Capítulo 3

—¿Ella? —me dijo Chloë por teléfono unos días más tarde—. Tengo que preguntarte una cosa.

—Si lo que quieres es que te lleve el velo, la respuesta es no.

—Vaya… —parecía decepcionada—. ¿Por qué no?

—Porque tengo casi siete años más que tú y peso mucho más, por eso. No me apetece ser un troll dentro de tu cuento de hadas.

—¿Y si fueras dama de honor?

—No. Véase la respuesta anterior.

—En realidad no era eso lo que quería preguntarte… Nate tiene una sobrina de cinco años que va a hacer los honores.

—Me parece perfecto. Bueno, entonces, ¿qué querías preguntarme?

Tenía un remolino en el estómago, porque ya lo sabía.

—Me gustaría apalabrar la primera sesión para el retrato de Nate. Esperaba que me llamaras tú para proponerlo —me reprochó.

—Lo siento. He estado hasta arriba de trabajo —mentí.

—¿Podemos buscar alguna hora que nos vaya bien a todos?

—Claro —dije con suma tranquilidad.

Rebusqué en la mesa para encontrar la agenda, que resultó estar debajo de la revisa Modern Painters de este mes. Garabateé el día que me había propuesto Chloë.

—¿Y dónde vas a pintarlo? Vive cerca de tu casa, por si quieres pintarlo en su entorno.

—No… Tendrá que venir él aquí.

Con lo mal que me caía Nate, prefería tenerlo en mi terreno.

—Muy bien, pues el viernes que viene a las once —dijo Chloë—. Será Viernes Santo.

—Sí. Ya compraré unos buñuelos de cuaresma para el descanso.

Mientras arrojaba la agenda otra vez encima de la mesa, me acordé de la chica de la subasta que me había preguntado si era capaz de pintar a alguien que me cayera mal. Estaba a punto de averiguarlo.

—Nate será un buen modelo —oí que me decía Chloë.

—Espero que sí. —Suspiré—. Últimamente he tenido algunos bastante guerreros.

—¿En serio?

No iba a contarle lo de Mike. Mi preocupación por él iba en aumento y me pregunté qué podía haberle ocurrido para que estuviera tan triste.

—¿Por qué dices que tus modelos son guerreros? —insistió Chloë. Le describí el comportamiento de Celine—. Qué extraño —dijo Chloë—. Es como si intentara sabotear el retrato.

—Exactamente. Y cuando por fin empecé a pintarla, atendió ¡dos llamadas más!, y después se asomó por la puerta de entrada y estuvo hablando con el albañil durante otro cuarto de hora. Esa mujer es una pesadilla.

—Bueno, Nate lo liará muy bien. Como sabes, tampoco está muy emocionado con el tema. Pero por lo menos sabrá comportarse durante las sesiones.

—En ese caso, a lo mejor basta con que hagamos cinco en lugar de las habituales seis. —La perspectiva me alegró—. O incluso cuatro.

—Por favor, no escatimes —dijo Chloë—. El retrato me ha costado un buen pellizco, Ella. Quiero que sea… magnífico.

—Pues… claro que sí. —Sentí una oleada de vergüenza—. No te preocupes, lo haré lo mejor que sepa, con seis sesiones como mínimo… Más si es necesario —añadí a mi pesar.

—Y por favor, haz que sea fiel, no solo atractivo. Quiero que el retrato «revele» algo sobre Nate.

—Lo haré —le aseguré. Luego me pregunté qué podría plasmar: que era un cínico con dos caras, probablemente. Estaba convencida de que mi negatividad hacia él se reflejaría en el cuadro, de modo que me arrepentí del encargo todavía más y deseé poder escurrir el bulto. Jugueteé con un pincel—. Por cierto, he visto el anuncio del compromiso en The Times.

Verlo ahí impreso en blanco y negro me había deprimido…

«El señor Nathan Roberto Rossi ha pedido en matrimonio a la señorita Chloë Susan Graham».

Chloë resopló.

—¡Mamá lo ha mandado también al Telegraph, al Independent y al Guardian! Le dije que era una exageración, pero me dijo: «No quiero que se lo pierda nadie».

De inmediato sospeché que quien mi madre no quería que se lo perdiera era Max.

—Mamá es increíble, de verdad —continuó Chloë—. Ya ha reservado la iglesia, ha contratado al fotógrafo, al cámara, a los del catering y al florista, y ha alquilado una carpa. Bueno, mejor dicho, una tienda digna del Raj. Ahora se ha decidido por un pabellón mogol… Dice que es la forma más elegante de cenar debajo de una lona.

—Entonces, ¿haréis un banquete sentados por mesas?

—Sí. Le he dicho a mamá que bastaría con una cena con bufet de pie, pero insiste en que lo hagamos «como está mandado», con un banquete de bodas tradicional y con camareros… Pobre papá. No deja de bromear diciendo que menos mal que es cirujano ortopédico. Así sabrá dónde buscar más brazos y piernas, porque va a tener que empeñar los suyos.

Sonreí.

—Y mamá me dijo que querías un traje de novia antiguo.

—Sí, si encuentro uno que me quede como un guante…

Mientras Chloë se explayaba contándome cuál era su estilo preferido, me acerqué al ordenador y, con el teléfono todavía pegado a la oreja, encontré tres páginas web especializadas. Cliqué en la primera: Vintage Wedding Dress Store.

—Aquí tienen un vestido de los años cincuenta precioso —le dije—. Con el cuerpo de encaje y la falda de seda ahuecada: se llama Gina. —Le dije a Chloë el nombre de la página para que la buscara—. También tienen uno de los años treinta que se llama Greta. ¿Lo ves? Ese de tubo de satén en color marfil…, pero es muy escotado por la espalda.

