Capítulo 4

El Viernes Santo por la mañana, me preparé para mi primera sesión con Nate. Saqué el lienzo, al que había aplicado una base de emulsión en crema unos días antes para preparar la tela. Limpié los pinceles y los ordené encima de la mesa de trabajo. Coloqué en su sitio la silla de roble y, detrás de ella, el biombo que a veces utilizo de fondo. Mezclé un poco de color siena quemado con aguarrás para conseguir la pintura aguada con la que suelo marcar el dibujo. Después, como todavía faltaba media hora para que llegara Nate, saqué el retrato de mi madre: únicamente quería mirarlo mientras pensaba en el correo electrónico que había leído ya tantas veces que se me había quedado grabado:

«Querida Ella: Me llamo John Sharp y soy tu padre».

Negué con la cabeza.

—Ya tengo padre, gracias.

«Espero que me perdones por ponerme en contacto contigo…».

—¿No debería ser por «no» ponerme en contacto contigo? —pregunté irritada.

«Debe de ser duro de encajar…».

—¡Ya lo creo que sí!

«… pero leí por casualidad una entrevista que te hicieron para la edición digital de The Times».

Solté el aliento de golpe.

—Justo lo que temía.

Maldije en silencio al periodista, Hamish Watt.

«Había un link a la noticia en la página del Western Australian y, cuando vi tu cara, supe de inmediato quién eras».

—No —murmuré—. No tienes ni idea de quién soy.

«Reconocí en tus facciones marcadas y oscuras las mías, y tu historia encajaba con la que compartimos hace tantos y tantos años».

—Hace tantos años —me hice eco con amargura.

«Y aunque no tengo derecho a decir que me siento orgulloso de ti, es cierto…».

—Bueno, no puedo decir que el sentimiento sea mutuo…

«Ella, estaré en Londres la última semana de mayo».

La adrenalina se extendió como la pólvora por mis venas. Me acerqué al escritorio, cogí el teléfono y abrí el mensaje.

«Me encantaría que nos viéramos…».

—Dios mío…

«Siempre he querido intentar explicarte…».

—¿Explicarme qué? —exigí saber—. ¿Que abandonaste a tu mujer y a tu hija? No necesito que me lo expliques… Me acuerdo perfectamente.

Entonces miré el retrato de mi madre y la vi sentada a la mesa de la cocina de nuestro antiguo piso, sollozando en voz baja, mientras yo me colocaba a su lado, impotente por la ansiedad y el miedo. Recuerdo haber dibujado a mi padre para alegrarla. Y recuerdo que pensaba que si lo dibujaba muy bien, tanto que quedará idéntico a él, entonces a lo mejor, por arte de magia, acabaría volviendo con nosotras.

«Ella, siempre me he sentido muy culpable por lo que pasó».

—Querrás decir por lo que hiciste, ¿no?

«Me gustaría que intentásemos hacer las paces…».

Fui a «Opciones» y entré en «¿Borrar mensaje?».

«… si no es demasiado tarde».

Dudé unos segundos y luego pulsé: «Sí». Las palabras de mi padre se desvanecieron.

Con mano temblorosa aparté el móvil.

Riiiiiiiing.

Nate había llegado… a la hora exacta. Respiré profundamente para calmar los nervios, bajé despacio al recibidor y abrí la puerta.

A su lado estaba Chloë.

—Ya sé que dije que no vendría… Pero he quedado con mamá en el centro comercial Peter Jones; vamos a elegir las invitaciones de boda, así que se me ocurrió que, de camino, podía pasar a saludarte. —Entró y me miró con atención—. ¿Estás bien, Ella? Pareces un poco… tensa.

—Qué va —dije, hirviendo por dentro—. Estoy bien.

Chloë se volvió hacia Nate.

—¡Entra, cariño!

Con evidente reticencia, lo hizo. Llevaba unos vaqueros, un jersey de cachemir verde de cuello alto y unos zapatos bajos de cuero marrón oscuro. Cuando lo miré, una corriente de antagonismo se propagó entre nosotros.

Forcé mis facciones para crear una expresión apacible.

—Hola, Nate.

Me dedicó una sonrisa desganada.

—Hola.

—El estudio está en la planta de arriba —le dijo Chloë mientras subía la escalera—. Ella vive debajo, como si fuera la trastienda, ¿verdad, Ella?

—Así es —contesté mientras Nate seguía a mi hermana.

Pasamos por delante del cuarto de baño, de la habitación de invitados y de mi dormitorio, por cuya puerta abierta se veía el cabecero de hierro forjado; me apresuré a cerrar la puerta. Por fin llegamos al último tramo de escaleras y entramos en el estudio.

Nate miró con sorpresa a su alrededor.

—¿A que no parecía que pudiera haber tanto espacio aquí arriba? —le preguntó Chloë.

—No —respondió él.

—Me refiero a que la casa no parece gran cosa desde fuera… Disculpa, Ella.

Chloë me sonrió avergonzada.

Me encogí de hombros.

—Es verdad, pero la aguda inclinación del tejado hace que la buhardilla sea amplísima y muy alta.

Entonces Chloë se dirigió a la silla, apoyó la mano en el respaldo y sonrió a Nate.

—Lo único que tienes que hacer es sentarte aquí y poner cara de guapo… En tu caso, no te costará mucho —añadió entre risas.

Nate puso los ojos en blanco.

—¿Cuánto rato?

Descolgué el delantal.

—Dos horas.

Hizo una mueca.

Pasará volando —le aseguró Chloë—. Podéis charlar.

—O no —dije a la vez que me ponía el delantal—. Como prefieras. Puedes quedarte en silencio, si te apetece… O puedo poner la radio; si quieres traerte un iPod, también es posible. —Esa era la opción que yo habría preferido, pensé. Así no tendría que hablar con él.

—Deberíais hablar —insistió Chloë. Paseó la mirada entre Nate y yo—. Lo digo porque apenas os conocéis… Solo os habéis visto, ¿cuántas veces?, ¿tres?

—Dos veces —dijimos al unísono Nate y yo.

Nos miramos con incomodidad y después desviamos la vista.

Chloë cruzó la estancia y cogió mi carpeta de muestras. Se acercó de nuevo a nosotros cargando con ella.

—Echa un vistazo a los retratos de Ella, cariño.

La dejó caer encima de la mesa como un peso muerto y Nate se sentó en el sofá y empezó a pasar las fotografías mientras Chloë se sentaba a su lado y le aclaraba de vez en cuando quiénes eran los modelos.

—Este es Simón Rattle, esta es P. D. James, este es Roy, claro… —Nate llegó a la última página—. ¡Y esta soy yo!

—Ya lo sé. —Nate sonrió con indulgencia—. He visto el original bastantes veces. —Aparté de mi mente la inoportuna imagen de Nate en el dormitorio de Chloë—. Aun con todo, sigo sin entender por qué quisiste que te pintara en ese estado, la verdad.

Chloë se encogió de hombros.

—Fue cuando estaba superando el problema del novio del que te hablé… Ahora es agua pasada —añadió para quitarle importancia. De repente, me pregunté hasta qué punto le había hablado de Max a Nate—. Pero como Ella ya había empezado el cuadro, pensamos que podíamos… terminarlo. ¿A que sí, Ella?

La miré.

—Eh…, sí.

Era imposible que Chloë le contara la verdad a Nate: que el retrato era un recuerdo voluntario de lo intenso que había sido el vínculo de mi hermana con el predecesor de Nate.

—En fin… —Lo rodeó con los brazos—. ¡Menos mal que te conocí a ti!

