Capítulo 7

—¿A que la fiesta fue muy divertida? —me preguntó mi madre el sábado siguiente por la mañana. Estábamos sentadas junto a la mesa de la cocina, en Richmond. Habíamos decidido tomar un café antes de empezar con las invitaciones. Mi madre iba vestida con ropa de gimnasia, porque acababa de hacer la hora de Pilates con la que suele empezar el día.

—Creo que bebí un poco más de la cuenta —añadió—. Pero no dije ninguna tontería, ¿verdad?

—No… Solo te costó un poco pronunciar la palabra «confeti».

—Ay, sí. —Mi madre puso los ojos en blanco—. Pero fue una velada estupenda. Me cayeron bien los amigos de Nate. —Apartó los números manoseados de las revistas sobre bodas Brides, You & Your Wedding y Perfect Wedding para dejarlos en el otro extremo de la mesa—. ¿Sabes que ahora está en Finlandia?

—Sí. De lo contrario, ahora estaría pintándolo.

Ojalá fuera así, pensé con amargura. Me moría de ganas de volver a verlo.

Por los ventanales de la cocina vi a Roy en un extremo del jardín, junto a la vieja casita de muñecas de Chloë, atareado con el lecho de flores alargado que reseguía el césped.

—Espero que Nate no tenga que viajar mucho —oí decir a mi madre.

Miré el castaño de Indias que sacudía sus velitas blancas.

—Creo que es parte del trabajo. —Bebí un sorbo de café—. Se dedica a observar empresas con vistas a comprarlas. Por eso ahora está intentando negociar una oferta razonable para una empresa de transporte de productos químicos líquidos en Helsinki. Su campo de actuación se centra en Escandinavia, pero están empezando a expandirse por Estonia, Letonia y Lituania. También va detrás de una empresa de transporte marítimo de Suecia.

Mi madre arrugó la frente.

—Parece que estás muy enterada.

—Bueno… Nate me habla de su trabajo mientras posa para mí.

Abrió la funda de las gafas.

—Me parece muy tierno que te intereses tanto por las personas a las que pintas… Seguro que así se sienten mucho más cómodas. —Sacó las gafas de la funda y se pasó el cordoncillo de color malva por la cabeza—. ¿Has estado muy liada esta semana?

—No. Las elecciones me han trastocado todos los planes. No pude pintar al parlamentario, por motivos evidentes. Otra de mis modelos, Celine, tuvo que ir a Francia a ver a un amigo; me dijo que era muy importante, así que canceló la sesión. Aparte de eso, he estado trabajando en el retrato póstumo que he empezado. ¿Te lo he contado?

—Sí. —Mi madre sacudió la cabeza—. Pobre muchacha. ¿Y qué tal va el retrato?

—No muy bien. —Solté un suspiro de frustración—. Es… plano. Lo que necesito es un vídeo en el que salga de cerca, pero no tienen ninguno. —Rellené la taza de café—. Luego hice otra sesión con una anciana encantadora que se llama Iris y pasa de los ochenta años. —Confiaba en que Iris continuara contándome la historia de Guy Lennox, pero el día de nuestra sesión, el electricista había ido a su casa a arreglar la instalación eléctrica, de modo que no habíamos hablado de nada importante. Volví a mirar hacia el jardín—. ¿Qué hace Roy?

—Plantar montones de espuelas de caballero, dedaleras y malvarrosas. Deberían florecer justo a tiempo para el 3 de julio. Luego tendrá que quitar las malas hierbas. Llovió tanto la semana pasada que los parterres de flores están como Papua Nueva Guinea.

—Le ayudaré a quitar los hierbajos —me ofrecí—. Es demasiado para que lo haga él solo. O a lo mejor Chloë podría echarle una mano. Hoy iba a venir, ¿verdad?

—No. Me ha llamado a primera hora para decirme que no puede.

—¿Por qué no?

—Dice que tiene que ir al despacho.

—Ya. Bueno, por muy ocupada que esté, debería ayudaros a Roy y a ti. Al fin y al cabo, todo esto es por ella —añadí, mosqueada.

—Ya ayudaré yo a Roy, no te preocupes —dijo mi madre para quitarle hierro al asunto. Levantó las gafas hasta la altura de la nariz—. Pero antes, tú y yo tenemos que dejar listas las invitaciones.

—De acuerdo. —Dejé la taza en el fregadero—. Manos a la obra.

Me aproximé a la caja grande de color verde que había en un rincón de la mesa de la cocina, levanté la tapa y saqué la primera invitación. La tarjeta era tan gruesa que se sujetaba en pie casi sin ayuda.

—¿No te parece preciosa la fuente? —preguntó mi madre.

Miré las florituras que hacia el agua y la extravagante decoración de la piedra.

—Es… demasiado recargada para mi gusto.

—Pues a mí me encanta. Tardé siglos en elegirla.

—¿No quiso elegirla Chloë?

—No. Ha dejado en mis manos todos los preparativos, salvo el vestido que, por cierto, ahora que lo he visto, debo admitir que es una maravilla. —Mi madre se quitó las gafas—. Chloë me contó que al principio tuvo dudas, por la historia del vestido, pero le dije que era imposible que Nate cambiara de opinión antes de casarse.

—Claro que es imposible.

Sentí una punzada de culpabilidad por haber deseado que cambiara de opinión.

Mi madre me puso delante unas cuantas hojas impresas.

—Aquí tienes tu copia de la lista de invitados. Quiero que prepares de la A a la M mientras yo hago de la N a la Z. Todas las direcciones están aquí…

Soltó su agenda Filofax, que aterrizó en la mesa con un golpe seco.

Abrí el paquete que me correspondía, saqué la pluma estilográfica y practiqué en un papel en sucio. «Nate, Nate, Nate, Nate». Vi que mamá me miraba de reojo, así que escribí «Chloë, Chloë, Chloë, Chloë» y después «Nate y Chloë».

—Perfecto —dije.

—Bien.

Mamá desenroscó la tapa de su pluma y sacó una invitación de la caja. Volvió a ponerse las gafas y empezó a escribir. Oí el plumín rasgando la tarjeta.

Escribí una invitación para Jane Allen, la amiga de mi madre, y su marido Tim; entonces busqué su dirección, la escribí en el sobre y lo sequé moviéndolo con mucho cuidado.

—Ya está lista la primera.

La metí en el sobre.

Mi madre la observó a través de las gafas.

—Muy bien. Pero no cierres el sobre, por favor. Luego tendremos que añadir la lista de alojamientos y las tarjetas con el código de etiqueta. Bueno… —Miró su tarjeta—. Aquí está la primera de las mías. —Metió la invitación en el sobre y lo colocó junto al mío. Lo cogí.

Cuando hice el curso de caligrafía, nos enseñaron también grafología. Al principio me mostré escéptica, pero al estudiar la letra de mi madre me había convencido de que debía de encerrar parte de verdad, ya que los rasgos de su personalidad parecían plasmados en su escritura. Su mano se inclinaba hacia delante, lo que indicaba ambición y dinamismo; dejaba siempre la misma separación entre palabras y las letras tenían una altura uniforme, lo cual denotaba capacidad de organización y autocontrol; el punto de las íes era pequeño y muy preciso, lo que indicaba un carácter meticuloso. Ahora me di cuenta de que la parte superior de sus letras estaba perfectamente cerrada. Me acordé de que eso señalaba una naturaleza hermética.

—¿Qué haces? —me preguntó mi madre.

Dejé el sobre en la mesa.

—Admiraba tu letra.

—Gracias… No es tan elegante como la tuya, por supuesto, pero servirá. Oye, ¿por qué no escuchamos la radio mientras trabajamos?

