Capítulo 9

Me pasé la mayor parte del sábado enfrascada en el retrato de Grace. Vi el vídeo que me había grabado Mike muchas veces y me pregunté si sería capaz de contarle a alguien que había mantenido una relación con ella. También me pregunté si sería capaz de contárselo a su mujer: después de quince años de matrimonio, tal vez Mike confiara en poder hacerlo. Me pregunté si Mike iría a la ceremonia en recuerdo de Grace o si preferiría mantenerse al margen. Entonces me pregunté qué palabra habría elegido él para expresar sus sentimientos hacia la joven. Mientras el pincel se movía por el lienzo, pensé en mi madre y en John; veinticuatro horas más tarde estaría en Londres… Se me aceleró el corazón. Luego pensé en Lydia y después en Iris y Celine, antes de que mis pensamientos regresaran, como siempre, a Nate.

Me había mandado un mensaje durante esa semana para decirme que regresaría de Estocolmo el sábado, así que no podría ir a la sesión de esta semana. Me consolé pensando que, por lo menos, el retraso implicaría que el proceso se prolongaría. Me sentí tentada de bajar el ritmo deliberadamente con el fin de justificar que fuera necesaria alguna sesión extra.

El domingo me levanté tarde, me duché, me puse unos vaqueros y una camiseta y salí. Tenía intención de andar a paso ligero hasta Sloane Square y volver, pero cuando crucé el puente del ferrocarril decidí girar por Lots Road y echar un vistazo a la casa de subastas. «Preestreno hoy», anunciaba el caballete que había en la acera, delante de la puerta. Empujé las puertas giratorias y entré en la enorme sala, que recordaba un hangar. Miré las alfombras persas que colgaban de los raíles, y los conjuntos de muebles modernos y la variedad de bandejas de plata. Había un gran rinoceronte de cuero, un escabel tapizado con la bandera británica y un tintero plateado precioso con forma de concha. Lo observé en su cajita de cristal y estuve a punto de pujar por él.

—Es de estilo Jorge III —dijo una voz familiar.

Cuando me di la vuelta y vi a Nate, noté que me sonrojaba de alegría y sorpresa… y de incomodidad. Me arrepentí de no haberme puesto algo más favorecedor. Por lo menos habría podido maquillarme un poco.

—¿Qué haces aquí?

Miré alrededor, casi esperando ver a Chloë entre las personas que inspeccionaban los lotes.

Nate se encogió de hombros.

—He venido a dar una vuelta. A veces me gusta pasearme por aquí los domingos por la mañana… Compro algo de vez en cuando. Bueno, lo que te decía: ese tintero… —pasó las hojas del catálogo que tenía en la mano—… es de plata de Londres, aproximadamente de mil ochocientos diez, fabricado por Thomas Wallis.

—Muy bien… ¿Y… está… Chloë? —Nate negó con la cabeza.

—Ha ido a ver a tus padres.

—¿Ah, sí? Hace unos días que no hablo con ella.

—Regresé de Estocolmo anoche; así que me dijo que me perdonaba que no la acompañara, porque solo quería hablar con ellos de cosas de la boda… Total, que… me he quedado un poco colgado. —Asentí con la cabeza—. ¿Y… qué planes tienes tú?

—Eh… No gran cosa.

—Bien. Porque ahora mismo iba a buscar algo para comer. ¿Te apuntas?

—Sí. —Miré los vaqueros—. Salvo que quieras ir a un sitio elegante.

Nate sonrió.

—Estás fantástica. Bueno… ¿adónde vamos?

—¿A Megan’s Deli? —propuse—. Aunque suele estar a tope los domingos. También hay un par de sitios cerca del río…

—Probemos allí —decidió Nate.

Así pues, bajamos juntos por Lots Road, a la sombra de la central eléctrica, y después giramos hacia la ribera del Támesis por el Thames Path y anduvimos junto al muelle, dejando atrás las casas barco y las lanchas, en dirección al Albert Bridge. Las golondrinas de mar revoloteaban sobre el agua y se zambullían de vez en cuando. Hacía buen día, de modo que seguimos paseando mientras charlábamos de política y del tiempo, del precio de la verdura y de la última película que habíamos visto.

—¿Qué te parece este? —propuso Nate cuando llegamos a la Cheyne Walk Brasserie.

—Tiene buena pinta.

Encontramos mesa en un rinconcito y nos hundimos en el banco de cuero azul.

—¿Te apetece una copa de vino? —me preguntó Nate mientras mirábamos la carta.

—Sí, por favor.

—¿Y si pedimos una botella?

—No…, sería incapaz de terminarme una botella.

—Para compartir, quiero decir. Conmigo.

—Ah, sí…, mucho mejor.

Nate se echó a reír.

—Es curioso verte fuera del estudio. Estás mucho más relajada, aunque echo de menos que me mires fijamente con esa intensidad casi demente que tienes.

—Nunca miro fijamente los domingos. Les doy el día libre a los ojos. —Nate pidió por los dos y el camarero volvió enseguida con la botella de vino y llenó las copas—. Bueno… —Levanté la copa—. Chin, chin.

Nate alzó la suya.

Salute.

Mientras dábamos cuenta del entrante de salmón ahumado, la conversación se centró de nuevo en el padre de Nate. Con un arrebato de adrenalina, pensé en mi padre, que tal vez estuviera aterrizando en Londres en ese momento, si no lo había hecho ya. Intenté no pensar en eso.

—Ella —dijo Nate—, ¿puedo preguntarte una cosa?

—Claro. Dime.

—Es un poco personal.

—¿De verdad? Del tipo… ¿cuál es mi color favorito? Bueno, pues por si te interesa, es el turquesa ftalocianina, con amarillo óxido transparente en el segundo puesto, aunque muy reñidos. ¿El tuyo cuál es?

—Eh…, el verde. Pero no era eso lo que iba a preguntarte. Iba a preguntarte… Mándame a paseo si quieres, pero ¿cómo fue capaz tu madre…? —Nate se encogió de hombros, desconcertado—. ¿Cómo fue capaz tu madre de no contarte algo tan importante?

—Es evidente que Chloë te ha contado lo que ha pasado.

Asintió.

—Tu padre… te ha escrito, ¿verdad?

—Sí. En realidad, ya lo había hecho cuando te hablé de él aquel día.

—Ah…

—Pero no te lo conté porque, bueno… Tenía miedo de que se lo contaras a Chloë, quien podría habérselo contado a mi madre.

—Sé guardar un secreto, Ella —dijo Nate con aprecio—. Pero ahora entiendo por qué estabas tan triste aquel día… Me sentí… fatal cuando te vi así.

Me di cuenta de que Nate no había hecho más que consolarme cuando me había abrazado aquel día. Tal como había advertido mi madre con ojo certero, era un hombre muy compasivo, además de cariñoso, alguien que no temía abrazar a otra persona si la veía decaída. Hice que se desvaneciera esa peligrosa, ilusoria y fútil fantasía de que su gesto había significado algo más.

—En fin…, ¿crees que tendrás ganas de ver a… John? —me preguntó Nate—. ¿Y a tu hermana?

¿Mi hermana? Hasta ahora, «mi hermana» había sido siempre Chloë. Ahora, esa expresión designaba también a otra mujer, a quien solo había visto en una ocasión, apenas unos minutos, cuando las dos éramos muy pequeñas.

—Pues…, no sé. Todavía sigo confundida. Así que… preferiría no hablar del tema, si no te importa.

—Claro —murmuró Nate—. No quería entrometerme.

—No te has entrometido. —Bebí un trago de vino—. ¿Cómo voy a pensar que eres entrometido cuando yo misma te conté gran parte de la historia? Pero ahora mismo ya están pasando suficientes cosas en la familia, con la boda y todo lo que implica, así que preferiría… dejarlo a un lado de momento.

Nate asintió.

—Te entiendo.

Desvió la conversación con destreza hacia otros temas y la incomodidad del momento se desvaneció. Me sentía tan a gusto en su compañía, era todo tan espontáneo, que tuve que contenerme para no sonreír demasiado. He pasado tres horas extra con él, pensé. Cuando el camarero trajo la cuenta, alargué la mano para coger el bolso.

Nate negó con la cabeza.

—Déjalo, Ella.

—Pero…

—Soy italiano. No pienso dividir la cuenta. Además, te dije que te invitaba.

—Bueno, me alegro de que lo hicieras. Ha sido fantástico. Gracias.

Mientras paseábamos por el muelle, sonó el teléfono de Nate. Metió la mano en el bolsillo.

—Disculpa, será mejor que…

—No pasa nada.

Confié en que no fuera Chloë. Una llamada de Chloë rompería el hechizo.

—Hola, Chloë —dijo Nate—. Sí… Estoy bien.

