—Bueno, ¿te lo has pasado bien? —me preguntó Roy cuando le devolví el coche al día siguiente por la tarde. Cerró las puertas del garaje.
—Sí. El cambio de aires ha sido fantástico, y la familia era muy simpática. —Le entregué las llaves—. He llenado el depósito.
—Qué detalle.
—Era lo mínimo que podía hacer. ¿Y por aquí qué tal?
—Bien. —Sonrió de oreja a oreja—. En realidad, no… Hemos discutido.
—¿Por qué?
—Eh, pues sobre la distribución de los invitados, como era de esperar, y sobre qué cantos elegir para la ceremonia, y sobre si tendríamos que lanzar o no fuegos artificiales… A tu madre le apetece porque al día siguiente es el Cuatro de Julio, pero yo me niego en redondo porque no hay espacio suficiente para tirarlos con una distancia de seguridad. También hubo un pique sobre si las sillas tenían que llevar fundas atadas de color blanco; a Chloë le gusta la idea, pero a tu madre no…
—Ya.
—En fin, me alegro de que hayas disfrutado de la semana fuera. ¿Qué hacías por las noches?
—Escuchaba la radio o leía. También me llevé el portátil. De hecho…, hay algo que me gustaría contarte.
Roy me miró con preocupación.
—¿De qué se trata?
—Bueno… —El corazón me latía desbocado—. He decidido que sí quiero retomar el contacto con John. —Roy se sonrojó—. Ya le había dado bastantes vueltas, pero anoche decidí mandarle un mensajillo; así que quería contártelo y decirte que espero que no te importe.
—Eh, no… —Se encogió de hombros—. Claro que no me importa.
—Porque, ¿sabes…?
—No te apures. No tienes que darme explicaciones.
—Creo que sí, porque te dije que no iba a ponerme en contacto con él y ahora sí voy a hacerlo.
Roy levantó las manos.
—Bueno, has cambiado de opinión, Ella. No pasa nada.
—Pero es que hay un motivo que me ha hecho cambiar de opinión. Es que…
—Ella —dijo Roy—. Tienes treinta y cinco años: no tienes que justificarte por contactar con… con tu…
Se le quebró la voz.
Noté cómo se me estrechaba la garganta.
—Hay cosas que no sabía —dije con mucho tacto—. Y ahora que las sé, ha cambiado mi punto de vista acerca de lo que ocurrió; por lo menos en cierto modo —me apresuré añadir—. Porque…
—No quiero hablar del tema —insistió Roy—. Así que haz lo que quieras, Ella, pero por favor, no me lo cuentes.
Para mi consternación, tenía los ojos vidriosos.
Noté que las lágrimas empezaban a acumularse también en los míos.
—Me dijiste que me apoyarías.
De pronto Roy parecía alicaído.
—Sí, ya sé que lo dije —reconoció en voz baja—. Pero… no es fácil. Lo cierto es que siempre había temido esto. Había leído lo difícil que es para los padres adoptivos cuando sus hijos localizan a sus padres naturales; a pesar de que hayan sido ellos quienes los animaran a hacerlo. Ahora estoy a punto de descubrir lo duro que es de verdad.
—Es que, ¿sabes?, mamá no me había contado nunca la historia completa —insistí—. Y ahora que la sé, y el caso es que ella… —Me quedé petrificada.
Roy me miró.
—¿Que ella qué?
Por encima del hombro de Roy vi a mi madre, que caminaba hacia nosotros con los brazos extendidos.
—Eeee…lla —canturreó.
—No le cuentes nada —susurré—. Por favor.
Roy me dirigió una mirada interrogante, pero asintió con la cabeza.
—Cuánto me alegro de verte, cariño mío. —Mi madre me puso la palma de la mano en la mejilla. La noté fría y tuve un escalofrío—. ¿De qué hablabais, pareja? —añadió divertida—. Parecíais muy enfrascados.
—Eh… Nada, le estaba hablando a Roy de Chichester.
—¿Te ha ido bien? —Los ojos azules de mi madre escudriñaron mi rostro—. Te ha dado el sol, cariño.
—Sí, un poco. Los he retratado en el jardín.
—¿Al aire libre? Qué maravilla. Vamos, pasa y cuéntamelo a mí también… Acabo de preparar café.
Ya estábamos casi en la puerta de entrada. Aparté la mano.
—No…, gracias, mamá. Debería marcharme ya. Tengo cosas que hacer.
—Qué pena —respondió con cariño—. Mira, justo iba a escribirte un correo electrónico para pedirte si podrías venir a casa el domingo para echarle una mano a Roy con el jardín. Tengo ensayo con mis alumnos para preparar la actuación de fin de curso, así que pasaré todo el día en la escuela, pero hay mil detalles de última hora que habrá que controlar. Anda, ven a ayudar a Roy… Te ganarás el cielo.
—Eh…, sí, sí, claro.
Así tendría otra oportunidad de hablar con él a solas.
La semana pasó muy rápido. Llevé a enmarcar el retrato de Mike y en la tienda de ropa que había enfrente encontré un vestido para la boda. Luego me compré en Peter Jones un sombrero y un bolso a juego, y después subí a la sección de listas de boda para encargar la sopera de la vajilla que Chloë y Nate habían elegido. A continuación bajé paseando a Waterstone’s, recogí la biografía de Whistler que había encargado y compré la edición de Everyman de los Poemas completos de John Donne para sacar de ahí el poema que leería en la iglesia.
De camino a casa vi el Café de la Paix. Entré, pedí un café con leche y luego, a modo de pequeño homenaje, me acomodé en la mesa en la que se había sentado mi padre y miré a la calle. Entonces saqué el móvil y volví a leer su respuesta emocionada a mi correo electrónico.
Dediqué los dos días siguientes a retocar el retrato de Grace, que, gracias al vídeo que Mike había grabado, ahora tenía una luminosidad y una vitalidad de la que carecía al principio.
El viernes volví a casa de Iris para pintarla: me contó que se le había ocurrido una idea para el fondo de su retrato. Y luego, el sábado por la mañana, Nate fue al estudio para la última sesión.
Estaba muy callado, algo que agradecí, porque me preocupaba que, si hablábamos, acabáramos tonteando y gastando bromas; la tentación era enorme. Pero parecía que ese día los dos hubiéramos asimilado de forma tácita que la burbuja de exclusividad en la que nos hallábamos estaba a punto de explotar.
Mojé el pincel más fino que tenía en el blanco titanio para poner una pincelada minúscula en cada una de las pupilas de Nate. Era como encender un interruptor; de pronto su cara brilló radiante, viva.
Me aparté del lienzo.
—Creo que ya está.
Nate se incorporó y se acercó al caballete, pero apenas miró el cuadro antes de decir, sin más, que era «muy bueno».
Me limpié las manos manchadas de pintura en un retal.
—Bueno… —Sonreí—. Pues ya hemos terminado.
—Sí. —Nate asintió—. Finita la comedia —añadió luego en voz baja.
Me desaté el delantal y luego bajamos juntos la escalera. Confiaba en que Nate no se despidiera con tanta languidez como la vez anterior; me había dejado con una melancolía y una congoja que me había durado varios días.
—Bueno… —Abrí la puerta de casa—. Gracias por ser tan buen modelo.
Me dedicó una sonrisa taciturna.
—Y pensar que al principio me odiabas…
—No te odiaba.
—Está bien, me tenías manía.
—Eh… Digamos que «no me caías muy bien».
—De acuerdo. Me contento con eso —dijo con diplomacia.
—Pero fue por culpa de un malentendido.
—Claro…
—Y… ahora somos amigos, Nate. ¿O no?
—Sí. Deberíamos serlo —añadió—, después de doce horas juntos. No, quince si contamos aquella comida —rectificó con voz alegre.
—Quince horas —repetí—. Es más de medio día. —Dicho así, no parecía mucho tiempo—. En fin… Tengo ganas de verte en la boda.
Asintió con la cabeza.
—Bueno… —me despedí con una sonrisa—. Pues hasta entonces, Nate.
—Hasta entonces, Ella. —Las sesiones, con la intimidad agridulce que proporcionaban, se habían terminado—. Adiós —susurró Nate.
Me dio un beso, manteniendo la mejilla contra la mía unos instantes más de lo habitual; luego se alejó a toda prisa.
El domingo, a última hora de la mañana, me puse ropa vieja y fui en bicicleta a Richmond. Al pasar por Fulham Broadway vi que había unos veinte ramos de flores nuevos atados a la valla. Caí en la cuenta de que hacía seis meses justos desde el día en que había muerto Grace, y su familia y amigos debían de haber pasado por allí a primera hora para señalar el aniversario. El cartel amarillo en el que pedían información ya no estaba.