Cuando Chloë le plantó un beso en la mejilla, vi que Nate dirigía la mirada al retrato de mi madre. Lo había apoyado contra la pared.

—Es muy bueno —dijo en voz baja.

Chloë se volvió para mirarlo.

—Sí… Ya está muy adelantado. Ahora se ve la fortaleza interior de mamá, Ella, y su autodisciplina y su… ¿Qué palabra estoy buscando?

Dolor, pensé. La herida que mi madre había albergado durante tanto tiempo era visible en sus ojos y en la expresión ligeramente tensa de la boca… Era visible incluso en su postura. En apariencia, era la postura de una bailarina que esperaba entrar en el escenario, con la mano izquierda extendida con elegancia sobre el pecho. Pero al mismo tiempo era un gesto defensivo: se protegía el corazón.

Entonces supe que había hecho bien en no contarle lo del correo electrónico de mi padre. Habría sido cruel por mi parte hacer aflorar esas emociones tan dolorosas, además de algo innecesario, teniendo en cuenta que no pensaba quedar con él.

—Decidida —apostilló Chloë. Señaló el póster de Giselle—. Mamá también es decidida. Eso fue dos años antes de que yo naciera —le explicó a Nate—, pero ella sí que la vio, ¿verdad?

—Sí.

Recordaba estar sentada en la primera fila, maravillada ante los arabescos de mi madre y sus graciosos jetes; era tan ligera que en ocasiones parecía detenerse en el aire, sus esbeltas articulaciones se extendían hacia el infinito. De repente me acordé de que mi padre estaba sentado a mi lado, mirándola, con el perfil bañado por la luz del escenario; y cuando mi madre agarró la espada de Albrecht y cayó muerta al suelo, me dio la mano y me susurró que estaba «fingiendo». Al entrar en bambalinas después de la función, mi madre todavía llevaba el tutu largo y el velo; extendió los brazos alrededor del cuello de mi padre y se elevó de puntillas con las punteras de ballet y lo besó, y los dos se echaron a reír; yo también me reí porque mis padres eran felices y se amaban. Pero al cabo de unas semanas, mi padre se había marchado…

—Ojalá hubiera visto bailar a mamá —oí que decía Chloë—. Pero su carrera terminó antes de que yo naciera.

Nate la miró.

—Dijiste que se había lesionado.

Chloë asintió.

—Tuvo una mala caída y se rompió el tobillo… No estoy segura de dónde ocurrió. ¿Tú lo sabes, Ella?

—No… Una vez se lo pregunté, pero no quiso hablar del tema.

Solo sabía que había ocurrido más o menos cuando mi padre se había marchado. Así pues, en un lapso corto, tanto su matrimonio como su carrera terminaron de repente, y de forma muy dolorosa.

—Y así fue como mamá conoció a mi padre —le contó Chloë a Nate—. Él fue el cirujano que la operó la segunda vez, unos meses después del accidente. Consiguió que quedara mucho mejor de lo que estaba, pero tuvo que decirle que la lesión supondría el final de su carrera de bailarina.

—Debió de ser un mazazo para ella —dijo Nate, sin despegar los ojos del retrato.

—Sí, lo fue —corroboró Chloë—. Aunque por lo menos, gracias a eso conoció a mi padre. Estaba locamente enamorado de ella, ¿a que sí, Ella? —Asentí—. Mamá suele decir que fue su flotador.

Pensé en la deserción de mi padre.

—Fue más que eso, fue su salvavidas —dije con aprecio.

Chloë sonrió.

—Ay… —Miró el reloj—. Será mejor que me vaya; es una obsesa de la puntualidad. —Sopló un beso dirigido a Nate—. Nos vemos luego, cariño.

Él le contestó con una sonrisa nerviosa.

Ciao.

—Chloë —dije cuando se disponía a marcharse—, ¿querrás ver el retrato durante el proceso?

Dio varios chasquidos con la lengua mientras barajaba las respuestas.

—No —contestó—. Creo que prefiero verlo cuando esté terminado, para tener esa magnífica sensación de… revelación.

Se despidió sacudiendo la mano con alegría y se fue.

Oímos sus pasos ligeros descendiendo la escalera y después el sonido de la puerta al abrirse y cerrarse con un portazo. El silencio inundó la casa…

Volví a colocar el retrato de mi madre en la estantería y entonces levanté el lienzo en blanco de Nate, ya preparado, para encajarlo en el caballete.

—Bueno… —Se me aceleró el pulso—. Pues empecemos…

Señalé la silla con la cabeza y Nate fue a sentarse, con cautela, como si temiera que escondiera una bomba lapa. Cruzó las piernas y luego cruzó también los brazos.

—Eh… ¿Podrías sentarte un poco más relajado, Nate?

—Oh. —Descruzó las piernas—. ¿Así?

—Sí… ¿Y si apoyas las manos en las rodillas, por ejemplo? —Me fijé en que las tenía grandes y nervudas, con dedos largos y rectos—. Ahora levanta la cabeza… y mira hacia aquí… —Oí que exhalaba el aire como si ya estuviera irritado—. Fantástico… En realidad… —Sentí un escalofrío repentino mientras decidía la composición del cuadro—. Voy a pintarte con la mirada directa sobre el espectador, como si saliera del cuadro. No es algo que haga muy a menudo, pero tus rasgos son lo bastante marcados, y creo que así le dará más fuerza al retrato. —Nate asintió con inseguridad—. Para eso tendrás que clavar los ojos en mí. —Cuando la mirada de Nate recayó sobre mí noté un escalofrío de incomodidad; pero no tardó en desvanecerse ante la emoción creciente de las posibilidades que ofrecía el retrato. De acuerdo, el hombre no era simpático, pero por lo menos tenía una cara fabulosa—. Muy bien, así… —murmuré—. Ahora voy a mirarte fijamente, espero que no te moleste…

Nate asintió con aprensión, pero decidí pasar por alto su turbación y me limité a concentrarme en la tarea que tenía entre manos. Es decir, aprecié la forma de su cara, el cuadrado de luz que caía sobre su frente y el brillo casi azulado del pelo; me fijé en los planos de las mejillas y en las diferentes texturas y sombras de su piel. Tenía dos arrugas cortas encima de la nariz, como si dibujaran el número once, y una cicatriz pequeña y redonda, como una marca de agua, en el lateral derecho de la frente. Me percaté de que el color de sus ojos no era verde musgo, sino salvia oscuro, con toques dorados. Luego lo observé desde ambos lados, para examinar el ángulo de la mandíbula, el volumen de la boca y el triángulo largo y delgado de la nariz.

A continuación volví a concentrarme en el lienzo, mojé el pincel en el ocre diluido y, sin dejar de mirarlo, dibujé el primer trazo.

Trabajaba en silencio y únicamente percibía las formas que fluían de la punta del pincel y el sonido de la respiración suave y rítmica de Nate. Miré la parte inferior de su rostro. La hendidura entre el labio y la nariz estaba muy pronunciada. Me embargó una asombrosa urgencia por colocar la yema del dedo sobre ella.

Mientras volvía a mojar el pincel con pintura aguada, oí un profundo suspiro.

Miré a Nate.

—¿Estás cómodo?

Se removió en la silla.

—Bueno…

—¿Quieres un cojín?

—No. Estoy… bien.

Miré de nuevo el lienzo y continué pintando un minuto o dos, pero entonces la silla volvió a crujir y suspiró fatigado.

—¿Seguro que no puedes hacerlo a partir de una fotografía?

—Podría… Pero no saldría un buen retrato.

—¿Por qué no?

