CÁPITULO 1
EL PARANGÓN DE LOS ANIMALES
¿No es más que esto el hombre? Considerémoslo bien. Tú no le debes seda al gusano, ni a la bestia la piel, ni a la oveja la lana, ni al almizcle su perfume. ¡Ah! Aquí hay tres de nosotros altamente desarrollados. Tú eres el ser humano mismo. El hombre, sin las comodidades de la civilización, no es más que un pobre animal desnudo y ahorcado, como tú.
El rey Lear[1]
La semejanza es la sombra de la diferencia. Dos cosas son semejantes en virtud de que difieren de otras; o diferentes en virtud de la semejanza de una con una tercera. Lo mismo ocurre con los individuos. Un hombre bajo es diferente de uno alto, pero dos hombres parecen similares si se comparan con una mujer. Lo mismo ocurre con las especies. Puede que un hombre y una mujer sean muy diferentes, pero cuando se comparan con un chimpancé lo que salta a la vista son sus analogías: la piel lampiña, la postura vertical, la nariz prominente. A su vez, un chimpancé es similar a un ser humano cuando se comparan con un perro: el rostro, las manos, los treinta y dos dientes y demás. Y un perro es como una persona en la medida en que ambos son distintos de un pez. La diferencia es la sombra de la semejanza.
Consideremos, pues, las sensaciones de un joven ingenuo mientras desembarcaba en Tierra del Fuego el 18 de diciembre de 1832 en su primer encuentro con lo que ahora llamaríamos cazadores–recolectores, o lo que él llamaría «hombres en estado natural». Mejor aún, dejemos que sea él quien nos cuente la historia:
Fue, sin excepción, el espectáculo más curioso e interesante que nunca contemplé. No hubiera creído que existiera una diferencia tan completa entre el hombre bárbaro y el civilizado. Es mucho mayor que entre el animal salvaje y el domesticado por cuanto que en el hombre existe un poder mayor de perfeccionamiento. […] Creo que si se explorase el mundo no podría encontrarse una categoría de hombre más baja[2].
El efecto sobre Charles Darwin fue tanto más horroroso por cuanto estos no eran los primeros fueguinos nativos que veía. Había compartido un barco con tres de ellos que fueron transportados a Gran Bretaña, vestidos con trajes y abrigos, y llevados a presencia del Rey. Para Darwin eran tan humanos como cualquier otra persona. Sin embargo, aquí estaban sus parientes, que de repente parecían mucho menos humanos. Le recordaban a… bueno, a animales. Un mes después, al encontrar el lugar de acampada de un único cazador fueguino aferrado a su puesto en un paraje aún más remoto, escribió en su diario: «Encontramos el sitio donde había dormido: decididamente no podía permitirse más protección que la madriguera de una liebre. Qué poco difieren las costumbres de un ser semejante de las de un animal»[3]. De repente, Darwin no sólo escribe acerca de la diferencia (entre el hombre civilizado y el bárbaro), sino acerca de la similitud: la afinidad entre un hombre así y un animal. El fueguino es tan distinto del licenciado por Cambridge que empieza a parecerse a un animal.
Seis años después de su encuentro con los nativos fueguinos, en la primavera de 1838, Darwin visitó el zoo de Londres y por primera vez vio un gran simio. Era una hembra de orangután llamada Jenny y el segundo simio que se llevaba al zoo. Su predecesor, Tommy, un chimpancé, había sido exhibido en el zoo durante algunos meses de 1835 antes de morir de tuberculosis. Jenny fue adquirida por el zoo en 1837, y al igual que Tommy causó una pequeña sensación en la sociedad londinense. Parecía un animal tan humano, ¿o se trataba de una persona de aspecto bestial? Los simios sugieren preguntas incómodas sobre la diferencia entre personas y animales, entre la razón y el instinto. Jenny salió en la portada del Penny Magazine of the Society for the Diffusion of Useful Knowledge; un editorial aseguraba a los lectores que «por extraordinario que pueda ser el orangután comparado con sus congéneres de la creación animal, en nada traspasa todavía los límites del ámbito moral o mental del hombre». La reina Victoria, que vio un orangután diferente en el zoo en 1842, sentía no estar de acuerdo. Lo describió como «espantoso y penosa y desagradablemente humano»[4].
Después de su primer encuentro con Jenny en 1838, Darwin volvió al zoo dos veces más unos meses después. Acudió provisto de una armónica, un poco de menta y un ramito de verbena. Daba la impresión de que Jenny apreciaba los tres. Parecía «desmesuradamente sorprendida» ante su reflejo en un espejo. Darwin anotó en su cuaderno: «Dejemos que el hombre venga a ver un orangután […] contemple su inteligencia […] y luego dejemos que se vanaglorie de su orgullosa superioridad […] En su arrogancia, el hombre piensa que es una obra sublime, digna de la interposición de una deidad. Más humilde y cierto, creo yo, es considerar que se ha creado a partir de los animales». Darwin aplicaba a los animales lo que le habían enseñado a aplicar a la geología: el principio uniformista de que las fuerzas que conforman el paisaje hoy son las mismas que las que conformaron el pasado lejano. En septiembre de ese año, mientras leía el trabajo de Malthus sobre población, tuvo la revelación repentina de lo que hoy conocemos como selección natural.
Jenny había representado su papel. Cuando le cogió la armónica y se la puso en los labios, le había ayudado a comprender que algunos animales podían mostrarse muy superiores a otros, lo mismo que los fueguinos le habían hecho comprender lo bajo que podía ser el nivel de civilización en el que estaban sumidos algunos humanos. ¿Había alguna diferencia?
No era la primera persona que pensaba de este modo. En realidad, en la década de 1790, un juez escocés, lord Monboddo, había hecho conjeturas acerca de la posibilidad de que los orangutanes hablaran en caso de que recibieran educación. Jean–Jacques Rousseau fue el único filósofo de la Ilustración que se preguntó si no había una continuidad entre los simios y los «bárbaros». Pero fue Darwin quien transformó el modo de pensar de los seres humanos acerca de su propia naturaleza. En el curso de su vida pudo ver que los intelectuales llegaban a aceptar que los cuerpos humanos eran simplemente los de otro simio modificados por la descendencia de un antepasado común.
Pero Darwin no logró convencer a sus congéneres de que podría aplicarse el mismo razonamiento a la mente. Su idea persistente, desde sus primeros cuadernos escritos después de leer el Tratado de naturaleza humana de David Hume hasta su último libro sobre las lombrices de tierra, era que entre las conductas humana y animal existían semejanzas más que diferencias. Realizó la misma prueba del espejo a sus hijos que la que hizo a Jenny. Reflexionaba continuamente sobre las analogías animales y los orígenes evolutivos de las emociones, las costumbres, los gestos y los motivos humanos. Como expuso claramente, era necesario que tanto la mente como el cuerpo evolucionaran.
Pero en esto fue abandonado por muchos de sus partidarios con la notable excepción del psicólogo William James. Alfred Russell Wallace, por ejemplo, el codescubridor del principio de la selección natural, sostenía que la mente humana era demasiado compleja como para ser fruto de la selección natural. Debía ser, en cambio, una creación sobrenatural. El razonamiento de Wallace era tan atractivo como lógico. Se basaba, una vez más, en la semejanza y la diferencia. Wallace era extraordinario para su época, pues en gran parte carecía de prejuicios raciales. Había vivido entre nativos de América del Sur y el sureste asiático y les consideraba iguales desde un punto de vista moral, aunque no siempre intelectualmente. Esto le llevó a creer que todas las razas de la humanidad tenían capacidades mentales similares, lo cual le desconcertaba porque ello suponía que en la mayoría de las sociedades «primitivas» una gran parte de la inteligencia humana estaba inutilizada. ¿Qué objeto tenía saber leer o hacer largas divisiones si se iba a pasar toda la vida en una selva tropical? Luego, decía Wallace: «Alguna inteligencia superior gobernaba el proceso mediante el cual se desarrollaba la raza humana»[5].
Ahora sabemos que la suposición de Wallace era completamente cierta y Darwin estaba equivocado. La diferencia entre el humano «inferior» y el simio «superior» es enorme. Genealógicamente, todos descendemos de un antepasado común muy reciente que vivió hace sólo 150 000 años, mientras que nuestro último ancestro común con el chimpancé vivió hace al menos 5 millones de años. Genéticamente, entre un ser humano y un chimpancé hay al menos diez veces más diferencias que entre los dos seres humanos más distintos. Pero la deducción de Wallace a partir de esta suposición, de que por consiguiente la mente humana requería un tipo de explicación diferente que la mente animal, no está justificada. El hecho de que dos animales sean distintos no significa que no puedan ser también similares.
En el siglo XVII, René Descartes había resuelto terminantemente que las personas eran racionales y los animales eran autómatas. Los animales «no actúan a partir del conocimiento, sino por causa de la disposición de sus órganos […] Las bestias no sólo tienen un grado de raciocinio menor que los hombres, sino que carecen totalmente de ella»[6]. Darwin se acogió durante algún tiempo a esta distinción cartesiana. Eximidos al fin de la necesidad de pensar que la mente humana era una creación divina, algunos de los contemporáneos de Darwin, los «instintivistas», empezaron a pensar que los humanos eran autómatas movidos por el instinto; otros, los «mentalistas», comenzaron a atribuir raciocinio y pensamiento al cerebro animal.