La voz clara y alegre de mi hermana se propagó por el éter.

—… sigo en Richmond —la oí decir— ¿y dónde estás?

—Eh… —Nate se ruborizó. Me pregunté si le contaría a Chloë que habíamos comido juntos—. Acabo de encontrarme a Ella.

—Qué gracia… Bueno, dale un abrazo de mi parte.

Me miró a los ojos.

—Claro. Bueno…, nos vemos luego, Chloë.

—Sí —dijo ella con cariño—. Nos vemos luego, Nate. Me muero de ganas.

Cuando regresé a casa, tenía un mensaje de Roy en el contestador.

—Perdona que no te haya dicho nada sobre la comida que tenemos pendiente —me dijo cuando le devolví la llamada—. He tenido que sustituir a un compañero de trabajo y he ido de cráneo. Pero ahora tengo unos días de vacaciones, así que ¿te iría bien quedar mañana?

—Sí… ¿Dónde podemos vernos?

—Había pensado en algún sitio cerca de tu casa. ¿Qué te parece el pub que hay en King’s Road, el Chelsea Potter? Seguro que lo conoces.

—Sí, sí. —Estaba peligrosamente cerca del Café de la Paix—. No sé… No me apetece mucho quedar ahí, Roy.

—Bueno… Nos iría bien a los dos, porque desde allí puedo ir caminando hasta la parada de metro de Sloane Square; pero no importa, podemos ir a otro sitio. ¿Qué te parece…?

—Está bien —dije de repente—. Quedemos en el Chelsea Potter.

—Bueno. Pues nos vemos allí. ¿A qué hora? ¿A la una?

—¿Te importaría si quedásemos a las doce y media?

De ese modo, acabaríamos tranquilamente de comer antes de las dos y media, lo que me daría margen para desaparecer de la zona peligrosa antes de las tres.

—De acuerdo, a las doce y media —contestó Roy.

Me dirigí a King’s Road una hora antes de la cita porque tenía que hacer algunos recados por allí. Primero fui a Graham and Stone a comprar montones de pinturas al óleo, algunos bastidores para lienzos y unos cuantos pinceles. También miré los marcos y decidí que el negro holandés con las volutas en cobre quedaría bien para el retrato de Mike. Le hice una foto y se la mandé por correo electrónico. Luego me dirigí a la librería Waterstone’s porque quería comprar un libro sobre Whistler que acababan de publicar. De camino, pasé por delante del Café de la Paix. Miré por la cristalera que cubría todo el frontal de la cafetería hacia el sencillo interior. Qué extraño pensar que tres horas más tarde mi padre estaría sentado en una de esas mesas. Aceleré al paso y dejé atrás el local.

Entonces me pregunté si debía enviarle un mensaje para decirle que no pensaba ir. No había respondido a ninguno de sus correos electrónicos, porque haberlo hecho, aunque hubiera sido para decirle que no me apetecía verlo, habría implicado entablar una conversación con él, algo que, precisamente, deseaba evitar. Aun así, me sentí culpable de hacerle perder el tiempo. Al instante decidí que no tenía por qué sentirme culpable de nada que tuviera que ver con mi padre. Si decidía pasar varias horas en una cafetería de King’s Road, era su problema.

Busqué el libro sobre Whistler en Waterstone’s, pero no lo encontré. Mientras la dependienta consultaba si tenían un ejemplar en el almacén, eché un vistazo a las mesas con libros de ficción; estaba a punto de coger el nuevo de Kate Atkinson cuando me fijé en que había varias pilas de la última novela de Sylvia Shaw: Dead Right.

Leí la contracubierta, con ese estilo tan hiperbólico y efusivo. «Fascinante… Daily Mail»; «Muy emocionante… GQ»; «¡Shaw es insuperable!… Express». Luego observé con detenimiento la foto de la autora. Era más favorecedora que la que había salido en Hello!, pero seguía teniendo una expresión lúgubre, como si le resultara inapropiado que alguien que escribía sobre asesinatos y torturas pudiera sonreír. Pasé a la página de la dedicatoria: «Para Max», y me maravillé de que no se hubiera enterado jamás de la aventura de su marido.

La empleada de la librería reapareció y me dijo que no tenían en stock el libro sobre Whistler, así que lo encargué y eché un vistazo rápido a las postales de felicitación. Ya tenían unas cuantas para el día del Padre, de modo que compré una para Roy: «Tengo el mejor padre del mundo». Me puse a pensar en el mensaje y, mientras salía de la tienda, me convencí de que era bastante cierto. Era Roy quien me había llevado al parque y me había enseñado a montar en bicicleta. Era Roy quien me ayudaba con los deberes y quien había ido a verme jugar al hockey con el equipo del colegio, y quien había asistido a mis conciertos y obras de teatro. Era Roy quien había lidiado con mis años de adolescencia, y quien sistemáticamente había salido de casa a las dos de la madrugada para ir a buscarme a la discoteca o cuando alguien daba una fiesta, Era Roy quien había pagado la matrícula de la escuela de arte y quien me había prestado la mitad de las arras para comprar la casa.

Abrí la puerta del Chelsea Potter y allí estaba, al otro lado del salón panelado de madera. Me saludó con la mano.

Me acerqué a su mesa, lo saludé con un beso, y luego colgué en el respaldo de la silla la bolsa de tela en la que llevaba las pinturas y los pinceles recién comprados. En cuanto me senté, me preguntó qué quería beber y me tendió la carta. Eché un vistazo.

—Solo quiero una sopa.

—Toma algo más, Ella.

—No tengo hambre, gracias. Estoy un poco… estresada.

—Bueno, no me sorprende. Está bien… Voy a pedir.

Roy se dirigió a la barra y volvió con una pinta de cerveza para él y mi Coca-Cola Light.

Ambos dimos un sorbo y él fue el primero en bajar el vaso.

—Ella, quería hablar contigo. Porque me parecía importante, en primer lugar, decirte, cara a cara, que no tenía ni idea de lo que…, bueno, de lo que acabas de enterarte. Si lo hubiera sabido, habría intentado convencer a tu madre de que te lo contara.

—Por eso mismo te lo ocultó. A mamá se le da bien guardar secretos, ¿eh? —Miré fijamente la isla de hielo que flotaba en el refresco—. Sigo pensando que debería haber sido espía, no bailarina.

Roy soltó una risita.

—Quiero muchísimo a tu madre, Ella; pero ha llevado fatal todo este asunto. Me apabulla ver hasta qué punto ha… manipulado las cosas.

—Ya lo creo. —«Sé cómo quiero que sean las cosas», recordé. Miré a Roy—. ¿Nunca se te pasó por la cabeza? Lo de Lydia, quiero decir.

Negó con la cabeza.

—En una ocasión le pregunté a tu madre si pensaba que podías tener hermanos de padre en Australia. Respondió que no quería pensar en si los tenías o no; algo que no era mentira, pero tampoco era verdad, como sabemos ahora. Pero en segundo lugar, la cosa más importante que quería decirte hoy es que creo que eso de que tu madre te haya presionado tanto para que no contestaras a tu… tu… —se le quebró la voz.

—A John —dije para echarle un cable.

—A John. Sí… —Se aclaró la garganta y continuó—. Dice que no deberías mantener ningún tipo de relación con él… por mi bien. Pero quería que supieras que, si decides ponerte en contacto con… John, pues a mí… no me importaría. Te apoyaría, Ella.

—Vaya… Si mamá se entera perderás muchos puntos.

Se encogió de hombros.

—Qué le vamos a hacer. Tienes que anteponer tus propios sentimientos a los suyos… o a los míos. —Hizo una pausa mientas el camarero servía mi sopa de verduras y el pastel de pescado de Roy—. En fin… —Soltó el aire con dificultad—. Deberías pensarlo bien.

—Gracias, Roy. Pero ya lo he hecho. —Me miró con nerviosismo—. Y he decidido que no voy a ponerme en contacto con él.

Una chispa de alivio cruzó las facciones de Roy.

—Bueno…, la noticia es muy reciente. Tus sentimientos podrían cambiar —añadió con sinceridad.

—No creo que lo hagan. De modo que no voy a contestar sus correos electrónicos, y decididamente, no voy a quedar con él.

—¿Quedar con él?

Cogí la cuchara.

—No quedaría con él ni aunque estuviera en Londres ahora mismo. No quedaría con él ni aunque estuviera en esta parte de Londres, a cuatro pasos de donde estamos ahora mismo. Pasaría de largo y ni siquiera lo miraría de reojo.

Roy parecía sorprendido.

—Vaya, creo que sería muy triste.

—¿No te parece que él ya ha provocado suficiente tristeza?

Empecé a tomar la sopa.

