15 de septiembre de 2010
Estoy en la galería de arte Eastcote Gallery, en King’s Road, dando los últimos retoques a la exposición, porque la inauguración va a empezar dentro de cinco minutos. Los veinticinco cuadros están colgados en las paredes recién pintadas de blanco; muchos los he recogido con la ayuda de Rafael, cuyo retrato en sanguina está junto al de David Walliams. Está el retrato de P. D. James, el de Cecilia Bartoli y, por cortesía de la National Portrait Gallery, el de la duquesa de Cornualles. El cuadro más grande es el de la familia Berger, que ocupa casi toda la pared frontal. También hay retratos de Polly y Lola, de Roy y mamá, de Celine, Mike, Chloë y de unas doce personas más. Rodeada por sus semblantes, me siento como si la fiesta hubiera comenzado ya.
La ayudante de la galería, una hermosa mujer morena que se llama Lucy, ha empezado a servir el vino… Justo a tiempo, porque acaba de llegar mi primera invitada. Iris se queda un momento en el vano de la puerta, levemente inclinada sobre el bastón; lleva el traje azul y el collar de cuentas de lapislázuli. Cruzo la sala de parquet apagado y la saludo con un beso.
—Que podamos repetirlo muchas veces, Ella —dice—. ¡Mi enhorabuena!
—Gracias, Iris. Me alegro de que haya llegado la primera… Fue idea suya, ¿se acuerda?
—Sí. —Pasea la mirada por la galería—. Qué cuadros tan preciosos. Voy a disfrutar mucho mirándolos y conociendo a las personas que hay detrás.
—Usted está por ahí, al otro lado del panel.
Acompaño a Iris hasta su retrato, que fui a recoger enmarcado ayer mismo.
Mientras lo contemplamos juntas, Iris inclina la cabeza hacia un lado.
—Me gusta. Creo que… soy yo. Me encantó que me pintaras —continúa—. Me hizo pensar en quién soy en realidad, y en cómo he vivido. Y no lloré, ¿a qué no?
—No. Aunque yo sí.
—Es verdad —dice Iris pensativa—. Me alegro de que en las últimas sesiones decidieras contarme el motivo.
Lucy nos ofrece una copa de vino a cada una. Mira a Iris y después mira el retrato.
—Se parece muchísimo; y tiene un aire muy distinguido.
—Gracias —contesta Iris.
—Pero ¿qué es esto? —pregunta Lucy mientras señala la esquina de un cuadro que se entrevé en el fondo del retrato.
—Eso —dice Iris— es un fragmento de un cuadro de mi hermana y de mí que nos hicieron de pequeñas.
Lucy lo estudia con más atención.
—Entonces, la niñita que persigue el perro… ¿es usted?
—Sí, eso es.
—¿Y quién hizo ese cuadro?
—Mi padre: se llamaba Guy Lennox.
—Ah, me suena —contesta Lucy—. Es como incorporarlo a su retrato, ¿no?
Iris sonríe.
—Exactamente.
Lucy echa un vistazo a la puerta.
—Llega alguien. Discúlpenme, tengo que trabajar.
En esas entra Polly con Lola, que sujeta un globo plateado.
—Feliz cumpleaños, Ella. —Polly me da un abrazo y después hago las presentaciones de ella y su hija a Iris. Mi amiga se quita la chaqueta y deja al descubierto la camiseta verde que llevaba en el retrato—. Lo siento, Lola ha crecido mucho y ya no le cabe el vestido amarillo que llevaba cuando la pintaste, pero se ha puesto otra cosa muy parecida.
Lola ata el globo al respaldo de la silla y luego va a buscar su dibujo hecho con sanguina, que he colgado al lado del retrato de la hija del médico.
Lucy le ofrece a Polly una copa de vino. Polly la acepta y da un trago.
—Qué bueno —comenta—. ¿Qué es? ¿Prosecco?
—Es chardonnay espumoso —responde Lucy.
—De las bodegas de Blackwood Hills, en el oeste de Australia —añado.
—¿Es de John? —pregunta Polly.
Asiento con la cabeza.
