Capítulo 1

—Ay, perdona —me dijo esta tarde la entrevistadora de la radio, Clare, mientras jugueteaba con la minúscula grabadora. Se pasó un mechón de pelo rojo Tiziano por detrás de la oreja—. Solo tengo que comprobar que el aparato lo ha grabado todo… Parece que hay un gremlin…

—No te preocupes…

Eché un vistazo furtivo al reloj. Se me hacía tarde.

—Te agradezco que tengas tanta paciencia. —Clare sacó las diminutas pilas con unos dedos que lucían una manicura perfecta. Miré mis dedos manchados—. Para la radio siempre hay que grabar bastante.

—Claro. —¿Cuántos años tendría? Al principio me había costado calcularlo, porque iba muy maquillada. Treinta y cinco, decidí, mi edad—. Me alegro de salir en tu programa —añadí mientras la periodista volvía a encajar las pilas y cerraba el aparato de golpe.

—Bueno, ya había oído hablar de ti, y luego leí ese artículo que te dedicaron en The Times el mes pasado… —noté cómo se me encogía el estómago—, y se me ocurrió que serías perfecta para el programa. Eso suponiendo que consiga que este cacharro funcione de una vez… —Incluso por debajo del colorete advertí que a Clare se le sonrojaban las mejillas mientras aporreaba los botones—. «Y ¿cuándo supiste que ibas a ser pintora?». Fiu… —Se llevó una mano al pecho—. Sigue ahí… «Tuve vocación de pintora desde los ocho o nueve años…». —Sonrió—. Tenía miedo de haberlo borrado. «Me pasaba el día pintando…». —Entonces apretó el botón de avance rápido y mi voz se transformó en un chillido propio de Minnie Mouse, después recuperó el ritmo normal—. «Pintar siempre ha sido mi… consuelo». Genial —dijo mientras yo rascaba una gota de azul Prusia pegada al delantal, acartonado de tanta pintura—. Podemos continuar. —Miró el reloj—. ¿Podrías dedicarme otros veinte minutos?

Se me cayó el alma a los pies. Ya llevábamos una hora y media, y la mayor parte de ese tiempo se lo había pasado charlando de tonterías y comprobando que la grabadora funcionaba. Pero salir en la Radio 4 podía proporcionarme otro encargo, así que me tragué la frustración.

—Sí, sí.

Cogió el micrófono y después paseó la mirada por el estudio.

—Debe de ser muy agradable trabajar aquí, ¿no?

—Sí… Por eso compré la casa, por este ático enorme. Además, la luz es perfecta. Tiene orientación nordeste.

—¡Y una vista fantástica! —Clare se echó a reír. A través de los dos amplios ventanales se veía el impresionante contenedor redondo de color óxido de la compañía de gas Imperial Gas Works de Fulham—. En realidad, me gusta la arquitectura industrial —añadió a toda prisa, como si le preocupara que hubiera podido ofenderme.

—A mí también. Creo que los gasoductos tienen una grandeza especial. Por el otro lado se ve la antigua central eléctrica de Lots Road. Ya ves, no es precisamente verde y apacible, pero me gusta el barrio y hay muchos artistas y diseñadores por la zona, así que me siento como en casa.

—Aunque parece un poco tierra de nadie… —comentó Clare—. Hay que recorrer toda King’s Road para llegar aquí.

—Es cierto… Pero la parada de Fulham Broadway no está lejos. Además, casi siempre voy en bicicleta.

—Qué valiente. Bueno… —Rebuscó entre el fajo de notas que había dejado en la mesita baja de cristal—. ¿Por dónde íbamos? —Aparté el jarrón de jacintos para dejarle más espacio—. Habíamos empezado a hablar de tus orígenes —me dijo—. Los sábados que en tu adolescencia pasabas copiando obras maestras en la National Gallery, el curso formativo que hiciste en el Slade; también hemos hablado de los pintores que más admiras: Rembrandt, Velázquez y Lucían Freud… Adoro a Lucian Freud. —Fingió un escalofrío para enfatizar lo mucho que le gustaba—. Es magnífico y tan… carnal.

—Sí, muy carnal —corroboré.

—Luego hablamos del gran salto a raíz del Premio de Retrato de la BP, que te dieron hace cuatro años…

—No lo gané —la interrumpí—. Fui una de las finalistas. Pero emplearon mi cuadro en los carteles que anunciaban el certamen, lo que se tradujo en varios encargos nuevos, de modo que pude dejar de dar clases y empezar a pintar a jornada completa. O sea que sí, fue un gran paso adelante.

—¡Y ahora, la duquesa de Cornualles te ha ubicado en el mapa!

—Eh… Supongo que sí. Me emocioné cuando la National Portrait Gallery me pidió que la retratara.

—Y eso te ha dado bastante publicidad. —Me estremecí—. ¿Has hecho retratos de mucha gente famosa?

Negué con la cabeza.

—Casi todos mis modelos son personas normales y corrientes a quienes les apetece que pinten su retrato o el de alguien a quien aprecian; el resto son personalidades de la vida pública de un tipo u otro, o que han destacado por una carrera profesional que el retrato pretende conmemorar.

—Así que estamos hablando de lo mejor de cada casa.

Me encogí de hombros.

—Podría decirse así… He pintado a profesores de universidad y a políticos, a grandes empresarios, cantantes, directores de orquesta…, a unos cuantos actores.

Clare señaló con la cabeza un cuadrito sin enmarcar que había colgado junto a la puerta.

—Me encanta ese retrato de David Walliams; la forma en la que el rostro surge de la oscuridad.

—No es el retrato definitivo —repuse—. El cuadro terminado lo tiene él, por supuesto. Esto no es más que el boceto que hice para estar segura de que la composición con el primer plano tan marcado quedaría bien.

—Me recuerda a Caravaggio —musitó. ¿Por qué no seguía con la entrevista de una vez?—. Se parece un poco al joven Baco…

—Disculpa, Clare —la interrumpí—. ¿Podríamos…?

Señalé la grabadora con la barbilla.

—Ay, perdona, ¡no paro de hablar! Vamos al grano. —Se puso los auriculares sobre la melena cobriza y luego inclinó el micrófono hacia mí—. Bueno… —Encendió la grabadora—. ¿Por qué pintas retratos, Ella, en lugar de, no sé, paisajes?

—Bueno… Pintar paisajes es una actividad muy solitaria —respondí—. Estás a solas con las vistas. Pero cuando pintas retratos estás en compañía de otro ser humano, y eso es lo que siempre me ha fascinado. —Clare asintió y me sonrió para que me explayara—. Me encanta observar a una persona por primera vez. Cuando los modelos se sientan delante de mí, absorbo todo lo que puedo de ellos. Estudio el color y la forma de sus ojos, el perfil de su nariz, el tono y la textura de la piel, el contorno de la boca. También me fijo en cómo emplean su físico.

—¿Te refieres al lenguaje corporal?

—Sí. Observo cómo inclinan la cabeza y cómo sonríen; me fijo en si me miran directamente a los ojos o si tienen una mirada esquiva; observo cómo cruzan los brazos o las piernas, o si no se sientan en la silla como es debido sino que se cuelgan de ella o se hunden… Porque todo eso me indica lo que debo saber sobre esa persona para ser capaz de hacerle un retrato fiel.

—Pero… —En la calle se oyó el rugido de una moto. Clare esperó a que el ruido se amortiguara—. ¿Qué significa «un retrato fiel»? ¿Que se parezca a la persona?

