Capítulo 10

Releí el mensaje de mi padre una y otra vez. Cuando por fin lo cerré, sentí una oleada de rabia contra mi madre pero luego, para mi sorpresa, la rabia se apagó y me dejó únicamente una inmensa pena por ella, pues se había sentido en la obligación de ocultar el verdadero lugar que ocupaba en la vida de mi padre. Insatisfecha por el papel que le había tocado, se había reinventado a sí misma para convertirse en la esposa ultrajada, un papel que había desempeñado con una sinceridad tan apasionada que yo jamás lo había puesto en duda. Casi la admiraba por haber sabido mantener la ilusión durante tanto tiempo. Lo había conseguido, medité, no tanto a través de las mentiras —aunque ahora sabía que también me había mentido—, como a través de la evasión y la insinuación. O bien se había negado a hablar de la relación con mi padre, alegando que le causaba demasiado dolor, o había utilizado a propósito expresiones ambiguas para permitir que yo me llevara una impresión equivocada.

Caí en la cuenta de que mi madre nunca había utilizado la palabra «marido» ni «esposa», sino que siempre se había referido a Frances como «la otra mujer», algo que, en cierto modo, por supuesto, era cierta. También había evitado contestar de forma directa a mis preguntas, y había recurrido a afirmaciones que no eran mentiras en sentido estricto, pero que tampoco eran verdad. Por ejemplo, había dado a entender que lo que yo había calificado con ingenuidad de «primer matrimonio» no había sido por la iglesia porque mi padre no era «creyente», en lugar de admitir que no se habían casado. Nunca me había hablado del «divorcio», pero había permitido que yo empleara la expresión sin corregirme.

Entonces comprendí cómo había logrado mi padre ocultarle a mi madre la documentación necesaria para emigrar: se la habían enviado a su casa. También comprendí por qué no le había pasado pensión de manutención, y por qué no había fotos de la boda; no era, como había asegurado mi madre, porque se hubieran perdido las fotos, sino porque no había habido boda. Por último, comprendí el verdadero motivo por el cual nunca podíamos irnos una semana de vacaciones con mi padre: él había sido incapaz de separarse de su esposa y su hija durante más de tres días.

Mi madre había invertido el triángulo amoroso con una sutileza tremenda y, en ocasiones, con audacia.

«Ay, sí, habría sido muy tierno. ¿Te imaginas a las hijas de la esposa y la amante jugando juntas en el parque? ¿Eh? ¿Te gustaría que te pasara eso, Ella…?».

Me maravillé ante su complejidad mental; o tal vez hubiera llegado a convencerse de que sí había estado casada con mi padre, y eso era lo que le había permitido mantener la pantomima con semejante vehemencia.

«¡Era yo!… ¡Yo era la parte agraviada!».

Mientras bajaba las escaleras con desgana para ir a la cama, pensé en la aparente familiaridad que mostraba mi madre con las frustraciones de ser amante. En ese punto, ahora me daba cuenta, era en el único en que había patinado la creación de su personaje. Con frecuencia le advertía a Chloë que los hombres casados «jamás» dejaban a sus esposas. Aunque era muy raro que ella dijera eso, teniendo en cuenta que, en teoría, a ella la había abandonado su marido. Y sobre todo, comprendí por qué mamá la había tomado con Max: no porque hubiera engañado a su mujer, sino porque había seguido viviendo con su esposa, igual que había decidido hacer John.

«Me hablaba de la casa tan fabulosa que íbamos a comprar, y de la vida que compartiríamos, de las vacaciones que haríamos, cuando todo ese tiempo…».

Ese era el verdadero motivo por el cual mi madre había censurado siempre con tanta vehemencia el adulterio: porque en su caso no había funcionado. ¿O acaso su indignación formaba parte del teatro y nada más, porque daba más peso a la suposición de que ella también había sido una esposa engañada?

Me metí en la cama e intenté averiguar qué sentía hacia mi padre. El hecho de que no hubiera estado casado con mi madre no convertía sus actos en algo más perdonable. Había tenido dos familias y había abandonado a una de ellas, y eso no iba a cambiar. Pero entonces me di cuenta de que Polly tenía razón: la historia tenía dos versiones. Mi padre no nos había abandonado de una forma fría y calculada, sino en un ataque de pánico cegador. Era un hombre débil que se había metido en un buen lío. Sí había intentado mantener el contacto con nosotras; decir que no lo había hecho había sido una de las pocas mentiras descaradas de mi madre, pero era una mentira esencial para sostener el caso que había construido contra él.

Mientras apagaba la luz pensé en las cartas de mi padre, enviadas y después devueltas al remitente, como un bumerang. Cuando por fin me dormí soñé con mi madre, vestida con un tutu largo blanco y velo de novia.

Cuando me desperté a la mañana siguiente con el sonido de la voz de mi madre, creía que seguía soñando.

