CÁPITULO 10
UN MUESTRARIO DE MORALEJAS PARADÓJICAS
¿Por qué darle más vueltas al Dios, a la Libertad y a la inmortalidad de Kant cuando es sólo una cuestión de tiempo que la neurociencia, seguramente a través del diagnóstico por la imagen del cerebro, revele el mecanismo físico real que crea esas construcciones mentales, esas ilusiones?
TOM WOLFE[1]
Cuando al final del segundo milenio de la era cristiana se descubrieron los genes, se encontraron con un sitio esperándoles en la mesa de la filosofía. Los genes habían sido las diosas del destino de la mitología antigua, las entrañas de las predicciones del oráculo, las coincidencias de la astrología. Eran el destino y la predestinación, los enemigos de la elección. Limitaban la libertad del hombre. Eran los dioses.
No es de extrañar que tanta gente estuviese en su contra. Los genes se quedaron encasillados bajo la etiqueta «causa primaria». Ahora que el genoma está listo para ser inspeccionado, y se puede ver a los genes funcionando, está emergiendo una imagen mucho menos terrorífica. Se pueden extraer distintas moralejas del debate herencia–ambiente, y en este capítulo intento entresacar unas cuantas. Son, sobre todo, tranquilizadoras.
PRIMERA MORALEJA: LOS GENES POSIBILITAN
La primera moraleja y la más importante es que los genes posibilitan, no impiden nada. Le proporcionan al organismo nuevas posibilidades; no reducen sus opciones. Los genes del receptor de la oxitocina permiten enlaces dobles; sin esos genes, el ratón de campo no tendría la posibilidad de establecer lazos afectivos a pares.
Los genes CREB posibilitan la memoria; sin esos genes sería imposible aprender y recordar. El BDNF permite la calibración de la visión binocular a través de la experiencia; sin él no podríamos mirar en profundidad ni ver el mundo en tres dimensiones. Misteriosamente, el FOXP2 permite a los seres humanos adquirir el lenguaje de los suyos; sin él no podríamos aprender a hablar. Y así sucesivamente. Todas esas posibilidades están abiertas a la experiencia, no están previamente escritas. Los genes no constriñen a la naturaleza humana como tampoco lo hacen los programas que se agregan a un ordenador. Un ordenador que tenga Word, Powerpoint, Acrobat, Internet Explorer, Photoshop y otros programas, no sólo puede hacer más que un ordenador sin todos esos programas, sino que además puede recibir más desde el mundo exterior. Puede abrir más archivos, encontrar más páginas web y aceptar más correos electrónicos.
Los genes, al contrario que los dioses, son condicionales. Son extraordinariamente buenos según la lógica simple de «si esto, entonces lo otro»: si están en un entorno concreto, entonces se desarrollan de una manera concreta. Si lo más cercano que tienen en movimiento es un profesor con barba, entonces para ellos esa es la imagen de la madre. Si se crían en condiciones de escasez de alimentos, entonces desarrollan un tipo distinto de cuerpo. Las niñas que crecen en un hogar sin padre, tienen una pubertad más temprana, un efecto posible gracias a algún grupo de genes misteriosos[2]. Yo sospecho que la ciencia ha minusvalorado hasta ahora la cantidad de grupos de genes que actúan de este modo, condicionando sus productos a las circunstancias externas.
De modo que aquí va la primera moraleja del cuento: No tengan miedo a los genes. No son dioses, son engranajes.
SEGUNDA MORALEJA: LOS PADRES
En 1960 una doctoranda de Harvard recibió una carta de George A. Miller, el jefe del departamento de psicología, en la que le impedía continuar su tesis doctoral porque no daba la talla. Recuerden ese nombre. Mucho más tarde, confinada en casa por problemas de salud, Judith Rich Harris decidió ponerse a escribir libros de texto de psicología, libros en los que transmitía fielmente el paradigma dominante en psicología, que la personalidad y muchas más cosas se adquirían a través del ambiente. Entonces, 35 años después de dejar Harvard, cuando era una abuela sin trabajo que había escapado felizmente del adoctrinamiento académico, se sentó a escribir un artículo que envió a la prestigiosa revista Psychological Review. Lo publicaron y obtuvo un éxito sensacional. Le inundaron de preguntas acerca de quién era. En 1997, con el único mérito de ese artículo, le fue concedido el premio más prestigioso de la psicología: el premio George A. Miller[3].
El artículo de Harris comenzaba así:
¿Tienen los padres algún efecto importante a largo plazo en el desarrollo de la personalidad de su hijo? En este artículo se examinan las pruebas y se concluye que la respuesta es no[4].
Desde la década de 1950 en adelante los psicólogos estudiaron algo a lo que llamaron socialización de los niños. Aunque en un primer momento sufrieron una decepción al encontrar una clara correlación entre el estilo de educación de los padres y la personalidad del niño, se aferraron a la suposición conductista de que los padres formaban el carácter de sus hijos a través de premios y castigos, y a la suposición freudiana de que los problemas psicológicos de mucha gente estaban provocados por los padres. Esta suposición se convirtió en algo tan automático que hasta hoy no encontramos una biografía en la que no se haga una referencia de pasada a la influencia de los padres en las rarezas del individuo en cuestión. («Es probable que la dolorosa separación de su madre fuese una de las primeras fuentes de su inestabilidad mental», dice un autor refiriéndose a Isaac Newton[5]).
Para ser justos, la teoría de la socialización fue algo más que una suposición. Produjo cantidades enormes de pruebas, que mostraron que los niños terminan siendo como sus padres. De padres explotadores salían hijos explotadores, de padres neuróticos hijos neuróticos, de padres flemáticos hijos flemáticos, de padres ratones de biblioteca hijos ratones de biblioteca, y así sucesivamente[6].
Todo eso en realidad no demuestra nada, dice Harris. Por supuesto los niños se parecen a sus padres: muchos de los genes son compartidos. Una vez que empezaron a salir los estudios con gemelos criados por separado, que probaban claramente que existe un alto grado de heredabilidad para la personalidad, no se podía seguir despreciando la posibilidad de que los padres establecieran el carácter de su hijo en el momento de la concepción, no durante la infancia. El parecido entre padres e hijos puede ser consecuencia de la herencia, no del ambiente. Efectivamente, si tenemos en cuenta que los estudios con gemelos casi no pudieron encontrar ningún efecto sobre la personalidad en el hecho de compartir el mismo entorno, la hipótesis genética debería ser consideraba como la hipótesis nula: el peso de la responsabilidad lo tenía el ambiente. Si un estudio de socialización no utilizaba controles con los genes, no probaba nada en absoluto. Aun así, los investigadores de la socialización siguieron publicando año tras año esas correlaciones sin ni siquiera contemplar la teoría genética como alternativa.
Es cierto que los teóricos de la socialización utilizaron otro argumento también: que distintos estilos parentales coinciden con personalidades distintas de los hijos. En un hogar tranquilo hay niños felices; los niños buenos son a los que se les abraza mucho; los niños a los que se les pega son hostiles. Un antiguo chiste: la familia de Johnny es una familia rota; no me extraña, Johnny podría romper cualquier familia. A los sociólogos les gusta decir que una buena relación con los padres «tiene un efecto protector» para alejar a los hijos de las drogas. Les gusta mucho menos decir que los niños que se acercan a las drogas no se llevan bien con sus padres.
La idea de que hay una correlación entre ciertas personalidades y unos padres buenos, no sirve como prueba de que los padres modelan la personalidad, porque la correlación no distingue la causa del efecto. Según Harris, es patente que la socialización no es algo que los padres hacen a los hijos; es algo que los hijos se hacen a ellos mismos. Hay cada vez más pruebas de que los efectos que los teóricos de la socialización habían supuesto que eran efectos padres–hijos, son en realidad efectos hijos–padres. Los padres tratan a sus hijos de manera muy diferente según la personalidad de cada hijo.
