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¿Q QUIERE, qué quieren ahora? Ahora estás sentado, fumas tranquilamente; y te distraes, no poco, con las idas y venidas de doña Paquita, regadera en mano, entregada como cada atardecer a sus quince macetas de claveles y geranios.

—Era Miguela. Aurelio os espera sin falta esta noche. Santiago dice que podrías tomar la sopa y la verdura, que os deje el pan con tomate y tortilla y la manzana para después, cuando volváis.

—Por mí, sí.

El chasquido del gas, en la cocina, el entrechocar de una tapadera y, venga, aprisa, que Aurelio… pero, viva, en rachas, saltarina, el agua vivifica flores y hojas, y de paso restaura generosamente la descascada y pálida arcilla de las macetas. Claro que el agua se acaba, como todo; se corta cada dos por tres, y el caño apenas suelta unas lentas gotas hinchadas, huecas. No se aflija usted, doña Paquita, paciencia, y a esperar el renovado y estrepitoso fluir del chorro que encalabrina la boca del grifo; y sonríase como mi padre al escuchar la gran batahola que se arma en el vientre de la regadera…

—¿Qué querrá Aurelio?

—¡Cualquiera sabe!

Santiago se inclina sobre la barandilla, también mira hacia las galerías del vecindario.

—Es bonito ver regar, ¿verdad?

—¿Regar…? ¡Ah, sí…! ¿Sabes?, me imagino que con la llegada del rey quieren dar el golpe, armar un lío de los de echarse a la calle…

Los lentos regueros de las macetas acaban de desplomarse y reventar sobre los tejadillos de los gallineros del patio. Después de haber regado a conciencia, doña Paquita entresaca, una tras otra, las hojas desalentadas, las amarillentas; las flores melancólicas, las marchitas; por último, con aire maternal, contempla cada maceta de manera distinta. Vuelve al lavadero, se cerciora de que no gotea el grifo y, satisfecha, se sienta en la silla plegable de lona…

—Encontraréis la tortilla, tapada, junto a los fogones.

Medio cenáis de prisa, y, venga, a casa de Aurelio. ¡Hola, chicos!; me han dicho que… pensaba que… me han avisado de…

—Oye, ¿nos vamos?

—Adiós, Claudia. Hasta luego.

La indispensable caricia de Claudia, la amorosa sonrisa que te acompaña mientras bajáis la escalera, hasta que al salir a la calle se desvanece… ¡Adiós! ¡Adiós! El aire, con el alocado color de mayo, prolonga el canto agudo, estridente, de las golondrinas que van y vienen desaforadamente desde el Bogatell hasta la encarnada torre de las Aguas. Por la parte del mar, nubes suntuosas, rosadas, fantásticas. Si soplara de levante, quizá entonces… Alguien echa un vistazo al cielo, huele el viento, cierra los ojos y pronostica el tiempo como el fraile del barómetro…

—¿Sabes qué le ocurre al viejo? Que le progresa la parálisis y está con el alma en un hilo. Es tarde, me confesó hace unos días. ¿Para qué? Se le cortó el aliento y me contestó con un regate: Siento que el entumecimiento me sube por las piernas como planta trepadora…

—Entonces, quizá nos llame con urgencia porque teme…

—Ahora mismo vamos a salir de dudas… ¿Se puede?

—Adelante.

Sobre la mesa, el usual desorden de periódicos, libros, carpetas… Donde no alcanzo con las piernas he de procurar llegar con la cabeza… Leo todo lo que me cae en las manos: siempre se aprende algo…

—A Miguela le pediremos un poco de café, ¿verdad, Miguela…? Y si no tenéis nada nuevo que contarme, iré al grano, sin preámbulos.

En los ojos de Aurelio, destellos de malicia, de una distancia rara: la de los trenes que, al llegar la noche, llegan volando de quién sabe dónde…

—No creo que los conozcáis. Son los que juegan fuerte como los piratas de los cromos Amatller. Hablo de Bandera Negra y del Grup dels Set.

No os escatima sus peculiares maneras de mirar de reojo, ni la piadosa sonrisa que se dedica a la candidez.

