El sábado por la mañana decidí hacer una limpieza rápida del estudio antes de que llegara Nate. A las nueve y media sonó el teléfono. De inmediato supe que tenía que ser él, que llamaba para cancelar la sesión.
Descolgué el auricular.
—¿Sí?
—¿Ella?
—Ah, hola, Pol. Me alegro de que seas tú.
Sujeté el teléfono con el hombro y empecé a limpiar la mesa con mucho ímpetu.
—Parece que te hayas quedado sin aliento. ¿Qué haces?
—Me preparo para el segundo ataque de Nate.
—¿El segundo qué?
—La segunda sesión, quiero decir. Nate va a venir para la segunda sesión así que estoy… recogiendo un poco.
—Ya… ¿Y qué aperitivo has decidido comprar al final: biscotes o galletas florentinas?
—Pues, mira, Hobnobs. —Sacudí los cojines del sofá para quitarles el polvo—. ¿Crees que le gustarán?
—Ella, es de Estados Unidos… Lo más probable es que ni siquiera sepa qué es un Hobnob.
—Tienes razón. —Volví a colocar el libro John Singer Sargent: The Later Portraits en la estantería—. Entonces será mejor que compre algún pastelillo de chocolate, o galletas Penguin. O a lo mejor podría hacer unas magdalenas. —Miré el reloj—. Sí, me daría tiempo…, aunque voy un poco justa.
Se hizo un silencio extraño.
—¿Ella? —preguntó Polly.
Lancé un tubo de pintura vacío al cubo de la basura.
—¿Qué?
—Eh… ¿no será…?
—¿Qué? —repetí.
—Nada. —Oí que Polly suspiraba—. No pasa nada.
—Bueno, pues en ese caso, te dejo… Estoy muy liada, Pol.
—¡Espera! Te he llamado por algo. ¿Te acuerdas de Ginny Parks, de primaria?
—Sí. —Empecé a ordenar la mesa de trabajo, metí los pinceles en los botes—. El caso es que el otro día pensé en ella. Era bastante feílla, con el pelo castaño y corto, gafas rosas.
—Bueno, pues el caso es que ahora es muy atractiva, y tiene el pelo rubio, largo, y lleva lentillas.
—¿Y?… ¿Para eso me llamas? ¿Para decirme que el aspecto de Ginny Parks ha mejorado mucho desde que teníamos seis años?
—No. Te llamo porque ayer me agregó a su grupo de amigos en Facebook y acabo de leer su perfil: dice que es abogada…
—Fantástico…
De pronto me di cuenta de que las ventanas estaban sucias. Humedecí una esponja en el lavabo.
—… trabaja para un bufete de abogados de la City.
—Maravilloso…
—Especializado en litigios comerciales…
—¡Genial!
Empecé a limpiar los cristales.
—Y que mantiene «una relación» con Hamish Watt.
Mi mano se detuvo en pleno movimiento.
—¿El capullo que me entrevistó?
—Ese mismo.
—De modo que así se enteró de lo que sabía. —Por la ventana vi un avión que cruzaba la bóveda azul y dejaba una estela brillante y algodonosa—. Ginny siempre me preguntaba por mi padre. Me sacaba de quicio. Y ahora… Qué curioso, Polly, pero acabo de darme cuenta de que, de una forma un poco rocambolesca…, me ha «reunido» con él.
Noté cómo se me erizaba la piel de los brazos.
—¿Que te ha «reunido»? —repitió Polly—. ¿Significa eso que has decidido…?
—No, no significa nada. —Oí un suspiro frustrado—. Lo siento, Polly, pero ¿podemos zanjar la cuestión, por favor? No hay nada más que decir. Mi padre, después de tres décadas de abandono, ha decidido ponerse en contacto. Pues he decidido no responder. Fin.
El silencio se prolongó unos segundos.
—Perdona, Ella… No quería ser entrometida.
—No pasa nada, Pol. Sé que lo haces con buena intención, pero ahora voy a pasar página. De todas formas, gracias por contarme lo de Ginny. —Volví a mirar el reloj—. Solo me queda una hora para que llegue Nate, así que ciao.
—¿Ciao? —oí que repetía Polly mientras yo colgaba.
Acabé de recoger, preparé las cosas para el café, después me duché y me vestí, me arreglé el pelo, me maquillé un poco y, como me quedaban unos minutos, entré en internet para leer las noticias. Entonces, solo por curiosidad, puse en Google «John Sharp, arquitecto, Australia Occidental». No salió nada, salvo un enlace a la Asociación Australiana de Arquitectos, en el que cliqué, pero no encontré su nombre. Luego, en una revista electrónica de arquitectura, encontré una referencia a un tal John Sharp que, en 1986, había diseñado una escuela primaria en Busselton. Supuse que sería él, pero como no encontré ninguna otra referencia a más edificios que hubiera construido, supuse que hacía mucho tiempo que no ejercía en Australia. Y estaba a punto de seguir investigando para ver a qué se había dedicado mi padre cuando recordé que no me interesaba el tema y lo dejé.
En lugar de eso entré en mi página de Facebook. Durante la última semana había adquirido dos fans más: uno de ellos, un chico al que le había dado clase en la Escuela de Bellas Artes Heatherly. Me había dejado un mensaje muy simpático en el muro, así que le contesté para agradecérselo y eso me llevó a pensar en Heatherly, de ahí pasé a Guy Lennox, quien también había estudiado allí, hacía casi un siglo; pensé en que Lennox se había enamorado de alguien a quien había pintado. Me lo imaginé de pie junio al caballete, mirando a Edith, prendándose de ella por momentos, irremediablemente, con cada pincelada.
Riiiiing.
Me sobresaltó el sonido del timbre, y comprobé a toda prisa qué aspecto tenía en el espejo de la pared antes de correr escaleras abajo.
Abrí la puerta y ahí tenía a Nate, sonriéndome con timidez, como si todavía le divirtiera la idea de que hubiéramos firmado una tregua.
—Hola, Ella.
—Hola —dije muy contenta.
Al entrar, Nate me dio un beso en la mejilla; un gesto de paz, supuse. Percibí su delicioso olor a vetiver y lima.
—Esto… ¿y cómo has venido?
—Caminando, son solo diez minutos. Somos casi vecinos —añadió mientras se quitaba la cazadora.
—Dámela, te la guardo. Ah, qué bien, te has acordado de ponerte el jersey verde.