—Ay, sí… Es una maravilla, pero no estoy segura de querer enseñar tanta carne.

—Este de los años sesenta podría quedarte bien: Jackie. Aunque la talla es muy grande, así que tendrían que estrechártelo mucho, y a lo mejor con eso se estropea el efecto.

—No lo encuentro. Ay, espera un mo…

Mientras esperaba a que Chloë encontrara el vestido, comprobé si tenía mensajes. Tenía tres correos electrónicos nuevos, entre ellos uno en el que me pedían los datos bancarios, un anuncio con gangas en ropa de cama de la marca Dreamz y algunas ofertas de Top Table. Los borré todos.

—Este vestido sí que es magnífico —dijo Chloë—. Se llama Giselle.

Volví a navegar por la página. Era un vestido de estilo bailarina con espesas capas de tul de seda que salían de un cuerpo entallado de satén cubierto de resplandecientes lentejuelas.

—Es fabuloso. Estarás igual que mamá en su época de bailarina.

—Es perfecto —dijo Chloë con un suspiro—. Y sé que me quedaría ideal, pero… —Chasqueó la lengua varias veces—. A lo mejor me da mala suerte llevar un vestido de novia que se llame Giselle, ¿no crees?

—Ah… ¿Lo dices porque fue muy desgraciada en temas amorosos?

—Por eso mismo. Albrecht es un canalla que le pone los cuernos a la pobrecilla… Espero que Nate no me haga eso a mí —dijo con sorna—. Si no, tendré que suicidarme, como hace Giselle.

—No seas tonta —dije con un hilo de voz—. Al fin y al cabo, te ha pedido que te cases con él.

—Sí, es… verdad. En fin, si ves algún vestido espectacular, dímelo.

—Claro. Pero ahora tengo que dejarte, Chloë… Tengo una sesión para un retrato.

—Y yo tengo que repasar unos dosieres de prensa… Bueno, le diré a Nate que tiene cita contigo el viernes.

Una cita con Nate, pensé desanimada mientras colgaba el teléfono.

Pedí un taxi y empecé a preparar las cosas que necesitaba para la sesión con la señora Carr. Su hija ya me había indicado el tamaño del lienzo, así que cogí el que había aprestado, comprobé que estuviera bien liso y después dejé la bolsa con el lienzo y el caballete junto a la puerta de casa. Estaba a punto de coger el abrigo cuando sonó el teléfono.

Contesté.

—¿Ella? Soy Alison, de la Royal Society of Portrait Painters. ¿Recuerdas que hablamos antes de Navidad…, cuando te seleccionaron?

—Claro que me acuerdo. Hola.

—Bueno, acaban de preguntarme por ti.

—¿De verdad? —Me subió el ánimo ante la posibilidad de que me hicieran otro encargo—. ¿Quién?

Por la ventana vi que el taxi se acercaba.

—Es un encargo poco común, porque es para un retrato póstumo.

Mi euforia se desvaneció.

—Lo siento, pero no hago ese tipo de retratos. El concepto me parece muy triste.

—Vaya, no sabía que opinaras así. Lo apuntaré. Algunos de nuestros miembros sí los hacen, pero ya pondremos en tu página que tú no. No es que esta clase de encargos sean frecuentes, pero conviene saber la opinión de cada artista. Bueno, no importa, seguro que volverán a interesarse por ti enseguida.

—Cruzo los dedos…

—Te llamaré en otra ocasión.

—Fantástico. Eh, Alison, ¿te importa si te pregunto…?

—¿Sí?

—Solo por curiosidad, ¿quién quería encargar… este retrato?

—Era la familia de la chica que atropellaron yendo en bici. —Noté que se me erizaba la piel de los brazos—. Ocurrió hace dos meses —continuó Alison—. En el cruce de Fulham Broadway. De hecho, han hablado bastante del caso en la prensa porque la policía sigue sin saber qué provocó el accidente…, o mejor dicho, quién lo provocó.

Pensé en el BMW negro que se dio a la fuga.

—Vivo cerca de allí —dije en voz baja—. He visto dónde pasó…

—Habrá una ceremonia en recuerdo de la joven a principios de septiembre, en el colegio donde daba clases; era maestra de primaria. Sus padres han decidido encargar un retrato de ella para el acto.

—Grace. Se llamaba Grace.

—Sí, es verdad. Qué barbaridad, es tristísimo. Bueno, el caso es que la familia es consciente de que todos los retratos requieren su tiempo, de modo que su tío me llamó para comentar el tema. Me dijo que habían estudiado a nuestros artistas y que la obra que más les gustaba era la tuya… Además, está el hecho de que seas casi de la misma edad que Grace.

—Ya entiendo.

—En realidad, insistió mucho en que les encantaría que lo hicieras tú.

—Ah.

—Pero ya le diré que no puedes, ¿de acuerdo?

—No… Es decir, sí. Dile… que…

—¿Que solo pintas modelos vivos? —propuso Alison.

—Sí… Pero dile que lo siento mucho. Y dales el pésame de mi parte, por favor.

—Así lo haré.

Desde la calle oí los bocinazos impacientes del taxista, así que me despedí, cerré con llave y me dirigí al taxi. Volvía a ser el Volvo rojo; el taxista metió el caballete y el lienzo en el maletero mientras yo montaba en el asiento de atrás.

Se sentó al volante y después me miró por el espejo retrovisor.

—¿Adónde vamos esta vez?

Le di la dirección y nos pusimos en marcha.

—Bueno, ¿a quién va a pintar hoy? —me preguntó mientras recorríamos Earl’s Court.

—A una anciana.

—Entonces tendrá muchas arrugas —dijo entre risas.

—Sí, y mucho carácter. Me gusta pintar a gente mayor. También me encanta mirar cuadros de gente mayor.

