Llevaba un traje de tweed oscuro, camisa de hombre y corbata y zapatos fuertes de deporte. Las medias eran transparentes, como las del día anterior, pero no las lucía demasiado. Su pelo negro brillaba debajo de un sombrerito marrón, a lo Robin Hood, que debía haber costado cincuenta dólares y tenía el aspecto de poderse hacer con un rodillo y empleando una sola mano.
—¡Vaya, se levanta usted de la cama! —dijo, arrugando la nariz y mirando el sofá descolorido y las dos butacas desiguales, las cortinas que necesitaban un lavado y la minúscula mesa de lectura con venerables revistas para dar un aire profesional—. Estaba empezando a pensar que quizá trabajaba usted en la cama, como Marcel Proust.
—¿Y quién es ese señor? —me puse un cigarrillo en los labios y me quedé mirándola.
Parecía un poco pálida y en tensión, pero tenía el aspecto de una chica que puede aguantar ese estado.
—Un escritor francés; un entendido en degenerados. Era de suponer que no le conocería.
—¡Bah…, bah…! Pase a mi oficina.
Se levantó diciendo:
—No estuvimos muy de acuerdo ayer; quizá estuve grosera.
—Estuvimos groseros los dos —repliqué.
Abrí la puerta y la sostuve para que ella pasase. Penetramos en el resto de mi suite, amueblada con una alfombra castaño rojizo, no muy nueva; cinco ficheros verdes, tres de ellos llenos de puro aire de California; un calendario de anuncio, que representaba a unas bailarinas deslizándose por un suelo azul celeste, con trajes de color de rosa, pelo castaño y ojos tan grandes como ciruelas gigantes; tres sillas de madera, imitación castaño; el escritorio de rigor, con secante, juego de plumas y lápices, cenicero, el teléfono de costumbre y el sillón giratorio, también de costumbre.
—No tiene preparado el escenario con mucho lujo —dijo, sentándose en el lado del escritorio destinado a los clientes.
Me dirigí al buzón del correo y cogí seis sobres: dos cartas y cuatro anuncios. Colgué mi sombrero en el teléfono y me senté.
—Tampoco lo hacen los detectives privados —contesté—. No se puede hacer mucho dinero en este negocio, si se es honrado. Si se monta un escenario de lujo es porque se está ganando dinero o se tienen esperanzas de ganarlo.
—¡Oh! ¿Es usted honrado? —preguntó al tiempo que abría el bolso. Sacó un cigarrillo de una pitillera esmaltada, lo encendió con un mechero de bolsillo y volvió a guardar pitillera y mechero en el bolso, que dejó abierto.
—Desgraciadamente.
—Entonces, ¿por qué se metió en esta clase de negocios?
—¿Por qué se casó usted con un contrabandista?
—¡Dios mío, no empecemos de nuevo a pelearnos! He estado tratando de telefonearle toda la mañana. Aquí y a su apartamento.
—¿Para hablarme de Owen?
Su cara adquirió una expresión seria. Su voz era dulce.
—¡Pobre Owen! ¿Así que está usted enterado de todo?
—Un hombre de la oficina del fiscal me llevó al Lido. Creyó que quizá yo sabría algo; pero él sabía mucho más que yo. Está al tanto de que Owen quiso casarse con su hermana hace tiempo.
Dio una chupada al cigarrillo y sus ojos negros me miraron fijamente.
—Posiblemente no hubiera sido una mala idea; la quería y no es frecuente encontrar eso en nuestro círculo.
—Tenía antecedentes penales.
Se encogió de hombros y contestó sin darle importancia:
—No tenía las amistades adecuadas. Eso es todo lo que los antecedentes penales significan en este país podrido de crímenes. —Se quitó el guante derecho y se mordió el dedo índice, mirándome fijamente—. No vine a hablarle de Owen. ¿Cree que puede usted decirme por qué quería verle mi padre?
—Sin permiso de él, no.
—¿Era acerca de Carmen?
—Ni siquiera a eso puedo contestarle.
