SENTADO EN UN ANDÉN de la estación de Francia, piensas en el otro. Te contemplas las manos, ágiles, libres; figuraciones tuyas: seguro que conservan no sólo la marca de las esposas, sino la de las miradas de la gente sentada en el banco de la estación de Garraf. Al fondo, y al pie del mogote, la boca negra de los dos túneles… Desapareció por el de la izquierda, sorbido por el vacío de la sombra. Han pasado seis años, hoy vuelve con el expreso desde Francia, casado, con mujer e hijo. Pero vuelve, en cambio, al quiosco de periódicos, de tabaco, ahora le tienden el paquete, paga; tú guardas cola y escuchas tu timorata voz como si fuese la de un desconocido: dos terceras para Garraf… Cierras los ojos: maleta en mano, Claudia sube al vagón, no vuelve la cabeza ni se asoma a la ventanilla sabiendo que estás aquí, que has venido, no a despedirla, sino a esperarla… Todo queda, todo existe, hasta, y a veces más, lo que imaginas; incluso Aurelio y Vinaixa deben de trajinar de uno a otro extremo de la estación, porque la muerte, al fin y al cabo, si no es una segunda parte de la existencia, piensas, carece de sentido… Bien que notabas la presencia de tu padre cuando el interrogatorio, y que te sostenía su entereza… Todavía no ves a Santiago, pero sabes, sientes que llega y… ahora te levantas de un salto: el tren entra en agujas arrastrando nubes de humo, gemidos, resoplidos, alargándose.
¡Es él, Santiago!, todo ojos, ya instalado en la plataforma con un pie en el estribo… ¡Santiago…! No te ha visto… No es del todo él; en todo caso, él más seis años de ausencia… ¡Santiago! ¡Clemente…! Entre el guirigay de gente que baja, avanza, grita, no os perdéis de vista, os aproximáis mutuamente cada vez con más relieve, más reales… Deja las maletas en el suelo y os abrazáis conmovidos… María Rosa… Clemente… Y, este chiquillo, Rafael… Te mira al fondo de los ojos, te toca la cara como si necesitase asegurarse de que tú también eres tú, a pesar de los años transcurridos…
—Lo recuerdo todo… todo…
Tomáis un taxi: vaya por la avenida Icaria, hasta la calle de Mariano Aguiló, en Pueblo Nuevo… Hemos cambiado, ¿eh?… ¿Qué te parece el chico? Y ella, ya puedes decir en voz alta que también te gusta… Sí, mucho, los dos… Los padres de María Rosa son de Cadaqués…
—Claudia ya tiene una hija.
—¡Ah!
Brusco, inesperado silencio: dura, dura demasiado. Santiago mira con impaciencia hacia afuera y, de repente, te señala la bandera del Gobierno Civil ¿Y cómo os prueba la República? Te ayuda a abandonar a Claudia, te empuja hacia parajes distintos de la memoria y menos mal que los recuerdos avivan fechas. ¡Eres tú, también! ¿Por qué no? Es verdad, sí, todo queda, y ahora vives la madrugada del 14 de abril en la plaza de San Jaime… Fue admirable, sin ninguna clase de violencia… Aquel son de trompetería todavía emociona… ¡Oye, qué gran silencio! Asomado a la barandilla del balcón de la Generalitat, el «Avi» proclama la República Catalana… Mientras hablaba, alguien te dijo al oído: «¡Yo era uno de los muchos que fuimos a esperarlo a Ull de Ter cuando lo de Prats de Molió!».
—Lo que no sabes es que yo formaba parte de una de las patrullas que se disponían a entrar aquella noche de noviembre.
—¿Tú?
—Al llegar a Francia, el padre de María Rosa me acogió, me buscó trabajo… Tengo que contártelo todo, pero no ahora. Otro día, con calma.
—¡Y también que añorabas a los tuyos! —dice ella.
—Que le añoraba todo… quizá porque aquí he sufrido más de la cuenta… Pero no hemos de permitir que María Rosa nos tome por unos egoístas… A pesar de que tendría que preguntarte a la vez por muchas cosas: qué te pasó aquel día, qué haces, qué esperas; tendríamos que hablar de Aurelio, de los compañeros del sábado, sobre todo de tus ideas, de «tu» padre Cabet… ¿Aún te dura la fidelidad a monsieur Cabet?
