Capítulo 8

—Hacía tiempo que no la veía —me dijo el taxista tres días más tarde. Metió el caballete en el maletero del taxi—. ¿Todo bien?

—Eh… Más o menos. ¿Y usted? —le pregunté en cuanto me senté en la parte de atrás.

—No me quejo. —Se puso al volante—. Bueno, volvemos a Barnes, ¿verdad?

—Sí, a la misma dirección de Castelnau, por favor.

Encendió el motor y nos pusimos en marcha. Pasamos por delante del escaparate de Harley Davison, después por la tienda de listas de boda Wedding Shop con sus expositores de porcelana Wedgwood y cristalería de Waterford. Mientras esperábamos en el semáforo para girar a la izquierda, eché un vistazo al escaparate de Antiques, con esa curiosa selección de fósiles, cristales, conchas marinas, cráneos de animales blanqueados, espejos oscurecidos y peces disecados. En la pared había cuadros con gigantescas mariposas disecadas con las alas en tonos amarillos, anaranjados y azules.

Cuando el coche reanudó la marcha, el taxista señaló con la cabeza hacia las vallas conmemorativas.

—Hay muchas más flores.

Miré los numerosos ramos nuevos y los dos globos de color rosa que flotaban con sus cordeles plateados.

—Porque hoy era su cumpleaños.

El taxista me miró por el espejo retrovisor.

—¿Cómo lo sabe?

—Me lo han dicho… En realidad, le estoy haciendo un retrato.

—¿Aunque haya muerto?

—Sí. Lo hago a partir de fotos.

—De acuerdo… Supongo que así es más fácil.

—No, es mucho más difícil.

Durante el trayecto pensé en lo poco satisfecha que estaba con el retrato de Grace. Me pasaba la mayor parte del día torturándome al imaginar la gran decepción de su familia al ver el resultado.

Llegamos al camino que conducía a la casa de Celine. Saqué todas mis cosas, pagué al taxista y pulsé el enorme timbre de cobre. Para mi sorpresa, quien abrió la puerta no fue el ama de llaves sino el marido de Celine: un hombre alto de pelo canoso con un traje muy elegante.

Me sonrió de oreja a oreja.

—Hola, debes de ser Ella.

—Sí, y usted debe de ser el señor Burke.

—Por favor, llámame Victor. Me alegro mucho de conocerte. Deja que te lleve esto, por favor. —Cogió el caballete, se lo colocó debajo del brazo y cruzó el recibidor. Se detuvo al pie de la escalera. Apoyó la mano en el poste de arranque y alzó la mirada—. ¡Cariiiiñoooo! Ella ha venido a pintarte. —Se volvió hacia mí—. Bajará en un abrir y cerrar de ojos.

Seguí a Victor hasta la sala de estar, donde ya habían colocado las telas protectoras como siempre. Apoyó el caballete en el suelo y lo abrió, para situarlo en su lugar habitual.

—¿Qué tal va? —me preguntó mientras yo sacaba la paleta y los pinceles—. ¿Me dejas echar un vistazo?

—Por supuesto.

Saqué el lienzo de la funda y lo coloqué en el caballete.

Victor puso los brazos en jarras.

—Sí… —Inclinó la cabeza hacia un lado y lo analizó—. Definitivamente es Celine.

—Solo llevamos dos sesiones, pero los rasgos principales ya están dibujados. Ahora se trata de ir perfilando mejor la cara.

—Confío en que sepas hacerle justicia.

—Lo haré lo mejor que pueda. Las sesiones van bien —añadí con falsedad, y luego me pregunté si se hacía una idea de la pesadilla que suponía pintar a su mujer.

—Aquí la tienes. —Victor sonrió emocionado a Celine cuando la mujer entró en la sala—. Cariño, tu retrato está empezando a tomar forma, de verdad.

—Bien —dijo ella con aire ausente—. Hola, Ella.

—Hola —respondí con aprecio.

A pesar de todas nuestras diferencias, le había tomado cariño a Celine y me alegré de verla.

Victor se dirigió a mí.

—Entonces, hoy es… ¿qué día? ¿El catorce de mayo? El cumpleaños de Celine es el doce de junio.

—El retrato estará listo una semana antes —le confirmé.

—Fantástico. Y esto… —Echó un vistazo a la habitación—. ¿Dónde lo colgaremos…?

El rostro de Celine se contrajo alarmado.

—Aquí no, Victor.

—¿Por qué no? —preguntó él.

—Es demasiado… público.

—Ay, no sé… —El señor Burke observaba el espacio que había encima de la chimenea—. Me gustaría colocarlo aquí, en lugar del espejo.

Celine estaba apabullada.

—¡Decididamente no! Y si eso es lo que pretendes, ¡no pienso hacer ni una sola sesión más!

Su vehemencia me pilló desprevenida. Me preguntaba si estaba a punto de presenciar una intensa pelea matrimonial.

—Está bien, pues ahí no —cedió Victor para tranquilizarla—. Ya lo discutiremos cuando esté terminado. —Miró el reloj—. Ahora tengo que dejaros, porque llego tarde… —Se arregló la corbata de seda amarilla—. Adiós, cariño. —Hizo ademán de besar a Celine en la mejilla, pero ella volvió la cabeza, de modo que terminó dándole un beso en la oreja. Victor se encogió de hombros, quitándole importancia, y se dirigió a mí—. Hasta luego, Ella. Me alegro mucho de haberte conocido.

—Lo mismo digo, Victor.

Salió de la sala y luego oímos sus pasos cruzando el recibidor. Al instante se cerró de golpe la puerta principal.

Celine se aproximó a la butaca de terciopelo rojo.

—Lo siento mucho —murmuró mientras se sentaba.

—Ah, no se preocupe. —Me até el delantal—. Tiene un marido encantador.