En ningún sitio es esto más obvio que en las complejas cuestiones de género. Los padres que tienen hijos de distinto sexo sabrán que tratan a cada hijo de manera diferente. A esos padres no hay que contarles unos experimentos en los que los adultos jugaban a lo bestia con niñas disfrazadas de azul y abrazaban a niños disfrazados de rosa. Pero la mayoría de esos padres protestarán con fuerza si les dicen que la razón fundamental por la que tratan a los niños de manera distinta que a las niñas es porque los niños y las niñas son diferentes. Llenan el armario de juguetes del niño con dinosaurios y espadas, y el de las niñas con muñecas y vestidos, porque saben que esa es la forma de contentar a cada uno. Eso es lo que cada uno de ellos pide cuando van a una tienda. Puede que los padres refuercen a la naturaleza mediante el ambiente, pero no crean la diferencia. No hacen tragar a la fuerza los estereotipos de género; simplemente reaccionan a prejuicios preestablecidos. En cierto sentido esos prejuicios no son innatos —no existe un «gen de las muñecas»— pero las muñecas y otros muchos juguetes son diseñados para atraer a los prejuicios que están predispuestos, del mismo modo que la comida está diseñada para atraer al paladar del ser humano. Por otro lado, la reacción de los padres en sí misma parece que igualmente puede ser innata: los padres podrían estar predispuestos genéticamente a perpetuar en lugar de a luchar contra los estereotipos de género[7].
Una vez más las pruebas a favor del ambiente no están en contra de la herencia, ni lo contrario tampoco es cierto. Hace poco escuché un programa de radio sobre si los niños eran mejores en el fútbol que las niñas o que si sus padres les empujaban en ese sentido. Los que apoyaban cada opinión parecían estar de acuerdo en que sus explicaciones eran mutuamente excluyentes. Ninguno de ellos siquiera sugirió que ambas pudiesen ser ciertas a la vez.
Padres delincuentes producen niños delincuentes —sí, pero no es así si adoptan a los niños—. En un estudio muy amplio realizado en Dinamarca, un niño adoptado por una familia honrada que procedía de una familia honrada tenía un 13,5 por ciento de posibilidades de tener problemas con la ley; ese porcentaje subía sólo ligeramente, al 14,7 por ciento, si en la familia adoptiva había delincuentes. Ser adoptado por una familia honrada si los padres biológicos son delincuentes, sin embargo, hace que la probabilidad salte al 20 por ciento. Cuando ambos padres, los biológicos y los adoptivos, eran delincuentes, la cifra subía más aún, hasta el 24,5 por ciento. Los factores genéticos están predisponiendo la forma en que la gente reacciona a un ambiente «criminogénico»[8].
Del mismo modo, los hijos de padres divorciados tienen a su vez más posibilidades de divorciarse. Los niños cuyos padres adoptivos se divorcian, no parece que sigan esa tendencia. Los estudios con gemelos revelan que el ambiente no juega ningún papel en el divorcio. Un hermano gemelo tiene un 30 por ciento de posibilidades de divorciarse si su hermano o hermana gemela se divorcia, más o menos la misma correlación que si los que se divorcian son los padres. Un gemelo idéntico tiene un 45 por ciento de posibilidades de divorcio si su gemelo se divorcia. Alrededor de la mitad de la posibilidad que tenemos de divorciarnos está en los genes; el resto depende de las circunstancias.
Nunca el emperador se ha visto tan desnudo como después de que Harris terminase con su teoría de la socialización. Nada de esto le sorprende a quien tiene más de un hijo. La responsabilidad de tener hijos aparece como una revelación para la mayoría de la gente. Una vez asumido que serías el director y el escultor de la personalidad de un ser humano, te encuentras que no eres más que un espectador a la vez que chófer. Los hijos compartimentalizan sus vidas. El aprendizaje no es una mochila que se llevan de un entorno a otro; tienen una específica para cada contexto. Eso no quiere decir que los padres tengan licencia para hacer infelices a sus hijos, hacer sufrir a una persona es una equivocación, altere o no su personalidad. En palabras de Sandra Scarr, la más veterana en defender la idea de que la gente elige el entorno que más se adecúa a su carácter, «la función más importante de los padres es, por lo tanto, proporcionar apoyo y oportunidades, no intentar modelar características permanentes en sus hijos»[9]. Es cierto que a pesar de todo unos padres terribles pueden llegar a deformar la personalidad de un individuo. Pero da la sensación de que (repito) los padres son como la vitamina C; siempre que sea apropiada, un poco más o menos no tiene un efecto visible a largo plazo.
A Harris unos le insultaron y otros le mandaron flores. En una larga respuesta, en la que entre otros firmaba la decana de la teoría de la socialización Eleanor Maccoby, sus críticos revisaron los estudios que apoyan el concepto de que, después de todo, los padres tienen un efecto sobre la personalidad de los hijos[10]. Admitían que los primeros teóricos de la socialización exageraron el determinismo de los padres, que los estudios con gemelos tienen que ser tenidos en cuenta, y que una conducta de los padres puede estar causada por una conducta del niño, tanto como al contrario. Subrayaban que, aunque en parte pueda ser genética, una personalidad criminal tiene más posibilidades de expresarse en un ambiente criminal. Y llamaban la atención sobre una serie de estudios que demuestran de qué modo tan drástico unos malos padres pueden afectar a un niño. Por ejemplo, niños rumanos huérfanos adoptados con más de seis meses, mantienen a lo largo de sus vidas niveles elevados de cortisol, la hormona del estrés.
También destacaron el trabajo de Stephen Suomi con monos rhesus. Suomi fue un discípulo de Harry Harlow, que creó su propio laboratorio en los Institutos Nacionales de Salud de Maryland para trabajar con monos y continuar con las investigaciones de Harlow relativas al amor materno. En primer lugar, lo que hizo Suomi fue criar monos de manera selectiva para que fuesen muy nerviosos. Durante los primeros seis meses de vida estuvieron con madres adoptivas, para estudiar su carácter y su capacidad social. Un bebé genéticamente nervioso criado por una madre adoptiva también genéticamente nerviosa se convirtió en un adulto socialmente incompetente, vulnerable al estrés y que a su vez fue un mal padre. Pero el mismo bebé genéticamente agitado, criado por una madre adoptiva tranquila —una supermamá— se convirtió en un individuo bastante normal, incluso muy bueno a la hora de escalar puestos en la jerarquía social haciendo amigos (perdón: «adquiriendo apoyo social») y eludiendo el estrés. A pesar de su naturaleza nerviosa heredada, el mono en cuestión se convirtió en una madre tranquila y competente. El estilo maternal, en otras palabras, más que heredarse se copia de la madre.
Los colegas de Suomi estudian desde entonces el gen transportador de la serotonina en los monos. Una versión de ese gen provoca una reacción muy potente y duradera a una situación de privación de la madre, mientras que la otra versión del gen es inmune a esa pérdida[11]. Este es un descubrimiento importante ya que ese gen también varía en los seres humanos y su variación está relacionada con diferencias en la personalidad. Traducido en términos humanos, implicaría que algunos niños virtualmente pueden quedarse huérfanos y no ser peores por ello mientras que otros necesitarían ser criados por sus padres para ser normales; la diferencia está en los genes. ¿Esperábamos algo distinto?
Los críticos de Harris, al citar los estudios de Suomi, están mostrando que se han tomado a pecho sus enseñanzas: lo que buscan es la reacción de los padres a la personalidad innata de un hijo y la reacción de los padres en respuesta a los genes. En sus propias palabras, ya no consideran a los padres como dedicados a «modelar o determinar» a sus hijos. Ahora es a los ambientalistas a quienes hay que llamar a la moderación. Ha desaparecido el triunfalismo de Freud, Skinner y Watson (¿recuerdan esto?: «Denme una docena de niños sanos y bien desarrollados, y mi mundo definido y propio para criarles, y les garantizo que cualquiera de ellos tomado al azar puede ser educado para convertirse en el tipo de especialista que queramos —médico, abogado, artista, hombre de negocios y, vale, incluso mendigo o ladrón—, independientemente de sus inclinaciones, tendencias, capacidad, vocación y raza de sus ancestros»).