—Debería parecérsele. —Me rasqué la palma de la mano para quitar una mancha de verde cromo—. Pero un buen retrato debería revelar también algún aspecto de la personalidad del modelo. Debería captar tanto el parecido exterior como el «interior».

—¿Te refieres al cuerpo y el alma?

—Sí… Debería ser el vivo retrato de alguien: mostrar cómo es la persona, en cuerpo y alma.

Clare volvió a mirar sus notas.

—¿Trabajas a partir de fotografías?

—No. Es imprescindible trabajar con la persona delante. Me gusta tener la oportunidad de mirar al modelo desde todos los ángulos y ver qué relación se establece entre las distintas partes del rostro. Y sobre todo, necesito ver cómo rebota la luz en sus facciones, porque eso es lo que da la forma y las proporciones. Pintar consiste en captar la luz. Por eso siempre trabajo con modelos del natural y les pido seis sesiones por lo menos.

Los ojos verdes de Clare se abrieron como platos.

—Eso requiere mucho esfuerzo… por las dos partes.

—Sí, pero un retrato es una tarea importante, en la que el pintor y el modelo tienen que trabajar de la mano… Se crea una complicidad.

Acercó el micrófono un poco más.

—¿Y tus modelos se abren ante ti? —No contesté—. Me refiero a que estás ahí enfrente, a solas con ellos, durante varias horas seguidas. ¿Te toman confianza?

—Bueno… —No quería reconocer que mis modelos me contaban en confianza las cosas más extraordinarias—. Algunas veces me hablan de su matrimonio o de sus relaciones personales —contesté con pies de plomo—. Incluso me cuentan sus tragedias y sus pesares. Pero siempre tomo lo que ocurre durante las sesiones no como algo confidencial, sino como algo casi sagrado.

—Entonces se parece un poco al confesionario… —apuntó Clare bromeando.

—En cierto modo, sí. Posar para un retrato es una situación muy especial. Posee cierta… intimidad; pintar a otro ser humano es un acto de intimidad.

—¿Y… alguna vez te has enamorado del modelo?

Sonreí.

—Bueno, una vez me enamoré de un teckel que querían incluir en el cuadro, pero nunca me he enamorado de una persona que posara para mí.

Me callé que la mayoría de mis modelos varones estaban casados y, por tanto, quedaban fuera de mi campo de actuación. Pensé en el lío en que se había metido Chloë…

—¿Hay algún tipo de persona a quien prefieras pintar? —me preguntó Clare.

Permanecí callada un instante, mientras reflexionaba sobre la pregunta.

—Supongo que me atraen más las personas que son un poco oscuras… Las que no han tenido una vida de cuento de hadas. Me gusta pintar a personas que noto que son… complejas.

—¿A qué crees que se debe?

—Me resulta… más interesante cuando en el rostro de alguien se plasma esa lucha entre las partes en conflicto de su personalidad. —Miré el reloj. Eran las seis y media. Tenía que marcharme ya—. Pero… ¿tienes suficiente material?

Clare asintió.

—Sí, de sobra. —Se quitó los auriculares y se alisó el pelo—. ¿Podría echar un vistazo rápido a tu obra?

—Claro. —Contuve un suspiro—. Voy a por la carpeta.

Mientras iba a buscar la pesada carpeta negra que tenía en la otra punta del estudio, en la que guardaba las fotos de mis cuadros, Clare se aproximó al enorme caballete para observar con detenimiento el lienzo que había en él.

—¿Quién es?

—Mi madre. —Dejé la carpeta encima de la mesa y me coloqué junto a ella—. Ha pasado por aquí esta mañana, así que he avanzado un poco. Es un regalo para su sesenta cumpleaños; los cumple dentro de unos meses.

—Es muy guapa.

Miré los redondos ojos azules de mi madre, con sus largas pestañas marcadas bajo unas cejas que describían un arco perfecto, miré sus pómulos esculpidos y su nariz aquilina, así como la mano izquierda, que reposaba con elegancia sobre el pecho. Tenía algunas arrugas, pero por lo demás, el tiempo había sido benévolo con ella.

—Está casi terminado.

Clare inclinó la cabeza hacia un lado.

—Tiene un buen… porte.

—Era bailarina de ballet.

—Ah. —La periodista asintió, pensativa—. Ahora que me acuerdo, lo leí en ese artículo que te dedicaron. —Me miró—. ¿Y era famosa?

—Sí… Trabajó en el Ballet Nacional Británico y después en el Northern Ballet Theatre, en Manchester. Fue en los años setenta. Mira, esta es ella, ahí, en la pared…

Clare siguió mi mirada hasta un póster enmarcado de una bailarina con un tutú blanco hasta los tobillos y un velo nupcial.

—Giselle —murmuró—. Preciosa… Es una historia muy conmovedora, ¿verdad? La inocencia traicionada…

—Era el papel favorito de mi madre. Fue en mil novecientos setenta y nueve. Por desgracia, tuvo que dejar el escenario unos meses después.

—¿Por qué? —preguntó Clare—. ¿Para tener hijos?

—No. Entonces yo ya tenía cinco años. Se lesionó.

—¿Ensayando?

Negué con la cabeza.

—En casa. Se cayó y se rompió el tobillo.

Clare arrugó la frente para indicar que lo sentía.

—Qué lástima…

Volvió a contemplar el retrato, como si buscara signos de esa decepción en el rostro de mi madre.

—Fue muy duro… —De pronto me vino el recuerdo de mi madre sentada junto a la mesa de la cocina de nuestro apartamento de entonces, con la cabeza entre las manos. Pasaba mucho tiempo en esa postura.

—¿Y qué hizo entonces? —oí que me preguntaba Clare.

—Decidió que nos mudáramos a Londres; en cuanto se recuperó, recondujo su carrera y se hizo profesora de ballet. —Clare me dirigió una mirada interrogante—. Es algo muy común entre las bailarinas cuando se lesionan o a partir de cierta edad. Trabajan para una compañía, aportan ideas para las coreografías o ensayan papeles concretos: mi madre lo hizo para el Festival Ballet durante varios años y después para la compañía Ballet Rambert.

—¿Todavía trabaja?

—No, podríamos decir que se ha jubilado. Da clases un día a la semana en la escuela del Ballet Nacional Británico, pero dedica el resto del tiempo a labores benéficas; de hecho, esta noche habrá una gran subasta que ha organizado con el fin de recaudar fondos para Save the Children. Por eso voy un poco justa de tiempo. Ya tendría que estar allí, pero… —Me dirigí a la mesa y abrí la carpeta—. Aquí tienes las fotos de todos mis retratos. Hay unas cincuenta.

—Así que es tu álbum de familia… —dijo Clare con una sonrisa. Se sentó en el sofá de nuevo y empezó a ojear las fotografías—. Pescador… —murmuró—. Este lo tienes en la página web, ¿verdad? Ursula durmiendo… Emma, Rostro de Polly… —Clare me miró con una expresión confundida—. ¿Por qué lo llamaste Rostro de Polly? Si ya se ve que es un retrato…

—Porque Polly es mi mejor amiga. Nos conocemos desde los seis años; es modelo de manos y pies, y un día se quejaba medio en broma de que nadie se había interesado jamás por su rostro, así que le dije que yo lo pintaría.

—Ah…

Señalé la siguiente imagen.