—Se me ha presentado Abelardo, el cabecilla de los dels Set. Piensan como piensan: allá ellos. Para los de nuestro sentir, una patria universal basta: la de todos, y una bandera de un solo color… Pero esta vez hemos coincidido de lleno y no veo qué obstáculo podría evitar que puestos de acuerdo, actuáramos juntos… ¿No consideráis al rey como representante de un Estado que se dedica por sistema a la persecución de la clase obrera organizada? Abelardo hace lo que yo, siempre habla como en los mítines… Pues nosotros, me dijo, sobre todo desde el 24 de mayo, desde todas las brutalidades de Felipe V, ¿os acordáis?, que nos vomitó sin contemplaciones a la cara, le hemos quedado a deber algo. Aurelio, en cierta ocasión lo comentamos usted y yo: antes de jubilarnos estamos obligados a dar una campanada que hasta a los muertos los obligue a taparse los oídos. Sin rodeos: se trata de liquidar al rey y, de propina, al dictador, pero asegurando el golpe; quiero decir que nada de romanticismos ni finales de ópera. Liquidarlos científicamente… Miguela, ¿cómo está ese café?

Tazas, azucarero, café, la afectuosa palmada en la nalga de su mujer: la consabida escena; pero, hoy, el actor como recuperado y con una pizca de temblor en las manos, de excitación en la voz.

—La bomba será de picrinita o algo así. Sólo sé que estalla con fuerza y que pesa cuarenta y tres kilos. Habrá que instalar conducciones eléctricas, transportar algunas herramientas de albañil para la colocación del artefacto, y ocuparse de otros detalles que ahora no hacen al caso.

—¿Instalarla dónde?

—En el túnel de Garraf.

—¿Qué día?

—El 26, que es… leed, aquí está todo anotado por el propio Abelardo. Saldréis hacia Garraf en tren, en este papel se indica el horario. Ni los del Grup dels Set ni los de Bandera Negra os conocen, ni vosotros conocéis a ellos. Da lo mismo, y según cómo es mejor. Ya tendréis ocasión de conoceros al llegar al túnel, porque, no se os olvide, al salir de la estación iréis separados o por parejas, como si cada cual tirase por su lado. Coincidiréis en un terraplén rodeado de olivos, a unos veintitantos metros de la boca del túnel que mira a Barcelona. Organizarán una fogata como si hubieseis salido a comer el campo. Abelardo os dará instrucciones y ¡adelante! Ya lo veis, un juego de niños… La bomba esperará escondida a poco distancia; los de Bandera Negra se habrán encargado de llevarla la noche antes con una motocicleta… Hay que reconocerlo, un túnel es ideal para una operación de esta categoría. Y el de Garraf nos lo hicieron a medida. Habrá que calcular si será más práctico colocar al artefacto a la entrada de la boca que da al mar o en la que da a la montaña, según se viene de Sitges. Abelardo es partidario de poner una bomba en cada boca, para asegurar el golpe… Barcelona-Valencia: hice la línea durante más de tres años. Conozco el trayecto como la palma de mi mano. Le aconsejé el lado del mar: no habrá tantas dificultades para introducir las conducciones eléctricas… La costa es dura, pelada; la estoy viendo: precipicios y peñas, escarpas y despeñaderos. Me gustaba, se parece bastante a nuestra manera le vivir, ¿entendéis? Lástima que los del cemento de Vallcarca encalan hasta las raíces. Al final, algarrobos, almendros, olivos y viñas acabarán dando el mismo asco que esas mujeres que al llegar a la menopausia se maquillan como payasos.

Bebe unos sorbos de café, enciende medio toscano y, a propósito, pero discretamente, empuja hacia vosotros una revista que ya tenía abierta. ¡Leed! «Su Majestad el rey don Alfonso XIII despachando con el Dictador». Os apetece, ¿no? Aurelio cierra la revista de un manotazo, la cara se le endurece, chupa el cigarro apagado con una extraña, inútil avidez…

—Yo, que no soy nadie, os diría de qué están hablando esos bellacos: de lo mismo que hablaban anteayer, o veinte años atrás, o ciento, o mil… de lo de siempre.

—Como nosotros.

Santiago lo ha dicho sin la menor ironía; al contrario, humildemente.

—Con una diferencia, amigo: que ellos retroceden y nosotros no.

—De todo lo del «terror blanco» de hace pocos días sólo se salvaron los que ya estaban encerrados en la cárcel y los que lograron escapar a Francia.

—Añádele la mayoría de los nuestros: los de la libertad individual. Podían entrar a saco en los Sindicatos: en cambio, casa por casa no.

—Aurelio, lo sabéis tanto o mejor que yo: sin programa, sin un programa universal, la acción directa, personal, puede que cree mártires, sí, pero nos arrastra hacia la decadencia.