Pensé en los tiernos y dignos retratos que hacía Rembrandt de los ancianos.

—Un día tendrá que pintarme, ¡no se olvide!

—No se preocupe… No me olvidaré —le dije.

Tenía una cara interesante, de facciones marcadas.

El piso de la señora Carr estaba dentro de una mansión reconvertida que había en una callecita estrecha cercana a la animada Notting Hill Gate. Pagué al taxista, salí del coche y él me fue pasando los bártulos del maletero. A mi izquierda había una tienda de antigüedades, y a la derecha, una escuela de primaria. Me llegaban las voces y las risas de los niños, y el sonido de la pelota con la que estaban jugando. Llamé al timbre del piso número 9 y al cabo de un momento contestó por el interfono Sophia, la hija de la señora Carr.

—Hola, Gabriella. —Pulsó el botón para abrirme y empujé la puerta—. Coge el ascensor hasta la tercera planta.

Dentro del edificio eduardiano hacía frío. Las paredes continuaban revestidas de las baldosas originales de estilo art nouveau, que formaban un dibujo intercalado en verde y marrón. Me metí en el ascensor antiguo y subí entre ruidos metálicos hasta la tercera planta, donde se paró con un sonoro «clanc». En cuanto retiré la reja protectora, vi a Sophia esperándome al fondo del pasillo en penumbra. De cincuenta y tantos años, iba vestida con aire juvenil, con vaqueros y una americana de ante marrón. Llevaba el pelo rubio recogido en una coleta.

—Me alegro de volver a verte, Ella. —Mientras caminaba hacia ella, se fijó en el material—. Pero ¡cuántas cosas llevas! —Dio un paso adelante—. Deja que te ayude.

—Ay, gracias. No pesa mucho —añadí mientras ella cogía el caballete—. Es voluminoso, nada más.

—Gracias por venir a nuestra casa —dijo a la vez que me invitaba a pasar. Cerró la puerta—. Así es mucho más fácil para mi madre.

—No pasa nada.

No añadí que me gusta pintar a las personas en su propia casa. Me proporciona pistas muy importantes sobre quiénes son: sus gustos, qué comodidades prefieren y lo ordenadas que son con sus cosas; a partir de varias fotos familiares puedo saber lo sentimentales que son y, si hay invitaciones a la vista, lo mucho que socializan. Todo esto me da una primera idea de quién es la persona que voy a pintar antes de coger siquiera los pinceles.

—Mi madre está en la salita —me dijo Sophia—. Os presentaré y después te dejaré con ella mientras voy a hacerle la compra.

La seguí por el pasillo.

La salita era grande y tenía dos sillones orejeros verdes, una chaise longue en color amarillo limón y un sofá de tonos crema. Una alfombra persa en verdes y amarillos cubría la mayor parte del suelo de parquet barnizado de oscuro.

La señora Carr estaba de pie junto a la ventana del fondo. Era alta y muy delgada, pero ligeramente encorvada, y se apoyaba en un bastón. Llevaba el pelo teñido de un color caramelo pálido, peinado en capas de ondas suaves. De perfil tenía una nariz romana, y cuando se volvió para mirarme, vi que sus ojos lucían un azul asombrosamente oscuro, casi marino.

Sophia dejó el caballete en el suelo.

—¡¿Mami?! —hablaba más alto—. Esta es Gabriella. Puedes llamarla Ella.

—Hola, señora Carr.

Le tendí la mano.

La tomó con la izquierda. Noté sus dedos tan frescos y suaves como el papel de vitela. Cuando sonrió, su rostro se frunció con decenas de arruguitas y pliegues.

—Cuánto me alegro de conocerte.

Sophia recogió mi parka.

—¿Te apetece un café, Ella?

—Eh, no, gracias.

—¿Y a ti, mamá? ¿Te apetece un café?

La señora Carr negó con la cabeza y luego se acercó al sofá. Se sentó y apoyó el bastón contra el reposabrazos.

Sophia extendió la mano ante sus ojos.

—Volveré a las cuatro… ¡A las cuatro, mami! ¿De acuerdo?

—Muy bien, cariño. No hace falta que grites… —Mientras oíamos los pasos de Sophia que se alejaban, la señora Carr me miró y luego se encogió de hombros—. Cree que estoy sorda —dijo con aire pensativo.

La puerta del piso creó una leve reverberación al cerrarse.

Miré la habitación con más detenimiento. Una pared estaba abarrotada de libros; las otras presentaban una variada colección de litografías y cuadros, todos ellos colgados de una guía, en un atractivo desorden. Abrí la bolsa.

—¿Lleva mucho tiempo viviendo aquí, señora Carr?

Extendió la mano.

—Por favor, llámame Iris… Al fin y al cabo, vamos a pasar mucho tiempo juntas.

—Muy bien, lo haré… Gracias.

—En respuesta a tu pregunta: quince años. Me mudé aquí cuando murió mi marido. Vivíamos relativamente cerca, en Holland Street. La casa era demasiado grande y triste para mí sola; pero quería quedarme en el barrio, porque aquí tengo muchos amigos.

Monté el caballete.

—¿Y tiene más hijos?

Iris asintió con la cabeza.

Otra hija, Mary, que vive en Sussex. Sophia vive a la vuelta de la esquina, en Brook Green; pero las dos son muy buenas conmigo. Este retrato fue idea suya… Una idea muy bonita, creo yo.

—¿Le han hecho un retrato alguna vez?

Iris vaciló.

—Sí. Hace mucho tiempo… —Entrecerró los ojos, como si reviviera el recuerdo—. Pero… un día, sin más, las chicas me dijeron que querían tener un retrato mío. Al principio yo no estaba segura de si quería que me pintaran a esta edad, pero tengo que aceptar que ahora mi cara es vieja.

—También es una cara hermosa.

Sonrió.