Continué con la ruta por Wandsworth Bridge, crucé Rochampton y después el Richmond Park para llegar a casa de mis padres. En la cesta llevaba la postal que le había comprado a Roy y una caja grande de sus bombones belgas preferidos.
Le puse el candado a la bici cerca del garaje de la casa y colgué el casco del manillar. El coche de mi madre no estaba en el camino; sentí alivio. Anduve hasta el lateral del edificio y divisé a Roy al fondo del jardín, rodeado de bandejas con plantas. Mientras caminaba hacia él, levantó la cabeza y me saludó con la mano.
—Feliz día del Padre.
Le di los bombones y la tarjeta.
—Gracias, Ella. Nunca se te olvida. De pequeña siempre me dibujabas postales de felicitación.
—Sí, aún me acuerdo.
Se sentó en el banco que rodeaba el castaño de Indias y quitó el celofán de los bombones.
—¿Sabes una cosa? Las guardo todas.
—¿De verdad?
—Pues claro. —Sonrió—. Sabía que algún día valdrían mucho. —Me ofreció los bombones—. Mete la mano… Antes de que tengamos que meterla en la tierra —añadió mirando de reojo hacia las plantas.
Elegí un bombón y entonces Roy apartó la caja y abrió la felicitación.
«Tengo el mejor padre del mundo».
—Es… precioso —dijo con la voz quebrada.
—Bueno, es cierto. Eres el mejor. ¿Te ha regalado algo Chloë?
—No… Aunque no importa. Bastantes cosas tiene en la cabeza.
—¿Y también va a venir a ayudarte?
—Hoy no. Me ayudó un poco ayer, mientras pintabas a Nate. Bueno, será mejor que te pongas botas de goma… Encontrarás en la casita de muñecas… También hay guantes de jardinería.
—Bah, siempre llevo las manos manchadas de pintura. No creo que pase nada por un poco de barro.
Mientras caminaba hacia la casita de muñecas, me acordé de cuando éramos niñas y Chloë y yo nos pasábamos horas y horas allí metidas. Chloë tenía una cocinita de juguete y nos sentábamos con las piernas encogidas alrededor de una mesa diminuta de su «cafetería», y comíamos triángulos de tarta de chocolate de plástico con un deleite exagerado.
Saqué un par de botas de agua, comprobé que no hubiera arañas dentro y me las puse.
—Venga, ya llevo las botas. ¿Qué hago?
—Tenemos que plantar veinte arbustos de lavanda blanca… —Roy los señaló, cada uno en una bandeja—. También hay veinte plantas de flox, treinta milenramas, cuarenta aquilegias y veinticinco sedums. Este lado de la carpa estará abierto (a menos que diluvie), así que me gustaría que las jardineras quedaran muy vistosas, porque se verán desde dentro.
Miré la amalgama de delfinios, peonías y acantos.
—Ya queda precioso así.
—Bueno, ya solo nos queda añadir el último toque. Venga… —Me tendió una pala pequeña—. Vamos a empezar. Tienes que cavar junto a los palos que he clavado en la tierra para marcar el sitio. Y no te pinches con las rosas.
Había llovido la noche anterior, así que la tierra estaba blanda y era fácil de manipular. Empecé por un extremo de la hilera y Roy por el otro, con la intención de acabar confluyendo en el centro.
—Llevamos buen ritmo —anunció al cabo de una hora más o menos. Se incorporó y se pasó la mano por la frente—. Pero deberíamos parar para comer.
—Me alegro de que lo propongas.
Dejamos las botas en el jardín y entramos en la cocina. Roy se lavó las manos antes de abrir la nevera y sacar jamón y una ensalada mientras yo ponía la mesa.
Al principio no hablábamos, pero al cabo de un rato Roy rompió el silencio.
—Ella…, siento haber estado un poco… susceptible la semana pasada. Cuando me hablaste de John.
—No pasa nada. —Suspiré—. No era mi intención disgustarte. Pero quería contártelo porque…, bueno, porque no fue como siempre había parecido.
Roy frunció el entrecejo.
—¿A qué te refieres?
Entonces le hablé por fin a Roy del largo correo electrónico que me había mandado mi padre. Le conté lo de las numerosas cartas que John me había escrito cuando era pequeña, y le dije que había puesto un anuncio en The Stage y que le habían devuelto todos los cheques que enviaba.
Roy se quedó inmóvil hasta que terminé de hablar. Apartó el plato.
—Vaya, es muy distinto de lo que siempre ha defendido tu madre.
Asentí con la cabeza.
—Siempre ha dicho que él se había comportado como si no existiéramos. Pero hay algo más, Roy… Algo que yo no sabía, y que ni siquiera podía imaginarme.
Le conté de qué se trataba.
Tardó unos minutos en contestar. Se limitó a parpadear repetidas veces, como si intentara hacer un cálculo.
—Bueno… —dijo al fin—. Algunas cosas que no encajaban desde hacía años de repente cobran sentido.
—Es lo mismo que me pasó a mí cuando me enteré. Me sentí como si tuviera que… recalcularlo todo.
Cruzó los brazos.
—Durante el proceso de adopción, recuerdo que tu madre parecía empeñada en que yo no viera nuestro certificado de matrimonio.
—Porque habrías visto que ponía «soltera» en lugar de «divorciada».
Me miro.
—Sí. Insistió en llevarlo ella directamente al juzgado, aunque era mi responsabilidad hacerlo. También recuerdo que nunca me daba detalles de cómo había terminado su matrimonio. Se limitaba a decir, con mucha amargura, que tu padre os había abandonado por esa «otra mujer».
—Pero ¿nunca intuiste la verdad?
—No… —Roy entrecerró los ojos—. Tu madre era tan «convincente»… Y si te soy sincero, no me apetecía en absoluto hablar con ella de su relación con John porque sabía que lo había querido mucho. Pero… pensar que puedes vivir con alguien casi tres décadas sin conocerlo de verdad… —Soltó una risa nerviosa, de desconcierto—. Y esa obsesión con lo horrible que era el adulterio… —Se encogió de hombros—. Era todo parte de la comedia, supongo… En realidad no sé cómo tomármelo. Lo que más siento es pena por ella.
—Esa fue la reacción que yo tuve, pero también estoy… enfadada.
Roy exhaló el aire que había contenido.
—Bueno, te ha ocultado muchas cosas. Y te ha mentido. Es como si hubiera tejido una red que rodeara su relación con John, una red enmarañada —añadió con amargura.
—Si te cuento todo esto es únicamente porque espero que te ayude a comprender por qué he cambiado de opinión acerca de si escribir o no a John.
—Sí, lo entiendo —contestó Roy—. Es verdad que esto… cambia las cosas.
—Porque ¿sabes qué? Estuvo aquí.
Roy me miró a los ojos.
—¿Aquí?
—Sí. Viajó a Londres… para verme.
—¿Quedaste con él?
—No, no, qué va.
Le dije por qué.
Roy se quedó boquiabierto.
—¿Me estás diciendo que pasaste por delante de la cafetería en taxi, y que lo viste, pero no entraste?
—Eso es —dije en un susurro. Noté un nudo en la garganta.
Roy cerró los ojos.
—Pobre hombre…
Asentí con la mirada perdida.
—Lo único que quería era tomar algo conmigo y decirme que lo sentía. Pero como no le di la oportunidad de hacerlo, me escribió, sin imaginarse que yo no conocía la verdad de la relación que hubo entre mamá y él.
—¿Y… ahora ves su comportamiento con… mejores ojos?
—No es que lo perdone, pero por lo menos hace que sea más fácil de comprender. Ya no lo veo como mamá lo había retratado siempre: alguien despiadado y calculador. Ahora lo veo como alguien débil y confundido.
«¿Confundido? Permitir que los hombres estén “confundidos” les da la excusa perfecta para… engañar a otras mujeres, sin ofrecerles… nada».
—¿Y dónde encaja su esposa en todo esto?
—Ahora mismo, en ningún sitio: murió en diciembre del año pasado. —Roy se sorprendió—. También había mantenido en secreto toda la historia y no le había hablado a Lydia de mi existencia hasta hace un año. Luego John empezó a buscarme y me vio por casualidad en The Times. —Me encogí de hombros—. El resto ya lo sabes.
—Entonces… ¿le has mandado un correo electrónico?
—Sí. Le conté que desconocía la mayor parte de lo que me había contado. Le dije que ni siquiera supe dónde estaba él hasta que cumplí once años.
—¿Le hablaste de tu madre?
Negué con la cabeza.