—Sólo en parte, y quizá, pero los que de verdad me encogen el ombligo son los llamados «partidos monolíticos», con santo padre en Moscú, y biblia y evangelistas y discípulos, y pandillas y más pandillas de militares que no cesan de colgarse condecoraciones y medallas, y sólo hablan de cañones, de aviones, de invasiones, de armamentos, de ejércitos… Lo repetía a menudo aquel francés: «La propiedad significa la opresión de los débiles por los fuertes; el comunismo significa la opresión de los fuertes por los débiles». Y raramente la fuerza, esta fuerza, no quiere decir fuerza bruta, garrotazo y tentetieso… Me pregunto si, según y cómo, no saldremos del fuego para caer en las brasas.

—¿Y por qué no os preguntáis si, finalmente, a los débiles no nos correspondería ya ocupar el otro platillo de la balanza?

—Si me ahorrasen la dictadura burocrática, la tiranía de un Estado omnipotente, la restricción —atendedme, por favor—, la restricción de la libertad individual quizá dijera que sí, que vale la pena… Pero la naturaleza no exige restricciones, ni violencia ciega… Que yo sepa, el hombre sólo ha sido aproximadamente feliz cuando vivía en pequeños grupos familiares, de artesanos que se servían con solicitud y afecto unos y otros…

—Y bailaban al son del caramillo y del tamboril… ¡Ha llovido mucho desde entonces, maquinista Aurelio Rocosa, y toda el agua llovida ha tenido que pasar par debajo de los puentes para que arrancara el primer tren de Barcelona a Mataró!

Aurelio sonríe con infinita tristeza:

—Ya no encuentro remiendos —dice— para mis harapos, ni sé cómo compaginarme unas cuantas ideas que me sirvan para mantenerme a flote… Pero aún quemo. Quemo, a pesar de que a veces ¡tendríais que oírme cómo me burlo de todo! Miguela, le digo: ¿Te das cuenta de los pescuezos de pollos y gallinas que llevamos retorcidos para ir saliendo adelante?… Diréis, o pensaréis: pobre Aurelio, no se aclara, pero os doy palabra de que en mí, aquí dentro, hay algo puro, limpio… Hace escasamente hora y media que Abelardo, sentado donde ahora os sentáis vosotros, me exponía su plan; pues ya no sé separarme del túnel de Garraf… ¡Para lo que sirvo! Podrían ocultarme, con silla y todo, en el túnel, y, de medio cuerpo para arriba, rellenarme con esa picrinita, o como se llame, y colocarme la mecha en la boca. Palabra: ¡no me temblaría el pulso, no me fallaría la mano! Cuanto más viejo, cuanto más se me enfría la sangre, más toda esta porquería de reyes y dictadores me hace salir de madre, más me pesa lo que unos pocos han hecho y hacen sufrir a tantos… Mateo Morral, de Sabadell; Rafael Sancho, de la Barceloneta, y Aurelio Rocosa, de Pueblo Nuevo, no resultarían un mal trío… Ya me conocéis; de todo lo de Garraf no hace falta que me contestéis ahora mismo sí o no. Habladlo y dormidlo. De todos modos, he quedado con Abelardo en que mañana le daré la respuesta.

AL SALIR DEL PISO —lo tienes por costumbre— echas una ojeada a la claraboya: se insinúa muy vagamente la luz del día. Viene a ser como ir a contracorriente de la noche, y tú ya te entiendes. En el límite extremo de sus dominios, piensas, extenuadas y sin aliento, las sombras se repliegan, retroceden. A semejanza del agua, la luz aprovecha las menores pruebas de debilidad para abrirse rendijas, provocar grietas y, en delicadas etapas, va reduciendo una materia opaca y densa en el aire frágil, transparente…

—¡Adiós, Claudia!

—¡Suerte, y adiós!

Al correr el pestillo de la puerta de la calle, Santiago te mete la pistola en el bolsillo. Aún no has aprendido a dominar un gesto instintivo de resistencia al advertir su contacto; Santiago no te lo ha reprochado ni una sola vez, pero tú sabes que siempre se da cuenta.

—Hazme caso, más vale andar prevenidos.

—Tienes razón, que ellos no se descuidan: en cada esquina, una pareja. Almirall asegura que estos días llegan a montar guardia en los urinarios.

Aún están encendidos los faroles, con las grandes, misteriosas ausencias que flotan por las calles al rayar el alba. Pasa un perro solitario, apretando el paso, como si un olor exigente, probablemente del mercado, le invitara a una cita. De lado del mar, por encima de terrazas y tejados, la sombra se disipa; hay estrellas que se esfuman como si se hubiesen desangrado; otras, en cambio, se apagan en un postrer estallido de desesperación…

—Oye, que ya cambian el trole.

—Faltan aún tres minutos.

La polea chisporrotea en el aire al pasar del cable de una vía a otro; el interior del coche se ilumina; algunos ya están sentados; otros fuman en la plataforma: el aspecto es casi irreal, de algo inacabado.