—Pues sí. Le conté que iba a inaugurar una exposición de retratos y Lydia y él fueron tan amables, que me enviaron seis cajas de vino.
—Qué detalle —comenta Iris—. En nuestra última sesión me dijiste que a lo mejor ibas a verlo.
—Voy a ir… el mes que viene. Tengo intención de pasar una semana con ellos.
—¿Irás sola? —pregunta entonces.
—No. Me acompañará Nate.
Polly vuelve la cabeza para echar un vistazo.
—Por cierto, ¿dónde está?
—Viniendo del aeropuerto. No creo que tarde… Ay, mirad, ahí está Chloë. ¡Hola!
Chloë me abraza y después me da una bolsa de regalo plateada.
—Feliz cumpleaños, hermanita.
—Gracias. Voy a buscarte una copa.
—Con media bastará —comenta mientras Polly y Lola charlan con Iris—. No puedo quedarme mucho rato. Max va a dar una charla sobre la asociación benéfica en el centro de investigación Wellcome Trust. Siente mucho no haber podido venir —añade mientras nos dirigimos a la mesa donde están las bebidas—. Le habría encantado.
—Es una lástima, sí, pero no te preocupes.
Le tiendo la copa de vino.
Chloë da un sorbo antes de mirar a su alrededor.
—Bueno, ¿y dónde estoy? Confío en que me hayas puesto cerca de alguien como…
—Te he colocado junto a Cecilia Bartoli.
—Qué bien, a lo mejor su retrato le canta al mío. ¡Espero que no cante el «Ave María»! —Chloë sonríe—. Dudo que vuelva a tener ganas de escuchar eso. —Las dos nos reímos con malicia de su comentario irónico y luego nos acercamos al cuadro de Chloë. Mi hermana ladea la cabeza—. Es curioso verlo en otro contexto. Pero tengo cara de afligida, ¿verdad?
—Bueno, estabas muy afligida.
Chloë me da la razón.
—Deseaba tanto estar con Max que pensé que iba a volverme loca. Parece que esté loca… —añade divertida.
—Yo no quería pintarte así, ¿te acuerdas?
—Ya lo sé, pero yo insistí. De todas formas, he estado dándole vueltas… Me gustaría que volvieras a pintarme, Ella.
—Ay, me encantaría. Podría pintaros a Max y a ti juntos; gratis, por supuesto. Al fin y al cabo, todavía te debo un cuadro, ¿no?
Señalo con la barbilla el retrato de Nate, que, dadas las circunstancias, Chloë no quiso quedarse.
Se le ilumina la cara.
—Trato hecho… Te tomo la palabra. Podríamos hacer las sesiones después de tu viaje a Australia. Mira, ahí está papá.
Roy entra en la galería, con la misma americana de tweed, la camisa de cuadros y la pajarita de topos azules con las que lo pinté hace dos años. Nos sonríe radiante.
—¡Mis dos niñas!
—Hola, papá —dice Chloë.
Le da dos besos a Chloë y luego otros dos a mí.
—Feliz cumpleaños, Ella. —Pasea la mirada por la galería de arte—. Qué divertido, ¿no? Bueno… ¿y dónde estoy?
Suelto una carcajada.
—Eso es lo primero que quiere saber todo el mundo. Estás por ahí.
Acompaño a Roy hasta su retrato.
Se coloca junto al cuadro, enfrente de nosotras.
—¡A ver si descubrís las diferencias! —nos reta.
—Bueno… —Chloë entrecierra los ojos—. Tienes unas cuantas canas más, papá. Y has engordado un poco de barriga.
—Vale, vale —dice de buen humor—. Eso me pasa por preguntar. Pero qué bien ha quedado, Ella. Me imagino a los retratos hablando unos con otros cuando nos hayamos ido. Y ahí está mamá. —Nos acercamos a su retrato—. Es precioso.
—Gracias. Por cierto, ¿al final va a venir? No quiso comprometerse cuando se lo pregunté ayer.
—No creo que venga —me responde.
—Eh… ¿qué tal va todo? —le pregunto en voz baja.
