—Gracias por acompañarme —me dijo Chloë el jueves siguiente a las seis y media. Estábamos delante de la tienda de vestidos de novia Vintage Wedding Dress Store, en Neal Street, dentro de Covent Garden. Llamó al anticuado timbre de bronce—. Me alegro de que hayamos podido pedir hora por la tarde. Me parece que no habría podido escaparme un rato dentro de la jornada laboral.
—¿Estás de trabajo hasta las cejas?
—Sí, hasta las cejas o más arriba, creo que hasta el cogote. Me sorprende que todavía me quede cara… —añadió mi hermana entre risas.
En ese momento nos abrieron la puerta a distancia y Chloë empujó para entrar.
—Pero ¿te gusta el nuevo puesto? —le pregunté.
—Sí… Y es genial tener responsabilidad. Ah, hola. —Chloë sonrió a la dueña, que se acercaba a nosotras—. ¿Eres Annie?
—Sí… Tú debes de ser Chloë.
Annie, la propietaria, era más o menos de mi edad, delgada, con el pelo corto y moreno. Llevaba una falda de vuelo de los años cincuenta con un estampado de fresas, un jersey de cachemir amarillo y manoletinas blancas.
—Esta es mi hermana, Ella —dijo Chloë—. Así que tendré una segunda opinión para todo.
—Genial. —Annie sonrió—. Pasad, por favor.
La seguimos a la parte posterior de la tienda. Las paredes estaban pintadas de un tranquilizador verde pálido y tenían bocetos enmarcados de vestidos de novia de Balenciaga, Norman Hartnell y Dior. En los expositores había velos antiguos, tocados vintage para el pelo y zapatos de satén con unos bordados exquisitos. Bajo nuestros pies había una moqueta de terciopelo en color crema de un grosor voluptuoso; una superficie reconfortante para las novias estresadas.
El probador era muy grande, con dos butacas de madera de caoba labrada y asientos de terciopelo azul, como los tronos. De unas perchas antiguas de cobre colgaban varios vestidos de novia, que apenas se entreveían bajo las fundas de muselina, como mariposas blancas a punto de salir de su crisálida.
—He sacado los vestidos de los que hablamos por teléfono —nos dijo Annie—. Aquí tienes el Gina. —Empezó a bajar la cremallera de la bolsa—. También te he traído el Greta, el vestido de seda de los años treinta, y el de los sesenta que tanto te gustaba: Jackie. —Lo señaló con la cabeza—. Es de la exquisita marca Lanvin, de ahí el precio. También hay otros tres que creo que podrías probarte, entre ellos uno diseñado por Marc Bohan antes de que empezara a trabajar para Dior. ¿Sueles llevar ropa vintage? —le preguntó a Chloë.
—Bastante —respondió Chloë—. Y siempre había pensado que, si me casaba, me pondría un vestido antiguo, para hacer algo… original.
—Bueno, estos vestidos son únicos —murmuró Annie.
—¿De dónde proceden? —preguntó Chloë.
—Los compro en subastas —respondió Annie—. Varios son de Nueva York: como este. —Con cuidado, sacó el vestido Gina de la funda—. Lo diseñó Will Steinman, que era un modisto muy conocido en Estados Unidos en los años cuarenta y cincuenta. Y por supuesto, también hay personas que me traen vestidos para enseñármelos. Además, tengo una amiga que lleva una tienda de ropa vintage en el barrio de Blackheath; se llama Village Vintage.
—Me suena —dijo Chloë.
—Esta amiga, bueno, en realidad, antes yo trabajaba para ella, no vende vestidos de novia, así que si encuentra alguno que sea especialmente bonito, me lo manda. —Annie se metió una mano en el bolsillo y sacó un par de guantes de algodón blancos, similares a los que suele usar Polly—. Bueno… —Se los puso—. Manos a la obra.
—¿Hace falta que me ponga guantes? —preguntó Chloë.
—No… Aunque ¿puedo preguntarte si vas muy maquillada?
—Apenas —respondió Chloë—, pero tendré mucho cuidado. —Se volvió hacia mí—. ¿Entras conmigo, Ella?
—Claro.
Me senté en una de las butacas y Annie corrió la cortina de percal para dejarnos solas. Chloë se desvistió enseguida. Hacía mucho tiempo que no la veía en bragas y sujetador.
—Has vuelto a adelgazar, Chloë.
Había recuperado su peso normal a lo largo del año anterior, pero ahora se le notaban los huesos de las caderas.
Miró su reflejo con ansiedad.
—Debe de ser por el estrés del trabajo, y de la boda, claro, y bueno…, de todo, en realidad.
Dejó la ropa en la otra silla.
—Ojalá pudiera pasarte lo que me sobra.
Sonreí con lástima.
—No estás gorda, Ella… Estás fuerte.
—Ya lo sé. ¡No me explico cómo pudo tenerme mamá!
Tenía la corpulencia y los hombros anchos de mi padre, tal como había comprobado al ver su fotografía. Me imaginé a mí misma de pie junto a él en aquella playa en Anglesey, con una mano sobre la suya. Me pregunté si aquel día, mientras sonreía a la cámara de mi madre, ya sabía que pronto nos abandonaría. Supongo que sí. Otra buena razón para conservar la foto, decidí.
—Ya estoy lista, Annie —dijo Chloë en voz alta.
Annie corrió la cortina y entró. Sacó de la percha el vestido Gina y lo extendió. La seda emitió una especie de susurro al moverse. Chloë puso los pies dentro con cautela, como quien entra en una bañera de agua caliente.
Annie levantó el vestido hasta los hombros de Chloë, abrochó unas cuantas presillas y luego lo pinzó con sumo cuidado por la espalda para que Chloë viera en el espejo cómo le sentaría una vez entallado.
Chloë admiró su estampa.
—Es precioso —murmuró—. Pero estoy muy flaca. —Se llevó la mano al pecho—. Me falta volumen por aquí… y un vestido como este necesita que… lo llenen. —Me miró—. A ti te quedaría bien, Ella.
—Yo no soy la que va a casarse —dije, tal vez de forma un tanto brusca; después me di cuenta, al ver que Chloë parpadeaba sorprendida por mi tono de voz—. Eh…, a lo mejor podrías ponerte un relleno.
Negó con la cabeza.
—Entonces me sentiría falsa, y si hay un día en la vida en que deseas sentir por encima de todo que eres sincera contigo misma, sin duda es el día de tu boda.
—Estoy de acuerdo —dijo Annie—. Estás un pelín delgada para este vestido. —Desabrochó los cierres—. Pruébate el Greta.
Chloë se puso el modelo Greta. Le quedaba mucho mejor que el Gina, y la caída y el brillo del satén eran una maravilla. A Chloë no le importaba que la espalda fuese muy escotada, pero saltaba a la vista que el vestido estaba hecho para alguien más alto, porque aun después de calzarse los tacones, la tela se le ahuecaba alrededor de los pies.
Entonces se probó otro vestido de los años cincuenta, Grace. No le favorecía, pero me hizo pensar en Grace Clarke, cuyo retrato había empezado ya. Las fotos que me había dejado su tío eran bastante buenas, pero aun así iba a costarme crear la ilusión de las tres dimensiones a partir de las imágenes bidimensionales. Se me ocurrió preguntarle a su tío si tenían un vídeo reciente en el que saliera Grace que me pudieran enseñar.
Ahora Chloë se estaba poniendo el Jackie, confeccionado en una gruesa seda shantung que le daba un aspecto armado y compacto. Era un vestido bonito pero, tal como intuíamos, le iba grande.
A continuación se probó otro vestido de los años sesenta con la falda plisada, después el vestido de Marc Bohan, que era una sencilla túnica de color marfil con una capa de encaje plateado encima, como una telaraña; luego se puso un vestido de seda duquesa de los años ochenta con las mangas hasta el codo ribeteadas de encaje. Cuando Chloë se miró en el espejo, sonrió.
Annie le dio la razón.
—No es tu estilo. Se parece mucho al vestido de novia de Sarah Ferguson. La boda fue en mil novecientos ochenta y seis, así que no creo que te acuerdes.
—Pues no —respondió Chloë al tiempo que se quitaba el vestido.
—Pero sí que viste la boda —le dije—. Acababas de cumplir cinco años. Me acuerdo perfectamente.
Jamás lo olvidaría, debido a lo que mi madre me había contado ese día.
—¿Seguro que no quieres probarte el Giselle? —le preguntó Annie mientras le mostraba el vestido.