El antropomorfismo de los mentalistas alcanzó su apogeo en la obra del psicólogo Victoriano George Romanes, que ensalzaba la inteligencia de los animales de compañía, como los perros que podían levantar picaportes o los gatos que parecían entender a sus amos. Romanes creía que la única explicación de su conducta era una opción consciente. Sostenía que la mente de todas las especies animales era exactamente igual que la mente humana, aunque bloqueada en una etapa equivalente a un niño de una cierta edad. Por lo tanto, un chimpancé tenía la mente de un adolescente, en tanto que un perro era equivalente a un niño más pequeño, y así sucesivamente[7].
El desconocimiento acerca de los animales salvajes apoyaba esta idea. Se sabía tan poco sobre la conducta de los simios que era fácil pensar que, más que animales complejos con un gran talento para ser simios, eran versiones primitivas de las personas. Sobre todo con el descubrimiento del gorila aparentemente feroz en 1847, los encuentros entre los seres humanos y los simios salvajes fueron únicamente breves y violentos. Cuando los simios fueron llevados a los zoos, apenas tuvieron la oportunidad de mostrar su repertorio de costumbres salvajes, y sus guardianes parecían demostrar más interés en su habilidad para «imitar» las costumbres humanas que en lo que salía de ellos de forma natural. Por ejemplo, desde el primer momento en que los chimpancés llegaron a Europa, parece que ha habido una obsesión por servirles té. El gran naturalista francés Georges Leclerc, conde de Buffon, fue uno de los primeros «científicos» en ver un chimpancé en cautividad, más o menos en 1790. ¿Qué encontró digno de señalar? Que le vio «coger una taza y un platillo, colocarlos sobre la mesa, poner azúcar, verter el té y dejarlo enfriar sin tomárselo»[8]. Años después, Thomas Bewick informó estupefacto de que un simio «exhibido en Londres unos años antes aprendió a sentarse a la mesa y utilizar una cuchara o un tenedor para tomar sus vituallas»[9]. Y cuando Tommy y Jenny llegaron al zoo de Londres en la década de 1830, enseguida les enseñaron a comer y a beber sentados a la mesa por a un público que pagaba por verlos. La reunión de chimpancés para tomar el té se convirtió en una tradición. Para la década de 1920 era un ritual diario en el zoo de Londres; los chimpancés fueron entrenados para imitar las costumbres humanas y también para romperlas: «Siempre existía el problema de que sus modales en la mesa se volvieran demasiado perfectos»[10]. Las reuniones de chimpancés para tomar el té en los zoos duraron cincuenta años. En 1956, la compañía Brooke Bond realizó el primero de muchos anuncios televisivos de su té, de enorme éxito, utilizando a unos chimpancés que se reunían para tomar el té, y hasta 2002 Tetley no suprimió sus anuncios en los que se mostraban reuniones de chimpancés tomando el té. Para 1960, los seres humanos sabían aún más sobre la habilidad de los chimpancés para aprender cómo comportarse en la mesa del té que sobre el comportamiento de los animales en estado natural. No es de extrañar que se contemplara a los simios como ridículos aprendices de personas.
No pasó mucho tiempo antes de que el mentalismo fuera ridiculizado y aniquilado en el ámbito de la psicología. A principios del siglo XX, el psicólogo Edward Thorndike demostró que, invariablemente, los perros de Romanes aprendían sus ingeniosos trucos por casualidad. No entendían cómo funcionaba el picaporte de una puerta; sencillamente repetían una acción que casualmente les permitía abrir la puerta. En respuesta a la credulidad del mentalismo, los psicólogos empezaron a hacer la hipótesis contraria: que la conducta animal era inconsciente, automática y refleja. La hipótesis se convirtió enseguida en credo. Los conductistas radicales que ninguneaban a los mentalistas en la misma década en que los bolcheviques ninguneaban a los mencheviques afirmaron bruscamente que los animales no piensan ni reflexionan ni razonan; sólo responden a estímulos. Hablar siquiera de que los animales tenían estados mentales, y mucho menos atribuirles entendimiento humano, se convirtió en herejía. Bajo la dirección de Burrhus Skinner, los conductistas aplicarían al poco tiempo la misma lógica a los seres humanos. Al fin y al cabo, la gente no sólo antropomorfiza a los animales; acusa a las tostadoras de perversidad y a las tormentas de ferocidad. También antropomorfiza a otras personas atribuyéndoles demasiado raciocinio y demasiado poco hábito. Traten de razonar con un adicto a la nicotina.
Pero en vista de que nadie tomaba muy en serio a Skinner en la cuestión de las personas, los conductistas habían devuelto inadvertidamente la distinción entre mente humana y animal exactamente al lugar en el que la había colocado Descartes. Los sociólogos y antropólogos insistían en el atributo característicamente humano llamado cultura y habían prohibido que se hablara del instinto humano. A mediados del siglo XX, hablar de mentes animales era una herejía al igual que hablar de instintos humanos. Lo más importante era la diferencia, no la semejanza.
EL FOLLETÍN SIMIESCO
Todo esto iba a cambiar en 1960, cuando una mujer joven prácticamente sin formación en ciencia empezó a observar chimpancés en las orillas del lago Tanganica. Posteriormente escribiría:
Qué ingenua era. Como no había tenido una educación científica universitaria no caí en la cuenta de que a los animales no les correspondía tener personalidades, ni pensar, ni sentir emociones o dolor… Sin saberlo, utilicé todos esos términos y conceptos prohibidos en mis primeros intentos por describir, en la medida de mis posibilidades, las cosas sorprendentes que había observado en Gombe[11].
En consecuencia, el relato de Jane Goodall sobre la vida entre los chimpancés de Gombe parece un folletín sobre la Guerra de las Dos Rosas escrito por Jane Austen —todo conflicto y carácter—. Percibimos la ambición, los celos, la decepción y el cariño; distinguimos las personalidades; intuimos los motivos; no podemos evitar sentirnos identificados.
Poco a poco Evered recuperó la confianza; en parte, sin duda, porque Figan no estaba siempre con su hermano: Faben seguía siendo amigo de Humphrey y Figan, prudentemente, evitaba cualquier contacto con el macho poderoso. Además, aun cuando los hermanos estuvieran juntos, Faben no siempre ayudaba a Figan: a veces simplemente se sentaba y observaba[12].
Aunque pocos se dieron cuenta de ello hasta pasado algún tiempo, el antropomorfismo de Goodall había clavado una estaca en el corazón del excepcionalismo humano. Los simios no se revelaron como autómatas torpes y primitivos, sin habilidad para ser personas, sino como seres con vidas sociales tan complejas y sutiles como las nuestras. O bien los seres humanos tenían que ser más instintivos o bien los animales tenían que ser más conscientes de lo que habíamos sospechado previamente. Lo que llamaba la atención eran las semejanzas, no las diferencias.
Desde luego, la noticia de que Goodall había acortado la diferencia cartesiana se extendió muy despacio por la divisoria entre las ciencias humana y animal. Aunque el mero propósito del estudio de Goodall, tal como lo concibió su mentor, el antropólogo Louis Leakey, era esclarecer la conducta de los antiguos antepasados humanos, a los antropólogos y sociólogos les enseñaron a hacer caso omiso de los hallazgos animales por improcedentes. Cuando en 1967 Desmond Morris expuso claramente las semejanzas en su libro El mono desnudo, la mayoría de los estudiosos del género humano lo rechazaron por sensacionalista.
Definir la unicidad humana ha sido una actividad a la que los filósofos han dedicado una gran atención durante siglos. Aristóteles decía que el hombre era un animal político. Descartes decía que nosotros éramos las únicas criaturas que pueden razonar. Marx decía que únicamente nosotros éramos capaces de una opción consciente. Entonces, sólo mediante definiciones extremadamente precisas de estos conceptos podrían ser excluidos los chimpancés de Goodall.
San Agustín decía que nosotros éramos las únicas criaturas en tener relaciones sexuales por placer más que con el fin de procrear (un libertino reformado debería saberlo). Los chimpancés sentían no estar de acuerdo y pronto sus parientes del sur, los bonobos, iban a hacer trizas la definición. Los bonobos tenían relaciones sexuales para celebrar una buena comida, terminar una disputa o consolidar una amistad. Puesto que muchas de estas relaciones son homosexuales o se mantienen con animales jóvenes, es imposible que la procreación constituya siquiera un efecto secundario fortuito.
En aquel tiempo pensábamos que éramos la única especie que fabrica y utiliza utensilios. Una de las primeras cosas que observó Goodall fue que los chimpancés moldeaban tallos de hierba para extraer termitas, o estrujaban hojas para obtener agua potable. Leakey la telegrafió extasiado: «Ahora debemos redefinir utensilio, redefinir hombre o aceptar que los chimpancés son humanos».
Acto seguido nos decíamos que sólo nosotros teníamos cultura: la capacidad de transmitir los hábitos adquiridos de una generación a la siguiente mediante la imitación. Pero ¿qué vamos a pensar de los chimpancés de la selva Tai del África occidental, que durante muchas generaciones han enseñado a sus crías a cascar nueces sobre un yunque de roca usando martillos de madera? ¿O de las oreas asesinas que poseen prácticas de caza, modalidades de reclamo y sistemas sociales totalmente diferentes dependiendo de la población a la que pertenezcan[13]?
