Capítulo 2

—Voy a reducir al máximo el número de sesiones —le dije a Polly con fastidio a la mañana siguiente, mientras estábamos sentadas en su habitación, desde la que se ven los jardines del Parsons Green. Había ido a devolverle el retrato, cuidadosamente envuelto en plástico de burbujas—. No es que me muera de ganas de pasar doce horas con ese capullo para pintarle la cara… O mejor dicho, las dos caras. Lo pintaré como al dios Jano —amenacé muy seria.

La lima de uñas de Polly se detuvo en mitad de una pasada.

—Intuyo que sigue sin caerte bien.

Me estremecí con desagrado.

—No es que no me caiga bien, es que lo tengo atragantado… Y no me fío de él. —Me senté en la repisa interior de la ventana—. Ya te dije cómo se comportó antes de la fiesta.

—Ajá.

Polly se contempló la yema del dedo índice de la mano izquierda y después continuó limándose la uña. El sonido rasposo de la lima de esmeril camuflaba el zumbido del tráfico matutino.

—Habló de forma muy despectiva sobre Chloë… Y además, era evidente que mantenía una relación con la mujer con la que lo pillé hablando por teléfono. Esas dos excelentes razones hacen que le haya cogido manía.

Polly cambió de postura en la cama.

—Me parece justo, aunque… Supongamos que mantuviera una relación con esa otra mujer…

—La mantenía.

—Pero en aquel momento hacía poco que conocía a Chloë, así que tal vez estuviera tanteando antes de elegir. —Se encogió de hombros—. Muchos hombres lo hacen.

—Bueno…, vale. Pero no es una excusa.

—O tal vez fingiera que Chloë no lo importaba para proteger los sentimientos de la otra mujer. —Polly se sopló las puntas de los dedos—. Yo no lo sentenciaría por eso.

—Pero si quería proteger los sentimientos de la otra mujer, entonces no debería haberle hablado de la fiesta en casa de Chloë. Tendría que haberle mentido.

Polly me miró.

—¿Y ahora me dirás que no te fías de él porque no mintió?

—Sí. No… Pero… ¿y si sigue liado con esa otra mujer?

Empezó a limarse la uña del pulgar.

—¿Ahora que Chloë y él se han comprometido? Lo dudo.

—Pero no hace tanto, así que podría ser… Y está claro que él no es trigo limpio. No quiero que vuelvan a romperle el corazón a Chloë. Ya lo pasó bastante mal la última vez.

Polly alargó la mano para coger el tubo de crema de manos que tenía en la mesilla de noche.

—Ella… ¿Cuántos años tiene ahora Chloë?

—Eh…, casi veintinueve.

—Exacto. Ay… —Hizo una mueca mientras intentaba desenroscar la tapa—. ¿Puedes abrírmelo, por favor? —Se inclinó hacia mí y me tendió el tubo—. No quiero arriesgarme a que se me rompa una uña… Mañana trabajo.

—¿De qué? —le pregunté mientras lo desenroscaba.

—Para la filmación de un documental. Mis manos servirán de doble de las de Keira Knightley… Tengo que ponérselas en la cara, así. —Polly se llevó las palmas a las mejillas—. Me arrodillaré detrás de ella y las colocaré a tientas, así que confío en no meterle los dedos por la nariz. Me pasó una vez con la modelo Liz Hurley. Menudo bochorno.

—Ya me lo imagino.

Le devolví a Polly el tubo abierto.

Sacó una gota de crema y se la frotó sobre los nudillos.

—Chloë tiene que cometer sus propios errores.

—Claro que sí. El problema es que sus errores son garrafales… Como liarse con un hombre casado. Lo primero que supo sobre Max fue que tenía esposa.

—Recuérdame cómo se conocieron.

—Chloë y yo habíamos entrado en la librería Waterstone’s de King’s Road; vimos que Sylvia Shaw estaba firmando su último libro y, como a Chloë le habían gustado los dos primeros, decidimos quedarnos a la presentación. Mientras Chloë hacía cola para que le firmara un ejemplar, empezó a hablar con un hombre (enseguida me di cuenta de que le gustaba mucho), y él le dijo que era el marido de Sylvia Shaw. Y así fue como empezó…, ¡delante de las narices de su esposa!

—¿Y su mujer no llegó a enterarse?

—No. Chloë dice que estaba demasiado absorta escribiendo para darse cuenta. Pero Chloë estaba coladita por él. ¿Te acuerdas de lo hecha polvo que se quedó cuando por fin lo dejaron? —Polly asintió con cara seria—. Adelgazó tanto que acabó flaca como un palo. Y lo que se hizo en el pelo…

—Fue un poco… radical.

—Fue una salvajada. Parecía que hubiera ido a… la guerra.

Polly se puso crema en la otra mano.

—De eso hace un año y medio —comentó para tranquilizarme—. Chloë ya ha levantado cabeza.

—Confío en que sí… Pero siempre ha sido muy frágil. No es como mamá, que tiene un alma de hierro.

—Así son las bailarinas de ballet, ya lo sabes —se limitó a decir Polly—. Tienen que aprender a bailar aunque se mueran de dolor, ¿no? Tanto si se les rompe una uña del pie como si se les rompe el corazón. Vaya… —Se miró la mano izquierda y después cogió la lupa que guardaba en la mesita para observarla bien a través de la lente—. Tengo una peca. ¿Cómo puede ser? —se lamentó—. Me pongo protección del factor cincuenta en las manos durante todo el año… Me dan más rayos ultravioleta en el trasero que en las manos. ¿Dónde está el corrector?

Polly fue al tocador y rebuscó entre todas las cremas solares, esmaltes de uñas y frascos de bolas de algodón.

—No puedo permitirme ni una sola imperfección —murmuró. Levantó una foto enmarcada de su hija, mi ahijada Lola—. Aquí está…

Volvió a sentarse encima de la cama e, igual que antes, me tendió el tubo para que se lo abriera.

—Ya sé cuánto te preocupas siempre por Chloë.

