Richmond, 23 de julio de 1986
—¿Gabriella…? ¿Eeee… llaaaa?
La voz de mi madre flota escaleras arriba mientras sigo sentada, con la espalda encorvada sobre el bloc de dibujo, moviendo la mano a toda prisa por el papel granulado.
—¿Dónde estás?
Agarro el lápiz con fuerza y defino la nariz un poco más. Luego añado sombras a las cejas.
—¿Por qué no contestas?
Ahora el pelo. ¿Flequillo? ¿Peinado hacia atrás? No me acuerdo.
—¿Ga… brieeee… llaaaa?
Y sé que no puedo preguntarlo.
—¿Estás en tu habitación, cariño?
Mientras oigo los ligeros pasos de mi madre escaleras arriba, dibujo con trazos rápidos un flequillo fino que le cruza la frente, lo difumino para darle más textura y después oscurezco la mandíbula rápidamente. Analizo el dibujo y me digo que se le parece bastante. Por lo menos, en mi opinión. ¿Cómo puedo estar segura? Su rostro se ha vuelto tan poco definido que empiezo a pensar que solo lo he visto en sueños. Cierro los ojos y no, no es un sueño. Lo veo. Hace sol y voy paseando; noto el calor que sube desde el asfalto, los rayos en la cara, y su mano grande y seca que envuelve la mía. Oigo el chancleteo de mis sandalias y el clic-clac de los tacones de mi madre y veo su vestido blanco con ramilletes de flores rojas.
Él baja la cabeza y me sonríe.
—¿Estás preparada, Ella? —Sus dedos aprietan los míos con más fuerza y noto un arrebato de felicidad—. Pues vamos. Uno, dos y tres… —Me da un vuelco el estómago cuando me levanta en volandas—. ¡Yujuuuu! —Cantan los dos mientras vuelo por los aires—. Uno, dos y tres. ¡Y arriba! ¡Yujuuuu!
Los oigo reírse mientras aterrizo.
—¡Otra vez! —chillo—. ¡Otra vez!
—Está bien. Ahora más alto todavía. —El vuelve a agarrarme la mano—. ¿Lista, cariño?
—¡Listaaaa!
—Muy bien. Uno, dos y tres, y… ¡arribaaaa!
Echo la cabeza hacia atrás y la cúpula azul del cielo se balancea a mí alrededor, como una campana. Pero cuando caigo al suelo noto que sus dedos me sueltan, y cuando me vuelvo para buscarlo, se ha ido…
—Ah, estás aquí —dice mamá desde la puerta de mi habitación. Levanto la mirada hacia ella y me apresuro a tapar el boceto con la mano—. ¿Por qué no vas a jugar con Chloë? Está en el jardín, en la casita de Wendy.
—Estoy… ocupada.
—Por favor, Ella.
—Ya soy mayor para jugar con casas de muñecas. Ya tengo once años.
—Lo sé, mi vida, pero me iría de fábula que entretuvieses a tu hermana pequeña un rato, le encanta que juegues con ella… —Mi madre se recoge un mechón de pelo rubio platino detrás de la oreja, y pienso en lo pálida y frágil que parece, como de porcelana—. Además, deberías estar al aire libre, aprovechando que hace tan buen día.
Lo que debería hacer ella es volver a la planta baja. En cambio, maldita sea, se dirige hacia mí, con los ojos fijos en el bloc. Paso la página a toda prisa y dejo a la vista una hoja en blanco.
—¿Estás dibujando? —La voz de mi madre; como siempre, es tranquila y cariñosa—. ¿Puedo verlo?
Extiende la mano.
—No… Todavía no.
Ojalá hubiera arrancado el boceto antes de que entrara.
—Nunca me enseñas tus dibujos. Déjame verlo, Ella.
Se dispone a coger el bloc.
—Es… mío, mamá. No…
Pero ya ha empezado a pasar las páginas del cuaderno de espiral.
—Qué flores de dedalera tan preciosas —murmura—. Y estas hojas de hiedra te han quedado perfectas…, tan brillantes. Y este dibujo de la iglesia es excelente. Seguro que las vidrieras eran muy difíciles, ¿verdad?, pero las has hecho con todo detalle.
Mi madre mueve la cabeza, admirada, y después me dedica una sonrisa. No obstante, cuando pasa la siguiente hoja del bloc se le nubla la cara.
Por la ventana abierta oigo un avión; el rugido distante es como el del papel al rasgarse.
—Es un boceto —le explico—. Para un retrato.
Se me acelera el pulso.
