasó gran parte de su vida yendo y viniendo entre Nueva York, Ginebra, Londres y París con sus hijos a remolque. Era elocuente, religioso y seguro de sí mismo. Sus dos hijos pequeños partieron a combatir en la Guerra Civil, después fracasaron en los negocios y se dieron a la bebida o cayeron en la depresión. Sus dos hijos mayores, William y Henry, fueron educados casi desde su nacimiento para ser intelectuales. El resultado fue (en palabras de Rebecca West) que cuando se hicieron mayores «uno de ellos escribía ficción como si fuera filosofía y el otro escribía filosofía como si fuera ficción»[2].
Los dos hermanos estaban influidos por Darwin. Henry escribió su novela Retrato de una dama cautivado por la idea de Darwin sobre la fuerza de la elección femenina en la evolución[3]. Los Principios de psicología de William, publicados en la década de 1880 en su mayor parte como una serie de artículos, contenía un manifiesto a favor del nativismo: la idea de que la mente no puede aprender a no ser que posea los rudimentos del conocimiento innato. En esto, William iba en contra de la moda imperante a favor del empirismo, la teoría de que la conducta viene conformada por la experiencia. Creía que los seres humanos estaban dotados de tendencias innatas que derivaban no de la experiencia, sino del proceso darwinista de la selección natural. «¡Niega la experiencia!», escribió William citando a un lector imaginario. «¡Niega la ciencia; piensa que la creación de la mente es un milagro; es un vulgar partidario de las ideas innatas! ¡Basta ya! No escucharemos más a semejante charlatán antediluviano».
William James afirmaba que los seres humanos tienen más instintos que otros animales, no menos. «El hombre posee todos los impulsos que tienen [los animales inferiores], y también muchísimos más […] Se observará que ningún otro mamífero, ni siquiera el mono, muestra un repertorio tan extenso». Sostenía que era falso oponer el instinto a la razón:
La razón, per se, no puede inhibir los impulsos; lo único que puede neutralizar un impulso es un impulso contrario. Sin embargo, la razón puede hacer una deducción que excitará la imaginación a fin de desatar el impulso contrario; y de este modo, aunque el animal con más razón fuera también el animal con más impulsos instintivos, nunca podría parecer el autómata funesto que sería un animal meramente instintivo[4].
Este es un pasaje extraordinario, no menos importante porque pueda decirse que su repercusión en el pensamiento del siglo XXI sea casi nula. Muy pocas personas, tanto a favor de la naturaleza como del entorno, adoptaron una postura nativista tan extrema en el siglo venidero; durante los siguientes cien años, casi todo el mundo suponía que la razón era verdaderamente lo contrario del instinto. Con todo, James no era un lunático marginal. Su obra ha influido sobre generaciones de especialistas en consciencia, sensación, espacio, tiempo, memoria, voluntad, emoción, pensamiento, conocimiento, realidad, ego, moralidad y religión —por nombrar sólo los encabezamientos de los capítulos de un libro moderno sobre su obra—. Así que ¿por qué este mismo libro de 628 páginas no enumera siquiera las palabras «instinto», «impulso» o «innato» en su índice temático[5]? ¿Por qué durante más de un siglo se ha considerado poco menos que indecente utilizar siquiera la palabra «instinto» en el contexto de la conducta humana?
Al principio, las ideas de James ejercieron una influencia inmensa. Su discípulo William McDougall fundó una escuela entera de partidarios del instinto que se volvieron adeptos a descubrir nuevos instintos humanos para cada circunstancia. Demasiado adeptos: la especulación dejaba atrás el experimento, y poco después se hizo inevitable una contrarreforma. En la década de 1920, las, mismas ideas empíricas que James había atacado, encarnadas en el concepto de la tabla rasa, volvieron a imponerse no sólo en psicología (con John B. Watson y B. F. Skinner), sino también en antropología (Franz Boas), psiquiatría (Freud) y sociología (Durkheim). El nativismo estuvo casi totalmente eclipsado hasta que en 1958 Noam Chomsky volvió a clavar su carta de privilegios en la puerta de la ciencia. En una famosa reseña de un libro de Skinner sobre lenguaje, Chomsky sostenía que era imposible que un niño aprendiera las reglas del lenguaje partiendo de ejemplos: el niño debía tener reglas innatas adecuadas al vocabulario del lenguaje. Aun así, la tabla rasa siguió dominando las ciencias humanas durante muchos años. No fue hasta un siglo después de que se publicara su libro cuando finalmente la idea de William James de los instintos exclusivamente humanos volvió a tomarse en serio en un nuevo manifiesto del nativismo escrito por John Tooby y Leda Cosmides (véase el capítulo 9).
Luego volveremos sobre ello. Primero, una divagación sobre teleología. El genio de Darwin iba a ser el responsable de dar un giro al viejo argumento teológico de la creación. Hasta entonces, el hecho evidente de que las partes del organismo parezcan estar concebidas para una finalidad —el corazón para bombear, el estómago para digerir, la mano para agarrar— entrañaba, lógicamente, la figura de un creador, lo mismo que una máquina de vapor suponía la existencia de un ingeniero. Darwin comprendió de qué modo el proceso completamente retrógrado de la selección natural —lo que Richard Dawkins denominaba el relojero ciego— podría no obstante presentar un proyecto con un propósito determinado[6]. En teoría, si bien hablar de un estómago que tiene su propia finalidad no tiene sentido teleológico, puesto que el estómago no tiene mente, en la práctica es perfectamente lógico mientras se emplee el equivalente gramatical de un sistema de tracción a las cuatro ruedas, la voz pasiva: los estómagos se han seleccionado para que parezcan dotados de un proyecto con una finalidad determinada. Como tengo aversión por la voz pasiva, me propongo evitar ese problema a lo largo de todo este libro fingiendo que realmente existe un ingeniero teleológico que proyecta el futuro con un propósito determinado. Semejante artefacto recibe del filósofo Daniel Dennett el nombre de «skyhook»[7], ya que es el equivalente aproximado de un ingeniero de caminos, canales y puertos que cuelga su andamiaje del cielo, aunque en aras de la simplicidad daré a mi skyhook el nombre de Dispositivo Organizador del Genoma, o abreviadamente GOL (Genome Organizing Device). Esto puede que haga felices a los lectores religiosos y a mí me permite utilizar la voz activa. Así pues, la pregunta es: ¿cómo construye el GOD un cerebro que pueda expresar un instinto?
Volvamos a William James. Para respaldar su afirmación de que los seres humanos tienen más instintos que otros animales, James enumeró sistemáticamente los instintos humanos. Empezó por las acciones de los bebés: mamar, agarrar, llorar, incorporarse, ponerse de pie, andar y trepar eran, según él, expresiones de un impulso, no imitaciones o asociaciones. Lo mismo que la emulación, la cólera y la simpatía a medida que el niño crecía. Y también el miedo a los extraños, los ruidos fuertes, las alturas, la oscuridad y los reptiles («El evolucionista corriente y engreído no debería tener dificultad para explicar estos terrores», escribió James, anticipando hábilmente el argumento de lo que hoy día se llama psicología evolutiva, «mientras se hunde en la consciencia de los cavernícolas, una consciencia que en nosotros suele estar encubierta por experiencias de fecha más reciente»). Pasó a la codicia, señalando la tendencia de los chicos a coleccionar cosas. Advirtió que a la hora de jugar, los chicos y las chicas tenían preferencias muy distintas. Insinuó que el amor parental era, al menos al principio, más fuerte en las mujeres que en los hombres. Estudió la sociabilidad, la timidez, la reserva, la pulcritud, la modestia y la vergüenza. «Los celos son indiscutiblemente instintivos», comentó.
El más fuerte de los instintos, pensaba, era el amor. «De todas las inclinaciones, los impulsos sexuales manifiestan los signos más evidentes de ser instintivos, en el sentido de ciego, automático y natural»[8] Pero insistía en que el hecho de que la atracción sexual fuera instintiva no significaba que fuera irresistible. Otros instintos, como la timidez, nos impiden afrontar cada atracción sexual.
Déjenme tomarle la palabra a James, al menos provisionalmente, y examinar la idea del instinto amoroso un poco más a fondo. Si está en lo cierto, tiene que haber algún factor hereditario que dé lugar a un cambio físico o químico en nuestros cerebros cuando nos enamoramos; ese cambio produce la emoción de enamorarse, y no al revés. Como este, del científico Tom Insel:
Una hipótesis de trabajo es que la oxitocina liberada durante el coito activa los sitios límbicos abundantes en receptores de oxitocina para conferir un valor de refuerzo selectivo y duradero en la pareja[9].
O, dicho en lenguaje poético, te enamoras.