—Mejor. Estamos, no sé, creo que se dice… «tendiendo puentes».
—Sí, se dice así —contesta Chloë—. Pero sigue sin hablarme.
—Bueno… Todavía tiene que superarlo —dice Roy.
Pienso en el fiasco de la boda y en lo destrozada que se quedó mamá por las acusaciones de Chloë: se pasó una semana sin salir de casa. Más tarde, cuando la carpa quedó reducida a un enorme rectángulo amarillo en medio del césped, yo también le dije por fin todo lo que quería decirle.
—Me ocultaste las cartas de mi padre —le había dicho un día, sentadas junto a la mesa de la cocina—. Decenas de cartas. Y me mentiste sobre él, y sobre Lydia…, me has mentido durante años.
Había fruncido los labios.
—A veces duele menos la mentira. Quería protegerte, Ella.
—No, mamá… Te protegías a ti misma. Tu relación con John no había funcionado, así que no querías saber nada de él; y lo comprendo. Pero eso supuso privarme de la oportunidad de mantener el contacto con mi propio padre y de saber que por lo menos seguía preocupándose por mí aunque no pudiera vivir conmigo.
—Fue él quien te privó de cosas —se había defendido mamá— al elegirlas a ellas en lugar de a nosotras.
Entonces le había contado a mi madre que tenía pensado ir a ver a John en octubre. Ella había apartado la mirada un momento y luego había murmurado:
—Pobre Roy.
—A Roy le parece muy bien que vaya. Tiene una actitud generosa, mamá, no como tú.
—Bueno…, pues, si tienes que ir, ve. Pero por favor, no me cuentes nada.
—De acuerdo. —Yo había soltado un suspiro de frustración—. ¿Sabes una cosa, mamá? Me gustaría pensar que te arrepientes de cómo has lidiado con esto, pero no lo creo.
—Me arrepiento de la desdicha que puedo haberte causado —me había dicho mi madre, y supe que sería lo más parecido a una disculpa que iba a obtener de ella en la vida. Una vez dicho eso, se había levantado y había ido al estudio para realizar el ritual diario de giros y estiramientos.
En la galería de arte, Lucy le ofrece a Roy una copa de vino y él le da las gracias con una sonrisa.
—Todo se arreglará con el tiempo —nos dice Roy a Chloë y a mí—. Confío en que sea mucho antes de que vuestra madre cumpla sesenta años. Estaría bien prepararle una buena fiesta. Y ¿cómo está Max, Chloë?
Mi hermana sonríe.
—Bien. He quedado con él más tarde.
—Eres consciente de que la hucha para la boda está vacía, ¿verdad? —comenta Roy fingiendo ponerse serio.
Chloë sonríe de oreja a oreja.
—Tranquilo, si alguna vez nos decidiéramos a dar el paso, sería en el juzgado, con dos testigos. —Me mira—. Tal vez Nate y tú —propone entre risas.
—Lo haríamos encantados.
—Me gusta Nate —continúa Chloë—. Pero a quien amo es a Max, siempre ha sido así. —Señala con la cabeza el retrato de Nate, a pocos pies de distancia—. Y salta a la vista a quién ama Nate.
Abrazo a Chloë y recuerdo la conversación que mantuve con ella dos días después de la boda fallida.
—¿Es que no lo veías? —me había preguntado sin poder creérselo cuando fui a verla al despacho en Putney.
—No —le había contestado yo—. De verdad que no… A lo mejor porque lo tenía tan cerca. Pero ahora sé por qué reaccionaste de esa manera cuando viste el cuadro.
Chloë había asentido.
—Fue… un shock. Me sentí ofendida y humillada; sobre todo porque también estaba ¡la madre de Nate! Vi que Vittoria se había dado cuenta e intenté que no se notara que yo también estaba en el ajo. Lo pasé fatal. Así que me quedé allí plantada y en lo único en que pensaba era en que nadie debía ver jamás ese cuadro. Pensé que tendría que quemarlo, igual que hizo la esposa de Churchill, que quemó un retrato de él porque no le gustaba.