—Aún.
—Pero no te impide ser republicano.
—Probablemente. De todos modos, no acabo de entenderlo bien ni de verlo suficientemente claro. Quizá fuera más exacto decir que no acabo de comprenderme.
—Hemos de conversar largamente los dos… Clemente, hay cosas que antes de marcharme a Francia apenas entendía y otras que ni sabía que existieran…
Sigue recitando su emocionado monólogo. En un momento dado le miras: como si no le conocieses, como si el reciente Santiago llegado de Francia no tuviera nada en común con el Santiago triste, adusto, que te metió la pistola en el bolsillo y te dijo: te conviene acostumbrarte. Llega a hacerse enigmática la representación mental de una realidad remota que contradice la actual, que pretende usurparla… Le mirabas aterrorizado, mientras disparaba, impávido, contra el mayor de los Fenosa… Aquel Santiago ha dejado de existir, desapareció definitivamente a través del túnel de Garraf para irse a aprender el amor al país, a distancia, y la añoranza…
ALMORZÁIS, estáis sentados a la mesa, rodeando a Miguela, que, dentro de unas horas, regresará a Palafrugell… De allí soy hija. A Piedad y a mí, nuestra madre nos enseñó el oficio. Mi hermana se quedó soltera y con la tienda; yo, con Aurelio, a Barcelona, a poner un puesto en el mercado…
La escuchas con afecto, te anticipas nostalgias. En algunos momentos va de uno a otro lado sin razón aparente: a la cocina, al patio, al dormitorio… Es la hora de lo íntimo, de los secretos adioses a las cosas que han sido, no de uno, sino formando uno idéntico elemento con las cosas… No prueba bocado, habla excitada, emocionada. Quizá Santiago también se haya dado cuenta: en una pausa, faltando poco para acabar el almuerzo, como si no pudiese demorarlo más, Miguela se ha sentado en la silla de inválido de Aurelio y ha colocado las manos con la peculiar manera del ausente: cada mano con la palma vuelta hacia el techo, descansando en el extremo de cada brazo, y con los dedos inclinados hacia el vacío, y ha hablado de él como de un Aurelio redivivo, incorporándoselo: «Tantos y tantos millares de kilómetros que recorrí con las máquinas por estos mundos de Dios, y ahora no puedo dar ni un solo paso», solía decir… No sé si lo sabes, María Rosa, mi marido, inválido, se pasó más de siete años clavado en esta silla… Yo misma —y lo dice como dirigiéndose al Aurelio que sólo ella ve—, después de cuartear tantas y tantas aves, me cuesta Dios y ayuda degollar a una simple pollita… Estoy vieja, muy vieja. Si Clemente no se hubiera avenido a hacerme compañía, sola no hubiera podido salir adelante… Vosotros tenéis suerte, sois jóvenes, listos, de buena presencia; saldréis adelante y me resarciréis de todo…
«¡Y también que añorabas a los tuyos… Que lo añorabas todo!». Su mujer te lo ha dicho. Sentía añoranza, no lo dudes, y quieres a Santiago, pero, sin saber muy bien por qué, encuentras algo estrambótico, si no contradictorio, la imagen que te formas, no de María Rosa detrás del mostrador, despachando gallinas y pollos, sino de él, del Santiago de antes —oye, vámonos, se nos hace tarde, Aurelio espera; adiós, Claudia— vendiendo mantequilla, huevos, jamón, queso… Hace poco, antes de sentaros a la mesa, te ha dicho: «En este mundo no te regalan nada, tienes que espabilarte, sobre todo si andas solo y llevas poca cosa en la mochila». Se te ha ocurrido, realmente como algo extemporáneo, que el desenlace de los seis años de exilio es curioso que se resuelva en el puesto de pollería de Miguela… Pero ¿y tú qué haces en la fábrica? ¿Y Aurelio qué hacía? ¿Y aquél? ¿Y el de más allá? ¿Y Claudia, no se atareaba todo el día cosiendo chalecos?