Habíamos dado por supuesto que éramos el único animal que hace la guerra y mata a sus congéneres. Pero en 1974 los chimpancés de Gombe (y posteriormente la mayoría de las demás colonias estudiadas en África) dieron al traste con esa teoría realizando incursiones silenciosas en el territorio de los grupos vecinos, emboscando a los machos y matándoles a golpes.
Todavía pensábamos que éramos el único animal con lenguaje. Pero entonces descubrimos que los monos tienen un vocabulario para referirse a los diferentes depredadores y aves, en tanto que los simios y los loros son capaces de aprender léxicos de símbolos bastante extensos. Hasta ahora no hay nada que sugiera que cualquier otro animal puede adquirir un verdadero dominio de la gramática y la sintaxis, aunque todavía no se ha llegado a conclusiones definitivas en cuanto a los delfines.
Algunos científicos creen que los chimpancés no tienen una «teoría de la mente»: es decir, no pueden imaginar lo que está pensando otro chimpancé. En tal caso, por ejemplo, no podrían afrontar el conocimiento de que otro individuo mantiene una creencia falsa. Pero los experimentos son ambiguos. Los chimpancés engañan de forma sistemática. En una ocasión, una cría de chimpancé fingió que estaba siendo atacada por un adolescente para conseguir que su madre la dejara mamar[14]. Desde luego, parece que sí son capaces de imaginar cómo piensan otros chimpancés.
En tiempos más recientes se ha reavivado el argumento de que sólo los seres humanos poseen subjetividad. El escritor Kenan Malik sostiene que «sencillamente los humanos no son como otros animales, y suponer que lo somos es irracional […] Los animales son objetos de las fuerzas naturales, no posibles sujetos de su propio destino»[15]. El argumento de Malik es que como únicamente nosotros poseemos consciencia y libre albedrío, sólo nosotros podemos escapar de la prisión de nuestras mentes e ir más allá de una visión solipsista del mundo. Con todo, yo sostendría que la consciencia y el libre albedrío no están limitadas a los seres humanos, como tampoco el instinto está limitado a los animales no humanos. Véase la prueba en casi cualquier pasaje de los libros de Goodall. Últimamente, hasta los mandriles han ejecutado tareas de discriminación por ordenador lo bastante bien como para demostrar que son capaces de un razonamiento abstracto.
Este debate ha estado vigente durante más de un siglo. En 1871, Darwin redactó una lista de peculiaridades humanas que, según se había afirmado, formaban una barrera infranqueable entre el hombre y los animales. Luego aniquiló una a una todas esas peculiaridades. Aunque creía que sólo el hombre tenía un sentido moral totalmente desarrollado, dedicó un capítulo entero al argumento de que un sentido moral, en forma primitiva, estaba presente en otros animales. Su conclusión era firme:
La diferencia mental entre el hombre y los animales superiores, por grande que sea, es sin lugar a dudas de grado y no de clase. Hemos visto que los sentidos y las intuiciones, las diversas emociones y facultades, como el amor, la memoria, la atención, la curiosidad, la imitación, la razón, etcétera, de las que el hombre se vanagloria, pueden encontrarse en los animales inferiores en estado incipiente o a veces bien desarrolladas[16].
Se mire donde se mire existen semejanzas entre nuestra conducta y la de los animales que sencillamente no se pueden barrer debajo de la alfombra cartesiana. Sin embargo, por supuesto, sería perverso sostener que las personas no difieren de los simios. La verdad es que somos diferentes. Somos más capaces de conocernos a nosotros mismos, de calcular y de alterar nuestro medio. En cierto sentido, está claro que esto nos hace distintos. Hemos construido ciudades, viajado al espacio, rendido culto a dioses y escrito poesía. Cada una de estas cosas debe algo a nuestros instintos animales —refugio, aventura y amor— pero el verdadero sentido de la cuestión no es ese. Es cuando vamos más allá del instinto que parece que nuestra condición humana es más idiosincrásica. Tal vez, como insinuó Darwin, la diferencia es de grado y no de clase; es cuantitativa, no cualitativa. Podemos contar mejor que los chimpancés; podemos razonar mejor, pensar mejor, comunicarnos mejor, actuar de una forma más emotiva, quizás hasta rendir culto mejor. Nuestros sueños son probablemente más vividos, nuestra risa más intensa, nuestra empatía más profunda.
Sin embargo, esto conduce de nuevo al mentalismo, que equipara a un simio con un aprendiz de persona. Los actuales mentalistas han tratado afanosamente de enseñar a «hablar» a los animales. Washoe (un chimpancé), Koko (un gorila), Kanzi (un bonobo) y Alex (un loro) lo han hecho extraordinariamente bien. Han aprendido cientos de palabras, normalmente en forma de lenguaje de signos, y han aprendido a combinar estas palabras en frases rudimentarias. Aun así, como señaló Herbert Terrace después de trabajar con un chimpancé llamado Nim Chimpky, lo que nos han enseñado todos estos experimentos es lo mal que se les da el lenguaje a estos animales. Rara vez pueden rivalizar siquiera con un niño de dos años, y parecen incapaces de utilizar la sintaxis y la gramática salvo por casualidad. Stalin tiene fama de haber dicho de los militares que la cantidad tiene una cualidad que le es propia. Nuestra aptitud para el lenguaje es tan grande comparada con la de los simios más inteligentes que realmente podría considerarse una diferencia de clase, no de grado. Esto no significa que el habla humana no tenga raíces y analogías en la comunicación animal, pero al mismo tiempo el ala del murciélago tiene una analogía con la pata delantera de la rana, y la rana no puede volar. Admitir que el lenguaje es una diferencia cualitativa no supone, sin embargo, que podamos apartar a los seres humanos de la naturaleza. Las trompas son exclusivas de los elefantes. Escupir veneno es exclusivo de las cobras. La unicidad no es exclusiva.
Así pues, ¿qué somos nosotros, semejantes o diferentes a los simios? Las dos cosas. La discusión acerca de la excepcionalidad humana, lo mismo en la actualidad que en la época victoriana, está inmersa en una confusión. Las personas siguen insistiendo en que sus adversarios deben tomar partido: o bien somos animales instintivos o somos seres conscientes, pero no podemos ser ambas cosas. Sin embargo, tanto la semejanza como la diferencia pueden ser verdaderas al mismo tiempo. No hay que renunciar a una pizca de libre albedrío humano cuando se acepta el parentesco de nuestras mentes con las de los simios[17]. Ni la semejanza ni la diferencia ganan; las dos coexisten. Dejemos que unos científicos estudien las semejanzas al tiempo que otros estudian las diferencias. Es hora de que abandonemos lo que la filósofa Mary Midgley ha denominado «la extraña separación de los humanos de sus parientes que ha deformado gran parte del pensamiento ilustrado»[18].
LA SEXUALIDAD Y SUS EFECTOS
Hay un aspecto en el que la conducta parece evolucionar de un modo distinto que la anatomía. En el caso de la anatomía, la mayoría de las semejanzas son consecuencia de una genealogía común, o lo que los evolucionistas llaman inercia filogenética. Por ejemplo, tanto los seres humanos como los chimpancés tienen cinco dedos en cada mano y en cada pie. Esto no ocurre porque cinco sea el número perfecto para el estilo de vida de ambas especies, sino porque entre los primeros anfibios dio la casualidad de que uno tenía cinco dedos y la mayoría de sus innumerables descendientes, desde las ranas a los murciélagos, no han alterado el modelo básico. Algunos, como las aves y los caballos, sí lo han alterado y tienen menos dedos, pero no es el caso de los simios.
No ocurre lo mismo con la conducta social. Por regla general, los etólogos han encontrado muy poca inercia filogenética en los sistemas sociales. Especies estrechamente relacionadas pueden tener una organización social muy distinta en el caso de que vivan en hábitats diferentes o su alimentación sea distinta. Parientes lejanos pueden tener sistemas sociales muy parecidos a causa de una evolución convergente en caso de que habiten nichos ecológicos similares. Cuando dos especies muestran una conducta similar, esto nos revela menos acerca de su antepasado común y más acerca de las presiones del ambiente que las moldearon[19].
Un buen ejemplo es la vida sexual de los simios africanos. A medida que los primatólogos ahondaban más en las vidas de los simios, descubrían que junto a las semejanzas había ciertos contrastes curiosos. Los estudios de George Schaller y Diane Fossey sobre gorilas y de Birute Galdikas sobre orangutanes, y los más recientes de Takayoshi Kano sobre bonobos, pusieron claramente de manifiesto estos contrastes. En el zoo, un chimpancé se parece un poco a un pequeño gorila. Los esqueletos de chimpancés grandes se han confundido con los de gorilas pequeños. Sin embargo, su conducta en estado natural exhibe una marcada diferencia. Todo empieza con la alimentación. Los gorilas son herbívoros, comen tallos y hojas de plantas verdes como ortigas o cañas y también algunas frutas. Los chimpancés son principalmente frugívoros, buscan y seleccionan frutas de los árboles pero cuando pueden añaden hormigas, termitas o carne de mono. Esta diferencia en la alimentación dicta una diferencia en la organización social. Las plantas son abundantes pero no muy nutritivas. Para sacar provecho de ellas, un gorila debe pasar casi todo el día comiendo y no tiene que ir muy lejos. Esto proporciona estabilidad a un grupo de gorilas y facilidad para defenderse. A su vez, esto ha inducido a los gorilas a desarrollar una estrategia de apareamiento polígama: cada macho puede monopolizar un pequeño harén de hembras y sus crías, lo que ahuyenta a otros machos.