—¿Ella? —me decía—. ¿Eeeella? —Había dormido fatal y estaba tan agotada que casi esperaba encontrármela de pie junto a mi cama—. Por favor, coge el teléfono, Ella. Tengo que hablar contigo.

Aparté la colcha de repente y bajé a la carrera, agarrándome fuerte de la barandilla. Cuando cogí el auricular, el contestador se desconectó y la luz roja empezó a parpadear irritada.

—Menos mal —dijo mi madre—. Temía que no estuvieras en casa. ¿Ella? Contéstame… ¿Estás ahí?

—Sí, aquí estoy… —La furia se fue fraguando en mí al recordar de nuevo las mentiras y el engaño. Me entraron ganas de ponerla contra la espada y la pared en ese mismo momento, pero el instinto me dijo que esperara. Me mordí el labio—. ¿Qué pasa, mamá?

—Chloë me está volviendo loca.

—¿En qué sentido?

—No deja de entrometerse.

—¿Y por qué no iba a entrometerse…? La que se casa es ella.

—Sí… Pero no puedo dejar que intente cambiarlo todo a estas alturas. No le gusta la tarta, quiere que tenga flores nomeolvides a juego con las del vestido en lugar de rositas.

—¿Han preparado ya el glaseado?

No, pero eso significa que tendré que llamar a la pastelería para modificar el pedido, y ya tengo mil cosas que hacer. Además, no deja de poner pegas a los menús: ahora dice que no quiere pot au chocolat, sino una torre de profiteroles.

—Bueno, ¿y por qué no? ¿O también tienes que pedir permiso al catering para cambiar el postre?

—No seas graciosilla, Ella. Y lo que es peor, no acaba de decidirse con los cantos de la iglesia, lo que significa que no podemos imprimir las hojas de la ceremonia. Ah, una buena noticia; por lo menos ya ha elegido tu lectura: será «Los buenos días», de John Donne.

—De acuerdo…

Cogí un boli y lo garabateé en un papelillo.

—Luego quiere cambiar la vajilla que íbamos a alquilar. Yo pedí la sencilla y fina en blanco con el borde ondulado y ahora ella quiere la de color azul pálido con el reborde dorado. Cada vez se vuelve más exigente.

—Vaya, no debe de ser fácil de lidiar.

—Me saca de quicio… Aunque en cierto modo es buena señal, porque significa que se implica en los preparativos; entre tú y yo, creo que hace unas semanas tuvo algunas dudas tontas… Pero bueno, a las novias siempre les entran las dudas de última hora cuando se acerca el gran día.

—Lo dices por experiencia.

Se produjo un silencio hiriente.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, pues que te has casado dos veces, ¿no? —dije con voz inocente—. Así que tienes experiencia sobre el tema…

—Es que no puedo discutir con ella. Es superior a mí —siguió mi madre como si nada—. Chloë y yo siempre nos buscamos las cosquillas. Supongo que será porque, en cierto modo, nos parecemos mucho.

—Ya lo creo.

De pronto me di cuenta de hasta qué punto la vida de Chloë era un reflejo de la de mi madre.

—Bueno, el caso es que confío en que se calme un poco y lo deje todo en mis manos. Si no, la boda será un desastre.

—Seguro que no. —Miré el reloj de la cocina—. Ahora tengo que dejarte, mamá.

Me despedí a toda prisa de ella, porque de lo contrario iba a terminar abriéndole la puerta a Nate en camisón. Una parte de mí deseaba abrirle la puerta en camisón. Otra parte de mí deseaba abrirle la puerta desnuda de la cabeza a los pies, meterlo en mi casa de un tirón y abrazarlo.

Subí y me di una ducha de agua templada. No me sequé el pelo con secador, sino que lo dejé húmedo y sin peinar. No me maquillé. Me puse un vestido suelto en un tono mostaza enfermizo y unas sandalias horrorosas que me hacían parecer patizamba. Quería que mi aspecto, y mi ánimo, me hicieran sentir corriente y poco agraciada para apagar todo atisbo de chispa que pudiera haberse encendido entre Nate y yo. Pero en cuanto coloqué el lienzo en el caballete, sentí que las chispas rebrotaban centelleantes.

Era como si el retrato fuese el propio Nate; como si, sin saber cómo, se hubiera producido una fusión entre la persona y el cuadro. Me besé la yema del dedo y luego la coloqué en la boca pintada. Acaricié la mejilla y después le toqué el pelo. Se me ocurrió que no le daría el retrato a Chloë: lo guardaría para mí, igual que Coya se guardó el retrato de la duquesa de Alba porque se había enamorado de ella y era incapaz de desprenderse de su imagen.

¡Riiiinnng!