—Sí, sí, seguro —respondió Chloë—. No me gustaría que mi vestido tuviera connotaciones negativas, ni hablar. Y a Giselle no le va nada bien en el tema bodas.
Annie subió la cremallera de la funda.
—¿Por qué? ¿Qué le pasa?
—Es una chica inocente —empezó a relatar Chloë— que se enamora de un cazador muy guapo, Loys, quien ha flirteado descaradamente con ella. Cuando Giselle se entera de que Loys es en realidad el duque Albrecht, y de que está comprometido con la princesa Bathilde, se vuelve loca de desesperación y agarra la daga de Albrecht y se apuñala…
—No —la interrumpí—. Se desmaya a causa de su frágil salud, y muere antes de poder clavarse la daga.
—De acuerdo —reconoció Chloë—. El caso es que, con el corazón destrozado, muere y se convierte en la «eterna novia», el espíritu de la novia plantada en el altar… Esa es la única vez en que se pone un vestido de novia, pobrecilla.
Pensé en mi madre, en ese póster, en el tutú largo y el velo.
—¿Y conoces la historia que hay detrás de los vestidos? —le preguntó Chloë a Annie.
—A veces sí —respondió—. De hecho, conozco la historia que tiene este…
De la última funda sacó un vestido de los años cincuenta con varias capas de tul de seda fruncido en la falda y un cuerpo de satén en forma de corazón. El corpiño y la pequeña sobrefalda estaban decorados con primorosas florecillas azules.
A Chloë se le iluminó la cara.
—Es precioso…
Annie quitó el vestido de la percha.
—Se lo compré a la vecina de al lado. Cuando le dije que estaba montando una tienda de vestidos de novia de época, me lo ofreció. Lo había guardado con mucho mimo, pero las rosas rojas que llevaba la sobrefalda estaban descoloridas, así que las sustituí por estos nomeolvides.
—Algo azul —dijo Chloë muy contenta mientras Annie lo extendía para enseñárselo mejor. Se puso el vestido y Annie le subió la cremallera. Chloë se miró en el espejo y sus ojos se abrieron emocionados—. Es… magnífico.
Al mirar el reflejo de Chloë me imaginé a Nate esperándola junto al altar. Se daría la vuelta y la vería, caminando hacia él con ese magnífico vestido. Imaginé su rostro iluminándose con embelesado orgullo.
—¿Estás bien, Ella? —oí que me preguntaba Chloë—. Pareces tristona.
—Eh, no, estoy cansada, nada más. Pero el vestido es precioso.
—Ya lo creo —murmuró Annie—. Y te sienta de fábula.
Chloë se volvió hacia Annie.
—¿Y cuál es su historia?
—La historia es que… no lo estrenaron.
—¿De verdad? —preguntó Chloë—. ¿Por qué no? —añadió nerviosa.
—Mi vecina, Pam, me contó que se había comprometido en 1958 con un chico llamado Jack, al que adoraba. Ella tenía veintitrés años y todavía vivía con su familia, en un pueblo cerca de Sevenoaks. Vio el vestido en la tienda Dickins and Jones; costaba cuarenta guineas, que en aquella época era mucho dinero, pero sus padres querían que tuviera el vestido de sus sueños, de modo que se lo compraron. Pam me dijo que se moría de ganas de que Jack la viera entrar en la iglesia. Pero una semana antes del gran día, Jack fue a verla a casa y le dijo que no podía seguir con los planes de boda.
Chloë estaba conmovida; entonces examinó su reflejo una vez más, como si de repente lo viera con otra perspectiva.
—Los padres de Pam intentaron convencer a Jack para que cambiara de opinión, pero les dijo que lo sentía, pero no quería casarse. Dijo que tenía demasiadas dudas. Sus padres se dieron cuenta de que no les quedaba más remedio que cancelarlo todo y avisar a los invitados. Conque no hubo boda… Y su relación terminó, porque Pam le dijo que no quería volver a verlo. Se fue todo por la borda. Ella estaba destrozada.
—Pobrecilla… —El rostro de Chloë era todo comprensión—. Y digo… ahora que sé lo que pasó, ya no estoy segura de querer el vestido.
Me pregunté qué demonios habría podido animar a Annie a contar semejante historia negativa. ¿Es que no quería venderlo?
Annie levantó la mano.
—Espera, la historia no termina ahí. Tres años después…
—¿Ella conoció a otra persona? —se anticipó Chloë—. Espero que sí.
—Entonces Pam se había ido a vivir a Londres, en parte para alejarse del recuerdo de lo que había ocurrido. Un día, mientras iba al trabajo y pasaba por Regent Street, alzó la cabeza y entre la multitud distinguió a Jack, que se aproximaba a ella. Se le aceleró el corazón. Me contó que había decidido pasar de largo, como si no lo hubiera reconocido.
Eso es lo que habría hecho mamá, pensé.
—Pero una voz interior le dijo que no lo hiciera; así pues, en lugar de eso lo llamó y él se detuvo, claramente alarmado. Y allí estaban los dos, en medio de la calle, con infinidad de gente esquivándolos… Pam le preguntó cómo estaba, él le contestó que bien y le preguntó qué tal ella, y Pam le contestó que también bien. Y cuando ella estaba a punto de despedirse con una sonrisa y seguir caminando, él le propuso ir a tomar un café con él. Pam dudó un momento pero al final aceptó. Entonces Jack la llamó al trabajo al día siguiente para proponerle cenar juntos algún día, y en pocas palabras…
—Volvieron a salir —murmuró Chloë.
Annie asintió con la cabeza.
—Se casaron unas semanas más tarde, por lo civil, solo con dos amigos que hicieron de testigos. Pam se vistió de calle, pero guardó el vestido de novia porque era incapaz de desprenderse de él. Ya ves… Por eso no lo estrenó. No tuvo la boda de sus sueños, pero sí tuvo un final feliz. Es más, me dijo que ahora era aún más feliz con Jack porque durante un tiempo pensó que lo había perdido.
—¿Le costó perdonarlo? —preguntó Chloë.
—Me dijo que no, porque aún lo amaba… Nunca había dejado de quererlo.
—Pero entonces, ¿por qué él no se puso en contacto con ella en todo ese tiempo?
—Se moría de ganas de hacerlo, pero creía que no tenía derecho. Recordad que ella le había dicho que no quería volver a verlo. Pero luego estuvieron cuarenta y cinco años casados y tuvieron dos hijos. Así que al final fue una historia feliz…
—Menos mal —dijo Chloë en voz baja.
Mientras observaba su reflejo, frunció el ceño levemente, como si se debatiera entre dos cosas.
—Nate no te haría algo así —le dije—. Si es eso lo que estás pensando.
—Puedo reservarte el vestido —le dijo Annie—. Si no estás segura.
Chloë volvió a mirarse, de arriba abajo, y entonces la duda de su rostro se desvaneció.
—No, estoy segura. Me lo quedo.
Confiaba en que ayudar a Chloë a elegir el vestido con el que iba a casarse con Nate ejerciera un efecto balsámico sobre mis sentimientos. No fue así. A lo largo de las semanas siguientes no hicieron más que intensificarse. Además, fui presa de una especie de esquizofrenia, porque me apetecía mucho ver a Nate pero al mismo tiempo temía el momento de verlo. Tenía que mirarlo con ojos profesionales cuando ansiaba hacerlo de manera personal. Tenía que dibujar con pinceladas su rostro en el lienzo como si no fuera más que un ejercicio técnico cuando en realidad se había convertido ya en un trabajo de amor. Pensaba en Guy Lennox e imaginaba su frustración al tener que contemplar a Edith por detrás del caballete cuando seguramente lo que más deseaba en el mundo era caminar hacia ella y cogerle la cara entre las manos.
Entre una sesión y otra mi mente no hacía más que visualizar a Nate, como un salvapantallas. Abría los ojos por la mañana y ahí estaba, igual que cuando los cerraba por la noche. Me despertaba con un sentimiento de euforia, y luego, cuando la realidad volvía a aparecer, me sentía triste y confundida. Ni siquiera sabía si lo que veía era la verdadera cara de Nate o la imagen que yo pintaba: parecían fundirse en una sola. Trabajar en su retrato era como un medio de sentirme próxima a él. Vivía en un estado de estimulante desesperación.