Roy cogió el tenedor.

—La gente se equivoca, Ella.

—Sí. —Bajé la cuchara—. Pero lo suyo no fue una «equivocación», fue una decisión premeditada. Por eso no puedo perdonárselo.

—Pues… inténtalo, por favor. Entre otras cosas, porque la negatividad que sientes no hará más que volverse en tu contra y amargará esa parte de tu vida.

Comimos en silencio durante un rato. Miré a Roy.

—¿Te ha dicho algo Chloë al respecto? A mí no me ha comentado nada.

—Se limitó a decirme que no le sorprendía, aunque creo que estaba bastante apenada. Sé que no le gusta la idea de que tengas otra hermana, igual que nunca le ha gustado la idea de que tuvieras otro padre. Cuando tenía unos cinco años y empezó a atar cabos, al arroparla por las noches, siempre me decía que tenía miedo de que John entrara un día en casa y te llevara con él.

Sonreí con amargura.

—Una posibilidad muy remota, teniendo en cuenta que estaba a nueve mil millas de distancia y en absoluto preocupado por mí.

—No sabes si era así.

—Sí que lo sé, porque nunca se puso en contacto conmigo. Fue como si de repente yo no fuera… «nada» para él. —Aparté el plato de sopa—. Pero ahora que hablamos del tema, Roy, hay algo que quiero preguntarte desde hace tiempo. Es sobre mi adopción.

Roy me miró a la cara.

—¿De qué se trata?

—Cuando te ofreciste a adoptarme, supongo que John tuvo que dar su consentimiento.

—Déjame pensar… —Roy entrecerró los ojos—. La primera vez que tu madre y yo fuimos a ver al abogado para hablar del tema, sí que nos dijo que John tendría que estar de acuerdo, sí, supongo que porque su nombre debía de aparecer en tu partida de nacimiento. Pero tu madre se encargó de rellenar la documentación. Lo único que tuve que hacer yo fue presentarme en el juzgado una mañana y convencer al juez de que no estaba loco, ni tenía antecedentes penales, confirmar que, efectivamente, estaba casado con tu madre, de hecho ella ya le había proporcionado el certificado de matrimonio, y que, tal como ponía en la solicitud, era cirujano y sería capaz de procurarte sustento. Recuerdo que el juez le preguntó a tu madre por el paradero de John; ella contestó que no tenía ni idea de dónde estaba.

—Pero era mentira. Sabía que estaba en Australia. ¿No se lo dijo al juez?

—No. Si lo hubiera hecho, estoy seguro de que me acordaría, pues en aquella época yo no sabía… más de lo que sabías tú.

—Tienes razón. No me enteré hasta que la puse contra las cuerdas cuando tenía once años.

—Bueno, como decías antes, a tu madre se le da bien guardar secretos.

—Pero… seguro que tenía alguna dirección a la que escribirle, porque tuvo que firmar los papeles del divorcio.

—Pues… no sé si los firmó o no. En casos de abandono del hogar, el divorcio se otorga automáticamente al cabo de dos años, y siempre tuve la impresión de que eso fue lo que ocurrió con tu madre. —Roy se encogió de hombros—. Pero el hecho de que Sue asegurase que John no se había puesto en contacto con ella en los tres años anteriores, el tiempo que había pasado hasta entonces, hizo que la adopción por mi parte fuera bastante sencilla. Pero ¿por qué me preguntas esto ahora?

—Porque me rondaba la cabeza, y no quería preguntárselo a mamá, del mismo modo que no quiero mencionarle el tema de John estos días. Me parece que ella tampoco quiere hablarlo; se empeña en actuar como si no pasara nada.

Roy se encogió de hombros.

—Supongo que ha bloqueado todos los recuerdos: siempre hace eso cuando hay algo que le resulta doloroso o desagradable. Baja las persianas mentales y ya está. Y es cierto que está preocupadísima por la boda, igual que yo. Quiero que Chloë pase un día totalmente inolvidable.

—Estoy segura de que será así. —Volví a pensar en Nate, de pie ante el altar, volviéndose para mirar a Chloë—. Ya falta poco.

Roy asintió.

—La gente no para de confirmar su asistencia. Va a venir todo el mundo.

—Muy bien.

—Cambiando de tema… ¿Qué te apetece de postre, Ella?

—Eh, nada, gracias. En realidad… —Di un respingo al mirar el reloj—. Son las dos y media pasadas; tengo que irme. Ya mismo.

—Vaya —dijo Roy, con aspecto levemente sorprendido—. Aun así, me alegro de que hayamos podido charlar un poco.

—Yo también, Roy.

Mientras él iba a pagar a la barra, recordé lo que había dicho Polly: «Te apoyaría, Ella. Sé que lo haría». Tenía razón. Pero yo también la tenía al predecir que se disgustaría. Me alegré de saber que no iba a exponerlo a más situaciones dolorosas.

Tardaron un poco en atender a Roy, de modo que, cuando salimos del pub, ya eran las tres menos veinte.

—Gracias por invitarme a comer —le dije—. Y gracias por todo lo que me has dicho.

Roy sonrió y nos despedimos con un abrazo. Él emprendió el camino hacia Sloane Square y yo fui en sentido contrario, con una creciente sensación de mareo en el estómago al pensar en lo cerca que estaba mi padre en esos momentos.

Intenté distraerme pensando en el trabajo. Iba a ver a Iris dos días más tarde. Y luego haría otra sesión con Nate el sábado por la mañana. Después iría a casa de Celine para hacer seguidas las tres sesiones que nos quedaban, porque se nos acababa el tiempo. También había hablado con la pareja de Chichester, los señores Berger. Querían el retrato para las bodas de plata, que celebrarían a mediados de julio, de modo que tenía pensado desplazarme allí a principios de junio para pintar el retrato en una semana. Me alegré de haber comprado tanta pintura, la iba a necesitar.

Me paré en seco. Me había dejado el material en el pub. Había colgado la bolsa en el respaldo de la silla y se me había olvidado cogerla antes de salir. Tenía que volver a buscarla.

Regresé corriendo a Chelsea Potter, donde ya habían retirado la bolsa de la silla. Tuve que esperar mientras uno de los empleados subía a la oficina a buscarla, así que cuando salí del local ya eran las tres menos cinco. Mi padre estaba a punto de llegar. Con el corazón desbocado, eché a caminar a paso rápido calle abajo. Y ahí estaba la cafetería, a menos de una manzana de distancia. ¿Y si ya había llegado y me veía pasar? ¿Y si salía a toda prisa y me suplicaba en la calle que me quedase un rato? ¿En qué pensaba cuando se me ocurrió aceptar comer con Roy a apenas cinco minutos de donde iba a estar John? Si hubiera estado lloviendo, habría podido esconderme detrás del paraguas, pero el sol brillaba con fuerza y, de haberme ocultado, solo habría conseguido parecer todavía más sospechosa.

Ya estaba a menos de media manzana del Café de la Paix. Decidí cruzar al otro lado de la calle. Me detuve en el semáforo y esperé a que el autobús número 22 pasara por delante; por un momento me distraje con la imagen, que ocupaba toda la parte posterior del vehículo, del pulgar y el índice de Polly ampliados de manera increíble y sujetando una tarjeta de memoria USB. Entonces caí en la cuenta de que no ganaría nada cambiando de acera, porque sería igual de visible desde el lado opuesto de la calle.

De pronto vi que se me acercaba un taxi, con la carrocería tan resplandeciente como la melaza al sol. Lo llamé, me monté y me hundí en un rincón del asiento mientras pasábamos por delante del Starbucks, de la tienda de deportes Sweaty Betty y de India Jane, donde vendían objetos para el hogar. Ahora estábamos a diez pasos escasos del Café de la Paix. Su cristalera, que ocupaba todo el frontal, era tan transparente como una pecera.

Vi al camarero preparando un café y a un hombre de unos sesenta años de pie junto a la barra, pero era demasiado alto y delgado para ser John. Detrás de él esperaba una pareja de adolescentes que se hacían arrumacos. En la mesa que había junto al ventanal había una mujer de cuarenta y tantos con un vestido azul sin mangas que leía el Independent. Noté que el calor me inundaba las mejillas. Pues allí, en la otra mesa que daba a la cristalera, estaba mi padre. Tenía la cara curtida y arrugada, pero por lo demás, era bastante fácil reconocerlo a partir de la fotografía que me había mandado. Seguía siendo apuesto y ancho de hombros, aunque ahora tenía el pelo de un tono gris acero, e iba peinado hacia atrás, lo cual le daba un aspecto leonino. Llevaba un traje de color claro sobre la camisa blanca.