—Sí, de hecho… —Miré el reloj—. Salgo en la radio dentro de… cinco minutos. Se me había olvidado por completo.

Le conté a mi madre lo del documental de la BBC para el que me habían entrevistado.

Encendió la radio de la cocina que estaba encima del mueble y escuchamos el final del programa Travelling Light.

«Y ahora, el reportaje “Artistas del retrato” —dijo el locutor—, en el que nuestra entrevistadora, Clare Bridges, analiza el bello arte de pintar retratos…».

Oímos las explicaciones de Clare acerca de por qué el ser humano siempre ha buscado plasmar su imagen, desde las primeras pinturas rupestres de Lascaux hasta la escultura icónica de la cabeza de Marc Quinn, Self, creada a partir de ocho pintas de su propia sangre congelada. También comentó los casos del pintor Jonathan Yeo y la retratista June Mendoza, y puso un fragmento muy curioso sobre la historia de Lucian Freud. Entonces oí mi voz.

«Tuve vocación de pintora desde los ocho o nueve años…».

Mi madre sonrió cuando Clare me presentó después de esa primera frase.

«Me pasaba el día pintando… Pintar siempre ha sido mi… consuelo».

Mamá me miró y un brillo similar al sentimiento de culpa cruzó sus facciones.

«Me gusta pintar a personas que noto que son… complicadas. Me resulta… más interesante cuando en el rostro de alguien se plasma esa lucha entre las partes en conflicto de su personalidad».

Me percaté de cuántas veces veía ese conflicto reflejado en el rostro de mi madre: la serenidad glacial bajo la cual atisbaba destellos de la lucha con sus emociones más fuertes.

Entonces Clare habló de la naturaleza tan compleja de la relación entre modelo y artista. Luego volví a oír mi voz:

«Posar para un retrato es una situación muy especial. Posee cierta… intimidad; pintar a otro ser humano es un acto de intimidad». «… Nunca me he enamorado de una persona que posara para mí, no».

Entonces comentamos cómo había influido en mi carrera el premio de la BP, y cómo el arte del retrato, que en otra época se veía como algo poco arriesgado y convencional, se había convertido en algo especial y casi rompedor. Cuando terminó el programa, apagué la radio.

—Ha sido fascinante —dijo mi madre—. Has hablado muy bien, Ella. Pero ¿de verdad no te has enamorado nunca de ninguno de tus modelos?

—Nunca —mentí.

—Vaya, pues confío en que algún día lo hagas, porque me parece una manera fantástica de entablar relaciones. Piensa en cuánto llegas a conocerlos mientras posan. Y ellos también acabarán conociéndote muy bien.

—Sí, aunque depende de quién es y de cuánto quiero desvelarle sobre mí misma… —Me hallaba en arenas movedizas—. Bueno… —Miré la lista de invitaciones—. ¿Por qué invitáis a los Egerton?

—No sé, porque son vecinos y porque nos invitaron a la boda de Lara el año pasado. De hecho, ahora están a punto de ser abuelos.

—¿En serio? ¿Y cuántos años tiene Lara?

—Debe de tener… —mi madre entrecerró los ojos—. Veinticuatro.

—Pues sí que empieza pronto a tener familia.

—Veinticuatro años es muy joven —coincidió mi madre—. Y más en estos tiempos; creo que es mejor esperar.

—Pero… —Apreté el papel secante contra un sobre—. Tú me tuviste a los veinticuatro.

La pluma de mi madre se detuvo en mitad de una palabra.

—Tienes razón.

—Y eras muy ambiciosa; podría haber acabado con tu carrera de bailarina. Siempre me ha sorprendido que me tuvieras a esa edad. Es más, algunas veces me pregunto si de verdad, bueno, ya sabes, si de verdad querías tenerme.

Mi madre se ruborizó.

—¿Te refieres a si fuiste… un accidente? ¿Es eso lo que me estás preguntando, Ella?

Cogí otra invitación.

—Bueno, sí… Es raro que las bailarinas jóvenes tengan hijos, ¿no? Teniendo en cuenta lo decididas que suelen estar a dejarse la piel para triunfar. Y te casaste por el juzgado. Por eso, últimamente le he estado dando vueltas y me pregunto si fue o no… planeado.

—Ay, Ella. —Mi madre alargó la mano para coger la mía—. Me hizo tan feliz saber que estaba embarazada.

—Pero… ¿no te preocupaba que pudiera costarte recuperar la forma física después del parto?

Se encogió de hombros.

—Confié en que lo conseguiría y ya está. Y resultó que, al cabo de cuatro meses, volvía a estar en el escenario.

—Entonces… supongo que mi padre me cuidaba por las noches, cuando tú actuabas.

—No. —Mi madre cogió la pluma—. No se encargaba demasiado de ti, la verdad.

—¿Y por qué no?

—Bueno… Viajaba mucho debido al trabajo. En esa época estaba construyendo una escuela en Nottingham.

—Pero Nottingham no está tan lejos de Manchester.

—Aun así… Muchas veces estaba de viaje; de modo que me las apañaba con canguros. A veces me ayudaba la vecina de arriba, Penny. Y cuando tenía una gira, mi madre se instalaba en casa para cuidarte.

—Ya. Entonces, la abuela se quedaba en casa con mi padre. Debía de ser una situación un poco rara, ¿no? ¿Se llevaban bien?

Mi madre parpadeó.

—No mucho.

—¿A él no le caía bien la abuela?

—En realidad, a ella no… le caía bien él.

—Vaya. Porque sabía lo de la aventura, supongo. —Mi madre asintió con tristeza—. Bueno, es normal que eso hiciera que la relación entre ambos fuese tirante. —Empecé a escribir otra invitación para una amiga de Chloë, Eva Frost. Miré a mi madre—. ¿Y qué pasaba con mis abuelos paternos? No me acuerdo de ellos… ¿Los veíamos a veces?

Mi madre suspiró.

—Vivían en Jersey y no solían venir a nuestra zona. No se… implicaban demasiado.

—¿A pesar de que tenían una nieta? —Asintió con la cabeza—. Qué malos… Podrían haber hecho el esfuerzo.

—Sí, fue mezquino —corroboró mi madre de todo corazón.

—Aunque también habríamos podido ir nosotras a verlos. ¿Los visitábamos?

—No… Como ya te he dicho, casi nunca podía cogerme el día libre.

—Ya entiendo. El caso es que siempre anduve un poco coja en el tema abuelos, ¿no?

Mi madre asintió con la cabeza, como arrepentida.

—Tienes razón. Solo contabas con mi madre, porque mi padre había muerto dos años antes de que tú nacieras. Se llamaba Gabriel, ya lo sabes, y te puse el nombre en su honor.

—Y… Recuérdame cómo conociste a mi padre, por favor.

Al principio pensé que mamá no iba a contestar; entonces dejó la pluma en la mesa.

—Nos conocimos en 1973 —dijo en voz baja—. Yo llevaba dos años con la compañía y él fue a una función especial de Cenicienta para recaudar fondos. Yo era el Hada del Invierno y llevaba un traje del que colgaban «estalactitas».

—Qué preciosidad. —Me imaginé el brillo de las estalactitas mientras mi madre bailaba—. Entonces, ¿a mi padre le gustaba el ballet?

—No especialmente; había ido con… otras personas. Después de la función dieron una fiesta para la compañía, a la que invitaron a parte del público; entre ellos estaba tu padre. Nos presentaron y… los dos… bueno…

—¿Tuvisteis un flechazo?