¿Qué es esta oxitocina y por qué hace Insel una afirmación tan extravagante a su favor? La historia comienza con un proceso casi ridículamente prosaico: la micción. Hace unos 400 millones de años, cuando los antepasados de nuestra especie salieron por primera vez del agua, estaban provistos de una pequeña hormona llamada vasotocina, una proteína en miniatura compuesta de una cadena en forma de anillo de sólo nueve aminoácidos. Su función era regular el equilibrio de sal y agua en el cuerpo y realizaba su tarea yendo de un lado a otro activando las células del riñón u otros órganos. Actualmente, los peces siguen utilizando dos versiones diferentes de vasotocina para este propósito, y también las ranas. En los descendientes de los reptiles —y eso incluye a los seres humanos— existen dos copias ligeramente distintas del gen pertinente, una al lado de la otra, orientadas en direcciones distintas (en los seres humanos se encuentran en el cromosoma 20). El resultado hoy día es que todos los mamíferos tienen dos de tales hormonas, llamadas vasopresina y oxitocina, que difieren en dos de los eslabones de la cadena.
Estas hormonas siguen realizando su antigua tarea. La vasopresina informa al riñón de que conserve el agua; la oxitocina le informa de que elimine la sal. Pero al igual que la vasotocina del pez actual, desempeñan también un papel en la regulación de la fisiología reproductiva. La oxitocina estimula la contracción de los músculos uterinos durante el parto; también provoca la secreción de leche por los conductos de la mama. El GOD es ahorrador; tras inventar un dispositivo de control para una finalidad, lo readapta para otra mediante la expresión del receptor de la oxitocina en un órgano diferente.
Una sorpresa aún mayor sobrevino a comienzos de la década de 1980, cuando los científicos cayeron en la cuenta de repente de que la vasopresina y la oxitocina tenían que realizar una función dentro del cerebro y que su secreción a la corriente sanguínea procedía de la glándula pituitaria.
Así pues, probaron a inyectar oxitocina y vasopresina en los cerebros de ratas para ver qué efecto tenía. Curiosamente, cuando se inyectó oxitocina en el cerebro de una rata macho inmediatamente empezó a bostezar y al mismo tiempo tuvo una erección[10]. Siempre que la dosis sea pequeña, la rata se vuelve también más obsesionada con el sexo: eyacula antes y más a menudo. En las ratas hembra, la oxitocina intracerebral induce al animal a adoptar una postura sexual. En los seres humanos, por de pronto, la masturbación aumenta los niveles de oxitocina en ambos sexos. En definitiva, la oxitocina y la vasopresina en el cerebro parecen estar conectadas con la conducta sexual.
Todo esto no suena muy romántico que digamos: orina, masturbación, lactancia —no es nuestra idea de la esencia del amor—. Hay que tener paciencia. A finales de la década de 1980, Tom Insel trabajaba sobre el efecto de la oxitocina en la conducta maternal en ratas. Parecía que la oxitocina cerebral ayudaba a la rata madre a formar un vínculo con su cría e Insel identificó las partes del cerebro de la rata sensibles a la hormona. Desvió su atención hacia el emparejamiento preguntándose si habría un paralelismo entre el vínculo de la hembra con su cría y el vínculo con su pareja. En esto conoció a Sue Cárter, que había comenzado a estudiar ratones de campo en el laboratorio. Ella le dijo que el ratón de campo era una rareza entre los ratones debido a su fidelidad conyugal. Los ratones de campo viven en pareja, y tanto la madre como el padre cuidan de la cría durante muchas semanas. Por otra parte, los ratones de monte son mamíferos más típicos: la hembra se aparea con un polígamo de paso, enseguida se separa de él, pare a sus crías sola y pocas semanas después las abandona para que se valgan por sí mismas. Esta diferencia es patente hasta en el laboratorio: las parejas de ratones de campo se miran a los ojos y bañan a las crías; las parejas de ratones de monte tratan a sus cónyuges como a extraños.
Insel examinó los cerebros de ambas especies. No halló diferencia en la expresión de las dos hormonas, pero sí una gran diferencia en la distribución de sus receptores moleculares: las moléculas que estimulan a las neuronas en respuesta a las hormonas. Los ratones de campo monógamos tenían muchos más receptores de oxitocina en diversas partes de su cerebro que los ratones de monte polígamos. Además, mediante la inyección de oxitocina o vasopresina en el cerebro de ratones de campo, Insel y sus colegas pudieron poner de manifiesto todos los síntomas característicos de la monogamia tales como una marcada preferencia por una única pareja y agresividad hacia otros ratones de campo. Las mismas inyecciones apenas tuvieron efecto en los ratones de monte, y la inyección de sustancias químicas que bloquean los receptores de oxitocina impedían la conducta monógama. La conclusión estaba clara: los ratones de campo son monógamos porque tienen una mayor respuesta a la oxitocina y la vasopresina[11]. En una magnífica exhibición de ingenio científico, el equipo de Insel procedió a analizar este efecto con todo detalle y de forma concluyente. Inutilizaron el gen de la oxitocina de un ratón antes del nacimiento. Esto acarrea una amnesia social: el ratón puede recordar algunas cosas, pero no tiene memoria para los ratones que ya ha conocido y no los reconocerá. La falta de oxitocina en su cerebro hace que un ratón no pueda reconocer a los ratones que conoció diez minutos antes…, a no ser que esos ratones estuvieran «provistos de una placa de identificación» con una señal no social, como un aroma característico a limón o almendra (Insel compara esta situación con la de un profesor despistado en una congreso que reconoce a los amigos por sus placas de identificación, no por sus rostros[12]). Ahora bien, al inyectar la hormona en un lugar preciso del cerebro del animal adulto —la amígdala medial— los científicos pueden devolver al ratón toda su memoria social.
En otro experimento, en el que utilizan un virus especialmente adaptado, estimulan la expresión del gen del receptor de la vasopresina en el pallidum ventral, una parte del cerebro del ratón de campo importante para el refuerzo positivo. (Detengámonos unos minutos a reflexionar sobre esta idea y reconocer lo que puede hacer la ciencia en la actualidad: los científicos utilizan virus para aumentar la expresión de los genes en una parte del cerebro de un roedor. Este experimento era inimaginable siquiera hace diez años). El resultado de estimular la expresión del gen es «facilitar la creación de preferencia por una pareja» que en un lenguaje más directo significa «hacer que se enamoren». Concluyeron que para que un ratón de campo macho se empareje debe tener vasopresina y receptores de vasopresina en su pallidum ventral. Puesto que el apareamiento produce una liberación de oxitocina y vasopresina, el ratón de campo se emparejará con cualquier animal con el que acabe de copular; la oxitocina ayuda a la memoria y la vasopresina al refuerzo positivo. En contraste, el ratón de monte no reaccionará de la misma manera porque carece de receptores en esa área. Los ratones de monte hembra expresan brevemente estos receptores sólo después de parir, por lo que pueden ser amables con sus crías.
Hasta ahora he hablado de la oxitocina y la vasopresina como si fueran la misma cosa, y son tan similares que en cierto modo es probable que cada una estimule el receptor de la otra. Pero parece que difieren en la medida en que la oxitocina hace que los ratones de campo hembra elijan pareja; la vasopresina hace lo propio en los machos. Cuando se inyecta vasopresina en el cerebro de un ratón de campo macho, este se vuelve agresivo hacia todos sus congéneres salvo su pareja. El hecho de atacar a otros ratones es una forma (bastante masculina) de expresar amor[13].
Todo esto es bastante asombroso, pero tal vez el resultado más apasionante que surge del laboratorio de Insel atañe a los genes del receptor. Recordemos que la diferencia entre el ratón de campo y el ratón de monte se encuentra no en la expresión de la hormona, sino en el modo de expresión de los receptores de la hormona. Estos mismos receptores son un producto de los genes. Los genes de los receptores son esencialmente idénticos en ambas especies, pero las regiones promotoras, situadas en una posición anterior a los genes, son muy distintas. Ahora recordemos la lección del capítulo 1: que la diferencia entre especies estrechamente relacionadas no se halla en el texto de los genes, sino en sus promotores. En el ratón de campo existe una porción de texto de ADN adicional, en mitad del promotor, de una longitud promedio de unas 460 letras. El equipo de Insel produjo un ratón transgénico con su promotor alargado que creció con un cerebro como el de un ratón de campo, expresando los receptores de vasopresina en los mismos sitios aunque sin formar un vínculo de pareja[14]. Posteriormente, Steven Phelps capturó 43 ratones de campo salvajes en Indiana y secuenció sus promotores: algunos tenían inserciones más largas que otros. La longitud de las inserciones variaba de 350 a 550 letras. ¿Se encuentran las largas en más maridos fieles que las cortas? No se sabe todavía[15].
La conclusión a la que conduce el trabajo de Insel es desoladora por su simplicidad. Puede que la capacidad de un roedor para formar una unión duradera con su pareja sexual dependa de la longitud de una porción de texto de ADN en el promotor de un cierto gen de receptor. A su vez, esto decide precisamente qué partes del cerebro expresarán el gen. Por supuesto, como toda ciencia que se precie, este descubrimiento plantea más cuestiones de las que establece. ¿Por qué la estimulación de los receptores de oxitocina en esa parte del cerebro debería hacer que el ratón se sintiera bien dispuesto hacia su pareja? Es posible que los receptores induzcan un estado algo parecido a la adicción, y a este respecto es notable que parezcan enlazarse con los receptores de la dopamina D2, que intervienen estrechamente en varios tipos de drogadicción[16]. Por otra parte, sin oxitocina, los ratones no pueden formar recuerdos sociales, por lo que sencillamente tal vez sigan olvidando qué aspecto tiene su cónyuge.