—Algún domingo tenéis que subir todos a Palafrugell; comeremos en casa, lo celebraremos en grande…
Enternecimiento, abrazos, promesas; al fin y al cabo, despedidas para siempre de la gente, de uno mismo, de la casa…
Santiago y tú la habéis acompañado a la estación. Luego, en un bar, tomáis café sentados uno frente al otro. Santiago te da una cordial palmada en la mano, te sonríe. Si te dijera que se siente casi feliz, le creerías…
—Escúchame bien, Clemente, antes de hablar de cualquier otra cosa, necesito preguntarte si has pensado en seguir viviendo en casa de Miguela, quiero decir, con nosotros, o bien prefieres vivir solo, en una pensión o donde sea.
—Miguela escogió por mí. Me encontró una especie de buhardilla, que me gusta mucho, en casa de los Benet, los de la cestería: me arreglarán un cuarto, me lavarán la ropa y, para almorzar y cenar, estoy abonado en el Mèlich, que me queda cerca del trabajo.
—Pero algún domingo almorzarás con nosotros.
—¿Por qué no?
—Digo domingo y, de rechazo, pienso en el sábado… ¿Cómo acabaron «nuestros» sábados?
—Muerto Aurelio, tú en Francia, yo en la Modelo… Al salir, y pensando en lo de Icaria, que había leído y releído en la celda: no la ida a Tejas, sino la segunda parte, la de Nauvoo, algunos días, en mi imaginación, organizaba un grupo de buenos amigos dispuestos a plantar aunque fuera una simiente, pensaba que a fuerza de buena voluntad era posible que nuestro árbol echara raíces y creciera… Miguela se horrorizó. No, de ningún modo; en vida de Aurelio me tocó vivir demasiados años con el ánimo encogido…
—¿Y puedo saber lo que esperabas de este árbol? ¿Algún Monturiol, un segundo padre Cabet que diesen un día la señal para embarcar hacia otra Icaria?
—¿Por qué no?, ¡aunque me costara fracasar diez mil, cien mil veces! Ya te lo he dicho, ni con la República, ni con los tuyos, acabo de comprender, de comprenderme a mí mismo.
—¿Y con una Icaria sí?
—A lo mejor… Icaria no existe todavía, en cambio todo lo que veo cada día por la calle, lo que leo en los periódicos, lo que me aconsejan gentes con carnet azul, o rojo, o negro… Y todos, todos llevan oculta una amenaza urgente… ¿Sabes lo que decía Cabet?: «Si tuviese una revolución encerrada en el puño, lo mantendría cerrado, aunque me costara morir en el exilio».
—Recuerda: el día de Garraf me dijiste que no te sentías con ánimos de ayudarme, de ayudarnos, que aquella clase de violencia… ¿Cómo pasó lo que pasó? Sólo sé que al oír el estrépito del tren que se acercaba, me di cuenta de que era precisamente de aquella clase de violencia de la que había que huir de una vez, aunque costara la vida… ¿Te acuerdas de unas discusiones con Aurelio? ¡Imagínate si habré pensado en ellas! Tan breve resulta decir «sí» como decir «no», pero lo que a menudo representa aceptar o rehusar, querer sentirte libre o encuadrarte, es enorme, te compromete ante ti mismo, ante tu conciencia.
—Entiendo de qué querías escaparte, presiento en qué te querías encuadrar.
—No hablemos hoy de ello, Clemente; otro día sí.
—Has hablado de huir, de escaparte… Ni siquiera aquellos guardias civiles entendieron cómo no quedaste destrozado allí dentro.