Por lo tanto, mientras esperaba a que llegara Nate para su cuarta sesión, decidí que me comportaría de manera más reservada, con el fin de restaurar la distancia entre los dos. Pero aunque mi mente estaba contenta con esta estrategia, mi cuerpo se rebelaba contra ella. Cuando faltaban cinco minutos para su llegada, se me empezó a acelerar el pulso. Era como si todas mis terminaciones nerviosas estuvieran adheridas a cables de corriente que les dieran sacudidas. El sonido del timbre produjo una carga de adrenalina similar a un electrochoque. Cuando le abrí la puerta, el corazón me latía con tanta fuerza que pensé que debía de notarse el bombeo desde fuera. Me sonrió y un calor repentino me sofocó la cara.
Jamás había sentido un anhelo físico semejante por ningún otro hombre. Mientras Nate me seguía escaleras arriba, al pasar por delante del dormitorio, que tenía la puerta medio abierta y dejaba entrever la cama, me imaginé que lo cogía de la mano y tiraba de él para que entrara en mi habitación, y luego le colocaba una mano en la nuca y acercaba su boca a la mía y le desabrochaba la camisa y…
Pero ¿en qué estaba pensando? ¡Ese hombre iba a casarse con mi hermana! Sentí una oleada de culpabilidad y vergüenza.
Cuando entramos en el estudio, me arrepentí que a Chloë se le hubiera ocurrido la idea de pedirme que lo pintara. ¡Ojalá no lo hubiera hecho! Así habría podido seguir pensando que Nate era un capullo traicionero en lugar del hombre decente y atractivo que ahora sabía que era.
Me acordé de mi propósito de ser distante. Así pues, le pregunté cómo iba el proyecto en el que trabajaba en Finlandia y qué pensaba de la coalición. Le dije que tenía muchas ganas de que llegara la fiesta de compromiso de esa noche, lo cual era mentira, porque me daba pavor, y me había obsesionado con cómo podría evitar ir. Diría que tenía migraña; Chloë sabía que me cogía a veces…
—Ella… —Nate parecía confundido—. ¿Estás bien?
—Claro. ¿Por qué no iba a estarlo?
—Por nada, pareces un poco… apagada.
—Ah.
—¿De verdad que estás bien?
—No… Quiero decir, sí. Sí, estoy bien, aunque creo que me está entrando migraña.
—¿Quieres una aspirina? ¿O un vaso de agua?
—No, estoy bien… De verdad…, gracias… —Mojé el pincel en el color carne—. Estoy… bien…, perfectamente. Estoy…
¡Al cuerno con ser reservada!, me dije. ¿Por qué no podía charlar con Nate y disfrutar sin más de su compañía? No había hecho nada malo y no iba a hacer nada malo. ¿O sí?
El caso es que empezamos a hablar de la infancia de Nate, y de la mía, de su perro Chopsy, y del cantante de ópera Raymond, que en aquella época vivía debajo de ellos y que muchas veces les conseguía entradas gratis para la Metropolitan Opera. Luego Nate me habló de su novia, Suzanne, con quien había salido en Yale.
—Suze y yo estuvimos dos años juntos; estaba loco por ella. —Sentí una puñalada de celos—. Después de que nos graduáramos, yo quería que alquilásemos un piso en Nueva York; pero a ella acababan de darle una beca de formación como reportera para la NBC y dijo que no quería embarcarse en una relación seria. Me dijo que necesitaba sentirse libre, porque iba a tener que dedicar mucho tiempo a cada proyecto, pasaría temporadas en el extranjero y tal, así que…
Nate se pasó el dedo por la garganta.
—¿Cortó?
Asintió con la cabeza.
—Me rompió el corazón.
Otro puñal se me clavó en el pecho.
—¿Y… después de Suze?
Se encogió de hombros.
—He tenido varias relaciones, ninguna de ellas seria. Tendía a salir con mujeres con las que sabía que nunca iría en serio.
—¿Por qué? ¿Por miedo a comprometerte con alguien?
Recapacitó un momento.
—No. Era porque mantenía la esperanza de poder volver con Suze. Cada vez que regresaba a Nueva York, nos veíamos; nos mandábamos muchos correos electrónicos y hablábamos por teléfono; ambos seguíamos avivando las brasas cuando deberíamos haberlas apagado del todo. Siempre bromeábamos diciendo que algún día terminaríamos juntos. Pero luego, un par de años más tarde, Suze me llamó para decirme que iba a casarse con un hombre que había conocido tres meses antes, y que estaba muy contenta y tal, así que… —Se encogió de hombros con resignación—. Finita la comedia. Mi prima Vida había insistido en que fuera a trabajar con ella a Londres, de modo que me pareció un buen momento para aceptar.
—Ya. Entonces, ¿en realidad no fue porque tu madre y tus hermanas te pincharan para que sentaras la cabeza?
—Bueno, sí que me pinchaban. Llevaban siglos repitiéndome que me olvidara de Suze e intentara buscar a otra persona con quien pudiera vivir, sin esperar un gran amor ni nada. Y me habían convencido de su punto de vista cuando conocí a Chloë.
—¿En el Harbour Club?
—Sí. —Nate sonrió—. Al principio me puso de los nervios, porque no hacía más que meterse en la pista de tenis en la que yo jugaba para recoger las pelotas que perdía, pero luego me di cuenta de lo que pasaba y me pareció muy gracioso; después nos pusimos a charlar en el bar… —Se encogió de hombros, esta vez divertido—. Y así es como hemos llegado a estar donde estamos ahora. Pero Chloë es tan… dulce.
—Uy, ya lo creo. Es un encanto… Y ahí tienes material para el discurso que des en la boda. Puedes hacer una broma con lo de meter la bola en tu campo o con que quería jugar a dobles.
También podía decir que Chloë iba a por todas las pelotas, por ejemplo, pensé con amargura. Chloë no era precisamente tímida cuando le echaba el ojo a un hombre. Había entablado conversación con Max delante de las narices de su esposa.
—Estaba claro que había pasado una mala racha por culpa de su último novio —oí que decía Nate—. No es que me hable mucho de él, pero ahí está, en el retrato que le hiciste. Se le ve en la cara.
—El… no acababa de comprometerse con ella —dije sin faltar a la verdad—. La típica historia —añadí para quitarle hierro—. Pero ahora está encantada de haberte conocido.
—Sí, parece muy contenta. —Hubo un silencio—. Bueno, es igual… Ahora ya conoces todo mi pasado.
—Qué lástima que no sea más escabroso.
—Lo siento. —Se encogió de hombros—. Venga, Ella… Ahora te toca a ti. ¿Qué me cuentas de tu pasado?
—Ah, pero ¿tengo que contártelo?
—Pues claro. No pensarás sonsacarme toda esta información sin desvelar nada sobre ti.
—Me parece justo. Bueno… —Me aclaré la garganta—. Veamos…
Le hablé de Patrick, con quien había salido en el curso del Slade, y de las dos o tres relaciones breves que había mantenido a los veintitantos, y luego le conté lo de David.
—Dos años es bastante tiempo —comentó Nate—. ¿Qué es lo que no te gustaba del tipo?
—Nada. Era simpático y tenía mucho talento. Pero… no sé. Nos gustábamos, pero no estábamos enamorados…
—Ya entiendo.
—Suelo salir con hombres de los que no estoy enamorada de verdad.
—¿Por qué? ¿Para que sea más fácil cuando se termine?
—A lo mejor.
Yo sabía la verdadera razón, aunque no quería hablar de eso con Nate. Y de repente, se me quitaron las ganas de seguir hablando de relaciones sentimentales, porque no quería que me repitiera lo adorable que le parecía Chloë o lo feliz que era con ella, así que reconduje la conversación hacia el tema más seguro: su familia. Luego, mientras redibujaba el perfil de su hombro izquierdo, ya que me había equivocado al hacer la inclinación, Nate me dijo lo bien que le caía Roy.
—Roy es un hombre fabuloso —corroboré con orgullo—. Será un suegro genial —añadí, para no perder de vista la inminente boda de Nate.
Nate me miró con ojos interrogantes.
—Entonces, ¿siempre lo has llamado Roy?
—Sí, porque cuando lo conocí tenía cinco años y medio, así que nunca me acostumbré a llamarlo «papá», si es a lo que te refieres. —Nate asintió con la cabeza—. Además, sabía que mi verdadero padre estaba por alguna parte… Aunque no tuviera la menor idea de dónde. —De repente me entraron ganas de que Nate conociera mi historia—. A lo mejor te lo ha comentado Chloë.
—Me contó poca cosa; solo que no habías visto a tu padre desde que tenías cinco años.