Pasé por alto el tono irritado de su voz.

—Porque una foto no es más que una instantánea de un momento concreto. Pero un retrato representa una acumulación de momentos: todos los momentos de la vida del modelo. Por tanto, aunque se pareciera a ti, no mostraría quién eres en realidad, que es lo que voy a intentar hacer al pintarte.

—Ya entiendo —dijo con tristeza.

Trabajé cuatro o cinco minutos más; entonces oí otro suspiro compungido y la silla volvió a crujir.

Bajé el pincel.

—Pareces un poco… incómodo, Nate.

—Eh…, lo estoy.

—Pues déjame que te ponga un cojín.

—No, gracias. La incomodidad no es física.

El sentido implícito de sus palabras flotó entre nosotros como una granada en el aire.

—Posar para un retrato nunca es fácil —dije, nerviosa—. Es una situación… rara. Suele haber… tensión.

—Ya lo creo —coincidió Nate—. Sobre todo cuando el modelo nota que no le cae bien al artista.

El pincel se detuvo en mitad de una pincelada.

—No sé a qué te refieres.

—Me parece que sí —me desafió—. Porque podríamos decir que has sido bastante… seca. —Se encogió de hombros—. A lo mejor crees que no soy lo bastante bueno para tu hermana.

—No, no es eso… —titubeé—. Esto… Es evidente que Chloë está feliz contigo, y eso es lo que importa.

Me temblaba la mano y me costaba sujetar el pincel con firmeza.

—De hecho, te has mostrado bastante hostil conmigo desde el principio.

Sequé una salpicadura de azul de una esquina del lienzo.

—¿Sabes una cosa, Nate? No creo que esta conversación nos lleve a ninguna parte… Sobre todo teniendo en cuenta que vamos a pasar otras once horas y media juntos, queramos o no.

—Precisamente porque tendremos que pasar otras once horas y media juntos creo que es importante que lo hablemos… —contraatacó Nate—. Porque, según dices, vas a plasmar cómo soy de verdad en este retrato.

—Sí —contesté con timidez.

—Bueno, pues no me gusta nada… dada tu evidente negatividad hacia mí. Veo el retrato como un ataque en potencia.

Maldije en silencio a Chloë por emplumarme un encargo que no solo era extraño; al paso que iba, terminaría siendo directamente bochornoso.

Nate volvió a cambiar de postura.

—Es evidente que tienes algún problema conmigo. No sé por qué…

Lo miré a la cara.

—¿Ah, no?

—No. No lo sé.

—¿De verdad?

Me desafió con la mirada.

—Vale, entonces es cierto que tienes un problema conmigo. ¿Le importaría decirme qué es?

Volví a mojar el pincel de pintura y me dispuse a continuar pintando.

—Si vas a pintarme, necesito saberlo —me dijo—. Y si no me lo dices, me marcharé y le daré a Chloë el dinero para cancelar el encargo.

Oí el tictac del reloj.

—Muy bien —dije sin levantar la voz—. Te lo diré, porque me has obligado a hacerlo. —Una parte de mí estaba contenta de poder quitarse ese peso de encima. Le conté lo que había pasado la noche de la fiesta—. No me viste, porque estaba al otro lado de la valla de la casa de Chloë, poniéndole el candado a la bici. Pero te oí hablar sobre Chloë con alguien, otra mujer. Y no me gustó lo que oí, y sí, ha influido en mi actitud hacia ti. Ya está —concluí—. Ahora ya lo sabes.

Nate me miraba fijamente.

—¿Escuchaste una conversación privada?

—No… Porque no era privada, ya que la mantuviste por teléfono en medio de la calle. No pude evitar oírla; ojalá no lo hubiera hecho, porque fue más que decepcionante.

La frente de Nate se arrugó por el desconcierto.

—Entonces…, ¿qué es lo que oíste?

Solté un suspiro.

—Dijiste que no querías ir a la fiesta de Chloë, pero que de todos modos tenías la impresión de que no podías escaquearte porque ella te había insistido mil veces, como si te hubiera estado machacando.

—Bueno… —Nate abrió las palmas—. Es que lo hizo. Me llamaba unas diez veces al día para hablarme de la fiesta. Al final acabó con mi paciencia.

Pasé por alto su comentario.

—Luego oí cómo quedabas para más tarde con esa mujer, a quien no parabas de llamar «vida» y «vida mía». Eso tampoco sirvió para que te mirara con buenos ojos, precisamente.

—Ah… —Inclinó la cabeza hacia un lado.

—Pero lo que de verdad me sacó de quicio fue que le hablaras de Chloë a esa otra mujer, ¡y en términos tan despectivos! —De pronto, mi rostro se encendió por la indignación sentida en retrospectiva—. Le aseguraste que Chloë no era «nada especial».

Nate asintió poco a poco.

—Ahora me acuerdo de esa conversación… Y sí, dije eso, sí.

¡Qué tío tan descarado!

—Pues yo lo oí —dije—, y luego, mira por dónde, unos minutos después te veo saludando a Chloë con mucho cariño y diciéndole cuántas ganas tenías de ir a su fiesta. Y en ese momento me convencí de que eras un cínico, ingrato, hipócrita y falso, un imbécil que engañaba a mi hermana y un…

—¿Capullo? —propuso Nate, muy oportuno.

—Sí. Y para ser sincera, confiaba en que Chloë no estuviera contigo mucho tiempo, pero ahora resulta que va a casarse contigo y ha pagado un pastón para que te pinte, algo que, por consideración hacia ella, es lo que tengo intención de hacer. —El corazón me latía desbocado—. Y ahora que he contestado a tu pregunta, propongo que continuemos con la sesión… ¡Aunque sea para minimizar el tiempo que tenemos que pasar juntos!

Cogí el pincel y empecé a apuñalar el lienzo con él.

Oí que Nate se succionaba el labio inferior.

—¿Así que me oíste llamarla «vida»?

—Sí. —Quité un pelo del pincel pegado al lienzo—. Te oí. Y no me gustan los hombres que salen con dos mujeres a la vez. ¡Mucho menos cuando una de esas mujeres es mi hermana!

—Normal. Pero no le has contado nada de esto a Chloë, ¿verdad?

—No. No te preocupes —le dije—. Tu secreto está a salvo. Estuve tentada de contárselo, pero no me vi con ánimos de aguarle la fiesta, así que no le dije nada.

—Vaya, pues qué lástima —me dijo, con una tranquilidad irritante—. Porque si lo hubieras hecho, Chloë habría podido decirte que la mujer a la que llamé «vida» era mi prima.

Lo miré a los ojos.

—Pues me parece que tu relación con ella no es muy sana.

—Mi prima se llama Vida, así que es normal que repitiera su nombre. Y a veces, para tomarle el pelo la llamamos «Vida mía».

De pronto se me secó tanto la lengua que creí que la tenía de fieltro.

—Pero… tenías las llaves de su casa. Dijiste que ya sabías cómo entrar, así que supuse que era tu…

—Sí, tengo las llaves —me interrumpió—, pero no de su casa, sino de su oficina, ¡nuestra oficina!, porque Vida también es mi jefa. Es la directora ejecutiva de la empresa para la que trabajo, Blake Investments, que montó hace veinte años su padre, Ted Blake, quien está casado con la hermana menor de mi madre, Alessandra.

Intenté tragar saliva.