Moraleja: Sigue teniendo importancia ser buenos padres.
TERCERA MORALEJA: LOS GRUPOS DE IGUALES
A la vez que desmanteló el determinismo parental, Judith Rich Harris construyó una teoría alternativa. Ella cree que el ambiente, igual que el genoma, tiene una influencia enorme en la personalidad del niño, pero sobre todo a través del grupo de iguales del niño. Los niños no se ven a sí mismos como aprendices de adulto. Intentan ser buenos como niños, lo que significa encontrar un nicho en el grupo de iguales (peers), en el que poder ser conformistas siendo a la vez diferentes; compitiendo, pero también colaborando. Su lenguaje y su acento lo adquieren en gran medida de sus pares, no de sus padres. Harris, igual que la antropóloga Sarah Hrdy, cree que los antepasados de los seres humanos criaban a sus hijos en grupos, con las mujeres comprometidas en lo que los zoólogos denominan crianza en cooperativa. El hábitat natural del niño era entonces una especie de guardería en la que se mezclaban niños de todas las edades; casi con toda seguridad separados por sexos por propia voluntad y durante casi todo el tiempo. Y es ahí, no en la familia nuclear o en la relación con los padres, donde tenemos que buscar las causas ambientales de la personalidad.
La mayoría de la gente piensa que la presión del grupo de iguales empuja a los jóvenes a ser conformistas. Si observamos desde el mirador de la edad madura, los adolescentes parecen estar obsesionados por la uniformidad. Sea con unos pantalones anchos llenos de bolsillos, con unas zapatillas de deporte gigantes, paseándose con la tripa al aire o con la gorra puesta al revés, los adolescentes se doblegan a la tiranía de las modas con total sumisión. Se burlan de los excéntricos y excluyen a los no conformistas. Los códigos tienen que ser acatados.
Efectivamente, la conformidad es una característica de la sociedad humana en todas las edades. Cuanta más rivalidad exista entre grupos, más se atendrá la gente a las normas de su propio grupo. Pero hay algo más debajo de la superficie. Bajo esa conformidad superficial de las costumbres tribales subyace una búsqueda casi frenética por la diferencia individual. Examinemos cualquier grupo de gente joven y encontraremos a cada uno invariablemente jugando un papel diferente: el duro, el gracioso, el cerebrito, el líder, el conspirador, la guapa. Por supuesto, todos esos papeles son originados por la herencia a través del ambiente. Todos los niños se dan cuenta enseguida de si esto se les da bien o aquello mal, en comparación con el resto del grupo. El niño entonces se prepara para ese papel y no para otro, actúa según ese personaje, y desarrolla el talento que posee a la vez que descuida el que no tiene. El duro se hace más duro, el gracioso se hace más gracioso y así todos. Cuando un niño se especializa en el papel elegido, ese papel se convierte en el papel en el que es bueno. Según Harris, esta tendencia a la diferenciación empieza a surgir a los ocho años. Hasta ese momento, si se pregunta a un grupo de niños «¿quién es el más fuerte?» todos ellos saltarán y gritarán «¡yo!». Después de esa edad, empezarán a decir «él».
Esto es cierto en la familia, en el colegio y en las pandillas de la calle. El psicólogo evolutivo Frank Sulloway ve a cada niño como si en su familia eligiese el nicho que está vacante. Si el hijo mayor es responsable y prudente, el segundo hijo a menudo será rebelde y descuidado. Las pequeñas diferencias innatas del carácter se exageran en la práctica, pero no desaparecen. Esto ocurre incluso entre gemelos idénticos. Si uno de ellos es más extravertido que el otro, progresivamente exagerarán esa diferencia. En efecto, respecto a la extraversión los psicólogos encuentran una correlación menos pronunciada entre gemelos que entre hermanos de diferentes edades: la cercanía en edad provoca que esos gemelos exageren sus diferencias de personalidad. Son menos parecidos que si se llevasen dos años. Esto también es cierto para otros aspectos de la personalidad, y parece indicar una tendencia de los seres humanos a diferenciarse de sus compañeros más cercanos desarrollando sus predisposiciones innatas. Si otros son prácticos, será mejor ser reflexivo.
Yo lo llamo la teoría de Asterix sobre la personalidad humana. En los tebeos de Goscinny y Uderzo de la desafiante aldea gala que resiste al poderoso Imperio Romano, hay una nítida división del trabajo. En el pueblo hay un hombre fuerte (Obelix), un jefe (Abraracurcix), un druida (Panoramix), un bardo (Asuranceturix), un herrero (Esautomatix), un pescadero (Ordenalfabetix) y un hombre con ideas brillantes (Asterix). La armonía del pueblo le debe algo al hecho de que cada uno de ellos respeta el talento de los otros —con la excepción del bardo, cuyas canciones horrorizan a todos.
La primera persona en señalar esta tendencia humana a especializarse fue seguramente Platón, pero fue el economista Adam Smith quien hizo circular la idea, y en esa idea se basó para desarrollar su teoría de la división del trabajo: que el secreto de la productividad de la economía humana está en dividir el trabajo entre especialistas e intercambiar los resultados. Smith pensó que respecto a eso los seres humanos se parecían poco a los animales. Otros animales son más generalistas y hacen las cosas para sí mismos. Aunque los conejos viven en grupos sociales no existe entre ellos una especialización de las funciones. No existe ningún ser humano que a la vez valga para un roto y para un descosido. Smith dijo:
En casi todas las especies animales, cada individuo, cuando llega a la madurez es totalmente independiente y en su estado natural no tiene oportunidad de ser ayudado por ninguna otra criatura viviente. [… ] Cada animal se ve obligado a defenderse y a protegerse por sí mismo, por separado y de manera independiente, y no obtiene ningún beneficio de la variedad de talentos que la naturaleza haya otorgado a sus congéneres[12].
Pero como Smith indicó enseguida, la especialización no tiene sentido sin el intercambio:
Casi constantemente, el hombre tiene la oportunidad de ayudar a sus congéneres y en vano puede esperar la ayuda de estos en función sólo de su benevolencia. Tendrá más posibilidades de éxito si consigue hacer que el amor propio de sus congéneres redunde a su favor y demostrar que si hacen lo que él necesita, eso les beneficiará. […] No podemos esperar que sólo la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero, nos dé de comer, eso ocurrirá cuando consideren que lo hacen en su propio interés. Nos dirigimos no a su humanidad sino a su amor propio, nunca les hablamos de nuestras necesidades sino de sus propias ventajas. Nadie más que un mendigo elige depender sobre todo de la benevolencia de sus conciudadanos[13].
En esto, Smith tuvo el apoyo de Emile Durkheim, quien consideró que la división del trabajo no era sólo la fuente de la armonía social sino que además era la base del orden moral:
Pero si la división del trabajo provoca solidaridad, no es sólo, como dice la economía, porque hace de cada individuo un cambista; es porque crea un sistema completo de derechos y deberes entre los hombres, que los une entre sí de un modo duradero[14].
Hay una coincidencia que me intriga: los humanos adultos son especialistas y los humanos adolescentes parecen tener una tendencia natural a diferenciarse. ¿Podría ser que estos dos hechos estuviesen conectados? En el mundo de Smith la especialidad que el adulto tiene es una cuestión de posibilidades y de oportunidades. Quizá heredes el negocio familiar o hayas contestado a un anuncio. Puedes tener suerte y encontrar un trabajo que sea adecuado a tu carácter y a tu talento, pero la mayoría de la gente sencillamente acepta que tiene que aprender el trabajo que tiene. El papel que jugaron en la pandilla de la adolescencia —de payaso, de cuentista, de líder o de duro— hace tiempo que se olvidó. Los carniceros, panaderos y fabricantes de velas se hacen, no nacen. O, como lo expresó Smith: «La diferencia entre dos personajes totalmente distintos, entre un filósofo y un portero, por ejemplo, parece venir no tanto de sus naturalezas sino de las rutinas, las costumbres y la educación».