—Sí —respondió mi madre bajando aún más la voz.

—¿Y cuántos años tenías? ¿Veintitrés?

—Sí. Y él tenía veintinueve.

—¿También tenía vena artística?

Mi madre tensó los músculos de la cara.

—Sí. Pintaba y dibujaba mucho. Imagino que… lo has heredado de él. Bueno —dijo con brusquedad—, tenemos que escribir de una vez las invitaciones para la familia de Nate. —La conversación sobre mi padre había terminado, no cabía duda. Mi madre retiró un poco la silla—. Tengo las direcciones en una lista aparte. A ver si me acuerdo de dónde la he metido. Ah, sí, ya sé… —Se levantó y abrió el cajón del mueble de la cocina—. Aquí está. —Sacó la lista y la leyó con detenimiento—. Hay un buen grupo. Nate se encargará de organizarles el alojamiento. Chloë me ha dicho que también va a pagar él muchas de las habitaciones. Es increíblemente generoso. —Mamá volvió a sentarse—. Gracias a Dios que tú hermana ha elegido tan bien. Y lo sabe, porque no para de repetirme la suerte que tiene. Ayer hablé por teléfono con ella y de pronto me soltó una retahíla de todas sus virtudes. Fue conmovedor.

—Es lo mismo que hizo conmigo la semana pasada.

Mi madre sonrió.

—Bien. Es un alivio verla tan feliz; y no te preocupes, Ella. —Mi madre me cogió la mano—. Sé que tú también encontrarás a alguien igual de maravilloso.

Ya lo he encontrado, pensé con una punzada. Mi madre volvió a subirse las gafas y las apoyó en la nariz, para mirar mi pila de invitaciones preparadas.

—¿Por qué letra vas?

—Por la G.

Escribí la invitación para la madrina de Chloë, Ruth Grant; y estaba a punto de poner la dirección en el sobre cuando bajé la pluma, incapaz de soportarlo más.

—Mamá… ¿puedo contarte algo?

Mi corazón empezó a acelerarse.

Ella alargó la mano para coger otra invitación.

—Claro que sí —dijo sin prestar mucha atención—. Cuéntame lo que quieras, cariño mío.

—Porque hay algo que tengo que… —mi voz se convirtió en un hilillo.

Mi madre me miró con esos ojos de color azul ágata ampliados por las lentes de las gafas.

—¿Qué ocurre? —Parpadeó varias veces, luego se quitó las gafas y las dejó colgando contra su delgado esternón—. ¿Te ha pasado algo, Ella?

—Sí. Me ha pasado una cosa.

Se alarmó.

—No será algo gordo, ¿verdad?

—No. Pero tengo un… dilema.

—¿Dilema? —repitió—. ¿Qué dilema? —No contesté—. Ella… —Mi madre dejó la pluma en la mesa—. ¿Quieres hacer el favor de decirme de qué se trata?

—De acuerdo… —Respiré hondo—. He tenido noticias de mi padre.

A mi madre se le sonrojaron las mejillas al instante, como si toda la sangre de su cuerpo se hubiera agolpado en la cara.

—¿Cuándo? —susurró.

Se lo conté y después le dije cómo me había localizado para contactar conmigo. Inspiró profundamente por la nariz.

—Me quedé de piedra cuando leí ese reportaje en The Times.

—Ya me di cuenta, porque no dijiste ni una palabra al respecto. Le pedí al periodista que lo cambiara, pero se negó.

—En cuanto lo vi, me preocupó que, si tu padre daba por casualidad con el artículo, pudiera reconocerte… Y lo ha hecho. En fin… —Volvió a respirar—. ¿Qué te decía?

Ya había decidido no contarle a mi madre que él iba a estar unos días en Londres.

Me encogí de hombros.

—Nada, me escribió para decirme que le gustaría retomar el contacto. Me dijo que había cosas que quería contarme.

El rostro de mi madre se contrajo por la rabia.

—¡No hay nada que contar! Las dos sabemos perfectamente lo que pasó, Ella. —Parpadeó muy deprisa—. Nos abandonó cuando yo tenía veintiocho años y tú casi cinco… una niña. ¡Una niña que lo adoraba! Fue un desalmado.

—Bueno…, por si te sirve de consuelo, me ha dicho que se siente muy culpable. Le gustaría que hiciéramos las paces.

Mi madre abrió los ojos como platos. Transmitía un asombro lleno de desdén.

—Ya no es momento de hacer «las paces». Él tomó una decisión: eligió abandonarnos y empezar una nueva vida con, con… —Parecía incapaz de pronunciar el nombre de la mujer por la que la había abandonado mi padre—. No tiene derecho a ponerse en contacto ahora.

Mi madre cogió la pluma de nuevo, como si diera por concluida la conversación.

Empecé a oír el murmullo de la nevera.

—Claro que tiene derecho —protesté sin alzar la voz—. Es mi padre.

El rostro de mi madre se encendió otra vez con rabia renovada.

—No es tu padre, Ella. Eligió no serlo. —Señaló el jardín con la barbilla—. Ahí tienes a tu padre.

Miré a Roy a través de las puertas acristaladas, a lo lejos, con el pie sobre la pala.

—Sí, Roy es mi padre —reconocí—. Y ha sido un padre maravilloso. Pero el hombre que hizo posible que naciera, y que fue mi padre, por lo menos durante los primeros cinco años de mi vida… —Noté cómo se me contraía la garganta—. Ese hombre quiere retomar el contacto.

Mi madre me miró con recelo. Su pecho de pajarillo subía y bajaba.

—Bueno… ¿y qué piensas hacer?

Negué con la cabeza.

—No lo sé. Me siento dividida, porque una parte de mí quiere verlo.

Parpadeó.

—¿Qué quieres decir con eso de verlo?

—Me refiero a verlo… algún día —vacilé—. Suponiendo que me ponga en contacto con él.

Mi madre me miró a la cara.

—¿Y… le has contestado?

—No. He tenido un lío mental tremendo, por eso no he dado ningún paso.

—Bien. —Dejó la pluma en la mesa—. Porque no quiero que le contestes.

—Pero no es asunto tuyo, mamá. Es a mí a quien ha escrito. —Se estremeció—. Pero me parecía que debía hablarlo contigo, por muy dolorosa que pudiera ser la conversación, antes de tomar una decisión.

Mi madre desvió la mirada. Cuando volvió a fijarla en mí, sus ojos de color azul pálido brillaron bajo las lágrimas contenidas.

—No le contestes, Ella. Te lo pido por favor.

—¡Pero hace muchísimo tiempo de aquello! ¿Por qué sigues tan disgustada con él?

—Por culpa de lo que hizo.

—De acuerdo, te abandonó. —Extendí las manos—. Todos los días hay alguien a quien abandonan, pero la gente intenta levantar cabeza… Tú también levantaste cabeza y saliste a flote; compartes una vida estupenda con Roy. Entonces, ¿por qué no puedes superar lo que pasó con mi padre?

—Porque…, es que… no puedo, y punto. Tengo mis motivos. Por favor, Ella, olvídalo ya. —Se mordió el labio—. De ahí no saldrá nada bueno.

Capté el tono de advertencia de su voz.

—¿A qué te refieres? —Mi madre no contestó—. ¿Qué insinúas con eso?

Se levantó de la silla.

—Nada, que… si te pones en contacto con él, provocará una gran desdicha. Él ha decidido entablar contacto; estoy convencida de que está envejeciendo y quiere que lo perdonen. Pero nosotras no tenemos por qué perdonarlo, ¿o sí?

—¡Yo puedo hacerlo si quiero!