Entonces ya casi habíamos llegado a la altura de la cafetería. Me acurruqué todavía más en el asiento y confié en que no me atisbara por la ventanilla triangular del taxi. En el cristal había una pegatina de «Gracias por no fumar», así que me coloqué justo debajo, para que por lo menos me oscureciera en parte, y levanté la mano para cubrirme el lateral de la cara. A través de los dedos separados vi que mi padre no prestaba la menor atención al taxi; tenía la mirada fija solo en los peatones, y volvía la cabeza sutilmente a un lado y otro para ampliar el campo de visión. Confiaba en que el taxi pasara rápido por delante de la cafetería, pero para mi desgracia nos habíamos detenido: el semáforo estaba en rojo. Estábamos justo enfrente del local, con toda la silueta del taxi reflejada en el ventanal. Lo único que me separaba de mi padre eran unas hojas de cristal. Al ver la ansiedad en su rostro se me contrajo el corazón. Me imaginé saliendo de un salto del taxi para entrar en la cafetería.

¿Cómo puedo no hacerlo —me pregunté abatida—, cuando está ahí sentado, ahí mismo, detrás de esa ventana, esperándome? Entonces pensé en mí misma, a los cinco años, sentada junto a la ventana de nuestro piso, esperándolo a él. Avivando la esperanza de ver a mi padre. Me había quedado allí sentada no unas cuantas horas, sino unos cuantos meses…

Vi que cambiaba la luz del semáforo. Nos pusimos en marcha y no tardamos en ganar velocidad, y mi padre quedó atrás mientras el taxi avanzaba.

—Cuánto me alegro de volver a verte. —Iris me abrió la puerta con una sonrisa dos días más tarde—. Esta es nuestra tercera sesión, ¿verdad? —me preguntó mientras yo cruzaba el umbral.

—Sí. Hicimos una pausa porque estuvo fuera unas cuantas semanas y después pilló el resfriado aquel. Pero no importa —añadí sin dejar de seguirla por el pasillo—. Una vez le hice un retrato a una mujer tan ajetreada que el proceso duró un año.

Iris me dedicó una sonrisa compungida.

—Teniendo en cuenta mi edad, no deberíamos arriesgarnos a tardar tanto.

Entramos en la salita.

—Pero si está estupenda, Iris.

—No me puedo quejar… —Se sentó en el sofá y apoyó el bastón en el brazo—. Esta mañana pensaba que ya he vivido veinte años más que mi madre. Aunque claro, la guerra le hizo mella y después tampoco tuvo una vida fácil.

Dejé el material en el suelo.

—¿Y qué me dice de su padre? ¿Vivió hasta una edad razonable?

A la vez que formulaba la pregunta, me acordé de que Iris no me había contado nada sobre su padre; solo había mencionado a su padrastro.

—Mi padre murió con treinta y siete años —respondió en voz baja.

—Qué joven…

No sabía si Iris iba a darme más explicaciones acerca de lo ocurrido, pero no parecía que quisiera añadir nada más. Así pues, monté el caballete y, mientras tanto, pensé en mi propio padre. Estaría preparándose para marcharse de Londres; lo más probable era que estuviera de camino al aeropuerto…

Saqué la paleta y empecé a mezclar colores.

—¿Estaba sentada así? —me preguntó Iris.

La miré primero a ella y después al lienzo.

—Sí. Aunque le agradecería que colocara la mano derecha sobre la izquierda; ahora tiene la izquierda sobre la derecha. Y si puede levantar la barbilla un poco… Y mire hacia aquí, por favor… Perfecto.

Cogí un pincel de tamaño medio.

Mientras empezaba a pintar, charlamos de las noticias. Luego Iris me contó que esa mañana Sophia había ido al Espectáculo Floral de Chelsea, pero que ella siempre había preferido el espectáculo de Hampton Court. Después me preguntó si había hecho alguna exposición de mi obra.

—No. La Royal Society of Portrait Painters hace un acto anual y es posible que participe en el del año que viene, pero aparte de eso, no suelo exponer mi obra, porque pinto por encargo.

—Pues deberías montar una exposición individual —dijo Iris.

—Bueno…, tal vez lo haga. Podría pedir a algunos de mis modelos más recientes que me presten los retratos; podrían ir a la inauguración con la ropa que llevaban cuando los pinté. ¿Se animaría a venir si lo hiciera, Iris?

—Me encantaría.

Podría hacerla en septiembre, reflexioné, para mi cumpleaños.

—Maduraré la idea —le dije.

Después le pregunté a Iris por los cuadros que tenía en la salita; había un paisaje escocés muy fino, un par de dibujos botánicos trazados con un gusto exquisito y un desnudo de aire geométrico que, según me dijo, era del pintor londinense Euan Uglow. De lo único que me apetecía hablar en realidad era del cuadro de las dos niñas.

—Iris, espero que no le moleste que se lo pregunte —me atreví a decir por fin—, pero el día de la primera sesión empezó a contarme la historia del cuadro de su dormitorio, el de Guy Lennox.

Asintió con la cabeza.

—Ya me acuerdo. No terminé de contarte la historia, ¿verdad?

—No, aunque… me encantaría que lo hiciera. Si le apetece, claro.

Se me pasó por la cabeza que tal vez hubiera cambiado de opinión por algún motivo.

—Me apetece muchísimo contártela. Es más, tenía pensado hacerlo. Pero hoy estoy un poco agarrotada. ¿Te importaría ir a buscarme el cuadro?

—Ahora mismo.

Dejé la paleta y el pincel y, tras salir de la habitación, recorrí el pasillo hasta el lugar donde creía recordar que estaba el dormitorio de Iris. Allí se hallaba el cuadro, en el lugar habitual, junto a la cama. Lo contemplé un momento, cautivada, igual que la vez anterior, por la ternura de la composición; y ahora advertí también un punto elegiaco en él. Lo descolgué de la alcayata, lo cual dejó un rectángulo espectral en la pared, y se lo llevé a Iris.

Me dio las gracias y se puso el cuadro encima del regazo.

—No me acuerdo por dónde iba.

Me coloqué de nuevo detrás del caballete.

—Me contó que le encargaron a Guy Lennox que pintara a un hombre muy rico llamado Peter Loden, y este acabó teniendo una aventura con la mujer del pintor.

Cogí la paleta y el pincel.

Iris asintió con la cabeza.

—Eso es. Tuvo que ser horroroso para Guy. Pero…, y ahí es donde nos quedamos, ahora me acuerdo, lo peor estaba por llegar. Edith le dijo a Guy que quería el divorcio, lo cual fue un golpe bastante duro; pero añadió que no estaba preparada para admitir que había cometido adulterio.

Empecé a pintar el pelo de Iris.

—Ajá.

—Alegó que si su nombre quedaba mancillado por un «escándalo», la reputación de sus hijas se vería dañada en los años venideros. Así pues, con el fin de protegerlas de esa vergüenza, le propuso que él se presentara como la parte adúltera.

—Oh…

—Añadió que, si no se prestaba a hacerlo, ella se aseguraría de que no volviera a ver jamás a sus hijas. Por tanto, al verse entre la espada y la pared, Guy aceptó.

—Pobre hombre.

—Exacto, pobre hombre —corroboró Iris—. El caso es que se instaló en un hotel de un pueblo de la costa sur, donde conoció a una joven que ya había participado en esa clase de chanchullos… a cambio de dinero, naturalmente. Tal como estaba previsto, la camarera del hotel abrió la puerta a la mañana siguiente para encontrárselos sentados juntos en la cama, y al cabo de tres meses, Edith había obtenido el divorcio. Pero resultó que Guy había caído en sus garras en balde. Cuando poco tiempo después Edith se casó con Peter Loden cambió el apellido de las niñas, que pasaron a llevar el del segundo marido. Ultrajado, Guy fue a protestar ante el juez, y en ese momento, Edith materializó la amenaza que le había hecho al principio. Obtuvo una orden judicial que impedía a Guy seguir manteniendo contacto con sus hijas. Por aquel entonces, una de ellas tenía poco más de dos años y la otra, doce meses.

Añadí un poco más de blanco zinc para obtener el tono del pelo.

—Pero ¿cómo fue capaz Edith de hacer algo así?

—Hizo todo tipo de acusaciones contra Guy. La peor fue alegar que Guy tenía problemas mentales, a causa del ataque con gas que había sufrido en la guerra. El caso es que debió de convencer al juez, porque le dieron la orden de alejamiento. Durante un período de cinco años Guy no pudo mantener relación alguna, ni acercarse siquiera, a sus hijas.

Bajé el pincel.

—Qué barbaridad.