Las mentes humanas fueron diseñadas para la sabana del Pleistoceno, no para la jungla urbana. Y en un mundo mucho más igualitario, donde todos tuvieran las mismas oportunidades, el talento podría determinar tu trabajo. Imaginemos a un grupo de cazadores–recolectores. En la pandilla de jóvenes que juegan alrededor de la hoguera hay cuatro adolescentes. Og acaba de darse cuenta de que tiene cualidades de líder, parece que le respetan cuando sugiere un juego nuevo. Por otro lado, Iz se ha dado cuenta de que puede hacer reír a los demás cuando cuenta una historia. Ob es negado con las palabras, pero cuando hay que hacer una red con corteza de árbol para cazar conejos, parece tener un talento natural. Por el contrario, Ik es ya una estupenda naturalista y los otros empiezan a confiar en ella a la hora de identificar plantas y animales. En los años siguientes, cada uno de ellos refuerza a la naturaleza mediante la formación, especializándose en una aptitud específica hasta que ese talento se convierte por sí mismo en una profecía. Cuando llegan a ser adultos, Og ya no se fía sólo de su talento para el liderazgo; ha aprendido a hacerlo hasta convertirlo en su oficio. Iz ha practicado su papel para ejercer como bardo de la tribu hasta el punto de que es su segunda naturaleza. Ob es peor si cabe para entablar una conversación, pero ahora puede fabricar casi cualquier herramienta. Finalmente, Ik es la gurú del saber popular y de la ciencia.
Indudablemente, la diferencia genética original respecto a las aptitudes puede ser muy ligera. La práctica ha hecho el resto. Pero esa práctica puede depender de una especie de instinto. Yo sugiero que puede ser un instinto característico del ser humano, alojado en el cerebro humano adolescente a través de una selección natural de decenas de miles de años, y que sencillamente susurra al oído del joven: Disfruta haciendo lo que te sale bien; abúrrete haciendo lo que te sale mal. Los niños parecen tener esa norma fijada en la cabeza todo el tiempo. Lo que estoy sugiriendo es que la apetencia por alimentar un talento puede ser en sí mismo un instinto. El tener ciertos genes te proporciona ciertas apetencias; el darte cuenta de que eres mejor que tus compañeros en algo aumenta tu apetencia por hacer eso; la práctica lo perfecciona y pronto te has ganado un nicho en la tribu como especialista. La práctica refuerza a la naturaleza.
La destreza para la música o el deporte ¿es herencia o ambiente? Las dos cosas, por supuesto. Las interminables horas de práctica son las que hacen jugar al tenis o tocar el violín, pero las personas que tienen la apetencia de practicar durante horas interminables son aquellas que tienen una ligera aptitud y a las que les apetece practicar. Hace poco tuve una conversación con los padres de una tenista prodigio. ¿Fue siempre buena en el tenis? No especialmente, pero siempre estaba deseando jugar, empeñada en estar con sus hermanos mayores y en darle la lata a sus padres para ir a clases de tenis.
Moraleja: La individualidad es el producto de una aptitud reforzada por la apetencia.
CUARTA MORALEJA: LA MERITOCRACIA
Cuando el último candidato salió de la habitación, el presidente de la junta de selección se aclaró la garganta.
—Bueno, queridos colegas, tenemos que elegir entre una de esas tres personas para el trabajo de controlador financiero de la empresa: ¿cuál de ellos será?
—Es muy fácil —dijo la mujer pelirroja—, la primera.
—¿Por qué?
—Porque es una mujer muy cualificada y esta empresa necesita más mujeres.
—Es una tontería —dijo el hombre corpulento—. El mejor candidato es el segundo. Es el que tiene mejor formación. No hay ningún sitio mejor que la escuela de negocios de Harvard. Además su padre estudió conmigo en la universidad. Y va a misa.
—Bah —dijo con desprecio la mujer con gafas de cristales gruesos—: Cuando le he preguntado cuánto es siete por ocho, ¡ha contestado que 54! Y no se enteraba de a qué me refería con mis preguntas. ¿De qué sirve una buena formación si no se tiene cerebro? Yo creo que el último candidato es el mejor, con diferencia. Era resuelto, organizado, abierto y ágil. No ha ido a la universidad, es verdad, pero tiene un don natural para los números. Por otro lado, tiene una gran personalidad y es comunicativo.
—Quizá —dijo el jefe—. Pero es negro.
Pregunta: ¿a quién de todos ellos se puede culpar de hacer una discriminación genética? ¿Al presidente, a la mujer pelirroja, al hombre corpulento o a la mujer de gafas? Respuesta: a todos excepto al hombre corpulento. Él es el único dispuesto a discriminar sobre la base del ambiente. Es un verdadero defensor de la tabla rasa, cree firmemente que todos los seres humanos nacen iguales y que su carácter se desarrolla según su educación. Está dispuesto a creer que la iglesia, Harvard y su amigo de la universidad pueden ser capaces de crear la persona adecuada, independientemente de la materia prima. El racismo del presidente está basado en la genética del color de la piel. La adhesión de la mujer pelirroja a una discriminación positiva de las mujeres es una discriminación contra las personas que tienen un cromosoma Y La mujer de gafas prefiere pasar por alto las calificaciones y busca un talento y una personalidad intrínsecas. Su discriminación es todavía más sutil, pero es sin duda genética, por lo menos en parte: la personalidad se hereda con fuerza, y su desprecio por el candidato de Harvard se basa en el hecho de que sus «genes ambientales» no han sabido aprovecharse de su educación. No cree que se pueda redimir. Sugiere que cree tanto en el determinismo genético como el presidente y la mujer pelirroja. Y por supuesto yo espero que su candidato haya conseguido el trabajo.
Todas las entrevistas de trabajo tienen algo que ver con el determinismo genético. Incluso si los entrevistadores omiten correctamente la raza, el sexo, las incapacidades y la apariencia física, y discriminan en función sólo de las capacidades, siguen discriminando y a menos que estén dispuestos a decidir solamente en función de las cualificaciones y de la experiencia —en cuyo caso, ¿para qué hacer una entrevista?— están buscando alguna aptitud intrínseca más que adquirida. Cuanto más dispuestos estén a dar preferencia a una existencia llena de privaciones, más estarán actuando sobre la base del determinismo genético. Además, la otra razón para una entrevista es considerar la personalidad del individuo y recordar las lecciones aprendidas gracias a los estudios con gemelos: en esta sociedad la personalidad se hereda con más fuerza que la inteligencia.
No me malinterpreten. No estoy diciendo que sea equivocado hacer entrevistas a la gente para tratar de conocer su personalidad y sus capacidades innatas. Tampoco que sea correcto discriminar en función de la raza o de una incapacidad genética. Algunas formas de discriminación genética son claramente más aceptables que otras: la personalidad es admisible, la raza no lo es. Lo que estoy diciendo es que si quieres vivir en una meritocracia, entonces es mejor no creer sólo en el ambiente, o le darás los mejores trabajos a quienes han ido a los mejores colegios. La meritocracia significa que las universidades y los empleadores deberían seleccionar a los mejores candidatos a pesar de —no gracias a— su experiencia. Y eso significa que han de creer en los factores heredados de la mente.