Sin embargo, las frutas aparecen de forma imprevisible en diferentes lugares. Los chimpancés necesitan grandes territorios para estar seguros de encontrar un árbol frutal. Pero cuando se encuentra un árbol hay gran cantidad de comida para dar abasto, de modo que los animales pueden compartir su territorio con muchos otros chimpancés. Pero debido al gran tamaño del territorio, a menudo estos grupos se disgregan temporalmente. En consecuencia, la estrategia de poligamia no da buenos resultados para el chimpancé macho. La única forma de controlar el acceso a un grupo tan grande de hembras es compartir la tarea con otros machos. De ahí que los favores sexuales de un grupo de chimpancés se compartan entre una alianza de machos. Uno se convierte en el macho «principal» y se lleva la mayor ración de apareamientos, pero no monopoliza.
Hasta la década de 1960 no se tuvo ninguna sospecha de que esta diferencia de conducta social derivara de una diferencia de alimentación. Y fue en la década de 1980 cuando se hizo patente una consecuencia extraordinaria. La diferencia ha dejado su marca en la anatomía de dos especies de simios. En el caso de los gorilas, las recompensas reproductivas de poseer un harén de hembras son tan grandes que los machos que corren grandes riesgos para conseguirlas han resultado en general progenitores más fecundos que los machos de carácter más prudente. Y un riesgo que merece la pena correr es crecer hasta alcanzar un tamaño enorme… aun cuando se necesite mucha comida para hacer funcionar un cuerpo grande. En consecuencia, un gorila macho adulto pesa más o menos el doble que una hembra.
Entre los chimpancés no se ejerce tanta presión sobre los machos para que sean grandes. Para empezar, ser demasiado grande hace que sea más difícil trepar a los árboles y también significa que hay que pasar más tiempo comiendo. Lo mejor es ser solamente un poco más grande que una hembra y usar la astucia, así como la fuerza, para ascender a lo más alto de la jerarquía. Además, no tiene objeto tratar de suprimir a todos los rivales sexuales ya que a veces serán necesarios como aliados para defender el territorio. Sin embargo, puesto que la mayoría de las hembras se aparean con una gran cantidad de machos en el seno del grupo, los chimpancés macho que procreaban más a menudo eran los que en el pasado eyaculaban con frecuencia y voluminosamente. La competencia entre los chimpancés macho continúa dentro de la vagina de la hembra bajo la forma de concurso de esperma. En consecuencia, los chimpancés macho tienen unos testículos gigantescos y un vigor sexual prodigioso. En proporción al peso corporal, los testículos del chimpancé son 16 veces mayores que los testículos de gorila. Y las relaciones sexuales de un chimpancé macho son aproximadamente cien veces más frecuentes que las de un gorila macho.
Hay una consecuencia más. El infanticidio es común entre los gorilas, como lo es entre muchos primates. Un macho célibe se infiltra en un harén, agarra a una cría y la mata. Esto tiene dos efectos sobre la madre del bebé (aparte de causarle una gran congoja, aunque pasajera): en primer lugar, al detener la lactancia la devuelve al estado de celo; en segundo lugar, la convence de que necesita un nuevo amo del harén con más capacidad para proteger a sus crías. ¿Y qué mejor elección que el agresor? De modo que abandona a su pareja y se une al asesino de su hijo. El infanticidio comporta recompensas genéticas para los machos, que con ello se vuelven progenitores más fecundos que los machos que no matan crías; por eso los gorilas más recientes descienden de los asesinos. El infanticidio es un instinto natural en los gorilas macho.
Pero en el caso de los chimpancés las hembras han «inventado» una contraestrategia que previene en gran medida el infanticidio: comparten ampliamente sus favores sexuales. El resultado es que ningún macho ambicioso, aunque fuera a empezar su reinado con una borrachera de sangre, podría matar a alguno de sus propios hijos. Los machos que se guardan de matar crías dejan por lo tanto más descendencia tras de sí. A fin de confundir la paternidad seduciendo a muchos machos con la posibilidad de ser padres, las hembras han desarrollado en sus rosados traseros una tumefacción sexual exagerada para anunciar sus periodos fértiles[20].
El tamaño de los testículos de un chimpancé no tiene un significado propio. Sólo tiene sentido en comparación con los testículos del gorila. Esa es la esencia de la ciencia de la anatomía comparada. Y tras haber estudiado dos especies de simio africano de esa manera, ¿por qué no incluir una tercera? A los antropólogos les gusta reivindicar una diversidad casi ilimitada de conductas en las culturas humanas, pero ninguna cultura humana es tan extrema que pueda siquiera compararse con el sistema social del chimpancé o el gorila. Ni siquiera la sociedad humana más polígama está organizada exclusivamente en harenes que pasan de un macho a otro. Los harenes humanos se constituyen uno a uno, de modo que la mayoría de los varones, hasta en las sociedades que alientan la poligamia, sólo tienen una esposa. Asimismo, a pesar de los diversos intentos por inventar comunas en las que reina el amor libre, nadie ha logrado alcanzar, y no digamos mantener, una sociedad en la que cada hombre haya repetido una breve aventura con cada mujer. La verdad es que la especie humana tiene un sistema de emparejamiento tan peculiar como cualquier otra, que se caracteriza por largas uniones de pareja, normalmente monógamas pero de vez en cuando polígamas, insertas en un gran grupo, o tribu, semejante al de los chimpancés. De igual modo, por mucho que varíe el tamaño de los testículos entre los hombres, no hay un hombre vivo cuyos testículos (en proporción al peso corporal) sean tan pequeños como los de un gorila o tan grandes como los de un chimpancé. En proporción al peso corporal, los testículos de los hombres son casi cinco veces más grandes que los del gorila y tres veces más pequeños que los del chimpancé. Esto es compatible con una especie monógama que muestra un cierto grado de infidelidad femenina. La diferencia entre las especies es la sombra de la semejanza dentro de las especies.
Una explicación curiosa del emparejamiento humano se centra una vez más en la alimentación. El especialista en primates Richard Wrangham lo atribuye a la cocción. Con la domesticación del fuego y su adopción para la cocina —que es una forma de predigestión de la comida— se redujo la necesidad de masticar. Una prueba que sugiere el uso controlado del fuego se remonta a 1,6 millones de años atrás, pero una prueba circunstancial insinúa que incluso pudo haber tenido lugar antes. Hace aproximadamente 1,9 millones de años, los dientes de los antepasados humanos se acortaban al mismo tiempo que crecía el cuerpo de las mujeres. Esto indica que la alimentación era mejor y se digería con más facilidad, lo que a su vez da la impresión de que estaba cocinada. Pero cocinar exige recoger alimentos y llevarlos al fogón, lo que hubiera dado abundantes oportunidades a los matones de robar los frutos del trabajo de los demás. O, a los hombres, de robar la comida a las mujeres, puesto que en aquella época los hombres eran mucho más grandes y fuertes que las mujeres. En consecuencia se habría optado por cualquier estrategia femenina que impidiera tal latrocinio, y para una mujer soltera la más obvia era crear un vínculo con un hombre soltero que la ayudara a custodiar los alimentos que ambos recogían. Estos hombres, cada vez más monógamos, dejarían de competir mutuamente con tanta fiereza por cada oportunidad de emparejamiento, lo cual motivaría que se hicieran más pequeños en relación con las mujeres —y la diferencia de tamaño entre sexos empezó a recortarse hace 1,9 millones de años[21]—. Posteriormente, el emparejamiento se convirtió en algo aún más profundo cuando los seres humanos primitivos inventaron una división sexual del trabajo. Entre los cazadores–recolectores, los hombres están por regla general más interesados y capacitados para la caza; las mujeres tienen más interés y habilidad para la recolección. El resultado es un nicho ecológico que combina lo mejor de ambos mundos: la proteína de la carne y la fiabilidad del alimento vegetal[22].
Pero, por supuesto, no hay tres especies de simios africanos; hay cuatro. Puede que los bonobos que habitan al sur del río Congo se parezcan bastante a los chimpancés, pero han evolucionado aparte durante dos millones de años, desde que el río dividió en dos su territorio ancestral. Al igual que los chimpancés, comen fruta, y al igual que los chimpancés, viven en grandes zonas que comparten con grupos en los que hay gran cantidad de machos. Resulta que sus vidas sexuales y el tamaño de sus testículos deberían ser como los de los chimpancés, pero, como si quisieran enseñarnos humildad científica, son asombrosamente distintos. En el caso de los bonobos, las hembras son capaces en general de dominar e intimidar a los machos. Lo hacen formando alianzas y ayudándose mutuamente. Un bonobo macho en apuros puede contar con la ayuda de su madre más que con la de sus amigos machos. Normalmente, una hembra de bonobo adulta, ayudada por sus mejores amigas, puede superar en categoría a cualquier macho[23].
Pero ¿por qué? El secreto de la hermandad femenina entre los bonobos reside en el sexo. El vínculo entre dos hembras que son muy amigas se estrecha mediante frecuentes e intensas tandas de «hoka–hoka», que los científicos traducen prosaicamente por fricción genitogenital. Bajo el dominio benévolo de las hermandades femeninas de cooperación y afecto, la sociedad de los bonobos parece más una fantasía feminista que algo real. Que esto no llegara a comprenderse hasta la década de 1980, cuando se puso en tela de juicio el sesgo machista de la ciencia, es una coincidencia misteriosa (la mente se sobrecoge al pensar en cómo habrían descrito hoka–hoka los victorianos).