—La mayoría deben de ser excursionistas… como nosotros.

—Confiésalo; ahora te gustaría más ir de excursión, a la montaña…

—Si una vez en la cumbre no tuviese que bajar, tal vez sí. Lo que fastidia, según explican, es volver por la noche a casa, meterse en la cama, reventado, muerto de sueño y, al día siguiente, a formar…

—En vida de mi padre, un domingo de julio fuimos a bañarnos a Montgat y comimos en la playa…

Ha ido clareando durante el trayecto. En la plaza de Palacio apagan las luces del tranvía. Casi todos los pasajeros se precipitan hacia la estación de Francia.

Santiago va a comprar tabaco, tú haces cola. No puedes pensar en lo que os espera, te esfuerzas en observar, para distraerte: la gente va y viene atareada de un lado a otro del vestíbulo, habla con Cándida exaltación, se diría que aún no sabe muy bien qué hacer con la alegría del domingo… Escuchas nombres de pueblos, de trayectos, de enlaces… Todo desprende un provocativo olor a tren, a invitación al viaje, a calas y playas, a bosques, a caminos… También Claudia, Santiago y tú podríais ir a escalar la montaña. Hoy, no; ahora mismo con tu propia voz te oyes pedir dos terceras para Garraf, y la mano que te tiende los billetes a través de la ventanilla te produce un raro, desagradable escalofrío…

—Hace algunos años, todo lo que vemos eran los dominios de Aurelio…

Impacientes, los de las botas claveteadas y la mochila corren a apoderarse del vagón más próximo a la máquina. Vosotros, los del modesto envoltorio con la tortilla que os ha preparado Claudia, subís a un vagón desierto, pequeño, como de feria. Sin miraros a los pies y sin descubrir lo que estáis pensando en silencio, a los dos también podrían tomaros por excursionistas: de los de alpargatas y chaqueta azul… A lo largo del andén, arriba y abajo, la inevitable pareja: arreboles de la caldera abierta por una máquina relampaguean sobre el charolado de los tricornios. Podría ocurrírseles subir, interrogaros… ¿Adónde vais? A Garraf. ¿A qué? A echar patas arriba al rey y a Primo. ¡Fantástico, muchachos, contad con nosotros! ¿Por qué no? ¿Es que resulta mejor ganado su sueldo que el nuestro? No, pero ellos son benemérita, y vosotros sólo proletarios… Arriba y abajo, no se cansan nunca, ¿eh?, de momento se limitan a escudriñar a la gente con la mirada; se anotarán las sospechas, cazarán al vuelo gestos y palabras; para empezar, les basta… De repente, la sacudida de los vagones, el prolongado chirriar de los topes, y el tren arranca, resopla, se tambalea… ¡El tiempo que llevaba sin viajar! ¿A eso te atreves a llamarlo viajar?… En el apeadero del Paseo de Gracia, sube gente; en nuestro vagón, sólo el inspector y una vieja… ¡Billetes!… Ahora sí, ya vamos de prisa… El brillo del mar bañado por el sol escuece en los ojos… Te escamotean quién sabe si las horas más sabrosas de toda la semana. A menudo te despiertas igual que los demás días. Claudia sigue durmiendo. Te dices: hoy es domingo. No se oyen sirenas, ni siquiera el traqueteo de los carros de la Fundición. Duerme profundamente, y tú cierras los ojos como ahora. Empalmar un sueño con otro sueño en los días de fiesta viene a ser una maravillosa recompensa… Más tarde, al despertar otra vez, descubres que ya ha amanecido. Puede que al abrir los ojos, te acoja la mirada de Claudia, y su sonrisa: te estaba espiando mientras dormías. También es posible que os dé por animaros al descubriros juntos después de haber ido, toda la noche, cada uno sin saber por dónde se anda y puesto que no lleváis prisa, inauguráis el día amando… Ahora topas con la mirada de Santiago: pone cara de pensar intensamente y a su manera, siempre un poco extraña, en lo que representa este «viaje»…

—La próxima es Garraf.

Algo te aferra brutalmente por dentro, y te lastima… El mar también va remitiendo en su carrera, el litoral reestructura su perfil dorado por el sol, que se apodera de todo…

GARRAF. El gran reloj, la campana, la cantina, como en Montgat.

—No ha bajado nadie con pinta de excursionista parecida a la nuestra.

—Pero allí sí que debes de ver los túneles, ¿no?… El de la izquierda es el «nuestro».

—¿Y te parece bien que vayamos los dos solos?