Consideremos la cuestión de la belleza. No hace falta un estudio científico para saber que unas personas nacen más guapas que otras. La belleza viene de familia; depende de la forma de la cara, del tipo, del tamaño de la nariz y de otras cosas: todas ellas características que son sobre todo genéticas. La belleza es herencia. Pero también tiene que ver con el ambiente. La dieta, el ejercicio, la higiene y los accidentes pueden afectar al atractivo físico, como también lo hace un corte de pelo, el maquillaje o la cirugía estética. Con mucho dinero, lujo y algún tipo de ayuda, incluso gente bastante fea se puede convertir en atractiva, como Hollywood demuestra con frecuencia, pero también las personas guapas pueden estropear su atractivo en virtud de la pobreza, el descuido y el estrés. Algunos aspectos de la belleza, sobre todo la obesidad y la delgadez, muestran una plasticidad cultural considerable. En los países pobres —y en los países occidentales en el pasado, cuando eran más pobres de lo que son ahora— estar gordito era ser guapo; y estar delgado, feo: hoy en día estas afirmaciones en parte se han invertido. Otros aspectos de la belleza son menos variables. Si se pregunta a personas de culturas diferentes que juzguen la belleza de unas mujeres a partir de las fotos de la cara de esas mujeres, aparece un sorprendente grado de consenso: los estadounidenses eligen las mismas caras chinas que los chinos; y los chinos eligen las mismas caras estadounidenses que los propios estadounidenses[15].
Pero sería absurdo incluso preguntar qué aspectos de la belleza se deben a la herencia y cuáles al ambiente. ¿Qué cosas de Britney Spears son genéticamente atractivas y cuáles son cosméticamente atractivas? Esta es una pregunta sin sentido, precisamente porque el ambiente ha ampliado la herencia en lugar de oponerse a ella: su peluquero ha mejorado su pelo, pero seguramente partió de un pelo bastante bonito. Pero casi seguro también que su pelo será menos atractivo a los ochenta años que a los veinte, debido a… bueno, ¿debido a qué? Estaba a punto de escribir un cliché del tipo de los estragos del ambiente, y entonces me he acordado de que el envejecimiento es un proceso sobre todo genético, un proceso mediado por los genes del mismo modo que lo es el aprendizaje. El deterioro relacionado con la edad que le ocurre a todo el mundo después de llegar a la edad adulta, es un proceso de la herencia a través del ambiente.
Curiosamente, cuanto más igualitaria sea una sociedad, más importarán los factores innatos. En un mundo en el que todos tienen la misma comida, la hereditabilidad de la altura y el peso será elevada; en un mundo en el que algunos viven en el lujo y otros pasan hambre, la hereditabilidad del peso será baja. Del mismo modo, en un mundo en el que toda la gente accede al mismo tipo de educación, los mejores trabajos los tendrán quienes tengan las mejores aptitudes innatas. Eso es lo que significa la palabra «meritocracia».
¿Es más justo el mundo si todos los niños inteligentes, incluso los de los barrios pobres, pueden ir a las mejores universidades, y por tanto pueden conseguir los mejores trabajos? ¿Es justo que los más tontos se queden atrás? El mensaje del famoso libro La curva de Belle era exactamente ese: que una meritocracia no es justa. Una sociedad estratificada por la riqueza es injusta, porque los ricos pueden comprar comodidades y privilegios. Pero una sociedad estratificada por la inteligencia también es injusta, porque los listos pueden comprar comodidades y privilegios. Afortunadamente, la meritocracia está permanentemente socavada por otra fuerza incluso más humana: la lujuria. Si los hombres más listos llegan más alto, es razonable pensar que usarán sus privilegios para buscar mujeres guapas (y seguramente al contrario), igual que los ricos hicieron antes que ellos. Las mujeres guapas no son necesariamente estúpidas, pero tampoco son necesariamente brillantes. La belleza frena la estratificación por el cerebro.
Moraleja: Los que creen en la igualdad deberían poner el énfasis en la herencia; los esnobs en el ambiente.
QUINTA MORALEJA: LA RAZA
Si se miran desde fuera de nuestra especie, las razas humanas parecen todas muy similares. Para un chimpancé o para un marciano, los diferentes grupos étnicos humanos difícilmente merecerían una clasificación por razas. No existen fronteras geográficas definidas en la que una raza acaba y empieza otra, y la variación genética entre razas es pequeña comparada con la variación genética entre los individuos de la misma raza, lo que refleja que el antepasado común de todos los seres humanos sigue vivo. Hace poco más de 3000 generaciones desde que vivió ese antepasado común.
Pero si se mira desde dentro de una de las razas, el resto de razas humanas se ven muy distintas. Los blancos de la época victoriana estaban dispuestos a elevar (o relegar) a los africanos a una especie diferente, e incluso los innatistas del siglo XX a menudo intentaron probar que las diferencias entre blancos y negros eran más profundas que el color de la piel y decían que se manifestaban en la mente al igual que en el cuerpo. En 1972, Richard Lewontin eliminó el racismo más científico al demostrar que las diferencias genéticas entre los individuos eran mucho mayores que las diferencias entre razas[16]. Aunque algunos ineptos siguen creyendo que encontrarán en los genes una justificación para sus prejuicios raciales, lo cierto es que la ciencia ha hecho mucho más por desacreditar que por fomentar los estereotipos raciales.
Aun así, el racismo se ha situado cada vez con más fuerza si cabe en las cuestiones políticas, incluso teniendo en cuenta que los prejuicios raciales y sus justificaciones científicas han ido desvaneciéndose. A finales del siglo XX, los sociólogos insinuaban con cautela una nueva y perturbadora idea, que a pesar de lo injustificada que esté la ciencia de las razas, el propio racismo tiene que encontrarse en los genes. Puede haber una tendencia humana inevitable a tener prejuicios frente a personas de distinto origen étnico. El racismo podría ser un instinto.
Si le pedimos a un estadounidense que describa a una persona que ha conocido sólo un momento, seguro que menciona varias características, que incluirán el peso, la personalidad o sus aficiones. Pero seguro que habrá tres características sobresalientes que casi con certeza serán mencionadas: edad, sexo y raza. «Mi nueva vecina es una mujer joven blanca». Es casi como si la raza fuese uno de los criterios de clasificación naturales de la mente humana. La deprimente conclusión es que si las personas son conscientes de la raza de una manera tan natural, quizá sean racistas también de manera natural.
John Tooby y Leda Cosmides se niegan a creer eso. Como creadores de la psicología evolutiva, tienen una tendencia a pensar en los términos de cómo comenzaron los instintos. Su razonamiento es que durante la Edad de Piedra africana, la raza habría sido un criterio de identificación inútil porque la mayoría de la gente nunca había conocido a nadie de una raza distinta. Por otro lado, el percibir la edad y el sexo de la gente tendría más sentido: eran factores predictivos de la conducta bastante fiables aunque fuesen sólo aproximativos. Entonces, las presiones de la evolución podrían haber creado en la mente humana un instinto —por supuesto adecuadamente tramitado gracias al ambiente— para percibir la edad y el sexo, pero no la raza. Para Tooby y Cosmides resultaba un auténtico rompecabezas el que la raza apareciese como un criterio natural de clasificación.
Quizá, siguieron razonando, la raza está sólo sustituyendo a otra cosa. En la Edad de Piedra —y antes— algo vital que había que saber de un desconocido era «¿De qué parte está?». La sociedad humana, como la sociedad de los simios, está plagada de facciones, desde las tribus y las bandas, a las coaliciones temporales de amigos. Quizá la raza sea un sucedáneo de ser miembro de una coalición. En otras palabras, en el actual Estados Unidos, la gente le presta tanta atención a la raza porque instintivamente se identifica a las personas de otras razas como miembros de otras tribus o coaliciones.
Tooby y Cosmides le pidieron a su colega Robert Kurzban que probase su teoría de la evolución mediante un sencillo experimento. Los sujetos están sentados frente a un ordenador en el que aparecen unas fotos, cada una de ellas asociada a una frase que supuestamente dice la persona de la foto. Al final, se les muestran las ocho fotos y las ocho frases, y tienen que emparejar cada frase con la foto correcta. Si el sujeto las empareja todas correctamente, Kurzban no obtiene dato alguno: sólo le interesan los errores. Los errores dan información sobre cómo los individuos clasifican mentalmente a las personas. En este caso, por ejemplo, edad, sexo y raza, fueron, como era de esperar, las claves más sólidas: los sujetos atribuían a una persona mayor la frase que decía otra persona mayor, o la que decía una persona negra a otra persona negra.