—Así es. Se fugó a Australia con su novia. Aunque no me enteré hasta que cumplí los once.
—¿Y dónde creías que estaba… hasta ese momento?
Me encogí de hombros.
—No tenía ni idea. Lo único que me decía mi madre era que nos había abandonado y que era mejor no pensar en él. Pero yo estaba convencida de que debía de estar por algún sitio cerca. Siempre me imaginaba que lo vería llegar con su coche grande de color azul, como solía hacer cuando vivíamos en nuestro piso.
Tenía el recuerdo de mi madre de pie delante de la ventana de la salita, vigilando la calle. Luego la oía gritar: «¡Ya viene papá!», y yo corría hacia ella y las dos veíamos cómo aparcaba…
Oí el crujido de la silla cuando Nate cambió de postura.
—Supongo que lo echabas mucho de menos.
—Sí… Y claro que pensaba mucho en él: constantemente. Cada vez que veía un coche similar al suyo, miraba si el conductor era él. Buscaba su cara entre la multitud y en las ventanillas de los autobuses y los trenes que pasaban. Recuerdo que una vez, cuando tenía diez años, seguí a un hombre dentro del supermercado porque se parecía a mi padre. Pero si le preguntaba a mi madre dónde estaba, siempre me respondía lo mismo: que se había ido y no volvería. Me acuerdo de que me entraba el pánico, porque pensaba que debía de estar muerto. Mi madre me aseguraba que seguía vivo, pero que, como no podríamos verlo nunca más, era mejor que lo borrásemos de nuestra mente. Cada vez que le preguntaba por qué no podíamos verlo, actuaba como si fuera tan doloroso para ella que no pudiera hablarme del tema, así que aprendí a no preguntar.
Nate volvió a moverse.
—¿Y ella sabía dónde estaba?
—Sí…
—Entonces, ¿por qué no… te lo dijo y ya está?
Sequé una gota de pintura que se escurría por la esquina del lienzo.
—Me dijo que había sido para protegerme de un daño innecesario; según ella, me lo habría tomado como otro desprecio, de haber sabido que se había marchado tan lejos… Y tenía razón, porque cuando por fin me lo contó, me impresionó muchísimo y me puse muy triste, pues entonces comprendí que no solo no iba a regresar, sino que nunca había tenido intención de hacerlo.
—¿Y… quién era su novia?
—No lo sé. Solo sé que era australiana y que se llamaba Frances. De hecho, no me enteré hasta que era adolescente. Hasta entonces mi madre siempre se había referido a ella como «la otra mujer». Pero la influencia de Frances sobre mi padre debía de ser asombrosa, teniendo en cuenta que no solo estuvo dispuesto a dejar a su esposa y a su hija por ella, sino que también accedió a que lo alejara tanto de ellas.
—¿Sabía Roy que tu padre estaba en Australia?
Negué con la cabeza.
—Mi madre se lo ocultó también a él, porque le preocupaba que, si lo sabía, me lo contara. Cubrió con un velo todo lo relativo a su primer matrimonio para olvidar el final tan horrible que había tenido. Ella sabía que existía esa otra mujer; una vez me dijo que había descubierto una factura de un hotel en el bolsillo de la americana de mi padre, y otra vez, una carta de amor que le había mandado Frances. Pero cuando mi madre los vio juntos de sopetón, fue terrible para ella, me dijo que había sido «traumático»…
—¿Aunque ya sabía que tenía una aventura?
—Sí. Porque eso lo hacía real. Debió de ser insoportable, luego, poco después de eso, mi madre se cayó. Me dijo que estaba tan afectada que se distrajo y tropezó, así que, en cierto modo, también parecía culpar a mi padre de eso. Un los peores momentos decía que no solo la había traicionado, la había «destruido».
—Pobre mujer…
—Pero tuvo mucha suerte, porque unos meses más tarde conoció a Roy, que se enamoró de ella, y vio que con él tenía la oportunidad de empezar de nuevo. Por eso quería que Roy me adoptara, para borrar a mi padre. Y así fue como a los ocho años pasé a ser Ella Graham.
—Para ti debió de ser muy… raro.
—Sí…, porque alteró toda mi concepción de mí misma; tardé años en acostumbrarme.
En ese momento, mientras añadía un poco de blanco zinc a la paleta, me pregunté cómo había sido el proceso de adopción. ¿Tenía que estar de acuerdo el padre biológico, sobre todo después de haber estado casado con la madre de la criatura? ¿Y habría algún tipo de traspaso formal de responsabilidades parentales? Se me ocurrió que tenía que preguntárselo a Roy algún día.
Empecé a perfilar el brazo derecho de Nate.
—Pero Roy ha sido un padre fantástico para mí. Aunque al principio no fue nada fácil… Me acuerdo de cuando mi madre me dijo que iba a tener un hijo con él; me puse muy triste. Ya me había dado algunas «buenas» noticias, porque me había dicho que Roy y ella iban a casarse y que nos mudaríamos a las afueras de Londres, donde viviríamos todos juntos en una zona llamada Richmond; me dijo que Roy trabajaría en un hospital cercano y yo iría a un colegio nuevo muy bonito, aunque a mí me gustaba el colegio al que iba.
—Cuántos cambios en tu vida —murmuró Nate con empatía.
Asentí.
—Le dije a mi madre que no quería que se casase con Roy y que no deseaba que tuvieran otro hijo. —Mojé el pincel en el azul cobalto—. Le dije que no podíamos marcharnos del piso en el que vivíamos, porque, si mi padre volvía, no sabría dónde encontrarnos. El día de la mudanza, tuvieron que sacarme a la fuerza, chillando, y no accedí a marcharme hasta que me permitieron que le dejara una nota para contarle adonde nos habíamos ido…, aunque no debía de ser demasiado legible, porque mi letra no podía ser muy buena a esa edad…
—Pobrecilla —dijo Nate.
—Por eso le tenía manía a Roy, porque lo veía como el culpable de todos esos cambios. Solía aferrarme a mi madre para que él no pudiera acercarse; si me hablaba, no le respondía; o le escondía los zapatos en el jardín. Aborrecía ver sus fotos y sus libros, y llegué a decirle a mi madre que tenía que quemarlos en una hoguera gigante. Pero Roy siempre era maravilloso conmigo. Me dijo que comprendía por qué me daba tanta rabia; me dijo que, en mi lugar, a él también le daría rabia. Pero añadió que a lo mejor dejaba de sentirme así cuando viera a mi hermanita.
Mientras mezclaba los colores para el pelo de Nate, recordé estar en el jardín de la casa en la que habíamos vivido cuando era pequeña, en Richmond. Roy estaba sentado a mi lado en el banco y me dijo que al cabo de un día o dos nacería mi hermanita. Me eché a llorar. Entonces me dijo que no tenía por qué ponerme triste, porque iba a venir al mundo una persona que iba a quererme mucho. Me dijo que no debía olvidarlo nunca…
Levanté la mirada del cuadro.
—Y Roy tenía razón. Porque cuando vi a Chloë por primera vez, mi rabia simplemente… se desvaneció. Roy me la ponía en los brazos y me quedaba embobada mirándola; le hablaba durante horas, le contaba todas las cosas que le enseñaría cuando creciera un poco. Casi me peleaba con mi madre para ser yo quien empujara el cochecito. Por las mañanas, me encontraban dormida en el suelo, junto a la cuna. Y desde entonces, ya no me importó que Roy estuviera en mi vida, porque comprendí que sin él no habría tenido jamás a Chloë. Aunque, por supuesto, no perdí la esperanza… —El pincel se detuvo—. No perdí la esperanza…
Se oía el tictac del reloj.
—¿De volver a ver a tu padre? —preguntó Nate en voz baja.
Asentí con la cabeza.
—Pero me costaba mucho imaginarlo, porque ya empezaba a olvidarme de su aspecto.
—¿No tenías ninguna foto suya?
—No. Mi madre me dijo que las había perdido. Así pues, lo dibujaba y lo pintaba, como una obsesión, para intentar recordarlo. —Pensé en el dibujo descolorido de mi padre que guardaba en el cajón del escritorio—. Creía que si lograba pintarlo muy, muy bien, si plasmaba de verdad su vivo retrato, entonces, no sé cómo, conseguiría que regresara.
—¿Y por eso te hiciste retratista? —me preguntó en un susurro Nate.