—Esa es la baronesa Hale: la primera mujer que entró en la Cámara de los Lores; y este es sir Philipp Watts, antiguo presidente de Shell.

Clare pasó otra fotografía.

—Y esta es Camilla Parker Bowles, la duquesa de Cornualles.

—Tiene una cara divertida.

—Sí, es muy divertida, y esa era la cualidad principal que pretendía que la gente captase a través del retrato.

—¿Le gustó al príncipe?

Me encogí de hombros.

—Creo que sí. No tuvo más que buenas palabras para el cuadro cuando asistió a la ceremonia inaugural en la National Portrait Gallery, el mes pasado.

Clare miró la siguiente fotografía.

—¿Y quién es esta niña con el pelo tan corto?

—Es mi hermana Chloë. Trabaja en una agencia de relaciones públicas ética que se llama Proud. Tratan todo tipo de temas relacionados con el comercio justo, la tecnología «verde», la alimentación y el cultivo ecológicos… Esas cosas.

Clare asintió pensativa.

—Se parece mucho a tu madre.

—Sí… Tiene la piel clara como mi madre y un físico de bailarina.

Por el contrario, yo soy morena y robusta, pensé con fastidio. Más del estilo de la pintora Paula Rego que de Degas.

Clare siguió mirando el cuadro.

—Pero parece tan… triste. Casi deprimida.

Dudé un instante.

—Estaba en medio de una ruptura… Era una época difícil para ella; pero ahora está bien —añadí con seguridad.

Aunque su nuevo novio sea un canalla, eso me lo callé.

Sonó mi móvil. Contesté.

—Pero ¿dónde estás? —me preguntó mamá en voz baja—. Son las siete menos diez… Ya han llegado casi todos.

—Ay, lo siento, pero todavía no he acabado.

Miré de reojo a Clare, que continuaba pasando las láminas de la carpeta.

—Me dijiste que llegarías pronto…

—Ya lo sé… No te preocupes, en veinte minutos me tienes ahí, te lo prometo. —Colgué. Miré a Clare—. Lo siento, pero tengo que irme ahora mismo…

Me dirigí a la mesa de trabajo y metí unos pinceles sucios en el tarro de aguarrás.

—Sí, por supuesto… —me dijo sin levantar la mirada—. Esta es la cantante Cecilia Bartoli. —Llegó a la última imagen—. ¿Y quién es este hombre de aspecto afable con pajarita?

Pasé los pinceles por una hoja de periódico para escurrir la pintura.

—Es mi padre.

—¿Tu padre?

—Sí. —Me esforcé por no dar importancia al tono sorprendido de su voz—. Roy Graham. Es cirujano ortopédico, medio jubilado.

Me dirigí al fregadero, consciente de la mirada curiosa de Clare clavada en mi espalda.

—Pero en The Times

—Le encanta jugar al golf… —Cubrí las cerdas de los pinceles con lavavajillas y las froté—. En el club Royal Mid-Surrey. No está lejos de donde viven mis padres, en Richmond.

—Pero en The Times ponía que…

—También juega al bridge. —Abrí el grifo—. Yo no he jugado nunca, pero la gente dice que es divertido una vez que le coges el tranquillo. —Escurrí y sequé los pinceles, y después los dejé en la mesa de trabajo, listos para el día siguiente—. Bueno…

Miré a Clare, invitándola a marcharse.

Metió la grabadora y la libreta en el bolso y se levantó.

—Espero que no te moleste que te lo pregunte —me dijo—. Pero como salió en el periódico, supongo que a veces hablas del tema.

Me temblaban los dedos mientras intentaba enroscar la tapa de un tubo de blanco titanio.

—¿De qué tema?

—Bueno… Según el artículo, Roy Graham te adoptó cuando tenías ocho años… —El calor me cubrió la cara—. Y te cambiaron el apellido…

—No sé de dónde se sacaron eso. —Me desanudé el delantal—. De verdad, tengo que irme…

—Ponía que tu verdadero padre os abandonó cuando tenías cinco años.

El corazón golpeteaba mi pecho.

—Mi verdadero padre es Roy Graham —dije manteniendo la calma—. Y punto. —Colgué el delantal en la percha—. Pero gracias por venir. —Abrí la puerta del estudio—. Por favor, tengo que pedirte que te vayas…

Clare me dedicó una sonrisa incómoda.

—Por supuesto.

En cuanto salió por la puerta, me froté con rabia los dedos manchados de pintura con un retal empapado en disolvente, me lavé la cara y me peiné. Me puse unos pantalones negros y el abrigo de terciopelo verde, y cuando estaba a punto de quitarle el candado a la bicicleta, me acordé de que tenía la luz delantera rota. Solté un gruñido. Tendría que ir en autobús, o en taxi… Lo que llegara antes. Menos mal que el antiguo ayuntamiento de Chelsea, donde se celebraba el acto, no estaba lejos.

Corrí hasta King’s Road y llegué a la parada de autobús justo cuando se detenía el número 11; sus ventanillas eran rectángulos de color amarillo a la luz del crepúsculo.

Mientras avanzábamos lentamente por el puente me puse a pensar con amargura en la intromisión de Clare, aunque se había limitado a repetir lo que había leído en The Times. Noté un arrebato de furia renovada al pensar que algo tan increíblemente privado pudiera leerse ahora en internet…

—Por favor, ¿le importaría eliminar ese párrafo? —le pedí al periodista, Hamish Watt, en cuanto lo localicé, alrededor de una hora después de haber leído por primera vez el artículo. Tenía el teléfono agarrado con tanta rabia que los nudillos se me pusieron blancos—. Me quedé helada al verlo… Por favor, quítelo.

—No —me respondió—. Es parte de la historia.

—Pero no me lo preguntó a mí —protesté—. Cuando me entrevistó en la National Portrait Gallery la semana pasada solo hablamos de mi obra.

—Sí…, pero ya tenía algunos datos sobre sus orígenes. Sabía que su madre había sido bailarina, por ejemplo. Y resulta que también conocía algunos detalles de sus circunstancias familiares.

—¡¿Cómo?!

Se produjo un momento de duda.

—Soy periodista —me contestó, como si eso bastara como explicación.

—Por favor, elimine esa parte —volví a implorarle.

—No puedo —insistió él—. Además, le pareció estupendo que le hiciera una entrevista, ¿verdad?

—Sí —reconocí a regañadientes—. Pero de haber sabido lo que iba a escribir después, me habría negado. Me dijo que el artículo trataría sobre mi obra, pero más de un tercio habla de temas muy personales, y eso me incomoda.

—Bueno, pues siento que se haya disgustado —dijo entonces él con empalago—. Pero como es innegable que la publicidad ayuda a los artistas, le aconsejo que aprenda a saber estar a las duras y a las maduras.

Y dicho eso, colgó…

El artículo estaría en internet para siempre, pensé con sentimiento de derrota… Cualquiera podría leerlo. Fuera quien fuese… Solo de pensarlo se me hizo un nudo en el estómago. No me quedaba más remedio que aprender a lidiar con eso, reflexioné cuando pasábamos por delante del pub World’s End.

«Mi padre es Roy Graham».

«Mi padre es Roy Graham y es un padre fantástico».

«Sí tengo padre, gracias. Y se llama Roy Graham…».