Los ratones no son hombres. Ahora ya saben que estoy a punto de empezar a hacer una extrapolación antropomórfica del emparejamiento en ratones de campo al amor en las personas, y probablemente no les guste mi deriva. Suena reduccionista y simplista. Se dice que el amor romántico es un fenómeno cultural encubierto por siglos de tradición y enseñanza. Fue inventado en la Corte de Leonor de Aquitania, o algún lugar semejante, por un grupo de poetas obsesionados por el sexo llamados trovadores; antes de eso era simplemente sexo.
Aun cuando en 1992 William Jankowiak estudió 168 culturas etnográficas diferentes y no encontró ninguna que no reconociera el amor romántico, puede que tengan razón[17]. Ciertamente no puedo demostrarles —todavía— que las personas se enamoran cuando sus receptores de oxitocina y vasopresina sienten un cosquilleo en el lugar exacto de sus cerebros. Todavía. Y existen indicios que advierten de los peligros de realizar extrapolaciones de una especie a otra: parece que la oveja necesita oxitocina para formar lazos maternales con sus crías; aparentemente, los ratones no[18]. Los cerebros humanos son, sin lugar a dudas, más complicados que los cerebros de ratón.
Pero puedo llamar vuestra atención sobre algunas coincidencias curiosas. Un ratón y un ser humano comparten gran parte de su código genético. La oxitocina y la vasopresina son idénticas en las dos especies y se producen en lugares equivalentes del cerebro. La experiencia sexual hace que se produzcan en el cerebro de los seres humanos así como en el de los roedores. Los receptores de ambas hormonas son prácticamente idénticos y se expresan en partes equivalentes del cerebro. Al igual que los del ratón de campo, los genes de los receptores humanos (situados en el cromosoma 3) tienen una inserción —más pequeña— en sus regiones promotoras. Como en el caso de los ratones de campo de Indiana, las longitudes de esas inserciones dentro el promotor varían de un individuo a otro: en las primeras 150 personas examinadas, Insel encontró 17 longitudes distintas. Y cuando una persona que dice estar enamorada contempla una foto de su ser amado mientras le están haciendo un escáner cerebral, ciertas partes de su cerebro brillan más que cuando mira la foto de un mero conocido. Esas partes del cerebro se solapan con las que estimula la cocaína[19]. Todo esto podría ser una coincidencia total y puede que el amor humano no tenga nada que ver con el vínculo amoroso de los roedores, pero dado lo conservador que es el GOD y la continuidad que existe entre los seres humanos y otros animales, no sería prudente asegurarlo[20].
Shakespeare iba por delante de nosotros, como de costumbre. En Sueño de una noche de verano, Oberón le cuenta a Puck cómo la flecha de Cupido cayó sobre una flor blanca (el pensamiento) volviéndola purpúrea, y que ahora el jugo de esta flor
… exprimido en los dormidos párpados, basta para que una persona, hombre o mujer, se enamore perdidamente de la primera criatura viviente que vea.
Como era de esperar, Puck va a buscar un pensamiento, y Oberón causa estragos en la vida de los que están durmiendo en el bosque, haciendo que Lisandro se enamore de Elena, a quien previamente había desdeñado; y haciendo que Titania se enamore de Lanzadera, el tejedor que lleva puesta la cabeza de un asno.
¿Quién apostaría ahora contra mí a que yo no podría hacer algo semejante, y pronto, a una Titania actual? Hay que reconocer que una gota en los párpados no sería suficiente. Tendría que administrarle un anestésico general mientras le introdujera una cánula en su amígdala medial e inyectara oxitocina en ella. Aun así, dudo que pudiera hacer que amara a un burro. Pero puede que tuviera una buena posibilidad de hacer que se sintiera atraída por el primer hombre que viera al despertarse. ¿Apostaríais contra mí? (Me apresuro a añadir que las comisiones de ética impedirán —o deberían hacerlo— que alguien acepte mi reto).
Supongo que, a diferencia de otros mamíferos, los seres humanos son básicamente monógamos como los ratones de campo y no promiscuos como los ratones de monte. Baso esta suposición en el argumento enunciado en el capítulo 1 concerniente al tamaño de los testículos; en las abundantes pruebas etnográficas según las cuales una gran parte de las sociedades humanas siguen dominadas por las relaciones monógamas, si bien la mayoría permiten la poligamia; y en el hecho de que los seres humanos suelen ejercer un cierto cuidado paternal —un rasgo característico de las pocas especies de mamíferos que viven como monógamos sociales[21]—. Además, a medida que hemos ido liberando la vida humana de los corsés económicos y culturales, como el matrimonio concertado, hemos encontrado que la monogamia es lo que domina cada vez más, no menos. En 1998, el hombre más poderoso del mundo, lejos de permitirse el lujo de poseer un harén inmenso, se vio en apuros por tener una aventura con una becaria. Por todas partes, las pruebas están a favor de las uniones de pareja a largo plazo y exclusivas (aunque algunas veces con engaños) como el modelo más común de relaciones humanas.
Los chimpancés son diferentes. Entre ellos no se conocen los emparejamientos duraderos, y vaticino que tienen menos receptores de oxitocina en las partes pertinentes de sus cerebros que los seres humanos, probablemente como consecuencia de tener unos promotores de genes más cortos.
La historia de la oxitocina presta al menos un apoyo cautelar a la idea de William James de que el amor es un instinto que ha evolucionado por medio de la selección natural y es parte de nuestra herencia mamífera, al igual que las cuatro extremidades y los diez dedos. A ciegas y de una forma automática y natural nos unimos a quienquiera que se encuentre más cerca cuando los receptores de oxitocina de la amígdala medial sienten un cosquilleo. Una forma segura de hacerles cosquillas es tener una experiencia sexual, aunque es de suponer que la atracción casta pueda también dar resultado. ¿Es esta la razón por la que es difícil romper?
El hecho de tener receptores de oxitocina no significa que inevitablemente alguien se vaya a enamorar a lo largo de su vida, ni cuándo está previsto que ocurra, ni de quién. Como demostró el gran etólogo holandés Niko Tinbergen en sus estudios sobre los instintos, la expresión de un instinto innato determinado viene desencadenada a menudo por la acción de un estímulo externo. Una de las especies favoritas de Tinbergen era el minúsculo pez espinoso. El vientre de los machos se vuelve rojo en temporada de cría, cuando defienden pequeños territorios en los que construyen los nidos, lo cual atrae a las hembras. Tinbergen fabricó pequeños modelos de pez e hizo que «invadieran» el territorio de un macho. Un modelo de hembra provocó el cortejo del macho, aun cuando el modelo era sorprendentemente burdo; con tal de que tuviera un vientre «preñado», excitaba al macho. Pero si el modelo tenía el vientre rojo, desencadenaría un ataque. Podría ser simplemente un burruño ovalado con un ojo dibujado toscamente, pero sin aletas ni cola; en cualquier caso se veía atacado con el mismo vigor que si fuera un rival auténtico —siempre que fuera rojo—. Una de las leyendas de Leiden, donde Tinbergen trabajó primero, es que advirtió que sus peces espinosos amenazarían a las camionetas rojas del servicio de correos que pasaban por delante de la ventana.
Tinbergen demostró a continuación el poder de estos «mecanismos liberadores innatos» para provocar la expresión de un instinto en otras especies, principalmente la gaviota. Las gaviotas tienen un pico amarillo con un punto de color rojo intenso cerca del extremo. Los polluelos picotean este punto cuando piden comida. Tinbergen presentó una serie de modelos a unos polluelos recién nacidos, demostrando que el punto era un potente liberador de la acción de pedir, y cuanto más rojo era, más potente. El color del pico o de la cabeza de un ave no importaba en absoluto. Con tal de que hubiera un punto, preferiblemente rojo, que contrastara cerca del extremo del pico, ello provocaría el picoteo. Enjerga moderna, los científicos dirían que el instinto del polluelo y el punto del pico del adulto habían «evolucionado conjuntamente». Un instinto está concebido para desencadenarse por medio de un objeto o suceso externo. Naturaleza más entorno[22].
La importancia de los experimentos de Tinbergen era que revelaban exactamente lo complejos que podían ser los instintos y sin embargo lo fácil que resultaba desencadenarlos. La avispa cavadora que estudió Tinbergen cavaría un escondrijo, iría a buscar una oruga, la paralizaría picándola con su aguijón, la llevaría de vuelta a su escondrijo y la depositaría con un huevo encima, de tal modo que la cría pudiera alimentarse de la oruga mientras se desarrollaba. Toda esta conducta compleja, incluida la capacidad de regresar al escondrijo, se conseguía sin apenas aprendizaje y menos aún enseñanza paterna. Una avispa cavadora nunca conoce a sus padres. Un cuco emigra a África y regresa, canta y se aparea con uno de su propia especie sin que haya visto nunca, ni cuando era polluelo, a ninguno de sus progenitores o hermanos.