—Sí, supongo que sí. Porque buscaba ese rostro en concreto, confiaba en volver a verlo alguna vez. Y seguí confiando en ello… aun después de conocer la verdad. —Noté cómo se me contraía la garganta—. Intentaba convencerme de que no quería verlo. —La imagen del lienzo se había desenfocado—. Pero claro que quería, con todo mi corazón…
Me llevé las manos a la cara.
Oí el crujido de la silla y luego unos pasos; entonces noté los brazos de Nate alrededor de mis hombros. Una lágrima se deslizó hasta la comisura de mis labios y noté el sabor salado.
Me concentré en la suavidad del jersey de Nate, en la presión comedida de sus brazos y en su respiración, cálida contra mi oreja.
Cerré los ojos un momento, luego me aparté, incómoda. Al hacerlo, vi que había una mancha roja en el pecho de Nate.
—Te he manchado de pintura —dije con voz ronca—. Lo siento, voy a limpiarlo.
Me acerqué a la mesa y puse unas gotas de un líquido blanco en un pañuelo; entonces regresé junto a Nate de nuevo y, sin pensarlo siquiera, metí la mano izquierda por dentro del jersey y, sujetándolo, froté la lana con el pañuelo que sostenía en la mano derecha.
—Ya está… —murmuré—. Se ha ido.
Sabía que si miraba a Nate me entrarían ganas de besarlo, así que desvié la mirada; pero él abrió las manos, me cogió la cara y me acarició las lágrimas con los pulgares.
—Estoy bien —susurré—. Ya estoy bien. Gracias…
Fui al lavabo y empecé a limpiar el pincel para ocultar el torbellino que sentía.
—Ahora ya sé por qué parecías tan dispersa —lo oí decir a mi espalda—. Debías de estar pensando en tu padre.
—Seguro. —Cerré el grifo—. Últimamente pienso mucho en él.
No le conté el motivo a Nate, ni le dije que también había pensado mucho en él.
—A lo mejor tienes noticias suyas algún día… —Expulsé el aire.
—A lo mejor…
—¿Qué harías si al final se pusiera en contacto contigo? ¿Querrías hablar con él? ¿Querrías verlo?
—¿Verlo? —Miré a Nate—. Pues… no lo sé.
Menos mal que quería parecer reservada, pensé con tristeza mientras me preparaba para la fiesta unas horas más tarde. Había vaciado mi alma ante Nate; la impulsividad me había llevado a contarle cosas que ni siquiera Polly sabía, y había terminado dejando que me estrechara entre sus brazos. Ahora tendría que dedicarme a hablar cortésmente de cualquier cosa en su fiesta de compromiso.
Nos habían convocado a las ocho, pero estaba tan nerviosa que se me había hecho tarde. Como no acababa de decidir qué ponerme, me había cambiado de modelito tres veces; entonces decidí no ir, y luego decidí que sí iría, pero me tocó ponerme a andar porque la rueda delantera de la bici estaba desinflada, el autobús no llegaba y no tenía dinero para llamar a un taxi, ya que se me había olvidado pasar por el cajero. Cuando llegué a Redcliffe Square ya eran las nueve y cuarto y yo estaba desmoralizada y hecha un manojo de nervios.
La vivienda de Nate estaba en la parte sur de la plaza, dentro de un caserón porticado con un magnolio enorme enfrente, que dejaba caer sus últimos pétalos blancos como la cera. Llamé al timbre y un camarero del catering con uniforme me abrió la puerta, me cogió el abrigo y me ofreció una copa de champán de la bandeja que había en la mesita del recibidor. Se lo agradecí y di dos sorbos largos a la copa para calmar los nervios. Intentaba reunir fuerzas para entrar en la habitación que tenía a mi izquierda, donde había una fiesta muy animada, cuando Chloë salió al recibidor. Sentí una punzada de envidia y después me aborrecí por sentirme así.
Chloë me dedicó una sonrisa radiante.
—¡Hombre, qué alegría, Ella!
—Llego tardísimo —murmuré—. Lo siento.
—No importa… Ya estás aquí. Ven a unirte a la fiesta.
—Déjame que tome aire. Estoy un poco… estresada.
No podía contarle los motivos a Chloë. Tomé otro sorbo de champán y empecé a notar los efectos sedantes. Conseguí sonreír.
—Estás guapísima.
Chloë llevaba un vestido de seda en color turquesa que destacaba su constitución esbelta. Parecía tan joven… Pero entonces caí en la cuenta de que tenía la misma edad que mi madre cuando mi padre nos dejó: la diferencia era que entonces mamá ya tenía una hija de cinco años. Volví a pensar en lo poco frecuente que era que una bailarina joven y ambiciosa como ella arriesgara su carrera teniendo hijos. A lo mejor mi madre se quedó embarazada sin buscarlo y ese fue el verdadero motivo por el que mi padre y ella se casaron en el juzgado. Lo que me había contado sobre la falta de fe religiosa de mi padre me había sonado a excusa, no sé por qué.
—Gracias —dijo Chloë.
Al colocarse un mechón de pelo detrás de la oreja vi algo resplandeciente y el puñal volvió a hundirse en mi corazón.
—¡Ay, enséñame el anillo!
Extendió la mano. Un enorme diamante marquesa centelleó hasta deslumbrarme.
—Ahora sí que me siento comprometida de verdad —dijo, abriendo mucho los ojos para fingir ansiedad—. Lo elegimos hace un mes, pero tuve que pedir que me lo adaptaran, así que lo he recogido esta mañana mientras pintabas a Nate. Está encantado con las sesiones —añadió mientras la seguía a la sala de estar. Aún más nerviosa, me pregunté si Nate le hablaría de nuestras sesiones de posado—. Aunque no es que me cuente de qué habláis, ¿eh? —Suspiré, aliviada—. Pero cuando ha vuelto hoy apestaba a disolvente… Le he tomado un poco el pelo preguntándole si también él se había puesto a pintar…
Debía de haber una veintena de personas en la habitación, que era larga y ancha, con una gran ventana en saliente. En la repisa de la chimenea de mármol blanco había unas cuantas tarjetas de compromiso y encima, en la pared, un paisaje semiabstracto de formato grande en vivos tonos verdes y azules. En el lado opuesto de la habitación destacaba un sofá de damasco en dorado pálido, donde al instante me imaginé a Chloë y Nate acurrucados.
En el extremo de la habitación que daba al jardín vi a Nate, con vaqueros y una camisa blanca, charlando con los invitados. Al verme, se apartó del grupo y se dirigió a mí. Era como en uno de mis sueños sobre él, en el que su rostro surge poco a poco de la multitud de extraños y me embarga una sensación de felicidad y alivio. No obstante, ahora, al saber lo mucho que me atraía, no sentí más que dolor y desesperación.
—Gabriella —dijo con afecto.
Recordé la presión suave de sus brazos alrededor de mis hombros, el tacto de sus manos en mi rostro.
—Hola, Nate… Perdona, llego tarde. ¡Menuda casa! —Me dirigí a Chloë—. ¿Aquí es donde vais a vivir cuando os caséis?
—La idea es esa. Nate la tiene alquilada, así que, cuando se le termine el contrato, compraremos un piso para los dos. De hecho, me gusta la zona por la que vives, Ella.
Se me cayó el alma a los pies al imaginarme que podía tener a Chloë y a Nate de vecinos; los vería pasear de la mano, o descargando la compra del coche, o empujando un cochecito de bebé…
—Sería fantástico —dije—. Aunque ten en cuenta que vivir cerca del estadio de fútbol puede ser un rollo.
—Es cierto —contestó Chloë—. ¿Cada cuánto juega el Chelsea en casa?
—Cada dos sábados, pero también juegan entre semana; las calles se ponen imposibles… Y el ruido es infernal.
De pronto, deseé que Nate y ella se marcharan a vivir a Nueva York, una posibilidad que había temido cuando me dijeron que se habían comprometido.
—Bueno, ya veremos —dijo mi hermana—. No hay prisa, ¿verdad, Nate?
—No, qué va. No… hay prisa.
El repentino tono de «teléfono antiguo» de Chloë perforó el ruido ambiental y la cháchara. Sacó el móvil del bolsillo y miró la pantalla. Arrugó la frente.
—Perdonad… Voy a…
Salió al recibidor y nos dejó a Nate y a mí solos.
Así pues, nos pusimos a charlar sobre los precios de los pisos en esa parte de Londres y elucubramos cuándo podrían volver a subir los tipos de interés. Sin la privacidad del estudio, nos movíamos dentro de los parámetros de la conversación educada. Así es como tendrá que ser, reflexioné, una vez que termine el retrato.