—Qué amable eres.

—No, es cierto. —Tenía la impresión de que Iris y yo íbamos a llevarnos bien—. Bueno…, voy a prepararlo todo. —Saqué las pinturas y la paleta. Me puse el delantal y coloqué un plástico alrededor del caballete para no manchar el suelo—. ¿Y ejerció alguna carrera profesional, Iris?

Suspiró.

—Ralph trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores, así que esa era mi carrera, ser la esposa de un diplomático… Hacer ondear la bandera cuando me mandaban en diversas partes del mundo.

—Parece muy emocionante… ¿Y dónde vivieron?

—En Yugoslavia, Egipto e Irán (fue antes de la revolución), y en la India y Chile. Nuestro último destino fue París, lo cual fue una maravilla.

Mientras Iris hablaba, yo estudiaba su rostro, me fijaba en cómo se movía y sobre qué puntos de sus facciones recaía la luz.

Saqué el bloc de dibujo y un carboncillo.

—Su vida suena maravillosa.

—Lo ha sido… en casi todos los sentidos.

Me senté en el sillón orejero que había más próximo a Iris, la miré y empecé a realizar trazos rápidos.

—No es más que un boceto preliminar. —El carboncillo se deslizaba con agilidad por el papel, emitiendo algún que otro chirrido—. ¿Y proviene de una familia de diplomáticos?

—No, mi padrastro trabajaba en una empresa en la City. Entonces, ¿vas a pintarme aquí sentada?

—Sí. —Bajé el bloc—. Si está a gusto ahí.

—Estoy muy a gusto, gracias. ¿Y la luz es adecuada?

—Es preciosa. —Eché un vistazo por la ventana, desde la que vi la cúpula del cine Coronet y, detrás, un retazo de cielo palillo—. Hoy hay muchas nubes altas. Esto está bien, porque elimina las sombras muy fuertes. —Continué dibujando y después le di la vuelta al bloc para mostrarle a Iris lo que había hecho—. Voy a pintarla así, en posición de tres cuartos.

Lo observó.

—¿Saldrán mis manos en el cuadro?

—Sí.

—En ese caso, me pondré uno o dos anillos.

—Sí, por favor. Me encanta pintar joyas.

Me limpié una mancha de carboncillo del pulgar.

—¿Y qué te parece la ropa? —preguntó Iris—. Sophia me dijo que te gusta opinar a la hora de elegir qué se ponen las personas que pintas.

—Sí, siempre que a ellas no les importe. —Pensé en Celine.

—A mí no me importa en absoluto.

—Es muy fácil trabajar con usted —le dije agradecida.

Iris parecía contundida.

—¿Y por qué no iba a serlo? Vas a conseguir que pase a la posteridad… Lo mínimo que puedo hacer es colaborar. Mis hijas dicen que tus retratos tienen tanta vida que casi parece que los modelos vayan a saltar del marco.

—Gracias… Es todo un cumplido.

—Pero en realidad no he visto ninguno.

—Ah. —Debería haber llevado algunas fotos para enseñárselas—. ¿Tiene ordenador, Iris? —Negó con la cabeza—. Entonces, le enseñaré algunas de las fotos que llevo en el móvil. Tiene una pantalla bastante buena.

Saqué el teléfono, fui a «Galería de imágenes» y toqué una de las fotografías del tamaño de una uña para agrandarla. Le tendí el móvil a Iris.

Se lo acercó a los ojos y asintió con admiración.

—Es Simón Rattle, el director de orquesta.

Asentí.

—La Filarmónica de Berlín me lo encargó el año pasado; estuve allí una semana y fui pintándolo entre un ensayo y otro. Es un buen modelo, muy paciente.

—Intentaré ser como él.

Cogí el móvil de las manos de Iris, toqué otra imagen y después volví a dárselo.

—Esta es la escritora P. D. James.

—Ya me hago una idea… Entiendo lo que querían decir mis hijas… En su obra hay mucha vitalidad.

Cuando la señora Carr me devolvió el móvil, me fijé en que tenía algunos correos electrónicos sin leer. Toqué la bandeja de entrada y vi la invitación a una exposición del museo V&A y un mensaje de Chloë. Justo en ese momento llegó otro correo electrónico, uno que se había reenviado automáticamente desde mi página web. Noté un cosquilleo de emoción, porque era probable que fuese un encargo; se leía el principio de la primera línea: «Querida Ella: Me…». Sin embargo, resistí la tentación de abrirlo porque no quería arriesgarme a que Iris se molestara. Estaba allí para pintarla, no para leer mis mensajes. Guardé el teléfono en el bolso.

—Bueno, ahora vamos a decidir qué me pongo —dijo Iris—. Acompáñame, por favor.

Alargó la mano para coger el bastón, se dio impulso para ponerse de pie y la seguí por el pasillo hasta llegar al dormitorio. Era grande y luminoso, con cortinas de chintz en azul pálido y una cubierta con flecos también azul. Apoyado en una pared había un armario grande de estilo art déco de nogal barnizado. Cuando Iris abrió las puertas del armario, se desprendió un aroma a lirio de los valles.

—¿La ayudo a sacar las cosas? —le pregunté.

—No… Ya me apaño. Gracias. —Iris apoyó el bastón contra la pared y luego, con manos algo temblorosas, sacó un vestido rosa con un estampado ligero y un traje de tweed azul. Los dejó encima de la cama—. ¿Qué te parecen?

Miré las prendas y después a Iris.

—Cualquiera de los dos le quedaría bien, pero… mejor el traje, creo.

Iris sonrió.

—Confiaba en que dijeras eso. Ralph me lo compró en Simpson’s durante un viaje. En realidad no podía permitírselo, pero se dio cuenta de que me encantaba y quiso que lo tuviera.