—Ya…

—Y el motivo por el cual pensaba ir a ver a Vida más tarde fue que, cuando me dirigía a Putney, me llamó al móvil para pedirme que volviera al despacho: había surgido un problema con una adquisición que teníamos entre manos. No quería decepcionar a Chloë, así que le dije a Vida que iría a la fiesta, pero le prometí que volvería al trabajo más tarde. Dije que sabía cómo entrar porque el tipo de seguridad se marcha a las ocho, así que tenía que desconectar la alarma, y eso es lo que hice. Volví a la oficina a las nueve, y Vida y yo trabajamos hasta las dos de la madrugada, hasta que lo dejamos todo bien atado. —Me miró a la cara—. ¿Estás contenta?

Me ardían las mejillas.

—No…, porque hablaste mal de Chloë. Tal como lo dijiste, parecía que fuese una obligación ir a su fiesta.

—Es cierto… Lo dije porque, aunque Vida es fantástica, puede ser muy cotilla, así que le quité importancia al asunto a propósito.

—De acuerdo. —Su tono petulante me sacaba de quicio—. Pero no hacía falta que le dijeras que Chloë no era «nada especial», ¿no?

—Bueno… En cuanto Vida cree que estoy saliendo con «alguien especial», como ella dice siempre, no se cansa de preguntarme por ella. O peor aún, se lo cuenta a su madre, quien luego se lo cuenta a la mía. Y antes de que me dé cuenta, todas mis hermanas me llaman por teléfono exigiendo que les dé detalles.

—Vaya… ¿Cuántas hermanas… tienes?

—Cinco, todas mayores que yo.

—Ah.

Entonces recordé vagamente que Chloë había dicho que Nate tenía una familia numerosa.

—Además, apenas hacía dos meses que conocía a Chloë, así que no estaba preparado para hablarle de ella a Vida.

—Bueno… Todo esto suena perfectamente plausible, pero…

—No solo es plausible, Ella —me interrumpió con autoridad—. Es cierto. —Nate emitió un bufido divertido y después cruzó los brazos—. A ver, a partir de esa conversación, que habías oído a medias, llegaste a la conclusión de que estaba viendo a otra mujer mientras salía con Chloë, y pensaste que le hablaba de ella a esa otra mujer de una manera poco respetuosa, cuando no directamente despectiva. En pocas palabras es eso, ¿no?

—Sí. Pero eso era lo que parecía —me defendí a la desesperada.

Nate volvió a succionarse el labio inferior.

—Pues parecía algo muy distinto de lo que «era».

—Bueno… Me… alegro de saberlo. Y… lo siento… —titubeé—… si he estado, sí, un poco fría contigo.

—¿Fría? —Nate negó con la cabeza—. Parecías un témpano de hielo, Ella.

—De acuerdo, pero esa… frialdad se basaba en lo que ahora sé que era un malentendido. —Tenía la cara encendida como el fuego—. Pero estoy más que dispuesta a aceptar que no eres…

—¿… un cínico, ingrato, hipócrita y falso, un imbécil que engañaba a tu hermana y un… capullo? —repitió Nate encantado.

—Exactamente.

—Bueno, pues me alegro de que hayamos aclarado la cuestión.

—Yo también —dije cohibida. Volví a coger el pincel—. Y ahora ¿me dejarás que te pinte?

Nate extendió los brazos y me sonrió.

—Sí.

—Entonces, ¿te habías montado la película? —me preguntó Polly el martes después de Semana Santa.

Estábamos tomando un café en su jardincillo. Como había salido el sol, mi amiga llevaba uno de sus numerosos pares de guantes de algodón blanco.

—Sí, me había montado una película… con el argumento equivocado. —Me entraba vergüenza solo de recordarlo—. Me siento fatal.

—No te apures… Es fácil ver por qué pensaste aquello. —Polly señaló la cafetera americana con la cabeza—. ¿Te importaría…?

—Claro que no.

Bajé el émbolo para que Polly no se dañara las manos y le serví una taza.

—Gracias. —Alargó el brazo para coger la leche—. Bueno, y después de la confusión, ¿qué te pareció Nate?

—Eh… Simpático. Mucho. Sí.

Polly sonrió.

—Fantástico. Al fin y al cabo, va a ser tu cuñado, así que debe de ser un alivio descubrir que en el fondo te cae bien. —Traté de acallar la sensación de que me sentía más feliz cuando me caía mal—. ¿Y qué? ¿Es atractivo?

—Ya lo creo. —Me llené la taza—. No cabe duda. No puedo… negarlo.

Polly me miró con ojos confundidos.

—¿Por qué ibas a querer negarlo?

—Eh… Por nada. Es, como te decía…, muy atractivo.

—Qué suerte tiene Chloë —suspiró Polly.

—Sí…

—¿Y qué sabes de su familia?

—Es de origen italiano. Sus padres nacieron en Florencia, pero emigraron a Nueva York a principio de los años cincuenta.

Polly bebió un trago de café.

—¿Y por qué querría alguien marcharse de Florencia?

—Es lo mismo que le pregunté. Fue porque les costaba mucho encontrar trabajo después de la guerra. Me dijo que su nacimiento les pilló por sorpresa: su madre tenía cuarenta y cinco años cuando lo tuvo; ahora tiene ochenta y uno, y está un poco delicada. Su padre murió hace diez años y Nate tiene cinco hermanas mayores: María, Livia, Valentina, Federica y… ah, sí, Simonetta.

—Vaya —dijo Polly lentamente—. ¿Y por qué él no tiene nombre italiano?

—Porque le pusieron el nombre del taxista que ayudó a su madre a dar a luz. Nació tres semanas antes de lo previsto y su padre, que trabajaba para los fabricantes de pianos Steinway, estaba en Filadelfia en ese momento, llevando un piano de cola para un concierto en la Academia de Música. No es que fuera transportista ni nada parecido; era un maestro afinador, además de un pianista maravilloso, al parecer. Solía dar recitarles muy buenos en una iglesia de su comarca.

Polly tenía los ojos clavados en mí.

—¿En serio?

—Sí, sí. —Removí el café—. Bueno, el caso es que estaba en Filadelfia —continué— y la madre de Nate, al darse cuenta de que se había puesto de parto, llamó a una ambulancia, pero no llegaba. Así que se metió en un taxi, pero no le dio tiempo de llegar al hospital. Nate nació en el taxi con la ayuda del propio taxista, que se llamaba Nathan. Por eso, la señora Rossi le prometió que llamaría a su hijo como él para agradecérselo. El hombre fue al bautizo de Nate y le regaló unos gemelos de plata que Nate todavía lleva. ¿A que es una historia preciosa?

Polly sonrió.

—Bueno… Parece que habéis charlado un buen rato.

Dejé la cucharilla en el plato.

—Solo intentaba ser más simpática de lo habitual para compensar por haber sido tan seca con él antes.

Polly me miró con cara interrogante.

—¿Seca?

—Sí. ¿Qué pasa?

—Nada. Es que nunca te había oído usar esa palabra.

—¿Ah, no? —Aparté una mosca con la mano—. Bueno, da igual. Todas las hermanas de Nate tienen hijos mayores y lo presionan mucho para que se case, sobre todo desde que su madre ha empeorado. Me ha dicho que lo tienen martirizado con el tema.

—Qué horror.

—Por eso se mudó a Londres, para alejarse de ellas.

—Pobre chico. Entonces deben de estar emocionadas con Chloë.

—Supongo que sí…

—¿Las conoce Chloë?

—Sí. Nate y ella fueron a Nueva York a pasar un fin de semana hace un mes.

—¿Y toda su familia va a venir para la boda?

—Pues… no lo sé.

—Podrías preguntárselo a Chloë.

—Sí, supongo que sí.