En ese momento, uno de los encargados del catering fue a hablar con Nate; eché un vistazo por la habitación y vi que Chloë había entrado ya y estaba hablando con una antigua amiga suya del colegio, Jane. Me escabullí para no pararme con ellas y fui a hablar con Roy y mi madre, que se encontraban cerca de la ventana. Por el camino, pillé retazos de conversación.
—Ya falta poco para la boda.
—¿Qué? ¿Se arrodilló para pedírtelo?
—Capri es un destino fabuloso para la luna de miel.
—En realidad, ¡se lo pedí yo!
Mi madre estaba enfrascada en una conversación con otra amiga de Chloë, Trish, y su marido Don. Al verme, mi madre extendió un brazo con elegancia y me acercó a ella mientras continuaba soltando alabanzas sobre Nate.
—Es tan atractivo —coincidió Trish—. Y es evidente que muy formal… Sí…, perfecto para Chloë. Bueno, sería perfecto para cualquier mujer, la verdad… Aunque no tan perfecto como tú —añadió mirando a Don con una carcajada.
Luego Trish le habló a mi madre de la banda de jazz que Don y ella habían contratado para su boda, y le contó los quebraderos de cabeza que les había provocado colocar a los padres de él, que estaban divorciados. Mientras mi madre y ella empezaban a valorar los pros y contras de un banquete formal, me escabullí para hablar con Roy.
Me sonrió.
—¿Qué tal está nuestra Ella-Bella?
—Bien, gracias. —Di otro sorbo de champán—. Aunque un poco cansada del tema de la boda.
Roy suspiró.
—Ya sé a qué te refieres…, pero… —Jugueteó con la pajarita—. Confío en que te alegres por Chloë, Ella.
Lo miré a los ojos, sorprendida.
—Claro que sí. ¿Por qué lo dices?
Una mancha roja se extendía por el cuello de Roy. ¿Se habría dado cuenta?, pensé. ¿Lo había visto en mi cara igual que Celine? ¿Acaso llevaba escrito en la frente «Amo a Nate»?
—¿Por qué lo dices? —insistí con nerviosismo.
—Bueno… —Roy cambió el peso de un pie a otro—. Para ser sincero, pensaba que no te haría demasiada ilusión que tu hermana se casara.
—¿Y por qué no iba a hacerme ilusión?
Mi pulso empezó a acelerarse.
Roy se pasó un dedo por el cuello de la camisa. Lo sabía. Tanto mi madre como él lo sabían.
—Porque debe de resultarte difícil —continuó— vernos a tu madre y a mí así, mimando a tu hermana de esta manera, por no hablar de la barbaridad de dinero que va a costamos esto, así que confío en que…
—Ah, bueno… —Solté una carcajada de alivio—. Crees que tengo envidia de Chloë… porque va a casarse.
—En realidad… no lo había pensado así, pero quiero que sepas que, si te casas, haremos el mismo esfuerzo por ti, ¿eh? Llevo ahorrando para mis dos niñas desde hace años.
Sonreí.
—Gracias, Roy. —De verdad, era un encanto de hombre. Le puse una mano en el brazo—. Pero como supongo que no voy a necesitarlo, espero que os lo gastéis mamá y tú.
Bebió un sorbo de champán.
—No sabes lo que te deparará el futuro, Ella. Bueno, no importa. Me encanta saber que te alegras por tu hermana.
—Por supuesto que me alegro.
Es solo que preferiría que se casara con cualquier otro que no fuera Nate.
En ese momento, todos los invitados empezaron a desplazarse hacia la ancha escalera de madera que se curvaba en dirección a la planta baja.
—Creo que han servido la cena —dijo Roy—. Es un detalle por parte de Nate preparar todo esto.
—Sí. Pero antes me gustaría lavarme las manos… Nos vemos abajo.
Salí al recibidor y un camarero del catering me dijo que el cuarto de baño estaba en la planta superior, junto a las escaleras. Subí. Al empujar la puerta, vi una enorme bañera victoriana con patas en forma de garras en cuya repisa estaban el champú y el acondicionador de Chloë, así como unos portavelas pequeños de cristal ahumado imitando piedras preciosas. Me torturé imaginando a Nate y ella en un baño con velas. Junto al lavabo, entre los productos de afeitar de Nate, estaba el neceser de Cath Kidston de mi hermana, un cepillo de dientes de color rosa y un tubo grande de crema corporal de Elizabeth Arden.
Tendría que haberme inventado una migraña, me dije con tristeza mientras abría el grifo del lavabo. Levanté la mirada hacia el espejo y luego la aparté, incapaz de mirarme a la cara.
—No estoy enamorada —susurre mientras me salpicaba con agua las mejillas al rojo vivo—. No es más que un… capricho. Un capricho tonto y de lo más inoportuno.
Me daba vergüenza reconocerlo, incluso ante mí misma; por supuesto, no quería que nadie más lo supiera. Decidí mantener en secreto mis sentimientos.
Cuando salí del cuarto de baño vi entreabierta la puerta de la habitación contigua. Por la rendija atisbé el jersey verde de Nate en una silla, con una manga colgando por el lateral, como si la prenda estuviera exhausta. Sin pensarlo, empujé la puerta y me quedé mirando la amplia cama trineo y me imaginé con aire masoquista a Chloë y a Nate acurrucados en ella, o tumbados uno frente a otro, mirándose, con las piernas entrelazadas como una cuerda.
En la cómoda vi algunas fotos con marcos de plata. Quería mirarlas, saber más sobre Nate, así que, como si fuera una intrusa que se cuela en casa de alguien, entré en la habitación.
Había una foto de una pareja joven, que supuse serían los padres de Nate, apoyados contra un muro de piedra, con el Duomo de Florencia asomando por encima de los edificios que tenían detrás. Había un retrato de una joven vestida de novia, que debía de ser María, la hermana menor de Nate, porque me había dicho que era a la que siempre había estado más unido. También había una foto de Nate con ocho o nueve años, sentado en un sofá, acunando al perro como si fuera un recién nacido. En un marco de cristal vi una foto de Chloë y Nate en alguna cena de gala, con el brazo de ella extendido sobre el respaldo de la silla de él. Sentí otra punzada de celos. Su sorprendente fuerza me obligó a retroceder.
Salí, cerré la puerta y corrí escaleras abajo.
La cocina era muy grande y tenía anexo un comedor acristalado, cuyos vidrios multiplicaban el efecto centelleante de las lucecitas que parpadeaban en la oscuridad creciente. Los invitados fueron sentándose en el lugar asignado en la mesa de caballete que reseguía los laterales de la habitación.
Encontré mi nombre, escrito con la letra grande y redondeada de Chloë, y enseguida se me acercó una mujer de unos cuarenta años con una melena rubia que le llegaba hasta los hombros y un toque de pintalabios en tono rojo ciclamen.
—Hola —me saludó con una sonrisa cálida—. Soy la prima de Nate, Vida.
Le correspondí con otra sonrisa.
—Qué nombre tan bonito.
—Sí, a mi padre le encantaban los nombres simbólicos, y pensó que Vida era el más positivo de todos. Da mucho juego…
Me acordé del malentendido con Nate por culpa de su nombre el día de la fiesta de Chloë. Me había puesto furiosa al pensar que Nate pudiera engañar a mi hermana Chloë; y ahora, una oscura parte de mí deseaba que la engañara… ¡conmigo!
—Te presento a mi marido, Doug. —Vida señaló a un hombre de pelo claro que tenía sentado a mi izquierda.
Nos dimos la mano.
—Soy Ella, la hermana de Chloë.
—He oído hablar de ti —dijo Doug—. Estás haciendo un retrato de Nate, ¿verdad?
—Sí, eso es.
—¿Y se porta bien en las sesiones? ¿Es un buen modelo? —me preguntó Vida mientras nos sentábamos.
—Claro que sí. —Noté que Vida se percataba de mi tono indignado. Me puse como un tomate—. Me refiero a que… se queda muy quieto y es muy… simpático.
—Sí, Nate es un primor —dijo Vida mientras Doug nos servía a todos un poco de vino blanco—. Nos criamos juntos en Nueva York; luego mis padres se mudaron a Londres cuando yo tenía doce años…, de ahí mi acento inglés; pero Nate y yo siempre nos hemos llevado bien, y ahora trabajamos juntos.
—Me ha hablado mucho de ti —le dije—. Todo cosas buenas —añadí enseguida.