Para distraerme, me puse a pensar en el trabajo. A la mañana siguiente iba a empezar un retrato. Más adelante, el jueves, tenía prevista la visita del parlamentario Mike Johns para la cuarta sesión de posado; había pasado bastante tiempo desde la anterior porque, según me dijo, había estado muy ocupado. Y ayer me habían propuesto pintar a una tal señora Carr; su hija, Sophia, había contactado conmigo a través de la página web. Y, además, luego estaría el encargo que saliera de la subasta de esta noche, aunque no iba a ganar nada con eso, me lamenté mientras pasábamos por delante de la tienda Heal’s. Me levanté y apreté el botón de la parada.

Me bajé del autobús, crucé la calle y seguí a varias personas vestidas con elegancia que subían las escaleras del antiguo ayuntamiento. Recorrí el pasillo de baldosas blancas y negras, enseñé mi invitación y empujé las puertas del salón de gala, junto al cual había un cartel enorme: «Save the Children: subasta benéfica».

La ornamentada habitación de color azul y ocre estaba tan repleta que la estruendosa cháchara prácticamente ahogaba el sonido del trío de cuerdas que tocaba con aplomo en un extremo del escenario. Varios camareros con delantal deambulaban por el salón con bandejas de canapés y bebidas. Los perfumes volvían casi viscoso el ambiente.

Cogí un programa y leí la introducción en diagonal. «Cinco millones de niños corren peligro en Malaui. […] Hambruna en Kenia […] crisis continuada en Zimbabue […] necesitan ayuda con urgencia». A continuación había una lista de lotes; veinte de ellos se adjudicaban a través de una «subasta anónima», mientras que los diez lotes «estrella» se subastaban en directo. Entre ellos había una semana en un palazzo veneciano, una escapada de lujo en el Ritz, entradas para el estreno de El lago de los cisnes en Covent Garden con el bailarín Carlos Acosta, una salida de compras por el centro comercial de lujo Harvey Nichols acompañado del asesor de moda Gok Wan, una cena para ocho preparada por el excelente chef Gordon Ramsay y un vestido de fiesta diseñado por María Grachvogel. También había una guitarra eléctrica firmada por Paul McCartney y una camiseta del Chelsea FC firmada por el equipo titular. El último lote era «Un encargo de un retrato pintado por Gabriella Graham, donado por cortesía de la propia artista». Repasé la multitud con la mirada y me pregunté a quién terminaría pintando.

De pronto vi a Roy, que me saludaba con la mano. Se dirigió a mí.

—¡Ella-Bella!

Me dio un beso paternal en la mejilla.

Toma ya, Clare, pensé. ¡Aquí está mi padre!

—Hola, Roy. —Señalé con la barbilla la pajarita con estampado de margaritas—. Qué pajarita tan alegre. No te la había visto nunca.

—Es nueva. Me pareció buena idea estrenarla hoy en honor a la primavera. En fin, creo que necesitas algo… de beber…

Echó un vistazo en busca del camarero.

—Sí, por favor. He tenido un día muy largo.

Roy fue a buscarme una copa de champán y me la tendió con una mirada pensativa.

—Bueno, ¿y qué tal está mi Chica Número Uno?

Sonreí al oírle utilizar el apelativo cariñoso.

—Bien, gracias. Siento haber llegado tarde.

—Tu madre se estaba poniendo un poquiiiito nerviosa, pero claro, es un gran acontecimiento. Mira, por ahí viene…

Mi madre se deslizaba entre la multitud hacia nosotros, con el esbelto cuerpo enfundado en chifón violeta y el pelo rubio ceniza recogido al estilo Audrey Hepburn.

Me tendió los brazos.

—Eeee…lla. —Lo dijo en un tono que indicaba reproche más que bienvenida—. Casi había tirado la toalla. Creía que no vendrías, cariño. —Cuando me besó, aspiré ese aroma tan familiar de su perfume Fracas—. Ahora necesito que me eches una mano y hables con la gente interesada en el encargo del retrato. Hemos puesto el caballete por ahí, mira, en la zona de exposición, y te hemos preparado un cartelito para que todo el mundo sepa quién eres. —Abrió el bolso sin asas de satén de color malva, sacó una tarjeta plastificada con mi nombre y me la colocó con un imperdible en la solapa antes de que yo pudiera protestar por la marca que podía dejarme en el terciopelo—. Confío en que pujen mucho por el retrato. Nuestro propósito es recaudar setenta y cinco mil libras esta noche.

—Bueno, cruzo los dedos. —Me recoloqué la tarjeta—. He visto que tenéis mucho que ofrecer.

—Y todos son donaciones —dijo admirada mi madre—. No hemos tenido que comprar nada. Todo el mundo ha sido muy generoso.

—Gracias a tu poder de persuasión, cariño —dijo Roy—. Muchas veces pienso que serías capaz de convencer a las nubes para que no lloviera, Sue, de verdad.

Mamá le dedicó una sonrisa indulgente.

—Simplemente soy una persona responsable y bien organizada. Sé cómo quiero que sean las cosas.

—Eres formidable —le dijo Roy con cariño—, en todos los sentidos. —Alzó la copa para brindar—. Por ti, Sue… Y por el éxito de la velada.

Después de beber un sorbo de champán, señalé con la cabeza el estrado vacío.

—¿Quién le dará a la maza?

Mi madre se arregló el chal.

—Tim Spiers. Trabajó en Christie’s y es experto en engatusar a la gente para que se desprenda de su dinero… Y por cierto, he insistido a los camareros para que no dejen de llenar las copas.

Roy se echó a reír.

—¡Claro que sí! Hay que emborrachar a los invitados…

—No, emborracharlos no… Ponerlos de buen humor —le corrigió mi madre—. Digamos que así estarán más, eh, «sueltos» —contestó con ironía—. Pero si las cosas van un poco lentas… —bajó la voz—… tendremos que hacer algunas pujas estratégicas nosotros para animar a la gente.

Se me encogió el corazón.

—Preferiría no tener que hacerlo.

Mi madre me miró con esa cara de «decepción» tan particular.

—Solo para que la cosa fluya… No tendrás que comprar nada, Ella.

—Pero… si nadie puja más que yo, puede que sí tenga que comprarlo. Mamá, estos lotes son muy caros y tengo una hipoteca de mil pares de narices… No puedo hacerlo, me parece demasiado arriesgado.

—Vas a donar un cuadro —dijo Roy—. Es más que suficiente. —Y qué razón tiene, pensé irritada—. Yo pujaré si hace falta, Sue —añadió—. Hasta un límite, claro.

Mi madre se llevó la palma de la mano a la mejilla, uno de sus gestos típicos.

—¡Gracias! Estoy segura de que Chloë también pujará.

Peiné la sala con la mirada.

—¿Dónde está Chloë?

—De camino —respondió Roy—. Con Nate.

Se me escapó un gruñido.

Mi madre sacudió la cabeza.

—No sé por qué tienes que ser así, Ella. Nate es un encanto.

—¿De verdad? —Bebí otro sorbo de champán—. Pues no me había dado cuenta.

—Apenas lo conoces —replicó mi madre sin inmutarse.

—Tienes razón. Solo lo he visto una vez.

Pero con esa vez tuve más que suficiente. Había sido en una fiesta que Chloë había dado en noviembre…

—¿La das por algo en especial? —Le había preguntado por teléfono después de abrir la elegante invitación.

—Porque hace mucho que no doy una fiesta. Tengo a mis amigos un poco olvidados. Y también porque me siento mucho más animada últimamente, porque… —Contuvo la respiración—. Ella… He conocido a alguien.