La idea de hablar de Nate con Chloë hizo que me estremeciera. Me convencí de que era una reacción natural, porque considero que las sesiones con los modelos son un asunto entre ellos y yo.

—Entonces, ¿cuándo volverás a verlo?

—El sábado por la mañana. Compraré unos cruasanes para el descanso. La otra vez no hicimos pausa porque estuvimos hablando tanto que se nos olvidó; o a lo mejor compro biscotes. —Dejé la taza en la mesa—. ¿Qué te parece?

—¿Qué me parece el qué?

—¿Crees que es mejor que compre cruasanes o biscotes? Biscotes —dije antes de que pudiera contestar—. O a lo mejor galletas florentinas, en honor a sus orígenes… Aunque llevan almendras. Espero que no sea alérgico a los frutos secos —añadí con nerviosismo.

—¿Ella? —Polly dejó la taza.

—¿Qué?

—Eh… Parece que te lo has pasado muy bien durante la sesión con Nate.

Noté un cosquilleo en la piel.

—Pues sí…, porque estaba… contenta de que hubiéramos sacado los trapos sucios. Fue un alivio, de verdad. Pero bueno… —di una palmada—. ¿Qué tal fue tu cita?

—Bueno… —Polly suspiró con desgana—. Al principio parecía prometedora. Dejé a Lola en casa de Ben, luego fui a Islington al encuentro de Jason. Comimos en Frederick’s y entre plato y plato ambos hablamos del trabajo; no sabía que me dedico a los pies además de a las manos, así que le hablé de la guía de pedicura Paso a Paso que estoy haciendo para Woman’s Own. Parecía que le interesaba, y después de comer me preguntó si me apetecía ir a su piso a tomar el café. Como me sentía muy a gusto con él, le dije que sí, y mientras caminábamos por Camdem Passage me cogió de la mano…

—No te la apretó, ¿verdad?

—No, no… Le dije que tuviera cuidado. El caso es que me sentía muy contenta, esperanzada; llegamos a su estudio, que estaba en un almacén reformado al final de Peter Street, pero entonces…

Hizo una mueca.

—¿Llegó su mujer?

—No, está soltero. Fue mucho más raro que eso. Llegamos a su estudio y me condujo al sofá; pensé que iba a besarme, algo que no me habría importado, pero en lugar de eso, me pidió que me quitara los zapatos. Así que me los quité. Me miró los pies y dijo que eran preciosos; los levantó, y se los puso en el regazo y empezó a acariciarlos, lo cual me gustó, en cierto modo, pero entonces…

—Dios mío, intentó lamerte los pies.

Polly hizo una mueca.

—No exactamente. Salió de la habitación y cuando regresó llevaba en la mano unas botas de charol rojo con tacones de un palmo, plataformas altas con remaches de metal en los laterales, y tiras de cuero negro hasta media pantorrilla.

—¿Y qué quería que hicieras, que le pisotearas mientras él pedía clemencia?

—No. —Polly se estremeció—. Me pidió que me las pusiera poco a poco, y después me las abrochara muyyyy despaaaacio…

—Ajá.

—Mientras me grababa.

—Oh.

Polly tenía los ojos abiertos como platos.

—Eso es todo lo que quería: ¡filmarme mientras me ponía esas botas horripilantes!

—¿Y… lo hiciste?

—¿Y arriesgarme a que me salieran ampollas y rozaduras? ¡Ni hablar! Mis pies pagan la matrícula del colegio. Me suplicó que las luciera, pero me negué.

—Si lo hubieras hecho, habrías terminado en YouTube.

—Seguro. O el tío habría vendido las tomas paso a paso, ja, ja, a alguna página fetichista. Total, que me puse mis fantásticas Hush Puppies y me marché.

—Vaya… Entonces fue un poco decepcionante.

—Pues sí. Lo único que yo buscaba era una taza de Nescafé y un abrazo. —Polly puso los ojos en blanco—. Me pasa millones de veces. En cuanto le digo a un hombre que soy modelo de pies, se vuelve un pervertido. En fin… Ahí se acaba la historia de Pato WC.

—Ya habrá otros, Pol.

—Eso es lo que me preocupa.

—No. Tu príncipe aparecerá con un cómodo… zapatito de cristal en la mano.

—Preferiría que me ofreciera un cómodo par de zapatillas Ugg. Además, los zapatos de Cenicienta no eran de cristal, es un error generalizado.

—¿Ah, sí?

—En las primeras versiones en francés de la leyenda, Cenicienta llevaba pantoufles de vair, v-a-i-r, es decir, zapatitos de piel de marta; en la época en que Charles Perrault leyó esas versiones, la palabra ya no se utilizaba; por eso, se cree que dio por hecho que vair era un error ortográfico y debía referirse a verre, v-e-r-r-e. Así pues, en su versión convirtió los zapatos de Cenicienta en zapatitos de cristal.

—Vaya, eres una mina de información sobre todo lo relacionado con los pies, Polly.

Se encogió de hombros.

—Una se entera de estas cosas cuando se gana la vida con los pies. —Me miró—. En fin, ¿alguna otra novedad?

—No —respondí—. Bueno, en realidad… sí.

Le hablé del correo electrónico de mi padre.

La mano de Polly voló hasta su pecho.

—¿Tu padre se ha puesto en contacto contigo? —Abrió los ojos como platos por la sorpresa—. ¿A raíz del artículo de The Times?

—Sí, que es precisamente por lo que me preocupaba. Por eso intenté convencer al periodista para que lo cambiara.

—Creía que era porque te parecía demasiado personal.

—Sí, me lo parecía; pero mi principal miedo era que, si mi padre lo leía por casualidad, le entraran ganas de localizarme… Y resulta que lo ha hecho. —Solté un suspiro—. Sigo sin saber cómo se enteró Hamish de todo lo que sabía. Nunca hablo del tema con nadie, y Chloë tampoco; y sé que a ti no se te ocurriría contarlo.

—Por nada del mundo.

—Pero ese maldito artículo es lo que ha provocado que mi padre me escribiera.

—A lo mejor ya te estaba buscando.

—Me dijo que el Western Australian había publicado un perfil de la duquesa de Cornualles en el que mencionaba mi retrato e incluía un link a la entrevista que me hicieron en The Times. Eso fue todo lo que motivó su mensaje; me encontró por casualidad husmeando por internet. Pero lo he borrado.

—Ella…

El rostro de Polly se convirtió en una máscara de consternación.

Se me cayó el alma a los pies.

—No me mires así, Pol. Hace más de tres décadas que no tengo contacto con ese hombre y ahora no quiero, ya te lo he dicho.

—Lo siento por él.

Bajé la taza de café.

—¿Por qué tienes que ponerte de su parte?

—No es verdad —protestó sin alzar la voz—. Estoy de tu parte, pero pienso…, bueno, ya sabes lo que pienso, Ella.

Me encogí de hombros.

—Me dijo que le gustaría «hacer las paces», pero lo que de verdad quiere es sentirse mejor después de lo que nos hizo. ¿Por qué iba a ayudarle a quitarse el sentimiento de culpa?

—Porque… puede que en el futuro te arrepientas muchísimo si no lo haces.

—Asumiré el riesgo.

—Y porque… —Polly me miró con aprensión—. Porque tal vez haya otra versión de los hechos; a lo mejor, no sé, no es tan malo como piensas.

—No. —Sentí un arrebato de indignación—. Fue una traición en toda regla. Mi madre lo adoraba; era el amor de su vida. Me dijo que hizo todo lo posible por hacerlo feliz, y la creo. Pero en septiembre de 1979 nos abandonó, y no hemos vuelto a saber de él… hasta ahora.