—Es perfecto. ¿Y qué joyas se pondrá?

—Únicamente un collar de lapislázuli que me hicieron por encargo cuando estaba en la India.

Iris se aproximó al tocador y levantó la tapa de una cajita de sándalo muy ornamentada. Mientras tanto, eché un vistazo por la habitación. En una pared había un espejo dorado, flanqueado por un par de cuadritos alpinos. Encima de la cama había un tapiz de seda de una grulla crestada. En la repisa de la ventana vi un jarrón persa azul, que proyectaba una sombra de color cobalto en el alféizar.

—¿Serías tan amable de acercarme el bastón? —oí que me pedía Iris—. Está apoyado en la pared, ahí, junto al armario.

Al recogerlo, me fijé en un cuadro que había al lado de la cama. En él había dos niñas pequeñas jugando en un parque. Tendrían unos tres y cinco años, y se tiraban una pelota roja la una a la otra mientras un perrillo correteaba a sus pies en un borrón de pelo marrón. En un banco cercano habían pintado a una mujer con un delantal blanco que hacía punto.

Lo observé.

—Qué cuadro tan precioso.

Iris se dio la vuelta.

—Sí…, ese cuadro es muy especial. Más que eso, no tiene precio —añadió en voz baja.

Intenté disimular la curiosidad.

—Está muy bien hecho, sí, muy fino.

Le entregué el bastón a Iris y volví a contemplar el cuadro.

—¿Acaso es… heredado?

Dudó un momento.

—Lo compré en una tienda de antigüedades en mil novecientos sesenta, por diez chelines y seis peniques.

Me volví hacia ella.

—Así que sencillamente… le gustó.

Iris no despegaba los ojos del cuadro.

—Bueno, fue algo más que «gustarme»… —Hizo una pausa—. Me sentí atraída hacia él…, guiada hacia él, pienso a veces.

Esperé a que me diera más explicaciones, pero no dijo nada más.

—Bien —dije al cabo de un momento—, es fácil comprender por qué se enamoró del cuadro. Tiene una composición bellísima y mucho…, iba a decir «encanto», pero en realidad creo que tiene sentimiento.

Iris asintió.

—Sí, se nota que se hizo con mucho sentimiento.

—La mujer del banco debe de ser la niñera de las chiquillas.

—Tienes razón.

—Parece absorta en la labor, pero en realidad está mirando a las niñas, de refilón, lo que le da un punto muy interesante. Diría que es de principios de los años treinta. Me pregunto dónde fue pintado…

—En Saint James’s Park, cerca del lago.

Analicé el agua gris plateada que brillaba en segundo plano.

—En cualquier caso, es precioso. Seguro que la alegra con solo mirarlo.

—Todo lo contrario —murmuró—. Me pone triste. —Se sentó en la cama poco a poco—. Pero bueno, ahora voy a cambiarme, así que, si no te importa dejarme unos minutos…

—Claro, claro.

Regresé a la salita. Mientras me ponía el delantal, me pregunté por qué ese cuadro afectaba tanto a Iris. Por supuesto, cada uno ve cosas distintas en las obras de arte; sin embargo, objetivamente la escena era alegre, un momento feliz, ¿por qué la entristecía?

Mientras preparaba la paleta de óleos, sonó el móvil. Contesté al instante.

—Me ha llamado —soltó Polly, emocionada.

—¿Quién te ha llamado?

—Jason… Del anuncio de Pato WC; acaba de llamarme y me ha propuesto que comamos juntos el sábado.

—Genial —susurré—. Pero ahora no puedo hablar, Pol… Estoy haciendo un retrato.

—Ay, perdón… Te dejo que sigas.

Al apretar el botón de «finalizar llamada», vi el icono del sobre de mensajes nuevos; me sentí tentada de abrir el correo electrónico desde la página web, pero entonces oí los pasos de Iris.

—Bueno…

Estaba de pie en el vano de la puerta. El traje le sentaba de maravilla y resaltaba el azul intenso de sus ojos; se había dado unos toques de colorete y se había pintado los labios con carmín rosado.

—Está guapísima, Iris.

Volví a meter el teléfono en el bolso. Sonrió.

—Gracias. Ahora ya podemos empezar.

Iris se sentó en el sofá, se alisó la falda y volvió la cabeza hacia mí. Mientras la observaba, sentí ese escalofrío que me recorre cada vez que empiezo un retrato. Estuvimos un rato en silencio. Solo se oía el roce suave del pincel en el lienzo mientras yo perfilaba las formas principales del retrato con pintura ocre muy aguada.

Al cabo de un par de minutos, Iris cambió de postura.

—¿Está cómoda? —le pregunté, preocupada.

—Sí… Pero reconozco que me da un poco de vergüenza.

—Es normal —la tranquilicé—. Posar para un retrato es una experiencia bastante rara, para las dos partes, porque se establece esta relación repentina. Me refiero a que acabamos de conocernos, pero aquí estoy, mirándola descaradamente: es un primer encuentro muy poco natural.

Iris sonrió.

—Estoy segura de que no tardaré en acostumbrarme a tu… escrutinio. Pero ¿no preferirías pintar a alguien joven?

—No. Prefiero pintar a personas mayores. Es mucho más interesante. Me encanta ver una vida entera marcada en un rostro, con toda la experiencia y la perspicacia.

—¿Y el arrepentimiento? —se aventuró a decir Iris en voz baja.

—Sí… Muchas veces también se ve eso. Sería extraño que no lo hubiera.

—Entonces… ¿tus modelos se ponen tristes a veces?

El pincel se detuvo.

—Sí, sobre todo los ancianos, porque mientras posan, recapitulan sobre su vida. Algunas veces la gente llora.

Pensé en Mike y me pregunté una vez más qué podía haberle ocurrido para que se sintiera tan desdichado.