—Yo tampoco… Me aferraba donde podía con las uñas, con la boca, las ráfagas de viento me aplastaban contra la pared, me quemaban o me helaban, no sé; todo parecía estallar, se sacudía, gemía, silbaba, huía endemoniadamente y, de pronto… aquella enorme calma, un vacío como no puedes ni imaginarlo. Abrí los ojos aterrorizado, sorprendido por sentir que vivía… Os veía, desde dentro, a contraluz, te veía; vosotros no podíais verme. Así que los guardias apuntaron hacia el interior del túnel, me dejé caer al suelo como un tronco. Me arrastraba entre los montones de grava, me aferraba a las piedras, a la tierra, mientras las ráfagas de bala zumbaban junto a mí y se incrustaban en el muro abovedado; buscaba terraplenes, traviesas, para refugiarme… Al doblar el recodo del túnel me levanté ensordecido y dando tumbos, como si estuviera borracho. Detrás no veía nada más que sombras; delante, a no mucha distancia, otra vez la boca del túnel, con el sol… Me lancé a correr gritando de alegría como un loco; alargaba las manos para ir a tocar el aire y la luz, y, al salir, caí de rodillas, y lloraba… Luego, todo fue fácil. La mujer del guardaagujas me acompañó en seguida a casa de un amigo para que me dejase lavar mientras ella me cosía unos desgarrones del pantalón, de la camisa. Aquella misma noche, en un camión de transporte, me llevaron a Figueras. De Figueras a Darníus, en carro… Francia está a cuatro pasos… Allí encontré al poco tiempo a María Rosa y, perdona que te lo diga, Clemente, fui feliz… En cambio, tú, aquel día…
—Lo resistí todo. Pero, compréndeme bien, Santiago, mientras me golpeaban, tuve a mi padre junto a mí; me ayudaba, me sostuvo hasta que caí al suelo inconsciente… Por favor, dejemos eso.
—Y has vuelto a la fábrica.
—Sí.
—Y, de lo otro, también prefieres no hablar, y que yo no te hable de ello… Ya sé que, después de tanto tiempo, todavía esperas que te escriba… Me consta: treinta veces empezó una carta, la rasgó treinta veces… No sabía cómo decírtelo… Ya comprendes que al cabo de seis años…
—Me imagino que, al cabo de seis años, la fidelidad a una mujer casada que no es la tuya, y a la que jamás ves, es de un grotesco que da risa o pena… Pero ya lo sabes: Claudia era mi mujer, la quería…
—Si la vieses ahora…
—No es a la de ahora a quien quiero, ni estoy hablando de la de ahora.
—La de antes, en realidad, no existe.
—En mí, sí.
—Tendrías que buscarte una de veras, joven, ¿comprendes?, y casarte.
—También a ti te lo parece, ¿verdad? ¡Igual que a Miguela cuando los sábados la ayudaba a desplumar las gallinas y los pollos!
Has soltado una carcajada. Paras en seco. Y dices, como sin tener espera: después de la muerte de mi padre, mi madre no pudo soportar ya oírme reír. Perdí la costumbre hasta el extremo que las risas de los demás me ofendían… Hacía años que no me había oído reír, y ahora temo haberla herido en lo más delicado de su alma… En la Modelo nunca reía nadie… El sábado pasado… No vale la pena contarlo, o quizá sí… Jugábamos al subastado Valentín, Tomás, Estanislao y yo. Les dije que regresabas de Francia. Estanislao me preguntó si volvías con Claudia. No. Contesté «no», simplemente. Tampoco me hicieron nuevas preguntas. Seguimos jugando… De repente, a Estanislao se le ocurrió decir: La más cachonda en casa de Delfina tiene bastante parecido con Claudia. Cuando voy, si no está ocupada, es la que me tiro más a gusto. Le volví la cara de un revés… ¿Crees que replicó? No. Crispó los puños, eso sí lo hizo, se mordió los labios. Estanislao es muy amigo, muy hombre. Te lo juro; me dijo: Perdona, Clemente, ya no me acordaba.
—¡Y tú no tendrías que volver a acordarte de ella!
—¿Tú crees que ella no se acuerda de mí?
No contesta. Llama al camarero, paga los cafés.
—¿Nos vamos?
Me coge del brazo, no lo había hecho nunca, me lo sujeta afectuosamente.
—Si no te importa —dice—, me gustaría que diésemos una vuelta por el puerto antes de volver a casa.
—¿QUIERES REPETIRME aquello del padre Cabet sobre la Revolución?
—«Si tuviese una revolución encerrada en el puño, lo mantendría cerrado, aunque me costara morir en el exilio».
