El vendedor de joyas se encontraba a la puerta de su establecimiento, en igual postura que la tarde anterior. Me dirigió la misma mirada irónica cuando me vio entrar en la librería de Geiger. La tienda tenía el mismo aspecto. La misma lámpara brillaba en el pequeño escritorio del rincón y la misma rubia, con el mismo traje, salió de detrás de él y vino a mi encuentro con la misma sonrisa.
—¿En qué…? —dijo y enmudeció.
Movía los dedos con nerviosismo y se notaba cierto esfuerzo en su sonrisa. No era lo que se llama una sonrisa. Más bien era una mueca, pero ella creía que sonreía.
—Aquí estoy de vuelta —dije alegremente e hice un ademán con el cigarrillo—. ¿Está hoy el señor Geiger?
—Lo siento, me temo que no. ¿Qué deseaba?
Me quité las gafas oscuras y me golpeé delicadamente la muñeca con ellas. Si se puede parecer un hada y pesar 85 kilos, me estaba saliendo estupendamente.
—Lo de esas ediciones era solamente un pretexto —cuchicheé—. Debo andar con cuidado. Tengo algo que le interesará, algo que ha deseado durante largo tiempo.
Las uñas plateadas acariciaron la oreja adornada con jade.
—¡Ah, un vendedor! —dijo—. Bien, puede usted volver mañana. Creo que estará aquí.
—No disimule —dije—, también soy del oficio.
Sus ojos se achicaron hasta que quedaron reducidos a un leve reflejo verde, como un lejano lago entre la sombra de los árboles. Sus uñas se clavaron en las palmas de las manos. Me miró con temor.
—¿Está enfermo? Podría acercarme a su casa —dije con impaciencia—. No voy a pasarme la vida detrás de él.
—Usted… pues…, usted… —se atragantó.
Pensé que iba a caerse de bruces. Todo su cuerpo temblaba y parecía que la cara se le deshacía en pedazos como el merengue de un pastel de boda. Se rehizo lentamente, como si levantara un gran peso, con enorme esfuerzo de voluntad. La sonrisa intentó aparecer de nuevo.
—No —dijo por fin la muchacha—. No, no está en la ciudad. El ir a su casa no le serviría de nada. ¿No podría… volver mañana?
Abría la boca para decir algo cuando la puerta del tabique se entreabrió. El muchacho alto y bien parecido que había despedido a Geiger el día anterior, pálido y con los labios apretados, me vio y volvió a cerrar rápidamente pero no antes de que yo pudiera ver, tras él, un montón de cajas de madera envueltas en papel de periódico y llenas de libros. Las manipulaba un hombre vestido con un mono completamente nuevo. Estaban trasladando a otro lugar las existencias de Geiger.
Cuando la puerta se cerró volví a ponerme las gafas oscuras y me toqué el sombrero.
—Hasta mañana, entonces. Me gustaría dejarle una tarjeta, pero ya sabe usted de qué se trata.
—Sí, ya lo sé.
Salí de la tienda y me fui hacia el callejón que hay detrás de los comercios del bulevar. Una camioneta negra, con los laterales de alambre y sin nombre alguno, se hallaba frente a la tienda de Geiger. El hombre del mono completamente nuevo colocaba en ella una caja. Volví al bulevar y, frente a la manzana siguiente a la del local de Geiger, encontré un taxi libre delante de una boca de riego. El taxista, un muchacho de aspecto lozano, estaba leyendo una revista de sucesos sangrientos. Me incliné y le enseñé un dólar.
—¿Seguimos un rastro?
Me miró de arriba abajo.
—¿Poli?
—Privado.
Sonrió.
—Soy su hombre.
Guardó la revista y entré en el taxi. Dimos la vuelta a la manzana y paramos enfrente del callejón, ante otra boca de riego.
Había ya en la camioneta una docena de cajas cuando el hombre del mono subió la trampilla trasera y se puso al volante.
—Sígalo —dije al taxista.
El de la camioneta puso en marcha el motor, miró a un lado y a otro del callejón y salió rápidamente. Giró a la izquierda. Nosotros hicimos lo mismo.
A lo lejos vi a la camioneta tomando la dirección oeste y le dije al taxista que se aproximara un poco. No lo hizo o no pudo conseguirlo. Vi la camioneta dos manzanas más allá cuando llegamos a la calle Franklin. Aún la divisábamos cuando llegamos a Vine; cruzamos esa calle para meternos en la de Western. La vimos un par de veces después de Western. Había mucho tránsito y el taxista la seguía muy de lejos. Le estaba hablando de eso, en términos poco diplomáticos, cuando la camioneta, ya muy alejada, volvió a torcer hacia el norte. La calle en la que dio la vuelta se llama Britanny Place. Cuando llegamos allí, la camioneta se había esfumado.
El chófer del taxi me hacía señas para tranquilizarme, a través del cristal, y subimos la colina a gran velocidad, buscando la camioneta detrás de los árboles. Dos manzanas más arriba, Britanny Place torcía al este e iba a desembocar en Randall Place por una faja de terreno en la que había un edificio blanco, cuya fachada daba a Randall Place, con un garaje en el sótano que tenía salida a Britanny Place. Pasamos por delante. El taxista me iba diciendo que la camioneta no podía estar muy lejos cuando miré a través de los arcos de entrada al garaje y la vi en la penumbra, con las puertas traseras abiertas.
Fuimos a la entrada del edificio y me apeé. No había nadie en el vestíbulo y tampoco la lista con los nombres de los inquilinos. Había un escritorio de madera contra la pared, debajo de un panel con buzones dorados. Leí los nombres. Un individuo llamado Joseph Brody tenía el apartamento 405. Un tal Joe Brody había recibido cinco mil dólares del general Sternwood por dejar de jugar con Carmen y encontrar alguna otra muchachita como compañera de juego. Podía ser el mismo Joe Brody. Me sentí inclinado a pensar que había muchas posibilidades de ello.
Me situé al pie de la escalera, al lado de la cual estaba el hueco del ascensor automático. La parte superior de éste se hallaba a nivel del suelo. Al lado de la puerta del hueco del ascensor había otra en la que se leía «Garaje». La abrí y bajé por unas escaleras estrechas que conducían al sótano. La puerta del ascensor estaba abierta y el hombre del mono nuevo gruñía como un loco, mientras colocaba en él las pesadas cajas. Me planté a su lado, encendí un cigarrillo y lo contemplé durante un momento. Después dije:
—Vigila el peso, muchacho. Sólo resiste una tonelada. ¿A dónde van estas cajas?
—Brody, cuatrocientos cinco —contestó—. ¿Administrador?
—Sí. Tiene trazas de ser un buen botín.
Se me quedó mirando con ojos inexpresivos.
—Libros —gruñó—. Cincuenta kilos largos cada caja, y yo no resisto más de cuarenta.
—Bueno, vigila el peso.
Se metió en el ascensor con seis cajas y cerró la puerta. Regresé al vestíbulo y salí a la calle. Volví a subir al taxi que me llevó a la ciudad, al edificio donde tengo mi oficina. Le di al taxista una buena propina y él me entregó una tarjeta comercial con las puntas dobladas, que por una vez no dejé caer en el jarrón de mayólica lleno de serrín que hay al lado del asiento del ascensor.
Tenía habitación y media en la parte trasera del séptimo piso. La media habitación era una oficina dividida en dos salas para recibir. La otra tenía únicamente mi nombre. Siempre dejaba la recepción sin cerrar por si venía algún cliente y quería sentarse y esperar.
Había un cliente.