—Pero entonces… si sabías que Nate estaba enamorado de mí, ¿por qué seguiste adelante con la boda?
Alzó las manos extendidas.
—¡Porque faltaban menos de veinticuatro horas! Cuando salí del estudio, intenté convencerme de que a lo mejor habías pintado mal a Nate y, sin querer, habías hecho que pareciera que estaba enamorado de ti cuando no era cierto. Pero sabía que eso era imposible, porque eres una pintora extraordinaria. Así que entonces me dije que quizá tuvieras la ilusión de que estuviera enamorado de ti y por eso lo habías proyectado en el retrato. Era incapaz de reconocer la verdad, porque eso habría implicado cancelar la boda y, sinceramente, no podía afrontarlo.
—Y por la noche papá te contó lo de mamá.
Chloë había cerrado los ojos.
—Me dejó… para el arrastre. No pude pegar ojo en toda la noche, intentando asimilar tantas noticias. Entonces caí en la cuenta de qué pretendía mamá en realidad. No lo había hecho para protegerme…
—Bueno, en cierto modo estoy segura de que quería protegerte —le rebatí—. Es tu madre… Te quiere mucho.
—Está bien —reconoció Chloë—. Pero también creo que no hacía más que revivir su pasado. Incluso me pregunté si lo había hecho porque tenía envidia de mí: ella no había sido capaz de tener al amor de su vida, de modo que quizá no quería que yo tuviera al «mío». No sé, se me ocurrieron mil cosas que no me dejaban dormir. Cuando amaneció, me dije que debía seguir con la boda, sí o sí: era demasiado tarde para no hacerlo. Tenía que mantener el tipo. Pero cuando me vi allí, en el altar, las palabras… no querían salir.
La galería de arte ya está a rebosar, porque han llegado casi todos los invitados. Chloë mira el reloj y apura la copa de vino.
—Tengo que irme. Llegaré tarde a la charla de Max. —Me da un abrazo—. Adiós, Ella. Adiós, papá.
Sopla un beso dirigido a él. Roy sonríe.
—¡Hasta luego, mi niña!
Roy entabla conversación con Polly y Lola y contempla sus retratos. Mientras me abro paso entre la multitud, voy oyendo a mis modelos, que intercambian comentarios sobre los retratos.
«… Sí, sí, ha captado tu sonrisa».
«… No sé si el pelo ha quedado muy bien».
«¿No se le hacía pesado posar?».
«En realidad fue como una terapia».
«… creo que ahora me conozco mejor».
Noto un toquecito en el hombro y me doy la vuelta.
—¡Mike! —Sonrío—. Cuánto me alegro de verlo.
—Y yo alegro de haber venido. Mira, me he acordado de ponerme el jersey azul.
Señalo su retrato.
—Ahí está.
Pero Mike no mira su retrato (ni siquiera se da cuenta de dónde está) porque se dedica a contemplar a Grace. No me habría atrevido a pedirles a los padres de Grace que me dejaran el cuadro para la exposición, pero su tío, al leer la reseña que aparecía en la revista Time Out, me llamó para preguntarme si podía incluirlo también. Le contesté que lo haría encantada.
He pintado a Grace con una mano debajo de la barbilla; sonríe.
—Has captado su alegría radiante —dice Mike—. Y su luz interior.
—Si lo he hecho, es gracias a usted. —Lo miro a los ojos—. ¿Al final fue a la ceremonia en recuerdo de Grace?
Asiente con la cabeza.
—La hicieron en el colegio donde trabajaba. Pusieron el cuadro en el escenario. Oí que los padres de Grace le decían a alguien que era un consuelo para ellos.
—Bueno… me… alegro. Y espero que se encuentre mejor, Mike.
—Voy… tirando. —Suelta un suspiro—. Pero Sarah y yo nos hemos separado…, así que… —Se encoge de hombros—. Intento llenar el tiempo. Es lo único que se puede hacer.
—Espere, vamos a buscar una copa de vino. —Nos dirigimos a la mesa de las bebidas—. Lucy, este es…
—Mike Johns —me interrumpe entre risas—. Es lo bonito de esta exposición; no hace falta presentar a nadie. Basta con unir a cada persona con su retrato. Hola, Mike. —Le sonríe con aprecio—. Soy Lucy. Trabajo en la galería.