—Pues, ya nos consta a todos, algunos acaban de abrirlo para dejar en libertad no la revolución sino la contrarrevolución. —A Santiago se le endurecen las facciones, se le tuerce la boca como un junco—. Es imprescindible extirpar el mal de raíz… Mañana, los del Cadci [3] pasarán a buscarme a las seis de la mañana, te espero…
No puedes dormir. ¡No tengo derecho a dormir! Muy bien. Has visto muy de cerca las llamas que se elevaban desde el Centro Católico de la calle de Pujadas y, más allá, teñirse de rojo el cielo… De tarde en tarde, por las calles sin ningún transeúnte, ni un solo farol encendido, pasaba un camión, un coche, y era como si materialmente despedazase el silencio, que no es el de otras noches. Mientras tanto procuras liberarte de oscuros sentimientos, de vagas ideas coloreadas pero inútiles, tal vez, como en los sueños… ¿Sabes lo que quieres? ¿Lo que piensas?… La cansada mirada de Santiago sigue interrogándote, y tú, pobre Clemente, encogiéndote de hombros, todavía sin adecuadas y precisas respuestas… Noche en blanco la de la desatada revolución inevitable. Recapitulas, te examinas: si pudieran ser visibles tus pensamientos, se verían chocar contra las paredes de tu frente lo mismo que pájaros enjaulados, frenéticos… Amanece. Finalmente, la larga vigilia te extenúa; caes en la cama, rendido por el sueño y la fatiga. Sólo media hora, dices, para justificarte…
«De mis padres no te he hablado nunca. Mi madre, una de tantas, resignada, triste, aceptaba cada día nuevas cargas suplementarias hasta que no pudo más y cayó para siempre. Mi padre apenas sí sabía leer. Recuerdo, sobre todo, su mirada: iba más allá de lo que veía… Durante largos años debió de parecerse a la mirada de un animal apaleado, de un minero consumido, de un obrero devorado por un jornal de hambre y doce horas de trabajo diario: una de aquellas “criaturas laborales” que Marx denunciaba entre lágrimas… Fue muy amigo de Aurelio. ¿No te basta para comprenderme?».
Esto te lo preguntó ayer, como si tu respuesta le fuera urgente, imprescindible… Santiago, estoy durmiendo; no podía más, palabra… Mientras duermo escucho tu disco dentro de una cámara oscura… Porque estoy durmiendo, ¿oyes? ¿Te basta para comprenderme? Incluso dormido te comprendo. Somos casi gemelos tú y yo, Santiago, o hermanos siameses: por eso no podemos separarnos…
Miras la hora: van a dar las ocho. Te esperaba a las seis… Pones la radio…
«… Y los primeros disparos han sonado a las cinco menos cuarto de la madrugada, en la calle de Aribau. También se han oído algunos en la parte alta de la ciudad…» (Una pausa, voces amortiguadas, el locutor reanuda). «La lucha se ha entablado en la plaza de la Universidad, entre la Guardia de Asalto y las fuerzas sublevadas que procedían de los cuarteles de Pedralbes, donde está acuartelado el Regimiento de Infantería número 10… El movimiento sedicioso ha quedado, pues, iniciado, y ahora corresponde…»
Cierras el interruptor, te levantas, miras hacia fuera. ¿Cómo? El mar de siempre, entre los gasómetros y la encarnada Torre de las Aguas. Enciendes un cigarrillo, vuelves a poner la radio; la cierras, la abres otra vez; te acuestas de nuevo, avergonzado, decepcionado… Ya es tarde, tienes mala conciencia, no te atreves a salir. Seguramente Santiago tampoco irá hoy a almorzar… Mañana pasarás por allí antes de las seis, sin falta… Más tarde ha subido Benet, el de la cestería: Si encontramos tren o coche, iremos a pasar unos días a Pineda. Benet temblaba, se le saltaban los ojos, vota por el candidato de la Lliga, es socio de la Lliga… Francamente, ¿no le parece a usted que todo se está embrollando?… Horas durísimas, interminables, de poner y cerrar la radio… La aviación está bombardeando los cuarteles de la avenida de Icaria —de Icaria, ¿te das cuenta, Clemente?— que se niegan a rendirse… Según la dirección del viento, se oye el acelerado rugir de los motores, y, a poco, el estallido de las bombas…
«La plaza de Cataluña es una trágica confusión de cadáveres de soldados, de oficiales, de milicianos; yacen entre mulas y caballos malheridos, despanzurrados, que se amontonan en medio de las calzadas. El hotel Colón, la Telefónica, la Maison Dorée, con brechas de obús y balas incrustadas en los muros, también presentan el aspecto de cuerpos afectados por la agonía. No se ven autobuses, tranvías, ni un solo bar, ni un cine, ni un teatro con las puertas abiertas…»
No aguantas más, después de oscurecido bajas a la calle y te llegas a la casa de Santiago… Abres la puerta.
