La mañana siguiente era clara y soleada. Me desperté con la boca pastosa; bebí dos tazas de café y leí los diarios de la mañana. En ninguno encontré referencia a Arthur Gwynn Geiger. Me hallaba sacudiendo mi traje húmedo para tratar de quitarle las arrugas, cuando sonó el teléfono. Era Bernie Ohls, investigador principal del fiscal del distrito, el que me había recomendado al general Sternwood.
—Bien. ¿Cómo está el muchacho? —empezó.
Su voz era la de un hombre que ha dormido bien y que no suele beberse su dinero.
—Bajo los efectos de la resaca —contesté.
—¡Hum! —rió distraídamente y su voz se tornó demasiado indiferente; era la astuta voz de un policía.
—¿Has visto ya al general Sternwood?
—¡Hum!
—¿Has hecho algo por él?
—Demasiada lluvia —contesté, si a esto se le puede llamar contestación.
—Esa parece ser una familia a la que le ocurren muchas cosas. Un enorme Buick, que les pertenece, ha caído al agua en el muelle del Lido.
Apreté el auricular y contuve el aliento.
—Sí —dijo Ohls alegremente—, un precioso Buick nuevo, todo sucio de arena y agua de mar… ¡Ah, casi se me olvidaba! Había un tipo dentro.
—¿Regan? —pregunté.
—¿Cómo? ¿Quién? ¡Ah, sí! Quieres decir el ex contrabandista que la muchacha conoció y con el que se casó más tarde. No le he visto. Además, ¿qué diablos iba a estar haciendo allí?
—Déjate de decir tonterías. ¿Qué iba a hacer nadie en semejante lugar?
—No sé, chico. Voy a ir a verlo. ¿Quieres venir?
—Sí.
—Pues date prisa. Estaré en mi guarida.
En menos de una hora, después de afeitarme, vestirme y desayunar, llegué al Palacio de Justicia. Subí al séptimo piso y me dirigí a donde se hallan los pequeños despachos de los hombres del fiscal del distrito. El de Ohls no era mayor que los demás, pero lo ocupaba él solo. No había nada en su mesa, excepto un secante, un juego barato de escritorio, su sombrero y uno de sus pies. Era un hombre rubio, de mediana estatura, de cejas blancas y rectas, ojos tranquilos y dientes bien cuidados. Tenía el aspecto de un hombre común y corriente. Yo sabía que había matado a nueve hombres; tres de ellos le estaban apuntando con una pistola, o se supone que le apuntaban.
Se levantó y se guardó en el bolsillo una caja metálica de puros cortos llamados Entreactos; movió el que tenía en la boca, echó la cabeza hacia atrás y me dirigió una mirada astuta por encima de la nariz.
—No es Regan —dijo—. Lo comprobé. Regan es corpulento, tan alto como tú y un poco más grueso. Este es un muchacho. —No hizo comentario alguno—. ¿Por qué se ha largado Regan? —preguntó—. ¿Estará metido en esto?
—No lo creo —dije.
—Cuando un tipo que ha estado en el negocio de los licores se casa con una rica heredera y después les dice adiós a la bella dama y a un par de millones de billetes legítimos, eso ya es suficiente para dar que pensar, incluso a mí. Supongo que creías que esto era un secreto.
—¡Hum…!
—¡De acuerdo! Sigue así, chico. No te guardo rencor.
Se levantó, vino hacia mí golpeándose los bolsillos y alcanzó su sombrero.
—No estoy buscando a Regan —dije.
Ohls cerró la puerta y nos fuimos al aparcamiento oficial, donde cogimos un Sedán azul. Nos dirigimos al bulevar Sunset, utilizando la sirena de cuando en cuando para no tener que parar ante las señales. Era una hermosa mañana, de esas que hacen que la vida parezca sencilla y agradable si no se tuvieran demasiadas preocupaciones. Yo las tenía.
Había sesenta kilómetros hasta el Lido por la carretera que bordeaba la costa, los veinte primeros con bastante tránsito. Tardamos tres cuartos de hora en llegar hasta allí. Paramos frente a un arco de estuco descolorido y nos apeamos. Un largo muelle partía del arco en dirección al mar. Se veía un montón de gente al final del muelle. Un motorista se hallaba situado en el arco, para impedir que otro grupo de gente se acercase al muelle también. Había coches aparcados a ambos lados de la carretera, sin duda eran los aficionados, de uno y otro sexo, de los sucesos.
Ohls mostró al motorista su insignia y pasamos al muelle, donde se percibía un fuerte olor a pescado, que una noche de lluvia no había suavizado nada.