—¿Con eso gano un punto positivo?
—Por supuesto. Es un rollo cuando los modelos se olvidan de ponerse la ropa con la que los estaba pintando.
Nate me siguió a la planta superior.
—Bueno… ¿Qué tal te ha ido la semana?
—Eh…, no ha estado mal. —Cerré la puerta del dormitorio—. Aunque, no sé por qué, se me ha hecho un poco larga. Bueno, es igual… —Entramos en la estancia luminosa del estudio—. Ya estamos aquí otra vez. —Me até el delantal y luego señalé la silla con la cabeza—. ¡A posar!
Nate se rio mientras se sentaba.
—A ver qué tal lo hago.
Me recogí el pelo con una diadema amarilla y cogí la paleta. Cuando Nate levantó la cabeza y me miró, sentí una repentina sacudida eléctrica de alto voltaje; me dije que era únicamente la emoción artística, porque me sentía eufórica por el retrato.
Me coloqué detrás del caballete.
—Empiezo a mirarte, ¿eh?
Comencé con el boceto de la cara de Nate, cuyo paisaje me resultaba ya tan familiar que podría haberlo pintado de memoria. Miré su nariz, después sus ojos; tenía las pestañas muy oscuras y el párpado derecho ligeramente más ancho que el izquierdo; observé su frente y me pregunté cómo se habría hecho esa pequeña cicatriz redonda. Llevaba el pelo corto y unas patillas que descendían por delante de sus orejas con una forma terminada en punta, como la silueta de la India.
Nate sonreía.
—Creo que nadie me ha mirado nunca con tanta atención… Ni siquiera mi madre.
Levanté el carboncillo y lo observé con los ojos entrecerrados para medir la distancia entre el labio inferior y la barbilla.
—Bueno…, es mi trabajo. En pocas palabras, me gano la vida mirando a la gente.
—Debe de ser un poco raro.
—Sí, sí.
Dejé el carboncillo y cogí un pincel.
—A veces hace que me sienta como un ave rapaz, casi al acecho, sobre todo cuando los modelos me dicen que los he «capturado» en el cuadro.
Empecé a mezclar el disolvente.
—Bueno… Confío en que a mí me captures.
Nate lo había dicho con naturalidad, pero noté cómo se me enrojecían las mejillas.
—Lo intentaré —dije con timidez—. Me refiero a…, bueno, mi intención es que los modelos queden satisfechos.
—¿Lo están?
—Normalmente sí. Y si no les gusta, son muy educados y no me lo dicen.
—¿Mantienes el contacto con ellos después?
—Sí… Algunos se han convertido en amigos míos.
—Así que los has metido en tu vida a través de los pinceles.
Sonreí ante la idea, y entonces caí en la cuenta de que Nate ya formaba parte de mi vida. Va a ser mi cuñado, me repetí. Va a casarse con Chloë. Mi hermana será su esposa.
—¿Y… qué tal los preparativos de la boda? —pregunté de forma desenfadada.
—Bueno… La respuesta es rápidos. —Nate soltó el aire entre los dientes—. La eficacia de tu madre es asombrosa, por no decir… directamente aterradora.
Mojé el pincel en el aguarrás, consciente de que lo que había dicho no era un cumplido hacia mi madre ni mucho menos.
—No sé, para ser justos con ella, hay que reconocer que tres meses y medio no es mucho tiempo.
Nate parpadeó.
—No, no es mucho.
—Pero bueno, un compromiso rápido es muy romántico —señalé—. Y es bonito que os caséis el día del cumpleaños de Chloë.
—Eso también fue idea de tu madre.
—¿En serio?
Sonreí para mis adentros al reconocer su capacidad de manipulación.
Nate asintió.
—Chloë y yo apenas llevábamos unas horas comprometidos. Mencionamos de pasada el mes de octubre, pero entonces tu madre propuso que nos casáramos el día del cumpleaños de Chloë, que caía en sábado; Chloë parecía tan emocionada que no supe cómo decir que no. Bueno, no es que quisiera decir que no… —añadió a toda prisa—. Solo estaba… abrumado.
—Así será más fácil recordar el día del aniversario de bodas.
—Es cierto. Y, como señaló tu madre, es el fin de semana del Cuatro de Julio. De ese modo habrá menos problemas para que las personas de Estados Unidos puedan venir, porque el lunes es festivo, así que… —Extendió las manos en un gesto de rendición—. El tres de julio es… fantástico.
—¿Y estarán tus hermanas?
Me las imaginé, formando piña, en la puerta de la iglesia, con puñados de arroz.
Nate asintió con la cabeza.
—No se lo perderían por nada del mundo; estarán todas en primera fila, diciéndome qué tengo que hacer.
—Entonces será una boda por todo lo alto.
—Eso parece. La lista de invitados es… enorme, pero… —Negó con la cabeza.
—Pero ¿qué?
—Lo de hacer una promesa tan personal delante de tanta gente…
—Oh… Todo saldrá bien: lo único que tienes que hacer es ponerte de pie y decir: «Sí, quiero».
Entonces se me quitaron las ganas de seguir hablando de la boda, así que desvié la conversación hacia Florencia y Nueva York. Hablamos de la Gallería degli Uffizi y la Frick Collection. Le pregunté a Nate por su infancia y me contó algunas cosas más sobre sus primeros años en Brooklyn con sus hermanas, y cómo se había hecho la cicatriz de la frente; también me habló del perro que tenía cuando era pequeño. Luego charlamos de películas y obras de teatro que los dos habíamos visto, de libros que habíamos leído y, de pronto, Nate se puso de pie.
—¿Quieres estirar las piernas? —le pregunté.
—No…
—Es igual. Vamos a hacer un descanso. —Dejé el pincel en el frasco—. Debe de haber pasado por lo menos una hora desde que hemos empezado.
La frente de Nate mostró su perplejidad. Luego señaló con la cabeza el reloj de la pared que había a mi espalda.
—Ella, han pasado dos horas y media.
—No puede ser. —Miré el reloj. Era verdad—. No tenía ni idea…
—Bueno, como hemos hablado tanto…, igual que la última vez.
—Aun así… —Me volví hacia él—. ¿Cómo puede ser la una menos cinco?
Nate sonrió.
—A lo mejor hemos entrado en un túnel del tiempo, o hemos caído en una madriguera.