Desenrosqué la tapa y le entregué el tubo.

—Bueno, es mucho más joven que yo, conque sí…, me preocupo.

—Es un detalle por tu parte, pero ahora deberías… dejar que caminara sola. —Polly me miró—. Teniendo en cuenta que te conozco desde los seis años, creo que puedo decírtelo. —Empezó a masajearse con el corrector para aclarar la piel de la ofensiva manchita marrón—. Chloë ha superado lo de Max lo suficiente para ser capaz de casarse con Nate… Alégrate por ella y ya está, Ella.

—Estaría emocionada si Nate me cayese bien —gruñí—. Y ¿por qué tiene que regalarle un retrato? Si quiere gastarse todo ese dinero, ¿por qué no le compra algo normal, como un reloj de oro o… gemelos de diamantes o algo así?

Polly se miró la mano entrecerrando los ojos.

—¿Por qué no los pintas juntos?

—Se lo propuse, pero Chloë quiere un retrato de Nate solo. Piensa regalárselo el día anterior a la boda.

—¿Y cuándo será?

—El tres de julio… Que coincide con el cumpleaños de mi hermana.

—Bueno, siempre había querido casarse antes de los treinta.

—Sí… Y a lo mejor eso explica que se hayan comprometido tan rápido. Como si a la gente le importase a qué edad se casa una mujer o si se casa o deja de casarse; quiero decir, tengo treinta y cinco y sigo soltera, pero en realidad no veo…

Perdí el hilo.

—Yo tengo treinta y cinco —dijo Polly— y estoy divorciada. —Se pasó un mechón de color rojizo dorado por detrás de la oreja—. Pero no me importa. Lola mantiene una buena relación con Ben, y eso es lo primordial. Aunque él se escaquea un poco con la manutención —añadió con fastidio—. Este año, la matrícula del colegio de Lola me ha costado quince mil con todos los extras, así que menos mal que estos dedos me dan ingresos.

Observé las manos de Polly, con sus dedos largos y delgados y esas uñas tan brillantes.

—Son preciosas. Y tienes unos pulgares fantásticos.

—Gracias. Pero no es solo por el aspecto… Mis manos saben actuar. Saben estar tristes o contentas. —Jugueteó con los dedos—. Saben enfadarse… —Apretó los puños—. O ser juguetonas. —«Caminó» con los dedos por el aire—. Saben ser autoritarias… —Abrió las palmas con rigidez—… o suplicantes. —Las cerró como si rezara—. Cubren todo el espectro, vaya.

—Debería haber una categoría en los Oscars dedicada a las manos.

—Pues sí. Bueno… —Polly volvió a mirarlas con detenimiento—. Ya están listas. Ahora me tocan los deditos de los pies.

—¿También van a salir en la película?

—No. Pero la semana que viene tienen que rodar un anuncio de sandalias Birkenstock, así que deben estar en plena forma.

Polly se quitó a patadas las voluminosas zapatillas de piel de borreguillo y estudió sus pies esbeltos del número 39 con los dedos perfectamente rectos, las uñas pintadas de un rosa nacarado, el puente del pie alto y elegante, y los talones suaves y rosados. Satisfecha al ver que no había imperfecciones que pulir, los metió en el baño de burbujas para pies que tenía preparado y encendió el aparato.

—Ah, qué maravilla —comentó mientras el agua burbujeaba alrededor de sus pies—. Bueno, ¿y qué piensa tu madre de la boda de Chloë?

—Está eufórica. Pero claro, no soportaba a Max.

—Bueno, estaba casado, así que no esperarías que lo considerara el hombre ideal.

—Es verdad… Aunque tenía que haber algo más. Mamá solo vio a Max una vez, pero parecía que lo aborreciera. No sé, era algo personal. Estoy segura de que era por…, bueno, ya sabes, por su experiencia.

Polly asintió.

—Aún me acuerdo de cuando me lo contaste. Teníamos once años.

La ventana estaba empañada por la condensación. Limpié un pedacito del cristal y suspiré.

—Hasta entonces yo tampoco lo sabía.

—Tu madre te lo ocultó durante mucho tiempo —comentó Polly, pensativa.

Me encogí de hombros.

—No se lo tengo en cuenta: había sufrido muchísimo. Una vez que rehízo su vida, supongo que no quería recordar el modo tan horroroso en que había terminado la relación anterior.

«Tu padre mantenía otra relación, Ella. Yo lo sabía y me afectaba muchísimo, era increíblemente infeliz. En parte porque lo quería horrores. Pero un día, lo vi con esa… otra mujer. Me topé con ellos dos juntos: fue un shock terrible. Le supliqué que no nos abandonase, pero nos dejó y se marchó muy, muy lejos…».

—¿Piensas en él? —oí que me preguntaba Polly.

—¿Eh?

Apagó el baño de burbujas.

—¿Piensas mucho en él? En tu padre…

—No. —Percibí la sorpresa en sus ojos—. ¿Por qué iba a pensar en él cuando no lo he visto desde que tenía cinco años y apenas me acuerdo de cómo era?

«Uno, dos y tres, y… ¡arribaaaa!».

—Pero seguro que tienes algunos recuerdos.

«¿Lista, cariño? ¡Ahora no te sueltes!».

Negué con la cabeza.

—Antes sí, pero los he olvidado.

Miré por la ventana empañada a los niños que jugaban en el jardín.

«¡Otra vez, papá! ¡Otra vez!».

Polly cogió la toalla que había en un extremo de la cama y se secó los pies dándose suaves toquecitos.

—¿Y a qué lugar de Australia se marchó?

—No lo sé. Solo sé que se fue a Australia Occidental. Pero no tengo ni idea de si fue a Perth, a Fremantle, a Rockingham, a Broome, a Geraldton, a Esperance, a Bunbury o a Kalgoorlie. No lo sé ni me importa.

Polly volvió a mirarme a la cara.

—¿Y no intentó mantener el contacto contigo de ninguna manera?