Los ojos de mi madre centellearon de dolor, y volvió a coger la pluma.

—Tenemos que seguir con las invitaciones.

Lo había dicho con voz pausada, pero cuando tomó la siguiente tarjeta de la caja, vi que le temblaba la mano.

—Mamá —dije, entonces con más tacto—. Las invitaciones pueden esperar. Porque ahora que hablamos de mi padre, hay otras cosas que quiero preguntarte.

Empezó a escribir.

—¿Qué cosas? —preguntó con irritación. Apretaba tanto la pluma contra la cartulina que se le habían puesto rojas las yemas de los dedos.

—Bueno… Últimamente me vienen muchos recuerdos de esa época; recuerdos que supongo que ha desencadenado el mensaje de mi padre.

La mano de mi madre se detuvo.

—¿Por eso me preguntaste por las vacaciones en Anglesey?

—Sí. De hecho, me había mandado una foto por correo electrónico en la que salíamos él y yo en una playa. Me tiene cogida de la mano…

Mi madre suspiró.

—Y de ahí es de donde sacaste lo del vestido de rayas azules y blancas.

—Sí. Lo llevaba puesto en la foto. Sin verlo, no me habría acordado. Pero hay otras muchas cosas que sí recuerdo, y tengo un recuerdo en concreto que es muy confuso. He intentado buscarle el sentido, pero no lo consigo.

Mi madre me miraba con cautela.

—¿Y qué recuerdo es?

—Es de papá y tú. Vais paseando, y yo estoy en medio; os doy la mano a los dos. Es un día de sol, despejado, y ambos me balanceáis y me impulsáis hacia delante, diciendo: «Uno, dos y tres, y… ¡arribaaaa!». Y tú llevas esa falda blanca con los ramilletes de flores rojas estampados. —Mi madre se estremeció de nuevo—. Pero el motivo por el que me descoloca es que yo tendría que ser muy pequeña para acordarme, porque para poder balancear así a los niños y levantarlos por los aires deben tener dos o tres años como mucho… Y aun así, me acuerdo perfectamente.

«¡Ahora no te sueltes!».

La piel de mi madre, ya blanca de por sí, había palidecido aún más.

«Muy bien. ¡Y ahora aún más alto!».

—¿Por qué me acuerdo tanto de eso, mamá?

«¡Otra vez, papá! ¡Otra vez!».

—Está bien —me respondió al fin—. Voy a contártelo. De ese modo, a lo mejor comprendas por qué me siento así.

Mi madre dejó la pluma en la mesa por enésima vez y juntó las palmas de las manos delante de la cara.

—Lo que recuerdas —empezó a decir en voz baja— es el día en que vi a tu padre con su… con… su… Frances.

Así que eso era: el «traumático» encuentro. Resultaba que yo sí que había estado presente.

—Vivía en Alderley Edge, unas millas al sur de Manchester, en una casa muy bonita. Tenía dinero —añadió mi madre con amargura.

—¿Cómo era nuestro piso?

—Normal y corriente: estaba en un edificio de ladrillo rojo en Moss Side, pero era muy práctico para ir al teatro de la universidad, donde entonces ensayaba la compañía de baile. Y en septiembre de 1979, cuando tenías casi cinco años… —Es decir, mucho mayor que la edad habitual para que te levanten en volandas, pensé—. Era sábado por la tarde —continuó mi madre—. Yo estaba esperando a que llegara tu padre. —Tragó saliva—. Por la mañana tenía que ir a trabajar. Habíamos quedado en ir a merendar juntos al parque, ya que hacía un tiempo fabuloso, un día de sol estupendo; pero a las tres seguía sin aparecer, y yo tenía que actuar por la noche, pues interpretaba la obra de Giselle; así que no nos quedaba mucho tiempo. Supuse que debía de estar con ella, y me sentí… furiosa y herida. —Mi madre me miró suplicante—. Me había hecho lo mismo montones de veces, y no soportaba quedarme allí esperando, con esa sensación mezcla de dolor y decepción. Así que decidí ir a buscarlo.

—¿Para qué? ¿Para echárselo en cara?

Expulsó el aire, hastiada.

—Ni siquiera sabía qué iba a hacer. Había un partido de fútbol, así que se oían los gritos desde el estadio Old Trafford. Te dije que íbamos a dar una vuelta en coche; te monté en el asiento de atrás y conduje hasta Alderley Edge.

—¿Cómo sabías dónde vivía?

—Pues… lo sabía. A las mujeres se les da bien averiguar esas cosas, Ella. El caso es que pasamos por delante de… la casa. —Mamá miró al frente—. Allí estaba el coche azul de tu padre, aparcado a la entrada. —Vaya, parecía que no era muy discreto con el tema, pensé decepcionada—. Aparqué cerca de allí y me quedé sentada, consumida por la pena.

Se me contrajo el corazón de lástima por ella.

—Debió de ser horrible para ti, mamá.

Cerró los ojos un momento.

—Fue… un infierno. Tú no parabas de hablar desde tu asiento, me preguntabas adónde íbamos… Pero no podía decírtelo. Entonces decidí que no podía hacer nada para solucionarlo, así que tendríamos que volver a casa. Estaba a punto de encender el motor cuando de repente dijiste que tenías hambre. Había un quiosco cerca, de modo que nos bajamos y fuimos a comprarte una chocolatina. Pero mientras regresábamos al coche, levanté la mirada y, a lo lejos, vi a tu padre paseando con ella, y… —Mi madre tragó saliva—. Con ella y…

«¿Lista, cariño? Uno, dos y tres, y…».

—¿Y qué pasó, mamá?

«¡Arribaaaa!».

Mi madre no movió ni una pestaña. Parecía una cascada congelada.

—Y esa niña pequeña —respondió en voz baja—. Iba de la mano de los dos. Tendría unos tres años.

«¡Otra vez, papá! ¡Otra vez!».

—La balanceaban y la impulsaban para que volara como en un columpio. Los tres se reían. —Mamá hizo una pausa—. Y entonces comprendí…

Intenté hablar, pero se me había quedado la boca seca.

—Entonces…

El corazón estaba a punto de salírseme del pecho.

—¿Me estás diciendo que mi padre había tenido una hija con su amante? ¿Y no te lo había contado?

—Jamás.

Por eso había sido tan «traumático» el encuentro.

—Menudo palo —dije en un suspiro.

—Fue más que un palo. El golpe me cayó como el mazazo de un martillo gigante. —Mi madre seguía mirando al frente—. No nos habían visto, pero entonces yo estaba tan aterrada que no sabía qué hacer. Decidí que lo mejor era marcharnos antes de que nos vieran, así que corrí hacia el coche, pero tú intentabas tirar de mí en sentido contrario. Te dije que vinieras conmigo, pero te negabas. Entonces te volviste y gritaste: «¡Papá! ¡Papá!». Él levantó la vista. Y cuando nos vio, parecía tan…

Vi el rostro de mi padre, su boca formando una O.

—Sobresaltado… —susurré.

—Sí. También parecía avergonzado y confundido. Intenté agarrarte fuerte, pero te sacudiste hasta soltarte de la mano y corriste hacia él. Te llamé para que volvieras, pero no parabas de correr. No me quedó otra opción que seguirte y entonces… —Parpadeó—. Ahí estaba, cara a cara con él, y con ella y esa… niña.

—Una niña —repetí como un eco, todavía tratando de asimilarlo.

Mi madre asintió con la cabeza.