—De acuerdo. Lo que hizo fue cruel. Pero va a venir a Londres… A lo mejor se aloja cerca de aquí. —Imaginé la figura de mi padre caminando hacia mí. ¿Lo reconocería? Ni siquiera tenía una foto suya. Recuerdo que tenía el pelo moreno, como yo, pero ahora podría estar canoso, o tener el pelo directamente blanco. O a lo mejor se había quedado calvo. Podía ser más delgado que cuando estaba con nosotras, o más gordo. Podía tener montones de arrugas.

—¿No crees que sería bueno quedar con él? —me preguntó Polly—. Aunque fuera solo una vez… Para hablar con él, nada más, y crear una especie de… cierre.

—No necesito un «cierre», gracias. Estoy bien.

—Pero seguro que hay cosas que te gustaría preguntarle.

—Uf, claro que sí. Me gustaría preguntarle por qué los votos matrimoniales significaban tan poco para él y cómo pudo abandonar a mi madre cuando ella lo amaba tanto; me gustaría preguntarle cómo pudo ser capaz de abandonar a su única hija, y por qué ni siquiera intentó darme explicaciones, o despedirse de mí, por lo menos.

—Entonces, ¿tú no sabías que iba a… marcharse?

—No. —Busqué en mi memoria—. Simplemente dejó de estar… por ahí. Yo no paraba de preguntarle a mi madre dónde estaba mi padre, pero ella se limitaba a no contestar. Aunque supongo que debió de vivirlo como una pesadilla, en parte porque, para colmo, acababa de lesionarse. Al final, mi abuela me dijo que yo tendría que ser fuerte, porque mi padre se había marchado para no volver. Estaba convencida de que se equivocaba. Por eso, me senté en el alféizar de la ventana de nuestro piso en Moss Side para vigilar si volvía. Y allí me quedé sentada durante semanas, pero no volvió. Empecé a relacionar su huida con el accidente de mi madre, y llegué a creer que mi padre se había marchado porque mamá ya no podía bailar…

—Me habías dicho que no recordabas muchas cosas de tu padre, pero es evidente que sí —observó Polly en voz baja.

Asentí.

—Y desde que se puso en contacto, cada vez me acuerdo de más cosas.

«Uno, dos y tres, y… ¡arribaaaa!».

¿Por qué tenía ese recuerdo tan nítido?, me pregunté. ¿Cómo podía tenerlo tan presente, con lo pequeña que debía de ser entonces? ¿Y por qué destaca en mi mente la falda blanca y roja de mi madre?

Polly apoyó una mano en mi brazo.

—Me encantaría que lo vieras, Ella.

—No. —Fruncí los labios—. Ha esperado demasiado. Debería haberme escrito hace muchos años.

—Pero no sabía dónde estabas.

—Cierto. Pero podría haber seguido la pista de mamá. Podría haber preguntado en el Ballet Nacional Británico o en el Northern Ballet Theatre. Podría haber investigado por muchos medios. De acuerdo, no podía saber que mi madre ya no se llamaba Sue Young, que era su nombre de soltera y el que empleaba como nombre artístico. Pero si hubiera puesto suficiente empeño, la habría encontrado, y de haberlo hecho, me habría encontrado a mí.

—No sé… A lo mejor sí se puso en contacto con ella.

—No lo hizo. No hemos sabido nada de él en todos estos años. Y luego va un día y me encuentra por casualidad en internet y, con dos clics del ratón, se pone en contacto conmigo. Ha sido demasiado fácil para él, Polly, de modo que no significa gran cosa.

—Comprendo que te sientas así, pero a lo mejor él consideraba que no podía retomar el contacto con tu madre después de lo que había hecho.

—Es posible. A lo mejor se avergonzaba demasiado… Tenía motivos, sobre todo porque la dejó sin dinero.

Polly abrió los ojos como platos.

—Seguro que ella sacó algo después del divorcio.

—Creo que no.

—Entonces debía de tener un abogado pésimo.

—Puede ser, pero en aquella época las ex esposas no conseguían mucho. La ley ha cambiado.

—¿Y él vivía con holgura?

—No tengo ni idea. Era arquitecto, pero no sé si de renombre o no.

—Entonces, ¿cuánto tiempo estuvieron casados tus padres?

Me encogí de hombros.

—¿Cinco o seis años?

—¿Estás segura de que no le pagaba una pensión por alimentos?

—No tengo la más remota idea. Recuerdo que mi madre juraba y perjuraba que jamás aceptaría un penique de él después de lo que le había hecho; estaba muy dolida, y todavía lo está. Conque no pienso abrir la caja de los truenos diciéndole que me ha escrito, y mucho menos que va a venir a Londres.

—¿Y no podrías quedar con él sin contárselo a tu madre?

Dudé un momento.

—Me lo he planteado… Pero es demasiado fuerte para ocultarle algo así, y decírselo podría resultar increíblemente destructivo. Estropearía la boda de Chloë.

—¿Piensas contárselo a Chloë?

—No. No puedo arriesgarme, por si se lo cuenta a mamá. Además, Chloë ni siquiera piensa en mi padre —añadí—. A sus ojos, mi padre es Roy. Y esa es otra: quiero proteger los sentimientos de Roy.

—Pero él se alegraría por ti.

—No…, se disgustaría.

—Creo que lo entendería. Te apoyaría —insistió Polly—. Sé que lo haría. Te quiere mucho, Ella…

Polly se estaba pasando de la raya. Me puse de pie.

—Será mejor que me vaya, Pol. Tengo cosas que hacer…, preparar lienzos y tal.

—De acuerdo —me dijo fatigada mientras nos dirigíamos al recibidor—. Pero todavía faltan unas semanas para que llegue tu padre… —Me miró con expresión seria—. Espero que cambies de opinión, Ella. Espero que lo veas.

Negué con la cabeza.

—Pues no lo veré.

De todas formas, ya no podía cambiar de opinión, pensé mientras me dirigía al barrio de Barnes a la mañana siguiente: había borrado para siempre el mensaje de mi padre. No lo tenía grabado en ninguna parte. Había desaparecido. En cuanto el taxi entró en el camino particular de Celine, decidí olvidarme de que se había puesto en contacto conmigo.

Pagué al taxista, llamé al timbre y el ama de llaves me invitó a pasar y, una vez más, me pidió que esperara en el despacho; le dije que preferiría ir preparándolo todo para ganar tiempo. Así pues, me condujo a la sala de estar y extendió unas telas protectoras en el suelo mientras yo desplegaba el caballete y colocaba la silla en posición; entonces mezclé la pintura ocre con el aguarrás para aguarla, monté el lienzo en el caballete y esperé. Eché un vistazo a la repisa de la chimenea, en la que, entre los objetos de plata antigua, había varias invitaciones de aspecto formal. En la mesita central de cristal había un ejemplar de la revista Hello!, que hojeé un momento. Entre los anuncios vi la cara de Clive Owen acariciada por las manos de Polly; reconocería sus dedos en cualquier parte. Al pasar la página, me sorprendí al encontrarme con una foto de Max. Tenía una copa de champán en la mano y se hallaba junto a su mujer, «la famosa escritora de novela negra Sylvia Shaw en la presentación de su última novela, Dead Right». Max parecía más apuesto de lo que yo recordaba: iba recién afeitado, el pelo rubio ya no le llegaba al cuello de la camisa, sino que lo llevaba corto; pero la foto no favorecía a Sylvia, cuyas facciones angulosas parecían amontonarse en el rostro, como un cuadro tardío de Picasso. Se me ocurrió que sería interesante pintarla.