Noté cómo se me tensaban los labios.

—Fue como si no hubiera existido jamás.

—Pero… ¿qué pasaría si quisiera encontrarte?

Suspiré.

—Sería dificilísimo…

—Bueno, claro que sí —me interrumpió Polly—. Pero ¿sabes qué, Ella? Siempre he pensado que por lo menos deberías intentar…

Negué con la cabeza.

—No, me refiero a que le sería muy difícil encontrarme… Sobre todo teniendo en cuenta que ni siquiera sabe mi apellido.

—Ah. —Parecía desilusionada—. Ya. Lo siento. Creía que te referías a… —Balanceó las piernas fuera de la cama—. Me acuerdo de cuando te cambiaste de apellido. Recuerdo que la señorita Drake entró en clase un día y nos dijo que nos apuntáramos que, a partir de entonces, serías Ella Graham. Me confundió un poco.

—Sí. Pero fue para que Chloë y yo tuviéramos el mismo apellido. Y entonces Roy ya me había adoptado, así que comprendo por qué lo hicieron.

De repente me vino el recuerdo de mi madre quitando del uniforme las etiquetas con mi apellido anterior para coserme unas nuevas, tirando del hilo con vehemencia para que quedaran bien sujetas.

«Ya no eres Ella Sharp…».

Entonces me acordé de Ginny Parks, que se sentaba detrás de mí en clase, preguntándome mil veces por qué me había cambiado de apellido y quién era mi verdadero padre. Cuando se lo conté a mi madre entre sollozos, me dijo que Ginny era una niña muy entrometida y que no tenía por qué contestar a sus preguntas.

«Mi vida, ahora te llamas Ella Graham».

Pero…

«Y no hay más que hablar…».

—¿Y si se pusiera en contacto contigo? —volvió a la carga Polly—. ¿Qué harías?

Me la quedé mirando.

—Eh, no haría… nada. Ni siquiera respondería.

Polly achinó los ojos.

—¿Ni siquiera por… curiosidad?

Me encogí de hombros.

—No siento curiosidad por él. Antes sí… Hasta que mamá me contó lo que había hecho; después dejé de pensar en él. Ni siquiera sé si sigue vivo. Ahora tendrá unos sesenta y seis años, así que a lo mejor ya no está vivo, a lo mejor ya… no…

Un escalofrío me hizo estremecer. Volví a mirar por la ventana, escudriñando a las personas que había en la calle, como si imaginara que tal vez pudiera encontrarlo entre la gente.

—Me parece triste —oí que decía Polly.

—Supongo que lo es. Pero si tu padre se hubiera comportado como el mío, es probable que sintieras lo mismo que yo.

—No sé cómo me sentiría —dijo en voz baja.

—Además, no querría disgustar a mi madre.

—¿Crees que se disgustaría… después de tanto tiempo?

—Sí, sé que le dolería, porque nunca lo menciona… Le rompió el corazón. Pero estoy segura de que por eso la tomó con Max, porque su aventura le recordaba la traición de mi padre. Chloë y ella discutieron mucho por ese tema, ya te lo conté.

Polly asintió.

—Imagino que tu madre solo quería proteger a Chloë para que no le hicieran daño.

—Sí. No dejaba de repetirle que Max no abandonaría nunca a su mujer…, y tenía razón; así que, al final, Chloë siguió el consejo de mamá y rompió con él. —Me encogí de hombros—. Y ahora está con Nate. Confío en que no la haga sufrir, pero tengo el horrible presentimiento de que sí lo hará.

Polly volvió a ponerse las zapatillas y se incorporó.

—¿Y cuándo decidieron estrechar los lazos?

—Ayer, durante la comida. Fueron a Quaglino’s para celebrar que la habían ascendido y salieron del restaurante comprometidos. Se lo dijeron a mamá y a Roy en la subasta. Mamá está tan emocionada que se ha ofrecido a organizarlo todo.

—No tendrá mucho tiempo, ¿no? Solo… ¿cuánto? ¿Tres meses y medio?

—Sí, pero tiene un talento impresionante para organizar las cosas. Supongo que será por todas las coreografías que ha hecho. —Miré el reloj—. ¡Uf! Tengo que irme. —Me puse de pie de un brinco—. Tengo que ir a la zona de Barnes para una sesión.

—¿Alguien importante? —me preguntó Polly mientras salíamos al descansillo.

—No es famosa… Es una mujer francesa casada con un británico. Su marido me ha encargado que la pinte para su cuarenta cumpleaños. Él sonaba bastante mayor, pero no paraba de decirme lo guapa que es su esposa; no había forma de que colgara el teléfono.

Polly soltó un suspiro que reflejaba su anhelo más profundo.

—Me encantaría que alguien me admirase de esa forma.

—¿Alguna novedad en ese sentido? —le pregunté mientras bajábamos la escalera.

—Me gustó el fotógrafo de la sesión para Pato WC de la semana pasada. Le di mi tarjeta… Pero no me ha llamado —añadió sin esperanza en el momento en que yo abría el armario para sacar mi parka—. ¿Y tú?

Metí los brazos en las mangas.

—Bah, nada… salvo tontear con el de la tienda de marcos. —Miré el pedazo de pared desnuda en el que solía estar el retrato de Polly—. ¿Quieres que te cuelgue antes de marcharme?

Asintió con la cabeza.

—Sí, por favor… No me atrevo a hacer nada práctico hasta después del rodaje: el menor rasguño y me quedo sin trabajo; hay dos mil libras en juego y voy justa de pasta.

Tiré del envoltorio con burbujas que protegía el cuadro.

—Yo también.

Polly se apoyó contra la pared.

—Pero pareces muy ocupada.

Levanté el retrato hasta la altura de la alcayata.

—No lo suficiente… Tengo una hipoteca enorme. —Puse recto el marco—. A lo mejor puedo ofrecerme a pintar gratis al director del banco Halifax a cambio de un año de cuotas.

—A lo mejor te contrata alguno de los amigos de Camilla Parker Bowles.