—Ahí está, en la gabarra —dijo Ohls, señalando con el puro.
Una gabarra negra, baja, con una timonera como la de un remolcador, se hallaba junto a los pilares del final del muelle. Había en su cubierta algo que brillaba al sol de la mañana y que todavía estaba rodeado con las cadenas de la grúa que lo había izado a bordo: un gran coche negro y cromado. El brazo de la grúa había sido llevado a su posición normal y bajado al nivel de la cubierta. Algunos hombres rodeaban el coche. Bajamos a la cubierta por unas escaleras resbaladizas.
Ohls saludó a un teniente con uniforme caqui y a un hombre con traje de paisano. Los tres hombres que formaban la tripulación de la gabarra estaban recostados contra la timonera, mascando tabaco. Uno de ellos frotaba su pelo húmedo con una toalla sucia. Debía de ser el que se había tirado al agua para enganchar las cadenas al coche.
Examinamos el coche. El parachoques delantero estaba doblado; uno de los faros roto y el otro doblado, pero con el cristal intacto. El radiador tenía una enorme abolladura y la pintura y el niquelado de todo el coche estaban arañados. La tapicería estaba empapada y negra. Ninguno de los neumáticos parecía haber sufrido daño alguno.
El chófer estaba aún contra el volante, con la cabeza caída sobre el hombro en una posición anormal. Era un muchacho delgado, de pelo oscuro, bien parecido hasta hacía poco. Ahora, su rostro tenía un color blanco azulado; los ojos eran un apagado reflejo bajo los párpados caídos; la boca abierta tenía arena y en la sien izquierda se veía una magulladura que se destacaba contra la blancura de su piel.
Ohls se apartó del coche, hizo un ruido con la boca y encendió un puro.
—¿Qué ha ocurrido?
El hombre de uniforme señaló a los curiosos que había al final del muelle. Uno de ellos estaba tanteando el lugar donde la barandilla había sido derribada en un ancho espacio. La madera partida estaba amarilla y limpia como pino recién cortado.
—Cayó por allí. Debió de chocar fuerte. La lluvia cayó de pronto por aquí, alrededor de las nueve. La madera partida está seca por dentro. Ocurrió después que cesó la lluvia. Cayó en medio del agua, por lo que no pudo golpearse más de lo que estaba; no habría más de media marea, pues si no, lo habría arrastrado más lejos o se habría golpeado contra los pilares. Puede calcularse alrededor de las diez. Quizá las nueve y media, pero no antes. Como se veía el coche bajo el agua, cuando los muchachos vinieron a pescar esta mañana, hicimos que la gabarra lo sacase y nos encontramos con el muerto.
El hombre sin uniforme restregó la punta del zapato en la cubierta. Ohls me miró de reojo.
—¿Estaría borracho? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular.
El hombre que se había estado secando con la toalla carraspeó de forma tan violenta que todo el mundo miró hacia él.
—He tragado arena —dijo y escupió—. No tanto como el amigo del coche pero sí un poco.
El hombre uniformado añadió:
—Podía estar bebido y alardeando solo bajo la lluvia. Los borrachos son capaces de cualquier cosa.
—¡Borracho, demonio! —exclamó el del traje de paisano—. La palanca del acelerador estaba medio bajada y el tipo ha sido golpeado en la sien. Esto para mí se llama asesinato.
Ohls miró al hombre de la toalla.
—¿Usted qué opina?
El hombre pareció halagado. Sonrió.
—A mí me parece suicidio. No es asunto que me atañe; pero como me pregunta, digo que es suicidio. En primer lugar, el individuo hizo en el muelle un surco completamente derecho. Se ven perfectamente las huellas de los neumáticos. Eso demuestra que fue después de cesar la lluvia, como dijo el policía. Luego golpeó el malecón con fuerza, o no hubiera podido atravesarlo, y cayó con el lado derecho hacia arriba. Probablemente dio un par de vueltas y, como iba a mucha velocidad, golpeó de lleno la barandilla. Eso es más de medio acelerador. Pudo haberlo hecho con la mano mientras caía y herirse en la cabeza al caer.
Ohls dijo:
—Vaya vista, amigo. ¿Le han registrado? —preguntó al policía. El policía, entonces, me miró a mí, después a la tripulación, que seguía recostada contra la timonera—. Bueno, déjelo.
Un hombre bajito, con gafas y expresión cansada, bajó las escaleras del muelle. Eligió un sitio limpio en la cubierta y colocó allí un maletín negro. Entonces se quitó el sombrero y se frotó el cuello mirando al mar, como si no supiera dónde estaba o para qué había ido allí.