Una oleada de alivio me inundó.

—Es fantástico. Bueno, ¿y cómo es él?

—Tiene treinta y seis —me respondió—. Alto, con el pelo moreno y muy corto, y unos ojos verdes preciosos.

Para mi sorpresa, tuve que reprimir una punzada de envidia.

—Parece fantástico.

—Y lo es… Además, no está casado.

—Vaya, me alegra saberlo.

—Ah, y es de Nueva York. Lleva en Londres un año más o menos.

—¿Y qué hace ese portento de hombre?

—Es inversor de capital privado.

—Entonces podrá invitarte a cenar.

—Sí… Pero a mí también me gusta pagar.

—Entonces, ¿qué? ¿Estáis saliendo?

—Más o menos… Hemos quedado cinco veces. Pero me ha dicho que tiene muchas ganas de ir a mi fiesta, así que eso es buena señal. Sé que te encantará, Ella… —añadió risueña.

Así pues, al cabo de dos semanas fui en bici a Putney atravesando un manto de niebla. Estaba poniéndole el candado a la bicicleta junto al portal de Chloë, al final de Askill Drive, cuando oí que un taxi paraba justo en la esquina con Keswick Road. En cuanto se abrió la portezuela del coche, oí al pasajero, que mantenía una conversación por el móvil. Aunque hablaba en un tono bajo, no sé de qué manera su voz se propagó a través de la niebla y la oscuridad.

—Lo siento, pero no puedo —le oí decir. Era norteamericano. Al darme cuenta de que podía tratarse del nuevo hombre de Chloë, sin querer presté atención a su conversación—. De verdad, no puedo —reiteró mientras cerraba de un portazo la puerta del taxi—. Porque acabo de llegar a Putney para ir a una fiesta, por eso no puedo… —Así que era él—. No… No quiero ir. —Noté cómo se me encogía el estómago—. Pero vida mía, ahora ya estoy aquí, así que… Nadie, una chica —añadió en el momento en que el taxi arrancaba de nuevo—. No, no… Nada especial —apostilló en voz baja. A esas alturas yo tenía la cara ardiendo—. No puedo escaquearme —protestó—. Porque se lo prometí y punto… Y me ha estado machacando con el tema sin parar. —Me temblaron las manos mientras soltaba la pinza de la luz delantera—. Muy bien, vida mía. Luego me paso. Sí… Te lo prometo. No… Ya sé cómo entrar… Tú también…

Paralizada por la consternación, me quedé esperando a que aquel desgraciado doblara la esquina y tomara el camino de entrada a la casa de Chloë. Me preguntaba cómo debía actuar yo cuando me di cuenta de que el hombre andaba en dirección contraria. Sus pasos repicaron en la acera y se volvieron cada vez más débiles…

Bueno, entonces no era él. Solté el aire, aliviada. Me dirigí a la puerta de Chloë y llamé al timbre.

—¡Ella! —exclamó mi hermana al abrirla. Estaba preciosa con ese vestido suelto de crepé negro que había sido de mi madre y una gargantilla de perlas exageradamente grandes—. Me alegro de que seas la primera —añadió enseguida—, acabo de servir el champán, pero si me echas una mano con la comida será…

Me di cuenta de que alguien se acercaba a mi espalda cuando la mirada de Chloë se elevó por encima de mi hombro. Su rostro se iluminó como una bengala.

—¡Nate!

Me di la vuelta y vi a un hombre alto y bien vestido que se acercaba por el camino.

—Hola, Chloë. —En cuanto reconocí la voz me dio un vuelco el corazón—. Me he despistado y he ido en dirección contraria… Ya estaba en mitad de Keswick Road cuando me he dado cuenta. Tendría que haber usado el GPS —añadió entre risas.

—Bueno, la niebla es muy espesa —respondió ella quitándole hierro al asunto. Pasé por delante de mi hermana para entrar en la casa sin que ella viera la expresión de mi cara—. Cuánto me alegro de que hayas venido, Nate —le oí decir.

—¡Ah!, me hacía mucha ilusión.

Lo miré a la cara e intenté que no se notara mi desprecio.

Chloë lo invitó a pasar; entonces, sin soltarle la mano agarró la mía, de modo que los tres nos vimos extrañamente unidos de repente, plantados en medio del recibidor.

—Ella —dijo Chloë muy contenta—, este es Nate. —Se dirigió a él—: Nate, esta es mi hermana Ella.

Era justo como lo había descrito Chloë. Tenía el pelo moreno y muy corto, con unas entradas incipientes en la frente alta, y sus ojos eran de un verde musgo puro. Tenía una boca sensual con una diminuta hendidura en las comisuras y una nariz larga y recta con el puente estrecho, como si alguien lo hubiera pellizcado.

—Encantado de conocerte, Ella. —Saltaba a la vista que no se había dado cuenta de que había oído su conversación. Le sonreí con frialdad y él captó el desaire—. ¡Oh…! —Alzó la barbilla para señalar mi cabeza—. Qué casco tan bonito llevas.

—Ah. —Estaba tan distraída que no me lo había quitado.

Me lo desabroché mientras Chloë recogía el abrigo de Nate.

Lo dobló sobre el antebrazo.

—Voy a dejarlo encima de la cama. —Apoyó la mano en la barandilla—. Pero toma una copa de champán, Nate… La cocina está por ahí. Gabriella te dirá dónde.

—No… Esto… Yo también tengo que subir.

Le di la espalda a Nate y seguí a Chloë al piso de arriba.

Cruzamos el descansillo y entramos en su habitación. Dejó la puerta entreabierta y se llevó un dedo a los labios.

—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó mientras dejaba el abrigo de cachemir color carbón en la cama. Después se volvió hacia mí muy contenta—: ¿A que es atractivo?

Me quité la cazadora que me ponía para ir en bici.

—Sí.

—Y es muy… decente. Creo que esta vez he caído con buen pie.

Luché contra el impulso de decirle a Chloë que estaba casi segura de que había caído de bruces.

Dejé la cazadora y el casco encima de la cama y me acerqué al enorme espejo de cuerpo entero con marco dorado que había en la pared. Abrí el bolso.

—¿Y cómo os conocisteis?

Con mano temblorosa me pasé el cepillo por el pelo humedecido por la niebla.

Chloë se me acercó y se quedó de pie a mi lado.

—Jugando al tenis.

Mientras ella se retocaba delante del espejo me entretuve un momento en comparar las diferencias físicas entre las dos: Chloë, con su palidez de alabastro heredada de mi madre, junto a mí, con mi piel aceitunada, el pelo castaño y los ojos oscuros.

—¿Te acuerdas de que me aconsejaste salir más, hacer cosas… jugar al tenis, tal vez? —Asentí—. Bueno, pues seguí tu consejo y me apunté a clases en el Harbour Club. —Chloë se lamió el dedo anular y después se lo pasó por la ceja izquierda—. Nate estaba en la pista de al lado, tuve que ir a buscar la pelota unas cuantas veces a su pista, porque se me colaba continuamente en su zona de saque…

Guardé el cepillo en el bolso.

—¿En serio?

—Así que, claro, le pedí disculpas. Luego lo vi en la cafetería y volví a disculparme…

Cerré el bolso de golpe

—Entonces tomamos un café… Y así empezó todo. Ya ves, tengo que darte las gracias —añadió con alegría. Se me partió el corazón—. Estamos empezando…, pero es un encanto.