Entonces Kurzban introdujo otro posible criterio de clasificación: pertenecer a una coalición. Este hecho se revelaba con las frases que decían las personas de las fotos, que se posicionaban a un lado o al otro respecto en una discusión. Enseguida los sujetos empezaron a confundir más a menudo a dos personas que se posicionaban en el mismo lado que a dos que se posicionasen en lados distintos. Sorprendentemente, esto reemplazó con creces la tendencia a cometer errores por raza, aunque no tuvo virtualmente ningún efecto en la tendencia a cometer errores por sexo. En cuatro minutos, los psicólogos evolutivos habían conseguido lo que las ciencias sociales no habían conseguido en décadas: hacer que la gente ningunease la raza. La manera de hacerlo es proporcionar una clave más sólida, la pertenencia a una coalición. Los seguidores de un deporte tienen claro el fenómeno: los seguidores blancos aplauden a un jugador negro de «su» equipo, cuando gana a un jugador blanco del equipo contrario.
Ese estudio tiene unas implicaciones enormes en política social. Sugiere que el categorizar a los individuos por razas no es inevitable, que se puede vencer fácilmente al racismo si las claves de la pertenencia a una coalición traspasan las razas, y que no hay nada insoluble respecto a las actitudes racistas. También sugiere que cuantas más personas de razas diferentes parezca que actúen o sean tratadas como miembros de una coalición rival, se corre el riesgo de evocar más instintos racistas. Por otro lado, sugiere que el sexismo es un hueso más duro de roer porque la gente seguirá manteniendo los estereotipos del hombre como hombre y la mujer como mujer, incluso aunque los vean como colegas o amigos[17].
Moraleja: Cuanto más entendemos nuestros genes y nuestros instintos, menos infalibles parecen.
SEXTA MORALEJA: LA INDIVIDUALIDAD
No me gustaría dejar que el lector se sienta demasiado cómodo. El descubrimiento y la disección de la individualidad genética no harán que las vidas de los políticos sean más sencillas. Hubo un tiempo en que la ignorancia les tenía sumidos en la felicidad; ahora miran hacia atrás con nostalgia, a una época en la que podían tratar igual a todo el mundo. En el año 2002 se perdió esa inocencia con la publicación de un estudio extraordinario sobre 400 hombres jóvenes.
Todos esos hombres nacieron entre 1972–1973 en la ciudad de Dunedin, en la isla Sur de Nueva Zelanda. Quienes nacieron en aquel lugar y en aquel momento fueron seleccionados para ser estudiados a intervalos regulares hasta llegar a la edad adulta. De las 1037 personas incluidas en la cohorte, Terrie Moffitt y Avshalom Caspi seleccionaron a 442 chicos cuyos cuatro abuelos eran blancos. Un ocho por ciento de esos niños —todos ellos blancos y con pocas variaciones respecto a clase social y situación económica— fueron gravemente maltratados entre los 3 y los 11 años, y un 28 por ciento seguramente también lo fue, en mayor o menor medida. Como era de esperar, muchos de esos niños maltratados se convirtieron en adultos violentos o delincuentes, tuvieron problemas en la escuela o con la ley, y presentaron inclinaciones violentas y poco sociables. La manera de enfocar esto desde el punto de vista de la herencia frente al ambiente sería determinar si el resultado fue debido a los abusos que recibieron por parte de sus padres o a los genes que heredaron. Pero a Moffitt y a Caspi les interesaba un enfoque distinto: la herencia a través del ambiente. Hicieron pruebas a los chicos para buscar diferencias en un gen concreto llamado el gen de la Mono Amino Oxidasa A, o MAOA, y contrastaron el gen con el modo en el que se habían criado.
Antes del extremo inicial del gen de la MAOA se encuentra una región promotora que contiene una frase de treinta letras que se repite tres veces, tres veces y media, cuatro veces, o cinco. Los genes que tienen la versión repetida tres o cinco veces son mucho menos activos que los que la tienen repetida tres veces y media o cuatro. Así, Moffitt y Caspi dividieron a los jóvenes en los que tenían los genes de la MAOA con una actividad alta y en los que tenían los genes de la MAOA con una actividad baja. Extraordinariamente, los hombres con genes de la MAOA de alta actividad eran virtualmente inmunes al efecto de los malos tratos. No se metían demasiado en líos, incluso aunque hubieran sufrido maltrato de pequeños. Los que tenían genes de baja actividad eran poco sociables si habían padecido malos tratos; y eran algo menos insociables que la media si no habían sido maltratados. Los hombres con genes de baja actividad que habían sido maltratados cometieron violaciones, robos y asaltos, cuatro veces más que la media.
En otras palabras, no parece que experimentar malos tratos sea suficiente, tienes que tener además el gen de baja actividad; o, al contrario, no es suficiente tener el gen de baja actividad, tienes además que haber sufrido maltrato. La intervención del gen de la MAOA no resultó demasiado sorprendente. Cuando se elimina ese gen en un ratón se provoca un comportamiento agresivo, y si se restaura el gen se reduce la agresividad. En una extensa familia holandesa con una historia de delincuencia de varias generaciones, se encontró que el gen de la MAOA estaba alterado sin más, en los miembros de la familia que eran delincuentes, pero no en los parientes que cumplían las leyes. Sin embargo, esta mutación es muy rara y no explica muchos crímenes. Las mutaciones de baja actividad que dependen del ambiente son mucho más habituales (se encuentran en el 37 por ciento de los hombres).
El gen de la MAOA está en el cromosoma X, del cual los varones sólo tienen una copia. Las mujeres, al tener dos copias, son entonces menos vulnerables al efecto del gen de baja actividad, porque la mayoría de ellas tienen por lo menos una versión del gen de alta actividad. Pero el 12 por ciento de las chicas de la cohorte de Nueva Zelanda tenían dos genes de baja actividad, y, si habían sido maltratadas de pequeñas, esas chicas tenían muchas más posibilidades de que les diagnosticaran trastornos de conducta en la adolescencia.
Moffitt subraya que reducir los malos tratos en el niño es un objetivo que merece la pena, independientemente de si afecta a su personalidad de adulto o no, por eso no cree que este trabajo tenga implicaciones en cuanto a cómo actuar. Pero es fácil imaginar que resultados de este tipo hacen posible mejorar las intervenciones en las vidas de los niños con problemas. El estudio deja claro que un genotipo «malo» no significa estar sentenciado; para que se produzcan los efectos adversos es preciso además tener un ambiente malo. Del mismo modo, un ambiente «malo» no significa estar sentenciado; también requiere un genotipo «malo» para que se produzcan esos efectos adversos. Para la mayoría de la gente el hallazgo es por tanto liberador. Pero para unos pocos significa cerrar de golpe la puerta del destino. Imagine que es un niño al que los servicios sociales rescatan demasiado tarde de una familia de la que recibe malos tratos. Sólo con una prueba diagnóstica, la longitud de la región promotora de ese gen, podrá el médico predecir, con cierto grado de confianza, si tiene posibilidades de ser insociable o incluso de si llegará a ser un delincuente. ¿Cómo podrán afrontar esa información su médico, su trabajador social, y el representante que usted elija? Lo más seguro es que las terapias psicológicas sean inútiles, pero quizá un fármaco que altere la neuroquímica de su mente pueda serle útil: hay muchos fármacos para los trastornos mentales que alteran la actividad de la monoaminooxidasa. Pero el fármaco tiene sus riesgos o puede fracasar totalmente. Los políticos serán quienes decidan quién tendrá el poder de autorizar una prueba y un tratamiento de ese tipo, no sólo por el interés del individuo sino por el de sus víctimas potenciales. Ahora que la ciencia conoce la conexión entre el gen y el ambiente, la ignorancia ya no es moralmente neutral. ¿Es más correcto moralmente insistir en que todas las personas vulnerables se hagan la prueba para que se puedan salvar de un futuro en la cárcel, o que nadie se haga la prueba? Hay que dar la bienvenida al primero de los dilemas de Prometeo del nuevo siglo. Moffitt ya ha encontrado otro ejemplo de una mutación genética en el sistema de la serotonina que responde a factores ambientales. Les mantendremos informados[18].