Cogí el bolso.

—Sería genial. Acabo de entrar en la Royal Society of Portrait Painters, así que estoy en su página web. Ahora tengo hasta una página de Facebook…

—Eso está bien. Y luego está el artículo que publicaron en The Times. Ya sé que no te gustó —añadió Polly enseguida—, pero te dará mucha publicidad, y está en internet. Así que… —Abrió la puerta—. ¿Quién sabe lo que puede salir de ahí?

Noté cómo se me encogía el vientre.

—¿Quién sabe…?

De camino a casa soplaba un viento hiriente, así que me subí la capucha y metí las manos en los bolsillos. Mientras cruzaba el parque de Kel Brook Common, con su colorida hilera de narcisos, me llamó mi madre.

—¿Eeee…lla? —Sonaba eufórica—. Acaban de decirme la cantidad total recaudada ayer. Llegamos a ochenta mil libras: cinco mil más de lo que nos habíamos marcado, y un récord para la sucursal de Richmond de la organización benéfica.

—Es magnífico, mamá… Enhorabuena.

—Por eso quería volver a darte las gracias por el retrato. —Contuve el impulso de decirle que, de haber sabido quién iba a ser el modelo, no lo habría ofrecido—. Pero qué gracia que vayas a pintar a Nate.

—Sí… Qué gracia. Para troncharse.

—Así tendrás la oportunidad de conocerlo mejor antes de la boda. Por cierto, acabo de reservar la iglesia.

—Mamá… Hace menos de veinticuatro horas que se han comprometido.

—Ya lo sé. ¡Pero no falta tanto para el tres de julio! Lo primero que he hecho hoy ha sido llamar al párroco de la iglesia de Saint Matthew y, por un milagro, la franja de las dos de la tarde se había quedado libre… Al parecer, a un novio se le habían pasado las ganas de casarse.

—Vaya, qué pena.

Se hizo un silencio de desconcierto.

—No, nada de «vaya, qué pena», Ella. «¡Vaya, qué bien!». Yo creía que no iban a encontrar ninguna iglesia disponible por la zona con tan poco tiempo, y mucho menos la nuestra.

—¿Y dónde celebrarán el banquete?

—En casa. Saldremos de la iglesia y después pasearemos tranquilamente hasta llegar a casa envueltos en una nube de margaritas gigantes.

—Mamá, pero en el camino de entrada no hay margaritas

—No, pero las habrá, porque voy a plantarlas. ¿Qué más? Necesitaremos una carpa muy grande —continuó—. De ochenta por treinta pies, como mínimo; en el jardín hay sitio de sobra. Lo he contado a pasos esta mañana. Creo que deberíamos hacerlo al estilo «tradicional», con una marquesina entera, no solo con un «marco». Así será mucho más vistoso. Y seguramente podríamos encargar la comida al mismo catering de anoche, aunque pediré un par de presupuestos más…

—Parece que tienes las riendas bien sujetas.

—Sí las tengo, pero casi todas las bodas se preparan a lo largo de un año; ¡yo tengo menos de cuatro meses para organizar la de Chloë!

—¿No quiere hacer nada ella?

—No, estará muy ocupada con el trabajo ahora que la han ascendido, y así podrá disfrutar de las semanas previas a su gran día sin todo el estrés que comporta. Ella tomará las decisiones importantes, por supuesto, pero yo haré todo el trabajo de campo.

—¿Hay algo que pueda hacer yo?

—No, gracias, cariño. Aunque…, en realidad, sí hay una cosa. Chloë se está planteando llevar un vestido de novia vintage. ¿Podrías echarle una mano con eso? Ni siquiera sé dónde los venden.

—Claro. La tienda Steinberg and Tolkien ha cerrado, ¿verdad? Pero está Circa, o Dolly Diamond, y creo que también hay una Unifique muy buena en Blackheath, o espera, ¿qué me dices de…?

—¿Sí?

—Bueno… —Me mordí el labio—. ¿Del tuyo?

—Pero… Roy y yo nos casamos en el juzgado, Ella. Me puse un traje pantalón de seda en azul pálido.

—Ya lo sé. Me refiero a cuando te casaste… la otra vez. —Durante el silencio que siguió intenté imaginarme a mi madre a principios de la década de los setenta. Un vestido cándido, con nido de abeja, tal vez, al estilo de Laura Ashley, con una gargantilla de terciopelo blanco, o quizá algo bohemio y suelto de Ossie Clark, el famoso diseñador de esa época—. Seguro que a Chloë le iría bien —continué—. Pero… a lo mejor ya no lo guardas. —Añadí con inseguridad al ver que el silencio se prolongaba. ¿Por qué iba a conservarlo si no había guardado ni siquiera las fotos de la boda?, me pregunté. De repente me imaginé el vestido asomando por un cubo de basura—. Lo siento —dije, pues mi madre seguía sin contestar—. Está claro que no es una buena idea. Olvídate de lo que he dicho.

—Tengo que colgar —se limitó a decir mi madre—. Oigo un pitido. Creo que son de la empresa Top Tents. Hablamos pronto, cariño.

Al ver cómo zanjaba la conversación, me maravillé de la capacidad de mi madre para anular los temas de los que no quería hablar. En su lugar, yo habría reconducido la conversación para hablar de algo menos comprometido, pero mi madre se limita a fingir que el tema no se ha mencionado.

Cuando llegué a casa reservé un taxi para que me llevara a la lujosa zona de Barnes y reuní rápidamente las pinturas, la paleta y el caballete plegable. Cogí tres lienzos en blanco de la estantería, descolgué el delantal y lo dejé todo preparado junto a la puerta de casa.

Mientras esperaba al taxi, comprobé si tenía mensajes nuevos en el correo electrónico. Había uno del miembro del Parlamento Mike Johns, en el que me confirmaba la siguiente sesión para su retrato a las nueve de la mañana del jueves; la primera desde hacía dos meses. Tenía muchas ganas de verlo, porque siempre era muy divertido. También había un mensaje de spam del banco, que borré, y una actualización semanal del número de visitas que habían entrado en mi página oficial de Facebook. El último mensaje era de la hija de la señora Carr, para confirmar que la primera sesión con su madre sería el lunes, en el piso de la señora Carr, en Notting Hill.