—Me había ocultado su existencia. Sabía de su… relación. —Pensé en la factura del hotel que mamá había encontrado en el bolsillo de mi padre y en la carta de amor—. Pero la toleraba —continuó mamá con cara sombría—, porque creía que al final se acabaría. —Suspiró—. Pero no tenía ni idea de que Frances hubiera dado a… —Mi madre me miró con asombro—. Parecía imposible.

—¿Por qué?

—Porque… John me había contado que ella no podía tener hijos, y además, la mujer tenía diez años más que él.

—¿De verdad?

Rectifiqué mi imagen mental de la mujer que tanto había embelesado a mi padre.

Por eso, lo último que podía imaginarme era que ella tuviera un hijo. Cuando nació la niña debía de tener unos cuarenta y dos.

—Pero… Sigo sin entender por qué continuaste con él. Ahí estaba, con esa aventura fija, una aventura de la que estabas al corriente, hasta el punto de haber compartido con él tus miedos a que la otra mujer se quedara embarazada… ¡Qué horror!

Mi madre estaba muy afligida.

—Sí, fue horrible. ¡Horroroso!

—Pero entonces, ¿por qué no te divorciaste de él? Eras joven… y bella. Podrías haber encontrado a otra persona. ¿Por qué no lo dejaste, mamá?

Sus ojos azules grisáceos resplandecían como el hielo derretido.

—Porque lo amaba —respondió en voz baja—. No quería dejarlo. —Inspiró poco a poco, como si notara un dolor físico—. Pero… ahí estábamos todos. Y Frances me miró con un odio infinito.

—¿Eh…? ¿Por qué iba a odiarte ella a ti?

Mi madre se encogió de hombros, impotente.

—No sé…, me odiaba. Entonces preguntaste: «¿Qué haces, papá? ¿Ayudas a esta señora?». Y Frances te perforó con una mirada penetrante que no he olvidado jamás.

—La falda —dije con voz queda—. La falda blanca con las flores rojas. Era suya, ¿verdad? No era tuya. La llevaba esa mujer.

Mi madre asintió con la cabeza.

—Cogió en brazos a la niña y se metió con ella en casa. John me miró con furia, y entonces me dijo que no me lo perdonaría jamás.

—Pero… Parece el mundo al revés… Tú eras la parte agraviada.

—Sí —dijo mi madre muy afectada—. ¡Era yo! —Se golpeó la mano con el canto de la mesa—. ¡Yo era la parte agraviada! —Le temblaba la barbilla porque intentaba contener las lágrimas—. Pero supongo que tu padre estaba confuso y avergonzado. Su doble vida había salido a la luz. —Parpadeó para dejar caer una lágrima—. Pero mientras me alejaba contigo de la mano, me sentí como si todo mi universo se precipitara por un acantilado. Porque estaba esa niña, y supe que eso cambiaría mi vida para siempre.

—Pero… eso quiere decir que yo tenía una hermana. —Miré fijamente a mi madre—. ¿Cómo se llamaba?

—Lydia —respondió al cabo de unos segundos.

—Lydia —repetí con apatía—. ¿Y por qué no me lo habías dicho?

Mi madre no respondió. Miré en dirección al jardín.

—¿Lo sabe Roy?

Negó con la cabeza.

—Sabía que él te lo contaría; o me obligaría a contártelo. Y yo no quería que lo supieras.

—Pero… —Sentí que el enfado y la indignación subían como el magma—. ¿Y si hubiera querido conocer a Lydia, o ser su amiga?

A mi madre se le contrajo un músculo en la comisura de la boca.

—Eso era precisamente lo que quería impedir, porque si lo hubieras hecho, habríamos vuelto a entrar en contacto con John, que era lo último que deseaba. —Había cerrado las manos en dos puños apretados—. Estaba decidida a conservar la integridad y la estabilidad de mi familia.

—Así que ¿me has ocultado la existencia de mi hermana… todos estos años? ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido hacerlo, mamá?

Me miró sin pestañear.

—Seguro que se te había pasado por la cabeza que tu padre pudiera tener otros hijos, Ella.

—Bueno…, claro que sí —respondí perdiendo fuelle—. Imaginaba que lo más probable era que tuviese otra familia, en Australia; pero eso es un pensamiento abstracto. Me estás diciendo que tenía una hija aquí, en Gran Bretaña, cerca de donde vivíamos. Una niña que solo tenía dos años menos que yo, una niña a la que vi, y que podría haber conocido mejor.

Mi madre sonrió con amargura.

—Ay, sí, habría sido muy tierno. ¿Te imaginas a las hijas de la esposa y la amante jugando juntas en el parque? ¿Eh? ¿Te gustaría que te pasara eso, Ella, si alguna vez te encontraras en la situación en la que yo me vi de repente?

Me puse en la piel de mi madre.

—No —reconocí—. No me gustaría. Sería muy incómodo, incluso hoy en día; y sí, hace treinta años habría sido…

—Insoportable —apostilló mi madre—. Imagínate los cotilleos y las conjeturas de la gente.

—Está bien. —Solté el aire bruscamente—. Aun así… Pensar que jamás me habías mencionado que tenía una hermana… Dios mío…

—No podía… —Suspiró con exasperación—. Porque si lo hubiera hecho, habrías querido ponerte en contacto con ella, lo cual nos habría reintroducido en la órbita de John, algo que, repito, yo no quería.

Miré a mi madre a los ojos.

—Siempre hemos hecho lo que tú has querido.

Parpadeó.

—No, Ella. No. Lo hacía pensando en ti. Porque la cuestión no es que tu padre se enfrentara a esa tesitura. La verdadera cuestión es que entonces tú tenías casi cinco años, y tu padre parecía volcado en ti, pero…

—¿Por qué dices que «parecía»? —La interrumpí—. ¡Lo estaba! ¡Estaba volcado en mí! Por eso todos mis recuerdos con él son recuerdos felices. Me acuerdo de que jugaba conmigo y me daba impulso en los columpios, y veía los dibujos animados conmigo, y me llevaba al teatro para verte bailar. Recuerdo que me metía en la cama y me leía y pintaba conmigo; recuerdo que me abrazaba y me daba la mano… —Me dolía la garganta—. En todos los recuerdos que tengo de él, ¡me da la mano! —Noté que se me humedecían los ojos—. Así que no me digas que no estaba volcado en mí, ¡porque sí lo estaba!

Mi madre volvió a juntar las palmas delante de la cara y luego tomó aire.

—Sigues sin entenderlo. Sigues sin ver lo que pasó. Así que te lo voy a contar.

—¿El qué? —Hurgué en el bolsillo para buscar un pañuelo—. ¿Qué vas a contarme?

—La verdad —respondió mi madre a bocajarro—. Me he resistido a contarte la verdad, Ella. Te he protegido contra ella. Pero ahora voy a hacerlo. —El menudo pecho de mi madre se elevó y bajó de nuevo—. Gabriella —dijo con cariño—, tu padre eligió estar con esa otra niña. Eligió vivir con ella, y no contigo. —Las lágrimas le brillaban en los ojos—. Eso es lo que nunca había querido contarte.

Mientras las palabras de mi madre chocaban contra mí, percibí la mano de mi padre sobre la mía, apretándome con fuerza, firme, y después, sus dedos se aflojaban de repente y me soltaban.

Mamá tragó saliva con esfuerzo.

—Pero eso no fue todo lo que hizo.

—¿A qué te refieres?

Inspiró con un escalofrío, como si de repente se hubiera quedado helada.