—Es la única explicación posible. —Apoyé la paleta en la mesa. Me dolía la mano de sujetarla durante tanto tiempo seguido—. ¿Por qué no me has dicho nada? Seguro que tenías ganas de hacer una pausa.
—No. Estaba… tan contento.
—Pero ni siquiera has tomado un café, por no hablar de los Hobnobs.
—¿Los qué?
—Son galletas de cereales. ¿Te apetece una?
Nate negó con la cabeza.
—Gracias, pero he quedado con Chloë para comer.
Sentí una punzada, como si alguien me hubiera clavado un puñal en el pecho. Sonreí.
—Dale un abrazo fuerte de mi parte, por favor. Dile que la llamaré en cuanto tenga un momento. Bueno… —Me quité el delantal y lo colgué—: ¿A la misma hora el sábado que viene?
—Me parece bien.
Nate se acercó para mirar el lienzo. Se colocó tan pegado a mí que casi notaba el calor de su cuerpo.
—Todavía está en una de las primeras fases —dije mientras mirábamos los trazos gruesos y las manchas extensas de color plano—. He perfilado la estructura básica de la cara y a partir de la semana que viene empezarás a ver cómo…
—¿Emerjo?
—Sí. Cada día reconocerás un poco más de ti mismo en el cuadro hasta que tengamos, bueno…, la imagen completa de ti. O de cómo te veo.
—Me pregunto qué sacarás de mí.
Me encogí de hombros.
—No lo sé… Todavía estoy analizándote. Pero eres un buen modelo.
—Es porque me divierto.
Lo miré a la cara.
—Vaya, es… fantástico.
Cambió el peso de pierna y después dirigió la mirada de nuevo hacia el cuadro inacabado.
—Me hace gracia pensar en cuánto temía estas sesiones. Y ahora… las espero con mucha ilusión —comentó.
Sentí un desconcertante arrebato de euforia.
—Yo también.
Bajamos al recibidor, descolgué la cazadora de Nate y abrí la puerta. Me volví hacia él.
—Bueno, pues nos vemos la semana que viene. ¿A las diez y media igual que hoy?
Asintió con la cabeza.
—Aquí estaré.
Esperé a que se marchase, pero por algún motivo se quedó allí plantado, mirándome con atención. Mi corazón hizo el salto del ángel.
—¿Ella? —murmuró Nate al cabo de unos segundos.
—¿Ajá?
De repente sus ojos no parecían tan verdes como antes. Parecían muy oscuros.
—¿Ella? —repitió en voz baja.
—¿Sí?
—¿Podrías pasarme la cazadora?
—Ah. —Todavía la tenía en las manos, casi abrazada, a decir verdad—. Perdón… —Me eché a reír—. Toma.
Nate se puso la cazadora y después se inclinó hacia delante para darme un beso en la mejilla.
—Ciao, Ella. —Salió de casa, se dio la vuelta y sonrió—. Nos vemos.
—Nos vemos —repetí.
Cerré la puerta y me apoyé contra ella mientras escuchaba sus pasos, cada vez más lejanos.
«Te gusta alguien…».
—Sí —murmuré.
«Hay alguien que te atrae muchísimo».
—Sí.
«Lo veo en tu cara».
—Pero es el prometido de mi hermana.
Mi euforia dio paso a la desilusión.
No estaba enamorándome de Nate, me repetí, todavía tumbada en la cama, a la mañana siguiente. No era más que una bobada, un capricho tonto, bueno, no, dadas las circunstancias, «enfermizo». Si no le hacía caso, no tardaría en desaparecer. Una de tantas veces en las que mi madre sermoneaba a Chloë para que dejara a Max, le dijo que no «debería» haberse enamorado de él. Chloë había replicado que no había elegido enamorarse de él. «¡Pues podrías haber elegido no enamorarte!», había contraatacado mi madre.
Llegué a la conclusión de que mi madre tenía razón. Decidiría de manera deliberada y racional que no iba a enamorarme del futuro marido de mi hermana. Durante las sesiones siguientes, Nate y yo mantendríamos una relación cordial pero meramente profesional, después de la cual pasaríamos a la comunicación amistosa que se esperaba entre cuñados.
—Bien. —Me di impulso y saqué las piernas de la cama—. Me alegro de haberlo solucionado.
Me duché y me vestí enseguida. Cuando miré el móvil, vi que por la noche me había llegado otro mensaje de mi padre. Con el corazón en un puño, lo abrí.
«Querida Ella: Confío en que recibieras el mensaje que te mandé hace dos semanas».
—Sí.
«Supongo que tal vez no quieres contestarme».
—No.
«Pero te escribo de nuevo para decirte las fechas que pasaré en Londres, por si decides que nos veamos. Estaré allí cuatro días, del 23 de mayo en adelante».
Noté cómo se me aceleraba el pulso.
«Poder verte significaría mucho para mí».
Me recorrió una oleada de rabia.
—¡Habría significado mucho para mí si hubiera podido verte en algún momento a lo largo de los últimos treinta años!
«Por si acaso, aquí tienes mi número de teléfono móvil… y una foto».
«Con cariño»,
«Tu padre».
—Mi ex padre —murmuré. Por lo menos no había firmado como «papá» o «papi».
Leí el mensaje unas seis o siete veces. Luego, con mano temblorosa, abrí el archivo adjunto.
Sentí un repentino golpe sordo en la caja torácica al verme, con unos cuatro años, en una playa, de la mano de alguien a quien de inmediato reconocí como mi padre. Yo llevaba un vestido de rayas azules y blancas y tenía los ojos entrecerrados para protegerme del sol de atardecer, con el pelo castaño oscuro corto mecido por la brisa. Mi padre, descalzo, con pantalones hasta la rodilla y una camisa informal, tenía el pelo moreno y una constitución corpulenta de hombros anchos: un hombretón apuesto. En la otra mano él llevaba una pala roja y, detrás de nosotros, se apreciaba una toalla amarilla en la que había una cesta de picnic y un sombrero veraniego de color blanco. No me sonaba dónde podíamos estar, pero sabía que la fotógrafa había sido mi madre, porque en el primer plano se veía su sombra, que se alargaba hacia nosotros a través de la arena pálida.
Con aprensión, caí en la cuenta de que esa era la única foto de mi padre que había visto jamás. Me consolé con el pensamiento de que me había querido lo bastante para conservarla; pero mandármela ahora no era más que un acto de manipulación. Fui pasando por las distintas «opciones». «¿Borrar mensaje?».