Dejó el bolso en el suelo.

—Sí.

—Salta a la vista que la tiene en un pedestal.

—Sí —contestó sin inmutarse.

Empecé a apretar los tubos para colocar la pintura en la paleta. Mezclé el ocre con el rojo cadmio para formar la base del tono de la piel.

—Y además es muy apuesto.

Celine soltó un suspiro de arrepentimiento.

—Es verdad. Mi marido es encantador, detallista y apuesto; también es trabajador, honrado y muy, pero que muy generoso. Piensa en todo, es una maravilla —añadió—. Ah, y también es un padre excepcional.

Me acordé de la retahíla de cualidades de Nate que recitaba Chloë.

—Bueno… Entonces tiene usted mucha suerte.

Celine se mordió el labio inferior.

—Sí…

—¿Y va a celebrar su cumpleaños con una fiesta?

Asintió.

—Víctor ha preparado una fiesta con cuarenta amigos.

Aclaré la pintura con disolvente.

—Qué bien… ¿Dónde será?

—En el hotel Dorchester —respondió ella como si tal cosa.

—Es fantástico.

Seleccioné un pincel de tamaño intermedio.

—Después iremos cuatro días a Venecia. Ha reservado habitación en el Cipriani —añadió sin pizca de entusiasmo.

—¡Qué afortunada!

—Y como regalo, piensa llevarme a la joyería Graff, donde podré elegir el anillo de diamantes que prefiera: cuatro quilates.

—¡Por el amor de Dios! —Me entraron ganas de reír—. Tiene un marido asombroso.

Celine me miró sin ilusión.

—Es asombroso. Sí. Pero… —De repente le sonó el móvil. Me dio un vuelco el corazón cuando vi que Celine cogía el teléfono del bolso, miraba la pantalla y abría la tapa—. Oui, chéri?

Se levantó.

—Celine —dije gesticulando con los labios—. Por favor…

Me dirigió una sonrisa suplicante.

—Es muy importante. —Continuó atendiendo la llamada—. Il faut que je te parle. Oui, chéri. Je t’écoute

Mientras veía cómo Celine se dirigía a la puerta sin dejar de decir palabras cariñosas, se me encendió la bombilla y caí en la cuenta de cuál debía de ser la situación de la señora Burke. Durante las dos primeras sesiones me había percatado de que llamaba alguien a quien ella respondía con especial afecto. La naturaleza intensa y furtiva de esas conversaciones me recordó a cómo solía comportarse Chloë cuando salía con Max. Celine tenía una aventura. Eso explicaría por qué no quería que la pintara. Victor había encargado un retrato de su esposa, pero ella estaba enamorada de otra persona. De paso, también explicaría lo irritable que estaba con Victor.

Regresó al cabo de cuatro o cinco minutos, ligeramente azorada, como si la llamada le hubiera afectado.

—Disculpa —contestó mientras cruzaba la alfombra—. Voy a poner el contestador automático del móvil.

Una vez hecho eso, lo metió en el bolso.

Alors… —Volvió a sentarse—. Continuemos.

Charlamos durante un rato, pero saltaba a la vista que Celine estaba agitada. En sus ojos se percibía una especie de anhelo ansioso y suspiraba de vez en cuando.

El pincel volaba por el lienzo con trazo suelto mientras le pintaba el vestido: era de un azul medio puro, como el azul de las flores de romero. Mientras volvía a cargar de pintura el pincel, oí otro suspiro profundo.

Levanté la vista.

—¿Está bien, Celine?

—¿Si estoy bien? —repitió al cabo de unos segundos—. No sé…, supongo que depende de lo que quieras decir con «bien».

Sustituí el pincel que había utilizado por otro más fino y empecé a perfilarle la boca.

—Estoy sana —continuó—. No tengo hambre ni frío. Vivo en una casa cómoda, tengo ropa con la que cubrirme, pero… —De repente sus ojos brillaron llenos de lágrimas—. No —susurró—. No estoy bien.

—Celine…

Se limpió con la manga y después se dio unos golpecitos en la cara con un pañuelo de papel.

—Perdóname —murmuró.

—No… se preocupe. —Bajé el pincel—. Vamos a esperar hasta que se sienta… mejor.

Frunció los labios.

—No voy a sentirme mejor. Me sentiré cada vez peor.

—Vaya… ¿puedo hacer algo para ayudarla?

—No. —Tragó saliva—. Gracias.

Hizo una bola con el pañuelo mojado y lo apretó tanto que los nudillos se le pusieron blancos.

Deseaba preguntarle qué ocurría, pero no me sentía con derecho a hacerlo. De todas formas, reflexioné, era poco probable que Celine me lo contara. Impregné el pincel con disolvente y lo extendí.

—Quiero dejar a mi marido. —Miré a Celine. Ella me miró desesperada—. Quiero dejar a Victor —reiteró con fervor—. Hace mucho tiempo que quiero hacerlo, pero ahora la cosa se está precipitando, porque se acerca mi cumpleaños. —Se pasó el pañuelo por debajo del ojo izquierdo—. Es muy difícil.

—Vaya… ¿Hay… alguien con quien pueda hablarlo?

Tragó saliva con dificultad.

—Acabo de hablarlo… con alguien muy cercano. Por eso era tan importante atender la llamada.

—Ya entiendo.

—Y esta persona, Marcel… —Su novio, pensé. Ella suspiró con frustración—… Quiero muchísimo a Marcel. —Sí, tenía razón—. Pero… —La voz de Celine se quebró por la emoción—… pero ¡ella no quiere apoyarme!

—Ah.

Era Marcelle.

Sorbió con la nariz.