—Ese día, tú y yo volvimos al coche y conduje de regreso a casa. Estaba apabullada. No sé cómo no acabé chocándome con algo. No parabas de preguntarme por qué papá estaba jugando con esa niña pequeña, y quién era la señora. No te contesté; no sabía qué decir. Tampoco sabía cómo iba a ser capaz de salir a bailar al escenario aquella noche; pero lo hice. Y mientras bailaba, sentí que el sufrimiento de Giselle era el mío: después de la función, todo el mundo me dijo que había sido la mejor actuación de mi vida. Lo que no podía saber era que también sería la última actuación de mi vida.

—¿La última…?

Mi madre entrelazó los dedos.

—A las once, regresé a casa. La canguro se marchó, me tumbé en la cama, a oscuras, mirando los haces de luz de los faros de los coches que cruzaban el techo de la habitación. Al cabo de un rato oí la llave en la puerta; John había vuelto. A pesar de lo que había descubierto ese día, mi reacción fue de alivio. ¡Había vuelto! Corrí escaleras abajo para saludarlo. Pero tenía la cara pálida, temblaba de la emoción.

—¿Qué te dijo?

Entonces mi madre miraba al frente, como si reviviera esos momentos.

—Me dijo que no podía aguantar más. Me dijo que había vivido en un engaño durante tres años y que se había vuelto loco. Me dijo que al final se había visto obligado a elegir. Empecé a sentir pánico, pero entonces subió con fatiga las escaleras y noté un alivio inmenso: iba a meterse en la cama. Dormiríamos y lo arreglaríamos todo por la mañana. Estaba segura de que todo acabaría bien, siempre que nos mantuviéramos juntos. Pero cuando entré en el dormitorio, lo vi sacando la maleta que guardábamos encima del armario; entonces empezó a abrir cajones y a sacar su ropa para meterla en la maleta. Luego me miró… y me dijo… —mi madre se había quedado sin voz—… que había decidido estar con Frances. Me dijo que no quería perderla. Me dijo que la amaba… —Mamá se enjugó una lágrima—. Así que ese fue el segundo mazazo del día. Le supliqué que no nos abandonara, pero siguió sacando cosas de los cajones para meterlas a toda prisa en la maleta. Luego cerró las hebillas, cogió la maleta y, sin mirarme siquiera, bajó la escalera.

Me llevé la mano al pecho.

—¿Se despidió de mí? Seguro que quería despedirme de mí…

—Sí que quería, pero estabas dormida y no le dejé que te despertara. No quería que supieras lo que pasaba. Así que lo seguí hasta el recibidor y le dije que tenía que volver al día siguiente para demostrarte que le importabas. Pero no me contestó. Abrió la puerta y entonces, sin mirar atrás, bajó los peldaños de la entrada. —Mientras mi madre lo decía, recordé los escalones: eran empinados, de baldosas negras muy resbaladizas. Mi madre suspiró—. Lo seguí y vi que tiraba la maleta en el asiento de atrás del coche. Lo llamé, pero no me contestó; parecía un sonámbulo. Entonces se sentó al volante y encendió el motor. El coche se alejaba. Así que bajé corriendo los peldaños para seguirlo… —Mamá hizo una pausa. Pero estaba tan distraída que en el último escalón me resbalé y noté un crujido en el tobillo. Me moría de dolor.

—Ay, mamá…

Negó con la cabeza.

—Debí de gritar, porque nuestra vecina Peggy salió corriendo de su casa. Llamó a la ambulancia y se quedó contigo hasta que llegó mi madre, de madrugada. Me había roto el tobillo; el cirujano que me operó me dijo que era una «fractura complicada». —Mi madre me miró con desesperación—. Así que ese fue el tercer mazazo de ese día nefasto, y cuando por fin terminó, me sentía como si toda mi vida estuviera… hecha añicos. —Me tomó de la mano—. Pero me consolé pensando que todavía te tenía a ti. Tú fuiste mi único consuelo en esos días de penumbra, Ella.

Miré fijamente a mi madre.

—Recuerdo lo triste que estabas, mamá. Te pasabas horas sentada en la cocina, sin hablar apenas, o te quedabas en la cama, de cara a la pared.

Mi madre extendió las palmas.

—Me sentía como si me hubieran arrojado a un abismo. No sé qué habría hecho sin mi madre. Pero mantenía la esperanza de que John volviera, porque siempre había vuelto, y yo siempre lo había perdonado… Y habría vuelto a perdonarlo una vez más, aun entonces.

—Ay, mami…

Ahora entendía lo profundos que eran sus sentimientos hacia mi padre.

—Pero esta vez no supe nada de él. Y cuando por fin tuve fuerzas suficientes para llamarle al trabajo, su compañero Al me dijo que John no estaba. El hombre parecía incómodo —continuó mi madre—. Imaginé que era porque sabía que John me había dejado. —Frunció los labios—. Pero no era por eso, qué va. Era porque Al se dio cuenta de que yo no tenía ni idea de que John ya no trabajaba allí. Cuando me lo dijo me quedé… de piedra. Le pregunté por qué se había marchado; era tan humillante, no saber dónde estaba mi propio… —Mamá tomó aire, entre escalofríos—. Entonces Al me preguntó: «¿Es que no lo sabes, Sue? Se ha ido a Perth…». Entonces yo estaba hecha un manojo de nervios, pero procuraba que no se me notara; así que le pregunté si había ido por trabajo, y añadí que una vez había ido a Escocia a hacer un proyecto en Dundee. Se hizo un silencio. Entonces Al me dijo en voz baja: «No me refiero a Perth en Escocia, sino a Perth en Australia. Se marchó hace diez días. Se ha ido para siempre».

Mi madre cerró los ojos, como si quisiera cerrar también el recuerdo.

—Pero… emigrar requiere su tiempo —protesté—. Toda la burocracia, y las entrevistas…

—Sí, requiere mucho tiempo —coincidió mi madre—. De modo que tenía que saberlo desde hacía por lo menos dieciocho meses, o tal vez más.

—Pero ¿cómo se las arregló para ocultártelo?

Apoyó la cara en las manos.

—No tengo ni idea… Pero lo hizo.

—Debía de guardar todos los papeles en la oficina.

Mi madre se encogió de hombros.

—Por eso te digo que fue tan cínico, Ella. —Me miró con los ojos perdidos—. Llevaba todos esos meses preparando el viaje con ella, mientras seguía hablando conmigo de las cosas que íbamos a hacer nosotros, los tres: me hablaba de la casa tan fabulosa que íbamos a comprar, y de la vida que compartiríamos, de las vacaciones que haríamos, cuando todo ese tiempo… —Aunque mi madre intentaba no llorar, se le torció el gesto; entonces me miró con cara casi victoriosa—. ¿Ahora comprendes por fin por qué me siento así?

—Sí —dije en voz baja.

—Tenías casi cinco años —me dijo—. Ahora tienes treinta y cinco. Y tu padre dice que quiere arreglar las cosas… Como si creyera que puede hacer tabula rasa con unos cuantos correos electrónicos. No creo que pueda. Así que… —Mi madre me miró con ojos suplicantes y alargó la mano—. ¿Vas a contestarle? —No respondí—. ¿Vas a contestarle, Ella?

Noté sus dedos, que apretaban los míos.

—No —dije al cabo de un momento—. No, mamá.

—Y eso es todo —le dije a Polly, mientras comíamos, unos días más tarde. Ya le había contado a grandes rasgos la historia por teléfono. Ahora, sentadas en un tranquilo rincón del café Rouge de Kensington, se lo había relatado con más detalle.

Tomó un sorbo de té a la menta.

—Entonces, el recuerdo que tenías era de él balanceando a Lydia; pero pensabas que se trataba de ti.

—Sí. Y ahora sé por qué me acordaba: porque tenía casi cinco años, no tres, y por la emoción de toda la situación, supongo.