Como predijo la doctrina feminista, los bonobos macho han reaccionado al nuevo régimen dominado por las hembras desarrollando un carácter más amable y cordial. Hay mucho menos combate y griterío, y hasta ahora se desconocen los ataques asesinos por sorpresa a miembros de otros grupos. Puesto que las hembras de bonobo son aún más activas sexualmente que los chimpancés y tienen relaciones sexuales con una frecuencia casi diez veces mayor (y mil veces más que los gorilas), la mejor estrategia del bonobo macho ambicioso para lograr una hermandad masculina es ahorrar su energía para el dormitorio, no para el cuadrilátero de boxeo. Me gustaría poder decirles que los testículos del bonobo son aún mayores que los testículos del chimpancé, pero —aunque son sin duda muy grandes— nadie ha sido capaz todavía de verlos[24]. En su libro Sexual Selections (Selecciones sexuales), Marlene Zuk describe cómo el oportuno descubrimiento de la vida sexual de los bonobos ha hecho de ellos la celebridad animal más reciente, sustituyendo a los delfines, que habían empañado bastante su imagen afable entregándose a algo que se parece mucho al secuestro y la violación en pandilla. Inevitablemente, los terapeutas sexuales han empezado a pregonar las relaciones sexuales «a la manera de los bonobos». La Dra. Susan Bilck (del Instituto de la Dra, Susan Bolck para las Artes y Ciencias Eróticas de Beverly Hills) proclama que estos «simios, los más lujuriosos de la tierra», constituyen un modelo para todos nosotros si queremos vivir en paz. «Liberad el bonobo que lleváis dentro», recomienda encarecidamente. «No podéis librar bien una batalla mientras tenéis un orgasmo». Ofrece una parte de los beneficios de sus programas de televisión e Internet sobre «hedonismo ético» a la conservación de los bonobos[25].
Estos son nuestros primos más cercanos. Los simios de Asia —orangutanes y gibones— tienen vidas sexuales totalmente distintas, al igual que muchas y diversas especies de monos que presentan una variedad desconcertante de estratagemas sociales y sexuales, cada una de ellas adecuada a su hábitat y alimentación. Cuarenta años de trabajo de campo con primates han confirmado que somos una especie única, completamente distinta de cualquier otra. No existe un equivalente exacto al esquema humano. Pero en el reino animal no hay nada excepcional en ser único. Cada especie es única.
LA GENÉTICA ENTRA EN ESCENA
El debate sobre la excepcionalidad humana, que oscila entre la similitud de Darwin y la diferencia cartesiana, no muestra signos de acabar. Cada generación está abocada a librar las mismas viejas batallas. Si llegas al mundo en un momento en el que la gente se ha decantado un poco más por la similitud antropomórfica, entonces encuentras un nuevo argumento a favor de lo diferentes que son los animales y las personas. Si sólo se habla de diferencia, entonces puedes defender las semejanzas. La filosofía es así: eternamente inconstante y sólo alguna que otra vez perturbada por nuevas realidades.
Después sobrevino una inesperada amenaza para este ameno debate: la amenaza de una resolución, la amenaza de definir de una vez por todas, del todo, cuál es la diferencia entre una persona y un chimpancé; qué habría que hacerle a un chimpancé para convertirlo en una persona.
Resultó que, más o menos al mismo tiempo, Jane Goodall estaba echando por tierra la excepcionalidad de la conducta humana. En 1901, un californiano llamado George Nuttall había realizado un experimento extraordinario durante su estancia en la Universidad de Cambridge que casi había caído en el olvido hasta que fue redescubierto en la década de 1960. Nuttall observó que cuanto más estrecha era la relación entre dos especies, más parecida era la reacción inmunológica que producía su sangre en un conejo. Por ejemplo, durante varias semanas inyectó repetidas veces la sangre de un mono en un conejo, y unos cuantos días después de la última inyección extrajo suero de la sangre del conejo. Ese suero, mezclado con la sangre de un mono, hacía que esta se espesara cuando comenzaba la reacción inmunológica. Mezclado con la sangre de un animal distinto, se espesaba según lo estrecha que fuera la relación entre las especies. Por este método, Nuttall afirmó que los seres humanos tenían un parentesco más cercano con los simios que con los monos. Esto tendría que haber sido evidente por la falta de cola y otros rasgos, pero seguía siendo una cuestión polémica en aquel momento.
En Berkeley, en 1967, Vincent Sarich y Alian Wilson resucitaron las técnicas bioquímicas de Nuttall de una forma más sofisticada y las utilizaron para construir un «reloj biológico» que midiera el tiempo real transcurrido desde que dos especies hubieran compartido un antepasado común. Su conclusión fue que los seres humanos habían compartido un antepasado común con los grandes simios no hace 16 millones de años, cual era la creencia popular, sino hace sólo unos cinco millones de años. Los antropólogos, cuyos fósiles suponían una separación más antigua, reaccionaron con desdén. Sarich y Wilson se mantuvieron firmes en su opinión. En 1973, Wilson pidió a su discípula Marie–Claire King que repitiera el ejercicio con ADN a fin de encontrar las diferencias genéticas entre los seres humanos y los simios. Volvió decepcionada. Dijo que fue imposible encontrar diferencias porque el ADN humano y el ADN de chimpancé eran asombrosamente parecidos: cerca del 99 por ciento del ADN de un ser humano era idéntico al de un chimpancé. Wilson se estremeció: la semejanza era más emocionante que la diferencia.
Esa cifra ha oscilado un poco desde la década de 1970. La mayoría de las estimaciones la coloca en el 98,5 por ciento, aunque dos estudios recientes y minuciosos de tramos de genoma actuales llegaban a una cifra del 98,76 por ciento[26]. Sin embargo, cuando la cifra del 98,5 por ciento iba penetrando en la conciencia pública, Roy Britten escribió un artículo sensacional en 2002 mostrando que estaba lejos de ser cierta. Confirmaba que si sólo se cuentan las sustituciones —es decir, letras del texto que son diferentes entre los genes humanos y los de chimpancé— se logra realmente una cifra del 98,6 por ciento. Pero si luego se añaden las inserciones o supresiones de texto, la cifra cae al 95 por ciento[27].
Daba lo mismo. A la ciencia le seguía conmocionando terriblemente lo pequeña que era la distancia genética entre las dos especies. «La semejanza molecular entre chimpancés y humanos es extraordinaria porque difieren mucho más que muchas otras especies [estrechamente relacionadas] en anatomía y modo de vida», escribieron King y Wilson[28]. Una conmoción aún mayor nos estaba reservada en 1984, cuando Charles Sibley y Jon Ahlquist en Yale descubrieron que el ADN de chimpancé se parecía más al ADN humano que al ADN de gorila[29]. Fue un momento de destronamiento humano similar a cuando Copérnico situó la Tierra dentro el sistema solar simplemente como un planeta más. Sibley y Ahlquist situaron a la especie humana dentro de la familia de simios simplemente como un simio más. De pensar que nuestra propia estirpe de simios se remontaba a 16 millones de años, nos veíamos ahora obligados a admitir que no sólo compartimos un antepasado común hace poco más de cinco millones de años, sino que éramos la rama más reciente de la familia. Nuestro antepasado común con el chimpancé vivió después que el antepasado común de ambos con el gorila y mucho después que el antepasado común de los tres con el orangután. Por increíble que pueda parecer, los chimpancés están más estrechamente relacionados con los seres humanos que con los gorilas (una conclusión que no se ve alterada por el nuevo análisis de Britten del número exacto). Nada en la anatomía o el registro fósil de los simios africanos sugería tal posibilidad. Los seres humanos no se diferencian de los demás.
El tiempo ha mitigado estos sobresaltos. Pero otros están por llegar. El descifrado del ADN de un ser humano conjuntamente con el de un chimpancé podría definir de una vez por todas la diferencia entre ellos. En el momento de escribir estas líneas todavía no se dispone del genoma completo del chimpancé. Aunque así fuera, demostrar cuáles son las diferencias importantes puede ser engañoso. El genoma humano contiene un código de unos tres mil millones de «letras». Estrictamente hablando, son bases químicas en una molécula de ADN, pero puesto que lo que producen viene determinado por su orden y no por sus propiedades particulares, pueden tratarse como una información digital. La diferencia entre dos seres humanos viene a ser, en promedio, de un 0,1 por ciento, de modo que entre mi vecino y yo hay 3 millones de letras distintas. La diferencia entre un ser humano y un chimpancé es más o menos 15 veces mayor o, dicho de otro modo, de un 1,5 por ciento. Eso equivale a 45 millones de letras distintas, aproximadamente diez veces más letras de las que hay en la Biblia o las correspondientes a 75 libros de la extensión de este. El libro de las diferencias digitales entre nuestras dos especies llenaría una estantería de algo más de tres metros (la estantería de las semejanzas, en contraste, tendría una longitud de unos 228 metros).