—Le conté que tengo una hermana que está a punto de casarse. Y le dije que tengo un padre maravilloso, que se llama Roy. —Roy se sonrojó; le brillaban los ojos—. John no podría volver a ser mi «padre», aunque no te tuviese a ti. Ya es demasiado tarde para eso; además de estar a más de nueve mil millas, pero… me gustaría poder mandarle algún mensaje de vez en cuando, si te parece bien.
Roy dudó un instante.
—No, no me parece bien. —Me deprimí—. Porque creo que deberías hacer más.
Lo miré a la cara.
—¿Más? ¿A qué te refieres? ¿A llamarlo por teléfono? Tengo su teléfono. Supongo que podría…
—No. Me refiero a que deberías ir a verlo…, a verlos. —Mi corazón dio un vuelco—. Si no puedes pagarte el viaje, yo estaría encantado de…
—No, claro que puedo pagármelo, gracias. Pero… vayamos paso a paso —añadí abrumada—. Es todo… tan repentino para mí.
—Por supuesto. Tienes que asimilarlo, intercambiar más correos con él. Pero una cosa: ¿vas a hablarlo con tu madre?
—Sí, tengo que hacerlo; pero no lo haré hasta después de la boda, porque la conversación la disgustará mucho. Así que, por favor, no le cuentes que sabes lo que sabes.
—No le diré nada —aceptó Roy.
Los siguientes días pasaron en un abrir y cerrar de ojos. Fui a ver un par de galerías de arte con la intención de alquilar una durante una semana de septiembre, y me decidí por Basteóte Gallery, en mitad de King’s Road. A lo mejor cubrían la noticia de la inauguración en la prensa, pensé; incluso puede que me saliera un encargo o dos a partir de la exposición, aunque si lo hacía era sobre todo por la gracia de reunir a mis modelos y dar una fiesta.
Había sitio para unos veinte retratos, de modo que me puse en contacto con todos los que habían posado para mí en los últimos tres años. Les conté uno por uno que iría a buscar en persona los cuadros, los aseguraría y se los devolvería intactos después de la exposición.
Le comenté los detalles de la idea a Celine cuando fui a buscar su retrato para llevarlo a enmarcar.
—Alors… —Abrió la agenda—. El quince de septiembre… —Pasó algunas páginas—. Es miércoles. —Lo anotó—. Debería haber vuelto para entonces. —¿De dónde?, me pregunté—. ¿A qué hora?
—Desde las seis y media hasta las ocho y media. Invitaré también a Victor.
—Por supuesto.
—¿Y qué tal fue la fiesta de cumpleaños?
Sonrió.
—Magnífica… Victor dio un discurso precioso y Philippe también dijo unas palabras. Todos mis amigos y mis parientes estaban allí. Fue una día muy especial.
—Me alegro.
—Y Victor va a regalarme algo ¡fabuloso!
—¿De verdad?
—No se me ocurría nada que pudiera pedirle, pero ayer tuvo una idea genial. Me dijo que me regalaría un viaje, para mí sola, que durara exactamente cuarenta días, durante los cuales podía ir a cualquier parte del mundo, donde se me antojara. Ahora mismo estoy preparando la ruta.
—Qué emocionante.
—Será liberador. Tengo amigos en Estados Unidos, Argentina, Camboya, Ghana y Grecia; los visitaré a todos en esta oportunidad de dar la vuelta al mundo, y terminaré el viaje en Venecia, donde Víctor y Philippe se reunirán conmigo. Pasaremos tres días juntos antes de volar de vuelta a Gran Bretaña justo a tiempo de que Philippe empiece el curso.
—Me parece fantástico. —Oímos el timbre de la puerta—. Debe de ser el taxi… Será mejor que prepare el retrato para llevármelo.
El cuadro seguía en el estudio, colocado sobre el escritorio. Lo ajusté con unas pinzas al portalienzos que llevaba conmigo y salí de su casa.
Era el taxista de siempre porque había pedido que viniera él. Coloqué el cuadro con mucho cuidado en el asiento posterior, entré en el taxi y me despedí con la mano de Celine, que se había quedado de pie en el vano de la puerta.
—Ha terminado el cuadro, ¿verdad? —El taxista se volvió para mirarlo—. Qué bonito. —Alzó la mirada hacia Celine—. Es igual que ella. —Encendió el motor—. Pero no se olvide…
—Ya lo sé. Pero si lo pintara…, ¿cómo se llama, por cierto?
—Rafael.
—Bueno, pues tendría que venir a mí estudio y posar para mí por lo menos doce horas.
—Vaya. —Dejó atrás el camino de entrada de la casa—. No me veo con ánimo de hacer eso, la verdad… Bastantes horas paso sentado en el taxi. ¿Y no podría hacerlo con fotos, como con esa pobre…?
—No —le interrumpí—. Lo siento, pero no. Solo pinto del natural.
—Han encontrado el coche, por cierto.
—¿Ah, sí?
—No era el BMW negro. Era un Range Rover azul oscuro, pero la matrícula estaba tan embarrada que no fueron capaces de leer el número. Resultó que el pobre diablo que conducía no se había enterado de nada. Ni siquiera había tocado a la chica, pero se había acercado tanto a ella con el coche que ella había dado un giro brusco con el manillar justo en un bache y había salido disparada.
—Pobre chica…
—No estoy seguro de si quiero que me pinte —me dijo Rafael mientras cruzábamos Hammersmith Bridge—. A lo mejor bastaría con que me dibujara.
—Podría hacerlo, con carboncillo, o con pastel, o con tinta china.
—¿Y cuánto costaría eso?
—Eh…, a lo mejor podríamos hacer un trueque. Lo hice varias veces cuando empezaba a trabajar. Por ejemplo, pinté al fontanero a cambio de que me arreglara el calentador. No sé…
—Pues muy bien. La llevaré gratis a unos cuantos sitios… Siempre dentro de Londres, claro.
—Me parece justo. ¿Y cuántos me ofrecería?
—Eh… ¿Le parece bien diez carreras?
—Diez me parece genial. —Así me ayudaría a recoger algunos de los retratos para la fiesta—. Trato hecho.
El sábado, el médico que trabajaba con Roy llevó a su hija a mi estudio para la sesión; era una niña de diez años con cara de inteligente y el pelo moreno, largo y brillante; me dijo que quería ser violinista. Su padre se quedó mientras le hice el retrato con sanguina en papel de estraza.
El martes volví a casa de Iris: su retrato estaba casi terminado; en él parecía distinguida y serena, y el fondo que había elegido añadía profundidad e interés a la composición.
Y ya solo faltaban dos días para la boda.
El jueves por la tarde fui en bicicleta a casa de mis padres para escribir las tarjetitas con el nombre para indicar el asiento de cada comensal. En el camino de entrada vi una furgoneta blanca muy grande con las letras «Carpas con esplendor» estampadas en el lateral; en el jardín había un grupo de hombres que ensamblaban barras de acero y desenrollaban piezas extensas de lona blanca.
Roy se acercó a mí y juntos contemplamos cómo levantaban la carpa.
—Bueno…, ahora sí que sí —dijo—. La cosa va en serio. Y casi todos los familiares de Nate han llegado ya.
Lo miré a la cara.
—¿Cuándo los conoceréis?
—Iremos a tomar algo rápido con ellos esta anoche, porque mañana, tu madre y yo estaremos liadísimos; luego nos gustaría pasar una velada tranquila con Chloë: quiere dormir en su antigua habitación una última noche.
—Claro… ¿Cómo está?
Roy se encogió de hombros.
—Estupenda.
Me di la vuelta y vi que mi madre caminaba hacia nosotros, protegiéndose los ojos contra la brillante luz del sol. Señaló a los trabajadores con la cabeza.
—Espero que tengan cuidado con las plantas.
—Los vigilo como un halcón —le aseguró Roy—. No pienso dejar que nadie pise mis aquilegias.
—Me preocupa mucho que fumen —dijo mi madre—. Sé que Gareth Jones encenderá un cigarrillo; sigue fumando cuarenta al día, según dice Eleanor.
—Entonces, mentalízate de que fumará —dije.
—Pues confío en que no lo encienda en la iglesia —bromeó Roy.
Mi madre pasó por alto nuestros comentarios y siguió dándole vueltas al problema.
—Creo que diré a los invitados que está permitido fumar…, pero solo los puros de obsequio después del banquete. Voy a comprar una caja grande de Romeo y Julieta.
Roy soltó un gruñido.
—Venga, ya puedo despedirme de otras quinientas libras…
Mi madre lo miró con reproche.
—No pretenderás ahorrar ahora en el chocolate del loro.
—Ojalá fuera para comprar chocolate —murmuró Roy.