—Ahí tiene usted a su cliente, doctor —dijo Ohls—. Cayó del muelle la noche pasada, entre las nueve y las diez. Eso es todo lo que sabemos.
El hombrecillo miró con desgana hacia el cadáver. Le tocó la cabeza, miró la magulladura de la sien y movió la cabeza con ambas manos. Palpó las costillas. Levantó una de las manos y examinó las uñas, luego la dejó caer. Se dirigió al maletín y sacó de él un talonario de impresos de la oficina fiscal y empezó a escribir.
—La fractura del cuello es la causa aparente de la muerte —dijo mientras escribía—, lo que significa que no habrá tragado mucha agua y que va a empezar a adquirir rigidez rápidamente, ahora que está en contacto con el aire. Mejor será sacarle del coche en seguida. Supongo que no les gustará sacarlo cuando haya adquirido la rigidez cadavérica.
Ohls aprobó con la cabeza.
—¿Cuánto tiempo lleva muerto?
—No puedo decirlo.
Ohls le dirigió una mirada inquisidora y se quitó el puro de la boca.
—Encantado de conocerle, doctor. Un hombre del juzgado de guardia que no puede averiguarlo en cinco minutos, me confunde usted.
El hombrecillo sonrió agriamente, guardó el talonario en su maletín y se metió el lápiz en el bolsillo.
—Si cenó anoche, se lo diré, cuando averigüe a qué hora comió. Pero no en cinco minutos.
El hombrecillo miró de nuevo la magulladura.
—No lo creo. El golpe se lo dieron con algo cubierto. Y ya había sangrado, subcutáneamente, estando vivo aún.
—Cachiporra, ¿eh?
—Muy posiblemente.
El médico se despidió con una inclinación de cabeza; cogió su maletín y se fue hacia las escalerillas del muelle. Una ambulancia esperaba en el arco de estuco. Ohls me miró y dijo:
—Marchémonos. El paseo no ha valido la pena, ¿verdad?
Volvimos al muelle y nos metimos en el coche de Ohls. Dio la vuelta y nos dirigimos de nuevo a la ciudad por la carretera, lavada por la lluvia, entre colinas redondas de arena blanca y amarillenta con terrazas de musgo. Hacia el mar, algunas gaviotas revoloteaban y se posaban sobre algo en el oleaje. A lo lejos, un yate blanco parecía estar colgado del cielo.
Ohls levantó la barbilla y preguntó:
—¿Le conoces?
—Claro; es el chófer de los Sternwood. Le vi ayer limpiando ese mismo coche.
—No quiero agobiarte, Marlowe. Dime solamente si el encargo que te dieron tiene algo que ver con él.
—No. Ni siquiera sé cómo se llama.
—Owen Taylor. ¿Que cómo le conozco? Es curioso; hace un año aproximadamente lo tuvimos a la sombra por rapto. Parece ser que se escapó a Yuma con una de las hijas de Sternwood, la más joven. La hermana les siguió y los trajo aquí nuevamente e hizo que metieran en chirona a Owen. Al día siguiente volvió para entrevistarse con el fiscal del distrito y solicitó que le pusieran en libertad. Dijo que el muchacho tenía intención de casarse con su hermana y deseaba hacerlo pero que su hermana no quería. Ella sólo deseaba divertirse un poco. Así, pues, soltamos al muchacho y, ¡santo Dios!, continuó trabajando con los Sternwood. Poco después recibimos los informes y las huellas dactilares, que por puro trámite habíamos pedido a Washington, y resultó que tiene antecedentes en Indiana por intento de atraco a mano armada, hace seis años. Estuvo condenado a seis meses de prisión que cumplió en la misma cárcel de donde se fugó Dillinger. Pasamos esta información a los Sternwood, pero no le despidieron. ¿Qué opinas de esto?
—Parece una familia de locos —dije—. ¿Saben algo de la noche pasada?
—No. Tengo que ir ahora allí a informarles.
—Que no se entere el viejo, si es posible.
—¿Por qué?
—Tiene bastantes preocupaciones ya, y está enfermo.
—¿Te refieres a lo de Regan?
Fruncí las cejas.
—No sé nada de Regan. Ya te lo dije. No le estoy buscando. Que yo sepa, no se ha metido con nadie.
Ohls exclamó «¡Oh!» y miró pensativamente hacia el mar.
Durante el resto del trayecto, apenas hablamos. Me dejó en Hollywood, cerca del teatro Chino y se fue hacia Alta Brea Crescent. Almorcé en un bar y hojeé un periódico de la tarde. No encontré nada referente a Geiger. Después de almorzar me fui hacia el bulevar para echarle una ojeada a su establecimiento.