Al oír un claxon, levanté las láminas de la persiana veneciana y vi un Volvo rojo de la compañía Fulham Cars aparcado en la calle. Cogí mis cosas y salí.

—No es la primera vez que la llevo, ¿verdad? —me preguntó el taxista mientras metía el equipaje en el maletero.

—No. Utilizo bastante esta empresa.

—¿No tiene carnet de conducir?

—Sí tengo carnet, pero no tengo coche.

En nuestro trayecto por Waterford Road pasamos por delante de la tienda de listas de boda Wedding Shop. Al ver los jarrones de porcelana y las copas de cristal tallado en el escaparate me pregunté cuántos invitados tendrían Chloë y Nate. Intenté adivinar adonde irían de luna de miel; pero, sin querer, eso me llevó a pensar en la mujer con la que Nate había hablado con tanta zalamería. Entonces imaginé dónde podrían vivir. De repente se me ocurrió que tal vez se mudaran a Nueva York, una posibilidad que solo consiguió deprimirme todavía más.

—Qué pena —oí que decía el taxista mientras esperábamos en el semáforo de Fulham Broadway.

—¿Perdón?

—Es una pena. —Levantó la cabeza para señalar hacia nuestra derecha

—Ay, sí —dije muy afectada.

Las vallas que había en la intersección estaban festoneadas de flores. Debía de haber unos veinte ramos atados a las rejas; el celofán parecía de hielo a la luz del sol. Algunas flores todavía estaban frescas, pero la mayoría se habían quedado pálidas y mustias, con las hojas manchadas de motas marrones y los lazos ondeando con la brisa.

—Pobrecilla —murmuré.

Atada en la parte superior de una valla, había una foto grande satinada de una mujer muy guapa, un poco más joven que yo, con el pelo corto y rubio y una sonrisa radiante. «Grace», se leía debajo.

—No dejan de ponerle flores —comenté en voz baja.

El taxista asintió.

—Siempre hay nuevas.

Hoy habían dejado además un enorme osito de peluche montado en una bicicleta; le habían puesto unos pantalones cortos azules, un casco plateado y una banda fosforescente.

Desde hacía dos meses, había un cartel amarillo muy grande allí colgado.

«Se buscan testigos. Accidente mortal, 20 de enero a las 6.15 horas. ¿Alguien puede ayudarnos?».

—De modo que siguen sin saber qué pasó… —murmuré.

—Así es —respondió el taxista—. Ocurrió tan temprano que aún estaba oscuro. Uno de nuestros chóferes dijo que vio un BMW negro pasar a toda velocidad, pero no apuntó la matrícula y el circuito de cámaras no funcionaba bien…, ¡típico! —Volvió a negar con la cabeza—. Es una pena.

El semáforo se puso verde y reemprendimos la marcha.

El resto del trayecto estuvimos en silencio, salvo por las indicaciones artificiales del GPS, que nos condujo por Hammersmith Bridge en dirección a Barnes.

La señora Burke vivía en mitad de Castelnau, en una de las imponentes casas victorianas que poblaban la calle. El taxi pasó entre los postes de la entrada, coronados por sendos leones, y entonces el taxista salió para abrir el maletero.

Me tendió el caballete.

—¿Me pintará algún día?

Sonreí.

—Tal vez sí.

Llamé al timbre y me abrió una mujer de cincuenta y muchos que se presentó como el ama de llaves.

—La señora Burke bajará enseguida —me dijo mientras me invitaba a pasar al recibidor. Era una estancia grande y cuadrada, con el suelo de mármol y unas enormes láminas de dibujos arquitectónicos con marcos negros y dorados. En el mueble de la entrada había un jarrón de piedra grande con ramas de cerezo en flor.

El ama de llaves me pidió que esperara en el estudio, que quedaba a la derecha. Había estanterías de libros que cubrían toda la pared, un sofá Chesterfield antiguo que resplandecía como la piel de una castaña y un escritorio grande de madera de caoba en el que descansaban varias fotos familiares con marcos de plata. Las observé. Había dos de la señora Burke sola, unas cuantas del hijo de la pareja, desde que era un bebé hasta la adolescencia, y tres de ella con un hombre que supuse que era su marido. Parecía un patricio, con una expresión orgullosa y territorial, y, tal como había imaginado, era por lo menos una década mayor que su esposa. Ella tenía unos ojazos grises y la nariz larga y absolutamente recta, con una mata de pelo moreno que le caía ondulada desde la frente alta. Él tenía razón: era guapa. Empecé a hacer marcas imaginarias en el lienzo para definirle los pómulos y la mandíbula.

Habíamos quedado a las once, pero a las once y veinte todavía la estaba esperando. Me asomé al recibidor para intentar averiguar qué pasaba. Oí un crujido en la escalera y levanté la mirada para ver bajar a la señora Burke. Era delgada y menuda, y llevaba un vestido camisero de seda rosada que se ceñía con un cinturón muy ancho de charol negro. Sentí una punzada de irritación al percatarme de que no parecía apresurada.

—Siento haberte hecho esperar —se limitó a decir al llegar al último peldaño—. Estaba hablando por teléfono. Bueno… —Me sonrió con contención—. Has venido para pintarme.

—Sí —dije, cohibida por su clara falta de entusiasmo—. Su marido me dijo que era un regalo para celebrar su cumpleaños.

—Sí. —Soltó un suspiro ansioso—. Si llegar al «cuatro» es motivo de «celebración»…

—Bueno, a los cuarenta todavía se es joven.

—¿Ah, sí? —preguntó cortante—. Por lo que dicen, se supone que es cuando empieza la vida. Así que… —Soltó el aire entre los dientes—. Cuanto antes nos pongamos, antes acabaremos.