Terminé de llenar mi pipa y la encendí. Contempló el humo un momento y metió la mano en el bolso del cual sacó un grueso sobre blanco. Lo puso encima de la mesa y dijo:
—Mejor será que le eche una ojeada a eso.
Lo cogí. Estaba dirigido a Vivian Regan, 3765 Alta Brea Crescent, West Hollywood. Había sido entregado por un servicio de mensajeros, y el sello de la oficina marcaba las 8,35 de la mañana como hora de salida. Abrí el sobre y saqué de él una foto de 4,25 por 3,25, que era todo lo que contenía. Era Carmen, sentada en el sillón de teca de alto respaldo, en casa de Geiger, con sus pendientes de jade y el traje con que vino al mundo. Sus ojos estaban aún más extraviados de lo que yo recordaba. El dorso de la fotografía estaba en blanco. Volví a meterla en el sobre.
—¿Cuánto quieren? —pregunté.
—Cinco mil por el negativo y las restantes copias. El trato tiene que cerrarse esta noche o entregarán el asunto a la sección de escándalos de algún periódico.
—¿Cómo le llegó la petición?
—Una mujer me telefoneó media hora después de haberme sido entregada la foto.
—No hay que preocuparse por el periódico. Hoy día los jurados censuran estos chismes sin moverse de su asiento.
—¿Qué más hay aquí?
—¿Tiene que haber algo más?
—Naturalmente.
Se quedó mirándome un poco perpleja.
—Lo hay, la mujer dijo que existe un asunto policíaco relacionado con esto y que sería conveniente que les enviase pronto esa suma porque, en caso contrario, tendría que hablarle a mi hermanita a través de rejas.
—Mejor. ¿Qué clase de lío es ése?
—No lo sé.
—¿Dónde está Carmen ahora?
—En casa. Se sentía mal anoche. Está aún en la cama.
—¿Salió anoche?
—No. Yo no estuve en casa pero los criados dicen que no salió. Yo estuve en Las Olindas jugando a la ruleta en el club de Eddie Mars. Perdí hasta la camisa.
—Así que le gusta la ruleta. Debí figurármelo.
Cruzó las piernas y encendió otro cigarrillo.
—Sí, me gusta la ruleta. A todos los Sternwood les gustan los juegos de azar como la ruleta, casarse con hombres que las abandonan, tomar parte en las carreras de obstáculos a los cuarenta y ocho años, ser derribado por un caballo y quedar baldado para siempre. Los Sternwood tienen dinero. Y todo lo que han comprado con él es una nueva oportunidad para hacer las mismas tonterías.
—¿Qué hacía anoche Owen con el coche de usted?
—Nadie lo sabe. Lo cogió sin permiso. Siempre le dejábamos llevarse un coche en su noche libre, pero anoche no estaba libre —hizo una mueca y añadió—: ¿Cree usted…?
—¿Que Owen conociera la existencia de esta fotografía? ¿Cómo podría decirlo? Él no estaba a mi servicio. ¿Puede usted conseguir cinco mil dólares en billetes inmediatamente?
—No, a menos que se lo diga a mi padre o los pida prestados. Probablemente podría pedírselos a Eddie Mars. Tiene motivos para ser generoso conmigo. Bien lo sabe Dios.
—Mejor es que intente eso. Puede usted necesitarlos con urgencia.
Se recostó en la silla.
—¿Y si lo pusiéramos en conocimiento de la policía?
—Es una buena idea, pero usted no lo hará.
—¿No?
—No. Tiene usted que proteger a su padre y a su hermana. Usted no sabe lo que la policía podría descubrir. Podría ser algo que no pudieran pasar por alto. Habitualmente lo intentan averiguar en los casos de chantaje.
—¿Puede usted hacer algo?
—Creo que sí; pero no puedo decirle por qué o cómo.
—Me gusta usted —dijo—. Cree usted en los milagros. ¿Tiene algo de beber en el despacho?
Abrí mi cajón secreto y saqué una botella y dos vasos. Los llené y bebimos. Cerró el bolso y separó su silla del escritorio.