Respiré hondo, bajé despacio la escalera y abrí la puerta. Ahí estaba Nate, con vaqueros y un polo en azul pastel; llevaba el jersey verde sobre los hombros. Le dediqué ese tipo de sonrisa neutral que reservaba para el fontanero o el cartero.

—Hola, ¿qué tal?

Él me sonrió con cariño y noté que se me encogía el estómago.

—Estás fantástica —me dijo al entrar.

—No es verdad.

Se quedó cortado.

—Sí lo estás; llevas un vestido… bonito.

—No —protesté—. El color no es nada favorecedor y es totalmente amorfo.

Nate se encogió de hombros, descolocado.

—Entonces, ¿por qué te lo has puesto?

—Porque… —No podía contarle la verdad—. Porque voy a manchármelo de pintura, así que da igual.

—Bueno… Supongo que tiene sentido. —Subimos al espacio luminoso del estudio. Moví las persianas para ajustar la luz, rectifiqué la posición del biombo y me até el delantal. Nate se puso el jersey y se acercó al caballete para mirar el lienzo—. Has adelantado mucho desde la última vez que vine.

—Sí, pero es que casi no nos queda tiempo. De hecho, esta es la penúltima sesión —añadí con voz alegre, como si no me importara que el proceso de creación del retrato estuviera a punto de terminar.

—¿Y la última será el sábado que viene?

Me retorcí el pelo para hacerme un recogido informal.

—El sábado siguiente, si no te importa, porque tengo que ir a Chichester. —Le conté lo del encargo del retrato para las bodas de plata—. Lo necesitan en muy pocos días. Es urgente —añadí muy seria.

Nate sonrió.

—¿Cobras un suplemento por encargos urgentes?

—Sí. Tengo un número disponible las veinticuatro horas del día con un número parecido al ciento doce.

—¿Y pones una luz azul parpadeante en el caballete?

—Pues claro. —Sonreí sin querer—. Bueno… —Desenrosqué la tapa del frasco de disolvente—. Hoy voy a trabajar los ojos, así que tendré que mirarte fijamente. Espero que no te importe.

—No te cortes.

Me acerqué a Nate, apoyé las manos en las rodillas y me adentré en sus ojos con la mirada. Estaba tan cerca de él que veía mi reflejo en sus pupilas y, detrás de él, el cuadrado de la ventana, con las esquinas curvadas por la convexidad de su córnea.

Nate me miró con sospecha.

—¿Qué murmuras?

—Cuento las pestañas. Ahora me has distraído y tendré que empezar otra vez. Muy bien… —Achiné los ojos—. Una, dos, tres, cuatro…

Olía el perfume de Nate y el débil olor acre de su sudor.

Me sonrió y las arrugas de su sonrisa se pronunciaron más, creando pequeñas hendiduras.

—Puedo verme —me dijo—. En tus ojos.

—Bueno… Eso es lo que pasa a esta distancia.

—¿Tú también te ves en los míos?

Miré el centro de sus pupilas.

—Sí, llevo el pelo fatal. —Me tiré del flequillo—. Eh, no parpadees. Muy bien… Basta de retarnos con la mirada.

Una vez delante del caballete, empecé a rellenar los iris de Nate con millones de puntitos de negro humo y de verde viridiano.

—Me pregunto cuántas veces miras a una persona mientras la pintas —comentó Nate.

—Uf, muchísimas. —Me limpié una mancha de pintura del dorso de la mano—. Un retrato consta de miles de miradas. Pero posas de maravilla, Nate. Pareces un modelo profesional. Voy a nominarte para el premio del Culo de Oro. —Noté que me sonrojaba—. Ay, quiero decir… de la Silla de Oro.

Sonrió de oreja a oreja.

—Entonces, ¿qué? ¿Has averiguado ya quién soy en realidad?

—Eh, me voy acercando.

—Cuando lo sepas, dímelo, por favor. La duda me vuelve loco.

—Confío en que sepas verlo por ti mismo en el retrato. Y confío en que te guste el resultado.

—¿A ti te gusta?

—Me encanta —dije sin pensar.

Nate parpadeó.

—¿Te encanta mi retrato?

—Sí… Quiero decir… Siento una satisfacción creativa. Creo que la composición ha quedado muy bien, lo de hacer que miraras directamente al frente, que establecieras contacto visual con el espectador, es impresionante, cautivador y…

—¿Desafiante?

Sonreí.

—No cabe duda de que es muy directo. Confío en que le guste a Chloë —añadí con una punzada.

—Seguro que sí. —Y en ese momento, sonó el teléfono de Nate. Lo sacó del bolsillo y miró la pantalla—. Qué casualidad, es Chloë. ¿Te importa, Ella…?

El puñal volvió a clavárseme en el pecho.

—No pasa nada. Aprovecharemos para hacer la pausa.