—Vaya… —asiente mamá—. Es… muy bueno. —Cierra el bloc de dibujo con manos temblorosas—. No sabía que dibujaras tan bien. —Vuelve a dejarlo en la mesa—. Está claro que… sabes captar las cosas —añade en voz baja. Flexiona un músculo de la comisura del labio, pero luego vuelve a sonreír—. Bueno… —Da una palmada—. Si estás ocupada, voy yo a jugar con Chloë y luego veremos las tres juntas la boda real. He encendido el televisor para que no nos perdamos el principio. Podrías dibujar el vestido de Fergie.
Me encojo de hombros.
—Sí, por qué no…
—Comeremos un bocadillo mientras vemos la boda. ¿Lo quieres de jamón y queso? —Asiento con la cabeza—. O mejor, podría rellenarlos con pollo frío, como los que comen en la casa real. Muy apropiado, ¿no te parece? —añade mi madre con una alegría repentina—. Te aviso cuando empiece.
Se dirige hacia la puerta.
Respiro hondo.
—Entonces, ¿lo he hecho bien? —Mi madre no da muestras de haberme oído—. ¿Se parece a él? —insisto. Salta a la vista que se pone rígida. El sonido del avión ha dado paso al silencio—. ¿El dibujo se parece a mi papá?
La oigo inspirar y después sus hombros esbeltos se sacuden; de pronto me doy cuenta de lo expresiva que puede ser una espalda.
—Sí, se le parece —me responde en voz baja.
—Ah, bueno… —digo mientras mi madre se vuelve para mirarme—. Qué bien. Sobre todo porque en realidad ya no me acuerdo mucho de él. Y tampoco tengo fotos suyas, ¿verdad? —Oigo los gorriones peleándose en los parterres de flores—. ¿Hay alguna foto, mamá?
—No —me contesta tajante.
—Pero… —Se me acelera el corazón—. ¿Por qué no?
—Porque…, pues, porque… no y ya está. Lo siento, Ella. Sé que no es fácil. —Se encoge de hombros, como si el tema la fastidiase tanto como a mí—. Me temo que… así son las cosas y punto. —Hace una pausa, para que no quede ninguna duda de que la conversación ha terminado—. Bueno, entonces, ¿quieres que te ponga tomate en el bocadillo?
—Pero tiene que haber alguna foto suya…
—Ella… —Mi madre mantiene el tono de voz bajo, pero no me sorprende, porque casi nunca levanta la voz—. Ya te lo he dicho. No tengo. Lo siento, cariño. Venga, tengo que…
—¿Ni de cuando os casasteis? —Me imagino un álbum de piel blanca con mis padres sonrientes en todas las fotos: mi padre muy elegante y vestido de gris oscuro, el velo de mi madre flotando alrededor de su carita de muñeca de porcelana. Parpadea despacio.
—Sí que tenía fotos, sí… Pero ya no las tengo.
—Pero alguna tiene que haber. Solo necesito una. —Cojo la goma con forma de corazón y la doblo entre el pulgar y el índice—. Me gustaría poner una foto suya en el mueble del comedor. Hay un marco de plata que no usamos. Podríamos colocarla allí.
Sus enormes ojos azules se agrandan aún más.
—Pero es que… no puede ser.
—Bueno, pues ya compraré otro marco; tengo dinero ahorrado de las propinas. O podría hacer uno, o podrías regalármelo para mi cumpleaños.
—No es por el marco, Ella. —De repente, mi madre parece indefensa—. Lo que quiero decir es que no me apetece tener su foto en el mueble del comedor…, ni en ninguna parte, ya puestos.
El corazón me late con fuerza.
—¿Por qué no?
—Porque… —Levanta las manos—. No forma parte de nuestra vida, Ella, como bien sabes. Y hace mucho tiempo que salió de ella, así que sería un lío, sobre todo para Chloë… No era su padre; y tampoco sería muy agradable para Roy. Y Roy se ha portado muy bien contigo —se apresura a decir—. Él ha sido tu padre, ¿o no? Un padre fabuloso.
—Sí, pero no es mi verdadero padre. —Me arde la cara—. Tengo un padre «de verdad», mamá, y se llama John, pero no sé dónde está, ni por qué ya no lo veo nunca, y tampoco sé por qué nunca hablas de él. —Sus labios se han convertido en una línea fina, pero no pienso callarme—. No lo he visto desde que tenía… Ni siquiera me acuerdo. ¿Cuántos años tenía, tres?
Mi madre cruza los delgados brazos y el brazalete de oro tintinea suavemente al chocar con el reloj.
—Tenías casi cinco años —responde en voz baja—. Pero, Ella, ¿sabes una cosa? Creo que la persona que hace de padre es el verdadero padre, y Roy hace por ti todo lo que le correspondería a un padre, mientras que… John…, bueno…
Deja la frase en el aire.
—Pero me gustaría tener una foto suya. Podría ponerla aquí, en mi cuarto, para que nadie más la viera… Sería solo para mí. Bueno —añado rápidamente—, pues ya está decidido.