—Lo siento, llego un poco tarde —oí que me decía Celine.

Levanté la mirada. Sí, llegaba tarde, pero por lo menos se había puesto el vestido azul pálido.

—Veo que lo tienes todo preparado —añadió con cortesía.

Resistí la tentación de decirle que llevaba veinte minutos preparada. Devolví la revista a la mesita de cristal y me dirigí al caballete.

Celine se sentó en la silla, dejó el bolso a sus pies y después se volvió hacia mí.

—Estaba sentada así, ¿verdad?

—Sí. Pero si no le importa, ¿podría apoyarse un poco en el respaldo…? Está casi en el borde del asiento; así es perfecto.

Mientras cogía el pincel, ambas oímos el «cling» de un mensaje nuevo.

—Perdona —susurró Celine mientras se agachaba para meter la mano en el bolso. Cogió el móvil, leyó el mensaje y entonces, para mi asombro, empezó a contestar.

—Es que tengo que responder… —murmuró mientras movía el pulgar—. Casi he terminado… et… voilà!

Guardó el teléfono y recuperó la postura.

Empecé a trabajar.

—Todavía estoy planteando el dibujo —le conté—. La semana que viene empezaré a concentrarme en los detalles y emplearé pintura cada vez más espesa. Lo llamamos «darle grosor», hasta que, ay…

Había oído el tintineo de sintetizador que Celine llevaba como tono del móvil. Volvió a rebuscar en el bolso.

—Celine… —protesté. Pero había contestado a la llamada.

Oui? —Se incorporó—. Oui, chéri, je t’entends… —dijo en voz baja, casi furtiva—. Bien sur, chéri

Cuando salió de la habitación, me puse a maldecir en silencio. Ojalá pudiera pegarle el trasero a la silla con pegamento.

Regresó diez minutos más tarde. Dejó caer el móvil en el bolso y se sentó.

—Muy bien. —Colocó las manos en el regazo—. Ahora sí que podemos empezar.

—Genial —dije con alegría.

Volví a cargar el pincel de pintura, miré a Celine y empecé a trazar el lado izquierdo de su cara. Y cuando llevaba tres o cuatro minutos concentrada, sonó el timbre de la puerta.

Celine se levantó.

—Será mejor que vaya…

—Seguro que su ama de llaves…

—Está en la planta superior de la casa… No quiero molestarla.

—Celine… —me quejé, pero ya había cruzado la mitad de la sala—. A mí sí que me molestas… —mascullé a sus espaldas.

Oí el taconeo de sus zapatos altos por el recibidor y entonces se abrió la puerta. A eso siguió una conversación larga y animada, en inglés, acerca de…, agucé el oído para enterarme, ¿la Iglesia?

Cuando Celine regresó por fin, abrió la boca como si fuera a gritar, en una ridícula muestra de exasperación.

—Lo siento mucho, pero los testigos de Jehová son muy, pero que muy insistentes.

Abrí la boca como un buzón de correos.

—¿Ha estado hablando con los testigos de Jehová?

—Sí.

—¿Diez minutos?

—Sí. Quería que les quedara bien claro que perdían el tiempo. Les he dicho que no vuelvan por aquí jamás. No creo que lo hagan —añadió con satisfacción manifiesta—. Bueno… —Se sentó—. ¿Continuamos? —No contesté—. Me gustaría retomar la sesión, ya estoy sentada —añadió Celine con un halo de digna paciencia, como si hubiera sido yo quien la hubiera hecho esperar.

Bajé el pincel.

—No puedo.

Celine me miró extrañada.

—¿Por qué no?

—Porque no aguanta sentada ni un minuto. No deja de levantarse, Celine; se pasa el rato atendiendo llamadas o haciéndolas, mandando mensajes y yendo a abrir la puerta… En la sesión anterior pasó lo mismo. Así que no voy a continuar pintándola hasta que se cumplan dos condiciones: primero, que apague el móvil…

Celine abrió los ojos como platos.

—Pero necesito tenerlo encendido. Podría ser importante.

—Las sesiones son importantes.

—Quien me llame podría ofenderse.

—Yo también podría ofenderme. Es más, ya me he ofendido. Segundo, ¿podría mantener la misma postura, por favor? Solo le permitiré que se levante si se incendia la casa.

Celine me miró como si le hubiera dado un bofetón.

—¡No me diga lo que puedo y no puedo hacer! ¡Estamos en mi casa!

Empecé a contar hasta diez mentalmente.

—Celine, si no me presta atención, no seré capaz de pintarla. —Se encogió de hombros, como si le importara un comino—. Y quiero pintarla… Entre otras cosas, porque su marido ya me ha pagado una buena cantidad para que lo haga.

—¡Yo no le pedí que lo hiciera! —Celine tenía el rostro encendido—. Yo no quería que me pintaran. ¡No quiero que me pintes!

—Bueno… —Me dejó sin argumentos—. Salta a la vista. Pero… ¿podría decirme por qué no quiere?

Celine suspiró.

—Uf… No lo sé… Es que… siento…

Bajé el pincel.

—¿Le preocupa que el retrato no sea favorecedor? —No contestó—. Es muy atractiva, Celine, y así quedará en el retrato, porque sencillamente pinto lo que veo: una mujer hermosa.

—De cuarenta. —Parecía afligida—. Voy a cumplir cuarenta.

Por un momento pensé que iba a echarse a llorar.

—Cuarenta años no es nada.

Pero ¿ahí estaba el misterio? ¿Todo se reducía a una neura con el tema de la edad?

—Ni siquiera aparenta tener cuarenta. Parece más joven que yo.

Celine me miró con detenimiento.

—¿Cuántos años tienes?

—Treinta y cinco.

—¿Estás casada?

—No.

—¿Tienes hijos? —Negué con la cabeza. Celine me miró con tristeza—. ¿Nunca has estado casada y no tienes hijos?

Intenté no tomarme a pecho ese aire condescendiente.

—No… Pero estoy encantada… Hay muchos estilos de vida.

Celine asintió lentamente con la cabeza, casi con expresión de duelo.

—Pero mire, Celine, preferiría que hablásemos de usted. La situación sería menos tensa si me contara por qué no quiere que le haga un retrato.

Soltó un suspiro.

—No… lo sé. Es difícil de explicar… Es que… no puedo… no… —Se encogió de hombros, abatida. Fuera cual fuese el motivo, no iba a contármelo.

—Posar para un retrato no es fácil —le eché un cable—. Para el pintor, las sesiones con el modelo son una experiencia absorbente e intensa; pero para el modelo, pueden ser frustrantes, porque, en resumidas cuentas, tiene que permanecer quieto, sin cambiar de postura, mirando la pared. ¿Por eso parece tan… inquieta?

Parpadeó despacio.

—Sí. Es muy tenso —dijo—. Estar aquí sentada…, sí, ese es el motivo. Exacto.

—Bueno, pues le será mucho más llevadero si charlamos. Pero solo podremos hacerlo si se olvida del timbre y apaga el móvil.

Sacó el teléfono del bolso.

—No pienso apagarlo… —Empezó a apretar otra vez los botones y me desmoralicé—. Pero conectaré el contestador y lo pondré en «silencio». —Cerré los ojos aliviada—. Y te prometo no levantarme… salvo que vea llamas.

—Gracias.

Celine dejó el móvil sobre la falda y retomó la postura. Desesperada por establecer alguna clase de comunicación, empecé a charlar con ella. Le pregunté de qué parte de Francia era, y me dijo que su familia provenía de Fontainebleau, cerca de París. Luego le pregunté a qué se dedicaba su marido.