Dudé; entonces, en la mano izquierda de mi padre vislumbré el anillo de bodas que resplandecía al sol. Suspiré, cerré los ojos y pulsé «Sí»…
Pensaba que así me sentiría aliviada; en lugar de eso, me sentí triste, tanto que luego intenté recuperar la fotografía, pero fue imposible. Con una creciente sensación de pánico, corrí al estudio y abrí de un tirón el cajón inferior del escritorio. Del fondo saqué un sobre blanco de tamaño grande, cuyos bordes empezaban a amarillear, ajados por el tiempo. Levanté la solapa y saqué el dibujo de mi padre: el único que no había sido capaz de tirar. Se parecía mucho a él, ahora me daba cuenta. Supongo que en su momento quedé satisfecha con el resultado, porque lo había firmado. Y mientras intentaba calcular cuántos años debía de tener cuando hice el boceto (nueve o diez), oí que se acercaba un coche. Me asomé por la ventana y vi a Mike aparcando el BMW. Me apresuré a meter de nuevo el dibujo en el sobre, lo guardé otra vez en el escritorio y corrí escaleras abajo para abrir la puerta.
—Hola, Mike. —Me alegraba de tener la distracción de la sesión para el retrato.
—Buenos días, Ella.
Cerró con llave el coche y luego entró.
—¿Le apetece un café?
—No, gracias. Estoy bien.
Cuando se quitó la chaqueta, hice una mueca.
—Se ha olvidado de ponerse el jersey azul.
Gruñó.
—Lo siento. Tengo tantas cosas en la cabeza…
—No lo dudo, pero la siguiente sesión será la última, así que le mandaré un mensaje el día anterior para recordárselo, ¿de acuerdo?
—Claro…
Subimos al estudio y saqué el lienzo de Mike de la estantería para colocarlo en el caballete. Mientras mezclaba los colores, charlamos un poco sobre las elecciones, cuya fecha habían anunciado por fin.
—Debe de ser un alivio.
—Sí, sí —respondió con desgana. Se sentó en la silla—. Pero será duro.
Apreté el tubo de azul Prusia para poner un poco en la paleta.
—Pero tiene una mayoría holgada, ¿verdad?
—Sí, pero no se puede dar nada por sentado.
Mike empezó a hablar de las encuestas de intención de voto y de lo difícil que le resultaba la campaña puerta a puerta, lo de tener que persuadir y camelarse a los votantes.
—Me siento como un testigo de Jehová —dijo a regañadientes—. Aunque me reciben con peor cara.
—No sé qué decir. —Pensé en Celine—. A algunas personas les encanta que los testigos de Jehová llamen a su puerta.
—Tal vez… ¿Y a quién más estás pintando estos días?
—A una mujer francesa muy guapa… Aunque hemos tenido algunos tira y afloja, porque no quiere que la pinte.
Me imaginé a Celine y me puse en posición de combate, como si fuera a pelearme con el lienzo.
Mike se quedó perplejo.
—¿Por qué no quiere?
—Dice que las sesiones le resultan frustrantes, cosa que, en cierto modo, es comprensible, pero… —Me encogí de hombros, porque no quería añadir que creía que había algún otro motivo—. También estoy pintando a una señora inglesa muy elegante que pasa de los ochenta. —Pensé en cuántas ganas tenía de volver a ver a Iris, aunque faltaba por lo menos una semana más, porque Sophia me había llamado para decirme que su madre había pillado una buena gripe—. Ah, y también estoy haciendo el retrato del prometido de mi hermana. —Noté cómo me sonrojaba—. Y aún tengo que terminar el retrato de mi madre. —Señalé su lienzo con la cabeza. Estaba apoyado contra la pared—. Ya me queda poco.
Mike volvió la mirada hacia el cuadro.
—Es hermosa. —Inclinó la cabeza hacia un lado—. Tiene una expresión interesante.
—¿Qué ve en ella? —le pregunté por curiosidad.
—Parece… cautelosa.
—Es cierto, transmite cierta cautela. —Mojé el pincel en el disolvente.
—Bueno, me refiero a que parece hermética —murmuró—. Como si ocultara algo.
—Ah… —Volví a mirar el cuadro—. No sé… Yo no lo veo así. —Me arrepentí de haberle pedido su opinión a Mike. ¿Qué podía saber?—. Con ella no hago sesiones pautadas —le dije—. Suele pasar por aquí cuando tiene tiempo y se queda media hora después de dar clases en la escuela del Ballet Nacional. Mañana tiene que ir, así que avanzaremos un poco con el cuadro.
—Veo que estás ocupada —comentó Mike.
—Sí, pero me encanta. —Estudié la punta de la nariz y después añadí unos toques de luz en su equivalente pintado—. Y acaban de encargarme un retrato póstumo.
—¿En serio? Debe de ser… extraño.
Busqué un pincel más fino.
—No tardaré en averiguarlo. Es el primero que hago; siempre los había evitado porque creo que son tristes y supongo que resultan complicados técnicamente. De hecho, al principio, cuando me lo propusieron, dije que no.
—¿Y qué te hizo cambiar de opinión?
—Pues leí un homenaje a la persona que había muerto… Cada uno de sus amigos había escrito una o dos palabras que, en su opinión, definían a la chica. Me… llegó al corazón y por algún motivo soy incapaz de dejar de pensar en ella.
Noté la tensión que se acumulaba en la habitación.
—¿Y quién… era?
Cuando se lo conté, Mike cerró los ojos un momento, como si acabara de darle una pésima noticia.
—Han hablado bastante del accidente en la prensa —le dije—. Seguro que ha visto la noticia.
La silla crujió cuando Mike se dio la vuelta.
—Sí…
—Ha sido un golpe durísimo para su familia, en parte porque siguen sin saber cómo ocurrió; o por qué iba en bicicleta por Fulham Broadway a esa hora de la mañana, teniendo en cuenta que no vivía ni trabajaba cerca de allí.
Entonces me acordé de mi reunión con el tío de Grace. Un hombre reservado de cincuenta y muchos que había ido a verme al estudio el día anterior y había pasado un par de horas hablándome de Grace. Me dijo que la joven vivía en Chiswick y daba clases en una escuela de primaria en Bedford Park. Me trajo cuatro álbumes de fotos: dos eran de ella y otros dos pertenecían a sus padres.