—Bueno, te prometo que no lloraré —dijo Iris.

Me encogí de hombros.

—No pasa nada si llora. Voy a pintarla a usted, Iris, con toda su humanidad, tal como es… O por lo menos, tal como la veo.

—Entonces, tienes que ser muy receptiva para hacer lo que haces.

—Es cierto. —Solté el aire contenido—. Y ni siquiera se me ocurriría intentar hacerlo si no creyera que soy receptiva. Los retratistas tienen que ser capaces de detectar cosas acerca de su modelo, para intentar averiguar quién es esa persona.

Continué trabajando en silencio titilante unos minutos

—¿Y alguna vez te has pintado a ti?

El pincel se detuvo en mitad de una pincelada.

—No.

La sorpresa cruzó las facciones de Iris.

—Pensaba que los artistas que pintaban retratos hacían también autorretratos.

«Ahora te llamas Ella Graham».

—Bueno… yo no. Por lo menos, no desde hace muchos años.

«Y no hay más que hablar…».

—Pero… Me encantaría que me contara más cosas sobre la época en que vivió en el extranjero, Iris. Seguro que conoció a personas muy interesantes.

—Sí, es cierto —dijo con afecto—. En realidad, eran algo más que «personas», eran «personalidades». Déjame pensar… ¿De qué nombres me acuerdo? —Achinó los ojos—. Conocimos a Tito —empezó—. Y a Indira Gandhi; tengo una foto de Sophia, con cinco años, sentada en su regazo. También conocí al presidente Nasser, un año antes de lo de Suez; bailé con él en una fiesta de la embajada. En Chile conocimos a Salvador Allende; tanto a Ralph como a mí nos pareció un encanto, y por eso nos indignamos con lo que los estadounidenses hicieron para ayudar a derrocarlo, aunque nunca habríamos podido decirlo abiertamente. La discreción es un aspecto frustrante, aunque necesario, de la vida de un diplomático.

—¿Qué destino fue el que más le gustó?

Iris sonrió.

—Irán. Fuimos a mediados de la década de mil novecientos setenta. Era tan bonito como el paraíso, y tengo unos recuerdos maravillosos de nuestra etapa allí.

—Pero supongo que sus hijas estudiaron en un internado.

Asintió.

—En Dorset. No podían pasar con nosotros todas las vacaciones, y eso fue muy duro. Su tutor era muy bueno, pero nos rompía el corazón tener que separarnos de nuestras dos hijas.

Se produjo otro silencio, roto únicamente por el apagado rumor del tráfico por Kensington Church Street.

—Iris… Espero que no le moleste que se lo pregunte, pero… el cuadro de su dormitorio…

Se removió levemente.

_¿Sí?

—Me ha dicho que la pone triste. No dejo de preguntarme por qué… Es una estampa muy alegre.

Al principio Iris no contestó, y durante unos segundos barajé la posibilidad de que en realidad sí estuviese un poco sorda. Estaba planteándome si volver a preguntárselo o no cuando la anciana suspiró con aflicción.

—Ese cuadro me entristece porque detrás hay una historia triste. Me enteré unos años después de haberlo comprado. —Exhaló otro profundo suspiro—. A lo mejor podría contártela…

De pronto me sentí como una cotilla.

—No tiene por qué, Iris… No quería parecer entrometida; simplemente me sorprendió su comentario, nada más.

—Es más que comprensible. En apariencia, sí es una estampa alegre. Dos niñas pequeñas que juegan en un parque… —Hizo una pausa y entonces me miró fijamente—. Sí, voy a contarte la historia, Ella, porque eres artista y creo que lo comprenderás.

¿Comprender el qué?, me pregunté. ¿Cuál podía ser la historia triste que ocultaba el cuadro? Entonces, con una punzada de ansiedad, se me ocurrió que tal vez las chiquillas no hubieran sobrevivido a la guerra, o quizá le hubiera ocurrido algo horrible a la niñera. Ya no estaba tan segura de querer escuchar la historia, pero Iris ya había empezado a contarla:

—Compré el cuadro en mayo de mil novecientos sesenta. Entonces vivíamos en Yugoslavia, nuestro primer destino; pero había vuelto a casa con Sophia, que tenía tres años, para dar a luz a mí segunda hija, Mary. En Belgrado había buenos hospitales, pero decidí tenerla en Londres, para que mi madre pudiera ayudarme. Además, entonces ya se había quedado viuda y deseaba aprovechar la oportunidad de pasar más tiempo con ella; así pues, me instalé en su casa durante tres meses.

Analicé a Iris y marqué la curva que formaba su mejilla derecha.

—Mi madre vivía en Bayswater. Había pasado la mayor parte de su vida de casada en Mayfair, pero, como ya te he dicho, mi padrastro lo perdió todo después de la guerra. —Me pregunté qué habría ocurrido con el verdadero padre de Iris—. Una semana antes de salir de cuentas, fui a dar un paseo con Sophia, la llevaba en la sillita. Tomamos un helado en Whiteleys y después recorrimos sin prisa la zona de compras de Westbourne Grove; entonces pasamos por delante de una tiendecita de antigüedades, miré el escaparate y vi el cuadro. Recuerdo que me quedé petrificada, no podía dejar de mirarlo: me sentí completamente embelesada, capturada por el cuadro…, lo mismo que te ha pasado hoy a ti. Sophia me miró y se quejó porque quería que siguiéramos paseando, así que reanudé la marcha. Pero no podía quitarme la estampa de la cabeza. Por eso, unos minutos más tarde, regresé y llamé a la puerta.