Dejo a Mike charlando con ella porque me doy cuenta de que acaba de llegar Celine, con el vestido suelto de lino azul, acompañada de Victor. Se nota que ha tomado el sol y lleva el pelo corto.
—¡Feliz cumpleaños, Ella! —me dice.
—Gracias. Me alegro mucho de verla. Me dio pena que no estuviera en casa cuando fui a buscar el retrato. Pero bueno, cuénteme, ¿qué tal fue el viaje?
—Una maravilla. Sobre todo Venecia —añade con una sonrisa que dirige a Victor—. Pero ahora… hay que volver a la vida real. Voy a retomar los estudios: de profesora de francés. Hay un curso de posgrado en Rochampton al que voy a apuntarme.
—Es genial.
—Bueno… ¿dónde me has puesto? —Mira a su alrededor—. Ah, ¡ahí!
Nos dirigimos hacia el retrato de Celine, pero antes de llegar a él, a Celine le llama la atención otro cuadro, mucho más pequeño.
—Anda, aquí estás, Ella —dice Celine—. Me encanta este autorretrato.
—Gracias. Lo pinté el mes pasado. No me había hecho un autorretrato desde hacía veinticinco años, así que… se me ocurrió probarlo.
—¿Y quién es este hombre tan guapo? —pregunta Celine mirando el retrato de Nate, que he colgado junto al mío—. Vaya, está enamorado, ¿verdad? ¡Hasta la médula! —De pronto se echa a reír—. Claro, ¡qué tonta soy!, Ella. Está loco por ti. Confío en que tú estés igual de enamorada de él.
—Pues sí, la verdad.
—Entonces… ¿es este el hombre del que me hablaste? —añade en voz baja—. ¿El que estaba… comprometido?
—Sí. Pero todo ha cambiado.
Celine sonríe.
—Très bien!
En ese momento oigo por casualidad lo que Polly le dice a Iris.
—Mis pies han posado para todos los diseñadores de zapatos de renombre —le cuenta—. Y también soy modelo de manos. He sido las manos de la actriz Helena Bonham Cárter y de la modelo Twiggy y de la actriz Joan Collins, una situación un poco ridícula, porque tiene un montón de años más que yo. —Luego oí que le hablaba a Iris de su actual novio, Ian—. Nos conocimos a través del colegio de Lola. Es editor. De hecho, voy a escribir un libro para él.
—¿Una novela? —pregunta Iris.
—No. Es la historia cultural del calzado, desde la Edad de Bronce hasta la actualidad. Llevará unas ilustraciones preciosas y un sinfín de datos fascinantes… El proyecto ideal para mí. La idea es venderlo en las zapaterías además de en las librerías. Ah, ahí está David Walliams. Gabriella me dijo que le había prometido que se pasaría un momento.
En ese momento llegan también Vida y Doug, así como James y Kay. Miran los cuadros y luego van a buscarme.
—Vaya, por fin podemos ver el retrato de Nate —dice Doug mientras lo mira. Inclina la cabeza—. Es muy contundente, Ella. Pero ¿es un «gran» retrato?
—No lo sé… Lo único que puedo decir es que estoy encantada con él. Más que encantada —añado con la mirada fija en Nate, de pie junto a la puerta.
Se abre paso entre la gente para llegar hasta mí y de repente me entran ganas de llorar de pura alegría.
—Según nos dijiste, un «gran» retrato revela algo sobre el modelo que él mismo desconoce —dice Doug—. Así que ¿qué es lo que no sabía Nate? —Sonríe—. ¿Que estaba enamorado de la mujer que lo pintaba?
Para entonces, tengo a Nate a mi lado.
—Sí que lo sabía —me dice. Me pasa el brazo por la cintura con cariño—. Lo supe desde el primer momento.
Nate me acerca a su cuerpo y recuerdo la noche de la boda de mi hermana. Mantuvimos las distancias, pero cuando todos se habían marchado ya, fue a buscarme. Yo estaba sentada en el banco que hay en el jardín, junto al castaño de Indias.