Examinémoslo de otro modo. Hoy día los científicos estiman que hay unos 30 000 genes humanos. Es decir, hay 30 000 tramos distintos de información digital diseminados por todo el genoma que se traducen directamente en una maquinaria proteica que controla y construye el cuerpo; cada gen es la receta de una proteína. Casi con toda seguridad, los chimpancés tienen aproximadamente el mismo número de genes. Como el 1,5 por ciento de 30 000 es 450, el resultado es que al parecer tenemos 450 genes distintos exclusivamente humanos. No es un número tan grande. Los otros 29 550 genes son idénticos en nosotros y los chimpancés. Pero realmente esto no es muy probable. En cambio, pudiera ser que cada gen humano sea diferente de cada gen de chimpancé, aunque sólo sea distinto el 1,5 por ciento de su texto. La verdad tiene que hallarse en algún lugar entre medias. Muchos genes serán idénticos en especies estrechamente relacionadas; muchos serán ligeramente distintos. Unos pocos serán completamente diferentes.
La diferencia más visible es que todos los simios tienen un par de cromosomas más que las personas. Es bastante fácil encontrar la razón: en algún momento del pasado, dos cromosomas de tamaño mediano se fusionaron en los antepasados simios de todos los seres humanos para formar el gran cromosoma humano conocido como cromosoma 2. Esta es una reorganización sorprendente, y casi con toda seguridad significa que los híbridos de chimpancé y hombre serían estériles si pudieran sobrevivir. Puede que en el pasado hayan ayudado a crear lo que los evolucionistas denominan delicadamente «aislamiento reproductivo» entre las especies.
Pero la reorganización de los cromosomas no supone necesariamente una diferencia de texto genético en ese sitio. Aunque el genoma de chimpancé sigue siendo en gran parte una incógnita, ya se conocen diferencias de texto significativas entre genes humanos y de chimpancé (u otros simios). Por ejemplo, mientras que las personas tienen una mezcla de grupos sanguíneos A, B y O, los chimpancés sólo tienen Ay O, en tanto que los gorilas sólo tienen B. Asimismo, existen normalmente tres variantes de un gen humano llamado APOE, y los chimpancés sólo tienen una: la que más se asocia con la enfermedad de Alzheimer en las personas. Parece que hay una notable diferencia en el funcionamiento de las hormonas tiroideas de las personas en comparación con otros simios cuyo significado se desconoce. Yhay una familia de genes en el cromosoma 16 que experimentaron diversas rachas de duplicación en los simios tras haberse separado de la estirpe de los monos hace 25 millones de años. En los seres humanos, las secuencias de cada grupo de estos genes llamados «morpheus» divergieron rápidamente de unos a otros y de los de otros simios —evolucionando a una velocidad casi veinte veces la normal—. Algunos de estos genes morpheus podrían describirse en realidad como genes exclusivamente humanos. Pero sigue siendo un misterio lo que hacen exactamente estos genes, o por qué evolucionan por separado en los simios tan rápidamente[30].
La mayor parte de estas diferencias también varían entre las personas; no hay nada que sea único a los seres humanos en su conjunto. Sin embargo, a mediados de la década de 1990 se descubrió el primer rasgo universal genéticamente único a todas las personas y ausente de todos los simios. Varios años antes, un profesor de medicina de San Diego llamado Ajit Varki sintió curiosidad por una forma única de alergia humana: una alergia a un tipo concreto de azúcar (cierto «ácido siálico») que se encuentra unido a proteínas en el suero animal. Esta respuesta inmunológica es responsable en parte de la grave reacción que a menudo tiene la gente, por ejemplo, al suero de caballo utilizado como antídoto contra la mordedura de serpiente. Nosotros, los seres humanos, sencillamente no podemos tolerar esta versión «Ge» del ácido siálico porque no lo tenemos en el cuerpo. Varki, junto con Elaine Muchmore, descubrieron enseguida la causa observando en primer lugar que, a diferencia de los seres humanos, los chimpancés y otros grandes simios sí tenían Gc. El cuerpo humano no fabrica ácido siálico Gc porque carece de la enzima para elaborarlo a partir del ácido siálico Ac. Sin esa enzima, los seres humanos no pueden añadir un átomo de oxígeno a la forma Ac. Todos los seres humanos carecen de la enzima, pero todos los simios la poseen. Repito, esta fue la primera diferencia bioquímica universalmente cierta entre nosotros y ellos. Oportunamente, al final de un milenio que nos vio degradados de un modo humillante de centro del universo y niña de los ojos de Dios a sólo un simio más, ahora Varki parecía sugerir que nuestra única diferencia es un solo átomo en una humilde molécula de azúcar, ¡y por más señas una omisión! No es un lugar prometedor para el alma.
Para 1998 Varki conocía la razón de nuestra peculiaridad: una secuencia de 92 letras había desaparecido de un gen del cromosoma 6 que en los seres humanos se denomina CMAH, un gen que codifica la enzima que fabrica el Gc. A continuación descubrió cómo había desaparecido. Exactamente en mitad del gen se hallaba una secuencia Alu, una especie de «gen saltarín» de un tipo que contamina nuestro genoma. En el genoma de un simio existe una secuencia Alu diferente y más antigua, pero se sabía que la del gen humano era única a los seres humanos[31]. De modo que en cierto momento de la divergencia de las estirpes del hombre y del chimpancé esta secuencia Alu hizo lo que sabe hacer mejor, que es saltar dentro del gen CMAH, intercambiar el sitio con la antigua Alu y en ese proceso eliminar casualmente la porción de 92 letras del gen (si todo esto parece un galimatías genético, traten de pensar en ello de este modo: un virus informático ha destruido uno de sus archivos).
En un principio, el descubrimiento de Varki provocó un gran bostezo en el establishment científico. ¿Y qué?, exclamaron, has encontrado un gen que es inservible en los seres humanos pero no en los simios. Pues vaya una cosa. Varki no se desanima fácilmente y lo que le interesaba en esos momentos era todo el asunto de la diferencia entre los seres humanos y otros simios. La primera cuestión era determinar cuándo se había producido la mutación. El ADN no se puede recuperar de viejos fósiles de antepasados humanos, pero sí el ácido siálico. Descubrió que los neandertales eran como nosotros porque tenían Ac pero no Gc; pero los fósiles más antiguos (de Java y Kenia) procedían todos de climas más cálidos y sus ácidos siálicos se habían degradado demasiado. Sin embargo, contando el número de cambios en el gen CMAH de un hombre extinto y utilizando un reloj molecular, su colega Yuki Takahata ha podido estimar que el cambio se produjo hace 2,5 o 3 millones de años en cierto ser humano que ahora es uno de los antepasados de todas las personas vivas.
Varki empezó a investigar otras consecuencias posibles de la mutación. Parece ser que en muchos otros animales, incluso en los erizos de mar, el gen funciona, pero si el gen «queda inutilizado» en el embrión de un ratón, este se desarrolla sano y fértil. El ácido siálico es un azúcar que se encuentra en el exterior de las células, como una especie de flor que crece de la superficie celular. Es uno de los principales objetivos de los patógenos infecciosos, entre los que figuran los del botulismo, la malaria, la gripe y el cólera. La falta de una de las formas comunes de ácido siálico podría hacer que fuéramos más o menos vulnerables a estas enfermedades que nuestros parientes simios (los azúcares de la superficie celular son como una especie de primera línea defensiva en el sistema inmunológico). Pero lo más curioso de la forma Gc del ácido siálico es que es fácil encontrarla en todo el cuerpo de los mamíferos salvo en el cerebro. El gen de Varki está casi totalmente desactivado en el cerebro de los mamíferos. Debe haber alguna razón por la cual un cerebro de mamífero no se puede hacer funcionar adecuadamente a no ser que este gen se desactive casi por completo. Tal vez, reflexiona Varki, la expansión del cerebro humano, que se aceleró hace unos dos millones de años, pudo lograrse yendo más lejos y desactivando por completo el gen en todo el cuerpo. Admite que es una «idea descabellada» para la cual no tiene pruebas; es un territorio sin explorar. Curiosamente, desde entonces ha encontrado otro gen que afecta a la producción de ácido siálico y que también está inutilizado en los seres humanos[32].
Hasta una investigación esotérica como esta puede tener consecuencias prácticas. Proporciona una razón poderosa para abandonar la idea del xenotrasplante, el trasplante de órganos animales a personas: las reacciones alérgicas a los azúcares Gc contenidos en los órganos animales son casi inevitables. Puesto que se pueden encontrar trazas de ácido siálico Gc en tejidos humanos, que presumiblemente proceden de alimentos de origen animal, Varki ha estado últimamente bebiendo ácido siálico Gc diluido para analizar cómo lo maneja su propio cuerpo. Se pregunta si alguna de las enfermedades causadas por comer «carne roja» puede asociarse al hecho de encontrar esta versión animal del azúcar. Pero Varki es el primero en admitir que la enorme serie de diferencias entre los seres humanos y los simios no puede quedar reducida a un tipo de molécula de azúcar.
Nosotros utilizamos aproximadamente el mismo conjunto de genes que otros mamíferos, pero con ellos logramos resultados diferentes. ¿Cómo puede ser esto? Si dos conjuntos de genes casi idénticos pueden producir animales de aspectos tan distintos como un ser humano y un chimpancé, parece entonces algo obvio que el origen de la diferencia debe hallarse en otra parte que no sean los genes. Educados como estamos en las dicotomías naturaleza–entorno, la alternativa evidente que nos viene a la mente es el entorno. Bien, hagamos entonces el experimento evidente. Implantemos un óvulo humano fecundado en el útero de un simio, y viceversa. Si el entorno es el responsable de la diferencia, el humano parirá un humano y el chimpancé, un chimpancé. ¿Algún voluntario?