—¡Santiago!
—No, María Rosa, soy Clemente.
—No ha venido a almorzar, no se ha dejado ver en toda la tarde… Tengo miedo… por la radio hablan de muchos muertos, de muchos heridos… ¿Tú has ido?
—No.
—¿Y dónde te parece que pueda estar a estas horas?
—Seguro que en el Cadci.
—Han pasado a recogerle antes de las seis. No podían esperarte. Me ha recomendado que tú fueras…
Todo se va volviendo opresivo, insostenible; las pobres palabras no sirven, incluso estorban.
—¿Y el niño?
—El niño, bien, está durmiendo.
—Volveré más tarde.
Vuelves transcurridas unas horas.
—Me ha enviado un ciclista. No vendrá a dormir. La cosa se acaba, y dice que acaba bien… Ha pedido noticias tuyas, se extraña de que no hayas ido…
—Iré mañana a primera hora.
—Y le dices de mi parte que no sea temerario; necesito verle; os espero a los dos para el almuerzo…
Calle desierta, bochorno húmedo que se adhiere a la piel, a los pensamientos, como la estremecida oscuridad. Te sientes débil. En el bar Mèlich hay una cinta de luz bajo la puerta; entras por la portezuela de la escalera contigua. Juan, estoy en ayunas desde anoche. Me han dado orden de cerrar ahora mismo. Te envuelve a toda prisa media barra de pan, jamón, queso, una manzana, un par de cervezas… Hártate, pero esfúmate ya. Subes a tu buhardilla… Él, en el Cadci, atento a lo que pase, a lo que pasará. Yo ni leo el periódico ni escucho la radio; simplemente me atiborro, me clavo el par de cervezas, me echo, y no como aquellos infelices soldados y milicianos, sino como un imbécil, un cobarde, un chalado, un cretino Benet*cualquiera, que ahora, en Pineda, contempla la luna igual que una sandía que saliera del mar… La revolución se les ha ido de la mano y se las arregla sola… Discordias civiles, guerras, sociedades alteradas, y la pobre gente desagraciada que, como de costumbre, recibe desde arriba, desde abajo, de todos lados… pero has mandado decir a tu mujer que les tenemos el pie sobre el cuello.
Te despiertas. Te lavas, te afeitas, te peinas, te miras, incluso te observas, y te insultas… Son golondrinas, pero si afinas el oído, muy lejos dirías que se oyen ráfagas de ametralladora. Bajas, sales. Excepto un perro, por la calle, nadie… Taulat-Icaria-plaza Palacio-paseo de Colón-Rambla de Santa Mónica-Cadci: sin imprevistos, es el camino más cómodo, más directo… Por la calle de Taulat, fusil al hombro, tres milicianos jóvenes, paso marcial, dispuestos a jugarse la vida… Dirías que la luz del nuevo día por lo menos te estimula a acompañarlos. Al fin y al cabo, es un juego moral, inevitable; ni caminar te importa, ni tan sólo la presencia del Cementerio Viejo… Si quieres ayudar a vivir has de saber morir, como esos que han pasado, como el mismo Santiago. Es luchador Santiago, lleva unas cuantas ideas entre ceja y ceja, y cuando se le mete algo en la cabeza…
Has estado andando sin darte cuenta, sumido todo tú en lo que te iba pasando desordenadamente por la cabeza, a semejanza de unas nubes, de las nieblas… En lo alto, Colón señala, dicen, hacia América… Nueva Orleans, Shreveport, Sulphur-Prairie… ¿Aún te acuerdas del padre Cabet, de monsieur Cabet? Incluso del himno de la Gran Esperanza. «Embarquemos hacia Icaria… ¡Fundaremos nuestra patria, hijos de la Fraternidad!, fundaremos al llegar a Icaria la ventura del Hombre».
