Capítulo 7

Era una habitación amplia, del ancho de toda la casa. El techo era bajo y con vigas; las paredes, de escayola marrón, estaban adornadas con tiras de bordado chino y estampas chinas y japonesas en marcos de madera veteada. Había estanterías bajas para libros y una gruesa alfombra china de color rosa, en la cual una ardilla podría pasar una semana sin sacar la nariz por encima de la lana. Se veían cojines por el suelo y trozos de seda desparramados como para que el que allí viviese pudiera tener siempre un trozo a su alcance para manosearlo. Había también un amplio y chato diván de vieja tapicería rosa, con un montón de ropa encima, entre la que se veían prendas interiores de seda color lila; una enorme lámpara tallada en un pedestal y otras dos con pantallas verde jade, adornadas con largas borlas; un escritorio negro con gárgolas talladas en las esquinas, y detrás, un sillón negro pulido, con los brazos y el respaldo tallados, y un cojín amarillo. La habitación estaba impregnada de una extraña mezcolanza de olores entre los que destacaban el picante de la cordita y el aroma enfermizo del éter.

En una especie de estrado, situado en un extremo de la habitación, había un sillón de madera de teca con respaldo alto en el que se hallaba sentada, sobre un chal anaranjado con flecos, Carmen Sternwood. Estaba muy erguida en su asiento, con las manos sobre los brazos del sillón, las rodillas muy juntas y el cuerpo rígido, en la posición de una diosa egipcia; sus pequeños dientes brillaban a través de los labios entreabiertos. Tenía los ojos muy abiertos. El color pizarra del iris había devorado las pupilas. Eran ojos de loca. Parecía estar inconsciente, pero su postura no lo confirmaba. Daba la sensación de que estuviera pensando en algo muy importante y que eso le produjera una gran placidez. De su boca salió un ligero sonido, semejante a una risita ahogada, que no cambió su expresión, pues apenas movió los labios.

Llevaba pendientes de jade. Eran muy bonitos y probablemente habían costado un par de cientos de dólares. No llevaba otra cosa encima.

Tenía un hermoso cuerpo, pequeño, macizo, compacto, firme y redondeado. Su piel, a la luz de la lámpara, tenía el brillo trémulo de una perla. Sus piernas no poseían la gracia provocativa de las de la señora Regan, pero eran muy bonitas. La miré sin ningún deseo. Aunque desnuda, era como si no estuviese en la habitación. Para mí era solamente una estampa de la estupidez. Siempre fue tan sólo una estúpida.

Dejé de contemplarla y miré a Geiger. Estaba en el suelo, caído de espaldas, fuera de la alfombra china, frente a una cosa que parecía un pilar totémico con perfil de águila y cuyo ojo, grande y redondo, era la lente de una cámara fotográfica. Esta lente estaba enfocada hacia la muchacha desnuda en la silla.

Había un flash unido a un ángulo del pilar totémico. Geiger llevaba zapatillas chinas de gruesa suela de fieltro. Sus piernas se perdían bajo un pijama de raso negro y su chaqueta era una túnica china bordada, cuya pechera estaba ensangrentada. El ojo de cristal relucía y parecía mirarme fijamente y era lo único en Geiger que daba la sensación de vida. A primera vista, ninguno de los tres tiros había fallado. Estaba más muerto que una piedra.

El flash había producido el ramalazo de luz que yo había visto y el grito fue la reacción de la muchacha. Los tres tiros habían sido idea de alguna otra persona dispuesta a dar un nuevo giro a los acontecimientos. Idea del muchacho que había bajo las escaleras de la puerta trasera y había huido en un coche. Reconocí el mérito, desde su punto de vista.

En el escritorio, un par de vasos frágiles con rebordes dorados descansaban en una bandeja de laca junto a un frasco panzudo lleno de líquido pardo. Quité el tapón y olfateé el líquido. Olía a éter y a algo más, probablemente láudano. Nunca había probado la mezcla, pero parecía asociarse bastante bien con un tipo como Geiger.