Esto se ha realizado, aunque no en simios. En los zoos se ha hecho que madres sustituías presten sus úteros a fetos de otras especies en aras de la conservación. A lo sumo, los resultados han sido variados. Bueyes salvajes llamados gaur y bantín se han engendrado en vacas, pero hasta ahora han muerto poco después del parto. Fracasos similares se han obtenido en muflones salvajes gestados en ovejas, antílopes bongo en antílopes eland, gato del desierto indio y gato salvaje africano en gatos domésticos, y cebra de Grant en caballos domésticos. El fracaso de estos experimentos indica que una madre sustituía humana no podría llevar a término un feto de chimpancé. Pero al menos demuestran que en cada caso la cría sale pareciéndose a sus padres biológicos, no al progenitor que lo ha gestado. Esta es, en realidad, la finalidad del experimento: salvar a las especies raras produciéndolas en masa en úteros de animales domésticos[33].
Es un resultado tan obvio que el experimento parece inútil. Todos sabemos que un embrión de burro gestado en el útero de una yegua se convertirá en un burro, no en un caballo (los burros y los caballos son ligeramente más parecidos, genéticamente, que las personas y los chimpancés. Al igual que las dos especies de simios, también difieren unos de otros en que los caballos tienen un par de cromosomas más. Esta desigualdad en el número de cromosomas explica la esterilidad de las mulas e implica que el apareamiento de un hombre con una hembra de chimpancé posiblemente sólo produciría un bebé viable que se convertiría en una persona–simio estéril con un vigor híbrido considerable. A pesar de los rumores acerca de experimentos chinos en la década de 1950, nadie ha intentado este experimento sencillo pero poco ético).
De modo que el enigma se hace más profundo. Los genes, no el útero, determinan nuestra especie. Con todo, a pesar de tener más o menos el mismo conjunto de genes, los seres humanos y los chimpancés tienen un aspecto distinto. ¿Cómo se consiguen dos especies diferentes de un solo conjunto de genes? ¿Cómo podemos tener un cerebro de un tamaño tres veces mayor que el de un chimpancé y que es capaz de aprender a hablar, y sin embargo no tener un conjunto de genes adicional para fabricarlo?
EL CONTROL DE LA EXPRESIÓN GENÉTICA
No puedo resistirme a una analogía literaria. La primera frase de la novela de Charles Dickens David Copperfield reza así: «Si resultara que soy el héroe de mi propia vida, o si ese puesto lo ocupara otra persona, estas páginas lo dirán». La primera frase de la novela de J. D. Salinger El guardián entre el centeno dice así: «Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no me apetece contarles nada de eso». En las páginas siguientes, Dickens y Salinger utilizan, más o menos, los mismos miles de palabras. Hay palabras que Salinger utiliza pero no utiliza Dickens, como ascensor o mierda. Hay palabras que Dickens utiliza que no utiliza Salinger, como redaño y displicente. Pero serán muy pocas comparadas con las palabras que comparten. Probablemente hay una concordancia léxica de al menos un 90 por ciento entre los dos libros. Sin embargo son libros muy diferentes. La diferencia reside no en el uso de un conjunto de palabras distintas sino ce el mismo conjunto de palabras usadas según un patrón y un orden diferentes. Asimismo, el origen de la diferencia entre un chimpancé y un ser humano reside no en los genes que son diferentes sino en el mismo conjunto de 30 000 genes usados según un orden y un patrón distintos.
De esto estoy seguro por una razón principal. La sorpresa más pasmosa que se llevaron los científicos cuando descifraron por primera vez los genomas animales fue descubrir los mismos conjuntos de genes en animales absolutamente diferentes. A comienzos de la década de 1980, los especialistas en genética de las moscas temblaron de emoción al descubrir un pequeño grupo de genes a los que llamaron genes hox que parecían trazar el plano del cuerpo de la mosca durante su desarrollo precoz —más o menos diciéndole dónde poner la cabeza, las patas, las alas y demás—. Pero no estaban ni mucho menos preparados para lo que vino después. Unos colegas que estudiaban ratones encontraron los mismos genes hox, en el mismo orden y con la misma función. El mismo gen dice a un embrión de ratón dónde (pero no cómo) deben ir las costillas al igual que dice a un embrión de mosca dónde deben salir las alas: hasta se puede intercambiar este gen entre especies. Nada había preparado a los biólogos para esta conmoción. Significaba, en efecto, que el plano básico del cuerpo de todos los animales se había elaborado en el genoma de un antepasado extinguido mucho tiempo atrás, que vivió hace más de 600 millones de años, y se había conservado desde entonces en sus descendientes (y eso nos incluye a nosotros).
Los genes hox constituyen la receta de unas proteínas llamadas «factores de transcripción», lo que significa que su misión es «activar» otros genes. Un factor de transcripción funciona uniéndose a una región del ADN llamada promotor[34]. En criaturas tales como las moscas y las personas (en contraposición a las bacterias, por ejemplo), los promotores constan de unos cinco tramos de código de ADN sueltos, normalmente en una posición anterior al propio gen, a veces posterior. Cada una de esas secuencias atrae un factor de transcripción diferente, que a su vez inicia (o bloquea) la transcripción de un gen. La mayoría de los genes no serán activados hasta que varios de sus promotores hayan capturado factores de transcripción. Cada factor de transcripción es producto de otro gen situado en algún otro lugar del genoma. La función de muchos genes es, por lo tanto, ayudar a activar o desactivar otros genes. Y un gen es susceptible de activarse o desactivarse dependiendo de la sensibilidad de sus promotores. Si sus promotores se han desplazado o han cambiado de secuencia de modo que los factores de transcripción los encuentren con más facilidad, puede que el gen sea más activo. O si el cambio ha hecho que los promotores atraigan factores de transcripción bloqueadores más que intensificadores, es posible que el gen sea menos activo.
Por lo tanto, unos pequeños cambios en el promotor pueden tener efectos sutiles en la expresión del gen. Tal vez los promotores actúan más como termostatos que como interruptores. En los promotores es donde los científicos esperan encontrar la mayor parte del cambio evolutivo en animales y plantas —en marcado contraste con las bacterias—. Por ejemplo, los ratones tienen cuellos cortos y cuerpos largos; los pollos tienen cuellos largos y cuerpos cortos. Si se cuentan las vértebras del cuello y el tórax de un pollo y un ratón, se hallará que el ratón tiene siete, vértebras cervicales y trece torácicas; el pollo tiene catorce y siete respectivamente. El origen de esta diferencia reside en uno de los promotores unido a uno de los genes hox, Hoxc8, un gen que se encuentra tanto en ratones como en pollos y cuya misión es activar otros genes que dictan los detalles del desarrollo. El promotor es un párrafo de ADN de 200 letras de las cuales sólo un puñado son diferentes en las dos especies. En realidad, los cambios en no más de dos de estas letras pueden bastar para que la cosa cambie por completo. El resultado es alterar ligeramente la expresión del gen Hoxc8 en el desarrollo del embrión de pollo. En el embrión de pollo el gen se expresa en una parte más limitada de la columna vertebral, lo que le da al animal un tórax más corto, comparado con un ratón[35]. En la serpiente pitón, el Hoxc8 se expresa directamente desde la cabeza y continúa expresándose por la mayor parte del cuerpo. Así pues, las serpientes pitón constan de un tórax largo: tienen costillas a lo largo de todo el cuerpo[36].
Lo magnífico del mecanismo es que el mismo gen se puede volver a utilizar en diferentes lugares y en momentos distintos poniendo simplemente una serie de promotores diferentes junto a él. El gen «eve» de las moscas de la fruta, por ejemplo, cuya labor es activar otros genes durante el desarrollo, es activado al menos diez veces distintas durante la vida de la mosca, y tiene ocho promotores distintos unidos a él, tres en una posición anterior al gen y cinco en una posterior. Cada uno de estos promotores necesita que se le unan de 10 a 15 proteínas para activar la expresión del gen eve. Los promotores abarcan miles de letras de texto de ADN. En tejidos diferentes se utilizan promotores diferentes para activar el gen. Por cierto, esto parece ser una razón del hecho humillante de que las plantas tengan normalmente más genes que los animales. En lugar de volver a utilizar el mismo gen añadiéndole un nuevo promotor, una planta reutiliza un gen duplicándolo todo él y cambiando el promotor en la versión duplicada. Durante el desarrollo, los 30 000 genes humanos se utilizan probablemente en al menos el doble de contextos gracias a grupos enormes de promotores[37].
Para realizar grandes cambios en el esquema corporal de los animales no es necesario inventar nuevos genes, lo mismo que no hay necesidad de inventar nuevas palabras para escribir una novela original (a no ser que te llames Joyce). Sólo es necesario activar o desactivar las mismas según distintos patrones. De repente, disponemos de un mecanismo para crear grandes y pequeños cambios evolutivos a partir de pequeñas diferencias genéticas. Adaptando simplemente la secuencia de un promotor, o añadiendo uno nuevo, podemos alterar la expresión de un gen. Y si este gen constituye precisamente el código de un factor de transcripción, entonces su expresión alterará la expresión de otros genes. Un solo cambio diminuto en un promotor producirá un torrente de diferencias en el organismo. Estos cambios podrían bastar para crear una especie completamente nueva sin cambiar ningún gen en absoluto[38].