—Hola, Chloë —dijo Nate mientras yo llenaba el hervidor de agua—. No… No interrumpes. —Detecté el entusiasmo y la alegría en la voz de Chloë—. Eh… Sí, me gustan los profiteroles —oí que contestaba Nate mientras yo ponía unas cucharadas de café en la máquina—. No, no me importa de qué color son los platos… Ya hablaremos de los cantos, sí, claro… Hasta luego. —Volvió a guardar el móvil en el bolsillo—. Perdona… Chloë se está estresando con lo de la boda.

—Pero parece muy contenta.

Se encogió de hombros.

—Eso creo.

—Y supongo que tú también, ¿no?

Se rio mirándome con asombro.

—Imagino que sí. Está a la vuelta de la esquina.

—Sí… No hay forma de escapar —comenté en broma mientras le ofrecía una taza de café—. No es que piense que tengas ganas de hacerlo —añadí enseguida.

Entonces le pregunté cuándo llegarían su madre y sus hermanas y cuánto tiempo se quedarían. También le pregunté si a su amigo James le hacía ilusión ser el padrino de boda.

—Está emocionado… Dice que ya tiene escrito el discurso.

Nate volvió a sentarse en la butaca.

Cogí el pincel de sable más fino que tenía y empecé a pintarle las pestañas. Una vez que hube terminado, me dediqué a trabajar el hueco de la base de la garganta, la protuberancia y la curva de la nuez, y luego la sombra azul debajo de la barbilla. Estábamos en silencio, salvo por el rumor del tráfico y el trino de un mirlo, que no acababa de encajar con la situación.

Bajé el pincel.

—Creo que ya hemos terminado… por hoy.

Nate se incorporó y desentumeció las piernas. Luego se quitó el jersey. Al hacerlo se le salió el polo del pantalón, de modo que quedó a la vista su abdomen, recubierto de un fino vello oscuro. Me sobrecogió una oleada de deseo.

Volví a dejar la paleta en la mesa, me quité el delantal y bajamos juntos la escalera. Abrí la puerta de la casa.

—Bueno…, ya casi lo tenemos.

—Ya casi lo tenemos —repitió Nate en voz baja—. Ciao, Ella.

Me dio un beso en la mejilla, y cuando su piel rozó la mía tuve que contenerme para no rodearle el cuello con los brazos.

En lugar de eso, le dediqué una sonrisa alegre pero impersonal.

—Adiós, Nate.

Acabé de abrir la puerta.

Ciao —murmuró. No se movía de allí.

—Eso ya lo has dicho.

—¿Ah, sí? Vaya… —Me dio otro beso—. ¿Y también había hecho esto?

El calor se propagó por mi rostro.

—Sí.

—Vaya, lo siento. —Sonrió con descaro y fingido apuro a la vez—. Estoy confundido.

—Por favor, no… lo estés.

—No lo haré —respondió con firmeza—. No puedo.

Y entonces, para mi desesperación, me besó una tercera vez y se marchó.

—Vuelves a tener esa expresión —me dijo Celine a la semana siguiente. Era la última sesión para el retrato.

Cogí la espátula.

—¿Y qué expresión es esa?

—De nostalgia… Como si pensaras en alguien, un hombre. —No contesté—. Me encantaría que me lo contaras —añadió—. Al fin y al cabo, sabes muchas cosas de mí.

—No hay nada que contar.

Añadí unos toques de dorado rojizo al pelo de Celine para destacarlo.

—Pero hay alguien…

—No. Por lo menos, no hay nadie con quien pudiera funcionar.

—¿Por qué no? ¿Está… comprometido?

—Sí. «Comprometido» es la palabra exacta.

—Ay —suspiró—. Qué mala pata.

—Sí. —Bajé la espátula—. Pero así son las cosas. En fin… Ya casi he terminado su retrato.

—¿Ah, sí?

—Solo me falta una cosa…

Cogí un pincel muy fino.

—Echaré de menos las sesiones —dijo Celine—. Les he cogido cariño. Aunque siento haber sido tan impertinente contigo al principio.

—No se preocupe. —Unté el pincel en el blanco titanio—. Estoy segura de que ha sido favorable para el cuadro el tener esa… tensión inicial —dije escogiendo con cuidado las palabras.

Celine sonrió. La miré a la cara y di un toque de blanco en cada ojo. Me alejé del lienzo.

—Ya está.

—Déjame verlo. —Celine se acercó al caballete y contempló el cuadro—. Es precioso —dijo al cabo de unos segundos—. Gracias, Ella.

Tenía miedo de que Celine desprendiera una sensación de ansiedad e insatisfacción en el cuadro, pero parecía tranquila y relajada, aunque también se advertía un punto de decisión.

Inclinó la cabeza.

—Parece que esté a punto de levantarme para ir a algún sitio. Creo que eso es lo que dirá la gente.