Mi madre se dirigió a mí.
—Ella, ¿podrías ayudarme a escribir las tarjetitas, por favor? Las tengo todas preparadas en la mesa de la cocina.
—Claro. —Entré detrás de ella. Una vez en la cocina, abrió la caja de tarjetas blancas con el ribete dorado y me tendió la lista de invitados; saqué la pluma estilográfica y me puse manos a la obra—. Me siento como si fuera la escribana oficial.
—Ay, no sabes qué favor tan grande nos haces —me dijo—. Aunque todo está saliendo bastante bien. Mañana por la mañana haremos el ensayo.
—¿Me necesitáis para eso?
—No, en realidad es para que la soprano pueda ensayar un poco y para que Chloë y Nate repasen los pasos. Luego, por la tarde, los encargados del catering pondrán las mesas. —Se lamió el labio inferior—. Ella, por casualidad nos podrás echar una mano con las mesas, ¿verdad, cariño?
—No, lo siento, no puedo. He quedado con Chloë para que vea el retrato.
—Ah, bueno, no pasa nada. —Mi madre frunció el entrecejo—. Pero ¿todavía no lo ha visto?
—No; insistió en que no quería verlo hasta que lo hubiera terminado; hemos quedado en el estudio a las tres.
Mi madre sonrió.
—¡Será el momento de la verdad!
A las tres y cinco de la tarde siguiente, sonó el timbre y bajé a abrir a toda prisa.
—¡Ella! —Chloë me sonrió de oreja a oreja y luego se volvió hacia la anciana de pelo cano y vestido elegante que había a su lado—. Te presento a la madre de Nate: la señora Rossi. También le hacía ilusión ver el retrato… Espero que no te importe.
—Claro que no —contesté. Extendí la mano para saludar a la madre de Nate—. Encantada, señora Rossi.
—Por favor…, llámame Vittoria.
La señora Rossi tenía un fuerte acento italiano, y parecía menos frágil de lo que yo imaginaba. Tenía unas facciones bonitas y gráciles y unos ojos de color gris verdoso que me recordaron a los de Nate.
—Nate se parece mucho a usted —le dije mientras entrábamos en casa.
Asintió con la cabeza.
—Sí, sí… Más que a su padre.
—Tengo el estudio en la buhardilla. Si lo prefiere, puedo bajar el cuadro…
—No, no —contestó—. Puedo subir.
Nos siguió a Chloë y a mí escaleras arriba.
—Nate ha sido un buen modelo —le dije a Vittoria cuando llegamos al primer rellano—. Sabe quedarse inmóvil.
—Ah… Sí, es un buen chico.
Entramos en el estudio. Vittoria sonrió con admiración mientras contemplaba los cuadros que había colgados.
—¿Qué tal ha ido el ensayo? —le pregunté a Chloë.
—Bien. Creo que mañana todo irá como la seda. ¿Te gusta la lectura que he elegido para ti?
—Sí. He estado practicando.
—Genial. Bueno… —Dio una palmada, sonriente—. ¡Veamos el retrato! —Se dirigió a Vittoria—. ¡Qué emoción!
—Sí, qué emoción —corroboró Vittoria.
Saqué el lienzo de Nate de la estantería donde guardaba los cuadros y lo apoyé en el caballete.
Chloë y su futura suegra se colocaron frente al retrato, codo con codo.
En el silencio que siguió, me percaté del suave rugido del tráfico y del ulular distante de una sirena. Al cabo de unos segundos, empecé a pensar que no estaría mal que dijeran algo. Por supuesto, teniendo en cuenta que provenía de Florencia, supuse que los estándares de Vittoria serían altos; pero aunque no pudiera compararme con Rafael o Leonardo, estaba más que satisfecha con el resultado de mi trabajo. No obstante, el silencio prolongado de Vittoria y Chloë solo sirvió para que me convenciera de que estaban decepcionadas. Me desmoralicé.
Vittoria inclinó la cabeza hacia un lado sin dejar de analizar el cuadro.
—Piacevole —dijo por fin.
«Bonito», traduje mentalmente. Cree que el retrato es «bonito», me dije.
—Molto piacevole —añadió Vittoria mientras lo contemplaba—. Muy bonito.
Genial, pensé.
—E un buon ritratto, es un buen retrato. Bravo, Ella —concluyó, y me sonrió.
Miré el perfil de Chloë mientras observaba el cuadro.
—Estoy de acuerdo con Vittoria —dijo al cabo de un momento—. El retrato es… bueno. Muy bueno —añadió convencida—. Así que…, gracias, Ella. Pero… ahora tenemos que irnos.
—¿No os apetece un té?
—Eh, no… —contestó Chloë—. Me temo que no tenemos tiempo. Tengo que acompañar a Vittoria al hotel y luego he de recoger unas cosas en el piso e ir a Richmond; y por supuesto, esta noche debería acostarme temprano; pero…, muchas gracias —repitió, con un aire digno y ligeramente estirado que no cuadraba en absoluto con el carácter de Chloë. Serían los nervios de la boda, me dije. Se dio la vuelta y se dirigió a la puerta.
—¿No vas a llevarte el retrato? —le pregunté—. Creía que querías dárselo a Nate mañana.
Chloë volvió a mirar el retrato y se ruborizó.
—Eh…, no. Creo que… esperaré.
—¿Prefieres dárselo enmarcado? —pregunté.
—Sí. Sí…, eso es.
—Me parece bien. —Bajamos juntas la escalera—. Bueno…
Abrí la puerta principal y me despedí de ellas con una sonrisa.
—Pues hasta mañana —dije.
—A domani —respondió Vittoria. Me cogió la mano y me la estrujó… como si quisiera consolarme, pensé; luego me dedicó una sonrisa radiante—. Brava, Ella. Ha sido un placer conocerte… Arrivederci.
—Arrivederci —contesté.
Se marcharon.
A la mañana siguiente madrugué y me quedé remoloneando en la cama; no solo me deprimía pensar que era el día en que Nate iba a casarse, sino que me sentía oprimida, como si alguien hubiera colocado una pila de ladrillos sobre mi pecho. Intenté distraerme trabajando: terminé el dibujo de la hija del médico; luego le mandé un SMS a Chloë para desearle «Feliz cumpleaños»; después volví a mirar el retrato de Nate, que seguía apoyado en el caballete. Piacevole, murmuré con amargura. El veredicto de Vittoria me había deprimido, y la respuesta de Chloë no había sido mucho más entusiasta.
Me duché, me peiné y me maquillé y, después de frotarme las manos a conciencia para limpiarme las manchas de pintura, me limé las uñas y me vestí.
A la una menos cuarto oí la bocina del coche de Polly; se había ofrecido a llevarme a la iglesia. Corrí a abrir la puerta y la saludé con la mano mientras ella aparcaba el Golf plateado.
Salió del coche y abrió el maletero para que pudiera dejar el sombrero en la bandeja de atrás.
—Estás preciosa —me dijo en cuanto vio mi vestido de seda entallado con un volante alrededor del escote bajo—. Me encanta el verde lima.
—Bueno… Me pareció que este tono alegre y claro era adecuado. —No es que me sintiera alegre precisamente—. Estás guapísima, Pol.
Llevaba un traje de lino en tono rosa con unas sandalias planas plateadas que dejaban al descubierto los dedos de sus pies, perfectos, con las uñas esmaltadas en rosa caramelo. Sonreí a Lola, que estaba sentada detrás, con un vestido de lino azul cielo y la melena rubia recogida en un moño.
—Qué mayor pareces, Lola.
—Con once años uno ya es mayor —comentó con voz seria.
Volví a entrar en casa para recoger el bolso y el libro de poemas. Cerré con llave y, con cuidado de no forzar ninguna costura, me agaché poco a poco para sentarme en el asiento del copiloto.
Polly se puso guantes para conducir.
—Han tenido mucha suerte. Hace un día fabuloso —comentó a la vez que encendía el motor.
Mientras recorríamos el barrio de Putney le hablé a Polly de la visita de Chloë y Vittoria.
—Estoy segura de que les encantó el retrato —me dijo.
—Bueno… Yo creo que no les gustó mucho.
Polly me miró a la cara.
—¿Por qué lo dices?
—No sé, Chloë dijo que era muy bueno.
—¿Qué más quieres? Seguro que es fabuloso —añadió, siempre incondicional.
—Pero la madre de Nate se limitó a decir que era pincevole, es decir, que estaba bien, sin más, como si pensara que no había hecho justicia a su hijo.
Polly puso el intermitente.
—Mira, Ella… Es su madre; lo más probable es que hubiera dicho lo mismo aunque lo hubiese pintado el propio Miguel Ángel.