Había visto fotografías de Grace en los columpios a los tres años, sonriendo de oreja a oreja a los cinco, montada en su bicicleta nueva a los seis, en un poni marrón a los ocho, el primer día de secundaria a los once, en la cima del monte Snowdon a los catorce, cogida del brazo de sus amigas con ropa elegante para la graduación, en un soleado día del septiembre pasado en las escaleras de la escuela donde trabajaba, rodeada de los niños a los que daba clase.
—Quien la atropelló se dio a la fuga —le dije a Mike.
Apretó las comisuras de la boca.
—No lo saben. A lo mejor el conductor no sabía lo que había pasado.
—Es imposible que el hombre no se diera cuenta de lo que había hecho.
—¿Por qué dices «el hombre»?
—Bueno… —El tono cortante de Mike me había pillado por sorpresa.
—¿Cómo sabes que era un «hombre»? —exigió saber.
—Eh…, no lo sé —reconocí.
El corazón me latía desbocado.
—Quien fuera que fuese… —el repentino enfado de Mike se había disipado y ahora parecía simplemente abatido—… a lo mejor ni siquiera se enteró. —Parpadeaba muy rápido, como si intentara inventar algún argumento—. Sobre todo teniendo en cuenta que ocurrió antes del amanecer.
Suspiré.
—Es cierto. A lo mejor la golpeó con el espejo retrovisor y la tiró al suelo; y los cascos no siempre protegen del todo cuando hay una mala caída. —Mike asintió, compungido—. Pero están intentando analizar lo que grabó el circuito de video vigilancia. Al parecer, las imágenes estaban muy granuladas y no tienen el número de matrícula, pero se pueden hacer algunas cosas… para…, bueno, es igual. —Mojé el pincel en el color blanco—. Ese es mi último encargo: Grace.
Una mirada afligida inundó los ojos de Mike. Se hizo un silencio.
Yo no sabía qué hacer ante la aflicción de Mike. Era evidente que estaba a punto de desmoronarse, pero parecía… a la defensiva.
Mientras continuaba pintándolo, me recorrió un escalofrío. A lo mejor él sí sabía lo que le había ocurrido a Grace. Al fin y al cabo, solía pasar por Fulham Broadway, y tenía un BMW negro. Le di vueltas al tema y luego descarté la idea diciéndome que era pura coincidencia; aunque quizá hubiera sido su coche el que la había atropellado sin enterarse, y no se había dado cuenta hasta más adelante, al oír la noticia en los medios…
Eso explicaría lo afectado que estaba. Se sentía horrorizado por lo que había hecho y temía lo que pudiera revelar la cinta del circuito de video vigilancia. También sentiría pánico al pensar en los titulares de la prensa, dado que era miembro del Parlamento y trabajaba para el departamento de transporte, un protector de los ciclistas. Lo acribillarían por no haberse parado. Tal vez tuviera que enfrentarse a cargos penales. Eso destruiría su carrera, cuando no su vida…
Mientras mi mente se deslizaba a toda prisa por ese cúmulo de suposiciones, recordé que Mike había cancelado de forma abrupta las sesiones de finales de enero, un par de días después de que muriera Grace. El correo electrónico que me había mandado para decir que «le había surgido mucho trabajo» era tan incoherente que, al leerlo, había pensado que lo había escrito borracho. Ahora era una sombra del hombre corpulento, alegre y seguro de sí mismo a quien había empezado a pintar hacía menos de cuatro meses. Y había llorado al escuchar una canción triste en la radio. Era evidente que se enfrentaba a una gran tensión emocional. A lo mejor por eso había visto esa actitud recelosa en el rostro de mi madre: porque él mismo intentaba ocultar algo a toda costa.
Respiró con dificultad.
—Bueno…, ¿has empezado ya el cuadro?
—Eh, no, aún no.
De pronto me sentía incómoda al hablar de ese encargo con Mike, pero parecía que quisiera saber más sobre él.
—Primero tengo que formarme una opinión sobre quién era Grace. Tengo fotos de ella. —Mike se estremeció—. Pero quiero que el retrato sea algo más que una semblanza: quiero que capture el espíritu de Grace. Pero como no la conocía, no será fácil.
—No —coincidió Mike en voz baja—. Te costará mucho.
—Solo puedo quedarme media hora —comentó mi madre en cuanto llegó a casa por la tarde—. Tengo mil cosas que hacer. Es interminable —añadió con una curiosa mezcla de satisfacción e irritación. Se quitó el abrigo y me lo tendió—. Ya he mandado imprimir las invitaciones —dijo mientras yo lo colgaba—. He decidido incluir una nota para decir que se ruega confirmación. La gente a veces es muy impresentable, aunque se trate de una boda. ¿Me ayudarás a redactarla? —añadió a la vez que subía la escalera.
—Claro. Iré a tu casa armada con la pluma de hacer caligrafía. —Abrí la puerta del estudio—. Entonces, ¿a cuántas personas vais a invitar?
—A doscientas diez.
—¡Por el amor de Dios!
—Bueno, hay algunas personas que nos han invitado a las bodas de sus hijos; y por supuesto, Nate tiene una familia numerosa. —Me imaginé a sus hermanas, alineadas como muñecas rusas—. Chloë tiene muchos amigos —continuó mi madre—, y además, quiere invitar a algunos de sus compañeros de trabajo. No cuesta nada llegar a esa cantidad. —Se acercó al espejo de pared y comprobó su aspecto—. Por suerte, el jardín es tan grande que podemos acomodar a todo el mundo. —Abrió el bolso y sacó el estuche de maquillaje dorado—. Pero está bien controlar las cosas en la medida de lo posible.
—¿Ah, sí? —pregunté mientras se retocaba el color de los labios.
—Sí. —Cerró de golpe el estuche—. Sin duda. —Volvió a guardarlo en el bolso y echó un vistazo al estudio—. Esto tiene muy buena pinta, Ella… Ya no hay tanto desorden.
—He recogido un poco. —Descolgué el delantal y me lo puse—. Ah, qué bien —añadí cuando mi madre se quitó el jersey—. Te has acordado de ponerte la camisa de seda.
—Hasta a mí me sorprende que me haya acordado, con tantas cosas en las que pensar…
Sacudió la cabeza, como si quisiera detener el remolino que tenía dentro; luego se sentó, levantó la barbilla y colocó la mano izquierda en el pecho.