La idea de que la conducta animal está en los genes inquietó en otro tiempo a los biólogos tanto como inquieta hoy día a los científicos sociales. Max Delbruck, uno de los pioneros de la biología molecular, se negó a creer que Seymour Benzer, compañero suyo en Caltech, había descubierto una mosca con una mutación relativa a la conducta. Delbruck insistía en que la conducta era demasiado compleja como para reducirla a la acción de los genes. Sin embargo, hace tiempo que los criadores aficionados de animales domésticos han aceptado la idea de que existen genes de la conducta. En el siglo XVII, o antes, los chinos empezaron a criar ratones de apariencias diferentes; produjeron un ratón denominado ratón valseador, famoso por sus andares de baile causados por un defecto heredado del oído medio. Posteriormente, en el siglo XIX, la cría de ratones alcanzó una gran popularidad en Japón y de allí se extendió a Europa y América. Un poco antes de 1900, una maestra de escuela jubilada de Granby, Massachusetts, de nombre Abbie, empezó a aficionarse a los ratones. Al poco tiempo se puso a criar diferentes estirpes de ratones en un pequeño granero contiguo a su propiedad para venderlos a las tiendas de mascotas. Estaba especialmente encariñada con lo que por entonces se conocía como los ratones valseadores japoneses y creó varias estirpes nuevas. También se dio cuenta de que algunas estirpes padecían cáncer con más frecuencia que otras, observación que llegó a oídos de la Universidad de Yale y se convirtió en la base de los primeros estudios sobre el cáncer.
Pero fue la conexión de Lathrop con Harvard lo que descubrió el vínculo entre los genes y la conducta. William Castle, de Harvard, compró algunos de sus ratones y puso en marcha un laboratorio de ratones, que bajo la dirección de Clarence Little, discípulo de Castle, se trasladó a Bar Harbor, Maine, donde está todavía: una fábrica enorme de estirpes de ratón endogámicas usadas en investigación. Los científicos empezaron a darse cuenta enseguida de que las diferentes estirpes de ratones se comportaban de maneras distintas. Benson Ginsburg, por ejemplo, lo descubrió de una forma penosa. Advirtió que cuando cogía un ratón de la estirpe «cobaya» (llamada así por el color de su pelambre), a menudo le mordía. Poco después logró criar una nueva estirpe con la pelambre del mismo color pero sin la vena agresiva: prueba evidente de que la agresividad se hallaba en los genes. Su colega Paul Scott también creó estirpes agresivas de ratones, pero curiosamente la más agresiva de Ginsburg era la más pacífica de Scott. La explicación era que Scott y Ginsburg habían manejado a las crías de ratones de una manera distinta. En el caso de algunas estirpes, la manipulación no tenía importancia. Pero en el caso de una en particular, la C57–Black–6, la manipulación temprana aumentaba la agresividad del ratón. Aquí estaba el primer indicio de que un gen debía interaccionar con un ambiente para que ejerza sus efectos. O, como dijo Ginsburg, el camino que va del «genotipo codificado» que hereda el ratón hasta el «genotipo efectivo» que expresa, pasa por el proceso del desarrollo social[23].
A continuación, Ginsburg y Scott pasaron a trabajar con perros; mediante experimentos de cruce entre cockers spaniel y basenjis africanos, Scott demostró que las peleas juguetonas de los cachorros están controladas por dos genes que regulan el umbral de la agresividad[24]. Pero la ciencia no ha necesitado demostrar la herencia de la conducta en perros: era de sobra conocida por los criadores. Lo importante de los perros es que presentan diferentes tipos de conducta: retrievers, pointers, setters, pastores, terriers, caniches, bulldogs, galgos rusos —sus mismos nombres denotan el hecho de que tienen instintos engendrados en ellos—. Y esos instintos son innatos. Un perdiguero no puede ser entrenado para guardar ganado, y un perro guardián no puede ser entrenado para cuidar y apacentar ovejas. Se ha intentado. En el proceso de domesticación, los perros han conservado elementos incompletos o exagerados del desarrollo de la conducta del lobo. Un lobo acechará, perseguirá, se abalanzará, apresará, matará, cortará en pedazos y transportará la comida, y un lobezno practicará a su vez cada una de estas actividades a medida que vaya creciendo. Los perros son lobeznos que no han pasado de la etapa de prácticas. Los collies y los pointers se han quedado en la etapa de acecho; los retrievers no pueden librarse de capturar ni los pitbulls de morder; cada uno es una mezcla inamovible de los diferentes aspectos que se observan en los lobeznos. ¿Se encuentra en sus genes? Sí: «Las conductas específicas de raza son irrebatibles», dice el periodista experto en perros Stephen Budiansky[25].
O pregunten a los criadores de ganado vacuno. Tengo delante de mí un catálogo de toros lecheros diseñado para tentarme a encargar semen por correo. Describe con gran detalle la calidad y forma de la ubre y las tetillas del toro, su capacidad productora de leche, su ritmo de producción lechera, e incluso su temperamento. Pero ¿acaso los toros tienen ubres? En cada página hay una foto de una vaca, no de un toro. A lo que se refiere el catálogo no es al toro, sino a sus hijas. «Zidane, el italiano n.º 1», alardea, «perfecciona la estructura del cuerpo poniendo especial atención en unos cuartos traseros formidables cuya curva es un dechado de perfección. Sus patas son especialmente impresionantes, con un porte excelente y una magnífica profundidad de talón. Lega unas ubres sin tacha, con pezones fácilmente accesibles y de profundas hendiduras». Las características son todas femeninas, pero se atribuyen al progenitor. Tal vez preferiría comprar una pizca de semen de Terminator, cuyas hijas tienen «las tetas bien colocadas», o de Igniter, un toro que es «especialista en productividad lechera» cuyas hijas «exhiben un gran carácter lechero». Quizás me gustaría evitar a Moet Flirt Freeman, porque aunque sus hijas tienen «una tremenda amplitud de pecho» y dan más leche que sus madres, la letra pequeña reconoce que también tienen un temperamento algo «por debajo de la media» —lo que probablemente signifique que tienden a dar patadas cuando se las ordeña—. También son lentas de ordeñar[26].
La verdad es que los criadores de ganado no tienen dudas a la hora de atribuir la conducta a los genes, del mismo modo que les atribuyen la anatomía. Con total seguridad achacan las diferencias insignificantes en la conducta de las vacas al semen que ha llegado por correo. Los seres humanos no son vacas. El hecho de admitir que las vacas tienen instinto no demuestra, desde luego, que los seres humanos también se rijan por él. Pero esta aceptación destruye el supuesto de que como la conducta es compleja o sutil, no puede ser instintiva. Una ilusión tan reconfortante sigue extendida dentro de las ciencias sociales, si bien ningún zoólogo que haya estudiado la conducta animal podría creer que la conducta compleja no pueda ser innata.
MARCIANOS Y VENUSIANAS
La definición de «instinto» ha confundido a tantos científicos que algunos se niegan rotundamente a utilizar dicha palabra. No es necesario que un instinto esté presente desde el nacimiento: algunos sólo se desarrollan en los animales adultos (como ocurre con las muelas del juicio). Un instinto no tiene por qué ser inflexible: las avispas cavadoras modificarán su conducta según la cantidad de orugas que encuentren de primeras en el escondrijo que van a abastecer. Un instinto no tiene por qué ser automático: el pez espinoso macho no luchará a no ser que tropiece con un pez de vientre rojo. Y los límites entre conducta instintiva y aprendida son confusos.
Pero la imprecisión no hace que una palabra sea necesariamente inútil. Las fronteras de Europa son inciertas. ¿Hasta dónde se extienden hacia el este? ¿Turquía y Ucrania forman parte de ella? Existen muchos significados de la palabra «europeo», pero sigue siendo una palabra útil. La palabra «aprender» abarca multitud de virtudes, pero sigue siendo una palabra útil. Asimismo, creo que decir que la conducta es instintiva puede ser todavía de utilidad. Suponiendo que el medio sea el esperado, ello implica que, al menos en parte, la conducta se hereda, está integrada y es automática. Un rasgo característico de un instinto es que es universal. Es decir, si algo es fundamentalmente instintivo en los seres humanos, entonces debe serlo más o menos por igual en todas las personas. Los antropólogos han estado siempre divididos entre un interés por las semejanzas humanas y un interés por las diferencias humanas, destacando las primeras los defensores de la naturaleza y dando mayor importancia a las segundas los defensores del entorno. El hecho de que la gente sonría, frunza el ceño, haga muecas y ría casi de la misma manera en todo el mundo impresionó a Darwin, y posteriormente impresionaría a los etólogos Irenaeus Eibl–Eibesfeldt y Paul Ekman, que lo encontraban asombroso. Incluso entre los habitantes de Nueva Guinea y el Amazonas, que hasta entonces no habían tenido contacto con la «civilización», estas expresiones emocionales tienen la misma forma y el mismo significado[27]. Al mismo tiempo, la sorprendente variedad de rituales y costumbres expresada por la raza humana da testimonio de su capacidad para la diferencia. Como es habitual en ciencia, cada lado del debate empujaba al otro a posturas extremas.