—En menudo lío se metió tu padre, ¿no?

Asentí abstraída.

—No dejo de pensar en mí con seis años, con siete y ocho, preguntándole a mi madre cuándo lo vería, sin saber que estaba en la otra punta del mundo, con su otra familia…, con su otra hija.

El dolor era tan agudo que casi lo sentí como una herida física. El hecho de que Lydia hubiera nacido dos años después que yo era como una puñalada adicional.

—Hace que sea más fácil comprender la actitud de tu madre. —Polly negó con la cabeza—. Aun así, que no te lo haya contado hasta ahora…

—Y ahora estoy confundida: por un lado, estoy enfadada con ella por haber ocultado algo tan… importante, pero por otro, supongo que fue lo mejor. No creo que de pequeña hubiera podido asimilar que mi padre me había abandonado para vivir con su otra hija, a miles de millas de aquí. Me lo habría tomado como el rechazo más terrible… Aún ahora lo veo así.

—Pero no te abandonó a ti para vivir con su otra hija, Ella. Te abandonó para vivir con su novia. Fue a tu madre a quien rechazó, no a ti.

—No… También me rechazó a mí, porque si me hubiera amado lo suficiente, nadie habría podido seducirlo hasta el punto de separarlo de mi madre. Pero no contento con eso, se marchó a Australia, dejando detrás un rastro de dolor y un corazón destrozado… Una fractura complicada —añadí con amargura.

Polly bajó la taza.

—Me dijiste que Frances era australiana.

—Sí, «era» es la palabra más adecuada.

Polly me miró confundida.

—¿A qué te refieres? ¿A que está…?

Asentí con la cabeza.

—Anoche busqué en Google «Frances Sharp». Lo primero con lo que me topé fue con su necrológica.

—Vaya… Menudo mal trago.

—Sí. Mi padre no me había dicho nada. —De hecho, caí en la cuenta de que mi padre no me había contado nada de sí mismo en sus mensajes; solo repetía que esperaba que pudiéramos vernos—. Era del Western Australian, de diciembre del año pasado; decía que llevaba un tiempo enferma. Tenía setenta y seis años: diez más que mi padre.

—Es una buena diferencia de edad. Debía de quererla mucho.

—Es evidente que sí. Aunque mi madre me comentó que el hecho de que ella tuviera bastante dinero también pudo influir en sus… cálculos.

—Lo más probable es que tu madre te dijera eso tanto si era verdad como si no —comentó Polly—. Pero ¿a qué se dedicaba Frances? ¿Por qué salió su esquela en el periódico?

—Era propietaria de unas bodegas cerca del río Margaret, al sur de Perth. Se llaman Blackwood Hills. Luego lo busqué y en la página web de la empresa decía que los padres de Frances la habían fundado en mil novecientos setenta, cuando la gente había empezado a cultivar uva para vino en esa parte de Australia. Contaba que en mil novecientos setenta y nueve ella había vuelto al país para ayudarles a dirigir las bodegas y que las había heredado en mil novecientos noventa y dos, a la muerte de su padre. La página también mencionaba de pasada a mi padre, pero saltaba a la vista que quien llevaba la voz cantante era Frances.

—¿Y quién la dirige ahora? ¿Lydia?

—Sí. Con su marido, Brett; se casaron el año pasado. Había una foto de los dos en un viñedo, con el río de fondo.

—¿Se parece a ti?

—Sí. —Hice una pausa—. Fue raro, Polly… Reconocer mi propia cara en el rostro de una desconocida.

Noté un escalofrío que me recorrió la espina dorsal.

—¿Y… le has contado estas cosas a tu madre?

—No. Porque ahora que sé lo que hizo mi padre, creo que no hay nada más que añadir.

Polly removió la infusión.

—Hace unas semanas te dije que tal vez pudieras ver la otra cara de la moneda…, que a lo mejor las cosas no eran tan malas como te las imaginabas; pero eran peores.

—Sí… Y lo de que se haya puesto en contacto conmigo ahora que Frances ha muerto es otro punto en su contra. A lo mejor le prometió que no me buscaría mientras ella viviera —añadí con rencor.

—Pero él no sabía dónde estabas hasta que leyó el reportaje de The Times.

—Estoy segura de que habría podido encontrarme de haberlo querido. Así que, si ahora decido rechazarlo, es lo que se merece.

—¿Y… te gustaría localizar a Lydia?

Tardé unos segundos en contestar.

—Todavía estoy intentando asimilar su existencia. Es como descubrir de repente que tienes otro brazo… Se me hace una montaña. Además, no puedo contactar con ella si me niego a verlo a él, de modo que supongo que la respuesta a tu pregunta tiene que ser no.

Polly suspiró.

—Pues que… triste.

—Supongo que sí, pero hay mucha gente que tiene hermanastros a los que nunca ve. Por lo menos, al final mi madre me lo ha contado todo.

—Bueno… —Polly sonrió—. Confiemos en que lo haya hecho. —La miré a la cara—. Y se lo habrá contado también a Roy, ¿no? —Asentí—. ¿Y qué le contestó?

—No mucho… Se quedó de piedra. Pero después me mandó un SMS para decirme que le gustaría que comiéramos juntos la semana que viene.

Polly asintió y miró el reloj.

—Tendríamos que irnos, Ella, o llegaremos tarde.

Levantó la mano para que la viera el camarero.

Abrí el bolso.

—¿Nos vamos a la pedicura?

—Exacto —dijo mientras el camarero nos traía la cuenta.

—Pero ¿por qué quieres que vaya contigo a hacerme la pedicura cuando nunca me lo habías propuesto? Es más, creía que nunca ibas a hacerte la pedicura profesional, por miedo a que te cortaran mal las uñas y no pudieras trabajar.

—Esta pedicura es diferente. —Polly me dedicó una radiante sonrisa enigmática—. Ya lo verás.

—No sé a qué viene tanto misterio —dije mientras cruzábamos Kensington Church Street. Cuando entramos en Holland Street me acordé de que allí vivía Iris antes de mudarse. Tenía muchas ganas de hacer otra sesión con ella.

Leí el cartel.

—¿Aqua Sheko? —Desde el escaparate vi una fila de cubas alargadas de agua clara, en las que nadaban bancos de diminutos pececillos oscuros—. ¿Qué es esto? ¿Un bar de sushi? ¿Vamos a comer pescado mientras nos liman los pies?

—No —contestó con alegría—. Los peces se nos comerán a nosotras. Por cierto, invito yo.

—Gracias —dije, no muy convencida.

Entramos y la propietaria, una joven china, nos quitó los zapatos. En cuanto nos sentamos, nos lavó y secó los pies.

—Bueno —dijo Polly—. Allá vamos.

Nos sentamos en el banco de piel verde. Polly metió sus pies perfectos en la especie de piscina de poca profundidad y me sobresalté cuando vi que los peces zigzagueaban hasta ellos formando una compacta masa negra.

—Vamos, atracaos —les animó Polly.

—No son crías de piraña, ¿verdad, Pol?

—No, qué va. Son unas carpas diminutas llamadas gararufa. Ni siquiera tienen dientes, se limitan a chupar. —Señaló mi piscina con la cabeza—. Te toca.

—¿Es obligatorio?

—Sí… Tienen hambre.

Asomé la cabeza para ver las serpenteantes siluetas negras y luego, con una sonrisa, bajé los pies hasta sumergirlos en el agua templada. Los pececillos nadaron como flechas hacia ellos y noté las bocas chocando contra mi piel. Me estremecí con repugnancia.