Mi madre seguía siendo una prima ballerina de la cabeza a los pies. No se limitaba a «sentarse» en la silla: se plegaba en ella, asegurándose de que su cuerpo formase una «línea» graciosa, de que sus extremidades tuvieran una postura armoniosa y de que la cabeza se inclinara formando un ángulo elegante con el cuello.
—Estoy disgustadísima con el organista —me confesó.
Ajusté la persiana.
—¿Y eso por qué?
—Intenta convencerme de que toquemos la «Trumpet Tune» de Purcell, pero la he oído en muchas bodas.
Me volví hacia el caballete.
—Pero es alegre.
Mi madre inclinó la cabeza.
—Sí, es cierto. Y la boda de Chloë será muy, pero que muy alegre.
Noté otra vez el puñal hundido en el pecho.
—Sí.
Para todos salvo para mí, pensé, y de inmediato me arrepentí de haberlo pensado.
—Pero patalearé si hace falta para conseguir que toque la «Toccata» de Widor.
Cogí la paleta.
—Mamá, esa sí que está requeteoída. ¿Puedes mirar hacia aquí?
Mi madre posó su mirada azul pálida sobre mí.
—Pero he encontrado una soprano magnífica. Está en el coro de Covent Garden y tiene una voz… —Mi madre cerró los ojos en actitud estática; luego los abrió lentamente—. Lloraremos a mares. Es más, a lo mejor meto un pañuelo de papel en cada librito con el programa.
—Buena idea. Seguro que yo necesito uno —añadí con tristeza. Mojé el pincel en el tono piel claro que había preparado—. Entonces, ¿qué va a cantar esa diva?
—«Ave María» después de la primera lectura, la de Bach-Gounod, no la de Schubert, y después «Panis Angelicus» mientras firman el libro del registro. Adoro esas dos canciones.
—¿Y Chloë?
Mamá se encogió de hombros.
—Parece encantada con todas mis ideas. La veo sorprendentemente despreocupada con todo.
—Menuda suerte.
—Pues sí… En especial teniendo en cuenta las pocas semanas que me quedan; no hay tiempo para poner pegas, y ya sabes lo testaruda que puede ser tu hermana. —Mi madre se pasó un mechón de pelo perdido detrás de la oreja—. Pero aún no ha elegido el vestido. Creía que la ibas a ayudar con eso, cariño.
—Sí, sí —dije, intentando pasar por alto su reproche de que me estaba durmiendo en los laureles—. La semana que viene iremos juntas a una tienda de vestidos de novia vintage. Va a probarse unos cuantos que hemos visto en la página web.
Mi madre iba haciendo ruiditos con la lengua.
—Ay, ojalá se pusiera algo más moderno… De verdad, no quiero verla vestida de encaje amarillento.
—No la verás así, mamá. —Empecé a pintar la mano izquierda—. Esos vestidos están retocados y cuidados con mimo… Y son caros: será mejor que adviertas a Roy de que el vestido que más le gusta de momento cuesta dos mil libras.
A mi madre casi se le salen los ojos de las órbitas.
—Por ese precio podría comprar uno de Amanda Wakeley.
—Algo antiguo, eso es lo que quiere.
—Bueno, pues yo me pondría algo nuevo.
Entonces mi madre me habló del vestido que había encargado en la tienda de Carolina Charles, del «fascinante» estilista Philip Treacy que iba a hacerle el tocado para el pelo, de los menús que más le atraían, pero que tenía que confirmar aún con Chloë y Nate, y de la escultura de hielo que estaba planteándose poner: ¿qué me parecía mejor, un pavo real o un cisne? Me contó cómo era el suelo de madera que había encargado para la carpa de la boda e insistió en cuánto estaba arreglando Roy el jardín para dejarlo «de punta en blanco». Luego pasó a hablarme de las flores.
—En la iglesia ya estarán las flores de la ceremonia que celebran a las once —me dijo mientras yo pintaba unas luces en color crema en la alianza de oro.
Al hacerlo, me pregunté qué habría hecho mi madre con el primer anillo de bodas. A lo mejor lo había tirado por el retrete o lo había arrojado al mar. Lo más probable era que lo hubiese metido en una cajita dentro de otra cajita dentro de una bolsa escondida en el fondo del cajón.
—Estupendo —comenté—. Así no tendrás que comprar.
—No, no es estupendo —protestó mamá—. A lo mejor son horribles, no quiero ni imaginarme que llegamos a la iglesia y está llena de claveles y crisantemos. Ni hablar. Por eso, le he pedido a la florista que las tire todas y nos ponga nardos, peonías rosadas y sauquillos frescos para los adornos más grandes, con ramilletes de guisantes de olor en los extremos de los bancos. Me encantan los guisantes de olor…
Mi madre se estremeció de felicidad, como una niña que piensa en la Navidad.
Su nerviosismo me pareció conmovedor. Era como si fuese ella quien…
Impregné el pincel de amarillo zinc.
—¿Puedo preguntarte una cosa, mamá?
—Sí.
—Nunca te lo he preguntado; al menos, no desde que era muy pequeña, pero… ahora que Chloë va a casarse, me preguntaba…
—¿Qué te preguntabas? —repitió mi madre con voz serena.
—¿Hicisteis una boda por todo lo alto? Me refiero a la primera vez.
De repente, me imaginé a mi madre de pie junto al altar, con el corps de ballet al completo abierto en abanico detrás de ella.
—No —me dijo—. En absoluto.
—Entonces… fue… una boda modesta, ¿no? Pero en la iglesia, supongo.
Mamá parpadeó.
—No.
—¿No querías casarte por la iglesia?
—Yo sí —respondió—. Pero, en fin… Tu padre no era creyente. De todas formas, hace siglos de eso, y en realidad no tengo ganas de…
Levanté las manos en señal de rendición.
—Vale.
Así pues, mi madre se había casado por el juzgado las dos veces. Eso explicaba por qué se había empeñado en que la boda de Chloë fuera «sonada»: pretendía convertirla en el glamuroso número con tarta de merengue y marquesina decorada que ella no había tenido.
Metí el pincel en el frasco de disolvente.
—Hay otra cosa que me gustaría preguntarte.
Mi madre contuvo otro suspiro.
—¿El qué?
—¿Fuimos a algún sitio de playa… cuando yo tenía unos cuatro años?