La miré a los ojos.

—¿Cómo lo sabes?

—Bueno… Porque me llama mucho y porque… —Me miró con una sonrisa confundida—. ¿Por qué lo preguntas?

Lo tenía en la punta de la lengua. Estuve en un tris de decirle a Chloë que en realidad Nate era un capullo y un mentiroso que le ponía cuernos. Pero entonces, reflejado detrás de nosotras en la pared vi el retrato de mi hermana, con la cara escuálida y casi rígida por la desesperación; sus ojos azules encendidos por el dolor y los remordimientos.

—¿Por qué lo preguntas, Ella? —repitió.

En ese momento contemplé la expresión feliz y esperanzada de Chloë y supe que no podía contárselo.

—Por nada. —Espiré—. Simple… curiosidad.

—¿Ella? —Chloë me miró a la cara—. ¿Te pasa algo?

—No… Estoy bien. —Me acerqué al lavabo que había en un rincón del dormitorio y me lavé las manos—. Bueno, la verdad es que una furgoneta se saltó el semáforo del puente y casi me atropella. Todavía estoy un poco aturdida —mentí mientras me las secaba.

—Sabía que te pasaba algo. Ay, no deberías ir en bici… Y menos con una niebla como esta, es de locos. Ten mucho cuidado.

Apoyé la mano en el brazo de Chloë.

—Y tú también.

—¿A qué te refieres? —Soltó una risita—. Yo no voy en bici.

Negué con la cabeza.

—Me refiero a que tengas cuidado… —Me di unos golpecitos en el lado izquierdo del pecho—. Con esto.

—Ah. —Soltó un suspiro—. Ya te entiendo. No te preocupes, Ella. No voy a cometer otra…, bueno, otra equivocación, si lo dices por eso. Nate es trigo limpio, gracias a Dios. —Se me encogió el estómago—. Pero debe de estar preguntándose qué hacemos. —Abrió la puerta del dormitorio—. Vayamos a hablar con él.

Era lo que menos me apetecía, en gran medida porque no sabía si sería capaz de ocultar mi hostilidad; todavía me estaba preguntando cómo podría escabullirme cuando sonó el timbre, así que me ofrecí a recibir a los invitados. Luego me ofrecí a calentar los canapés y después a dar una vuelta con la bandeja de las bebidas; entonces el piso de Chloë ya estaba tan abarrotado que conseguí evitar a Nate. Cuando me despedí alegando que tenía que madrugar, lo vi de refilón hablando con alguien en la salita y confié en que su aventura con Chloë no durara mucho. Teniendo en cuenta lo que había dicho por teléfono, era poco probable que durase.

Por eso me hundí cuando Chloë me llamó tres días más tarde para decirme que Nate la había invitado a ir a París un fin de semana a principios de diciembre. Después, justo antes de la Navidad, organizaron una cena en el piso de él; Chloë quería que yo fuese, pero le dije que estaba ocupada. En enero me propusieron ir al teatro con ellos, pero también puse una excusa. Y el mes pasado, mi madre los invitó a una comida familiar pero alegué que no podía ir porque tenía un viaje programado.

—Qué pena —me dijo Chloë—. Ya van tres veces seguidas que no puedes quedar con nosotros, Ella. Al final Nate pensará que no te cae bien —añadió con una risa benévola.

—No, mujer, no es eso —mentí.

—Pues a mí sí me cae bien —oí que decía mamá por encima del murmullo general previo a la subasta—. Nate es atractivo y encantador. —Bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro—. Y deberíamos estarle agradecidos por hacer tan feliz a Chloë después de…

Frunció los labios.

—Max —añadió Roy para echarle una mano.

Asentí.

—Max fue un gran error.

—Max fue un desastre —murmuró mi madre—. Se lo dije a Chloë —continuó más tranquila—. Le dije que no podía salir bien. Y tenía razón. Esas situaciones siempre acaban rompiendo el corazón —añadió con una amargura repentina, y me percaté de que estaba pensando en su propio desengaño, ocurrido tres décadas antes.

—Bueno, lo importante es que ahora Chloë está bien —dijo Roy, conciliador—. Así que vamos a cambiar de tema, ¿eh? Estamos en una fiesta.

—Por supuesto —murmuró mi madre, que se recompuso enseguida—. Tengo que atender al público. Roy, ¿podrías ir a ver cómo sigue la subasta anónima? Ella, deberías ponerte junto al caballete e intenta hacer que el encargo del retrato resulte «tentador», ¿quieres? Lo ideal sería recaudar la máxima suma con cada artículo.

—Claro —respondí no muy emocionada.

Aborrecía tener que subir el precio, aunque fuera por una buena causa. Me abrí paso entre la multitud.

El caballete estaba entre dos mesas largas en las que habían dispuesto la información sobre todos los lotes estrella. El vestido de María Grachvogel estaba expuesto sobre un maniquí plateado, junto a una silueta de tamaño natural del cocinero Gordon Ramsay. En un tablón forrado de tela verde había clavadas unas fotos ampliadas del palazzo veneciano y del Ritz, y junto a ellas estaba el póster de la Royal Opera House donde iba a representarse El lago de los cisnes, flanqueado por dos pares de zapatillas de ballet que colgaban de las cintas. La guitarra estaba montada sobre un pie, y junto a ella estaba la camiseta del Chelsea FC, con las famosas firmas de los jugadores.

Mientras observaba el cuadro montado sobre el caballete, se me acercó una mujer morena con un vestido de color turquesa. Miró la tarjeta que llevaba en la solapa.

—Así que eres la artista.

Asentí.

La mujer miró el cuadro.

—¿Y quién es?

—Mi amiga Polly. Nos lo ha prestado esta noche como muestra de mi trabajo.

—Siempre he querido que me hagan un retrato —dijo la mujer—. Pero cuando era joven y guapa no tenía dinero, y ahora que sí tengo dinero, creo que ya es demasiado tarde.

—Todavía es guapa —le dije—. Y nunca es demasiado tarde… He pintado personas de setenta y ochenta años. —Tomé un sorbo de champán—. Entonces, ¿tiene pensado pujar por el retrato?

Se mordió el labio inferior.

—No estoy segura. ¿Cuánto dura el proceso?

Se lo expliqué.

—Dos horas posando es mucho tiempo, ¿no? —comentó frunciendo el entrecejo.

—Hacemos una pausa para tomar un café y estirar las piernas. No es tan cansado como parece.

—¿Dejas a la gente más guapa? —preguntó la señora con ansiedad—. Espero que sí, porque mira… —Se pellizcó la papada que empezaba a formársele bajo la barbilla con suma delicadeza, como si fuera una exquisitez—. ¿Serías capaz de hacer que no se viera?

—Mis retratos son fieles a la realidad —respondí con mucho tacto—. Pero al mismo tiempo, quiero que los modelos estén contentos; así que podría pintarla desde el ángulo más favorecedor… Y haría algunos bocetos antes para asegurarme de que le gusta la composición del cuadro.

—Bueno… —Inclinó la cabeza hacia un lado mientras valoraba de nuevo el retrato de Polly—. Tendré que pensarlo, pero gracias.

Justo cuando se despedía, se me acercó otra mujer de cuarenta y tantos. Me dedicó una sonrisa seria.

—Estoy decidida a pujar por el retrato. Me encanta tu estilo… Es realista pero con un punto especial.

—Gracias. —Disfruté del cumplido durante unos segundos—. Y ¿a quién le gustaría que pintara? ¿A usted?