Por su comentario, daba la impresión de que iba a someterse a un tratamiento odontológico.

—Señora Burke…

—Por favor. —Levantó una mano—. Celine.

—Celine, no podemos empezar hasta que haya elegido el tamaño del lienzo. He traído estos tres… —Los señalé con la barbilla. Estaban apoyados contra el zócalo—. Si ya sabe dónde va a colgar el cuadro, le será más fácil decidir qué tamaño.

Los miró.

—Me da exactamente igual. —Se volvió hacia mí—. Fue idea de mi marido… A mí no se me hubiera ocurrido en la vida que me hicieran un retrato.

—Bueno… Es bonito tener un retrato. Y es algo que pasa de generación en generación. Piense en la Mona Lisa —añadí para quitarle hierro al asunto.

Celine se encogió de hombros con desdén y luego señaló el lienzo más pequeño.

—Ese tamaño es más que suficiente.

Lo cogí.

—Ahora tenemos que escoger el fondo… Un lugar en el que se sienta relajada y a gusto.

Sopló el aire que llenaba sus carrillos.

—Entonces, vayamos al salón, supongo. Por aquí…

La seguí por el recibidor hasta una habitación amplia empapelada de amarillo con una alfombra de color ocre y puertas acristaladas que daban a un gran jardín amurallado; al fondo del jardín, una enorme camelia roja desplegaba sus extravagantes flores.

Eché un vistazo a la habitación.

—Aquí está bien. El color es muy acogedor y la luz es preciosa.

A nuestra izquierda teníamos un sofá de estilo Knole antiguo tapizado en seda de damasco verde oscura. Los reposabrazos eran muy altos, casi rectos, y estaban sujetos al respaldo con una trenza espesa de cordón dorado, como un cabo náutico. Celine se sentó en el extremo izquierdo del asiento y luego se alisó el vestido por encima de las rodillas.

Me sentaré aquí…

La estudié durante unos segundos.

—Lo siento, pero no quedaría bien.

Su cara se ensombreció.

—Me dijiste que me sentara donde estuviera cómoda… Pues es aquí.

—Pero los laterales tan altos del sofá hacen que parezca… encajonada.

—Ah. —Volvió la cabeza a un lado y otro—. Ya veo. Sí… Estoy, como dices tú, encajonada. Es absolutamente cierto. —Se levantó y miró a su alrededor—. Entonces, ¿dónde debería sentarme? —añadió malhumorada.

—Tal vez ahí…

A la izquierda de la chimenea había una silla de madera de caoba con los brazos tallados y el asiento de terciopelo rojo. Celine se sentó mientras yo me retiraba unos pasos para valorar la composición.

—¿Podría girar el cuerpo un poco hacia aquí? —le pedí—. ¿Y levantar un poquitín la cabeza? Ahora, míreme…

Sacudió la cabeza.

—¿Quién iba a decir que hacer de modelo fuera tan duro?

—Bueno, tómelo como un esfuerzo conjunto. Ambas intentamos lograr que quede lo más favorecida posible.

Celine se encogió de hombros como si la cuestión le provocase una sublime indiferencia. Levanté las manos y enmarqué la cabeza y los hombros entre los pulgares y los índices.

—Quedará fantástico —dije muy contenta—. Ahora solo nos queda decidir qué ropa va a ponerse.

Su rostro se derrumbó.

—Pues lo que llevo…

Señaló su atuendo.

—Es precioso —dije sin dejar de mirar el vestido—. Pero no quedará bien.

—¿Por qué no?

—Porque el cinturón es tan ancho y brillante que dominará el cuadro. Si pudiera ponerse algo un poco más discreto…

—¿Me estás diciendo que tengo que cambiarme de ropa?

—Bueno… Quedaría mejor si se cambiara, sí. —La mujer exhaló con irritación—. ¿Quiere que la ayude a elegir la ropa? Es lo que suelo hacer cuando pinto a alguien en su casa.

—Ya —me espetó—. Así que controlas todo el tinglado.

Me mordí el labio.

—No pretendo ser controladora —respondí sin perder la calma—. Pero la elección del atuendo es muy importante, porque afecta muchísimo a la composición. Ya se lo comenté a su marido.

—Ah. —Celine se frotó las yemas de los dedos con impaciencia, como si espolvoreara harina—. Se olvidó de decírmelo… Esta semana está de viaje. —Se levantó—. Muy bien —dijo a regañadientes—. Será mejor que me acompañes.

Cruzamos la habitación y la seguí escaleras arriba hasta el dormitorio principal, cuya pared del fondo quedaba dominada por un enorme armario empotrado. Celine abrió la puerta corredera de la parte central y luego se quedó plantada, mirando las prendas colgadas.

—No sé qué ponerme.

—¿Me permite que eche un vistazo?

Asintió. Mientras yo sacaba unas cuantas cosas, sonó su teléfono móvil. Miró la pantalla, contestó en francés, salió de la habitación y se puso a hablar a toda velocidad en tono confidencial, tardó más de diez minutos en regresar.

Intentando por todos los medios disimular mi irritación, le enseñé un traje de lino verde pálido.

—Esto le sentaría estupendo.

Celine se mordió el labio inferior.

—Ya no me lo pongo.

—¿Le importaría hacerlo… solo para el retrato?

Negó con la cabeza.

—No. No me gusta cómo me queda.

—Va…le. Pues, ¿qué me dice de este? —Le mostré un vestido de satén color perla de Christian Dior.

Celine frunció los labios.

—El corte no me sienta bien. —Entonces empezó a sacar ropa del armario—: Este vestido, no —murmuró—. No… Y este tampoco… Este es horroroso… Ese me va estrecho… Uf, este es incomodísimo… —¿Por qué guardaba todas esas prendas si ni siquiera le gustaban? Se volvió hacia mí—. ¿Por qué no puedo quedarme con lo que llevo puesto?

Empecé a contar hasta diez mentalmente.