Inclinó la cabeza, como un pájaro que acaba de percatarse de la presencia de un depredador.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Porque… hace poco me vino un recuerdo de estar en una playa, no sé. Con un vestido de rayas azul y blanco.
Contuve la respiración mientras mi madre daba vueltas a la pregunta. Por un momento pensé que no iba a contestarme.
—Fuimos de vacaciones a Gales —respondió despacio—. El verano antes de que cumplieras cinco años. Pasamos tres días en Anglesey. Sí que tenías un vestido de rayas azul y blanco. Me sorprende que te acuerdes.
—Entonces… debimos de pasar esas vacaciones con mi padre, ¿verdad? —añadí.
—Sí —respondió a regañadientes—. Bueno, ¿podríamos…?
—Tres días para unas vacaciones no es mucho —la interrumpí antes de que pudiera cambiar de tema.
—Bueno… —oí que mi madre tragaba saliva—. Nunca hacíamos vacaciones largas.
—Ah, ¿por qué no?
—Porqueeee… no podíamos. —Se quitó una pelusa de la falda—. La compañía de ballet me daba los papeles principales, así que tomarnos quince días, o incluso una semana seguida de vacaciones, era sencillamente imposible.
—Ya…
—De modo que solíamos hacer escapadas cortas… donde podíamos.
Asentí, con la mente perdida.
—¿Estás bien, Ella? Pareces… absorta.
La miré a los ojos.
«Mi padre me ha mandado dos correos electrónicos y una foto. Vendrá a Londres dentro de unas semanas. Quiere que nos veamos, pero sé que eso sería duro de aceptar para ti, así que he pasado de él, pero me siento confusa y desdichada. Además, me he encaprichado de Nate, algo que también hace que me sienta confusa y desdichada. De modo que, en resumidas cuentas, sí, todo es tan intenso que me tiene absorta».
—Estoy bien —contesté.
Mi madre sonrió.
—Bueno. Ahora tengo que buscar una banda de jazz, hay una que toca en la ribera del río los martes por la noche, así que Roy y yo iremos a escucharlos esta semana. También me he planteado contratar a un cómico, o un caricaturista, podría ser divertido. ¿Qué opinas, cariño?
—Sería divertido.
—Ojalá encontraras a alguien.
—No conozco a ningún caricaturista.
—Me refiero a un hombre. —Mi madre suspiró con mucho teatro—. Siempre he pensado que fue una lástima que no sentaras la cabeza con David.
Cogí el tubo de verde cadmio.
—No quise.
Desenrosqué la tapa.
—¿Por qué no?
Apreté para colocar un chorrito de pintura en la paleta.
—Porque era muy simpático pero a la vez terriblemente… cómodo. Me veía demasiado joven para entrar en la fase cómoda para el resto de mi vida.
Mi madre cambió de postura.
—La fase cómoda es preferible a muchas otras, Ella, que pueden ser más imprevisibles. Confío en que no acabes arrepintiéndote de tu decisión.
—Sé que no me pasará, porque hace unas semanas me topé con David en el Chelsea Arts Club; estaba con otra chica y no me importó. Pero cuando amas de verdad a alguien, debe de ser durísimo verlo con otra persona.
—Durísimo… —corroboró mi madre en voz baja.
Sabía que tenía que estar pensando en mi padre, porque ella lo había visto con otra persona: la mujer por la que al final la abandonó. Una vez me contó que se había «topado con ellos», lo que implicaba que el encuentro había sido en el exterior. ¿Por casualidad iría conmigo?, me pregunté. De pronto me convencí de que sí, porque me vino una imagen del rostro perplejo de mi padre, y vi esa falda blanca con las vistosas flores rojas…
—¿No hay ningún hombre interesante que te guste? —me preguntó mi madre.
—Eh…, no. No hay nadie…
Mi madre se tocó la mejilla antes de volver a colocar la mano en el pecho.
—¿Y qué me dices de Nate?
Fue como si me hubiera caído por el agujero de una alcantarilla.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a cómo va el retrato de Nate. Perdona, cariño, he cambiado de tema… Tengo la cabeza de lo más dispersa; pero ¿qué?, ¿cómo va el retrato? Dímelo.
Suspiré aliviada, como si hubiera cometido un crimen y me hubiese librado de milagro de que me pillaran.
—Va… bien. —Mi ritmo cardíaco disminuyó—. Hemos hecho dos sesiones. —Así que solo quedaban otras cuatro, pensé con una punzada. Qué curioso que al principio confiase en poder reducirlas al mínimo; ahora me arrepentía de que no quedaran decenas de sesiones por delante.
—Entonces, ¿cuándo estará listo?
—Mi intención es terminarlo a mediados de junio, para que le dé tiempo a secarse. Luego Chloë irá a buscarlo la víspera de la boda. Espero que le guste.
—Seguro que le encanta. Sé que sabrás plasmar la inteligencia y el encanto de Nate… y su amabilidad. Es un hombre muy comprensivo. —Mi madre negó con la cabeza, incrédula—. Sigo sin entender cómo podía caerte mal, Ella.
Esa conversación me estaba poniendo tan tensa que sin querer emborroné el perfil de la mano de mi madre.
—Pues no sé…
—Pero ¿ahora te cae simpático?
«Sé que te encantará».
—Sí, sí.
Al final, Chloë tenía razón.
—Y vas a ir a la fiesta de compromiso, ¿verdad? Es el sábado que viene.
Empecé a rectificar el error.
—Chloë me habló de la fiesta, pero no estoy segura…
—Bueno, tendrás que confirmárselo, porque han preparado una cena solo para los amigos más cercanos y la familia. No van a dar una gran fiesta porque falta muy poco para la boda; Nate ha ofrecido su casa para la fiesta.
—Ya… —Ojalá no tuviera que ir. Me dolería mucho verlo con Chloë. Me preguntaba cómo podría escurrir el bulto…
Mi madre levantó la barbilla.
—Por cierto, supongo que charlas con Nate durante las sesiones.
—Eh, síii.
—Pues por favor, que no se te escape, si sale el tema, que el anterior novio de Chloë estaba casado, ¿eh?
—No se me ocurriría contárselo ni en sueños. Con Nate no hablamos de Chloë.
—Bien. Porque le he dicho a tu hermana que será mejor que no lo sepa.
—¿Por qué? —La miré a los ojos—. No tiene nada que ver con él.