Entonces me acordé de que Nate había dicho que Vida podía ser muy preguntona. Tendría que mantener la guardia alta.
Me sonrió.
—Bueno… ¿y cuánto duran las sesiones? —Se lo conté—. Y ¿lo conocías mucho antes de empezar a pintarlo?
—No lo conocía apenas; solo lo había visto dos veces. Pero bueno, no suelo conocer a mis modelos antes de pintarlos.
Vida negó con la cabeza.
—Qué raro. Pasar tanto a tiempo a solas con un desconocido. —Se echó a reír—. ¡Debe de ser como una cita a ciegas!
Asentí con la cabeza.
—En cierto modo, sí.
Salvo porque, en el caso de Nate, no había existido la posibilidad de que el encuentro diera paso a nada más. Sentí un arrebato de ira contra Chloë: al pedirme que pintara a Nate, aunque sin querer, me había puesto delante de los ojos un festín que nunca podría tocar. Me sentí como Tántalo, metido hasta el cuello en agua que nunca podría beber, o alargando el brazo para coger una linfa que siempre quedaba fuera de su alcance.
Miré de reojo a Nate, que estaba sentado al otro lado del comedor, junto a Chloë. Intenté dilucidar qué había pasado entre nosotros esa mañana; luego me dije que no había nada que dilucidar. Al ver que me había puesto triste, él me había consolado de manera instintiva. Eso era todo, nada más. Pero aun así…
En ese momento, James, el amigo de Nate, se sentó a mi lado con su esposa, Kay: ya sabía que James trabajaba en Londres para Citibank, que era compañero del instituto de Nate y que iba a ser el padrino de boda. Saltaba a la vista que James y Vida se conocían, de modo que, en cuanto entablaron conversación, me puse a charlar con Kay, quien me dijo que estaba haciendo la carrera de historia del arte a tiempo parcial.
Los camareros sirvieron los entrantes, pero estaba tan estresada que no tenía hambre. Mientras miraba la trucha ahumada, me pregunté cuándo podría marcharme. Mis compañeros de mesa eran muy agradables, pero estaba de tan mal humor que me costaba una barbaridad hablar por hablar con ellos. Por suerte, a todos pareció interesarles mi actividad como retratista, así que por lo menos no tuve que devanarme los sesos para sacar temas de conversación.
—¿Hay alguien a quien preferirías no pintar? —me preguntó Kay.
Bajé el tenedor.
—Pintar a los niños me parece difícil, porque cambian muchísimo de expresión. Y desde luego, no me gusta pintar a mujeres que se han hecho cirugía estética; cuesta mucho, porque nunca queda… bien. El año pasado pinté a una mujer de cincuenta y tantos que se había operado los párpados para subírselos, era evidente; pues quedó como si le hubieran estallado dos granadas en la cuenca de los ojos. Pero ahora mismo estoy pintando a una anciana de ochenta y tres que no se ha hecho nada y sigue siendo muy guapa.
Confiaba en poder retomar el retrato de Iris cuanto antes, entre otras cosas, porque ansiaba saber qué le había pasado a Guy Lennox… Su trágica historia me había calado muy hondo.
Entonces Kay empezó a hablar de autorretratos: de Rembrandt, de Francis Bacon y de Lucian Freud.
—Y también hay un retrato de Durero que me fascina —añadió—. Es tan sensual…
—¿Te refieres al que pintó como si fuera Cristo? —pregunté—. ¿Con la cortina de pelo rizado?
—Sí. Ese… es espectacular. —Soltó una risita nerviosa—. ¡De adolescente me encapriché de él a raíz de ese cuadro!
Sonreí al reconocer la emoción.
—Yo también. Era como si fuese real en lugar de una imagen en dos dimensiones de sí mismo que hubiera pintado cinco siglos antes.
—¿Y Nate parecerá igual de «real»? —me preguntó Vida—. ¿Suspirarán por él las mujeres dentro de cientos de años?
Sonreí.
—Ojalá fuera así… De todas formas, tengo muchas aspiraciones puestas en este retrato.
—¿Muchas aspiraciones? —repitió Vida—. ¿En qué sentido?
—Eh, un retrato correcto se limita a captar el parecido; un buen retrato revela aspectos del carácter del modelo; pero un gran retrato debe mostrar algo sobre el modelo que ni siquiera él sabe que encierra. Eso es lo que espero conseguir con el retrato de Nate.
Doug levantó la copa hacia mí.
—Pues un brindis por el gran retrato de Nate. Tendrá que hacer una inauguración oficial con cortinilla y todo.
—Es una idea fantástica —coreó Vida—. Iremos todos a verlo… Pero estoy segura de que el cuadro será fabuloso, porque él lo es.
Y dicho esto, intercambió una mirada con Nate y le sopló un beso.
Nate sonrió a Vida y luego, cuando ella se volvió para decirle algo a Doug, permaneció con la mirada elevada unos segundos más y la posó sobre mí. Le dediqué una sonrisa fugaz y después aparté la mirada, con la cara encendida. No hace más que comprobar que me siento cómoda, me dije con rotundidad.
—No te olvides de esa cicatriz pequeña que tiene en la cabeza. —Miré a Vida—. A una de sus hermanas se le cayó al suelo cuando era un recién nacido —añadió—. Creo que fue Valentina.
—No. —Bajé la copa—. Fue María.
La sorpresa surcó las facciones de Vida.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque Nate me contó que se le había caído de los brazos a María sin querer cuando él tenía cuatro meses. Ella tenía seis años y lo había sacado de la cuna porque quería darle un abrazo. Lo llevaron corriendo al hospital y la niña estaba tan disgustada que tuvieron que comprarle una muñeca grande para que dejara de llorar. Me contó que su hermana sigue siendo incapaz de hablar del tema.
Vida asintió, moviendo despacio la cabeza.
—Se me había… olvidado.
Mientras nos retiraban los platos, Vida nos habló del padre de Nate, Roberto.
—El tío Rob conocía a muchos pianistas famosos —le dijo a Kay—. Trabajó con Ashkenazy, Horowitz, Martha Argerich y Alfred Brendel; y además era un pianista extraordinario. Daba recitales en una iglesia del barrio, Saint Thomas Aquinas.
—Era en la Saint Vincent de Paul —la corregí sin pensar.
Vida me miró sorprendida.
—¿Ah, sí?
—Sí. Por lo menos… eso es lo que me contó Nate.
—Vaya…, pues debe de ser verdad. Es evidente que retienes todo lo que te dice.
—Eh…, siempre presto atención a lo que me cuentan mis modelos; para pintarlos tengo que conocerlos, ¿no? —añadí, y de inmediato me arrepentí de haberlo hecho.
Nate se había levantado y daba golpecitos a la copa. Supuse que iba a dar un discurso, pero se limitó a pedirnos que cogiéramos la copa y cambiáramos de sitio para el postre y el café. Doug se desplazó, y Kay hizo lo mismo, y al cabo de unos segundos se acercó mi madre y tomó el asiento de Kay. Mientras se la presentaba a todo el mundo, me di cuenta de que, igual que yo, había bebido más de la cuenta.
—Bueno, ¿qué tal van los preparativos para la boda? —le preguntó James con cortesía.
—Bieeeen —respondió ella con una sonrisa—. Mandaremos las invitaciones la semana que viene. Uf, será un trabajazo, porque tenemos una pista de invitados enoooorme.
—Supongo que se refiere a… una lista de invitados —apuntó Vida.
Mi madre parecía confundida.
—¿Y no he dicho eso?
—¿Habrá algún toque italiano? —le preguntó Vida.
—Sí. La soprano cantará algo de Rossini y se me ha ocurrido soltar un par de palomas en la puerta de la iglesia, para añadir un poco de drama, ¿qué os parece?
—Bueno, no es que a las bodas les pegue demasiado el drama, ¿no? —apuntó Kay, que seguía la conversación.
Mi madre suspiró, algo achispada.
—Es verdad. Qué pena que no seamos católicos, como Nate, porque entonces Chloë y él podrían tener una misa nupcial, son muy bonitas; pero lo que sí tendremos serán esas bolsitas de peladillas, y quiero que Chloë y Nate rompan una copa.
Di otro sorbo de vino.
—¿Y eso qué simboliza?
—En el banquete, los novios rompen una copa —dijo Vida—. El número de fragmentos significa el número de años que vivirán felizmente casados; como en las bodas judías.
