Capítulo 12

Los árboles de la parte alta de Láveme Terrace tenían las hojas verdes y lozanas después de la lluvia. Iluminados por el sol de la tarde, podía ver la cuesta empinada de la colina y los escalones que el asesino había descendido después de los tres disparos en la oscuridad. Enfrente, en la calle de más abajo, había dos casitas desde donde podían haber oído los tiros. No había la menor actividad frente a la casa de Geiger, ni en ninguna de las de esa manzana. El cerco de boj aparecía verde y tranquilo y las tejas del tejado aún estaban húmedas. Dándole vueltas a una idea, pasé muy despacio con el coche por delante de la casa. No había mirado en el garaje la noche anterior. Una vez desaparecido el cuerpo de Geiger, en realidad no intenté encontrarlo, pues eso me hubiera comprometido. Pero arrastrarlo hasta el garaje, meterlo en su propio coche y llevarlo a uno de aquellos cañones solitarios que hay alrededor de Los Ángeles sería una buena manera de deshacerse de él durante días e incluso durante semanas. Esto suponía dos cosas: una llave de su automóvil y dos personas en el asunto. Lo cual reducía bastante el sector de búsqueda, dado que yo tenía las llaves personales de Geiger cuando desapareció su cadáver.

No tuve oportunidad de mirar en el garaje. Las puertas estaban cerradas con candado y algo se movió detrás del boj cuando estuve cerca de la casa. Una mujer, con abrigo a cuadros blancos y verdes y un sombrerito diminuto ocultando el cabello dorado, salió del laberinto y se quedó mirando mi coche con ojos extraviados, como si no lo hubiera oído subir la colina. Dio media vuelta rápidamente y se perdió de vista. Era Carmen Sternwood, naturalmente.

Fui hasta el final de la calle, aparqué y volví. A la luz del día parecía expuesto y peligroso. Atravesé el boj. Allí estaba ella, erguida y silenciosa, contra la puerta de entrada, que seguía cerrada. Lentamente acercó una mano a los dientes y se mordió el extraño pulgar. Tenía ojeras y su rostro estaba blanco a causa de la excitación nerviosa. Casi me sonrió.

—¡Hola! —me dijo con voz atiplada y quebradiza—. Que… que…

No dijo más y volvió a morderse el pulgar.

—¿Me recuerda? Doghouse Reilly, el hombre que creció demasiado. ¿Recuerda?

Asintió con la cabeza y una rápida sonrisa iluminó su cara.

—Entremos —dije—; tengo una llave. Estupendo, ¿eh?

La aparté a un lado, metí la llave en la cerradura y abrí. Entramos y volví a cerrar. Me puse a husmear por allí. El lugar era horrible a la luz del día: los objetos chinos en las paredes, la alfombra, las historiadas lámparas, el frasco de éter y láudano; todo ello, a la cruda luz del día, tenía un aspecto sórdido.

Nos quedamos mirándonos. Carmen intentó mantener en su rostro una linda sonrisa, pero estaba demasiado cansada para molestarse, y la sonrisa se borraba de su rostro como el agua desaparece en la arena. Su pálida piel tenía un aspecto granuloso bajo la rígida y estúpida expresión de los ojos. Una lengua blancuzca acariciaba las comisuras de sus labios. Una muchacha bonita y mimada, no demasiado lista, que había tomado muy mal camino y nadie hacía nada para impedirlo. ¡Al diablo los ricos! No los puedo aguantar. Lié un cigarrillo, empujé algunos libros y me senté en un extremo del escritorio. Encendí el cigarrillo, di una chupada y miré en silencio durante un momento la operación de morderse el pulgar. Carmen estaba frente a mí como una muchacha traviesa en el despacho del jefe.

—¿Qué hace usted aquí? —pregunté finalmente. Se cogió una punta del abrigo y no contestó—. ¿Qué recuerda de anoche?

Con un brillo animal en los ojos, contestó:

—¿Recordar qué? Anoche estuve en casa, enferma.

Su voz era tan sigilosa que apenas llegaba a mis oídos.

—No me venga con cuentos… —Sus ojos parpadeaban con rapidez—. Antes de que volviese a su casa —continué—; mejor dicho, antes de que yo la llevara. Aquí, en esa silla —señalé—, sobre ese chal naranja. Lo recuerda usted perfectamente.

Un leve rubor se esparció por su cuello. Ya era algo: podía ruborizarse. Un destello blanco apareció debajo de sus embotados iris grises. Mordía con entusiasmo su pulgar.

—Entonces, ¿era usted? —susurró.

—Yo. ¿Qué es lo que recuerda?

Dijo vagamente:

—¿Es usted de la policía?

—No; soy un amigo de su padre.

—¿No es usted de la policía?

—No.

Dejó escapar un suspiro.

—¿Qué…, qué es lo que quiere?

—¿Quién lo mató?