»El propietario de la tienda me dijo que el cuadro le había llegado la semana anterior. Se lo había vendido junto con otras cosas una mujer que lo había encontrado en el ático de su difunto hermano, ya que había estado limpiando la casa. No estaba segura de quién era el pintor, porque no llevaba firma, pero en el reverso del lienzo ponía el año en que había sido pintado: mil novecientos treinta y cuatro. Era muy caro para mí, aunque lo compré de todos modos, y mientras volvía con él a casa recuerdo que sentí algo que solo puedo describir como una especie de alivio.

»Se lo enseñé a mi madre y lo miró con detenimiento, y no dijo nada. Me dolió su falta de entusiasmo, pero supuse que se debía a que pensaba que aquello había sido un capricho extravagante. Reconocí que sí, era muchísimo dinero, pero añadí que me había enamorado del cuadro y sencillamente “tenía que comprarlo”. Entonces lo colgué en mi habitación.

»A la semana siguiente nació Mary y me quedé con mi madre otros dos meses más. Me ayudaba en todo, pero parecía triste, a pesar del nacimiento de la niña; di por hecho que era porque yo regresaría pronto a Yugoslavia y me llevaría a sus nietas, lo que implicaba que tardaría mucho tiempo en volver a vernos.

—¿Tenía usted hermanos?

—Sí, una hermana mayor, Agnes, que vivía en Kent. En fin, el caso es que antes de regresar a Belgrado, almacené el cuadro junto con todas las demás cosas que Ralph y yo habíamos guardado.

—¿Podría levantar un poco la cabeza, Iris? Estoy dibujándole la frente. —La miré desenfocando los ojos—. Así mejor. Bueno, ¿y qué pasó después?

Iris cerró las manos, que tenía apoyadas en el regazo.

—En mil novecientos sesenta y tres regresamos a Londres para hacer una pausa de dos años antes de nuestro siguiente destino internacional. Nos alegrábamos de estar de vuelta, aunque teníamos la pena de que mi madre hubiera muerto unos meses antes. Creo que intuía que era posible que no volviera a verme, porque sus últimas cartas habían estado teñidas de dolor… Me dijo que no había sido una buena madre en algunos aspectos importantes; me dijo que se arrepentía de muchas cosas. En ese momento, pensé que la distancia entre nosotras había provocado que se sintiera vulnerable; así que le respondí que había sido una madre muy cariñosa y atenta, algo que, en conjunto, era cierto…

Iris se sacudió una mota de la falda.

—En fin… Ralph y yo volvimos a instalarnos en nuestra casa de Clapham, que habíamos tenido alquilada mientras estábamos fuera. Recuerdo el día en que nos trajeron las cosas del guardamuebles y Sophia y Mary, que entonces tenían seis y tres años, nos ayudaron encantadas a quitar todos los embalajes. Para ellas era como una segunda Navidad. Al final, llegamos a las cajas con la porcelana y las copas de cristal, y luego desenvolvimos los pocos cuadros que poseíamos y allí, envuelto con unas hojas viejas del Daily Express, estaba mi cuadro. Me alegré tanto de volver a verlo…

Iris hizo una pausa y luego continuó con la historia.

—Era la primera vez que Ralph lo veía, aunque ya le había hablado de él. Mientras lo observaba con detenimiento, me dijo que sin duda era muy bueno y añadió que le pediría a nuestro vecino, Hugh, que trabajaba en la casa de subastas Sotheby’s, que le echara un vistazo. Así pues, unos días más tarde Hugh fue a vernos y nos dijo que el motivo por el que no estaba firmado era que, probablemente, se trataba de un estudio para un cuadro más grande. Estaba casi seguro de que el autor era Guy Lennox, un retratista famoso en los años veinte y treinta. Ralph le preguntó cuál podía ser el valor aproximado, y recuerdo que me alarmé, porque sabía que jamás podría separarme de él. Y mucho menos desde que yo también era madre de dos hijas. Eso hizo que presintiera que por esa precisa razón me había atraído tanto el cuadro; cuando estaba embarazada, estaba convencida de que iba a tener otra niña…, y así fue. En fin, me alivió oír que, según Hugh, el cuadro nunca llegaría a valer una fortuna, porque Lennox no era más que un buen artista figurativo que pintaba retratos por encargo. Y cuando yo estaba a punto de acostar a las niñas, añadió que su tío había tenido mucha relación con Lennox; recordaba que le había contado que Lennox había tenido una vida desdichada.

—¿De verdad?

—Hugh se ofreció a averiguar más cosas sobre él si me interesaba el tema, y le dije que sí. Por tanto, durante una visita que hizo a su tío en Hampshire poco después, le enseñó el cuadro. Cuando Hugh volvió a traernos el cuadrito, nos confirmó que era de Guy Lennox. Entonces ya conocía muy bien la historia de su vida. Nos contó que había nacido en mil novecientos y había combatido en la Primera Guerra Mundial, pero se había intoxicado durante un ataque de gas en la batalla de Passchendaele y lo habían mandado a casa. Mientras se recuperaba, había aprendido a pintar de manera autodidacta, y después de la guerra había estudiado en la Escuela de Arte Gamberwell, que es donde había conocido al tío de Hugh. Entonces decidió especializarse en retratos y, por eso, en mil novecientos veintidós empezó a estudiar mejor la técnica en la Escuela de Bellas Artes Heatherly, en Chelsea. Seguro que la conoces.

—Sí, la conozco muy bien. Antes impartía clases en Heatherly.

—Mientras estudiaba, Guy se enamoró locamente de una de las modelos: una chica muy hermosa llamada Edith Roche. Sus padres intentaron poner fin a la relación, pero en 1924 Guy y Edith se casaron en el ayuntamiento de Chelsea. En 1927 tuvieron una hija, seguida quince meses más tarde por la segunda. En esa época, Guy comenzaba a hacerse famoso, estaba de moda, podríamos decir. Estaba muy solicitado, y pintaba a todo aquel que fuese «alguien»: figuras literarias y políticas, y miembros de la aristocracia. Pasó a formar parte de la Royal Academy y ahorró lo suficiente para comprar una casa en la zona bohemia de Glebe Place, con su propio estudio. La vida le sonreía en todos los aspectos… Hasta el día en que le encargaron que pintase a un hombre llamado Peter Loden…

Iris dejó de hablar.