—A lo mejor hay quien dice eso, pero cada uno vemos cosas diferentes; es muy subjetivo. Algunas veces, las personas ven cosas en mis retratos que ni yo misma veo. —Quité del lienzo un pelillo del pincel extraviado—. Habrá que esperar unas semanas antes de llevarlo a enmarcar, pero por lo menos puede tenerlo colgado mientras tanto.

Se mordió el labio inferior.

—Aún no he decidido dónde; pero por supuesto, aquí no —añadió con ironía. Pensé en lo mucho que se había enfadado con su marido cuando este había propuesto colgarlo encima de la chimenea—. Tal vez en el estudio —musitó—. Es más, si no te importa, ¿podrías dejarlo allí de momento, por favor?

—Claro… Es un buen sitio para que se seque. —Saqué el retrato del caballete y seguí a Celine por el pasillo hasta el estudio. Lo coloqué en una mesa esquinera.

—Confío en que le guste a Victor —le dije mientras volvíamos a la salita.

—Estoy convencida de que sí.

—En cualquier caso, es muy bonito tener un retrato. Además, durará mucho, mucho tiempo. —Empecé a recoger las cosas—. Salvo que haya un incendio, una inundación catastrófica o un ataque nuclear, la gente seguirá contemplando su retrato dentro de doscientos o trescientos años, Celine.

Sonrió.

—Lo cual pone en perspectiva mis cuarenta años.

—Es verdad. Bueno… —Metí los pinceles en el maletín—. ¿Le hace un poco más de ilusión que llegue su cumpleaños?

—Sí —contestó con cautela—. En parte, porque he llegado a un acuerdo con Victor. Vamos a dar la fiesta, porque si la canceláramos, nuestros amigos se llevarían una decepción.

Plegué el caballete.

—Por supuesto.

—Pero le he dicho que no me compre el anillo de diamantes.

—Ya entiendo.

—Es un regalo demasiado ostentoso teniendo en cuenta que las cosas entre nosotros están tan… revueltas. En lugar de eso, le he pedido que haga un donativo a una organización benéfica.

—Un gesto precioso —dije mientras recogía la funda protectora para el suelo. Me incorporé—. ¿Alguna en particular?

—Sí. La semana pasada fui a una comida —me dijo Celine—. A mi lado tenía a un hombre que dirige una organización que vela por la limpieza de las aguas, Well-Spring.

—¿Max Viner?

—¿Lo conoces?

—Sí… Un poco. —No iba a decirle de qué lo conocía—. Está casado con una escritora de novela negra, Sylvia Shaw.

—Estaba casado con ella —me contó Celine—. Me dijo que se han separado hace tres meses y ahora están en pleno divorcio.

—¿De verdad? —Me preguntaba si Chloë lo sabía.

—No me contó mucho más; parecía triste, pero dijo que era de mutuo acuerdo. Al parecer, ella está saliendo con su editor.

—Vaya.

La foto de Max, orgulloso, junto a Sylvia en la presentación de su último libro adquirió un significado totalmente distinto para mí.

—Bueno, no importa. Me impresionó mucho lo que me contó sobre la organización; así que, después de hablarlo con Max directamente, Victor ha accedido a hacer un donativo que servirá para financiar la instalación de cuarenta pozos manuales en Mozambique.

—Magnífico. ¡Es un regalo de cumpleaños fabuloso!

—Sí. Me dijo que aun así quiere regalarme algo para mí: algo memorable, me dijo, lo cual es típico de él, pero no se me ocurre nada.

Acabé de cerrar el caballete.

—He decidido que voy a hacer algo para mi cumpleaños, Celine. Es a mediados de septiembre. Quiero organizar una exposición de mis retratos más recientes. Alquilaré una galería unos días y me gustaría pedirle prestado el retrato, si no le importa; también me encantaría que viniera a la inauguración, a ser posible vestida como la he pintado. ¿Le apetecería?

Celine sonrió.

—Será un placer.

Me había imaginado que la breve estancia en Chichester sería una especie de semana de vacaciones con algo de trabajo, pero a partir de las conversaciones telefónicas que mantuvimos con los Berger, quedó claro que tendría más de obligación que de ocio, porque ahora querían que en el retrato aparecieran también sus dos hijos, sus tres perros y sus dos gatos siameses. No es que quisiera quejarme, pues un retrato de grupo tan grande supondría una buena inyección para mi cuenta bancaria, pero sería un reto pintarlo en una sola semana. Además, necesitaría un lienzo enorme. Intentaba ingeniármelas para transportarlo cuando Roy me llamó por teléfono para preguntarme si podía darle mi número a un compañero de trabajo que quería que le hiciera un retrato a carboncillo de su hija.

—Claro que sí —le contesté, contenta ante la perspectiva de más trabajo—. Dile que me llame para que le comente las distintas opciones… Muchas gracias, Roy.

Aproveché para contarle que tenía que ir a Chichester.

—Entonces es un encargo grande.