En cierto sentido, esto es un poco deprimente. Significa que hasta que los científicos sepan cómo encontrar promotores de genes en el dilatado texto del genoma, no aprenderán en qué se diferencia la receta de un chimpancé de la de una persona. Los propios genes les dirán muy poco y el origen de la unicidad humana seguirá siendo tan misterioso como siempre. Pero en otro sentido es también edificante, por cuanto nos recuerda con más fuerza que nunca una verdad que se olvida con demasiada frecuencia: los cuerpos no se crean, se desarrollan. El genoma no es un plano para construir un cuerpo; es una receta para cocinar un cuerpo. El embrión de pollo se pone a marinar en la salsa Hoxc8 durante un periodo de tiempo más corto que el embrión de ratón. Esta es una metáfora a la que volveré con frecuencia en el libro, ya que es una de las mejores formas de explicar por qué la naturaleza y el entorno no se oponen mutuamente sino que trabajan juntos.
Como pone de manifiesto la historia de los genes hox, los promotores del ADN se expresan en la cuarta dimensión: el tiempo que dura una operación determinada es lo más importante. La cabeza de un chimpancé es diferente de la de un ser humano no porque tenga un plano distinto para la cabeza, sino porque desarrolla las mandíbulas durante más tiempo y el cráneo durante menos tiempo de lo que lo hace el ser humano. Lo que marca la diferencia es el tiempo de duración de una operación determinada.
El proceso de domesticación, mediante el cual el lobo se transformó en perro, da ejemplo del papel de los promotores. En la década de 1960, un genetista llamado Dimitri Belyaev dirigía una granja de pieles enorme cerca de Novosibirsk en Siberia. Decidió tratar de criar zorros más mansos, porque por mucho que hubieran sido capturados y por muchas generaciones que se hubieran mantenido en cautividad, en la granja de pieles los zorros eran criaturas nerviosas y asustadizas (es de suponer que por una buena razón). Así que, como punto de partida, Belyaev seleccionó los animales que le permitían acercarse más antes de salir huyendo. Después de veinticinco generaciones obtuvo, en efecto, zorros mucho más mansos que lejos de salir huyendo se acercaban a él de manera espontánea. Los zorros de esta nueva casta no se comportaban como perros; tenían aspecto de perros. Su piel estaba moteada, como la piel de un collie; el extremo de sus colas se doblaba hacia arriba; el celo de las hembras se presentaba dos veces al año; sus orejas colgaban; sus hocicos eran más cortos y sus cerebros más pequeños que los de los zorros salvajes. La sorpresa fue que simplemente seleccionando la mansedumbre, Belyaev había logrado por casualidad los mismos rasgos que había conseguido el domesticador original del lobo —o de alguna raza de lobo que había generado en sí misma la capacidad de no escapar demasiado deprisa de los vertederos de los antiguos humanos al verse molestada—. La consecuencia es que se había producido un cambio en algún promotor que afectaba no a uno, sino a varios genes. En realidad, es bastante obvio que en ambos casos el ritmo del desarrollo se había alterado, de modo que los animales adultos conservaban muchos de los rasgos y costumbres de los cachorros: las orejas colgantes, el hocico corto, el cráneo más pequeño y la conducta juguetona[39].
Lo que parece ocurrir en estos casos es que los animales jóvenes no muestran todavía miedo ni agresividad, rasgos que se manifiestan en último lugar durante el desarrollo posterior del sistema límbico en la base del cerebro. Así que la forma más probable de que la evolución produzca un animal afable o manso es detener prematuramente el desarrollo del cerebro. La consecuencia es un cerebro más pequeño y sobre todo un «área 13» más pequeña, una parte del sistema límbico que se desarrolla tardíamente y cuya función, parece, es desinhibir las reacciones emocionales adultas tales como el miedo y la agresividad. Curiosamente, semejante proceso de amansamiento parece haberse producido de forma natural en los bonobos desde su separación de los chimpancés hace más de dos millones de años. Considerando su tamaño, el bonobo no sólo tiene una cabeza pequeña sino que también es menos agresivo y conserva varios rasgos juveniles en la edad adulta, entre ellos un mechón blanco en la cola a la altura del ano, gritos estridentes y genitales femeninos poco corrientes. El área 13 de los bonobos es extraordinariamente pequeña[40].
También lo es la de los seres humanos. Sorprendentemente, el registro fósil indica que el tamaño del cerebro humano ha experimentado un descenso bastante marcado durante los últimos 15 000 años, lo cual refleja en parte, aunque no del todo, un acortamiento del cuerpo que parece haber acompañado a los asentamientos humanos densos y «civilizados». Esto ocurría después de varios millones de años de un aumento más o menos constante del tamaño cerebral. En el Mesolítico (hace unos 50 000 años) el tamaño promedio del cerebro humano era de 1468 cc en las mujeres y de 1567 cc en los varones. Actualmente, las cifras han descendido a 1210 cc y 1248 cc, respectivamente, y aun admitiendo una cierta reducción del peso corporal no deja de ser una disminución excesiva. Tal vez se ha producido un cierto amansamiento de la especie. Si es así, ¿cómo? Richard Wrangham cree que cuando los seres humanos se hicieron sedentarios y empezaron a vivir en asentamientos permanentes no pudieron seguir soportando la conducta antisocial y comenzaron a expulsar, encarcelar y ejecutar a los individuos especialmente difíciles. En el pasado, en las regiones montañosas de Nueva Guinea, más de una de cada diez muertes de adultos fue por ejecución de «brujas» (hombres la mayor parte). Esto pudo haber significado matar a las personas más agresivas e impulsivas, y por lo tanto las de cerebro más grande y más maduras desde el punto de vista del desarrollo[41].
Sin embargo, parece que este autoamansamiento es un fenómeno reciente en nuestra especie y no puede explicar las presiones selectivas que llevaron a los seres humanos a diverger de los antepasados chimpanzoides hace más de 5 millones de años. Pero apoya la idea de que la evolución se produjo a través de la adaptación de los promotores de genes más que de los propios genes: de ahí la alteración de diversos rasgos inoportunos atrapados en el torbellino de una disminución de la agresividad impulsiva[42]. Mientras tanto, parece que de repente es posible comprender cómo consigue el cerebro humano agrandar su tamaño gracias a un gen recién descubierto en el cromosoma 1. En 1967, a raíz de la construcción de una presa en Mirpur, en la Cachemira controlada por Pakistán, una gran cantidad de lugareños desplazada de sus hogares emigró a Bradford, Inglaterra. Algunos de ellos se habían casado con primos suyos, y entre la descendencia de estos matrimonios consanguíneos hubo algunas personas que nacieron con un cerebro anormalmente pequeño aunque por otra parte normal: la llamada microcefalia. Las genealogías familiares permitieron a los científicos atribuir la causa a cuatro mutaciones distintas en familias diferentes pero que afectaban todas al mismo gen: el gen ASPM del cromosoma 1.
En investigaciones posteriores, un equipo de científicos dirigido por Geoffrey Woods en Leeds descubrieron algo bastante extraordinario sobre el gen. Es un gen grande, de una longitud de 10 434 letras y dividido en 28 párrafos (llamados exones). Los párrafos 16 a 25 contienen un elemento característico que se repite una y otra vez. La frase, habitualmente de 75 letras, empieza con el código de los aminoácidos isoleucina y glutamina, cuya importancia revelaré dentro de un momento. En la versión humana del gen hay 74 de tales elementos, en el ratón 61, en la mosca del vinagre 24, y en el gusano nematodo sólo dos repeticiones. Es de señalar que estos números parecen estar en proporción con el número de neuronas en el cerebro del animal adulto[43]. Lo más extraordinario aún es que la abreviatura normal de la isoleucina es «I» y la abreviatura de la glutamina es «Q». Por lo tanto, puede que el número de repeticiones IQ determine el IQ[44] relativo de la especie, que, según Woods, «es una prueba de la existencia de Dios, ya que sólo alguien con sentido del humor podría haber hecho los arreglos para que se diera la correlación»[45].
Al parecer, la función del gen ASPM es regular la cantidad de veces que se dividen las células madre nerviosas dentro de las vesículas del cerebro precoz unas dos semanas después de la concepción. Esto a su vez decide cuántas neuronas tendrá el cerebro adulto. El hecho de haber tropezado por casualidad con un gen que tiene el poder de decidir el tamaño cerebral de una manera tan simple casi parece demasiado bueno para ser verdad, y no cabe ninguna duda de que las complicaciones inundarán esta sencilla historia a medida que se vayan conociendo más. Pero el gen ASPM justifica el asombro de aquel joven ante los fueguinos: la evolución es una diferencia de grado, no de clase.
La nueva verdad que sorprende, y que aflora del genoma humano —que los animales evolucionan adaptando los termostatos simados en el exterior de los genes, permitiéndoles que partes diferentes de sus cuerpos se desarrollen durante más tiempo—, tiene hondas consecuencias para el debate naturaleza–entorno. Imaginemos las posibilidades en un esquema de este tipo. Podemos estimular la expresión de un gen cuyo producto estimula la expresión de otro gen que suprime la expresión de un tercero, y así sucesivamente. Y justo en medio de esta pequeña cadena podemos intercalar los efectos de la experiencia. Algo externo —como la educación, la alimentación, una pelea, o un amor correspondido, por ejemplo— puede influir en uno de los termostatos. De repente, el entorno puede empezar a expresarse a través de la naturaleza.