Se encogió de hombros, pero no movió un músculo de su rostro.

—¿Quién más lo sabe?

—¿Lo de Geiger? No sé. Desde luego, la policía no; si lo supiera ya estaría acampada aquí. Quizá Joe Brody.

Fue un tiro a ciegas, pero dio en el blanco.

—¡Joe Brody! ¡Él!

Ambos nos quedamos silenciosos. Yo fumaba y ella se mordía el pulgar.

—¡No ponga esa cara pensadora, por amor de Dios! —rugí—. Este es un asunto sumamente elemental. ¿Lo mató Brody?

—¿Mató a quién?

—¡Dios mío! —exclamé.

Parecía dolida. Bajó un poco la cabeza.

—Sí —dijo solemnemente—; fue Joe.

—¿Por qué?

—No lo sé.

Movió la cabeza persuadiéndose a sí misma de que no lo sabía.

—¿Lo ha visto a menudo últimamente?

Bajó las manos que parecían pequeños nudos blancos.

—Una o dos veces solamente. Le odio.

—Entonces, ¿sabe usted dónde vive?

—Sí.

—¿Y ya no le quiere?

—¡Le odio!

—Entonces no le quiere por el aprieto en que la puso.

Se quedó otra vez sin expresión. Iba demasiado deprisa para ella. Era difícil no hacerlo así.

—¿Está usted dispuesta a decirle a la policía que fue Brody? —pregunté. Un pánico súbito se manifestó en su rostro—. Si puedo ocultar la cuestión del desnudo, naturalmente —añadí para calmarla.

Soltó una risita. Esto me dio mala espina. Si hubiese chillado o sollozado, o incluso si se hubiera tirado al suelo, entonces todo habría ido bien. Solamente rió. De repente, el asunto se convertía en una gran diversión. La habían retratado como Isis y alguien se había llevado la placa, y alguien había liquidado a Geiger delante de ella, mientras estaba más borracha que un batallón de legionarios, y de pronto todo se convertía en una broma divertida. Y por eso reía. Muy mona. Las risitas fueron subiendo de tono y corrían por los rincones de la habitación como ratas detrás del entarimado. Empezó a ponerse histérica. Me retiré del escritorio, me acerqué a ella y le di una bofetada.

—Lo mismo que anoche —dije—; formamos una pareja muy divertida. Reilly y Sternwood. Dos socios en busca de un autor.

Las risitas cesaron de repente, pero no le importó la bofetada más que la noche anterior. Probablemente todos sus amigos, tarde o temprano, terminaban abofeteándola. Y puedo comprender que lo hicieran. Me volví a sentar en el escritorio.

—Su nombre no es Reilly —dijo muy seria—, es Philip Marlowe. Usted es detective privado. Vivian me lo dijo. Me enseñó su tarjeta.

Se pasó la mano por la mejilla que yo había abofeteado. Me sonrió como si fuera una delicia estar conmigo.

—Vaya, lo recuerda —dije—. Volvió usted para buscar esa fotografía y no pudo entrar en la casa. ¿No es eso?

Levantaba y bajaba la barbilla. Intentaba sonreír. Ya se había dado cuenta de mi presencia. Yo estaba a punto de dar un grito de júbilo de un momento a otro y pedirle que fuera a Yuma.

—La foto ha desaparecido —dije—. La busqué anoche antes de llevarla a usted a su casa. Probablemente se la llevó Brody. ¿No bromea acerca de Brody?

Sacudió la cabeza con mucha seriedad.

—Es cosa fácil —dije—; no vuelva a pensar en ello. No le diga a nadie que estuvo usted aquí anoche y hoy. Ni siquiera a Vivian. Olvide que estuvo aquí. Déjelo eso a Reilly.

—Su nombre no es… —empezó, pero calló y sacudió la cabeza con fuerza, como para dar conformidad a lo que yo había dicho o a lo que ella acababa de pensar.

Sus ojos se achicaron y se tornaron casi negros y tan poco profundos como el esmalte en la bandeja de una cafetería. Le vino una idea.

—Tengo que ir a casa ahora —dijo como si estuviera tomando una taza de té.

—Naturalmente —le contesté.

No me moví. Me dirigió otra graciosa mirada y se fue hacia la puerta de entrada. Ya tenía una mano en el picaporte, cuando los dos oímos llegar un coche. Me miró interrogándome con los ojos. Me encogí de hombros. El automóvil paró frente a la casa. El horror descomponía la cara de la muchacha. Se oyeron pasos y sonó el timbre de la puerta. Carmen volvió a mirarme, con la mano en el picaporte, casi babeando de miedo. El timbre seguía sonando. Cesó el sonido y se oyó el ruido de una llave en la cerradura. Carmen se separó de la puerta de un salto y se quedó inmóvil. La puerta se abrió de par en par. Un hombre entró con rapidez y se paró en seco, contemplándonos silenciosamente y con absoluta calma.