—Sí, y requiere un lienzo igual de grande. No sé cómo voy a llevarlo…

—¿Y no puedes comprar el lienzo en Chichester?

—Podría, pero primero tengo que darle una capa con emulsión, que tarda dos días en secarse, así que quería llevarme uno de Londres ya preparado. Tendré que alquilar un coche.

—Puedes usar el mío.

—¿No lo necesitas?

—Solo voy al hospital un día a la semana, y estoy seguro de que tu madre puede dejarme el suyo, o llevarme… Nos apañaremos.

—Vaya, sería estupendo.

Así pues, fui a buscar el coche el sábado por la mañana.

—Me has hecho un gran favor —le dije mientras Roy abría el candado de la puerta del garaje.

Empujó las puertas pintadas de verde.

—Me encanta poder ayudar a mi Chica Número Uno.

Entró y sacó marcha atrás el Audi plateado hasta el camino. Luego salió del vehículo y me dio las llaves.

—¿Quieres entrar a tomar algo antes de irte?

—Eh… —Tenía miedo de montar una escena si veía a mi madre—. ¿Está mamá? —pregunté como si tal cosa.

—No. —Noté una oleada de alivio—. Ha ido a buscar el traje de la boda. Se lo han arreglado.

—Vale… Bueno, pues entonces tomaré un cafecito rápido.

Entramos en la casa. Era la primera vez que estaba allí desde que mi madre me había hablado de Lydia. Me senté en el mismo sitio, junto a la mesa de la cocina, y recordé cómo le brillaban los ojos por las lágrimas, su rostro convertido en una máscara de sufrimiento.

«Me he resistido a contarte la verdad, Ella. Pero ahora voy a hacerlo».

No me había contado la verdad, sino su versión distorsionada de la verdad.

«Lo que recuerdas es el día en que vi a tu padre con su… con… su…».

Esposa, pensé con rabia.

—¿Estás bien, Ella? —me preguntó Roy—. Pareces… preocupada.

—Eh… Sí, estoy bien.

Me sentí tentada de contarle lo del último correo electrónico de mi padre, pero no me pareció bien hacerlo antes de tener la oportunidad de hablarlo con mi madre, y a juzgar por lo atareada que estaba ella, no tenía la más remota idea de cuándo podría ser.

Roy llenó el hervidor de agua.

—Voy a tener que alquilar un frac —me dijo mientras sacaba dos tazas del armario.

De pronto me planteé qué iba a llevar yo; me veía vestida de negro fúnebre.

Las puertas acristaladas que daban al jardín estaban abiertas. Me acerqué a ellas y miré el inmenso césped de un verde exuberante, enmarcado por unas jardineras, con la casita de muñecas de Chloë, hacía tiempo convertida en cuarto para las herramientas, en el rincón más alejado, junto al castaño de Indias. Me imaginé la impresionante carpa blanca son sus toldos, cuerdas y cortinas drapeadas. Me imaginé a todos los invitados entrando y saliendo con sus trajes elegantes, sus vestidos de seda y sus sombreros de ala ancha, y el desfile de camareros, músicos y cómicos, todo ello presidido por mi madre, con su carisma glacial y su inefable pose.

Roy preparó el café.

—Bueno, ¿qué te parece el jardín? ¿Queda bien?

—Fabuloso.

—Lo voy haciendo por partes. No hago más que cortar el césped, echar abono y regar con los aspersores… Rezo para que no haya restricción de agua.

—Crucemos los dedos.

—Ni vientos fuertes… No queremos que el toldo de la carpa termine enredado en el árbol.

—Sí, no quedaría muy bien. Pero ya verás, será todo un acontecimiento.

—Ya lo creo —dijo Roy, fatigado. Dejó las dos tazas de café en la mesa—. Vendrán ciento ochenta personas… Y todavía faltan respuestas por llegar.

—Santo Dios.

Se sentó y suspiró.

—Es demasiado. Intenté que tu madre accediera a invitar a la mitad, pero me dijo que quería una boda que todo el mundo recordase…, y eso es lo que tendrá.

«Tenemos una lista de invitados enorme».

—Da la impresión de que esté preparando su propia boda —añadió, sobrepasado por la situación.

«También le estoy dando vueltas a lo de los confesi».

—Roy… —le interrumpí.

—¿Sí?

Me senté enfrente de él. El corazón me martilleaba en el pecho.

—Roy, quiero contarte una cosa, aunque no estoy segura de sí debería.

Parpadeó.

—¿Qué quieres contarme? —Arrugó la frente y me miró con ojos interrogantes—. ¿Seguro que estás bien, Ella?

—Sí… Más o menos, pero…

—Pero ¿qué?

—Es que… —Me di cuenta de que no podía contarle a Roy lo que sabía sobre mi madre; al fin y al cabo, era su esposa; a lo mejor no quería saberlo. ¿Y quién era yo para contárselo?—… Max se va a divorciar —solté.