Se había sentado a mi lado y me había cogido de la mano. La había arropado entre las suyas.
—Me encanta poder hacer esto —me había dicho en voz baja—. Hace tanto tiempo que quería hacerlo.
—Pero entonces ¿por qué…? —Yo había suspirado—. ¿Por qué…?
—¿Seguí con los planes de la boda? —me había preguntado. Le había dicho que sí—. Porque… bueno. —Había soltado un suspiro de aflicción—. Porque no sabía lo que sentías por mí. Y porque pensaba que Chloë tenía muchas ganas de casarse conmigo y creía que si cancelaba la boda, la dejaría hecha polvo; y además, el engranaje de la boda rodaba tan rápido… todo era como…, no sé, como un camión enorme que se había puesto en marcha.
—Gracias a mamá —había dicho yo con amargura.
—Sí.
—Bueno… Quería fuegos artificiales, ¿no? Pues los ha tenido. Pero ¿de verdad tenías la impresión de que Chloë estaba «enamorada» de ti?
Nate había respirado hondo.
—Parecía… contenta de estar conmigo. Hubo un par de semanas en las que la noté más alejada, y ahora sé por qué; pero luego, de repente, volvió a ilusionarse muchísimo con la boda, a involucrarse en los preparativos; me repetía constantemente lo fantástico que era todo y lo felices que íbamos a ser. Pero ahora sé que intentaba convencerse a sí misma.
—¿Y tú estabas enamorado de ella?
—Me gustaba… mucho —había contestado él midiendo las palabras—. Me había… encandilado. Pero nos comprometimos a toda prisa, casi sin querer; al principio me entró el pánico, pero luego me dije que tenía treinta y seis años ya… ¿por qué no casarme? De modo que me convencí de que podía ser feliz con Chloë. Pero entonces te conocí a ti. Y me enamoré de ti, Ella. Lo pasé fatal, porque no sabía qué hacer, y no podía decirte lo que sentía porque te habrías llevado una imagen nefasta de mí. Aunque debiste de darte cuenta de lo que sentía.
—Eh…, sí.
—Pero no diste muestras de saberlo.
—¿Cómo iba a hacerlo? ¡Ibas a casarte con mi hermana! No quería echar por la borda su felicidad… o humillarla ante todos. Y tampoco quería arriesgarme a que se deprimiera como cuando pasó lo de Max. Además, tú y yo habíamos pasado poquísimo tiempo juntos. Menos de un día.
—En fin… —Nate había vuelto la cabeza hacia mí—. Ahora tenemos todo el tiempo del mundo. —Así que nos habíamos quedado uno junto al otro, bajo el árbol, mirándonos a los ojos sin más. Entonces Nate había sonreído—. ¿Qué haces? ¿Contarme las pestañas?
—No. Ya sé cuántas pestañas tienes. Ciento sesenta y dos en el párpado superior…
—¿De verdad?
—Y setenta y cuatro en el inferior. Pero no te preocupes, está dentro de la media.
—Menos mal. Me habías asustado.
No habíamos despegado los ojos el uno del otro, y al final nuestros labios se rozaron.
—Besas con los ojos abiertos —me había dicho.
—Es porque no quiero dejar de mirarte ni un momento. Me encanta mirarte, Nate.
Sus labios volvieron a unirse a los míos y me cubrió las mejillas con las manos.
En la galería de arte, Nate saluda a sus amigos.
—¡Vida! —exclama con afecto—. Kay, James. Me alegro de veros a todos.
Lo cojo del brazo.
—Por fin estás aquí —murmuro muy contenta.
—Claro que estoy aquí. —Nate me da un beso—. Feliz cumpleaños, preciosa.
—Precisamente hablábamos de tu cuadro —dice Kay. Mira a Nate y luego mira el lienzo—. Es tu vivo retrato.
Vida inclina la cabeza y lo observa con detenimiento.
—Sí, sí. No cabe duda de que lo has… capturado, Ella.
Nate me da otro beso.
—Ya lo creo.