Moraleja: Las políticas sociales se tienen que adaptara un mundo en el que todos somos diferentes.
SÉPTIMA MORALEJA: EL LIBRE ALBEDRÍO
Cuando en la década de 1880 William James le dedicó a la cuestión del libre albedrío su considerable inteligencia, ya hacía tiempo que se consideraba un rompecabezas. A pesar de los esfuerzos de Spinoza, Descartes, Hume, Kant, Mill y Darwin, él pensaba que todavía había bastante tela que cortar en el debate del libre albedrío. Aun así, el propio James se vio abocado a decir sin convicción lo siguiente:
Por lo tanto niego públicamente de entrada toda pretensión de probar que el libre albedrío sea real. Todo lo que espero es que alguno de ustedes se anime a seguir mi ejemplo en asumirlo como real[19].
Más de un siglo después, sigue siendo válida la misma propuesta. A pesar de todos los esfuerzos de los filósofos para convencer al mundo de que el libre albedrío no es ni una ilusión ni una imposibilidad, el hombre y la mujer de la calle siguen, a efectos prácticos, atascados en el mismo punto donde estaban antes. Son capaces de ver el enigma, pero no de encontrar la solución. Si, hasta cierto punto, la ciencia es capaz de asumir las causas de la conducta de un individuo, parece inevitable prescindir de la libertad de expresión. A pesar de todo, creemos que somos libres de elegir lo que haremos a continuación, en cuyo caso nuestro conducta es imprevisible. Sin embargo, la conducta no es aleatoria, y por tanto tiene que tener una causa. Y si la conducta tiene una causa, entonces no es libre. Desde el punto de vista práctico, los filósofos no han sabido resolver este problema de un modo que pueda ser explicado a cualquier mortal. Spinoza dijo que la única diferencia entre un ser humano y un canto rodando por una colina es que el ser humano piensa que está a cargo de su propio destino. Algo que nos ayude a entenderlo. Kant pensó que era inevitable que la razón pura se sumiese en contradicciones insolubles al intentar entender la causalidad, y que la salida está en aceptar que hay dos mundos diferentes, uno dirigido por las leyes de la naturaleza y otro por agentes inteligibles. Locke dijo que tiene tan poco sentido preguntar «si el albedrío del hombre es libre, como preguntar si su sueño es veloz o si su virtud es cuadrada». Hume dijo que o nuestras acciones están determinadas, en cuyo caso no podemos hacer nada, o nuestras acciones son aleatorias, en cuyo caso no podemos hacer nada. ¿Tenemos algo claro[20]?
Espero haber trabajado lo suficiente en este libro como para convencerles de que recurrir al ambiente no nos saca de este dilema. Si la personalidad la crean los padres, los grupos de iguales, o la sociedad en su conjunto, entonces sigue estando determinada; no es libre. El filósofo Henrik Walter señala que un animal que está determinado por sus genes en un 99 por ciento y en un 1 por ciento por sus propios medios, tiene más libre albedrío que otro determinado en un 1 por ciento por los genes y en un 99 por ciento por el ambiente. Espero también haber hecho lo suficiente para convencerles de que la naturaleza, a través de los genes que influyen en la conducta, no supone una amenaza especial o específica para el libre albedrío. De alguna manera, lo que ahora sabemos acerca de que nuestros genes contribuyen de modo importante a nuestra personalidad debería ser tranquilizador: la impermeabilidad individual de la naturaleza humana a las influencias externas proporciona un baluarte frente al lavado de cerebro. Por lo menos estamos determinados por nuestras fuerzas intrínsecas más que por las de los demás. Como dijo Isaiah Berlin casi como si fuera el catecismo:
Deseo que mi vida y mis decisiones dependan de mí mismo, no de fuerzas externas de ningún tipo. Deseo ser un instrumento de mí mismo, no de los actos de la voluntad de otros hombres. Deseo ser un sujeto, no un objeto[21].
Por cierto, se ha hablado mucho de que el descubrimiento de los genes que influyen en la conducta traerá consigo una epidemia de abogados intentando exculpar a sus clientes, alegando que no eligen cometer delitos sino que es su destino genético el que les impulsa a hacerlo. No fue culpa suya, señoría, está escrito en sus genes. En la práctica, esta defensa se ha intentado en varias ocasiones hasta ahora, y aunque seguro que aumenta su frecuencia, no veo que vaya a tener lugar una revolución estremecedora en la justicia criminal si eso ocurre. De entrada, los juzgados ya están acostumbrados a las excusas deterministas. Los abogados a menudo argumentan responsabilidad atenuada por enajenación mental, o porque el acusado se vio abocado a cometer un crimen por culpa de su cónyuge, o porque el acusado recibió malos tratos en la niñez y por tanto no pudo evitar cometer el delito. Hamlet utilizó la enajenación mental en su defensa cuando le explicó a Laertes por qué había matado a su padre Polonio:
Todo cuanto hice,
Que haya podido herir, cruel, vuestra naturaleza y honor,
Aquí declaro que fue locura mía.
¿Fue Hamlet quien ofendió a Laertes? ¡No, no Hamlet!
Pues si Hamlet pierde su conciencia
Y, no siendo Hamlet, ofende a Laertes, no es Hamlet
Quien ofende, y así Hamlet lo niega.
¿Quién, entonces? Su locura. Y si esto es así,
¿No es Hamlet uno más entre los ofendidos?
¿No es la demencia del pobre Hamlet su propio enemigo[22]?
Los genes serán sencillamente una excusa más que añadir a la lista. Por otro lado, como ha señalado Steven Pinker, excusar a los delincuentes alegando responsabilidad atenuada no tiene nada que ver con decidir si fueron libres de elegir comportarse como lo hicieron; se trata sólo de disuadirles de que vuelvan a hacerlo. Pero para mí la razón fundamental de que la defensa basada en la genética siga siendo una rareza es que resulta una defensa poco útil. Es bastante improbable que un delincuente que para refutar su culpabilidad admita tener una inclinación natural al crimen se gane al jurado. Y si una vez sentenciado invoca que está en su naturaleza el cometer asesinatos, también es improbable que consiga persuadir a un juez de que le deje libre para volver a matar. Casi la única razón para utilizar a la genética como defensa es para evitar una pena de muerte, una vez que se admite la culpabilidad. El primer caso en que se usó la defensa genética fue efectivamente para un asesino, Stephen Mobley en Atlanta, que recurrió contra la pena de muerte.
Voy a intentar ahora algo todavía más ambicioso: convencerles de algo que quizá no consiguió James, de que el libre albedrío es cierto a pesar de la herencia y a pesar del ambiente. No intento desacreditar a los grandes filósofos. El libre albedrío yo creo que era realmente un problema indescifrable hasta que se realizaron unos descubrimientos empíricos recientes, del mismo modo que la naturaleza de la vida era un problema realmente indescifrable hasta que se descubrió la estructura del ADN. El problema no se hubiera podido resolver sólo con el pensamiento. Seguramente es un poco prematuro afrontar el libre albedrío antes de que entendamos mejor el cerebro, pero creo que podemos vislumbrar el principio de una solución teniendo en cuenta lo que sabemos que hacen los genes en el cerebro activo. Ahí va. Mi punto de partida es el trabajo de un visionario neurocientífico de California, que muy acertadamente se llama Walter Freeman. Su argumento es:
La negación del libre albedrío se produce al considerar al cerebro como anclado en una cadena lineal causal. […] El libre albedrío y el determinismo universal son esferas irreconciliables a las que nos aboca la causalidad lineal[23].