—Fue… inhumano. Pero continuó trabajando: necesitaba una distracción casi más que el dinero. Y tres años después, en el verano de mil novecientos treinta y cuatro, un día salió a pasear por Saint James Park. Llevaba el caballete porque acababa de terminar una sesión con modelo del natural. Cuando se aproximó al lago, vio a dos niñitas de unos cinco y cuatro años. Al instante supo que eran sus hijas. Se quedó plantado y las observó durante un rato. Jugaban con una pelota roja y a su alrededor correteaba un perro, un terrier de Norfolk que se llamaba Bertie.

Me pregunté si Iris sabría también el nombre de las niñas, pero no quise interrumpirla en medio del discurso.

Achinó los ojos y continuó:

—La niñera estaba sentada en un banco cercano, tejiendo. Al principio Guy no sabía qué hacer. No habló con las niñas, no solo porque lo tuviera prohibido por ley, sino también porque era evidente que no lo hubieran reconocido. En lugar de eso, habló con la niñera; le contó que era retratista y le pidió permiso para pintar esa escena tan tierna. Ella, que sabía muy bien quién era él, accedió.

Entonces entendí la expresión de la niñera en el cuadro: expresaba complicidad.

—Así que… —Iris cambió levemente de postura en el sofá—, Guy montó el caballete a unos metros de allí y pintó a las niñas mientras jugaban; de vez en cuando, les decía algo. Ese fue el primer contacto que mantuvo con sus hijas tras más de tres años separados.

—Qué triste —murmuré.

—Fue trágico. —Iris suspiró profundamente—. Durante los siguientes cuatro días fue todas las mañanas al parque para continuar con el retrato. Pero cuando volvió el quinto día, ya no estaban. Más tarde descubrió que la madre se había enterado; las niñas debieron de decirle algo; y puso fin a sus visitas al parque. —Hizo una pausa—. Guy Lennox no volvió a ver a sus hijas.

—¿Ni siquiera cuando terminó el plazo de la orden de alejamiento?

—No. Porque ya era demasiado tarde.

—¿Por qué? ¿Acaso sus hijas no querían verlo después de tanto tiempo?

—No, no fue por eso. —Iris negó con la cabeza—. En la primavera de mil novecientos treinta y seis empezó la guerra civil española. En agosto de ese año, Guy se unió a las Brigadas Internacionales y fue a combatir a España. Sobrevivió a una batalla encarnizada cerca de Madrid… Pero en marzo de mil novecientos treinta y siete lo mataron en Guadalajara…

Las lágrimas le brillaban en los ojos.

—Pobre hombre —murmuré—. Ahora lo entiendo.

Me miró con expresión severa.

—¿Qué es lo que entiendes?

—Pues… por qué el cuadro la pone tan triste. La historia… rompe el corazón. —Iris asintió lentamente—. Pero me dijo que había comprado el cuadro de forma impulsiva, sin saber nada de él; ni siquiera sabía de qué pintor era. Es evidente que después investigó a fondo su procedencia.

—Sí. La mayor parte de lo que sé me la contó el amigo de mi esposo, Hugh, en mil novecientos sesenta y tres. El hombre que le enseñó el cuadro a su tío.

—Me dijo que el tío de Hugh había conocido a Guy Lennox, ¿verdad?

—Sí. Se conocían bastante bien. Y cuando Hugh me devolvió el cuadro y me contó lo que le había dicho su tío, me quedé… de piedra. —Hizo una pausa—. Entonces regresé con el cuadro a la tienda de antigüedades en la que lo había comprado y pregunté al dependiente por la mujer que se lo había vendido. Buscó su nombre y su dirección en el libro de adquisiciones y, como vivía cerca, fui a llamar a su puerta. Se prestó a hablar conmigo encantada y me confirmó que había encontrado el cuadro en el desván de su difunto hermano. Este no se había casado ni tenía hijos, así que ella era quien se había encargado de vaciar el piso y recoger sus pertenencias.

—Me dijo que había trabajado para Guy Lennox.

—Así es. Había sido su aprendiz, y también era artista. La mujer pensó que el cuadro podía ser de su hermano, pero como ya tenía unas cuantas obras suyas, decidió vender ese. Cuando le conté lo que había descubierto sobre el lienzo, supuso que su hermano lo había guardado en su casa tras la muerte de Guy, con el fin de conservarlo.

—¿Cree que Guy le contó quiénes eran las niñas del cuadro?

—A lo mejor no… Era un tema muy personal; pero, según la mujer, lo más probable era que su hermano lo supiese, porque ambos se llevaban muy bien. Suponía que tal vez su hermano tuviera la intención de regalarles el cuadro a las niñas. Pero entonces estalló la guerra y todo se sumió en el caos, así que el cuadro quedó escondido en el desván hasta que el hombre también murió.

—Se tomó muchas molestias para averiguar la historia del cuadro, Iris.

—Sí, es verdad.

Me miró fijamente durante un par de segundos. Era una mirada extraña, penetrante, y de pronto me di cuenta de que debía de estar fatigada y tener ganas de que me fuera. Miré el reloj. Eran las tres y diez. Se había terminado la sesión.

Empecé a recoger el caballete y los tubos de pintura.

—Gracias por contármelo, Iris. Me alegro de haberme enterado de la historia, aunque sea triste. —Sujeté el retrato con pinzas al portalienzos y después doblé el plástico protector que habíamos puesto en el suelo—. Bueno… ¿le va bien si quedamos a la misma hora la semana que viene?

—Sí —me contestó—. Está bien. —Se dio impulso para ponerse de pie—. Entonces… hasta la semana que viene, querida mía.

Cargué con todas las cosas y anduve hacia la puerta. Me despedí con una sonrisa, salí y cerré la puerta tirando del pomo. Me dirigí al ascensor y pulsé el botón. Los engranajes empezaron a rechinar mientras subía, hasta que el aparato se paró con un crujido seco. Estaba a punto de abrir la puerta de rejilla cuando mi mano se paró en seco. Me volví y miré en dirección a la puerta del piso de Iris; entonces, con un cosquilleo en las entrañas, desanduve el pasillo y llamé con los nudillos.

Al cabo de un par de segundos oí que quitaba el pestillo de la cadena. Al abrir la puerta, me percaté de que Iris me miraba expectante.

—Iris —le dije—, he vuelto porque estaba dándole vueltas a cómo podían llamarse las niñas del cuadro. Acabo de caer en la cuenta: se llamaban Agnes e Iris.

Iris asintió lentamente.

—Sí.

—Es usted la que sale en el cuadro… Su hermana y usted. —Volvió a asentir—. Y Guy Lennox era su padre.

—Sí, era mi padre. —Abrió la puerta de nuevo para dejarme entrar—. Esperaba que lo entendieras, Ella. Sabía que lo comprenderías.

—Estaba tan absorta en la historia que no… establecí la relación. Y entones, de repente, noté un pinchazo aquí, plin. —Me llevé la mano al pecho—. Esa es la razón por la que el cuadro la entristece tanto.

—Sí. Tienes razón. Por favor, entra…

Dejé el caballete y el portalienzos en el suelo y seguí a Iris hasta la salita. Se sentó, se colgó el bastón del brazo y cogió el cuadrito. Me senté a su lado y lo sujetamos entre las dos. Mientras lo contemplaba, sentí la intensa tristeza y el anhelo que latía bajo su superficie apacible.

—Por eso me ha dicho que se quedó «de piedra» cuando Hugh le contó la historia.

—Me quedé de piedra —respondió Iris en voz baja— porque mencionó el nombre de Edith Roche. Yo no sabía ni que mi madre había sido modelo de pintura ni que hubiera estado casada antes. Pero así fue: su marido era Guy Lennox.

Levanté la mano para señalar la figura juguetona de la niña más pequeña y luego miré de soslayo a Iris.

—Ahora veo que podría ser usted, aunque cuesta reconocerlo, porque la pintó de perfil y está ligeramente emborronada, para dar la impresión de movimiento.

—Por eso no me reconocí ni yo misma… Pero claro, no esperaba verme en el retrato. Tampoco reconocí a Agnes. —Iris señaló la silueta de la niña mayor—. Aquí lleva el pelo muy largo; cuando estalló la guerra se lo cortaron a lo chico, que es como lo ha llevado siempre desde entonces. Había días, antes de saber la verdad sobre el cuadro, en los que fantaseaba y pensaba que la niña mayor se parecía a Agnes; pero luego me decía que era pura coincidencia y desechaba la idea. Además, las acciones de la niñera también están pintadas con estilo impresionista. Y debemos tener en cuenta que este era el apunte para un cuadro más grande, de modo que Guy no había incluido todos los detalles que después habría deseado plasmar en el definitivo, de haber sido capaz de continuar pintando.

—La primera vez que vine, Iris, le pregunté si alguna vez le habían hecho un retrato. Me contestó que sí, pero hacía mucho tiempo. —Miré el cuadro—. Este es el retrato.