Tal vez si se centraran en la paradoja de las diferencias humanas que son universalmente similares en todo el mundo ambos (o ninguno) quedarían satisfechos. Al fin y al cabo, la semejanza es la sombra de la diferencia. La principal candidata es la diferencia de sexo y género. Hoy día nadie niega que los hombres y las mujeres difieren no sólo en anatomía sino también en conducta. De los libros de éxito acerca de que los hombres y las mujeres proceden de diferentes planetas a las películas cada vez más divididas en aquellas que atraen a los hombres (acción) o a las mujeres (relaciones sentimentales), lo cierto es que afirmar que, salvo excepciones: existen diferencias mentales y también físicas entre los sexos ya no resulta polémico. Como dijo el cómico Dave Barry: «Si una mujer ha de elegir entre coger una bola alta y salvar la vida de un niño, elegirá salvar la vida del niño sin considerar siquiera si hay hombres en la base». ¿Son tales diferencias consecuencia de la naturaleza, del entorno, o de ambos?
De todas las diferencias de sexo, las que mejor se han estudiado son las que tienen que ver con el emparejamiento. En la década de 1930, los psicólogos empezaron a preguntar por primera vez a los hombres y las mujeres qué era lo que buscaban en una pareja, y desde entonces no han dejado de preguntarles. La respuesta parece tan obvia que solamente un cretino de laboratorio o un marciano se molestaría en hacer la pregunta. Pero a veces las cosas más obvias son aquellas cuya demostración se hace más necesaria.
Hallaron muchas semejanzas: ambos sexos querían parejas inteligentes, responsables, colaboradoras, honradas y leales. Pero también encontraron diferencias. Las mujeres daban doble valor que los hombres a las buenas perspectivas económicas de su pareja. No era muy de extrañar, puesto que en los años treinta los hombres eran quienes mantenían a la familia. Regresemos a la década de 1980 y seguramente encontraríamos que una diferencia tan manifiestamente cultural se hallaba en vías de desaparición. Pues no: en todos los estudios realizados desde entonces hasta el día de hoy, la misma preferencia emerge con igual fuerza. Hasta la fecha, cuando las mujeres americanas buscan pareja valoran las perspectivas económicas el doble que los hombres. En los anuncios personales, las mujeres mencionan la riqueza como un rasgo deseable en una pareja con una frecuencia once veces mayor que los hombres. El establishment de la psicología rechazó este resultado: reflejaba simplemente la importancia del dinero en la cultura americana, no una diferencia de sexo universal. Así pues, el psicólogo David Buss fue y preguntó a los extranjeros, y obtuvo la misma respuesta de hombres y mujeres holandeses y alemanes. No sea absurdo, le dijeron; los europeos occidentales son exactamente iguales que los americanos. De modo que Buss preguntó a 10 047 personas de 37 culturas distintas en seis continentes y cinco islas que van de Alaska al territorio zulú. En todas las culturas sin excepción, las mujeres valoraban las perspectivas económicas más que los hombres. La diferencia era mayor en Japón y menor en Holanda, pero siempre estaba presente[28].
Esta no fue la única diferencia que encontró. En las treinta y siete culturas, las mujeres querían hombres mayores que ellas. En casi todas las culturas, las mujeres daban más importancia que los hombres a la categoría social, la ambición y la diligencia en una pareja. En contraste, los hombres daban una mayor importancia a la juventud (en todas las culturas los hombres querían mujeres jóvenes) y a la apariencia física (en todas las culturas los hombres querían mujeres guapas en mayor medida que las mujeres hombres guapos). En la mayoría de las culturas, los hombres también ponían un poco más de énfasis en la castidad y fidelidad de sus parejas, si bien lo más probable era (por supuesto) que ellos mismos aspirasen a tener relaciones extramatrimoniales[29].
Bueno, ¡qué sorpresa! A los hombres les gustan las mujeres bonitas, jóvenes y fieles, en tanto que a las mujeres les gustan los hombres ricos, ambiciosos y mayores. Un vistazo por encima a películas, novelas y periódicos podría haberle revelado esto a Buss o a cualquier marciano que pasara por ahí. Sin embargo, lo cierto es que muchos psicólogos le habían asegurado que no podría encontrar repetidas semejantes tendencias fuera de los países occidentales, y no digamos por todo el mundo. Buss demostró algo que resultó muy sorprendente, al menos para el establishment de las ciencias sociales.
Muchos científicos sociales sostienen que la razón de que las mujeres busquen hombres ricos es que ellos poseen la mayor parte de la riqueza. Pero una vez que sabemos que esto es universal en la raza humana, podemos darle la vuelta fácilmente. Los hombres buscan riqueza porque saben que atrae a las mujeres, del mismo modo que las mujeres se afanan por parecer jóvenes porque saben que eso atrae a los hombres. Esta dirección de causalidad nunca fue tan verosímil como la otra, aunque teniendo en cuenta las pruebas de universalidad, ahora resulta más verosímil. Según se dice, .Aristóteles Onassis, que sabía un poco de dinero y de mujeres hermosas, dijo en una ocasión: «Si las mujeres no existieran, todo el dinero del mundo dejaría de tener sentido»[30].
Al demostrar lo universales que son tantas diferencias de sexo en las preferencias de pareja, Buss ha echado el peso de la prueba sobre los que verían en aquellas una costumbre cultural y no un instinto. Pero ambas explicaciones no se excluyen mutuamente. Es posible que ambas sean ciertas. Los hombres ambicionan la riqueza para atraer a las mujeres; por lo tanto, las mujeres ambicionan la riqueza porque los hombres la tienen; por lo tanto, los hombres ambicionan la riqueza para atraer a las mujeres; y así sucesivamente. Si los hombres tienen el instinto de procurarse las fruslerías que les llevan a tener éxito con las mujeres, entonces es probable que aprendan que en el seno de su cultura el dinero es una de tales fruslerías. El entorno refuerza la naturaleza, no se opone a ella.
Como observó Dan Dennett, con la especie humana nunca se puede estar seguro de que lo que se ve sea instinto, porque pudiera ser que se examinara el resultado de un argumento razonado, un ritual copiado o una lección aprendida. Pero lo mismo se aplica a la inversa. Cuando se ve a un hombre persiguiendo a una mujer sólo porque es bonita, o a una niña jugando con una muñeca mientras su hermano juega con una espada, nunca se puede estar seguro de que lo que se está viendo sea simplemente cultural, porque pudiera ser que hubiese un elemento de instinto. Sería un completo error polarizar la cuestión. No es un juego en el que unos ganen y otros pierdan, en el que la cultura desplace al instinto o viceversa. Podría haber toda suerte de aspectos culturales en una conducta basada en el instinto. Más que influir sobre la naturaleza humana, la cultura será a menudo un reflejo de ella.
¿MONEY O DIAMOND?
El estudio de Buss sobre la semejanza global en la diferencia demuestra la universalidad de las distintas formas de abordar la conducta del emparejamiento, pero no dice nada sobre cómo se produce. Supongamos que está en lo cierto y que las diferencias han evolucionado, se han adaptado y por lo tanto son, al menos en parte, innatas. ¿Cómo se desarrollan y bajo qué influencias? Gracias a «Money contra Diamond», una batalla extraordinaria en la guerra naturaleza–entorno, existe actualmente un rayo de luz que está esclareciendo este asunto.
Money es John Money, un psicólogo de Nueva Zelanda que reaccionó contra su estricta educación religiosa convirtiéndose en un «misionero» sin reservas de la liberación sexual en la Universidad John Hopkins de Baltimore; al final no sólo defendía el amor libre sino que incluso consentía la pedofilia. Diamond es Mickey Diamond, hijo de judíos ucranianos que emigraron al Bronx, alto, afable y con barba; primero se trasladó a Kansas y luego a Honolulú, donde estudió los factores determinantes de la conducta sexual en animales y personas.
Money cree que los roles sexuales son el resultado de la experiencia temprana, no del instinto. En 1955 expuso su teoría de la neutralidad psicosexual basada en el estudio de 131 «hermafroditas» humanos: personas que habían nacido con unos genitales ambiguos. Los seres humanos, decía Money, son psicosexualmente neutros cuando nacen. Sólo después de la experiencia, más o menos a la edad de dos años, desarrollan una «identidad de género». «La conducta y la orientación sexual de los varones o las hembras no tienen una base innata, instintiva», escribía. «Su diferenciación como masculinas o femeninas se produce en el curso de las diversas experiencias del desarrollo». Por consiguiente, decía Money, un bebé humano puede, literalmente, asignarse a un sexo u otro, una creencia que los médicos utilizaban para justificar una operación quirúrgica que convertía a los niños nacidos con penes defectuosos en niñas. Semejante cirugía se hizo práctica normal: los varones con penes extraordinariamente diminutos se «reasignaban» al sexo femenino.
En contraste, el grupo de Kansas llegó a la conclusión de que «el órgano sexual más grande se encuentra entre las orejas, no entre las piernas», y empezó a poner en tela de juicio la ortodoxia de que los roles sexuales venían determinados por el medio. En 1965, Diamond discutía el asunto en un artículo en el que criticaba a Money acusándole de no haber presentado antecedentes detallados que avalaran su teoría de la neutralidad psicosexual, que las pruebas de los hermafroditas no eran procedentes —si sus genitales eran ambiguos, sus cerebros podrían serlo también— y que era más verosímil que los seres humanos, como los cobayas, experimentaran en su mente una fijación prenatal de identidad sexual[31]. En realidad desafiaba a Money a presentar un niño normal psicosexualmente neutro, o uno que hubiera aceptado una reasignación sexual.