—Creo que has dado en el clavo. Soy demasiado puntillosa con esto.
—Es normal…, eres artista.
Sorprendentemente, había muy poco tráfico, así que llegamos con tiempo de sobra a Richmond. Polly aparcó enfrente de la casa de mis padres, se cambió los guantes que usaba para conducir por otros de encaje blancos y luego salimos las tres del coche. Abrió el maletero y me pasó el sombrero.
—Vamos a echar un vistazo al jardín —propuse.
La carpa era una maravilla, con las paredes de lona de un blanco prístino y el «techo» de un percal pálido que resplandecía gracias a unos diminutos espejitos. Las varas de acero estaban forradas con tul en color crema y tenían unas guirnaldas de jazmines de verano en espiral. La vajilla fina y el cristal de las copas desprendían destellos en las mesas cubiertas por manteles de hilo; cada una de ellas lucía un impresionante centro floral de azucenas rosas.
Polly silbó admirada.
—Es espectacular, ¿verdad, Lola?
Lola asintió.
—Cuántas flores…
Delante de cada plato había un menú ribeteado en oro y una bolsita de seda con peladillas rosas y blancas. Me pregunté si Chloë y Nate también romperían una copa para atraer a la buena suerte.
Por la parte abierta de la carpa vi a cuatro camareros de uniforme que transportaban por el césped una enorme escultura de hielo con forma de cisne, bajo la ansiosa supervisión de mi madre. Entraron en la carpa y la depositaron en la gran mesa lateral en la que iban a servirse las bebidas.
Mi madre levantó la mirada y nos vio.
—¡Polly! —exclamó en voz baja—. Y Lola… ¡cuánto has crecido desde la última vez que te vi! Y vaya, estás fantástica, Ella… Todas estáis guapísimas.
—Tú también, Sue —dijo Polly—. Bueno, todo es… magnífico.
Mi madre le respondió a Polly con una sonrisa de gratitud.
—Gracias. Tengo que reconocer que todos los preparativos han valido la pena.
—Creía que ibas a ayudar a Chloë a ponerse el vestido —le comenté.
Mi madre soltó una risita incómoda.
—Me ha dicho que no quería que la ayudase. Así que, como ya está con la peluquera y la maquilladora, creo que dejaré que se encarguen ellas y yo me ocuparé de las cosas por aquí. Pero sí acompañaré a Chloë y Roy a la iglesia.
Miré el reloj.
—Ay, será mejor que nosotras vayamos ya.
—Nos vemos en la iglesia —le dijo Polly a mi madre.
Me puse el sombrero y caminamos hasta la iglesia de Saint Matthew, que estaba a la vuelta de la esquina. Nate ya estaba esperando fuera. Estaba tan imponente con el traje de gala y el chaleco gris oscuro que se me encogió el corazón. Cuando me vio, sonrió y mi corazón se llenó de deseo. Me acerqué a él para darle la enhorabuena y después le presenté a Polly y a Lola.
—Encantado de conoceros —les dijo—. Os presento a mi padrino de bodas, James —añadió cuando James apareció por allí.
Le sonreí.
—Me han dicho que has escrito un discurso fabuloso.
—Ay, sí, es una maravilla. —Dio una palmada—. Me muero de ganas de leerlo… Aquí el amigo me ha hecho esperar una barbaridad hasta que se ha decidido a dar el paso, ¿eh? —bromeó mirando a Nate.
Nate respondió con una sonrisa sincera.
—No te quejes, por lo menos vas a tener mucho público —le dije a James.
Asintió.
—Sí, vamos a ser una buena tropa.
Efectivamente, esa tropa ya empezaba a materializarse, mientras los invitados doblaban la esquina en grupitos de dos o tres, para después congregarse junto al pórtico. Una mujer con una cámara de vídeo y una bolsa negra grande colgada del hombro nos iba grabando mientras un hombre con traje de color crema hacía fotos con una cámara réflex.
—¿Entramos ya? —le pregunté a Polly.
—Vamos.
Cuando entramos en la iglesia el organista estaba tocando «Jesús, alegría de los hombres» de Bach. Distinguí a Vida, quien, ataviada con un traje blanco y negro de pata de gallo y un sombrero negro de ala ancha, charlaba con Kay, que llevaba un vestido con estampado de flores en azules y blancos. Les sonreí y confié en que se hubieran olvidado de mi comportamiento tan bochornoso en la fiesta de compromiso de Chloë y Nate. El marido de Vida, Doug, a quien habían pedido que ayudara a acomodar a los invitados, nos tendió a Polly, a Lola y a mí las hojas con el programa de la ceremonia y después anduvimos hasta la parte delantera de la iglesia.
Había ramilletes de guisantes de olor en los extremos de cada banco; pero cuando vi las flores del altar me quedé boquiabierta: una apabullante amalgama de peonías, agapantos, viburnos y nardos, cuyo sobrecogedor aroma me evocó el perfume Fracas de mi madre.
—¿Dónde nos sentamos Lola y yo, Ella? —me preguntó Polly en un susurro.
—Conmigo —respondí—. Después de veintinueve años, sois de la familia.
Así pues, las tres nos sentamos en la segunda fila de bancos de la parte izquierda; dejamos la primera fila libre para Roy y mi madre. La soprano, Katarina, ya estaba sentada y hojeaba el cancionero. El sol se colaba por las vidrieras decoradas y proyectaba unos haces de luz de colores que se extendían por las paredes y el suelo.
En ese momento entró Nate y ocupó su lugar, junto al altar.
—Guau —comentó Polly al verlo—. Ya me habías dicho que era atractivo. —Me miró—. Debió de ser una gozada pintarlo, ¿no?
—Sí —dije con voz neutra.
—Parece muy nervioso —comentó Lola.
—Sí, bastante —murmuró Polly.
Nate no parecía nervioso, sino preocupado, pensé.
Al otro lado del pasillo, unas cuantas mujeres que supuse que eran las hermanas de Nate iban tomando asiento, acompañadas de sus maridos e hijos; las oía hablar en una mezcla de italiano e inglés.
—Che bella chiesa.
—Tengo un jet-lag horroroso.
—Che bei fiori.
—Si, sono magnifici. Tendría que haber comido algo antes de venir.
—Mamma dice che il ritratto é un «disastro».
—¿Todos esos son familiares de Nate? —me preguntó Polly, asombrada.
—Supongo que sí. —Intenté adivinar por qué podía pensar la madre de Nate que el cuadro era un «disastro». No era un desastre: era un retrato bien hecho, lleno de vitalidad. Era evidente que ni a Chloë ni a ella les había gustado la composición. Entonces apareció la anciana en cuestión, con un traje de chaqueta de color verde esmeralda, combinado con zapatos y sombrero azul marino. Cuando vi que se sentaba en el banco reservado le sonreí y me devolvió la sonrisa antes de fijar la mirada en el altar. Volví la cabeza y eché un vistazo a mi espalda. La parte central de la iglesia se había llenado.
Una amiga de Chloë, con un vestido de seda beige, pasó de puntillas con unos tacones altísimos; por un momento creí que iba a caerse.
—Le iría bien un bastón —le dije a Polly al oído—. O mejor un andador.
Polly asintió con la cabeza.
—En el siglo diecisiete, las aristócratas solían ponerse tacones tan altos que siempre llevaban a un sirviente a cada lado, para que las sujetara al caminar.
—Qué buena idea…
Abrí el libro de poesía.
Polly le echó un vistazo.
—¿Estás nerviosa?
—Mucho. No he leído nada en público desde que iba al colegio. Por cierto, ¿qué tal va con el padre simpático?
—Bien. —Polly sonrió—. Lo he invitado a comer en mi casa mañana.
—Muy bien. ¿Le has dicho ya a qué te dedicas?
—Sí, y no le importa. De hecho…
De repente se paró el órgano y cesó el murmullo de la gente. El párroco, el reverendo Hughes, se había colocado en el centro del altar. Levantó las manos y todos nos pusimos en pie.
Sonrió.
—Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros…
—Y con tu espíritu —contestamos a coro.
Me di la vuelta y, entre un mar de sombreros, vi la silueta de Chloë recortada contra las puertas de la iglesia, con Roy a su lado y mi madre detrás, dando los últimos retoques al vestido de novia de mi hermana. Entonces sonó la marcha nupcial de la «Entrada de la reina de Saba» y Chloë dio un paso adelante.