—El cinturón romperá la composición —reiteré en tono pausado—. Hará que la atención se centre en él en lugar de en su cara. Y además, no es muy favorecedor —añadí, aunque me arrepentí al instante.

El rostro de Celine se oscureció de nuevo.

—¿Me estás diciendo que parezco gorda?

—No, no —respondí mientras ella observaba su reflejo en el espejo de pie—. Está muy delgada. Y es increíblemente atractiva —añadí con impotencia—. Ya me lo dijo su marido, y tenía razón.

Lo dije con la esperanza de que este último comentario la apaciguara un poco, pero para mi sorpresa, su expresión se endureció todavía más.

—Adoro este cinturón. Es de Prada —apuntó, como si a mí me importara lo más mínimo si era de Prada o de un saldo de Primark.

A esas alturas yo hacía verdaderos esfuerzos para mantener la compostura.

—No quedaría… bien —volví a intentarlo—. Sería como un gran manchurrón negro.

—Bueno… —Celine se cruzó de brazos—. Pues pienso llevarlo, y no hay más que hablar.

Estaba a punto de fingir que necesitaba ir al lavabo para tomarme cinco minutos en los que tranquilizarme (o probablemente para llorar) cuando el móvil de Celine volvió a sonar. Salió del dormitorio y mantuvo otra conversación larga y en apariencia intensa, que me llegaba a retazos desde el descansillo.

Oui, chéri… Je veux te voir aussi… Bientót, chéri.

Ya había tirado la toalla, así que empecé a calibrar cómo podría minimizar el monstruoso cinturón en el cuadro; justo en ese momento regresó Celine. Para mi sorpresa, parecía de mucho mejor humor. Cogió un sencillo vestido suelto de lino en tono azul pólvora y se lo puso por encima.

—¿Qué te parece este?

Casi me pongo a llorar del alivio.

—¡Quedará fabuloso!

A la mañana siguiente, mientras esperaba a que llegara Mike Colins para la sesión, miré el retrato de Celine; de momento, poco más que un boceto preliminar en color ocre. Era la modelo más difícil que había tenido jamás: poco receptiva, intransigente y totalmente falta de entusiasmo.

Su actitud me resultó de lo más extraña. La mayoría de las personas ponen todo de su parte en las sesiones, pues reconocen que el hecho de que les hagan un retrato es algo muy especial. Pero estaba claro que para Celine era una obligación, no un placer. Me pregunté a qué se debería.

Una vez tuve que pintar a un hombre de negocios cuya empresa había encargado el retrato para la sala de reuniones. Durante las sesiones, no dejaba de mirar el reloj, como si quisiera dejarme claro que era un hombre muy ocupado e importante cuyo tiempo valía mucho. Pero cuando por fin empecé a pintar a Celine, me contó que no trabajaba, y ahora que su hijo estaba interno en un colegio, llevaba una vida bastante «ociosa». Así pues, su negatividad no podía deberse a la falta de tiempo.

Menos mal que tenía a Mike Johns, pensé. Era un hombretón grande como un oso, y siempre me parecía genial, colaborador y expresivo: el modelo perfecto. Al sacar el lienzo de la estantería me alegré de ver que, a pesar de estar aún a medias, el cuadro ya transmitía su amabilidad y calidez.

El retrato de Mike era un encargo de la sede del distrito que representaba, efectuado para conmemorar su decimoquinto aniversario como miembro del Parlamento; lo habían elegido cuando era muy joven, a los veintiséis años. Me había dicho que quería que el retrato estuviera listo antes de que empezara oficialmente la campaña para las elecciones generales. Así pues, habíamos realizado dos sesiones antes de Navidad, y la tercera poco después de Año Nuevo. Habíamos programado la siguiente para el 22 de enero, pero Mike la había cancelado de repente la noche anterior. En un correo electrónico extrañamente incoherente, me había dicho que se pondría en contacto conmigo de nuevo «a su debido tiempo», pero para mi sorpresa, no había vuelto a saber de él en los dos meses siguientes, algo que me había asombrado, entre otras cosas, porque vive cerca de aquí, justo al otro lado de la intersección de Fulham Broadway. Por fin, la semana pasada me había mandado un mensaje para preguntarme si podíamos continuar con el retrato. Me alegré, en parte porque significaba que recibiría la otra mitad de mis honorarios, y en parte también porque me caía bien Mike y me divertía charlando con él.

Habíamos acordado hacer la sesión muy temprano para que no interfiriese en su horario laboral. A las ocho y cinco sonó el timbre y bajé corriendo a la entrada.

Al abrir la puerta tuve que contener un suspiro. En las nueve semanas que hacía desde la última vez que lo había visto, Mike había adelgazado muchísimo.

—Lo veo mucho más delgado —le dije mientras entraba—. ¿Se ha aficionado a ir al gimnasio? —añadí, aunque ya sabía, por ese aire marcadamente consumido, que la pérdida de peso tenía que deberse al estrés.

—Sí, he adelgazado unas cuantas libras —respondió sin dar más explicaciones—. Falta me hacía… —apuntó con una muestra de su buen humor habitual, aunque el aspecto fatigado lo delataba. Se mostraba tan cordial como siempre, pero ahora desprendía cierta tristeza, casi un aire de tragedia, me percaté mientras captaba la mirada inerte de sus ojos—. Perdona por haberte hecho empezar tan temprano —dijo mientras subíamos al estudio.

—No me importa en absoluto —respondí—. Podemos hacer todas las sesiones que nos faltan a esta hora, si lo prefiere.

Mike asintió y se quitó la americana, que dejó en el sofá. Se sentó en el sillón de roble que suelo emplear para las sesiones.

—Ya estoy otra vez en la silla eléctrica —dijo con una jovialidad forzada.

La luz matutina era muy fuerte, así que bajé un poco las persianas de los tragaluces para suavizarla. Mientras colocaba el lienzo de Mike en el caballete me di cuenta de que tendría que retocar el retrato. Ahora tenía el torso mucho más escuálido, la cara y el cuello más delgados; el cuello de la camisa le quedaba visiblemente holgado. Las manos tenían un aspecto menos carnoso cuando las entrelazó encima del regazo. Jugueteó con la alianza de bodas, que a todas luces le iba suelta.