Money ninguneaba las críticas a medida que acumulaba las recompensas de una fama cada vez mayor. Su artículo había ganado un premio; esto había traído consigo una enorme subvención; y cuando su equipo abordó la cirugía transexual, se convirtió en una celebridad cuyo perfil aparecía en los periódicos y la televisión. Pero Diamond había tocado una fibra sensible, porque al año siguiente Money aceptó el caso de un niño normal que había perdido el pene tras una circuncisión chapucera. El niño era gemelo monocigótico, de modo que la oportunidad de demostrar cómo podría convertirse en una mujer mientras su hermano gemelo se desarrollaba como hombre era irresistible. Por consejo de Money el niño fue sometido a una operación quirúrgica de reasignación sexual, luego sus padres le criaron como a una niña y nunca le contaron nada acerca de su origen. En 1972, Money publicó un libro en el que describía el caso calificándolo de éxito rotundo. La prensa lo aclamó como una prueba definitiva de que los roles sexuales eran producto de la sociedad, no de la biología; influyó a toda una generación de feministas en un momento decisivo; se introdujo en los manuales de psicología; e influyó en muchos médicos que ahora contemplan la reasignación sexual como una solución sencilla a un problema complicado.
Parecía que Money había ganado el debate. Posteriormente, en 1979, la emisora de televisión BBC empezó a investigar el caso. El equipo había oído rumores de que el niño que pasó a ser niña no era el éxito que afirmaba Money. Lograron traspasar el anonimato del caso e incluso entrevistarse brevemente con la niña en cuestión, aunque no divulgaron su identidad en antena. Se llamaba Brenda Reimer, tenía entonces 14 años y vivía con su familia en Winnipeg. Lo que el equipo contempló fue una muchacha desgraciada, con un lenguaje corporal masculino y una voz grave. Los de la BBC entrevistaron a Money, que se puso furioso ante la invasión de la intimidad de la familia. Diamond seguía presionando a Money para que diera detalles, pero no consiguió nada. Después de esto, Money eliminó de sus publicaciones toda referencia al caso. La pista se enfrió una vez más. Luego, en 1991, Money culpó a Diamond de incitar a la BBC a invadir la intimidad de la chica. Enfurecido, Diamond intentó ponerse en contacto con psiquiatras que pudieran haber tratado el caso. En 1995, conoció por fin a «Brenda Reimer».
Salvo que Brenda ahora se llamaba David y era un hombre felizmente casado y con hijos adoptados. Había soportado una niñez confusa y desgraciada, rebelándose constantemente contra todo aquello que fuera característico de una niña, aunque no sabía nada acerca de que había nacido niño. Como a la edad de 14 años seguía insistiendo en llevar la vida de un chico, al final sus padres le hablaron de su pasado. Inmediatamente exigió la reposición quirúrgica de un pene y adoptó la vida de un adolescente. Diamond persuadió a David para que le dejara contar su historia al mundo (utilizando un seudónimo) de modo que otros no tuvieran que soportar el mismo destino en el futuro. En 2000, el escritor John Colapinto le convenció para que abandonara del todo su anonimato a fin de escribir un libro[32].
Money nunca pidió disculpas, ni al mundo por engañar a la gente acerca del éxito de la reasignación, ni a David Reimer. Actualmente, Diamond se pregunta qué habría ocurrido si el niño hubiera sido un homosexual o un transexual que hubiese querido vivir bien de un modo afeminado o bien como una mujer, o no hubiera estado dispuesto a salir del armario y contar su historia.
David Reimer no está solo. Una gran parte de los niños reasignados como niñas se declaran chicos en la adolescencia. Y un estudio reciente sobre personas nacidas con genitales ambiguos revela que las que escaparon al bisturí del cirujano tienen menos problemas psicológicos que las que fueron operadas en su niñez. La gran mayoría de los varones a los que cambiaron para que vivieran como niñas han vuelto, por su cuenta, a vivir como hombres[33].
Los roles de género son, al menos en parte, automáticos, ciegos y naturales, por usar los términos de William James. Las hormonas presentes en el útero provocan la masculinización, pero el origen de esas hormonas dentro del cuerpo del bebé viene provocado por una serie de acontecimientos que empiezan con la expresión de un solo gen del cromosoma Y (existen muchas especies que dejan que el ambiente determine el género: en los cocodrilos y las tortugas, por ejemplo, el sexo del animal lo establece la temperatura a la que se incuba el huevo; pero también hay genes que participan en este proceso. La temperatura provoca la expresión de los genes que determinan el sexo. Es posible que la causa principal sea ambiental, pero el mecanismo es genético. Los genes pueden ser consecuencia y también causa).
PSICOLOGÍA POPULAR
Los niños como David Reimer quieren ser chicos. Prefieren los juguetes, las armas, la competición y la acción a las muñecas, el romance, las relaciones y las familias. Naturalmente, no vienen al mundo con todas estas preferencias totalmente formadas, pero sí con una preferencia inefable por todo lo que es característico de los chicos. Esto es lo que la psicóloga infantil Sandra Scarr ha llamado «elección del nicho»: la tendencia a elegir el entorno que se ajusta a la propia naturaleza. Las frustraciones de juventud de David Reimer se debieron a que no le permitieron elegir su nicho.
En este sentido, causa y efecto son probablemente circulares. A la gente le gusta hacer las cosas que encuentra que se le dan bien y se le dan bien las cosas que le gusta hacer. Esto implica que, al menos, el instinto y las diferencias de conducta innatas que preceden a la experiencia ponen en marcha la diferencia de sexo. Al igual que muchos padres que habían tenido hijos de ambos sexos, yo mismo descubrí que las diferencias eran sorprendentemente grandes y tempranas. Tampoco me resultó difícil creer que mi mujer y yo, más que provocar semejantes diferencias de género, estábamos respondiendo a ellas. Comprábamos camiones para el niño y muñecas para la niña no porque quisiéramos que fueran diferentes, sino porque lamentablemente era obvio que uno quería camiones y la otra muñecas.
¿En qué momento exacto afloran estas diferencias? Svetlana Lutchmaya, discípula de Simón Baron–Cohen en Cambridge, filmó a 29 niñas y 41 niños de 12 meses de edad y analizó con qué frecuencia el bebé miraba a su madre a la cara. Como era de esperar, las niñas la miraban mucho más que los niños. Entonces Lutchmaya se remontó a una etapa anterior y analizó los niveles de testosterona presentes en el útero durante el primer trimestre de gestación de cada bebé. Esto fue posible porque en todos los casos la madre se había sometido a una amniocentesis y se había guardado una muestra de líquido amniótico. Encontró que el nivel de testosterona fetal era, en general, más alto en el caso de los niños que en el de las niñas y que entre los niños se daba una correlación significativa: cuanto más alto era el nivel de testosterona, menos miraba el bebé de un año a los ojos[34].
Entonces, Baron–Cohen pidió a otra discípula, Jennifer Connellan, que estudiara una edad aún más temprana, el primer día de vida. Puso ante 102 bebés de 24 horas de edad dos cosas que mirar: su propia cara o un móvil físico–mecánico de aproximadamente el mismo tamaño y la misma forma que una cara. Los niños mostraron una ligera preferencia por el móvil; las niñas prefirieron algo más mirar la cara[35].
Así pues, da la impresión de que la relativa preferencia femenina por las caras, que poco a poco se va tornando en una preferencia por las relaciones sociales, está de algún modo presente desde el principio. Puede que la distinción entre el mundo social y el físico sea una clave decisiva de cómo funcionan los cerebros humanos. El psicólogo del siglo XIX Franz Brentano fue bastante estricto al dividir el universo en dos tipos de entes: los que poseen intencionalidad y los que no. Los primeros pueden moverse espontáneamente y tener fines y necesidades; los segundos sólo obedecen a las leyes físicas. Esta es una distinción que no siempre se cumple —¿qué pasa con las plantas?—, pero como regla empírica da bastante buenos resultados. Los psicólogos evolutivos han empezado a sospechar que los seres humanos aplican instintivamente dos procesos mentales diferentes para comprender tales fines: lo que Daniel Dennett ha denominado psicología popular y física popular. Suponemos que un futbolista se mueve porque «quiere» moverse pero que una pelota de fútbol se mueve sólo porque la dan una patada. Hasta los bebés expresan sorpresa cuando los objetos parecen desobedecer las leyes de la física: cuando los objetos se mueven unos a causa de otros, cuando da la impresión de que unos objetos grandes caben en unos más pequeños, o cuando los objetos se mueven sin que los toquen.