—No —respondió—. Sería a mi padre. Es que nunca le hicieron un retrato, ¿sabes?

—Ajá.

—Y ahora nos arrepentimos. —Perdí la esperanza al darme cuenta de lo que iba a decir a continuación—. Murió el año pasado —continuó la mujer—, pero tenemos muchas fotos, así que podrías pintarlo a partir de eso.

Negué con la cabeza.

—Lo siento, pero no hago retratos póstumos.

—Vaya. —La mujer parecía perpleja—. ¿Por qué no?

—Porque para mí un retrato consiste en captar la esencia y el espíritu de una persona viva, su vitalidad.

—Vaya —repitió, ahora irritada—. Ya veo. —Dudó un momento—. ¿Y no podrías hacer una excepción?

—Me temo que no. Lo siento —añadí con impotencia.

—Bueno… —Se encogió de hombros—. Entonces, nada, supongo.

Mientras la mujer se alejaba, vi a mi madre subiendo los peldaños que había en un lateral del escenario. Esperó a que el trío de cuerdas terminara de tocar la sonata de Mozart y después subió al estrado y dio unos golpecitos en el micro. El murmullo cesó cuando ella sonrió a los asistentes y después, con esa voz sedosa y baja, agradeció a todos su presencia y nos animó a ser generosos. En el momento en que nos recordó que nuestras contribuciones servirían para salvar la vida de muchos niños, la irritación que había sentido hacia ella se transformó en un repentino arrebato de orgullo. Entonces expresó su gratitud hacia los donantes de los artículos y hacia los demás miembros del comité, ames de pasar a presentar a Tim Spiers, quien tomó el relevo mientras mi madre se bajaba del estrado con elegancia.

Spiers apoyó un brazo en el atril y nos miró con ojos benévolos por encima de las gafas de media luna.

—Esta noche tenemos unos lotes fantásticos para ustedes… Y recuerden que no tendrán que pagar comisión, lo cual significa que todo estará a muy buen precio. Bueno, sin más preámbulo, empecemos con la semana en el fabuloso palazzo Barbarigo de Venecia…

Un murmullo de admiración surgió en cuanto proyectaron una foto del palazzo en las dos pantallas gigantes que habían colocado a ambos lados del escenario.

—El palazzo tiene vistas al Gran Canal —informó Spiers mientras la imagen cambiaba por una diapositiva del interior—. Es uno de los palacetes más espléndidos de Venecia y tiene un sensacional piano nobile, como pueden ver… Pueden alojarse ocho personas, está totalmente equipado y, en temporada alta, la estancia de una semana cuesta diez mil libras. Ahora abro la subasta por unas irrisorias tres mil libras. —Fingió asombro—. Sí, damas y caballeros, por unas míseras tres mil libras podrían pasar una semana en uno de los palacios privados más soberbios de Venecia. Una experiencia única en la vida. ¿He oído tres mil por ahí…? —Sus ojos peinaron la sala—. ¿Tres mil libras? Ah, gracias, caballero. Y tres mil quinientas… Y cuatro mil… Gracias. Por ahí, al fondo… Cinco mil…

Mientras proseguía la subasta, una chica de poco más de veinte años se me acercó para mirar el retrato de Polly.

—Es muy guapa —susurró.

Contemplé el rostro con forma de corazón de Polly, enmarcado por una melena corta con flequillo de un tono dorado con un punto de rosa.

—Sí.

—¿He oído seis mil? —preguntó el director de la subasta.

—¿Y si tienes que pintar a alguien del montón? —preguntó la chica—. ¿O incluso feo? ¿Es más difícil?

—En realidad es más fácil que pintar a alguien que tenga un atractivo convencional —respondí también en voz baja—, porque las facciones están más definidas.

—Vamos por siete mil… ¿He oído siete mil libras? ¡Vamos, anímense todos!

La chica dio un sorbo de champán.

—¿Y qué pasa si no te cae bien la persona que tienes que pintar? ¿Puedes pintarla igualmente?

—Sí —susurré—. Aunque supongo que entonces no me divertiré tanto en las sesiones. —Me percaté de que se abrían las puertas y de pronto apareció Chloë, con su gabardina vintage roja, seguida de Nate—. Por suerte, nunca he tenido que pintar a alguien que me cayera mal.

—A la de una —oí que decía el subastador—. Por ocho mil libras. A la de dos… —Nos repasó a todos con la mirada, y con un giro de muñeca, dio un golpecito en el atril—. Vendido a la señora del vestido negro. —Miré a mi madre. Parecía razonablemente contenta con el resultado—. Y ahora vamos a por el segundo lote —dijo Spiers—. Un vestido de noche diseñado por María Grachvogel, que trabaja para algunas de las mujeres más glamurosas del mundo: Cate Blanchett, por ejemplo, y Angelina Jolie. Quien gane este lote recibirá además los consejos de María Grachvogel, quien le probará el vestido en persona. Así pues, voy a abrir la subasta por unas modestas quinientas libras. Gracias a la señora del vestido azul pastel de por ahí… ¿Y setecientas cincuenta? —Nos escudriñó—. Setecientas cincuenta libras es una ganga… Gracias, caballero. ¿He oído mil? —Señaló a una mujer vestida de verde lima que había levantado la mano—. De momento para usted, señora. Y ¿quién ofrece mil doscientas cincuenta? Sí… Y ¿mil quinientas…? Gracias. ¿Alguien da dos mil libras?

Miré a mi derecha. Chloë se abría paso por la habitación, con Nate cogido de la mano.

«Sé que te encantará, Ella…».

Pues se equivocaba. Odiaba a ese hombre. La seguí con la mirada mientras distinguía a Roy y lo saludaba con la mano.

—¿Por ahí ofrecen dos mil libras? —El subastador señaló a Chloë—. ¿La joven del fondo con la gabardina roja?

Chloë se quedó de piedra; entonces, con expresión acartonada, negó con la cabeza y murmuró «lo siento» mirando a Spiers. Después se volvió hacia Nate con cara divertida y aterrada a la vez.

—Entonces seguimos en mil quinientas libras. Pero ¿he oído dos mil? —Se produjo una pausa y entonces vi que mi madre levantaba la mano—. Gracias, Sue —dijo el subastador—. Ha pujado nuestra organizadora, Sue Graham, y ahora el lote está en dos mil libras. —Mi madre tenía el rostro rígido por la tensión—. ¿Alguien ofrece dos mil doscientas? Gracias… La señora del vestido rosa. —Las facciones de mi madre se relajaron al saber que habían superado su apuesta—. Entonces, por dos mil doscientas libras… A la de una… A la de dos y… —El mazo aterrizó con un «crac»—. Vendido a la señora de rosa. Muchas gracias a todos —añadió jovial—. Continuemos con el tercer lote.

Mientras seguía la subasta del fin de semana en el Ritz, vi que Chloë saludaba a mi madre y a Roy. Mi madre dedicó una sonrisa afable a Nate y después, cuando Chloë se inclinó hacia ella para decirle algo en voz baja, mi madre aplaudió encantada y se dio la vuelta para susurrarle al oído a Roy. Me habría encantado saber de qué hablaban.