Ella asintió con la cabeza.

—Y cuando lo descubrí en esa tienda, sentí más que atracción por él, era como si algo me guiara hacia el cuadro. Tuve la sobrecogedora sensación de que estaba vinculada a él, pero no sabía cómo ni por qué.

—Pero me dijo que se lo había enseñado a su madre.

—Y lo hice… Porque en esa época vivía con ella. Reaccionó de forma negativa ante el cuadro. Supuse que era porque le había parecido un gesto extravagante por mi parte, pero me equivocaba. Era porque al instante supo qué cuadro era y quién había sido el artista. Seguro que se sintió culpable al verlo, porque a partir de entonces la embargó una continua tristeza.

—Entonces, ¿durante todo ese tiempo usted siguió sin saber que Guy Lennox era su padre?

—No lo sabía. —Iris hizo una pausa—. Agnes y yo solo teníamos veintiún meses y seis meses cuando nuestros padres se separaron. De niñas, no teníamos ni idea de que el hombre a quien llamábamos «papá» era en realidad nuestro padrastro. Tampoco sabíamos que nos habían cambiado el apellido de Lennox por Loden.

—Pero seguro que le preguntaron a su madre cómo había conocido a su «padre».

—Sí, pero se limitó a decirnos que se habían conocido en una fiesta que había dado Peter, lo cual no era mentira. —Iris se encogió de hombros—. Pero tampoco era toda la verdad.

—¿Qué ocurrió cuando descubrió la verdad? ¿Alguna vez se atrevió a pedirle explicaciones a su madre cara a cara?

—Nunca tuve la oportunidad porque murió unos meses antes. Fue durante ese durísimo invierno de mil novecientos sesenta y tres, cuando el país quedó sepultado bajo la nieve. Agnes vivía en Kent y no pudo desplazarse hasta Londres. Yo estaba en Yugoslavia. Nuestra madre, que ya estaba muy frágil, pilló una neumonía.

—Entonces… ¿nunca les habló de su padre ni a usted ni a su hermana?

—Jamás… Ni siquiera cuando vio este cuadro, lo cual debió de costarle una buena dosis de autocontrol. Pero había ocultado la verdad durante tanto tiempo que lo más probable era que le resultase imposible revelarla entonces. —Pensé en lo que me había ocultado mi madre—. Porque si yo hubiera sabido la verdad en vida de mi madre, entonces no sé si habría podido perdonarla. Mi hermana sigue sin haberlo hecho, casi cincuenta años después.

—¿Y Agnes se acordaba de cuando las había pintado su padre?

—Sí, porque ya tenía casi seis años. Según me ha dicho, así es como se lo imagina siempre que piensa en él: detrás del caballete, charlando con nosotras y sonriendo. Pero yo no guardo ningún recuerdo de él; aunque supongo que debo de tener algún tipo de recuerdo enterrado en el fondo de la memoria, que debió de ser lo que me atrajo hacia el cuadro en un principio; sí recuerdo que sentí una especie de… «familiaridad». —Iris suspiró y luego pasó los dedos con delicadeza por la parte superior del marco—. A menudo pienso en cuánto debía de echarnos de menos nuestro padre y en lo mucho que debía anhelar estar con nosotras. Quedó privado de sus hijas, igual que nosotras quedamos privadas de él. —Me miró con sorpresa—. Pero ¿por qué lloras? No llores, Ella, por favor. —Puso una mano encima de la mía—. No quería disgustarte así.

Busqué a tientas un pañuelo de papel.

—Es que es tan triste… pensar en lo cerca que estuvieron de él.

Exhaló el aire.

—Estábamos muy cerca, y a la vez… tan lejos. Pero Agnes y yo habríamos hecho lo que fuera por conocerlo.

Pensé en mi propio padre, aferrado a la esperanza de conocerme. Pensé en él sentado en esa cafetería horas y horas, mirando con ansiedad a todos los peatones que pasaban por delante. Suspiré.

—Ahora sé por qué este cuadro es tan valioso.

Iris asintió con la cabeza.

—Es muy valioso…, para mi hermana y para mí. Le pregunté a Agnes si le gustaría tenerlo un tiempo, pero me dijo que no, porque la apena demasiado. Así que nunca me separo de él; lo colgué al lado de la cama y todos los días lo miro e intento imaginarme cómo era mi padre. Agnes y yo tuvimos la suerte de poder visitar al tío de Hugh. Hablamos con él sobre Guy y nos contó todos sus recuerdos, incluso nos enseñó algunas fotos de Guy, lo cual nos dio cierto consuelo.

—Pero… seguro que había gente que sabía que Peter Loden no era su padre.

—Sí… Pero no sacaban el tema delante de nosotras. Lo más probable es que dieran por hecho que ya lo sabíamos, o que nos habían contado que nuestro padre había traicionado a nuestra madre y por eso no queríamos verlo más. El nombre de Guy no se pronunciaba jamás, así de simple. Sin embargo, una vez que supe la verdad, dejé de referirme a Peter Loden como mi difunto «padre» y empecé a hablar de mi difunto «padrastro».

—¿Y… qué le pasó?

—Era un hombre muy influyente y muy ocupado. —Iris se encogió de hombros—. Se mostraba cordial con Agnes y conmigo; no sé hasta qué punto pensaba en Guy Lennox y en cómo había destruido la vida de Guy. Pero mi padrastro lo perdió todo después de la guerra. ¿Te había dicho que montó el primer oleoducto en Rumania? —Asentí—. Cuando Rumania pasó a formar parte del bloque del Este, nacionalizaron el oleoducto. Mi padrastro sufrió unas pérdidas catastróficas. Tuvo que abandonar las oficinas de la City. La casa de Mayfair tuvo que…

—Me dijo que era majestuosa.

—Y lo era: justo al lado de la opulenta Park Lane. Era preciosa, como salida de…

La saga de los Forsyte —interrumpí—. Eso es lo que dijo cuando empezó a contarme la historia. Me pregunté cómo podría saberlo: porque era su casa.

Iris asintió.

—Vivimos allí hasta mil novecientos cuarenta y uno; entonces mi hermana y yo fuimos evacuadas. Pero en mil novecientos cuarenta y ocho la vendieron y mi madre y mi padrastro se mudaron a una casa más pequeña en Bayswater. En los últimos años sufrieron muchas penurias. Después de que él muriera en mil novecientos cincuenta y ocho, Agües empezó a ir a ayudar a mi madre, que entonces ya estaba muy débil. Yo intentaba dedicarle tiempo a mi madre cuando volvía a Londres aunque, como te he dicho, nunca me contó lo que había ocurrido. Entonces fue cuando di con el cuadro por casualidad y descubrí la verdad; o tal vez no fuera casualidad. A lo mejor fue mi padre quien me guio hasta el cuadro. Pero hay muy pocas personas a las que les haya contado la historia, Ella. Las únicas que lo saben son mis dos hijas y sus familias. Y ahora tú también.

Apretujé el pañuelo de papel.

—Me… conmueve tremendamente que lo haya compartido conmigo, pero… ¿por qué lo ha hecho, Iris?

—Porque eres retratista, igual que él. Y porque vi que te atraía el cuadro: creo que supiste ver de manera intuitiva el intenso anhelo que albergaba cada pincelada.

—Sí que reconocí ese anhelo…, sí… —Noté que los ojos se me llenaban de lágrimas—. Pero…, lo siento, tengo que irme.

No quería llorar delante de Iris, ni tener que explicarle que mis lágrimas no se debían únicamente a su historia, sino también a la mía. Me puse en pie.

—Bueno…, nos vemos la semana que viene.

—Tengo muchas ganas de que llegue, bonita.

Iris se levantó y me acompañó a la puerta. Recogí el caballete, la bolsa de tela y el portalienzos, me despedí con una sonrisa y salí.

No esperé a que llegara el ascensor sino que bajé por las escaleras. No hacía más que pensar en la imagen de mi padre mirándome a través de la cristalera de la cafetería. Me imaginé su amargura al darse cuenta de que yo no iba a aparecer. Pensé en él, esperando de nuevo ayer, luego volviendo a la cafetería esta mañana.

Salí del edificio y llamé a un taxi. En cuanto giramos por Kensington High Street vi la placa del hotel donde se alojaba mi padre; estaba a punto de pedirle al taxista que parara, cuando caí en la cuenta de que mi padre no estaría allí. Su vuelo salía al cabo de una hora escasa. Estaría ya facturando, o incluso yendo a la puerta de embarque. Saqué el móvil y volví a leer su último mensaje.

«Mantengo la esperanza de que en el fondo de tu corazón encuentres el ánimo…».