Intuyo que saben hacia dónde me dirijo: en promedio, los hombres se interesan más por la física popular que las mujeres, que se interesan más por la psicología popular que los hombres. La investigación de Simón Baron–Cohen se centra en el autismo, una dificultad con el mundo social que afecta fundamentalmente a los niños varones. Junto con Alan Leslie, Baron–Cohen fue el primero en exponer la teoría de que los niños autistas tienen problemas para teorizar acerca de las mentes de los demás, aunque ahora prefiere utilizar el término «empatizar». El autismo severo tiene muchos otros rasgos, como es la dificultad con el lenguaje; pero en lo que probablemente es su forma «más pura» y menos severa, el síndrome de Asperger, el autismo parece consistir sobre todo en una dificultad para empatizar con los pensamientos de otras personas. Puesto que de todos modos a los niños se les da peor empatizar que a las niñas, tal vez el autismo no sea más que una versión extrema del cerebro masculino. De ahí el interés de Baron–Cohen por la correlación inversa entre la testosterona prenatal y el hecho de mirar a los ojos: puede que la masculinización del cerebro mediante la testosterona vaya «demasiado lejos» en los autistas[36].
Curiosamente, es frecuente que a los niños con síndrome de Asperger se les dé mejor la física popular que a los normales. No sólo se sienten a menudo fascinados por las cosas mecánicas, desde los interruptores de la luz hasta los aviones, sino que, en general, su forma de ver el mundo es la de un ingeniero que trata de comprender las reglas mediante las cuales funcionan las cosas… y las personas. A menudo se vuelven expertos precoces en matemáticas y el conocimiento basado en los hechos. También tienen más del doble de probabilidades que otros niños de tener padres y abuelos que se dedicaran a la ingeniería. En una prueba normal de tendencias autistas, los científicos obtienen en general puntuaciones más altas que los que no son científicos, y los físicos e ingenieros obtienen mayor puntuación que los biólogos. Baron–Cohen dice de un brillante matemático, ganador de la medalla Fields y que padece síndrome de Asperger: «La empatía le pasa de largo»[37].
Para demostrar de qué modo una dificultad con la psicología popular puede coexistir felizmente con la pericia en física popular, los psicólogos diseñaron dos pruebas extraordinariamente parecidas, la prueba de la falsa creencia y la prueba de la falsa fotografía. En la prueba de la falsa creencia, un niño ve a un investigador pasar un objeto oculto de un receptáculo a otro mientras una tercera persona no está mirando. El niño tiene que decir después dónde buscará el objeto la tercera persona. Para obtener la respuesta correcta, el niño tiene que comprender que la tercera persona sostiene una falsa creencia. Todos los niños pasan por primera vez esta prueba más o menos a los cuatro años (los niños más tarde que las niñas), pero los autistas son de desarrollo especialmente tardío.
En la prueba de la falsa fotografía, por el contrario, el niño toma una foto Polaroid de una escena; luego, mientras la foto se está revelando, ve que el investigador mueve uno de los objetos de la escena. Le preguntan al niño qué posición ocupará el objeto en la fotografía. Los autistas no tienen dificultades con esta prueba porque su comprensión de la física popular sobrepasa su comprensión de la psicología popular.
La física popular es sólo parte de una destreza que Baron–Cohen denomina «sistematizar». Es la capacidad de analizar las relaciones entre la información de entrada y la información de salida en un mundo natural, técnico, abstracto y hasta humano: de comprender causa y efecto, regularidad y reglas. Cree que los seres humanos tienen dos capacidades mentales distintas, las de sistematizar y empatizar, y que si bien a algunas personas se les dan bien las dos, otras son hábiles en una y torpes en la otra. Los que son buenos sistematizadores y malos empatizadores tratarán de utilizar sus destrezas sistematizadoras para resolver sus problemas sociales. Por ejemplo, una persona con síndrome de Asperger le dijo a Baron–Cohen que preguntar «¿Dónde vives?» no era correcto porque se podía responder desde muchos puntos de vista: ciudad, distrito, calle o número de la casa. Cierto, pero la mayoría de la gente resuelve el problema empatizando con el interrogador. Si habla con un vecino, podría nombrar la casa; si lo hace con un extranjero, el país.
Si las personas con síndrome de Asperger son buenas sistematizadoras y malas empatizadoras, con cerebros excesivamente masculinos, es posible plantear la idea de que probablemente haya personas que son buenas empatizadoras y malas sistematizadoras, con cerebros excesivamente femeninos. Si reflexionamos un momento se confirmará que todos conocemos a personas de este tipo, pero rara vez su particular combinación de destrezas se califica de patológica. Es probable que en el mundo actual sea más fácil llevar una vida normal con pocas destrezas sistematizadoras que con pocas destrezas empatizadoras. Puede que en la Edad de Piedra hubiera sido menos fácil[38].
UNA MENTE PARCELADA
La discusión sobre la empatía ilustra un tema muy propio de William James: la separación de los instintos. Para ser un buen empatizador es necesario disponer de un dominio o módulo mental que aprenda a tratar intuitivamente a las criaturas animadas como si tuvieran estados mentales además de propiedades físicas. Del mismo modo, para ser un buen sistematizador se necesita un dominio que aprenda a percibir mediante la intuición la causa y el efecto, las regularidades y las reglas. Son módulos mentales aparte, destrezas diferentes y tareas de aprendizaje distintas.
El dominio de la empatía parece depender de unos circuitos que rodean el sulcus paracingulate, una cisura cerebral próxima a la línea media y cercana a la parte anterior de la cabeza. En los estudios realizados por Chris y Uta Frith en Londres, esta zona se torna más brillante (en un escáner adecuado) cuando una persona lee una historia que exige «mentalización»: imaginar los estados mentales de los demás; no se pone brillante cuando una persona lee una historia sobre causas y efectos físicos o una serie de frases inconexas. En personas con síndrome de Asperger, sin embargo, esta zona no se vuelve brillante cuando leen historias acerca de los estados mentales, pero en cambio brilla un área vecina. Esta es un área que interviene en el razonamiento general, que apoya la corazonada de los psicólogos de que más que empatizar, la gente con síndrome de Asperger razona acerca de los problemas sociales[39].
Todo esto tiende a respaldar la idea de que los instintos de James han de manifestarse en los circuitos mentales llamados módulos, concebidos específicamente para que cada uno desempeñe hábilmente su tarea mental específica. A principios de los años ochenta, el filósofo Jerry Fodor expuso por primera vez una visión modular semejante de la mente que posteriormente, en los años noventa, desarrollaron el antropólogo John Tooby y la psicóloga Leda Cosmides. Tooby y Cosmides arremetían contra la creencia, por entonces extendida, de que el cerebro es un instrumento de aprendizaje de uso general. En cambio, Tooby y Cosmides sostenían que la mente es como una navaja del ejército suizo. En lugar de cuchillas y destornilladores y cosas para ayudar a los Boy Scouts a extraer piedras de los cascos de los caballos, léase módulos de visión, módulos de lenguaje y módulos de empatía. Al igual que las herramientas adjuntas a la navaja, estos módulos poseen abundantes fines ideológicos: no sólo tiene sentido describir de qué están hechos y cómo realizan su labor, sino para qué sirven. Lo mismo que el estómago sirve para digerir, el sistema visual del cerebro sirve para ver. Ambos son funcionales, y el propósito funcional supone una evolución por medio de la selección natural que, al menos en parte, implica una ontología genética. Por lo tanto, la mente consta de un conjunto de módulos procesadores de información con un contenido específico y adaptados a ambientes del pasado. El nativismo estaba de vuelta[40].
Este era el punto culminante de lo que aveces se llamó la revolución cognitiva. Aunque ahora le debe mucho al talento trágico de Alan Turing, con su extraordinaria demostración matemática de que el razonamiento podía adoptar una forma mecánica —que era una forma de computación— la revolución cognitiva comenzó realmente con Noam Chomsky en la década de 1950. Chomsky sostenía que los rasgos universales del lenguaje humano, constantes en todo el mundo, más la imposibilidad lógica de un niño para deducir las reglas de un lenguaje tan deprisa como a partir de los escasos ejemplos de que dispone, debía implicar que en lo referente al lenguaje había algo innato. Mucho después, Steven Pinker analizó minuciosamente el «instinto del lenguaje», mostró que tenía todas las características de una hoja de navaja del ejército suizo —una estructura concebida para servir a una función— y añadió la noción de que el cerebro no estaba provisto de datos innatos sino de unos modos innatos de procesar datos[41].
No hay que confundir esto con una afirmación frívola u obvia. Entraría dentro de lo posible imaginar que en diferentes personas la visión, el lenguaje y la empatía están producidos por distintas partes del cerebro. En realidad, esta es la predicción que se deduce lógicamente del argumento empírico que se extiende de Locke, Hume y Mill hasta los actuales «conexionistas» que construyen redes informáticas multiuso que imitan cerebros. Pero es un error. Los neurólogos pueden presentar legiones de historias clínicas de todo el mundo que apenas varían y que apoyan la idea de que algunas partes concretas de la mente corresponden a partes concretas del cerebro. Si se daña una parte del cerebro, en un accidente o tras una apoplejía, no se padece una debilidad generalizada; se pierde un rasgo particular de la mente; y el rasgo que se pierde depende precisamente de la parte del cerebro que se pierde. Esto debe suponer que las diferentes partes del cerebro están concebidas de antemano para diferentes tareas, algo que sólo podría producirse a través de los genes. A menudo se piensa que los genes limitan la adaptabilidad de la conducta humana. En verdad es al revés. No limitan; facilitan.