—Voy a conseguir cinco grandes —dijo—. He sido una buena cliente de Eddie Mars y existe además otra razón por la cual debería complacerme y que usted quizá ignore —me lanzó una de esas sonrisas, que se disipan antes de llegar a los ojos, y añadió—: La esposa de Eddie Mars es la dama rubia con quien Rusty se fugó. —No hice ningún comentario. Se encaró conmigo y añadió—: ¿No le interesa?
—Eso debiera hacer más fácil el hallazgo, si yo estuviera buscándolo. Usted no cree que esté metido en este asunto, ¿verdad?
Empujó su vaso vacío hacia mí.
—Déme otro trago. Es usted un tipo al que resulta dificilísimo sacarle algo. Ni siquiera se inmuta.
Le llené el vaso.
—Ha conseguido de mí todo lo que quería; se ha convencido de que no estoy buscando a su esposo.
Dejó rápidamente el vaso sobre la mesa y contuvo la respiración o se tomó esa oportunidad para hacerlo. Suspiró.
—Rusty no era un estafador. Si lo hubiera sido, no sería por calderilla. Llevaba quince dólares en efectivo. Decía que era su dinero loco. Lo tenía cuando se casó conmigo y lo tenía cuando me dejó. No, Rusty no estaba metido en ningún negocio de chantaje.
Alcanzó el sobre y se levantó.
—Permaneceré en contacto con usted —me dijo—. Si quiere dejarme algún recado, la muchacha que atiende el teléfono lo tomará. —Ambos fuimos hacia la puerta. Golpeándose con el sobre en los nudillos, dijo—: Sigue usted considerando que no puede decirme lo que papá…
—Tendré que verle primero.
Ya en el umbral, sacó la fotografía y se quedó mirándola.
—Tiene un bonito cuerpo, ¿verdad?
—¡Pchs!
Se inclinó un poco hacia mí.
—Debería usted ver el mío —dijo con voz grave.
—¿No podríamos arreglar eso?
Se echó a reír de repente, cruzó la puerta y volvió la cabeza para decirme fríamente:
—Es usted el animal más insensible que he conocido, Marlowe. ¿O puedo llamarle Phil?
—Claro.
—Usted puede llamarme Vivian.
—Gracias, señora Regan.
—¡Váyase al diablo, Marlowe!
Se alejó sin volver la cabeza. Cerré la puerta y quedé pensativo, fijándome en mi mano todavía apoyada en la puerta. Sentía el calor en la cara. Volví al escritorio y guardé el whisky; enjuagué los vasos y los guardé también.
Quité mi sombrero de encima del teléfono y llamé a la oficina del fiscal preguntando por Bernie Ohls, que ya había regresado a su cuchitril.
—Bien, deje en paz al viejo —dijo—. El mayordomo me comunicó que él mismo o alguna de las muchachas se lo comunicaría. Ese Owen Taylor vivía encima del garaje y registré sus efectos personales. Sus padres están en Debuque, Iowa. Telegrafié al jefe de la policía de allí para que averigüe qué desean que se haga. La familia Sternwood pagará los gastos.
—¿Suicidio?
—No podría decirlo. No ha dejado ninguna nota. No tenía permiso para llevarse el coche. Todo el mundo estaba en la casa anoche, menos la señora Regan. Estaba en Las Olindas, con un niño bonito, llamado Larry Cobb. Lo comprobé. Conozco al encargado de una de las mesas.
—Deberías acabar prohibiendo ese condenado juego.
—¿Con el Sindicato que tenemos en el país? No seas ingenuo, Marlowe. La magulladura en la sien del muchacho me preocupa. ¿De veras no puedes ayudarme en esto?
Me gustó que me lo pidiera de esa forma. Me permitió decir que no, sin mentir. Nos despedimos y dejé mi oficina; leí los periódicos de la tarde y tomé un taxi hasta el Palacio de Justicia para sacar mi coche del aparcamiento. Ningún periódico mencionaba a Geiger. Volví a estudiar la libreta azul, pero la clave seguía tan confusa como la noche anterior.