—Aaaah… Hace cosquillas. Pero…, bueno, no está mal. En realidad, es bastante agradable.

—Sabía que dirías eso —comentó Polly—. En su hábitat natural limpian las escamas a los peces más grandes, que es como ven los pies de los seres humanos. Te arrancarán la piel muerta de las plantas de los pies y de los talones, y luego se meterán entre los dedos y repasarán las uñas.

—Ñam, ñam.

—Y además, en la saliva tienen una hormona que va bien para el estrés.

—Ay, eso sí que me conviene.

Me sorprendí de lo rápido que me olvidé de los pececillos mientras Polly y yo charlábamos tranquilamente allí sentadas y bebíamos té verde. De vez en cuando, se paraba alguien que pasaba por la calle y nos miraba boquiabierto por el ventanal del establecimiento.

—¿Has tenido mucho trabajo, Pol? —le pregunté.

—La semana pasada hice una sesión de fotos en el British Museum. Tenía que sujetar un jarrón Ming. Costaba treinta y dos millones de libras, así que pusieron a varios guardias de seguridad para que no me escapara corriendo con el jarrón, y un colchón grueso debajo, por si se me caía al suelo; pero por suerte, tengo el pulso muy firme. Y luego tengo otro encargo el viernes: se trata de pasar las manos por la espalda desnuda del actor Pierce Brosnan.

—Suena bien.

—No —protestó Polly—. Es un aburrimiento. Esos encargos con famosos siempre son aburridos. He acariciado la barbilla de Sean Connery, el pecho de Sean Bean, las piernas de Jude Law, los pectorales de David Beckham, la cara de Clive Owen —fue enumerando como una cantinela—. Es taaaan aburrido; sobre todo cuando nos toca hacer veinticinco tomas. —Reprimió un bostezo—. Me encantaría dejarlo, bueno, quizá no dejarlo, porque pagan bien; pero a la vez me gustaría hacer algo nuevo, algo un poco más estimulante, aunque no se me ocurre el qué.

Una mujer pasó caminando, mejor dicho, balanceándose como un pato por delante del escaparate: se tambaleaba sobre unas plataformas de un palmo.

—¿La has visto? —le pregunté a Polly—. Pero ¿por qué se ponen esas plataformas tan altas las mujeres? Ni siquiera son atractivas… Son horteras y chabacanas… Y peligrosas.

Polly bebió un sorbo de té.

—Bueno, en su origen eran zapatos muy prácticos, diseñados para elevar a quien los llevaba por encima del barro y la mugre de las calles en el siglo XVIII.

—Ya… —Miré a «mis» pececillos, que se habían arracimado formando un círculo alrededor del tobillo, como una pulserita de plumas—. Y ¿has tenido suerte con los hombres estos días?

Polly inclinó la cabeza hacia un lado.

—Hay un padre divorciado que está muy bien en el colegio de Lola. Hemos charlado unas cuantas veces al ir a dejar a las niñas y creo que le gusto. Pero si me propone que salgamos juntos, no pienso decirle a qué me dedico. Busco a un hombre al que atraiga mi cara… no mis pies —añadió con rotundidad—. ¿Y qué hay de tu vida amorosa?

Pensé en Nate.

—Nada.

—¿Todavía sigues pintando a Nate? —me preguntó Polly, como si me hubiera leído el pensamiento.

—Sí. Nos quedan un par de sesiones más… y listo.

Solo dos «citas» más con Nate, pensé con nostalgia.

—¿Te gusta cómo queda su retrato?

—Está… bien. En realidad, creo que quedará mejor que bien.

El empujón que le había dado al cuadro después de la fiesta de compromiso había quedado estupendo, a pesar de que había pintado con luz eléctrica, y de que llevaba algunas copas encima. Pero ahora sentía que podía adentrarme más en el alma de Nate.

—Fantástico. —Polly bebió un sorbo de té—. Me alegro de que al final hayáis conectado, Ella… Así te resultará mucho más fácil pintarlo.

No le dije a Polly que en realidad me resultaba infinitamente más difícil. Nunca le había contado lo que sentía por Nate. Algunas veces me había sentido tentada a hacerlo, pero me daba vergüenza reconocerlo, incluso ante ella. Sospechaba que Polly se lo imaginaba, pero tenía mucho tacto y no me había dicho nada.

Sacó los pies del agua.

—¿Y cómo van los preparativos para la boda?

—Eh… Muy bien, creo. A pesar de los altibajos emocionales de la semana pasada, ahora parece que todo está bajo control. Chloë me ha pedido que lea en la ceremonia.

—Qué bonito… ¿Y qué vas a leer?

—No sé… Me ha dicho que quiere elegir ella el texto.

Polly se secó los pies.

—Es un detalle por su parte habernos invitado a Lola y a mí.

—Bueno, os conoce de toda la vida. Y mis padres también quieren que vayáis, igual que yo. Será una fiesta por todo lo alto.

—¿Y cómo se siente Chloë?

—Bastante nerviosa.

Pensé en el berrinche que se había llevado el día de la fiesta de compromiso.

—Es normal —comentó Polly—. ¿Te acuerdas de lo aterrada que estaba yo antes de casarme con Ben? —Asentí—. Aunque en mi caso tenía motivos de sobra, ahora que lo pienso. Incluso mientras caminaba hacia el altar, sabía que era una equivocación. Fue una sensación horrorosa. No sé cómo conseguí hacer los votos. Pero ¿Chloë está contenta?

Me encogí de hombros.

—Parece que sí. No deja de repetir lo fabuloso que es Nate. De hecho, se pasa el día elogiándolo y bueno…, ¿qué te pasa?

—Eh… Nada.

—Has cambiado la cara, Pol. Dime qué piensas.

Por un momento pareció que Polly iba a responder, pero entonces noté que me vibraba el teléfono.

—Perdona un segundo —dije mientras lo sacaba del bolsillo.

Eché un vistazo a la pantalla.

Al ver el nombre de mi padre, y teniendo en cuenta lo que había averiguado sobre él en los últimos días, me entraron arcadas.

—Me ha llegado otro mensaje de mi padre.

—¿En serio? ¿Qué te dice?

Empecé a leer.

—Más de lo mismo. Dice que comprende mi reticencia y bla, bla, bla, pero… Vaya, esto es nuevo: se refiere a mamá. Dice que espera que ella no me esté quitando las ganas de responderle. Dice que espera que decida por mí misma y que podamos vernos mientras está en Londres.

—¿Cuándo será?

—El domingo de la semana que viene…

—Dios, ¿ya?

—Sí. Pero ya he decidido por mí misma y la conclusión es que no quiero tener nada que ver con él. ¿Qué esperaba después de no haber dicho nada en…? ¡Oh!

Polly me miró a la cara.

—¿Qué?

Miré fijamente la pantalla.

—Se ha fijado en que en mi página web pone que mi estudio está cerca del pub World’s End.

—No pensará pasarse por tu casa, ¿verdad?

—No, no puede saber la dirección. No la he puesto en la página. Pero dice que, si no tiene noticias mías, irá a una cafetería que hay en King’s Road todos los días mientras esté en Londres. Se llama Café de la Paix y dice que estará allí entre las tres y las seis el lunes y el martes, y entre las nueve y las doce el miércoles por la mañana, con la esperanza de que yo aparezca. Dice que vuela de regreso el miércoles a las cuatro de la tarde.

—Está empeñado en verte —dijo Polly.

—Ya lo creo.

—¿Y… vas a verlo, Ella? A lo mejor podrías… —añadió a tientas—. ¿Qué opinas?

Fui a «Opciones» y luego pulsé «Borrar mensaje».

—Que no.