Cierto, ha habido acciones de retaguardia por parte de empíricos en retirada, pero estas escaramuzas han retrasado el avance de la mente modular sólo por breve tiempo. Hay un grado de plasticidad en el cerebro que permite que el fallo de un área se vea compensado por diferentes áreas vecinas. Mriganka Sur ha conectado parcialmente los ojos de un hurón a la corteza auditiva de su cerebro y no a la corteza visual, y de un modo rudimentario puede seguir «viendo», aunque no muy bien. Aunque podría pensarse que es extraordinario que el hurón pueda ver algo después de semejante operación, no hay acuerdo sobre si el experimento de Sur revela más acerca de la plasticidad del cerebro o de los límites de esa plasticidad[42].
Si la mente modular es real, entonces lo único que hay que hacer para comprender las características especiales de la mente humana es hacer una disección del cerebro para descubrir qué fragmentos han «experimentado una hipertrofia» en algunos de los últimos millones de años: qué módulos y, por lo tanto qué instintos, son desproporcionadamente grandes. Entonces sabremos qué es lo que hace especiales a los seres humanos. ¡Ojalá fuera tan fácil! Casi todo en el cerebro humano es más grande que su equivalente en el cerebro de chimpancé. Aparentemente, los seres humanos ven más, sienten más, son más equilibrados, recuerdan más e incluso tienen mejor olfato que los chimpancés. Si se mira dentro de un cráneo humano, lejos de encontrar un cerebro normal de chimpancé unido a un enorme dispositivo turboalimentado para hablar y pensar, se encuentra más de todo. Un examen más minucioso revela que existen ciertas desproporciones sutiles. Por regla general, en los primates los fragmentos que producen el olfato se han reducido de forma espectacular y los fragmentos que producen la visión han aumentado en comparación con los roedores. El neocórtex ha aumentado a expensas del resto. Pero ni siquiera aquí la desproporción es muy pronunciada. En realidad, puesto que el neocórtex se desarrolla en último lugar y las regiones frontales las últimas de todos, el gran tamaño del cerebro humano se podría explicar simplemente como un cerebro de chimpancé que ha estado creciendo durante más tiempo. En su forma extrema, esta teoría sostiene que el cerebro se agrandó no porque la necesidad de que realizara nuevas funciones exigiera su expansión —especialmente el lenguaje y la cultura— sino porque algo exigió la prolongación del propio tallo encefálico y vino acompañada de un córtex más grande. Recordemos la lección de los dominios IQ, en el gen ASPM: genéticamente es fácil agrandar todas las partes del cerebro. Una vez que el gran cerebro estuvo listo, hace 50 000 años, el Homo sapiens descubrió de repente que podía usarlo para fabricar arcos y flechas, pintar las paredes de las cuevas y pensar acerca del significado de la vida[43].
Esta idea tiene la ventaja de poner de nuevo a la especie en su sitio cartesiano: lejos queda la noción tranquilizadora de que el género humano era el sujeto, más que el objeto, en su propia historia evolutiva. Pero la idea no es necesariamente incompatible con la de una mente modular. De hecho, sería igual de fácil dar la vuelta al argumento y sostener que los seres humanos se veían apremiados por la selección a desarrollar más poder de procesamiento en las partes del cerebro necesarias para una función —el lenguaje, por ejemplo— y la forma más fácil que tenía el genoma de responder era, por regla general, construyendo un cerebro más grande. La capacidad para producir más visión y tener un repertorio mayor de movimientos vino por añadidura. Además, apenas cabe la posibilidad de que incluso un módulo de lenguaje esté aislado de otras funciones. Es necesaria una buena diferenciación de la audición, un mejor control del movimiento de la lengua, los labios y el pecho, una mayor memoria, etcétera[44].
Sin embargo, las teorías científicas, al igual que los imperios, son de lo más vulnerables cuando han derrotado a sus rivales. Apenas hubo triunfado la mente modular cuando uno de sus principales defensores empezó a desmantelarla. En 2001, Jerry Fodor publicó un librito extraordinario, The Mind Doesn’t Work That Way (La mente no funciona así), en el cual sostenía que si bien descomponer la mente en módulos computacionales distintos era con mucho la mejor teoría, no explicaba, y no podía hacerlo, cómo funciona la mente[45]. Al señalar el fracaso «escandaloso» de los ingenieros en la construcción de robots capaces de realizar tareas de rutina como hacer un desayuno, Fodor recordaba amablemente a sus colegas lo poco que se había descubierto todavía e increpaba a Pinker por su alegre optimismo acerca de que había una explicación para la mente[46]. Las mentes, decía Fodor, son capaces de abducir deducciones globales de la información que suministran las partes del cerebro. Las gotas de lluvia se pueden ver y oír con tres módulos cerebrales distintos vinculados a diferentes sentidos, pero en alguna parte del cerebro reside la deducción «Está lloviendo». Así pues, en cierto sentido inevitable, el pensamiento es una actividad general que integra la visión, el lenguaje, la empatía y otros módulos: los mecanismos que actúan como módulos presuponen mecanismos que no lo hacen. Y casi nada se sabe de los mecanismos que no son modulares. La conclusión de Fodor fue precisamente recordar a los científicos cuánta ignorancia habían descubierto: simplemente habían arrojado un poco de luz sobre la mucha oscuridad que existía.
Pero al menos esto está claro. Para construir un cerebro con capacidades instintivas, el Dispositivo Organizador del Genoma establece circuitos aparte con pautas internas adecuadas que les permiten llevar a cabo computaciones adecuadas que luego conectan a las informaciones apropiadas procedentes de los sentidos. En el caso de una avispa cavadora o de un cuco, puede que tales módulos tengan que «lograr la conducta correcta» la primera vez y es posible que comparativamente sean indiferentes a la experiencia. Pero en el caso de la mente humana, casi todos esos módulos instintivos están concebidos para ser modificados por la experiencia. Algunos se adaptan constantemente durante toda la vida; algunos cambian rápidamente con la experiencia, luego se fijan como el cemento. Unos pocos se desarrollan sólo según su propio plan. En el resto de este libro, me propongo tratar de encontrar los genes responsables de construir —y cambiar— estos circuitos.
UTOPÍA PLATÓNICA
Uno de los pecados habituales patentes en el debate naturaleza–entorno ha sido el utopismo, la idea de que existe un modelo ideal de sociedad que puede derivarse de una teoría de la naturaleza humana. Muchos de los que creían comprender la naturaleza humana se aprestaron a convertir descripción en prescripción y trazaron un modelo de sociedad perfecta. Esta es una práctica común tanto entre los partidarios de la naturaleza como entre los partidarios del entorno. Con todo, la única lección que se extrae del sueño utópico es que todas las utopías son pésimas. Todos los intentos de crear una sociedad en referencia a una concepción estrecha de la naturaleza humana, bien sobre el papel o en las calles, acaba produciendo algo mucho peor. Me propongo acabar cada capítulo burlándome de la utopía que implica llevar cualquier teoría demasiado lejos.
Hasta donde puedo discernir, William James y los protagonistas del instinto no escribieron sobre una utopía. Pero la República de Platón, padre de todas las utopías, se aproxima desde muchos puntos de vista a un sueño jamesiano. Está imbuida de un nativismo similar. La República se ha declarado una «meritocracia de las clases directivas» en la que todos disponen de la misma educación, de este modo los puestos de trabajo de más categoría van a parar a aquellos que tienen un talento innato para ellos[47]. En la república metafórica de Platón (que probablemente nunca tuvo el propósito de ser un proyecto político) todo está gobernado por unas reglas estrictas. Los «gobernantes», que dictan las normas, están ayudados por los «auxiliares», que proporcionan una especie de servicio civil y de defensa. Conjuntamente, estas dos clases se denominan los «guardianes», y se eligen según sus méritos, lo que quiere decir según su talento natural. Pero para evitar la corrupción, los guardianes llevan vidas de un ascetismo austero, no pueden poseer propiedades, casarse, ni siquiera beber en copas de oro. Viven en un dormitorio colectivo, pero su existencia miserable regocija sus corazones porque saben que es por el bien del conjunto de la sociedad.
Karl Popper no fue el primer filósofo, ni será el último, que llamó pesadilla totalitaria al sueño de Platón. Incluso Aristóteles señaló que la meritocracia no tenía mucho sentido si el mérito no conllevaba recompensas, tanto de riqueza y sexo como de poder: «Los hombres prestan mucha atención a lo que es suyo; lo que es común les preocupa menos»[48]. Los ciudadanos de Platón estaban obligados a aceptar cualquier cónyuge propuesto por el estado, y (en el caso de una mujer) a amamantar a un bebé cualquiera. Esto es casi imposible; pero, al menos, concedamos a Platón el honor de tener esta intuición: incluso una meritocracia es una sociedad imperfecta. Si todas las personas reciben la misma educación, entonces sus diferencias de capacidad serán innatas. Una sociedad que ofrezca una verdadera igualdad de oportunidades simplemente recompensa a los que tienen talento con los mejores trabajos y relega al resto a realizar el trabajo sucio.