Había luz en la puerta de uno de los lados de la mansión Sternwood. Detuve el Packard ante la puerta y vacié mis bolsillos en el asiento. La muchacha roncaba en un rincón del coche, con el sombrero echado sobre la nariz y las manos caídas entre los pliegues del impermeable. Salí del coche y toqué el timbre. Se oyeron pasos lentos, como si vinieran de una remota distancia. La puerta se abrió y el mayordomo alto, de cabeza plateada, me miró. La luz del vestíbulo parecía poner un halo a su cabeza.
—Buenas noches, señor —dijo cortésmente. Miró el Packard y volvió a mirarme.
—¿Está la señora Regan en casa?
—No, señor.
—El general estará durmiendo, supongo.
—Sí. Al anochecer es cuando mejor duerme.
—¿Y la sirvienta de la señora Regan?
—¿Matilde? Está aquí, señor.
—Mejor será que le diga que salga. Es cosa que necesita mano femenina. Eche una ojeada dentro del coche y verá por qué.
Lo hizo y volvió.
—Ya veo. Voy a buscar a Matilde.
—Matilde la tratará bien, espero.
—Todos hacemos cuanto nos es posible por tratarla bien.
—Me figuro que tendrán práctica.
El mayordomo dejó pasar la indirecta.
—Bien, buenas noches —dije—; la dejo en sus manos.
—Muy bien, señor. ¿Quiere que avise a un taxi?
—De ningún modo. En realidad, yo no estoy aquí. Está usted viendo visiones.
Sonrió e hizo una inclinación de cabeza. Salí del chalet.
Anduve diez manzanas por calles encharcadas, bajo el constante goteo de los árboles. Pasé ante las ventanas iluminadas de grandes chalets que parecían perdidos en enormes terrenos fantasmales. En lo alto de la colina se veían ventanas iluminadas, remotas e inaccesibles como casas embrujadas en medio de un bosque. Llegué a una gasolinera, resplandeciente de luz innecesaria, donde un aburrido mecánico con gorra blanca y abrigo azul se hallaba sentado en un banco, detrás del cristal empañado, leyendo el periódico. Fui a entrar, pero continué mi camino.
No podía mojarme ya más de lo que estaba y en una noche como ésta le crece a uno la barba esperando un taxi. Además los taxistas tienen buena memoria.
Tardé más de media hora en volver a casa de Geiger. No había nadie en la calle, ni coches tampoco, excepto el mío, que estaba donde lo dejé y tenía un aspecto tan desgraciado como un perro perdido. Saqué de él mi botella de whisky y me tragué la mitad de lo que quedaba. Me metí en el coche y encendí un cigarrillo. Fumé la mitad y lo tiré; salí otra vez, dirigiéndome a casa de Geiger. Abrí la puerta y entré en aquella atmósfera tibia y oscura y permanecí allí, chorreando y escuchando la lluvia. Busqué a tientas una lámpara y la encendí.
Lo primero que noté es que faltaba en la pared un par de tiras de seda bordada. Yo no las había cortado pero se veía claramente el espacio desnudo en donde habían estado. Encendí otra lámpara y miré al pilar totémico. A sus pies, al borde de la alfombra china, sobre el suelo desnudo, había sido extendida una alfombra. No estaba allí antes. En cambio, el cuerpo de Geiger, que sí había estado, ahora no estaba. Había desaparecido.
Esto me dejó helado. Volví a buscar por toda la casa. Todo seguía como antes. Pero el cuerpo de Geiger no se encontraba en la cama de colcha arrugada, ni debajo de ella, ni en el armario. Tampoco estaba en la cocina, ni en el cuarto de baño. Únicamente quedaba por ver la habitación cerrada de la derecha del vestíbulo. Una de las llaves de Geiger la abría. Era una habitación curiosa por ser totalmente diferente de la habitación de Geiger: una pieza sobria y varonil, con el suelo de madera pulida, un par de alfombrillas pequeñas de estilo indio, dos sillas rectas, un escritorio de madera oscura veteada, un neceser masculino y dos velas negras en candelabros de cobre de pie largo. La cama, estrecha y al parecer no muy blanda, tenía una colcha de batik. La habitación estaba fría. Volví a cerrar, limpié el picaporte con un pañuelo y regresé hasta el pilar totémico. Me arrodillé y examiné el suelo desde el borde de la alfombra hasta la puerta. Creí distinguir dos huellas paralelas que llevaban esa dirección, como si los talones hubieran sido arrastrados. Quienquiera que lo hubiese hecho, había sido por puro interés. Los cadáveres pesan más que los corazones destrozados.
No había sido la justicia. En ese caso estarían allí, manejando ya las cintas para medir y la tiza, las cámaras fotográficas, buscando huellas y fumando puros baratos. Alguien había estado allí, desde luego. Tampoco era el asesino. Él se fue con demasiada prisa. Debió de ver a la chica y no estaba seguro de que ésta fuera lo suficientemente loca como para no verlo. Yo no podía ni tenía que averiguar el porqué, pero estaba de acuerdo en que quien fuere prefería a Geiger desaparecido que simplemente asesinado.
Esto me daba oportunidad de ver si podía contarlo todo sin mencionar a Carmen Sternwood. Volví a cerrar la casa, puse el coche en marcha y me fui a mi casa en busca de una buena ducha, ropa seca y una cena a deshora. Después de todo esto, me senté y bebí bastante ponche caliente, mientras intentaba descifrar la clave de la libreta azul de Geiger. De lo único que podía estar seguro es de que se trataba de una lista de nombres y direcciones, probablemente de clientes. Había más de cuatrocientos, lo que hacía que fuese un negocio interesante, sin mencionar las posibilidades de chantaje. Y había montones. Cualquier nombre de la lista podía ser el presunto asesino. Desde luego, no envidiaba la labor de la policía cuando recibiera la libreta.
Me fui a la cama lleno de whisky y desazón y soñé que un hombre con túnica china ensangrentada perseguía a una muchacha desnuda que llevaba largos pendientes de jade, mientras yo corría tras ellos e intentaba sacarles una foto con una cámara vacía.