¡Calamitosa ventura del Hombre! Formados en la proa de la fragata, en El Havre… Revoloteaban pañuelos, ¡buen viaje!, os aclamaban con lágrimas en los ojos, ¡buen viaje!, y, al otro lado, en Tejas, la mafia de los Peters: cuervos de entonces, de ahora, de siempre… ¡De siempre, estimado Santiago!
—Santiago Millás, por favor; ¿sabes dónde puedo encontrarle?
Te cuesta descubrirle en aquel hormiguero, pero en cuanto te ve, corre a abrazarte.
—Está previsto salir hacia las dos… Se resisten, pero poco importa, será un juego de niños.
—María Rosa sufre mucho, dice.
—¿Hay alguien que hoy no sufra?
—Nos espera a los dos para almorzar.
—Para la cena, y gracias…
El asalto a las Atarazanas y a la Maestranza de Artillería ha sido aplazado hasta mañana, lunes.
—Mandaré avisar a María Rosa; tú y yo comeremos y dormiremos aquí. Piensa que son los últimos reductos que quedan por aplastar… Cuando seamos viejos, aún hablaremos los dos, Clemente, del día de hoy y del de mañana.
Has vivido unas horas fuera del mundo, de tu mundo. Das vueltas por la plaza del Teatro. Es imposible no recordar la noche del atentado frustrado a Martínez Anido y a Arlegui… Delante del Palace, encaramado sobre el horrible pedestal, don Serafín Pitarra sigue, impasible, el ir y venir de la gente por la Rambla, con las piernas cruzadas, indiferente al desasosiego, a la angustia, a la esperanza, tanto como a la palomina que lo decora desde la frente a los zapatos. Te llegas a la calle Nueva de San Francisco. La memoria es historia, piensas. Los tritones del surtidor de la plaza de Medinaceli escupen el mismo chorro de agua entre los mismos lirios y, por la noche, a la misma hora, llega la sombra agredida del hombre que se desploma y, con mano ciega, apresurada, pretende retener los últimos latidos de su corazón… Todo es feo y triste, y hiede a fanatismo, a discordia, a egoísmo, a deseos de venganza… Las palomas que revolotean en torno a la plaza o de una a otra palmera, de uno a otro banco, no se asaltan, no se asesinan por las esquinas, no aparentan odiarse… «El amor ha de gobernar en lugar de la ley»: lo decretó aquel ruso de Guerra y paz… Entre los animales, quizá sí, pero entre los hombres… Pasad ahora mismo por los hospitales, por los cementerios, venid mañana a las Atarazanas, volad por el cielo soleado de este bello país, y veréis hasta qué perfección aprendimos a tratarnos fraternalmente a garrotazo limpio; veréis que el blanco devora al negro y el negro al blanco; que la ley del amor exige jornada intensiva a los enterradores y que, al final, por exceso, han de enterrarnos en la fosa común, donde tampoco es seguro que nuestros gusanos no se devoren amorosamente entre sí…
Santiago sigue tremendamente atareado: planea, discute, echa cuentas; supones que los del otro lado echan cuentas, discuten, planean tremendamente atareados; y sacan espuma… Entras, sales… El puerto, a cuatro pasos. Oye, no te distraigas si te aventuras por él; algún loco parapetado tras su derecho a la venganza, escudado en órdenes superiores, es capaz de meterte un puñado de balas en la cabeza…
—¡Clemente!