—Marcelle cree que estoy… «demente». Me lo dijo cuando nos vimos en París la semana pasada, y acaba de repetírmelo ahora mismo. Dice que si abandono a Victor, nunca encontraré a otro hombre que se porte tan bien conmigo.

—Sí, parece que su marido se porta… muy bien.

—Sí, es fantástico. Es un marido maravilloso. Sé que soy afortunada de tener lo que tengo, y quejarme de algo es ser increíblemente ingrata, pero aun así… —le temblaron los labios—. Soy tan infeliz.

—¿Por qué?

Celine me miró con los ojos enmarcados en unas pestañas mojadas.

—¿No se supone que la vida empieza a los cuarenta? —Recordé que me había dicho lo mismo, con cierta amargura, el día en que la conocí—. Bueno, pues ¿por qué siento que mi vida va a terminar a los cuarenta?

—Pero… ¿por qué tiene que acabar?

—Porque… —Volvió a sorber con la nariz y luego sacó otro pañuelo del bolso dando un tirón—. Llevo con Victor desde que tenía veintidós años. Nos conocíamos desde hacía apenas unos meses cuando me quedé embarazada. Fue un accidente —continuó—. No sentía el menor deseo de tener un hijo en esa etapa de mi vida. Pero me veía incapaz de… no tenerlo, y Victor estaba emocionado. Se volcó para hacer que nuestro hijo y yo fuéramos muy felices, y supongo que me dejé llevar por su entusiasmo y su optimismo. —Celine se enjugó las lágrimas con el pañuelo—. El caso es que nos casamos y cuatro meses más tarde tuve a Philippe; luego, poco después, Victor compró esta casa… —Los ojos de Celine volvieron a llenarse de lágrimas—. ¡Que es donde he estado metida desde entonces! —Se mordió el labio—. Pero ahora tengo que marcharme.

—¿Lo sabe él?

—Sí… Pero se niega a hablar del tema.

—Bueno…, es evidente que la adora.

Soltó un suspiro afligido.

—Sí. Pero es muchísimo mayor que yo.

—¿Y eso importa? ¿Después de tanto tiempo?

—Para algunas cosas, no. —Soltó el aliento—. Pero lo que pasa es que me casé demasiado joven. Así que cada vez que conozco a una mujer como tú, que ha esperado mucho para sentar cabeza siento mucha… envidia.

—¿Envidia? —repetí—. Creía que le daba pena.

Celine me miró con cara de sorpresa.

—¡No! Porque las mujeres como tú habéis tenido vuestra época de diversión: distintos amantes, distintos trabajos, distintos pisos, distintas ciudades, distintas formas de ser una misma… Y al mismo tiempo, todavía podéis casaros y tener hijos… Mientras que yo llevo la misma existencia desde hace diecisiete años. Gran parte de la cual ha sido absorbida por Philippe, a quien, por supuesto, adoro; pero no tardará en seguir su propio camino en el mundo. Por eso, ahora quiero llevar una vida distinta.

—De acuerdo…

Se sonó y luego me miró con desolación.

—No hay nadie más, por si se te ha pasado por la cabeza.

—No, no.

—Nunca he tenido una aventura —Celine no lo dijo con orgullo, sino con arrepentimiento—. Ojalá la hubiera tenido —añadió—. A lo mejor así me sentiría menos desdichada ahora. Pero le he dicho a Victor que no soy feliz y que deseo marcharme.

Pobre hombre, pensé.

—¿Y… cómo ha reaccionado?

Tragó saliva.

—Quiere que me quede, dice que no puede vivir sin mí. Me dijo que estaba pasando una crisis, porque iba a cumplir los cuarenta; así que le contesté: «Sí, Victor, estoy pasando una crisis porque voy a cumplir los cuarenta. Precisamente, porque quiero hacer algo más con mi vida». Entonces me dijo que se jubilaría pronto para que pudiéramos pasar más tiempo juntos, viajar, tal vez aprender idiomas, afrontar nuevos retos.

—Entonces… ¿por qué no le da un voto de confianza?

—Porque quiero hacer esas cosas por mi cuenta.

Sentí una punzada de compasión por Victor.

—Ya.

—Mi intención era pasar solo un año o dos en Inglaterra. Después tenía pensado viajar a América del Sur, a África o a Indonesia. ¡Y no pasé de Barnes! Y conforme se acerca mi cumpleaños, me siento cada vez más… encajonada.

Me acordé de cómo se había sentado Celine en el extremo del sofá Knole el día de la primera sesión. «Sí… Estoy, como dices tú, encajonada».

—Por eso, ahora quiero intentar recuperar una parte de la libertad que tenía cuando era muy joven… antes de convertirme en una mujer vieja.

—Pero… ¿cómo va a conseguirlo? ¿Se pondrá a trabajar? ¿Hará algún curso?

—Quiero trabajar, sí; pero antes tengo intención de buscar un piso y plantearme mi vida desde allí. Ya he empezado a buscar. Se lo dije a Victor hace cosa de un mes. —Celine me miró—. ¿Y qué hace él?

Me encogí de hombros, descolocada.

—No lo sé.

—¿Qué hace Victor? —volvió a preguntar.

—Pues… ni idea.

Celine parpadeaba sin parar y me miraba con furia.

—¡Encarga un retrato de mí!

—Pero… es su regalo de cumpleaños.

—¡No! ¡No es eso! ¡Es una trampa!

—¿Una trampa?

Se inclinó hacia mí.

—¿Es que no lo ves? Intenta fijar mi imagen en esta casa. Tiene miedo de que me vaya e intenta colgarme de la pared.

Asentí lentamente.

—Ahora lo entiendo…

—Por eso está tan emocionado con el retrato. Por eso quiere ponerlo aquí, justo aquí… —El dedo índice de Celine salió disparado como una flecha en dirección al espejo—. En el corazón mismo de esta casa, porque me parece que cree que funcionará como por arte de magia, o como el vudú, y hará que me quede aquí, ¡con él!