—Ya me he enterado. —Roy dio un sorbo al café—. Salió en el periódico, no me acuerdo en cuál. Pero estaba en la columna de cotilleos. Su nombre me llamó la atención.

—¿Lo sabe Chloë?

—Sí. Yo no pensaba contárselo, claro, pero fue ella la que me lo mencionó. —Se encogió de hombros—. Me dijo que no le importaba.

—Bueno, me… alegro.

—Me dijo que tenía muchas ganas de casarse con Nate. Que es como debería ser —apostilló.

Bebimos el café en un silencio cómodo, y después me levanté.

—Será mejor que me vaya. Les dije que estaría en Chichester a las tres y primero tengo que ir a buscar mis cosas. Gracias de nuevo por el coche.

Salimos juntos de la casa, me metí en el coche de Roy, lo saludé con la mano y me marché.

Fui a casa, recogí el material, el ordenador portátil y la maleta, lo metí todo en el maletero, cerré con llave la puerta principal y me dirigí a la A3.

Veinte minutos más tarde, mientras aceleraba para llegar cuanto antes a la autopista, sentí un alivio repentino al poder despedirme de Londres durante una semana. Así tendría un respiro de los preparativos de la boda, algo que agradecía. Al ver que las colinas de South Downs se elevaban en la distancia, noté que empezaba a relajarme. Últimamente, casi todos mis encargos habían sido estresantes por una cosa o por otra, así que me alegré de tener uno que prometía ser relativamente sencillo, si los perros y gatos se portaban bien.

Frank y Marión Berger vivían en Itchenor, muy cerca del puerto de Chichester. Conduje hasta la arboleda que daba entrada a su casa y contuve la respiración al contemplar el agua moteada de barcas que resplandecía a lo lejos. Entonces vi el cartel de «Bosque» y giré para tomar el sendero. La casa era de estilo eduardiano, baja y sólida, enmarcada por un seto fucsia salpicado de flores de color rosa. Se hallaba en el centro de un jardín inmenso, al fondo del cual se distinguía el brillo turquesa de una piscina.

Ante el crujido de las ruedas sobre la gravilla, se abrió la puerta principal y vi salir a los Berger, seguidos por tres labradores negros que anunciaron a los cuatro vientos mi llegada con una lluvia de ladridos bienintencionados.

Aparqué donde me indicó el señor Berger, salí del coche y le di un apretón de manos antes de saludar a su mujer. Se parecían bastante a la imagen que me había formado de ellos: una pareja cordial de cincuenta y tantos. Estaba informada de que Frank era médico de familia en el pueblo y Marión trabajaba para el deán de la catedral.

—Se alojará en la cabaña para invitados —me indicó ella mientras su marido me ayudaba a sacar el material y el equipaje del maletero—. Así tendrá un poco de intimidad; aunque confiamos en que se reúna con nosotros para las comidas.

—Muchas gracias, me encantaría.

La cabaña tenía una planta baja abierta en la que podría colocar holgadamente el caballete si era necesario, y una habitación decorada con mucho estilo junto a un cuarto de baño en un altillo al que se accedía por una estrecha escalera empotrada. Desde la ventana del dormitorio tenía buenas vistas del muelle moteado de barcas y, a lo lejos, veía la reluciente expansión del estrecho de Solent.

Frank dejó mi maleta en el suelo.

—Mire, tenemos wifi, por si quiere consultar el correo electrónico. Hay radio, una televisión pequeña…, montones de libros. —Señaló las estanterías con la cabeza—. Pero ahora vamos a tomar un té.

Bajé la escalera detrás de él y regresamos a la casa.

—¿Han pensado dónde les gustaría que los pintara? —pregunté una vez que estuvimos sentados en la soleada cocina.

—¿Aquí, tal vez? —preguntó Marión.

—Por qué no. —Podría pintarlos sentados alrededor de la mesa, quizá con sus hijos de pie, junto a la cocina Aga—. ¿Podrían enseñarme el resto de la casa, por favor?

—Claro —contestó Frank.

Hice un recorrido por la casa con el matrimonio; pero antes me enseñaron la pared blanca del comedor donde iría el cuadro. Después fuimos a la sala de estar.

—También podría pintarnos a Frank y a mí de pie, uno a cada lado de la chimenea —propuso Marión—, con los chicos en el sofá.

Observé con detenimiento la chimenea con el enorme espejo.

—Tal vez… Aunque posar de pie tanto tiempo será agotador. Además, les dará un aire demasiado formal. ¿De verdad quieren que el cuadro dé esa impresión?

—No —contestó Frank mientras uno de los gatos se colaba por una de las puertas acristaladas, que estaban abiertas. Empezó a enroscarse entre las piernas del hombre—. Queremos que parezca relajado e informal, ¿verdad, Katisha? —preguntó canturreando mientras levantaba a la gata en brazos.