Mientras Chloë avanzaba lentamente por el pasillo cogida del brazo de Roy, mi madre se apresuró a pasar por el lateral izquierdo de la iglesia y se coló en el banco de la primera fila. En ese momento Chloë pasó junto a nosotras, bellísima, espectacular, con el vestido de tul decorado con nomeolvides y una estola de organza que relucía sobre sus hombros esbeltos; se había recogido el pelo en un moño, adornado con una gardenia. Llevaba un sencillo ramo de rosas blancas. La sobrina de Nate, Claudia, con un vestido azul pastel y bailarinas a juego, la seguía a unos pasos de distancia.
Miré de reojo a Nate mientras Chloë se aproximaba al altar. Me había torturado muchas veces imaginándome el orgullo y el deleite que sentiría él en ese instante, pero lo único que veía en su rostro era tensión y ansiedad. Cuando Chloë llegó hasta Nate, el novio sonrió, pero su sonrisa no se reflejó en sus ojos. Si Chloë se dio cuenta, sus facciones no lo expresaron. Al volverse para darle a Claudia el ramo de novia, lucía una expresión de inefable serenidad. Claudia tomó el ramo de rosas y se dirigió al tercer banco para sentarse con sus padres, mientras Roy iba a colocarse junto a mi madre.
La pieza de Haendel terminaba con un cierre atronador. El párroco esperó a que se apagaran las últimas reverberaciones y entonces nos dio la bienvenida a la iglesia de Saint Matthew, como testigos del enlace matrimonial entre Chloë y Nathan, para que juntos pidiéramos la bendición de Dios para la pareja y compartiéramos su alegría. A continuación, anunció el primer himno: «Praise My Soul the King of Heaven». Mientras cantábamos a coro, la exquisita voz de Katarina destacó por encima del resto.
Durante la última estrofa, vi que Nate levantaba los ojos hacia el altar. Chloë tenía un aspecto muy solemne. Una vez terminado el himno, nos sentamos.
—Pasemos ahora a la primera lectura —dijo el reverendo Hughes—, que leerá la hermana de Chloë, Gabriella.
Con el corazón latiéndome desbocado, me levanté del banco y me dirigí al atril con forma de águila. Coloqué el libro encima.
—«Los buenos días» —leí—, de John Donne. —Levanté la cabeza. El mar de cabezas era un borrón—. «¿Qué estaríamos haciendo tú y yo / antes de amarnos como ahora? ¿Acaso fuimos simplemente, niños, / que libaban placeres bucólicos?…». —Continué leyendo y percibí la mirada de Nate puesta en mí, aunque me di cuenta de que Chloë seguía mirando al frente—. «Saludemos ahora / a nuestras almas temerosas, cautas, / que vacilan aún al contemplarse. / Pues, en amor, el amor es quien manda, / y hace, del sitio más menguado, / estancia y lecho donde amarse…». —Hice una pausa—. «Mi rostro, amor, está en tus ojos / y el tuyo, aquí en los míos…». —Por fin vi que Chloë volvía la cara para mirarme—. «Y nuestros corazones / en nuestra faz descansan dulcemente. / ¿Dónde podría hallar / tan cabal hemisferio, / sin el ocaso del Oeste / ni el rigor del Norte?…».
Cuando hube terminado de leer el poema, regresé al banco con las rodillas temblorosas.
Polly apoyó su mano enguantada sobre la mía.
—Muy bien —me susurró.
En ese momento el párroco aseguraba que el sacramento del matrimonio era un modo de vida que Dios había santificado, un signo de unidad y fidelidad que todos deberíamos honrar y mantener.
—Nadie —continuó— debería acercarse al matrimonio de manera inconsciente o egoísta; es preciso hacerlo con reverencia y responsabilidad ante la mirada de Dios Todopoderoso. —Alzó las manos—. En primer lugar, debo pedir que si hay alguien en la sala que conozca algún motivo por el que estas dos personas no puedan casarse de acuerdo con la ley, lo diga ahora.
Miré a mi madre. Sonreía con serenidad, pero tenía la mandíbula apretada, hasta que, al ver que nadie abría la boca, se relajó.
El párroco miró a Chloë y a Nate.
—Los votos que estáis a punto de jurar —dijo con solemnidad— deben hacerse en presencia de Dios, que es el juez de todos los seres humanos y conoce todos los secretos de nuestro corazón; por lo tanto, si alguno de los dos conoce algún motivo por el que no podáis casaros de acuerdo con la ley, debéis decirlo ahora.
Se hizo un silencio, tras el cual el párroco unió las manos de Nate y Chloë.
—Nathan —dijo—, ¿quieres recibir a Chloë como esposa y prometes serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y así, amarla y respetarla todos los días de tu vida?
Nate no respondió. Sentí una repentina oleada de esperanza, seguida de un mazazo de vergüenza.
—Sí… —empezó—. Sí… —Se le quebró la voz otra vez. Soltó el aire lentamente, como si soplara un cristal. Luego lo oí susurrar—: Sí, quiero.
El párroco se dirigió a Chloë.
—Chloë, ¿quieres recibir a Nathan como esposo y prometes serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y así, amarlo y respetarlo todos los días de tu vida?
En ese momento Chloë dudó también; supuse que se debía a que Nate había vacilado y ella no quería parecer demasiado impaciente, o tal vez lo hiciera para demostrar que había escuchado la pregunta con atención y estaba asimilando cada una de las promesas; pero transcurrieron por lo menos diez segundos desde que se lo habían preguntado, y luego quince, y luego veinte… El silencio de la iglesia se había espesado, cada vez más tenso, hasta convertirse en un murmullo o en un latido punzante. Y siguió transcurriendo el tiempo: por lo menos un minuto ya, y entonces los bancos empezaban a crujir, pues los asistentes se removían en los asientos.
—¿Quieres a Nate como esposo? —volvió a preguntar el reverendo Hughes. Tenía el rostro encarnado, pero aun así, Chloë no contestó. Se limitó a quedarse allí, inmóvil, con la cabeza gacha. La gente alargaba el cuello para ver mejor qué ocurría. De pronto, los hombros de Chloë empezaron a sacudirse. Soltó una risita; la emoción del momento la había puesto histérica, pensé. Entonces me di cuenta de que no se reía. Estaba llorando.
El párroco, a todas luces acostumbrado a ver llorar a las novias el día de la boda, pasó por alto las lágrimas.
—Chloë, ¿quieres recibir a Nathan como esposo? —insistió—. ¿Prometes serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y así, amarlo y respetarlo todos los días de tu vida?
Chloë tomó aire de forma entrecortada. Entonces se produjo otra pausa que pareció eterna.
—No —susurró.
Se oyó un suspiro colectivo. Mi madre se llevó la mano a la boca consternada.
—Pero… ¿Chloë? —El vicario tenía el rostro reluciente por el sudor.
Chloë lo miró como si implorara y entonces se desmoronó.
—No… puedo —dijo entre sollozos.
Entonces miró a Nate, que la miraba a la cara, boquiabierto. Chloë le soltó la mano.
—Lo siento…, Nate.
El reverendo Hughes les susurró algo y ambos asintieron. Chloë no dejaba de gimotear. Nate se metió la mano en el bolsillo de la pechera y le dio el pañuelo de seda, y Chloë enterró la cara en él. El reverendo Hughes se aclaró la garganta y se dirigió a los congregados.
—Vamos a variar ligeramente los pasos de la ceremonia —anunció—. La señorita Katarina Sopuchova cantará «Ave María» mientras Chloë, Nate y yo nos retiramos a la sacristía para hablar un momento. Gracias por la paciencia.
El organista tocó los arpegios que abrían la composición de Bach-Gounod mientras Katarina subía los peldaños del altar.
—Aaaaveeee Mariiiiaaaa… —cantó mientras Chloë y Nate seguían al párroco—. Plenum gratia…
De repente, Chloë se detuvo y, para mi sorpresa, se dio la vuelta y me pidió que la acompañara.
—Dominus teeeecum…
Me levanté y mi madre hizo lo mismo, pero Roy le indicó en un susurro que se sentara de nuevo, cosa que, a regañadientes, ella acabó por hacer.
—Benedicta tu in mulierbus…
Seguí a Chloë y a Nate a la sacristía, a la que se accedía por un pasillo corto que había a la izquierda del altar.
—Et benedictas fructis…
En la mesa estaba abierto el grueso registro matrimonial de tapas de cuero, aguardando las firmas de Chloë y Nate. Mi hermana se sentó, con las mejillas encendidas de tanto llorar, y Nate se sentó junto a ella. La miró desconcertado.
—… ventris tui, Iesus…
Cerré la robusta puerta de roble y la voz de Katarina se amortiguó.
—Chloë —dijo el párroco—, ¿podrías decirme qué ocurre, por favor? —Ella no contestó. Se dirigió a Nate—. ¿Lo sabes tú?