—¿Todavía… ama a Victor?

Celine se encogió de hombros, abatida.

—Lo aprecio mucho, pero no quiero arrepentirme, cuando esté en el lecho de muerte, tal vez dentro de otros cuarenta años, de que elegí quedarme dentro de esta caja, segura y cómoda, con mi marido seguro y cómodo. Ya está… —Se apretó los ojos con el pañuelo—. Me preguntabas si estaba bien o no. Pues ahí tienes la respuesta.

Suspiré.

—Me dijo que las sesiones le parecían frustrantes, pero sabía que no era el verdadero motivo por el que no quería que la pintara. Era como si estuviera a punto de echar a volar.

Celine asintió con la mirada perdida.

—Sí, y todavía lo estoy…

Exhalé.

—Hace falta mucho valor para hacer lo que dice que quiere hacer. Puede que después se dé cuenta de que no la convence, pero entonces no podrá volver porque habrá quemado las…

—Naves —terminó por mí—. Lo sé. Bueno, asumiré el riesgo. Pero ver a Victor tan emocionado por el retrato hizo que me pusiera todavía más triste. Entonces me llamó Marcelle, así que decidí contárselo, pero no se mostró muy comprensiva. Por eso he decidido contártelo a ti. —Alargó la mano para buscar otro pañuelo—. Espero que no te importe.

—No. Me alegro de que lo haya hecho, porque por lo menos ahora comprendo qué le pasa. Aunque… ¿han pensado en acudir a un consejero matrimonial?

—Se lo sugerí a Victor. Pero insiste en que no tenemos ningún problema. Y cuanto más le digo que quiero marcharme, más desproporcionados se vuelven sus planes para mi cumpleaños.

—Ajá…

—No quiero una fiesta ostentosa y por todo lo alto —dijo Celine con tono sombrío—. No quiero un anillo de diamantes: ni siquiera me apetece ir a Venecia… Es un destino tan romántico que me parece de lo más inapropiado. Es más, no me apetece celebrar mi cumpleaños en absoluto, porque me siento tan infeliz y tan incómoda que sería poco sincero. Pero Victor no deja de organizar cosas, como si no pasara nada. Conque ahí estaré, sentada en el salón del Dorchester de aquí a un mes, ¡con la impresión de actuar en una pantomima de despilfarro! Le he dicho mil veces a Victor que cancele la fiesta, pero se niega. Por eso, la presión ha ido aumentando dentro de mí semana tras semana y ahora me siento como si fuera a hacer… —Abrió los ojos como platos—… ¡Boom!

—Lo siento mucho… —repetí con impotencia—. Ojalá pudiera decir algo más, Celine…, pero no puedo.

—Ya sé que no puedes. Pero me alegro de habértelo contado. —Suspiró—. Y ahora, será mejor que sigamos. —Se levantó, se acercó a la chimenea, y miró su reflejo en el espejo. Luego regresó a la butaca—. Tengo que dejarte trabajar.

—Está bien…

Yo también regresé al caballete y cogí la paleta y el pincel.

Entonces Celine levantó la cabeza y recuperó la pose.

Mientras esperaba a que llegara Mike Johns tres días después, me puse a pensar en Celine. Le había dado mil vueltas a nuestra conversación. Ahora comprendía por qué no quería que la retratara y por qué era incapaz de posar para las sesiones. Fantaseé con la idea de pintar una ventana abierta en el cuadro, o una mariposa disecada pinchada con un alfiler dentro de un marco dorado.

Desde entonces había dedicado mucho tiempo al retrato de Grace; en ese momento lo tenía en el caballete y, aunque estaba casi terminado, seguía con la sensación de que no era ella. El parecido era notable, pero continuaba sin transmitir quién había sido Grace. Entonces me arrepentí de haber aceptado el encargo y me imaginé la decepción de sus familiares y amigos.

Al recordar la angustiosa conversación que había mantenido con Mike sobre Grace, decidí guardar el lienzo de la joven antes de que llegara; y estaba a punto de sacarlo del caballete cuando sonó el teléfono.

Contesté.

—¿Sí?

Qué te parece si personalizamos las etiquetas del champán.

Era evidente que mi madre se había recuperado del disgusto de la semana anterior y volvía a estar volcada en cuerpo y alma en los preparativos para la boda. Pero yo no me había recuperado, y sentí una perpleja sensación de desconfianza hacia ella que iba calando en mi interior como la humedad.

—¿No te parece un detalle bonito? —oí que me preguntaba.

—No sé qué decir —respondí—. No sabía que se pudieran personalizar esas cosas.

—Sí. Y creo que sería divertido que en las botellas pusiera «Chloë y Nate» con la fecha de la boda. Pero a Chloë no le hace mucha gracia…, por eso se me ha ocurrido comentártelo a ti.

—¿Por qué? No es mi boda, es la suya. Así que, si a Chloë no le gustan las etiquetas personalizadas, entonces te recomiendo que no las pongas.

—Vale, vale —dijo mi madre—. No hace falta ser tan arisca.

—No soy arisca… Simplemente te digo lo que pienso. Y si no quieres que te dé mi opinión, pues no me preguntes.

Se hizo un silencio gélido.

—Ella… Espero que no estés disgustada por la boda. —Se me erizó la piel al oír el tono meloso de mi madre—. Algunos días estás un poquito irritable, cariño. Por eso se me ha pasado por la cabeza que, como tienes unos cuantos años más que Chloë, a lo mejor no te ale…

—¡Pues claro que me alegro por ella! Me alegro todo lo que puedo —añadí, más próxima a la verdad—. Pero… sigo dándole vueltas a lo que me contaste sobre mi padre y Lydia, así que ¡no estoy de humor para marear la perdiz con detallitos de la boda!