Santiago te llama, la mirada ardiente, excitado, con aire grave y a la vez afectado. Te hace entrar en una sala sumida en tinieblas, se apodera de un fusil… ¡Ha llegado la hora! Toma… Es la misma mano que te introducía clandestinamente la pistola en el bolsillo al bajar la escalera… Copia de copias, pero el papel de calco se destiñe, se arruga, se agrieta… Yo acompaño a unos oficiales; tú irás con la brigada que espera al pie de la puerta. Después nos encontraremos aquí. No te distraigas, Clemente, sé audaz, pero astuto…
La tarde es clara, casi rubia de tan soleada… Curiosa sensación, muy tuya, la de sentirte, en semejantes circunstancias, yermo desierto, casa deshabitada, vacía… Eres tendencioso, y lo sabes, porque en principio estás contra la revolución, contra toda revolución, y ahora avanzas con tus compañeros de patrulla con idéntica firmeza que entre las pedregosas estepas y los pantanos de aguas viscosas que os llagaban los pies y destrozaban los zapatos por las sabanas de Tejas… Y tu padre te atrae de nuevo contra su pecho. No te duelan sacrificios. El niño mimado se lamenta: no puedo más… Y recuérdalo: tiene que existir forzosamente un pueblo con gente sencilla, pacifica, buena, ¿me comprendes, Clemente…? Es injusto no tener tiempo para contemplar los árboles, el mar, para escuchar a los pájaros o ver pasar las nubes… ¿Comprendes a fondo lo que quiero decir? Sí, padre…
—¡Adelante, camaradas!
… Debemos ganárnoslo, no cejar hasta destruir la imagen de un mundo que hemos ido ensuciando, envileciendo, entre todos… ¡Adelante! Te contagias del entusiasmo de tus compañeros. Van, vais a la lucha, y ellos también deben de cantar el Himno de la Gran Esperanza…
Crepitan las primeras descargas mientras os distribuyen estratégicamente. Pasa, rasante, un avión que deja caer un rimero de bombas en el interior del edificio… Casi como una réplica has visto caer unos primeros milicianos, heridos o muertos; como no teniendo espera, el sol se ha precipitado a arrancar viscosos fulgores de la sangre que mana de sus heridas, del metal del cañón de los fusiles y, repentinamente, un restallante relámpago cruza tu vida de uno a otro extremo, la abrasa, te escupe con salvaje violencia una granizada de metralla. Te llevas instintivamente las manos al rostro, se te llenan de sangre, y ya no oyes nada más, a no ser la conciencia de ti mismo, que se te escapa igual que el grito agudo e hiriente de una golondrina… Has caído. No eres sino uno de los muchos que yacen por tierra incomprensiblemente inmóviles, al pie de unos árboles…
Al fin las Atarazanas y la Maestranza han capitulado.
Tú, Clemente, no puedes ya ver arriar la bandera, ni te enteras de que entre dos hombres te suben a un camión, y que te instalan junto a otros muchos muertos y heridos que trasladan al Clínico. Ni al llegar al hospital oyes la voz que, después de explorarte unos instantes, dice formulariamente: al depósito. Al depósito de cadáveres…
Más tarde, tampoco has visto, en el Cadci, que Santiago te buscaba desesperado entre los que han vuelto cantando de las Atarazanas…
—¿Y los muertos y los heridos?
—Están en el Clínico…
Un chófer viejo que se ha ofrecido para lo que «todavía» pudiera ser útil, se brinda a acompañarte allí…
No le encuentras entre los heridos…
—¿Y dónde están los muertos?
—En la sala del fondo, a mano derecha.
Vas, ya sin esperanza, de uno a otro lado. No le encuentras, y tú no puedes gritar: ¡Deténte, Santiago, tengo la cara destrozada, pero soy éste!
—¿No le encuentras?
—No.
—¿Cómo se llamaba?
—Clemente… Clemente Rovira.
El viejo chófer se desvive por ayudarte: recorre las hileras de muertos, les registra los bolsillos en busca de documentos que los acrediten…
—¡Santiago! Ven, supongo que es éste.
Te tiende la cartera que le ha sacado del bolsillo.
—¿Es él?
Es él… Clemente Rovira Valls… Entre el carnet y unos documentos, tres fotos: la de sus padres; la de vosotros dos, en los baños de la Marbella; la de Claudia con Nuria —al dorso, escrito a mano por él: Prades, 1935…
El hombre pregunta:
—Su mujer y la niña, ¿verdad?
—… Sí.
Le tapas con el saco. Cierras los ojos, sollozas, y te parece que tú lo ves desaparecer, ahora a él, en un túnel sin fin.