—Así pues, por tres mil libras… —decía entonces Tim Spiers—. Un fin de semana en el Ritz en una de sus suites de lujo… Menudo regalo. Gracias, caballero. De momento se lo lleva el señor de la corbata amarilla. A la de una… A la de dos… y… —Golpeó el atril—. ¡Adjudicado! Es una verdadera ganga, caballero —le dijo Spiers al hombre en tono afable—. Si no le importa, pase por el mostrador para acordar el modo de pago, muchas gracias. Y ahora vamos a por la cena para ocho, preparada por el propio Gordon Ramsay… Se merece todos los honores. Empecemos con unas modestas ochocientas libras. Y además se incluye el vino…

El sonido de la subasta se fue apagando en mis oídos mientras observaba en silencio a Chloë y Nate. Chloë parecía monopolizar la conversación, mientras que Nate se limitaba a asentir de vez en cuando, asimilando las palabras de ella, en lugar de responder. Lo vi mirando el móvil y me pregunté si la mujer a la que había prometido ver la noche de la fiesta seguiría formando parte de su vida.

—Y ahora el retrato —oí decir al subastador, y a la vez que proyectaban mi cuadro de Polly en las pantallas, me señaló con un gesto de la mano—. Damas y caballeros, Gabriella Graham es una destacada joven artista. —Noté el calor que me subía por las mejillas—. Seguro que han visto en los medios de comunicación la noticia acerca del retrato que hizo de la duquesa de Cornualles, encargado por la National Portrait Gallery para la colección permanente. Ahora, también ustedes tienen la oportunidad de quedar inmortalizados por Gabriella. De modo que voy a abrir la subasta con un precio irrisoriamente bajo: dos mil libras. ¿He oído dos mil? —Spiers miró por encima de las gafas—. ¿No? Bueno, dejen que les diga que los retratos de Ella suelen costar entre seis y doce mil libras, según el tamaño y la composición. Así pues, ¿quién me ofrece la nimiedad de dos mil? ¡Gracias, señora! —Sonrió de oreja a oreja a la mujer del vestido color turquesa que había hablado conmigo antes—. ¿Y dos mil quinientas? ¿Alguien? —Sonrió con indulgencia—. Vamos, señores. ¡Pujen un poco! Gracias, Sue. —Mi madre había levantado la mano—. De momento es para Sue Graham, por dos mil quinientas libras… Y tres mil, para la señora de turquesa una vez más. ¿Quién ofrece cuatro mil? —Me quedé perpleja. Era un salto muy grande—. ¿Cuatro mil libras? —Se produjo un silencio—. ¿Nadie se anima? —dijo con una incredulidad fingida. Sentí una punzada de decepción mezclada con la vergüenza de que nadie pensara que valía tanto. De repente, el rostro de Spiers se iluminó—. ¡Muchas gracias, joven! —Sonrió—. ¡Confío en que esta vez no sea otro malentendido!

Seguí su mirada y, para mi sorpresa, vi que el comentario iba dirigido a Chloë, quien asentía con mucho entusiasmo. Claro, pujaba para ayudar a mi madre.

—¿Ahora he oído cuatro mil quinientos? —preguntó Spiers—. Sí, señora. —La mujer del vestido turquesa volvía a pujar—. ¿Y quién me ofrece cinco mil libras a cambio de la oportunidad de ser pintado por Ella Graham? Es más que un retrato, es algo que heredarán sus hijos. ¡Muchas gracias! Y ahora el turno es de nuevo para la joven de la gabardina roja. —Miré a Chloë. ¿Por qué seguía pujando?—. Es suyo por cinco mil libras. —Contuve la respiración—. ¿Y quién da cinco mil quinientas? ¿Sí? Otra vez en poder de la señora vestida de color turquesa. —Chloë estaba liberada, gracias a Dios—. Entonces, por cinco mil quinientas libras… para la dama de turquesa… A la de una… A la de dos… y… ¡SEIS mil! —gritó Spiers. Sonrió radiante a Chloë y después tendió la mano derecha hacia ella—. Ha pujado de nuevo la señorita de la gabardina roja, ¡ahora por seis mil libras! ¿Alguien da más de seis mil libras? —Era una locura. Era imposible que a Chloë le sobraran seis mil libras. ¿De dónde iba a sacar ella seis mil libras? Me enfurecí con mi madre por haberle pedido que pujara—. Así pues, por seis mil libras, todavía en poder de la joven de rojo —continuó Spiers—. A la de una… A la de dos… —Miró con ojos interrogativos a la mujer del vestido color turquesa, pero para mí desesperación negó con la cabeza. El mazo cayó con un «crac», como un disparo—. ¡Adjudicado!

Esperaba que Chloë se quedara hecha polvo; en lugar de eso, parecía emocionada. Se abrió paso entre la gente para llegar hasta mí y dejó a Nate con Roy y mi madre.

—Bueno, ¿qué te parece?

Sonreía con cara de victoria.

—¿Que qué me parece? ¡Una locura! ¿Por qué no te has plantado cuando has tenido la oportunidad?

—Porque no quería —protestó—. Decidí que iba a conseguirlo… ¡Y lo he hecho!

Me la quedé mirando.

—Chloë… ¿Cuánto champán has bebido?

Se echó a reír.

—He bebido un poco en la comida, pero no estoy borracha. ¿Por qué piensas que sí?

—Porque acabas de pagar seis mil libras por algo que podrías haber tenido gratis ¿Se puede saber en qué estabas pensando?

—Bueno… Hoy me han nombrado directora de Proud, con un aumento de sueldo de un treinta por ciento. —Ah, así que era por eso por lo que mi madre estaba tan emocionada—. Y acaban de devolverme los impuestos. Además, quiero contribuir con la causa benéfica.

—Es muy generoso por tu parte —le dije—. Pero habíamos subido hasta cinco mil quinientas, que ya era un buen precio, y además, ya te he hecho un retrato, ¿te acuerdas?

—Claro que me acuerdo… No seas tonta, Ella. Pero el caso es…

De pronto caí en la cuenta.

—¿Quieres que lo repita? —Pensé en lo angustiada que estaba Chloë cuando pinté su retrato. Había roto con Max poco después de que empezara a dibujarlo. Yo la había animado a esperar, pero se había negado. Había insistido en que quería que la pintase con ese desánimo, para que nunca se le olvidara lo mucho que había sentido por él—. ¿Sabes qué, Chloë? —le dije—. En el fondo sería buena idea hacer otro retrato ahora que estás…

—Ella —me interrumpió—. No he pujado por eso. Porque no es a mí a quien vas a pintar. Ay, Señor. Es a Nate.

Me quedé de piedra. Y mira por dónde, ahora lo tenía delante. Me apresuré a sonreír.

—Eh…, parece que es a ti a quien voy a pintar, Nate.

Miró a Chloë confundido.

—Sí, sí —corroboró ella, muy ilusionada.

—Ah… Bueno… —Era evidente que estaba tan consternado como yo—. Pero no sé si quiero que Ella me pinte. Es más, no, no quiero que me pinte… Es decir, no quiero que nadie me pinte. —Negó con la cabeza—. Lo siento, Chloë, pero a mí no me van estas cosas, así que tengo que darte las gracias, es un detalle por tu parte, pero no, gracias.

Chloë lo miró con una sonrisa burlona.

—Lo siento, pero no tienes derecho a negarte, porque es un regalo de mi parte… Un regalo muy especial.

—¿Su regalo de cumpleaños? —le pregunté.

—No. —Chloë sonrió encantada—. Su regalo de bodas.

Pasó un brazo por el de Nate.

—¡Nos vamos a casar!