—Claro, claro… Lo siento, cariño mío. —Oí un suspiro de mi madre—. Debería ser más comprensiva contigo, porque te resulta muy duro. Siempre supe que sería así. Y por eso precisamente te he protegido durante tanto tiempo.

—¿Que me has protegido?

—Sí, por supuesto.

—¿Llamas «proteger» a ocultar cosas que significan tanto para una persona?

—Pues sí. Ni siquiera estoy segura de que signifiquen tanto. John y su hija son parientes tuyos, por supuesto, pero tan lejanos que ni los conoces.

—Gracias a ti no los conozco… ¡Exactamente!

—¡Dale las gracias a él! —contraatacó. La oí tomar aire, como si intentara tranquilizarse—. Ella —continuó con voz más pausada—, John y su hija no forman parte de tu vida. Viven a nueve mil millas y ocho zonas horarias de distancia. Olvídate de ellos.

—¿Cómo voy a olvidarme de ellos cuando son de mi propia sangre? ¿No se supone que la sangre es más…?

—No, la sangre no es más espesa que el agua —me cortó—. Si lo fuera, ¡tu padre nunca hubiera hecho lo que hizo! —Tuve que reconocer la irrefutable verdad de sus palabras—. Y Roy tampoco habría podido hacer lo que hizo —añadió mi madre con aire triunfal—, que fue tratarte como si fueras su hija. Nunca ha hecho la menor distinción entre Chloë y tú. Te has dado cuenta, ¿verdad?

Suspiré.

—Por supuesto que sí. Es fabuloso conmigo. —«¿Qué tal está mi Chica Número Uno?»—. Nunca he dicho lo contrario, pero…

—Ella, estoy preocupada —oí que decía mamá—. Porque me dijiste que no ibas a ponerte en contacto con John, pero ahora siento que te lo estás planteando. Así que deja que te diga que, si llegaras a hacerlo, sería durísimo para Roy. Confío en que lo hayas pensado.

—Sí… Claro que lo he pensado, pero… No vamos a discutirlo ahora. —De pronto recordé lo que me había dicho Polly—. ¡Confío en que no me hayas ocultado nada más!

Durante el silencio tenso que siguió, miré por la ventana y vi que se aproximaba el coche de Mike.

—Perdona, acaba de llegar el modelo; tengo que dejarte.

Después de colgar, me tomé unos segundos para tranquilizarme. Me eché agua fría por las mejillas y luego me miré en el espejo. Mientras lo hacía, imaginé el rostro de Lydia implantado en mí.

Riiiiiiing.

Bajé a abrir la puerta.

—Hola, Mike. —Me alegré de ver que parecía un poco menos taciturno que las veces anteriores—. Por cierto, felicidades.

—¿Por qué? —Se tocó el pecho—. ¿Por haberme acordado por fin de ponerme el jersey azul?

—No… Aunque de eso también me alegro. Lo decía por las elecciones. Han aumentado la mayoría, ¿verdad?

—Sí, fue un gran alivio. He pasado una mala racha —añadió.

Mientras lo seguía al estudio, vi que Mike se fijaba en el cuadro de Grace, que todavía estaba expuesto en el caballete. Se lo quedó mirando.

—Ahora lo aparto —dije con aire despreocupado. Ojalá lo hubiera hecho antes de que llegara. Guardé enseguida el lienzo en la estantería y saqué el cuadro de Mike—. Aquí está el suyo…

Lo coloqué sobre el caballete y me apresuré a atarme el delantal mientras Mike dejaba el maletín junto al sofá; luego se sentó en la butaca.

—Muy bien… —Le sonreí—. Esta es la última sesión, así que vamos allá.

Empecé a pintar el jersey de Mike, luego trabajé el pelo y le di unos toques de gris en las patillas; después añadí un poco más de azul a la textura de la mandíbula. Durante todo el rato charlamos sobre las elecciones y lo peliaguda que había sido la campaña.

—Pero me alegro de formar parte de la coalición —me dijo.

—¿Tendrá un puesto en el gobierno?

—Sí. Me han nombrado ayudante del ministro de Transportes.

—Es fantástico.

Le pregunté a Mike qué opinaba del sistema de bicicletas de alquiler del ayuntamiento, y de la propuesta de reintroducir el típico autobús londinense de dos pisos.

Trabajé con ahínco, disfrutando del olor de la pintura y de la linaza. Entonces llegó el momento de dar el verdadero toque final de un retrato: la luz de los ojos. Es en ese instante cuando me siento como Pigmalión, como si insuflara la vida a una estatua; porque esa manchita de blanco en cada pupila es lo que, ¡ping!, hace que el retrato cobre vida.

—Ya está. —Me alejé unos pasos. El toque de blanco titanio en las pupilas de Mike le había dado vitalidad al retrato. Bajé el pincel—. Hemos terminado.

Mike se puso de pie y se acercó para estudiar el lienzo a mi lado.

—Soy yo —dijo maravillado.

Era como si viera el retrato por primera vez.

—Confío en que a la sección local del partido le guste —dije—. Pero sobre todo, espero que le guste a usted.

—Eh… Sí, me gusta mucho, pero parezco más delgado.

Era como si no fuese consciente de cuánto había adelgazado.

Asentí con la cabeza.

—Sí, ha sido todo un reto. La pérdida de peso modificó muchas cosas: cambió los planos de la cara. Tenía miedo de que pareciera menos cercano que antes, pero creo que sigue dando la impresión de ser alguien afectuoso y próximo y…

—Triste —añadió.

Miré el retrato.

—Parece un poco… pensativo, tal vez.

Se me cayó el alma a los pies. No estaba contento con el retrato.