No lo había encontrado. Pero ahora, debido al cuadro de Iris, me veía capacitada para verlo. Busqué su número de teléfono y entonces, sin saber qué decirle ni si tendría voz para decirle algo, empecé a marcar. 0785653944… Pulsé el último dígito.

«¿Llamar?».

Miré la pantalla con la mano temblorosa. Guy Lennox no había abandonado a sus hijas. Había luchado por quedarse con ellas y había sufrido injusticias solo por intentar mantenerse cerca de ellas. Mi padre se había limitado a abandonarme sin mirar nunca atrás.

Me deprimí al darme cuenta de que mi madre, a pesar de toda su amargura, tenía razón. Era demasiado tarde. Pulsé el botón rojo y volví a guardar el móvil en el bolso.

Ya había tomado una decisión, me repetí al llegar a casa; mi padre ya estaría volando y, después de tanta angustia y tantas lágrimas, ya era hora de olvidarme del tema y dejar que las aguas volvieran a su cauce.

Es lo que habría hecho, de no haber recibido un correo electrónico dos días después…

Era viernes por la noche, muy tarde. Había ido a ver una película con Polly y luego habíamos tomado una copa. Acababa de llegar a casa y estaba en el estudio, pensando en la sesión con Nate, con quien había quedado por la mañana, cuando oí el aviso de un mensaje nuevo en la bandeja de entrada.

Fui al ordenador y vi que el mensaje era de mi padre. No quería volver a saber de él. Le había dejado claro que no deseaba ponerme en contacto, ¿no? ¿Qué más tenía que decirme? Durante unos segundos me planteé borrarlo sin leerlo siquiera. Luego, con un suspiro de agotamiento, lo abrí. Me sorprendí al ver que había escrito un mensaje muy largo.

Querida Ella:

Siento mucho que no pudiéramos vernos en Londres. Me puse muy triste cuando despegó el avión, pero me consolé al decidir que te escribiría para por lo menos poder transmitirte parte de lo que me habría gustado contarte si nos hubiéramos visto.

En primer lugar, te habría preguntado por tu vida: a qué te dedicas, cómo es tu familia y tus amigos. Habría sido extraño tener que plantearle a mi propia hija unas preguntas tan básicas, pero sé tan poco de ti… Después te habría hablado un poco de mí; en especial, te habría contado que me quedé viudo hace seis meses y todavía estoy asimilando esa pena. Te habría dicho que vivo cerca de una pequeña ciudad llamada Busselton, no muy lejos de Perth, en unos viñedos que plantaron los padres de mi esposa, y a los que ella siempre había tenido intención de regresar. Nunca compartí del todo su entusiasmo por este plan, pero al final, volver aquí resultó ser un buen medio de escapar de una situación intolerable. Porque, como tú sabrás mejor que nadie, mi vida personal estaba hecha un auténtico lío.

—Claro —murmuré—. Lo sé todo.

La primera vez que te escribí, Ella, te dije que me gustaría intentar explicarte lo ocurrido. Confiaba en poder sentarme contigo en una cafetería y contarte por qué me había comportado como lo hice hace tantos años. También quería que supieras que intenté mantener el contacto, pero me devolvían todas las cartas, sin abrir, con la indicación «devolver al remitente» escrita con la pulcra letra de tu madre.

Noté cómo se me encogían las entrañas.

Te escribí muchísimas veces. En esas cartas te contaba que vivía en Australia, pero no te decía el motivo, porque eras demasiado pequeña para entender las circunstancias que me habían llevado allí. Sabía que tu madre te habría dicho que simplemente os había abandonado, algo que, para mi eterna vergüenza, es cierto. Pero mi voluntad era que supieras que seguía queriéndote y que te echaba de menos, y que habría deseado con todo mi corazón que hubiera sido posible estar contigo.

Por supuesto que habría sido posible… ¡si no se hubiera fugado con otra!

Debo confesar que mi mujer no veía con buenos ojos nada de esto. Estaba muy disgustada por todo lo que había pasado.

Me entraron ganas de echarme a reír. ¿Ella estaba disgustada?

Frances me decía que, si quería acallar mi conciencia, lo que debía hacer era abrir una cuenta bancaria para ti a la que tu madre tuviera acceso. Lo hice, pero tu madre hizo oídos sordos a mis peticiones de que la firmara, y me devolvió todos los formularios que le envié. Así pues, empecé a mandarle cheques, pero también me los devolvía.

El orgullo impidió a mi madre aceptar el dinero de su parte. A lo mejor también había sido el orgullo lo que la había llevado a rechazar que él le pasara la manutención después del divorcio. Seguí leyendo.

Entonces me enteré de que tu madre iba a marcharse de su piso…

¿A qué se refería con lo de «su» piso? Era el piso de los dos.

Lo descubrí a través de un antiguo compañero de trabajo, Al, con quien había mantenido el contacto. Al se encontró a tu madre por casualidad en el centro de Manchester un par de años después de que yo me fuera. Le contó que acababa de casarse y que se mudaba a Londres. También le comentó que ya no bailaba. Al supuso que era porque saltaba a la vista que iba a tener otro hijo.

Entonces, mi padre no sabía nada del accidente.

Me alegré de saber que tu madre había encontrado la felicidad con otra persona, y recé para que fuera un buen padrastro para ti, Ella. Pero seguía queriendo mantener el contacto con tu madre, no solo porque tenía intención de pagar tu manutención, sino también porque mi mayor deseo era volver a verte algún día. Confiaba en que pudieras venir a visitarme cuando tuvieras edad suficiente, aunque habría tenido que manejar las cosas con sumo tacto, porque para Frances toda la situación había sido muy dolorosa.

¿Cómo que había sido doloroso para ella? ¿El qué, seducir a mi padre para que abandonase a su familia y arrastrarlo a las Antípodas?

Por eso, cuando Al me contó que tu madre iba a mudarse a Londres, escribí al Northern Ballet Theatre para pedirles que le hicieran llegar una carta que adjuntaba en el sobre; pero no supe nada de ella. Entonces puse un anuncio en The Stage, con un apartado de correos, pero tampoco me contestó. Estaba claro que tu madre no iba a perdonarme jamás cómo había terminado nuestra relación.

¿Su «relación»? Qué forma tan rara de llamarlo.

Estoy seguro de que te habrá contado cómo nos conocimos. Fue después de una representación de Cenicienta, en la que ella bailaba en el papel de Hada del Invierno, con un tutu precioso que resplandecía con gotas de «hielo». A Frances le encantaba el ballet y había comprado unas entradas especiales que incluían una invitación a la fiesta de la compañía después de la función: nos caímos bien y…

¿Mi padre había ido a ver Cenicienta con Frances? Mamá solo me había dicho que había ido «con otras personas». Eso explicaría por qué Frances odiaba a mi madre: porque a ella también le gustaba John, pero había sido de mi madre de quien se había enamorado él.

Fui a buscarle una copa a Frances y, cuando regresé, estaba charlando con tu madre; así que Frances fue quien nos presentó.

Eso concordaba con lo que me había contado mamá.

Por aquel entonces, Frances y yo llevábamos cinco años casados.

Miré fijamente la frase.

La amaba. Nunca le había sido infiel.

Era mi madre quien había sido «la otra mujer».

Gabriella, seguro que te duele leer esto, pero es importante que te cuente la verdad: no era mi intención involucrarme tanto en la relación con tu madre como lo hice. Pero ella era cautivadora, y yo era débil.

Entonces me acordé de la factura del hotel que, según mi madre, había encontrado en el bolsillo de mi padre, y de la carta de amor: era la carta de amor de una esposa a su marido.

Intenté poner fin a la aventura muchas veces, pero Sue estaba tan afligida que me sentía incapaz de hacerle más daño. Seis meses después de que nos conociéramos, le dije que teníamos que dejarlo. Fue entonces cuando me dijo que estaba embarazada.

Cerré los ojos, luego volví a abrirlos.

Yo estaba desesperado, porque no quería hacerle daño a Frances ni perderla. También estaba apabullado. Te parecerá infantil, pero nunca hubiera imaginado que Sue estaría dispuesta a arriesgar su carrera teniendo un hijo; era joven y muy ambiciosa. En ese momento fue cuando me di cuenta de lo intensos que eran sus sentimientos hacia mí. Le dije que nunca dejaría a mi esposa. Pero Sue sabía que Frances no podía tener hijos, así que supongo que pensó que una vez que me encariñase del recién nacido, mi amor por Frances se apagaría.

Mi madre me tuvo para conseguir que John se separase de su mujer. Por eso me había dicho que le hizo «tan feliz estar embarazada». Ahora entendía lo furiosa que se había puesto cuando Chloë se había planteado la posibilidad de tener un hijo para forzar a Max a comprometerse con ella. Era evidente que mamá sabía, por propia experiencia, que hacerlo sería… ¿cómo lo había dicho ella? «Un riesgo muy grande». Seguí leyendo.