La palabra clave es «lineal», con la que Freeman básicamente quiere decir unidireccional. La gravedad influye en la caída de una bala de cañón, pero no al revés. Atribuir todos los actos a una causalidad lineal es un hábito al que la mente humana es curiosamente adicta. Es la fuente de muchos errores. No me preocupa tanto el error de señalar una causa cuando no hay ninguna, por ejemplo la creencia de que los truenos son los martillazos de Thor, o buscar donde está la culpa cuando ocurre un suceso accidental, o la obsesión determinista de los horóscopos. Mi preocupación se refiere a otro tipo de error: la creencia de que la conducta intencional tiene que tener una causa lineal. Esto es sencillamente una ilusión, un espejismo mental, un instinto fallido. Es un instinto bastante útil, tan útil como la ilusión de que una imagen bidimensional en la pantalla de la televisión es en realidad una escena tridimensional. La selección natural ha otorgado a la mente humana la capacidad de detectar intencionalidad en los otros, lo cual sirve para predecir sus actos. Nos gusta la metáfora de la causa y el efecto como medio para entender la volición. Pero es igualmente una ilusión. La causa de la conducta subyace en un sistema circular, no lineal.
Y esto no significa negar la volición. La capacidad de actuar con intencionalidad es un fenómeno real y puede ser localizada en el cerebro. Se sitúa en el sistema límbico, como demuestra este sencillo experimento: un animal al que se le extirpa cualquier parte de la zona anterior del cerebro perderá una función específica. Se quedará ciego, sordo o paralizado. Pero seguirá teniendo una intencionalidad inequívoca. Un animal al que se le extirpa el sistema límbico que está en la base del cerebro podrá seguir oyendo, viendo o moviéndose perfectamente. Si se le da de comer, tragará. Pero no puede iniciar ninguna acción. Ha perdido la volición.
En una ocasión, William James escribió sobre el hecho de quedarse en la cama por la mañana, mientras se decía a sí mismo que tenía que levantarse. Al principio no pasó nada; entonces, sin percatarse de cuándo o cómo, se dio cuenta de que se estaba levantando. Sospechó que la consciencia era algo que informaba de los efectos de la voluntad pero que no era la voluntad propiamente dicha. Como, por decirlo de alguna manera, el sistema límbico fuera un área inconsciente, eso tiene sentido. La decisión de hacer algo la toma su cerebro antes de que usted sea consciente de ello. Los polémicos experimentos de Benjamín Libet con epilépticos conscientes parecen apoyar esta idea. Libet estimulaba el cerebro de los epilépticos mientras estaban bajo los efectos de una anestesia local. Mediante la estimulación del hemisferio cerebral izquierdo, que recibe las señales sensoriales de la mano derecha, conseguía que los pacientes sintieran conscientemente que les tocaban la mano derecha, pero con medio segundo de retraso. Estimulaba entonces la mano izquierda y conseguía el mismo resultado, además de una respuesta inmediata e inconsciente en la zona correspondiente del hemisferio cerebral derecho, que había recibido el estímulo desde la mano mediante un nervio más rápido y más directo. Aparentemente, el cerebro puede recibir y comenzar a actuar con la sensación en tiempo real, antes del retraso necesario para procesar la sensación hasta hacerla consciente. Esto sugiere que la volición es inconsciente.
Para Freeman, la alternativa a la causalidad lineal es la causalidad circular, en la que el efecto influye en su propia causa. Eso aparta a la acción del agente que la causa, porque el círculo no tiene un comienzo. Imagine una bandada de aves que revolotea y da vueltas en la costa. Cada una de las aves es un individuo que toma sus propias decisiones. No hay un líder. Y aun así parece que las aves dan la vuelta al unísono, como si estuvieran ligadas las unas a las otras. ¿Cuál es la causa de cada uno de los giros y vueltas? Sitúese en la posición de un ave. Si usted se gira hacia la izquierda su vecina se inclina hacia la izquierda de manera casi instantánea. Pero usted giró porque su otra vecina se había girado, y lo había hecho porque pensó que usted iba a girar antes de que lo hiciera. Esta vez, la maniobra se agota porque las tres corrigen su camino al ver lo que el resto del grupo está haciendo, pero la próxima vez puede que la bandada al completo reproduzca la práctica y se desvíe bruscamente hacia la izquierda. La cuestión es que será en vano que busque una secuencia lineal de causa efecto, porque la causa primera (su giro aparente) está drásticamente influida por el efecto (el giro de la vecina). Las causas sólo pueden ir por delante en el tiempo, pero entonces se puede influir sobre ellas. Los seres humanos están tan obsesionados con las causas lineales que les parece casi imposible rehuir la idea. Inventamos mitos absurdos como que el aleteo de una mariposa puede originar un huracán, en un vano intento de preservar la causalidad en esos sistemas.
Freeman no es el único defensor de la causalidad no lineal como origen del libre albedrío. El filósofo alemán Henrik Walter cree que el ideal del libre albedrío es una ilusión genuina, pero que la gente posee una forma reducida del mismo, a la que denomina autonomía natural, y que deriva de los circuitos de retroalimentación del cerebro, en los que los resultados de un proceso se convierten en las condiciones para el comienzo de los siguientes. Las neuronas del cerebro escuchan al receptor incluso antes de haber terminado de enviar mensajes. La respuesta altera el mensaje enviado, que a su vez altera la respuesta, y así sucesivamente. Este concepto es básico para muchas de las teorías de la consciencia[24]. Imaginemos esto ahora en un sistema paralelo con muchos miles de neuronas comunicándose a la vez. No habrá caos, del mismo modo que no existe caos en la bandada de aves, pero habrá transiciones repentinas de un patrón dominante a otro. Está usted tumbado en la cama despierto y su cerebro salta libremente de una idea a otra de una manera bastante placentera. Cada idea surge de manera espontánea por asociación con la idea precedente, igual que un patrón de actividad neuronal aparece para dominar la consciencia; entonces hace su aparición repentina un patrón sensorial: el despertador. Otro patrón toma las riendas (tengo que levantarme), y otro (quizá unos minutos más). Entonces, antes de darte cuenta, en algún lugar del cerebro se ha tomado una decisión y te percatas de que te estás levantando. Este es un acto totalmente volitivo, aunque de algún modo determinado por el despertador. Intentar encontrar la causa primera del momento preciso en el que te levantas sería imposible, porque está enterrada en un proceso circular en el que los pensamientos y las experiencias se alimentan las unas a las otras. Incluso los propios genes están impregnados de una causalidad circular. Con mucho, el descubrimiento más importante de los últimos años en la neurociencia es que los genes están a la merced de los actos y al contrario. Los genes CREB que organizan el aprendizaje y la memoria no son sólo la causa de la conducta, son también su consecuencia. Son piezas que responden a la experiencia mediada por los sentidos. Sus regiones promotoras están diseñadas para activarse y desactivarse en función de los sucesos. Y ¿cuáles son sus productos? Los factores de transcripción, que son unos elementos que activan las regiones promotoras de otros genes. Esos genes alteran las conexiones sinápticas interneuronales, lo que a su vez altera el circuito neural, que a su vez altera la expresión de los genes CREB al absorber las experiencias externas, y así sucesivamente a lo largo del círculo. Esa es la memoria, pero otros sistemas cerebrales también van a demostrar que son igualmente circulares. Los sentidos, la memoria y los actos se influyen los unos sobre los otros a través de mecanismos genéticos. Esos genes no son solamente unidades de la herencia, esa descripción omite completamente la clave de la cuestión. Son mecanismos exquisitos que transforman la experiencia en acción[25].
No pretendo haber realizado una descripción muy detallada del libre albedrío, porque creo que todavía no hay ninguna. El libre albedrío es la suma y el producto de los efectos circulares de redes variables de neuronas, que son inherentes a la relación circular que existe entre los genes. En palabras de Freeman, «cada uno de nosotros es una fuente llena de sentidos, un manantial para que fluyan en nuestros cerebros y nuestros cuerpos sus flamantes construcciones».
No existe un «yo» dentro de mi cerebro; sólo hay un conjunto siempre cambiante de estados cerebrales, una destilería de historias, emociones, instintos, experiencias y la influencia de otras personas, por no mencionar el azar.
Moraleja: El libre albedrío es totalmente compatible con un cerebro maravillosamente predefinido y dirigido por los genes.