—Si no le gusta, Mike, puedo darle unos retoques. Puedo suavizar el rabillo del ojo y las comisuras de los labios… Menos de un milímetro bastaría para alegrar la expresión; pero he pintado lo que veía. Y sí, gran parte del tiempo ha estado muy serio.

Entonces aprecié en el cuadro el aire de tragedia que había percibido en Mike. Había intentado ocultarlo, pero se había colado sin que me diera cuenta.

—Tardará por lo menos un mes en secarse —señalé—. Y luego lo llevaré a enmarcar pero…

—¿Podría verlo? —me preguntó.

—¿El marco? Bueno… Suelo ir a la tienda Graham and Stone, en King’s Road. De hecho, iba a proponerle que fuera a echar un vistazo a las molduras que tienen. Podría acompañarlo si quiere…

Mike no dejaba de negar con la cabeza.

—Me refería a si podría ver el cuadro que tenías en el caballete cuando he llegado.

—Ah, sí…

Volví a tirarme de los pelos mentalmente por no haber retirado el cuadro antes de que llegara. Ojalá mi madre no me hubiera distraído con esa irritante llamada de teléfono.

Saqué el cuadro de Mike del caballete y lo dejé tumbado en el suelo, con la pintura hacia arriba, para que no goteara. Entonces me dirigí a la estantería donde guardaba los lienzos, levanté el cuadro de Grace y lo coloqué en el soporte del caballete.

«Guapa, radiante, divertida, cariñosa»…

Me llevé una decepción al percatarme de que ninguna de esas cualidades era evidente.

«Alegre, leal, valiente, fuerte»…

Lo único que había hecho era copiar sus facciones.

Mike suspiró.

—¿Está terminado?

Me mordí el labio inferior.

—Tendré que darlo por terminado. Le he dedicado un montón de horas y ya no sé cómo arreglarlo. No hago más que embadurnarlo de pintura, pero no estoy satisfecha. No es…

—Real —añadió Mike en voz baja—. Es como si hubieras pintado una estatua de cera.

Contuve un suspiro de frustración. No me gustaban mucho los comentarios que Mike hacía de mis cuadros. Me acordé de lo que había dicho sobre el de mi madre: «Parece hermética… Como si ocultara algo». Y tenía razón.

Crucé los brazos mientras los dos seguíamos ahí, codo con codo, mirando el retrato.

—El problema es que no llegué a conocer a Grace. Por eso, no tengo recuerdos de cómo hablaba, ni cómo se movía o se reía… Ni cómo se tomaba las cosas. Si por lo menos hubiera podido ver algún vídeo en el que saliera en primer plano, me habría servido de ayuda, pero no hay ninguno, ya lo he preguntado; y cuesta mucho hacer que alguien parezca tridimensional cuando lo único que tienes como punto de partida son dos dimensiones.

Mike no despegaba los ojos del retrato.

—Se parece a ella —dijo—, pero no tiene vida.

—Exacto. —Solté un suspiro de frustración—. Pero creo que no sabré sacar nada más. Tendré que aceptar que este retrato no va a ser mi mayor logro.

Estaba a punto de retirarlo cuando, para mi sorpresa, Mike levantó la mano y la acercó al lienzo.

Señaló la zona que quedaba debajo del labio inferior de Grace.

—Tenía una cicatriz muy pequeña —dijo en voz baja—. Justo aquí. Solo se le veía cuando sonreía; pero como la has pintado sonriendo, tendría que estar ahí.

—Vaya…

—Y los ojos no están bien. —Inclinó la cabeza hacia un lado—. La forma es correcta, pero no eran de un azul tan puro… Había mucho verde en ellos, y el borde del iris tenía una sombra más oscura, como la pizarra mojada, que le daba a su mirada una intensidad que no has sabido plasmar. Y tenía un agujerito muy gracioso, aquí, en la frente. Era minúsculo, más pequeño que la cabeza de un alfiler, pero se veía, si estabas lo bastante cerca, y tenía una peca, justo aquí.

Señaló un punto, con la mano suspendida en el aire a la altura de la mejilla.

—De acuerdo… —contesté con delicadeza—. Pero…

Mike siguió observando el cuadro.

—Era hermosa —murmuró—. Era realmente… hermosa. Y de no ser por mí, seguiría viva.

Fue como si me zambulleran en una piscina de agua helada.

—¿A qué se refiere? —tartamudeé.

Mike parpadeó.

—A que murió por mi culpa.

El corazón me golpeaba en la caja torácica con furia.

—Pero… ¿cómo?

Se dirigió al sofá y se hundió en él.

—He vivido en un infierno —murmuró—. En un auténtico infierno desde el veinte de enero… desde que pasó. El shock fue… Luego el no poder hablarlo en todos estos meses. No poder admitirlo ante nadie. —Cerró los ojos, como si estuviera exhausto—. Por no hablar de confesarlo.

—¿Confesarlo…? —repetí con voz débil—. ¿Confesar… qué?

Al principio Mike no respondió. Luego emitió un suspiro tan profundo que parecía proceder de sus entrañas.

—Que tuvo el accidente por mi culpa.

El corazón me martilleaba. ¿Por qué me contaba esto a mí? Si su coche había sido el que había chocado contra Grace, tenía que contárselo a la policía, no a mí.

—¿Era suyo el coche que la atropello? —pregunté al cabo de unos segundos. Se me había secado la boca—. ¿Era su BMW negro?

Mike me miró con cara perpleja.

—No… Yo no la atropellé cuando iba en bici; no me refería a eso. —El alivio se extendió como un torrente por mi cuerpo—. Me refería a que si no hubiera sido por mí, Grace no hubiese ido en bicicleta por Fulham Broadway esa mañana.