Tenía el rostro lívido. Negó lentamente con la cabeza.
—No tengo la menor idea.
—¿Son los nervios de la boda? —le preguntó a mi hermana el reverendo Hughes. Chloë negó con la cabeza; tenía la mirada perdida—. Ayer, después del ensayo, me dijiste que tenías muchas ganas de casarte con Nate, así que… —Extendió las palmas hacia arriba—. No lo entiendo.
Chloë se pasó el pañuelo por debajo de los ojos.
—Lo siento —dijo con voz quebrada—. ¡Lo siento mucho! Debería haber cancelado la boda anoche, o incluso esta mañana, pero no tuve agallas. Me dije que ya era demasiado tarde, así que tendría que pasar por esto y decidir qué hacer con mi vida más adelante. Pero ahora que estoy aquí, y tengo que decir esas palabras delante de todos nuestros familiares y amigos, delante de Dios, lo siento, pero… no puedo.
El párroco parpadeó sin comprenderlo.
—Pero ¿por qué no puedes?
—Porque… —Chloë sorbió las lágrimas—. Porque… ayer descubrí algo. —Tragó saliva con dificultad—. Descubrí algo sobre mi madre que…
De repente oímos pasos y entonces la puerta se abrió de par en par, con un crujido de los goznes. Al instante apareció mamá, con Roy pisándole los talones.
—Sancta María… —oímos.
—¡Chloë! —mi madre echaba fuego por los ojos.
—Sancta Mariiiiaaaa…
Roy cerró de un portazo.
—¿A qué juegas, Chloë? —exigió saber mi madre sin más preámbulos.
Chloë la miró a la cara.
—¡Vete! ¿Crees que aún no has hecho suficiente daño?
Mi madre retrocedió como si le hubiera dado una bofetada y después recuperó la compostura.
—No —contestó con tranquilidad—. No pienso irme… No, cuando esta boda ha costado cuarenta mil libras…
—Sue, no sigas —intervino Roy, pero mi madre hizo oídos sordos.
—… y cuando me he dejado la piel para que fuera un día inolvidable.
—Bueno, desde luego, será un día inolvidable —dijo Roy con voz lúgubre.
—¿Se puede saber qué piensas, Chloë? —insistió mi madre.
Chloë apretujó el pañuelo con ambas manos.
—Voy a decirte qué pienso. —Parpadeó para dejar caer una lágrima—. Pienso en lo mucho que has interferido, mamá, y mangoneado y… manipulado.
Mi madre apretó los labios.
—La palabra que deberías emplear es «ayudado»; es evidente que no tienes ni idea de lo que cuesta…
—Por favor, señora Graham —la interrumpió el párroco. Volvió a dirigirse a Chloë—. Chloë, por favor, ¿podrías explicarnos qué ocurrió ayer para hacerte cambiar de opinión?
—Está bien. —Chloë asintió con la mirada perdida y volvió a llevarse el pañuelo a los ojos—. Lo que ha ocurrido es que anoche descubrí algo sobre mi madre, algo que…, bueno, que lo cambia todo.
Al oírlo, Roy soltó un gruñido grave.
—¿A qué te refieres, Chloë? —preguntó el párroco.
—Una vez fui muy feliz con alguien —respondió Chloë—. Se llamaba Max, y yo lo amaba… y él me amaba a mí.
—¡No lo suficiente! —soltó mi madre.
Chloë no le hizo caso.
—Pero el problema era que estaba casado.
—¡Eso! ¡Cuéntaselo a todo el mundo! —espetó mi madre.
Chloë siguió sin hacerle caso.
—Y a mi madre le parecía fatal… como acabáis de ver. No paraba de decirme que tenía que dejar de ver a Max porque no iba a separarse de su mujer, y que lo que hacía estaba fatal, y que además, estaba perdiendo el tiempo, porque jamás saldría bien.
—¡Y no salió bien! —exclamó mi madre con aire triunfal.
—No, no salió bien —reconoció Chloë muy apenada—. Pero podría haber funcionado si me hubieras dejado en paz, porque ahora Max y Sylvia se han separado.
No obstante, hacía semanas que Chloë lo sabía; Roy me había dicho que se lo había tomado bien, así que ¿por qué se disgustaba tanto ahora?
Chloë miró al párroco con ojos enrojecidos.
—No espero que vea con buenos ojos nada de todo esto —dijo en voz baja—. Solo trato de explicar…
El reverendo Hughes arrugó la frente.
—Entonces, crees que tu madre impidió que siguieras con Max.
—Porque lo hizo. —Chloë tenía los ojos llenos de lágrimas otra vez—. Porque me convenció para que pusiera fin a la relación… y eso me rompió el corazón.
—¿Cuántos años tenías entonces, Chloë? —le preguntó el vicario.
—Veintisiete… Sí, ya lo sé, fui tonta por hacerle caso a esa edad. Pero confiaba en ella y creí que actuaba únicamente por mi bien.
—¡Y lo hacía! —protestó mi madre—. Por supuesto que fue por eso.
Chloë negó con la cabeza.
—Pero anoche descubrí algo sobre mi madre que me hizo darme cuenta de que no había actuado pensando en mí, todo lo contrario.
Mi madre palideció.
—¿De qué hablas?
Chloë la miró con frialdad y luego volvió a dirigirse al párroco.
—Mientras cenábamos, mamá y yo discutimos. Me dijo una vez más lo feliz que le hacía la boda, y lo agradecida que estaba de que yo por fin hubiera «visto la luz» acerca de mi «horrible relación» con Max… Y empezó a meterse con él. Me disgusté mucho. Pero después de que se marchara a la cama, papá intentó tranquilizarme. Y me explicó a qué se debía esa actitud tan obsesiva de mi madre. Me dijo que era porque ella había mantenido una relación larga con un hombre casado: el padre de Ella, John. —Mi madre miró a Roy sin dar crédito a lo que oía—. Pero mamá siempre ha fingido que ella era la pobre esposa abandonada.
Mi madre se hundió en una silla.
—¿Qué has hecho, Roy? —susurró.
—¿Qué has hecho tú, Sue —contraatacó él en voz baja—, al no ser sincera con nosotros a lo largo de todos estos años? Gabriella se enteró hace poco a través de John, quien se lo contó por correo electrónico. Él no sabía que Ella no estaba al tanto de la verdad. Hace unos días me lo contó a mí. Y anoche yo se lo conté a Chloë. —Cerró los ojos—. Ojalá no lo hubiera hecho.
—Pues me alegro de que lo hicieras —contestó Chloë.
El reverendo Hughes soltó un suspiro de exasperación.
—Sigo sin comprender por qué todo esto es tan importante en un día como hoy, Chloë.
Mi hermana lo miró desesperada.
—Porque anoche, las piezas encajaron por fin. Acabé de entender por qué mi madre había insistido tanto en lo nefasto que era Max: era porque mi relación con él le recordaba su propia relación fracasada con el padre de Ella. Estaba proyectando en Max toda su amargura acumulada hacia John.
—¡No! —exclamó mi madre—. Intentaba protegerte.
—¡Ya soy adulta! —replicó Chloë—. No necesitaba tu protección; y ahora me doy cuenta del daño tan grande que ha causado esa «protección». No solo porque me impediste estar con alguien a quien amaba, sino porque insististe para que se celebrara esta boda.
Vi que Nate inclinaba la cabeza.
Mi madre reprimió un sollozo.
—Bueno, pues podrías haberte negado, ¿no?
Chloë la miró a los ojos.
—Es cierto… Pero eres tan convincente, y Nate es un hombre tan bueno, y yo estaba desesperada por mover ficha e intentar olvidar a Max como fuese, así que me dejé atrapar por tus planes y maldita la hora en que lo hice, ¡Dios! —chilló Chloë—. Porque si no lo hubiera hecho, habría tenido tiempo suficiente para evitar todo este… ¡lío en el que estoy metida!
Ocultó la cara entre las manos.
—Has vuelto a tener noticias de Max —dijo mi madre con voz más calmada—. De eso se trata. —Chloë asintió. Mi madre frunció los labios—. ¿Cuándo?
Chloë alzó la cabeza, con las mejillas empapadas en lágrimas.
—La noche de la fiesta de compromiso —contestó ella de manera automática—. Me llamó para decirme que Sylvia y él se habían separado por fin.
Caí en la cuenta de que por eso Chloë estaba tan alicaída cuando me había acompañado a la puerta después de la fiesta.