—Ella… Ya te lo he dicho, no tengo fotos suyas.
—¿Por qué… no?
Mi madre suelta un suspiro angustiado.
—Se… perdieron… —mira por la ventana— cuando nos mudamos aquí. —Vuelve a mirarme—. No nos lo llevamos todo.
Clavo la mirada en ella.
—Pero esas fotos sí tendríamos que haberlas cogido. Eres mala —añado enfadada—. ¡Eres mala por no haberme guardado ni siquiera una foto! —Me levanto y apoyo una mano en la silla en busca de algo a lo que agarrarme ante el clamor de mi caja torácica—. ¿Y por qué no hablas de él? ¡Nunca me hablas de él! ¡Nunca!
Las mejillas pálidas de mi madre se sonrojan de repente, como si hubiera dado una pincelada de rojo intenso en cada una de ellas.
—Es… muy… complicado, Ella.
—¿¡Por qué!? —Intento tragar saliva, pero tengo un cuchillo en la garganta—. Siempre me dices que está fuera de nuestras vidas y que es mejor así. Y claro, así nunca voy a saber lo que pasó… —unas lágrimas de frustración me aguijonean los ojos—, o por qué nos abandonó… —las facciones de mi madre se han emborronado—, o si volveré a verlo alguna vez. —Una lágrima me resbala por la mejilla—. Y por eso…, por eso… yo…
En un arrebato, me agacho y alargo la mano por debajo de la cama, para arrastrar una caja escondida. En la tapa pone «Ravel» y en ella iban las mejores botas de mamá. Me pongo de pie y la coloco encima de la cama. Mi madre la mira; luego, con ojos ansiosos, me mira a mí, se sienta junto a la caja y levanta la tapa…
El primer dibujo es reciente, lo hice con tinta y plumilla, y le puse unos toques de pastel blanco en la nariz, el pelo y los pómulos. Quedé muy satisfecha con el resultado, pues acababa de aprender a hacer contrastes y resaltar bien las facciones. Luego saca otros tres bocetos de mi padre, que hice a lápiz en primavera: con un cuidadoso sombreado, conseguí dar profundidad y expresividad a los ojos. Debajo hay diez o doce dibujos más antiguos en los que las proporciones están mal: la boca es demasiado pequeña o la frente muy ancha o la curva de la oreja demasiado alta. Luego vienen cinco bocetos más en los que no hay ni rastro de volumen ni sombras, con la cara tan plana y redonda como un plato. Mamá saca varios dibujos hechos con rotulador en los que aparece mi padre de pie, con ella y conmigo, delante de una casa de ladrillos rojos, con unos peldaños negros que conducen a una puerta verde oscuro. También hay algunos dibujos de colores chillones en los que mi padre siempre sale al volante de un coche azul muy grande. Ahora mamá coge un collage de mi padre con escobones en lugar de piernas, la camisa y los pantalones hechos de fieltro de color malva, y el pelo con unas hebras de lana pegadas con cola. En los últimos dibujos, papá es poco más que un garabato. Debajo de ellos escribí: «papi», pero en uno me confundí y en lugar de «p» escribí «q», de forma que pone «qaqi».
—Cuántos hay… —murmura mi madre. Devuelve los dibujos a la caja, luego alarga el brazo para tomarme de la mano y me siento a su lado. La oigo tragar saliva—. Debería habértelo contado —dice con voz pausada—. Pero no sabía cómo…
—Pero… ¿por qué no? ¿Contarme qué?
—Porque… era… una pesadilla. —Hunde la barbilla, afligida—. Confiaba en poder retrasarlo hasta que fueras mayor…, pero hoy… has sacado el tema. —Se aprieta los labios con las yemas de los dedos, parpadea unas cuantas veces y expulsa el aire con un sonido triste y ahogado—. Está bien —susurra. Deja caer las manos sobre el regazo e inspira hondo. Entonces, mientras atruena la marcha nupcial que nos llega desde la abadía de Westminster, me habla, por fin, de mi padre. Y cuando me cuenta lo que hizo, siento de pronto cómo se desmorona mi mundo, como si algo grande y pesado acabara de chocar contra él…
Nos quedamos allí un buen rato y le hago unas cuantas preguntas, que ella responde. Después vuelvo a hacerle las mismas preguntas otra vez. Luego bajamos juntas, voy a buscar a Chloë, que sigue en el jardín, nos sentamos las tres delante de la tele y soltamos exclamaciones de admiración al ver lo bonito que es el vestido de seda ahuecado de Sarah Ferguson, con su cola de más de diecisiete pies de bordado de abeja. Al día siguiente bajo la caja a la cocina y saco todos los dibujos. Luego los meto uno por uno en el cubo de la basura y los empujo hasta el fondo.