Escuché la lluvia golpear contra el techo y las ventanas del norte. Aparte de esto no había ningún ruido. Ningún coche, ninguna sirena; sólo el sonido de la lluvia. Fui hacia el diván y me quité el impermeable. Miré las ropas de la muchacha. Había un vestido de lanilla rojo pálido, sencillo, de media manga. Pensé que podría arreglármelas. Decidí darle la ropa interior, no por delicadeza, sino porque no podía imaginarme poniéndole las bragas y abrochándole el sostén. Acerqué el vestido a la silla de teca. Carmen Esternwood también olía a éter desde unos metros de distancia. Seguía soltando risitas ahogadas y un poco de espuma le escurría de la boca. Le di unas palmadas en la cara. Parpadeó y dejó de reír. Volví a palmotearle la cara.

—Vamos —dije—, hágame caso y vístase.

Me miró sin expresión; sus ojos grises estaban tan vacíos como los agujeros de un antifaz. Volví a darle palmadas en la cara pero no reaccionó ni se espabiló. Empecé a maniobrar con el vestido. Esto no le importó tampoco. Dejó que le levantara los brazos y separó los dedos, como si eso fuera encantador. Pude meter sus brazos en las mangas, pasarle el vestido y ponerla en pie. Cayó en mis brazos riéndose. Volví a sentarla en la silla y le puse las medias y los zapatos.

—Vamos a dar un paseo —dije—, un pequeño paseo.

Así lo hicimos. Unas veces sus pendientes me golpeaban el pecho y otras nos tambaleábamos, al mismo tiempo, como bailarines profesionales. Pasamos por encima del cuerpo de Geiger. La obligué a mirarlo. Le encontró encantador. Se echó a reír e intentó decírmelo, pero no lo consiguió. La llevé al diván y la acosté. Hipó dos veces, rió y se volvió a dormir. Me metí todas sus pertenencias en los bolsillos y pasé detrás del pilar totémico. La cámara estaba efectivamente allí, pero no había placa alguna. Miré alrededor, por el suelo, pensando que Geiger pudo haberla sacado antes de que le disparasen. No se veía ninguna placa. Cogí la mano del cadáver y la volví. Tampoco la tenía él. No me gustaba cómo se iban desarrollando las cosas.

Fui al vestíbulo, al fondo, y registré la casa. Había un cuarto de baño a la derecha y una puerta cerrada con llave; la cocina estaba detrás. La ventana había sido forzada y se veía en el marco el hueco donde habían apoyado el gancho para abrir. La puerta trasera estaba abierta. La dejé así y eché una ojeada a un dormitorio situado a la izquierda del vestíbulo. Estaba aseado y con muchos adornos; era afeminado. En la cama había una colcha arrugada.

En un tocador con triple espejo había perfumes, además de un pañuelo, dinero suelto, cepillos de caballero y un llavero. En un armario había ropa de hombre y unas zapatillas debajo del borde de la colcha arrugada. Sin duda, aquel era el dormitorio de Geiger. Llevé el llavero a la habitación de la entrada y registré el escritorio. Encontré una caja de acero en uno de los cajones. La abrí con una de las llaves. Había en ella solamente una libreta con tapas de piel azul, con índice y mucha escritura en cifra, con la misma letra oblicua de la nota dirigida al general Sternwood. Me guardé la libreta en el bolsillo, limpié la caja de acero para quitarle las huellas, cerré el escritorio, me guardé las llaves, me puse el impermeable e intenté despertar a Carmen Sternwood. No fue posible. Le encasqueté el sombrero, la envolví como pude en el impermeable y la llevé al coche. Volví para apagar las luces de la casa y cerrar la puerta. Busqué las llaves en un bolsillo y puse en marcha el Packard. Bajamos la colina sin encender las luces. Llegamos a Alta Brea Crescent en diez minutos. Carmen pasó el tiempo roncando y echándome a la cara su aliento que olía a éter. No pude quitar su cabeza de mi hombro. Lo único que pude conseguir es que no me la pusiera en las rodillas.