—Max sabía que yo estaba comprometida, pero se moría de ganas de volver a verme antes de que fuera demasiado tarde. Así que nos vimos… —Chloë miró a Nate—. Fue cuando estabas en Finlandia. Solo hablamos —añadió—. No pasó nada. Pero… —Apretujó el pañuelo entre los dedos—. Volver a ver a Max me hizo desear estar con él. —De modo que había sido entonces cuando Chloë había tenido sus «dudas», reflexioné—. Estaba dividida, fue horrible —continuó—. Así que volví a ver a Max: fue ese domingo, cuando me dijiste que te habías encontrado con Ella, Nate. Te había dicho que iba a ver a mis padres, pero en realidad estaba con Max. Odiaba tener que mentirte, pero sabía que tenía que verlo una vez más para poder decidir. Y le dije que ya era demasiado tarde: me había comprometido contigo.
—Desde luego que sí —dijo mi madre.
Chloë no la escuchó.
—Pensaba en todas las cualidades de Nate —continuó mi hermana—. Me las repetía una y otra vez. Me decía que tenía mucha suerte de estar con él.
El vicario frunció el ceño de nuevo.
—Pero me lo dijiste ayer mismo, Chloë. Después del ensayo.
Chloë lo miró desesperada.
—Sí, ya lo sé. Pero había otro problema gordo del que yo no tenía ni idea. Porque el caso es que… —De repente se abrió la puerta y entró la madre de Nate, con James y Vida—. Es que… —Enseñó las palmas de las manos—… Nate no me quiere.
Mi madre soltó un bufido cargado de desdén.
—Pues claro que te quiere. Nate te pidió que te casaras con él.
—No. —Chloë negó con la cabeza—. Se lo pedí yo. Estábamos en el restaurante Quaglino’s, celebrando mi ascenso… Habíamos bebido una botella de champán, y de repente se me ocurrió preguntarle: «¿Por qué no nos casamos?». Lo dije casi en broma, solo hacía cuatro meses que nos conocíamos, pero para mi sorpresa, Nate contestó: «Vale, ¿por qué no?». Entonces, esa noche, en la subasta, te lo contamos, mamá, y antes de que nos diéramos cuenta, no solo habías decidido la fecha, sino que habías hecho la mitad de los preparativos. Has controlado la boda, mamá…, ¡has controlado todo el tinglado!
—¿Y por qué no ibais a casaros? —se defendió mi madre—. Tú tienes veintinueve años, y ¡Nate tiene casi treinta y siete! Y el amor no lo es todo al principio en un matrimonio. El amor crece con el tiempo.
—Eso es lo que me dije yo —contestó Chloë entre sollozos—. Pero sabía que no sentía por Nate ni una pizca de lo que había sentido por Max.
—¿Cómo puedes decir unas cosas tan hirientes delante de Nate? —preguntó mi madre.
—Porque sé que no le hago daño —respondió Chloë—. Y no solo me refiero a que, como he dicho, Nate no me quiera. —Tragó saliva—. Me refiero a que sé que ama a otra persona. Y yo no tenía ni idea hasta ayer por la tarde; fue justo cuando me di cuenta de que Nate ama a… —Soltó una risita perpleja—. Nate ama a…
—Ella —dijo Vittoria—. Nate ama a Ella. —Lo miró—. ¿No es así, Nate? Tu ami Ella?
Nate no contestó. Me sonrojé cuando todos volvieron la mirada hacia mí.
—Lo vi —continuó diciendo Vittoria—. Lo vi en el ritratto… Quiero decir, el retrato. Está ahí, Nate, en tus ojos, en el modo en que miras a Ella mientras te pinta. Lo vi de inmediato. Y me di cuenta de que Chloë también lo había visto, pero claro, era tan evidente que… cualquiera se habría dado cuenta. —Pues yo no me había dado cuenta, pensé. Aun así, Nate siguió sin responder—. Y me daba mucha pena Chloë —siguió Vittoria—. También me dabas pena tú, Nate, porque sabía que sería un desastre que te casaras con Chloë cuando saltaba a la vista que estabas enamorado de su hermana. Pero no podía decirte nada, porque ya era demasiado tarde. —Se encogió de hombros—. ¿Verdad que amas a Ella?
Mi madre se volvió hacia mí.
—Pero ¿qué has hecho, Ella? —me espetó con frialdad—. ¿Tantos celos tenías de Chloë que has utilizado las sesiones para intentar…?
—Ella no ha hecho nada —atajó Nate. Era la primera vez que hablaba y todos fijamos la mirada en él—. Lo único que hizo fue pintarme y hablar conmigo. Pero sí…, nos llevamos… bien.
Mi madre dedicó a Nate una mirada furiosa, hecha un basilisco.
—Entonces, ¿por qué ibas a seguir con la boda si es a Ella a quien amas?
—Porque… no soy un inconsciente —contestó Nate—. No iba a cancelar la boda solo por haber pasado quince horas con Gabriella… Sobre todo cuando ¡ni siquiera sabía lo que ella pensaba de mí!
El silencio se prolongó hasta que Vida carraspeó.
—Está loca por ti, cariño. —Todos miramos a Vida—. No te lo dije —continuó Vida—. No creía que fuera asunto mío, teniendo en cuenta que ibas a casarte con Chloë. Pero lo vi en la fiesta de compromiso: por cómo se fijaba con atención en todo lo que le decías, y por las miraditas que te lanzaba. —Noté que el pulso se me aceleraba—. Y me dio mucha pena. —Vida se dirigió a mí—. Pero ya no siento pena por ti, Ella, porque creo que ahora se arreglará todo.
—Bueno… —dijo el reverendo Hughes—. Supongo que la conclusión de esta charla es que Chloë y Nate no van a casarse.
—Eso es —dijo Chloë en voz baja—. ¿Verdad, Nate?
Lo miró a los ojos y él asintió con la cabeza.
Mi madre contrajo todas las facciones de la cara.
—Hay ciento ochenta y nueve personas esperando ahí fuera.
Parecía que el «nueve» fuera lo que la irritaba.
Roy irguió los hombros.
—Pues habrá que contarles lo que pasa.
Hablamos con el reverendo Hughes y luego regresamos todos a la iglesia, donde para entonces Katarina ya había terminado el Panis Angelicus e iba por la mitad del Stabat Mater de Rossini. El organista tocó el final de la melodía y la soprano volvió al primer banco, con el rostro enrojecido por la fatiga de ese recital inesperadamente largo.
El párroco se aclaró la garganta.
—Sentimos mucho haberles hecho esperar tanto —dijo—. Pero hemos mantenido una conversación muy importante, y la conclusión es que, al final, Chloë y Nate han decidido no casarse. —La gente exclamó entre susurros y fue reaccionando ante la noticia—. Ambos reconocen que el matrimonio es un compromiso demasiado profundo para contraerlo cuando se tienen dudas —continuó el reverendo Hughes—. No obstante, Roy me ha pedido que comunique que hoy es el cumpleaños de Chloë, así que espera que todos se reúnan con la familia en su casa, tal como estaba previsto, para celebrar el cumpleaños en lugar de la boda.
Todos se removieron incómodos en los bancos, algunos se echaron a reír con nerviosismo.
—¿Qué ha pasado? —me susurró Polly cuando todos los demás se levantaron para marcharse—. ¿A Chloë le ha entrado pánico escénico? Vaya desastre… —añadió.
—No, no es un desastre —dije flotando de alegría.
Vittoria se me acercó en cuanto salí de la iglesia a la cálida luz del sol. Me tocó el brazo.
—Ahora ya puedo decirte lo que de verdad pienso del retrato que le has hecho a Nate —dijo en voz baja—. Me parece… ¡fantástico!
Me entraron ganas de darle un beso, pero me contuve y le di las gracias con una sonrisa. Miré a Vida, con ganas también de darle un beso. Luego miré a Nate y noté cómo se me ensanchaba el corazón. Pero dejé que siguiera andando con Vida y James, quien parecía decepcionado por no haber podido soltar su discurso. Mi madre iba acompañada de Roy e intentaba mantener como fuera cierto aire de dignidad, pero su rostro desvelaba la consternación y el apuro.
Al llegar a casa, mi madre no salió al jardín con el resto de invitados, sino que entró por la puerta principal y la cerró inmediatamente; a través de la ventana del recibidor vi que subía despacio la escalera, apoyándose en la barandilla.
Cuando entré en la carpa, Roy estaba sirviendo el champán. A su lado, el cisne de hielo empezaba a gotear en la bandeja. Entonces fui a la cocina para ayudar a los camareros. Chloë miraba por las puertas acristaladas, y junto a ella había un carrito con la tarta nupcial de cinco pisos. Observó a los invitados que entraban y salían de la carpa, y después cogió el teléfono que había en un mueble del pasillo. En cuanto empezó a marcar, supe a quién llamaba.