—Pero… ¿por qué? —Mike no me contestó—. Su tío me dijo que suponían que se había quedado en casa de alguien a dormir, pero que ignoran de quién, porque esa persona no ha dicho ni una palabra.

Mike cerró los ojos.

—Se había quedado en mi casa.

Lo miré fijamente, enmudecida. Me había descolocado tanto el giro de la conversación que mi cerebro había dejado de procesar la información.

—Entonces, estaba enamorado de Grace… —dije con sorpresa.

¿De qué otro modo iba a saber Mike que la chica tenía una cicatriz diminuta debajo del labio, o iba a ser capaz de describir el tono preciso de azul de sus ojos? ¿De qué otro modo iba a saber que tenía un agujerito en la frente que solo se veía si uno estaba lo bastante cerca del rostro de Grace, como debía de haber estado él algunas veces?

—Estaba enamorado… —reiteré.

—Sí —dijo Mike en voz baja—. La amaba.

Me hundí en la butaca.

—¿Y no lo sabía nadie?

—Nadie —confirmó él con la mirada perdida—. Ninguno de los dos lo contó nunca.

—¿Por eso canceló las sesiones?

Asintió. Y por eso había adelgazado tanto, y por eso se había puesto tan triste cuando me había hablado de lo que le había pasado a Grace. Por eso había llorado cuando había escuchado «Tears in Heaven».

—¿Cómo la conoció, Mike?

Suspiró.

—Era miembro de la Campaña de Ciclistas de Londres. En septiembre del año pasado, ella y otros dos voluntarios participaron como ponentes en el comité de transporte abierto a varios partidos, del que formo parte. Hablamos de los carriles-bici y de si debería haber más carriles reservados para los ciclistas en las calles más congestionadas, de si los camiones debían llevar otro retrovisor… Ese tipo de cuestiones. Pero me resultaba imposible concentrarme en algo que no fuera Grace. Era tan guapa —continuó en voz baja—. Parecía que tuviera una luz brillando en su interior… Una especie de luz parpadeante que se extendía en todas las direcciones.

Miré el retrato y todavía me resultó más plano y aburrido.

Oí suspirar a Mike.

—Después de esa reunión no había forma de quitarme a Grace de la cabeza; así que la llame y le pregunté si le apetecería tomar algo conmigo. Para mi grata sorpresa, aceptó. Luego volvimos a vernos y descubrimos que nos atraíamos mucho el uno al otro. —Mike entrelazó las manos delante del cuerpo—. Hacía muchísimo tiempo que Sarah y yo no éramos felices: habíamos intentado decidir si seguir juntos o ponerle fin a nuestro matrimonio. Entonces conocí a Grace —añadió como embelesado—. Y fui más feliz que en ningún otro momento de toda mi vida adulta.

—Me acuerdo de lo feliz que parecía… la primera vez que vino, en diciembre.

Mike asintió.

—Ahora aún estoy acabando de asimilar que no volveré a ver a Grace jamás, ni a hablar con ella, ni a escuchar su risa, ni a abrazarla… —Se le quebró la voz—. Y no he podido hablar de esto con nadie; así que estos meses me he sentido completamente… solo. Me planteé ir a un psicólogo para que me ayudara a superar el duelo, pero me preocupaba que pudiera salir a la luz: habría terminado en el periódico. —Me miró—. Aunque no te lo he contado por eso. Te lo he contado porque el cuadro no funciona, Ella… Y quiero que funcione.

—Pero… ¿qué es lo que pasó en realidad? Me refiero a esa mañana.

Mike apoyó las manos en las rodillas, como si quisiera protegerse de un impacto.

—Grace ya se había quedado a dormir en mi casa alguna que otra vez —empezó a relatar en voz baja—. Sarah estaba en Nueva York y no tenía que regresar hasta el jueves por la mañana: pero a primera hora del miércoles vi que me había mandado un SMS diciendo que había adelantado el vuelo un día. Caí en la cuenta de que tardaría solo dos horas en llegar a casa; así que se lo dije a Grace y quiso marcharse inmediatamente. Le pedí que esperara hasta que se hiciera de día, pero me dijo que quería pasar por su casa antes de ir a trabajar para cambiarse de ropa. —Mike tragó saliva—. Le insistí en que tuviera cuidado, porque había caído una helada tremenda. Me dijo que siempre tenía cuidado; entonces se puso el casco y le di un beso de despedida… —Mike sonrió—. No es fácil besar a alguien cuando lleva el casco de la bicicleta, y nos reímos de la situación. —Hizo una pausa—. Sarah me había dicho que no tenía las llaves, así que esperé a que llegara, alrededor de las nueve, y entonces salí en dirección a la Cámara de los Comunes.

Mike exhaló un profundo suspiro.

—Mientras conducía por New King’s Road, vi que el giro hacia la derecha que daba a Fulham Broadway estaba bloqueado. Supuse que era porque había obras en la calzada, así que no lo pensé más y seguí el desvío que marcaban las señales. Entonces escuché en las noticias de la emisora de Londres, pues llevaba encendida la radio, que un coche que se había dado a la fuga había embestido a una ciclista en Fulham Broadway. Al instante temí que se tratara de Grace, de modo que la llamé con el manos libres del coche, pero no me contestó. Me dije que era porque estaría en clase, pero para salir de dudas, la llamé también al colegio, sin decir quién era. Me contaron que Grace no había llegado aún. Entonces ya estaba histérico. En cuanto llegué al trabajo, telefoneé a los hospitales de Chelsea y Westminster, ya que allí es donde, en principio, llevarían a los heridos de un accidente en Fulham Broadway. La enfermera de cuidados intensivos no quería ni confirmar ni negar que Grace estuviera ingresada; entonces supe que era ella.

—Qué horror…

A Mike le brillaban los ojos por las lágrimas.