—¿Podríamos salir un momento? —pregunté.

Seguí a los Berger hasta el patio en el que estaba tumbado el otro gato, sobre un murete de piedra, parpadeando al sol.

—¿Y qué les parece en la piscina? —propuse mientras caminábamos hacia allí, flanqueados por los perros, que nos acompañaban con paso distendido.

—¿Lo dice en serio? —preguntó Frank.

—Sí. Una vez pinté a una familia en la piscina y les encantó. Tengo una foto en mi página web, por si quieren echarle un vistazo.

Marión sonrió de oreja a oreja.

—No estoy segura de si quiero que me pinten en bañador… Pero ¿y en el barco? Está amarrado en el puerto. Podría poner el caballete en el pontón.

—Sería un poco complicado pintar con el movimiento del agua, y ¿qué tal se portarían los perros y los gatos?

—Uf, fatal. Descartemos esa propuesta —dijo ella misma con una carcajada.

Al final decidimos que Marión y Frank se sentarían en el banco del jardín, de hierro forjado en blanco, en medio del césped, con los gatos en el regazo, sus hijos sentados en el césped delante con los perros y el puerto de fondo.

—Quedará precioso —dijo Marión—. ¿Y cuánto tiempo tendremos que posar en cada sesión?

—Si tengo que terminar el cuadro en una semana, será preciso que posen tres horas al día.

—Me parece bien —dijo Frank—. Nos dedicaremos a charlar, o a mirar los barcos.

Empecé esa misma tarde. Até el lienzo al caballete porque había una leve brisa, y después planteé las siluetas principales de la composición haciendo marcas con el carboncillo. Era una gozada estar al sol, con el viento colándose entre los árboles y las vistas de los campos que se extendían hasta el mar.

Los hijos de los Berger llegaron de Londres esa noche. Eran gemelos de veintitrés años: Hannah, una chica pelirroja muy guapa que era diseñadora gráfica, y Henry, un chico alto de pelo castaño rizado y que trabajaba en el campo de la informática. Solo podían quedarse tres días, así que acordamos empezar el retrato por ellos dos.

La semana pasó en un abrir y cerrar de ojos porque no paré de trabajar. Algunas veces caía una brizna de hierba o un diente de león en el lienzo, y tenía que quitarlos haciendo pinza con los dedos. Además, varias veces tuve que despegar una mariquita de la pintura, y no pude despistarme ni un momento, porque eran precisos cien ojos para evitar que las colas nerviosas de los perros provocaran un desaguisado. Aparte de esos contratiempos, la composición fluía bien. Fue un alivio poder permitirme ese cambio para descansar de la intensidad emocional que suponía pintar a un solo modelo, frente a frente.

Por la tarde me dedicaba a pintar el paisaje de fondo. Por las noches estaba tan agotada que me iba temprano a la cama y leía; entre los libros viejos de la estantería había una antología poética en la que encontré «Los buenos días». Se me había olvidado lo hermoso que es: una tierna albada en la que, para los amantes, el «sitio más menguado» es «estancia y lecho donde amarse».

Todos los días me tomaba unas horas libres. Una de las tardes fui en coche a Chichester para visitar la catedral. Otra de las tardes paseé hasta la playa y me tumbé entre las dunas, bajo la cúpula azul del cielo, y contemplé cómo cortaban las olas los veleros y los aficionados al windsurf.

La última noche que pasé allí, los Berger prepararon la cena en el comedor y bebimos champán para celebrar que el retrato estaba listo. Lo llevarían a enmarcar a una tienda del pueblo una semana antes de la celebración de las bodas de plata.

Marión no dejaba de mirar el cuadro apoyado contra la pared.

—Desprende cariño y felicidad.

—Porque su familia es así —le dije—. Me limito a pintar lo que veo.

Después de comer volví a la cabaña y me senté junto a la ventana del dormitorio para disfrutar del espectáculo del cielo estival, que pasó del naranja al encarnado, y después a un añil intenso, sobre el que empezaron a brillar las primeras estrellas. Pensé en Celine, quien a estas alturas estaría en el Dorchester, en mitad de la fiesta. Me pregunté si llegaría a dejar a Víctor y, de hacerlo, qué rumbo tomaría su vida; me pregunté si Mike estaría un poco más animado y cómo se encontraría Iris. Entonces encendí el portátil para comprobar el correo: tenía un correo electrónico de Chloë en el que me decía que tendríamos que posponer la última sesión de Nate porque debía viajar a Estocolmo de nuevo. «Me muero de ganas de ver el retrato», añadió en una posdata. Le respondí rápidamente y estaba a punto de cerrar la bandeja de entrada cuando, en lugar de hacerlo, cliqué en «Nuevo» para escribir un mensaje y en «Para:» tecleé «John Sharp».