A pesar de una tremenda ansiedad, Ella, me emocioné cuando naciste y de inmediato sentí un amor profundo por ti. Pero tu nacimiento marcó el principio de una doble vida tan estresante que en ocasiones me preguntaba si lograría sobrevivir a la tensión. No te lo digo para darte pena; solo intento explicar cómo es posible que terminara causando tanto dolor.

Tanto, sí, repetí mentalmente.

Tu madre me insistía en que le contara la verdad a Frances; pero yo me negaba porque me aterrorizaba que Frances pudiera abandonarme. La amaba. Os amaba a las tres: a mi esposa, a tu madre, y por supuesto a ti, mi preciosa niñita. Pero el caso es que no sabía qué hacer. De modo que, como muchos hombres en esa situación, no hice nada. Iba a veros a Sue y a ti entre semana después de trabajar, y los fines de semana siempre que podía. Cuando llegaba en coche a West Street, veía a tu madre de pie junto a la ventana, buscándome con la mirada.

Entonces recordé que solía gritarme: «¡Ya viene papá!». Entonces caí en la cuenta de por qué siempre se refería con ansiedad a la «llegada» de mi padre a casa; porque no vivía con nosotras. De pronto, muchos de sus comentarios ambiguos cobraron sentido.

Tú no sabías que la relación entre tu madre y yo no era como la de los demás padres. Yo te columpiaba en el parque y te llevaba a nadar; habríamos podido encontrarnos a alguien que nos conociera a Frances y a mí, pero te quería tanto que estaba dispuesto a aceptar ese riesgo. Algunas veces te llevaba al teatro a ver bailar a tu madre. Te leía cuentos y pintaba y dibujaba contigo. Me sentía tan unido a ti que muchas veces me planteé en serio dejar a Frances. Pero luego me bloqueaba y me podía la angustia, porque no quería perderla.

Así que, en vez de eso, me perdiste a mí.

Entonces Frances empezó a encontrarse mal. Cuando se enteró de que estaba embarazada, nos pareció un milagro, no solo porque le habían dicho que no podría tener hijos, sino porque entonces ya había cumplido los cuarenta y dos años. Ambos estábamos ilusionadísimos; pero me daba pánico tener que contárselo a Sue. Por eso no se lo conté. Tampoco les había hablado a mis padres de ti, porque me preocupaba que pudieran decírselo a Frances.

Eso explicaba que nunca viera a mis abuelos paternos. Y también por qué mi abuela materna estaba tanto conmigo: porque mi padre no podía cuidar de mí, ya que debía volver con su mujer todas las noches.

Entonces, en 1978, Frances empezó a planear el regreso a Australia. En ese momento mi vida se convirtió en un infierno. ¿Cómo iba a marcharme cuando te tenía a ti? Pero ¿cómo no iba a marcharme cuando tenía a Lydia, que entonces había cumplido dieciocho meses? Me angustiaba tanto el pensar en tener que elegir entre mis dos familias que a menudo deseaba quitarme la vida o desaparecer en el bosque sin más; lo que fuera para no tener que enfrentarme a esa situación tan horrorosa.

Había empezado a sentir pena por mi padre.

Tu madre insistía cada vez más en saber por qué seguía con Frances. Pasó todavía un año más hasta que todo salió a la luz. Le había dicho a Sue que os llevaría a ella y a ti a un picnic; era un sábado estupendo de principios de septiembre. Pero me fue imposible quedarme libre, así que en lugar de ir a veros salí a pasear con Frances y Lydia. A lo mejor sabes lo que ocurrió a continuación, Ella. A lo mejor incluso lo recuerdas.

—Ya lo creo —susurré.

De repente te tenía ahí, corriendo hacia mí, tan emocionada y sorprendida a la vez. Recuerdo que te pusiste a hablar conmigo y luego miraste a Lydia con curiosidad inocente. Entonces tu madre nos alcanzó. Tenía la cara desencajada. Frances te miraba fijamente, Ella; entonces, cuando comprendió la situación, miró a tu madre con un odio visceral, cogió a Lydia en brazos y entró en casa.

Así pues, los papeles no estaban invertidos, en absoluto. Frances tenía motivos de sobra para odiar a mi madre.

En ese momento, toda la complejidad de mi vida se esfumó. Por muy horrible que fuera, sentí un gran alivio al saber que, a partir de ese momento, ya no habría más secretos: solo quedaba el terror de la decisión que me vería obligado a tomar. Hasta ese mismo momento, aun cuando ya habíamos enviado muchas de nuestras pertenencias a Australia, continuaba dividido, sin saber si finalmente me marcharía o no. Algunos días me imaginaba que me quedaba en Manchester con Sue y contigo. Otros días me veía embarcando en el avión con Frances y con Lydia. Pero después de lo ocurrido ese día, iba a tener que elegir por la fuerza. Así que elegí…

—Abandonarnos a mamá y a mí.

… quedarme con mi mujer. Esa elección (y la forma tan nefasta en que la llevé a cabo) me ha torturado desde entonces; porque la verdad es que no tuve las agallas de decirle a tu madre lo que implicaría que siguiera con Frances. No sabía cómo decírselo. Así pues, para mi vergüenza, no se lo dije. Me limité a recoger mis cosas del piso y después me marché, porque no sabía de qué otro modo hacerlo.

—Huiste —murmuré.

Por eso, no cuesta mucho comprender la amargura que tu madre siente hacia mí, o su decisión de borrarme de su vida. Eso, por supuesto, era ideal para Frances. Me prohibió que le hablara de ti a Lydia, porque no quería que Lydia se pusiera en contacto contigo en el futuro, ya que eso podía hacer que Sue entrara de nuevo en nuestras vidas. Así pues, Lydia creció sin saber nada de ti, Ella. Me pregunto en qué época te hablaron de ella. Tal vez lo sepas desde hace mucho.

—¡Sí, hace mucho! ¡Nada menos que tres semanas!

Lydia supo de tu existencia hace un año. Fue entonces cuando Frances, al enterarse de que estaba muy enferma, por fin le contó la historia. Lydia no me comentó nada al respecto en aquel momento, pero unas semanas después de que muriera su madre me dijo que quería encontrarte. Sentí una especie de euforia, a la que de inmediato siguió el pavor, porque pensé que tú no querrías saber nada de mí. ¿Quién iba a culparte?

—¿Quién iba a culparme? —repetí afligida como un eco.

De todas formas, continué buscando. Pero ninguna de las Gabriella Sharp que encontré en internet eras tú, así que supuse que habías cambiado de apellido. Y claro, sin saber tu apellido, o a qué te dedicabas, era imposible. Por eso intenté llegar a ti a través de tu madre, pero tampoco encontré ninguna referencia a Sue Young y di por hecho que ahora utilizaba su apellido de casada, un apellido que yo no tenía por qué saber. Y luego, por casualidad, cliqué en un artículo de The Times. Por unas décimas de segundo me quedé perplejo, porque me pareció estar viendo una foto de Lydia. Luego vi que eras tú y me sentí… sobrecogido. Lydia estaba tan emocionada que quería mandarte un correo electrónico ella directamente, en ese mismo instante; pero no tardó en darse cuenta de que no podía hacerlo hasta que tú y yo hubiéramos retomado el contacto. Le advertí que era posible que eso no ocurriera, pero le dije que te escribiría a través de la página web. Sin embargo, cuando me senté a hacerlo, me resultó imposible. No me salían las palabras.

Sentí una oleada de compasión hacia él.

Entonces fue cuando Lydia me dijo que tenía que viajar a Londres; estaba convencida de que aceptarías verme si sabías que estaba cerca. Conque reservé los billetes y luego te mandé el primer mensaje. Como no me contestaste, te mandé otro correo electrónico. Al ver que cada mensaje iba seguido del silencio, le dije a Lydia que no funcionaría. Entonces me dijo que lo mejor sería proponerte un sitio concreto en el que quedar, cerca del estudio en el que trabajas, y encontró el Café de la Paix por internet. Y allí fue donde te esperé; esperé prácticamente hasta el último momento, pero preferiste no verme. Lydia está desconsolada, y yo también.

—Y yo también —me hice eco.

Ahora me siento en parte mejor y en parte peor: mejor porque por lo menos he intentado verte, y peor porque me has rechazado. Ella, la primera vez que te escribí te dije que quería «hacer las paces». Por supuesto que no puedo. Lo único que puedo hacer es decirte lo mucho que siento todo el dolor y el daño que te he causado; ojalá hubiera tenido la oportunidad de decírtelo cara a cara.

Con todo el cariño que puedo darte.

Tu padre,

JOHN