Rasqué un trocito de pintura seca de la paleta y después fui apretando los tubos para reponer los colores, disfrutando, como siempre, del aroma aceitoso de la linaza y el óleo.

—Me he olvidado de ponerme el jersey azul —dijo Mike—. Lo siento… Se me ha ido de la cabeza.

—No se preocupe. —Mezclé los colores con una espátula y después elegí un pincel fino—. Hoy me concentraré en trabajar la cara; pero si pudiera ponérselo la próxima vez, sería estupendo.

Entonces miré a Mike y empecé a pintar; volví a mirarlo y pinté un poco más. Y así continuó la sesión: mirando y pintando, mirando y pintando, nada más.

Otras veces Mike me daba conversación, pero hoy apenas decía nada. Dirigía la mirada hacia mí, aunque evitaba el contacto visual. Tenía la boca y la mandíbula tensas. Consciente de que yo debía de haber notado el cambio, de repente me confesó que estaba «un poco superado» con todo el trabajo extra que tenía que hacer para preparar la campaña electoral.

Me pregunté si le preocupaba perder el escaño; pero entonces recordé que había leído en alguna parte que gozaba de una mayoría aplastante. Sombreé una ligera hendidura en el pómulo izquierdo.

—¿Ha estado de viaje?

Quería saber si era esa la razón por la cual no había podido venir a las sesiones últimamente.

Asintió con la cabeza.

—Estuve en Bonn el mes pasado con otros miembros del partido.

Limpié el pincel en el frasco de disolvente.

—¿Con qué motivo?

—Queríamos observar su sistema de tranvías. Estoy en la comisión de transporte.

Mojé el pincel en el color azul cobalto para darle un punto más grisáceo al tono de la carne alrededor de la mandíbula.

—Entonces, por favor, haga todo lo que pueda para ayudar a los ciclistas… No es fácil ir sobre dos ruedas en esta ciudad.

Mike asintió y después perdió la mirada. Luego le pregunté por su esposa, una editora de éxito que no llegaba a los cuarenta años.

Se removió en el asiento.

—Sarah está bien. Aunque está increíblemente ocupada…, como siempre.

Diluí la pintura con un poco de trementina.

—El otro día vi una foto de ella en las páginas de economía… No recuerdo de qué trataba la noticia, pero me pareció que emanaba glamour.

—Acaba de comprar Delphi Press; otro más para su imperio —añadió Mike con una sonrisa ligeramente amarga.

Entonces me acordé de que en otro momento me había confesado que la carrera profesional de su esposa era agotadora. Me pregunté de nuevo por el cambio que había sufrido Mike; tal vez ella hubiera decidido que no quería tener hijos y él sí quisiera; o tal vez no pudieran tenerlos y a él le costara superarlo. Tal vez, ojalá no, estuviera enfermo.

De repente soltó un suspiro tan profundo que fue casi un gemido.

Bajé el pincel.

—Mike —dije en voz baja—. ¿Está bien? Espero que no le moleste que le pregunte, pero parece un poco…

—Estoy… bien —me contestó con brusquedad. Se aclaró la garganta—. Como ya te he dicho, estoy un poco estresado, nada más… Veo el día de las elecciones a la vuelta de la esquina… y esta vez será especialmente tenso.

—Claro. ¿Prefiere que hagamos una pausa para tomar un café? Si está cansado… —Negó con la cabeza—. Bueno pues… ¿ponemos la radio?

Asintió con la cabeza, agradecido, de modo que busqué el transistor salpicado de pintura y lo encendí.

«Radio Dos… Son las nueve menos diez. Y por si acabas de unirte a nosotros, te diré que estás conmigo: Ken Bruce. Te acompañaré durante toda la mañana… Eric Clapton está de gira: tocará en el 02 la semana que viene y luego viajará a Birmingham y a Leeds…».

Llamaron al timbre. Mientras me apresuraba a bajar, oí unos suaves acordes de guitarra y después la voz de Clapton.

Would you know my name

If I saw you in heaven.

Will it be the same

If I saw you in heaven…

Abrí la puerta. Era un mensajero que me traía una carta certificada con la tarjeta del banco nueva que estaba esperando. Mientras firmaba el resguardo, la triste balada de Clapton se coló por la escalera.

Would you hold my hand

If I saw you in heaven.

Regresé al estudio.

—Disculpe la interrupción.

Me dirigí al escritorio y metí la carta en un cajón.

I must be strong, and carry on

Because I know I don’t belong

Here in heaven…

Volví al caballete, cogí el pincel y entonces miré a Mike…

don’t belong

Here in heaven.

Estaba llorando. Apagué la radio.

—Dejémoslo por hoy —murmuré al cabo de un momento—. Está… triste.

—No, no. —Se aclaró la garganta haciendo lo posible por recuperar la compostura—. Estoy bien… Y hay que terminar el retrato. —Tragó saliva—. Me gustaría continuar.

—¿Está seguro?

Asintió y después levantó la cabeza para adoptar la pose en la que lo estaba pintando, así que continuamos en silencio durante otro cuarto de hora más o menos, tras el cual Mike se levantó. Me pregunté si se acercaría a mirar el cuadro, como tenía por costumbre; pero se limitó a coger la americana y salir del estudio.

Lo seguí escaleras abajo.

—Ya solo nos quedan dos sesiones. —Abrí la puerta de la casa—. ¿Le va bien la semana que viene a la misma hora?

—Sí, está bien —contestó sin prestar atención—. Hasta la semana que viene, Ella.

—De acuerdo. Hasta la semana que viene, Mike. Tengo muchas ganas de continuar.

Observé cómo caminaba hasta el coche. Al ver que me había quedado allí, Mike levantó la mano, me dedicó una sonrisa ausente, se metió en el BMW negro y se alejó conduciendo despacio.