—Exacto —dijo mi madre. En ese momento se nos unió Chloë—. Hola, cariño. —Chloë se sentó a su lado—. Hablábamos de la boda y justo les estaba diciendo que quiero que Nate y tú rompáis una copa. También le estoy dando vueltas a lo de los confesi.
—¿«Confesi»? —Chloë sonrió—. ¿Quieres confesarnos algo, mamá? Vamos, suéltalo.
—Confeti —se corrigió mi madre con una carcajada—. Estoy entre los pétalos de rosa y los de hortensia. La decisión no es fácil.
Vida, claramente aburrida con los pormenores de los preparativos nupciales, empezó a contar recuerdos de infancia de Nate.
—Tenía un perro, Chopsy —le contó a James—. Era un chucho muy feote, pero Nate lo adoraba.
—No era feo —protesté—. Era muy simpático. Y no era un chucho: era un border terrier de pedigrí.
—¿De verdad? —preguntó Vida—. Ahora que lo pienso… Tienes razón. Se me había olvidado por completo. —Se rio con verdadero asombro—. Pero ¿cómo puedes saber cómo era el perro de Nate?
Se me paró el corazón. No podía admitir que había husmeado en el dormitorio de Nate.
—Nate me lo describió —respondí sin faltar a la verdad—. Tengo una imagen muy vívida de él.
Vida asintió con la cabeza.
—Ah.
Cuando nos sirvieron el café, Nate se sentó en la silla que había junto a Vida. No me atrevía a mirarlo, por si la cara me traicionaba y desvelaba mis emociones. Apreté las rodillas con fuerza contra la parte inferior de la mesa para que dejaran de temblar. Pensé que era rarísimo que en el estudio pudiera mirarlo fijamente sin cohibirme (con osadía, incluso) pero aquí apenas me atreviera a mirarlo de reojo.
Vida apoyó la mano en el brazo de Nate. Envidiaba esa confianza despreocupada con la que era capaz de hacer un gesto así.
—Les estaba hablando de Chopsy —le dijo.
Nate sonrió de oreja a oreja.
—Qué cariñoso era…
—¿Por qué lo llamasteis Chopsy? —le preguntó Chloë—. ¿Le gustaba el chóped?
—No, era un diminutivo de Chopin —aclaré—. El padre de Nate lo cogió de un centro de acogida de animales. Cuando llegó a su casa, estaba medio muerto de hambre, tenía quemaduras de cigarrillo en las patas, me refiero a Chopsy, no al padre de Nate. Vivió hasta los catorce años, aunque tal vez tuviera dieciséis, porque no estaban seguros de qué edad tenía cuando lo adoptaron.
—Vaya —dijo Chloë—. No lo sabía.
De repente me percaté de la mirada de Vida, despierta y sagaz. Se había dado cuenta.
—Bueno… —Me levanté—. Será mejor que me marche. —Eché un beso al aire mirando a mi madre y después me volví hacia Nate—. Gracias, Nate —dije cortésmente—. Ha estado genial.
Él apartó la silla, como si se dispusiera a acompañarme a la puerta, pero Chloë ya se había puesto de pie.
—Te acompaño, Ella.
—Vale… —Me despedí del resto con la mano—. Nos vemos en la boda.
Mi madre sonrió.
—No falta tanto.
Subí la escalera detrás de Chloë.
—Me ha encantado la fiesta —dije mientras llegábamos a la entrada—. Me he divertido muchísimo —mentí.
Me acercó el abrigo. Me lo puse y después recogí el bolso.
—¿Ella…?
En cuanto vi la expresión torturada de Chloë, me dio un vuelco el corazón. Lo sabía. ¿Cómo podía no saberlo cuando yo me había dedicado a hablar sobre Nate y su padre de semejante manera? Menos mal que quería ocultar mis sentimientos… Había bebido tanto que había terminado exponiéndolos a la vista de todos.
—¿Ella…? —volvió a preguntar Chloë.
—¿Sí?
—Me siento un poco… angustiada; mejor dicho, triste.
—¿Por qué?
—Creo… que sabes por qué…
—¿Qué tengo que saber? —pregunté haciéndome la inocente. «¿Que me he enamorado de tu prometido? Sí. Me he enamorado. Yo no quería. Lo siento». Me preparé para la censura de Chloë.
—Bueno… —Frunció los labios—. Es que… casarse da… miedo.
—Ah. —Me sentí aliviada—. Es eso… Me refiero, claro, a que debe de dar miedo, pero… —Luché para aplacar mis emociones—. Por lo menos has elegido bien. Nate… es un… encanto.
Chloë cerró los ojos y los abrió de nuevo.
—Cuánto me alegro de que digas eso. Sí, es un encanto. Y es decente y muy trabajador. Es inteligente y cariñoso. Y me da estabilidad —dijo muy seria—. Eso es importante, ¿verdad? También es muy generoso y fiel. Y es atractivo, ¿o ya lo había dicho? —Negué con la cabeza—. Bueno, pues es muy atractivo, y sé que tengo mucha… suerte. —Le temblaron los labios y una lágrima le salpicó la mejilla—. Lo siento, Ella… Me siento un poco… sobrepasada.
Rebusqué en el bolsillo hasta encontrar los pañuelos de papel.
—Es más que comprensible… —Saqué unos cuantos y Chloë se los llevó a los ojos—. Es la emoción de todo esto.
Asintió con la cabeza y luego recuperó la compostura.
—Bueno… —Me miró con los ojos enrojecidos—. ¿Cómo vas a volver a casa? ¿Quieres que llame a un taxi? Puedo esperar contigo hasta que llegue —añadió, de repente muy contenta—. Podríamos sentarnos aquí y charlar mientras tanto.
—No pasa nada, Chloë. Volveré caminando… Me irá bien tomar el aire. Y tú deberías volver con tus invitados.
—Tienes razón. —Suspiró—. Bueno… —Me dedicó una fugaz sonrisa resignada—. Nos vemos pronto, Ella.
—Sí, y… No te preocupes, bonita.
Le di un beso en la mejilla.
Mientras bajaba las escaleras de la entrada, las palabras de Chloë resonaban en mis oídos. Mi hermana quería tanto a Nate que solo de pensarlo le entraban ganas de llorar. Dentro de poco se casaría con él y yo tendría que alegrarme por ella e intentar verlo con otro prisma.
Cuando llegué a casa, subí al estudio. Saqué el lienzo de Nate, lo puse en el caballete, cogí la paleta de colores y empecé a pintar. Mientras lo hacía, intenté comprender por qué me atraía con intensidad. ¿Era porque al principio lo había odiado tanto que darme cuenta de que ahora me gustaba me provocaba una sensación de júbilo? ¿Intentaba competir con Chloë? Nunca hasta ahora había competido con ella; lo único que había sentido hacia ella era el deseo de protección. Al fin y al cabo, yo tenía seis años más que mi hermana. Tampoco había sentido el menor interés por ninguno de sus novios anteriores. Me atraía Nate, reconocí, por la sencilla razón de que me resultaba atractivo y decente y muy fácil de tratar. Nuestra comunicación no requería ningún esfuerzo.
Trabajé en el retrato durante casi dos horas. Después, satisfecha con lo que había hecho, limpié los pinceles y encendí el ordenador para mirar el correo antes de irme a la cama.
Tenía una consulta de los señores Berger, que me preguntaban si podría pintarlos para conmemorar sus bodas de plata. Qué buena noticia. También tenía un mensaje de Sophia, en el que me decía que su madre se había curado del resfriado y me pedía que apalabrásemos la siguiente sesión. Me alegré. Me iría bien volver a ver a Iris. Tecleé la respuesta y, mientras pulsaba «Enviar», llegó otro mensaje. Era de mi padre.
Querida Ella:
Sigo sin haber recibido respuesta por tu parte, pero mantengo la esperanza de que en el fondo de tu corazón encuentres el ánimo de verme, aunque sea solo unos minutos. Por eso, te escribo para decirte dónde voy a alojarme: en el hotel Kensington Close, en Wright’s Lane. Volveré a ponerme en contacto contigo cuando falte menos para el viaje, pero de momento te mando mis más sinceros deseos y todo mi cariño.
Tu padre,
JOHN
Me quedé mirando el mensaje. «Esperanza…, corazón…, cariño». Ya era demasiado tarde para que empleara esas palabras.
Bajé por el menú de «Opciones». «¿Borrar mensaje?». Señalé «Sí».
Luego, sin saber por qué, cambié de opinión y pulsé «No».