—Es presidente de la compañía de seguros Sunrise Insurance. Así fue como nos conocimos; yo quería trabajar en Londres un año o dos, ya que había estudiado filología inglesa en la universidad, así que entré en el departamento que Víctor dirigía en aquella época. Nos casamos cuando yo tenía veintitrés años; tuve a Philippe poco después… y… —Se encogió de hombros. Aquí sigo.

—Me contó que Philippe está en un internado. ¿Le gusta?

—Le encanta —dijo sin inmutarse—. Le hacía mucha ilusión ir, así que dejó de ir al colegio normal cuando terminó la secundaria y entró en Stowe para hacer el bachillerato.

—Entonces, ¿cuántos años tiene…, dieciséis?

—Sí. Y ya es muy independiente. Viene poquísimo a casa. —Celine me miró con pena—. La vida pasa taaaan rápido. Ayer lo paseaba con el cochecito hasta el lago de Barnes y dábamos de comer a los patos. Hoy es un adolescente con iPod y portátil; mañana empezará a trabajar y tendrá piso; y pasado mañana tendrá hijos y entonces… Pero tú no estás casada.

Contuve un suspiro de irritación.

—Usted lo ha dicho.

—Pero tienes a alguien.

—No. —Añadí un chorrito de violeta manganeso a la paleta de colores—. Mi última relación se acabó hace más de un año.

—¿Quién era él?

—Un escultor que se llamaba David. Era bastante mayor que yo.

—¿Cuánto?

—Unos once años.

Celine me miró con interés.

—Entonces, ¿lo dejaste tú?

—Sí, aunque no fue por eso. Fue porque…

—¿Por qué?

Era como si mi respuesta fuese importante para ella.

No tenía ganas de hablarle de mi vida privada; tampoco quería contrariar a Celine ahora que empezaba a colaborar.

—Llevábamos dos años juntos —le conté—. La cosa funcionaba pero me resultaba, no sé, demasiado cómoda, demasiado…

—¿Segura?

Miré a Celine.

—Sí. Él era un encanto, pero yo quería sentir… más. Tal vez nunca lo encuentre, pero por lo menos tengo esperanza.

Celine asintió pensativa.

—Pero ahora te gusta alguien.

Empecé a perfilar el labio inferior.

—No, no me gusta nadie.

—Sí que te gusta —insistió—. Hay alguien que te atrae muchísimo… Lo veo en tu cara. —Noté la piel de gallina—. Lo percibo, soy muy intuitiva.

—Seguro que sí. —Limpié el pincel—. Pero se equivoca.

El resto de la sesión pasó sin mayores contratiempos. El móvil de Celine vibró un par de veces, pero se limitó a mirar la pantalla. El timbre volvió a sonar, pero dejó que abriera la puerta el ama de llaves. Parecía que por fin se había resignado a que le hiciera el retrato.

A la una y cinco terminamos. Celine se incorporó y se acercó a ver qué había hecho.

—Como ya le he comentado, son solo las primeras pinceladas, las formas básicas —insistí—. Pero en la siguiente sesión empezaré a definir sus facciones. Bueno… —Coloqué el retrato en el portalienzos—. ¿La semana que viene a la misma hora?

—Sí, está bien. ¿Quieres que llamemos a un taxi?

—Gracias, ya he reservado uno para la una y cuarto.

El taxi llegó puntualísimo. Metí el caballete y los lienzos de repuesto en el maletero y coloqué el retrato a mi lado, en el asiento. Entonces arrancó. Cuando cruzamos Hammersmith Bridge, el río resplandecía como una lámina de metal a la luz del sol.

«Te gusta alguien».

Celine estaba equivocada. Me pregunté qué colores emplearía para pintar los ojos de Nate…

«Lo veo en tu cara».

Azul cerúleo con siena puro…

«Lo percibo».

Con un toque de amarillo cadmio claro.

El trayecto pasó muy rápido. Comprobé los correos electrónicos mientras avanzábamos a toda prisa. Había uno de mi madre en el que me preguntaba si, aprovechando que había hecho un retrato de la cantante de ópera Cecilia Bartoli, podía pedirle que cantara en la boda de Chloë. Le contesté con una sola palabra: «¡¡¡No!!!». Había otro mensaje de Clare, la periodista de la radio, con la fecha y la hora en que iban a emitir la entrevista. Mientras lo apuntaba en la agenda me percaté de que hacía un rato que el taxi no se movía.

—¿Qué co…? —dijo el taxista. Levanté la mirada. Agarraba el volante con fuerza mientras miraba al frente—. ¡Mire eso!

Estábamos cerca de Fulham Broadway, donde se había atascado el tráfico en nuestra dirección.

—¿Hoy hay partido de fútbol? —le pregunté.

—No. Hay un autobús cruzado… Por ahí, mire: ha bloqueado los dos carriles.

Nos acercamos a paso de tortuga al semáforo y, en medio de una algarabía de bocinazos, vimos cómo se ponía rojo y luego verde y luego rojo otra vez.

Saqué el monedero del bolso.

—Iré andando a casa desde aquí. No está lejos.

El taxista volvió la cabeza.

—¿Podrá con todas sus cosas?

—Sí, gracias. —Le entregué el dinero—. No pesa mucho, sólo es voluminoso.

—Bueno, pues tenga cuidado al salir.

Me apresuré a sacar el caballete y los lienzos del maletero. Después anduve el corto tramo que me separaba del paso de peatones. El cartel amarillo seguía allí, y vi todavía más ramos de flores, uno de ellos aún con la etiqueta del precio. Apreté al botón de «Espere» del semáforo y, mientras tanto, miré la foto de Grace. Era la primera vez que la contemplaba de cerca. Su rostro irradiaba una especie de feliz sorpresa, como si acabaran de darle una noticia fabulosa. Y entonces, debajo de la fotografía, vi una nota plastificada.

Guapa, radiante, divertida, cariñosa, alegre, leal, valiente, fuerte, ciclista, decidida, sensata, relajada, elegante, profesora, graciosa, única, amable, de confianza, Nutella, gran corazón, sensible, buena amiga, Lake District, brillante, enérgica, jardinera, comprensiva, Three Peales, Gracie, paciente, niños, ecológica, Smints, aventurera, abierta, té a la menta, inspiradora, risueña, protectora, abrazos, jovial, salsa, surfera, snowboard, compañera, prima, sobrina, tía, hermana, hija, nieta, señorita Clarke, mejor amiga del alma, nuestra preciosa, querida por todos.

Con la visión periférica había captado que el hombrecillo verde había aparecido y desaparecido y vuelto a aparecer con su garboso paso color esmeralda. En ese momento levanté la mirada y vi el hombrecillo rojo en el semáforo, pero no importaba, porque los coches estaban parados. Así pues, crucé la calle, ensimismada en mis pensamientos.

Al llegar a casa, me dirigí al escritorio, abrí la agenda, encontré el número que buscaba y marqué. Sonó tres veces antes de que lo cogieran.

—Royal Society of Portrait Painters, ¿dígame? Le habla Alison.

—Alison, soy Ella Graham.

—Hola, Ella. ¿En qué puedo ayudarte?

—Bueno…, ¿te acuerdas del encargo que me propusiste antes de Semana Santa? El del retrato de la ciclista…, Grace.

—Claro que me acuerdo. Le dije a la familia que no te veías con ánimo de hacerlo.

—Y así era, no me veía con ánimo. Pero ¿podrías decirles que he cambiado de opinión, por favor?