—Fue… infernal. Tenía que ir a una reunión, luego a una comida; y después hubo un debate. No sé cómo logré pasar el día. Lo único que quería era correr al hospital, pero sabía que no podía. Aunque no hubiera tenido compromisos esa jornada, habría sido imposible, porque allí estarían los padres de Grace. No podía hacer más que ver los avances informativos, cosa que hice, cada par de minutos. A esas alturas ya habían publicado una fotografía de Grace y una breve biografía en varias páginas de noticias por internet. Y me enfadé, porque todos deletreaban mal su apellido, sin la «e», y me quedé mirando la palabra fijamente, furioso de que fueran incapaces de hacer bien algo tan sencillo, y justo entonces, actualizaron la noticia para decir que… que había…

Mike dejó caer la cabeza y la apoyó en las manos.

—Lo siento mucho.

—Fue culpa mía. Si no hubiera estado conmigo, no habría tenido que salir corriendo de mi casa de noche y con el suelo helado porque mi esposa estaba a punto de regresar. Entonces no la habría embestido ningún coche, y no se habría golpeado la cabeza contra el bordillo, y no habría tenido que ir al hospital y no habría… muerto. —Se cubrió los ojos con la mano izquierda—. Por eso me siento responsable de lo que le ocurrió a Grace. Y me he pasado los últimos cuatro meses fingiendo que todo seguía como siempre, cuando mi vida ha sido un calvario. Casi no como. No puedo dormir. El trabajo ha sido mi única distracción del dolor y la tensión de un duelo que ni siquiera puedo expresar.

—Entonces, ¿su mujer no lo sabe?

Mike negó con la cabeza.

—Cree que estoy así por los problemas que he tenido. —Suspiró—. No hay nadie en el mundo a quien pueda contárselo. Pero cuando supe que ibas a pintar a Grace, me quedé… pasmado. —Parpadeó—. Me habría gustado hablarte de ella entonces; quería contarte todo lo que sabía sobre ella, pero me mordí la lengua, porque tenía miedo. Sin embargo, cuando he visto el retrato, y me he fijado en cuántas cosas… faltan, me he dicho que tenía que ayudarte, fueran cuales fuesen las consecuencias.

Asentí despacio con la cabeza.

—No se lo contaré a nadie, Mike.

—Por favor… No lo hagas.

—Pero sus padres… seguro que les gustaría saberlo; necesitan entender por qué estaba en la calle a esas horas.

—No —respondió Mike sombrío—. No podría enfrentarme a ellos. Dirían que soy un asqueroso hombre casado que había tonteado con su hija. Me culparían de su muerte. Y no hace falta que lo hagan, porque me culparé a mí mismo durante el resto de mi vida.

—Pero usted insistió para que Grace se quedara hasta que amaneciese; ella eligió marcharse. No es culpa suya que la tiraran de la bici, podría haberle pasado a plena luz del día, con buena visibilidad. Tuvo… mala suerte. Pero… ¿ni siquiera le habló de usted a su mejor amiga?

—Lo único que dijo en su círculo de amigos más cercanos era que había empezado a salir con un hombre que se llamaba Mike, y que estaba feliz. Algo que era cierto.

—¿Y no llevaría su número de teléfono en el móvil?

—No encontraron el móvil. Puede que se colara por una alcantarilla, o a lo mejor lo aplastó un camión y los pedazos quedaron desperdigados. Pero sí, tenía mi número grabado… Y todos mis mensajes. —Se llevó la mano al bolsillo, sacó el teléfono y lo miró—. Los releo una y otra vez. Y escucho los mensajes de voz para tener la ilusión momentánea de que sigue viva, y…

Mike empezó a apretar los botones, y pensé que se disponía a dejarme escuchar los mensajes de voz de Grace. No quería oírlos.

—Mike, de verdad, no…

—No, por favor… Tiene que hacerlo.

Cuando me pasó el teléfono, se me encogió el corazón. Entonces, cuando vi lo que había en la pantalla, se me ensanchó de nuevo…

Era Grace. Estaba apoyada sobre la encimera de la cocina, y se reía mirando a la cámara. «¿Por qué me grabas?», preguntó. «Porque estoy loco por ti», respondió Mike. Grace se echó a reír y luego cogió un cuenco con algo que le ofreció a él. «Pues toma una castaña», dijo entre risitas. «Espero que no lo cuelgues en YouTube», bromeó. «Claro que no», contestó Mike. «Es solo para poder sacar el teléfono de vez en cuando durante el día, mirarte y sentir que estoy contigo, porque me encanta».

Entonces, Grace se dio la vuelta y la vi de perfil; vi la prominencia de sus pómulos, la mandíbula ligeramente marcada, la curva y la forma de la oreja y la longitud y el ángulo de la garganta. «Sonríe, Grace», oí que decía Mike. Se volvió hacia la cámara y sonrió con timidez antes de soplarle un beso. En ese momento se oscureció la pantalla.

Mike se levantó y agarró el maletín. Al principio pensé que iba a marcharse. Pero entonces lo abrió y sacó un cable de USB. Insertó la toma en el móvil y luego me ofreció el artilugio.

—Puedes copiarlo en el disco duro. Será un momento.

—Sí. Claro. Es perfecto. Gracias, Mike. Muchas gracias…

Conecté el cable al ordenador, abrí un archivo y descargué el vídeo. Cliqué en «Guardar». En cuanto terminó de guardarse, apreté «Play». Allí, ampliado a todo el tamaño de la pantalla del ordenador, estaba el rostro de Grace: vivía, respiraba, se movía, hablaba, bromeaba y sonreía. Mostraba todo lo que yo necesitaba ver: la forma y la profundidad y la movilidad de sus facciones y, lo más importante, la vida que emanaban.

Entonces miré el retrato y supe qué tenía que hacer.