—Sí, pero los hombres son un poco… raros a veces. No se gana nada contándoselo todo. —Me pregunté qué tipo de cosas habría dejado de contarle mi madre a Roy—. Al fin y al cabo, no hace tanto que se conocen —continuó—. Así que le he recomendado que no le cuente nada hasta que lleven por lo menos un año casados… O mejor aún, que no se lo cuente jamás.
Quité un pelo del pincel que había pegado en el lienzo.
—¿Sabes qué, mamá? Creo que Chloë debería decidir por sí misma qué le cuenta y qué no le cuenta a su prometido.
—No me parece que su relación con Max sea algo digno de proclamarlo a los cuatro vientos.
Me encogí de hombros.
—Nate tendría que ser un capullo para molestarse por algo así, y no creo que lo sea.
—Es igual. Así opino yo, y Chloë está de acuerdo. —La silla crujió cuando mi madre cambió de postura—. Pero gracias a Dios que conoció a Nate. Aún me duele pensar lo infeliz que era antes, por culpa de lo mal que la trató Max.
Añadí un poco de amarillo Nápoles a la paleta.
—Max no la trató mal, mamá. Ella decía que la trataba bien. Solo se sentía desdichada porque no podía estar más con él.
Mi madre se echó a reír.
—Claro que no podía… ¡El hombre estaba casado! —De qué manera tan vehemente censuraba siempre mi madre el adulterio, reflexioné. Pero claro, sabía de primera mano el daño que ocasiona—. En cualquier caso, no la trató bien: siguió con su esposa.
—Ah…
Iba a rebatir el análisis en cierto modo partidista de la situación, pero vi que tenía prisa por marcharse.
—¿Por qué se quedó con ella? No lo sé, la verdad. No es que tuvieran hijos, así que supongo que fue porque ella ganaba mucho con esos libros suyos.
—No tengo ni idea. A lo mejor la amaba… A lo mejor las amaba a las dos. A lo mejor estaba… confundido, nada más.
—¿Confundido? —Mi madre me penetró con una mirada glacial—. Permitir que los hombres estén «confundidos» les da la excusa perfecta para… engañar a otras mujeres, sin ofrecerles nada.
—Entonces esas «otras mujeres» deberían mantenerse al margen. —A mi madre se le torció un músculo en la comisura de los labios: siempre había aborrecido la idea de que su hija hubiese sido «la otra mujer». Limpié el pincel con un retal de tela—. Pero Chloë estaba colada por Max.
Mi madre hizo un gesto de desdén.
—¡A saber por qué! No es atractivo… Y tampoco gana mucho trabajando para una ONG.
—No es que trabaje para una ONG, mamá: es el gerente de Well-Spring, una organización internacional que realiza campañas de limpieza de las aguas por todo el mundo; y no digas que no es atractivo… Simplemente va desaliñado.
—De acuerdo. Lo que hace es muy loable —reconoció mi madre—. Pero eso no quita que se equivocara al meterse en la vida de Chloë.
—Bueno, fue ella la que se metió en su vida… Me quedé de piedra cuando me contó que se había liado con él. Pero Chloë le creyó cuando él le dijo que su matrimonio iba mal.
Mi madre sonrió con empalago.
—Ya, iba tan mal que ahora lo vemos muy orgulloso posando junto a su mujer para Hello!
En eso tenía razón.
—¿También lo has visto?
—Sí… Y se me revolvió el estómago. Pero asimismo sirvió para que me diera cuenta de que hice bien en darle a Chloë el consejo que le di. —Los labios de mi madre eran ahora una línea fina—. Porque en cuanto empezó a hablar de tener un hijo con él, supe que las cosas no podían seguir así. ¿Te acuerdas, Ella?
—Sí. —Volví a coger el trapo con el que limpiaba los pinceles—. No fue una idea muy buena.
—Por eso, decidí que ya era hora de que la esposa de Max supiera lo que se cocía. Me refiero a que se dedicaba a escribir novelas de detectives, ¡y luego ni siquiera se daba cuenta de que su marido tenía una aventura desde hacía un año!
Miré a mi madre sin dar crédito a mis oídos.
—No se te pasaría por la cabeza contárselo a la mujer de Max…, ¿verdad?
—Sí se me pasó… —Respiró por la nariz—. Pero Roy me convenció de que no lo hiciera.
Bajé la paleta.
—¡Gracias a Dios! Chloë es una mujer adulta, mamá. Deberías dejar que cometiera sus propios errores. Contárselo a Sylvia habría sido una barbaridad.
—Ya lo sé —contestó mi madre, irritada—. Pero me sentí tentada porque veía que Chloë estaba a punto de tirar por la borda su vida. Le dije que el tiempo iba pasando y estaba bastante claro que Max no dejaría jamás a Sylvia. Chloë se había convencido de que, si se quedaba embarazada, la dejaría. Así que me tocó a mí abrirle los ojos y decirle que no pasaría eso, tener un hijo sería…
—¿Un error? —insinué.
Los orificios nasales de mamá se abrieron con rabia.
—Un riesgo muy grande. Lo único que quería era protegerla —añadió más tranquila—. Igual que te habría protegido a ti; aunque tú no habrías sido tan tonta de enamorarte de un hombre que no estaba a tu alcance.
—Eh…
—Así que le recordé a Chloë por enésima vez cuál era la realidad de la vida para una amante.
La voz de mi madre, que normalmente era baja y serena, empezó a elevarse.
—Le dije que se pasaría el día esperando a que la llamara, y que no podría hacer nada con él de manera abierta y sincera. Y le dije que su relación con Max era pobre. Insistió en que estaban enamorados. Entonces le dije que, si era así, Max debía demostrar que la quería… comprometiéndose con ella, algo que no hizo. Al final, Chloë reconoció la cruda realidad y lo dejó.
Mi madre volvió a inspirar por la nariz, como si recuperara la calma después de un trauma.
—Mamá —le dije con cariño—. ¿Por qué le das tantas vueltas? Ahora es agua pasada.
Parpadeó varias veces, como si se despertara de una pesadilla.
—Sí —murmuró—. Es verdad. —Soltó una risita—. No sé ni por qué hablo del tema. Chloë no está con Max, está con Nate; van a casarse y todos estamos de lo más emocionados. —Se estremeció de felicidad—. ¿A que sí, Ella?
—Sí, sí. Claro que sí…