—¿Y… quién era Peter Loden? —le pregunté al cabo de unos segundos.

Iris parpadeó, como si resurgiera de algún ensueño.

—Era comerciante de petróleo —respondió—. Era muy rico: había instalado el primer oleoducto en Rumania. Tenía una mansión al lado de la opulenta Park Lane; parecía salido de La saga de los Forsyte —añadió como si estuvieras ausente.

—¿Cuántos años tenía?

—Treinta y ocho, todavía soltero. Le gustaban las faldas. En mayo de mil novecientos veintinueve, ganó un escaño con el Partido Conservador en las elecciones generales y, para celebrarlo, le pidió a Guy Lennox que le hiciera un retrato. Le gustó tanto cómo quedó el cuadro que decidió hacer una inauguración oficial para presentarlo. Así pues, en septiembre de ese año dio una fiesta por todo lo alto, a la que invitó a tout le monde. También invitó a Lennox y a su esposa; y cuando Peter Loden y Edith…

—Ah…

—Se quedó absolutamente prendado de su belleza; ella se sentía halagada de recibir las atenciones de un hombre tan rico y poderoso. No tardó en correr el rumor de que Edith Lennox tenía una aventura con Peter Loden; y lo peor de todo era que Guy tenía que continuar trabajando, a sabiendas de que los miembros de la alta sociedad que él pintaba cotilleaban sobre su mujer.

—Debió de ser horrible para él.

Iris asintió.

—Debió de ser una tortura. Y al final tuvo consecuencias devastadoras en la vida de Guy, porque al cabo de tres meses, Edith le pidió el divorcio. Y por si Loden y ella no le habían hecho suficiente daño… —añadió Iris, fatigada—, toda su vida se torció y se volvió insoportable para el pobre hombre, que tenía el corazón destrozado, porque…

Iris levantó la mirada. La puerta principal se abrió, oímos un gruñido cuando se cerró de un portazo y después unos pasos. Al instante apareció Sophia, acarreando cuatro voluminosas bolsas de la compra reciclables, con la cara sonrosada por el esfuerzo.

—¡Estoy molida! —Nos sonrió con expresión benévola—. He tenido que cargar con esto desde Ken High Street. Bueno, de todas formas, me va bien hacer ejercicio. —Señaló el caballete con la cabeza—. ¿Qué tal lo lleváis?

—Eh…, bien —respondió Iris. Miró el reloj—. Pero llegas pronto, Sophia. Son las cuatro menos cuarto.

—Ya lo sé, pero he comprado todo lo que necesitabas, excepto el jamón de Parma, ¡no había jamón de Parma, mamá!, así que se me ocurrió que era mejor volver. Pero no os molestaré. Voy a guardar todas estas cosas.

Desapareció y enseguida oímos cómo abría armarios de la cocina y los cerraba soltando las puertas de golpe.

Iris me dedicó una sonrisa compungida.

—Bueno… Creo que es un buen momento para terminar la sesión.

Asentí con la cabeza a regañadientes y sujeté el lienzo con unas pinzas al portalienzos que había traído.

—Bueno, pues hasta la próxima, Iris.

Plegué las patas del caballete.

—Tendrá que ser después de Semana Santa —me dijo Iris—. Voy a pasar una semana en casa de mi otra hija, Mary.

Saqué la agenda del bolso.

Mientras apalabrábamos la siguiente sesión, Sophia volvió al salón.

—¿Hace falta que esté también la próxima vez? —preguntó—. Podría venir si queréis.

—Gracias por ofrecerte, cariño —contestó Iris—. Pero ahora que Ella y yo nos conocemos, podemos continuar solas donde lo habíamos dejado.

Asentí con la cabeza. Sophia me entregó el abrigo y me lo puse.

—Esta sesión ha sido un placer, Iris.

—Lo mismo digo —contestó—. Me ha encantado. Bueno, hasta la próxima…

Sonreí a modo de despedida y recogí todas mis cosas.

Sophia me sujetó la puerta mientras salía.

—¿Quieres que te eche una mano? —preguntó con amabilidad.

—No hace falta, gracias. —Me recoloqué la bolsa de asas con el material para que no se me cayera del hombro—. Adiós, Sophia…

—Adiós, Ella.

La puerta se cerró detrás de mí.

Bajé traqueteando en el ascensor y después anduve hasta Kensington Church Street, donde llamé a un taxi. Mientras me sentaba en la parte trasera, mi mente vagaba, imaginando a Guy Lennox, la bella Edith y el empresario Peter Loden, y las dos chiquillas, la niñera y el perro; me resultaban casi tan reales como si los hubiera conocido en persona. No tardamos en pasar por Glebe Place y alargué el cuello para echar un vistazo, preguntándome en qué casa habría vivido Lennox.

De repente, se encendió el intercomunicador del taxista.

—¿Ha dicho Umbria Place, señorita?

—Sí, está cerca de la Imperial Gas Works.

—Ya lo sé… En tres minutos estaremos allí, si el tráfico sigue fluido.

Rebusqué en el bolso para encontrar el monedero. Al ver el móvil, me acordé de que tenía un correo electrónico sin leer que alguien había enviado a mi página web. Así pues, fui a la bandeja de entrada y lo abrí, y en cuanto empecé a leerlo, la historia de Guy Lennox se evaporó. Una sacudida me recorrió la espina dorsal.

«Querida Ella: Me llamo John Sharp…».