—¿Por qué no?

Las bocas negras abiertas al fondo, bajo un mogote parecido a una gran ubre invertida de cabra, cubierto de raras plantas secas, adheridas a la piedra áspera, rojiza. A la derecha, montaña arriba, una desmadejada caravana de pinos por el filo de un barranco carcomido, roído, como una monumental herida enconada; en cambio, al otro lado, el mar, pulido, sereno, de un azul que apenas respira.

—Para «ir» no veo más camino que la vía.

—Da igual, queda cerca.

—¿Así que no te llama la atención no ver a nadie?

—¿Qué esperas: actuar a la vista del público? Estarán dentro, hombre, o por los alrededores.

—No los conocemos.

—Bastará un guiño.

—¿Y qué haremos tú y yo?

No te responde en seguida, te observa de reojo, pega puntapiés a una piedra.

—Clemente, ¿qué te pasa…? ¿Qué te pasa?

—Si la bomba del túnel los coge dentro, volará todo el tren, ¿verdad?

—Supongamos que sí.

—Es decir que, en principio, nadie salvará el pellejo.

—La bomba de la otra noche, la del ventanal en casa de la baronesa de Maldá, no pilló ni a una mosca.

—Pero ésta… Dime, dime.

—Te refieres a los mártires involuntarios, ¿no es eso? ¿A la historia del justo por el pecador?…

—Y a que el pecador puede salir sano y salvo.

—Ocurre.

—¿Y qué?

—No puedo permitirme el lujo de pensarlo.

—No quieres, que es distinto.

—Pues digamos que me resisto a ello.

—No podía dormir: lo de los mártires involuntarios que tú dices… me da escalofríos… me ganan por la mano y siento que ya me pesan en la conciencia.

—En la guerra del 14, supongo que acorazados y submarinos no se andaban, digamos, con respetos, Y cuando bombardeaban una ciudad, un pueblo, tampoco le echaban su cuarto al pregonero antes de poner en conserva a niños y mujeres, viejos y enfermos…

—¿Y a ti qué te parece?

—Para mí, que los más chalados son precisamente los que se encargan de gobernar el gran manicomio que es el mundo.

—Santiago, no podré ayudarte, no me siento con ánimos de ayudarles… Te vas a reír, pero se me revuelven las tripas desde que hemos salido de casa.

—En fin de cuenta, pienso que esto viene a ser una partida de ajedrez; tenemos a mano el jaque mate al rey y, por añadidura, una tremenda escabechina de peones, de alfiles, de torres, reina incluida, y la de un dictador que la tiene tomada con nosotros desde el primer día… Se comentaría en todas partes y aunque a no pocos les quitará el hipo, ya nadie podría dejar de preguntarse qué pasa, qué nos pasa aquí… Y de rebote, qué pasa, qué le pasa al mundo.

Allí mismo, muy cerca, las dos repulsivas bocas de los túneles a modo de presagio…

—El «nuestro» es éste.

Os alcanzan unos primeros soplos de frescor mezclados al repugnante humo que tizna bóveda, muros, traviesas, piedras, que lo sume todo en una tiniebla que, de tan densa, angustia.

—¡Alto! ¡Arriba las manos!

Cuatro guardias civiles, a los que protegía el espesor de unos matorrales y unos troncos de pino, os asaltan inesperadamente, al borde mismo de la entrada del túnel: tres os apuntan al pecho con el máuser; el cuarto os registra… Encuentra las dos pistolas.

De inmediato, el inevitable, el odioso, el venenoso interrogatorio, las vacilantes y estúpidas respuestas… ¿De dónde venís? ¿Por qué razón vais armados? ¿Qué venís a buscar en este túnel? ¿A qué grupo pertenecéis? Nombre, apellidos, edad, oficio, domicilio… Y, ahora, explícate tú; y ahora, tú; ahora…

—¡Cuidado que viene el tren!

Lo que tan sólo es amortiguado rumor de convoy, ligero retemblar de la tierra, progresa velozmente a medida que se aproxima el tren: todo cruje, vibra, resuena, el estrépito va adquiriendo amplitud, avanza ensordecedor, se convierte en tromba y, de improviso, justo ante la inminente aparición de la máquina, Santiago se lanza dentro del túnel, en tanto que máquina y vagones desfilan vertiginosamente ante vosotros. Cuando el tren ha pasado, los cuatro guardias disparan a ciegas contra la sombra tupida del túnel enturbiada por las masas de humo que se arremolinan en la entrada…

—¡Corramos tras él!

—Y si llega otro tren, ¿qué?

De momento consideran el posible espacio que queda entre un cuerpo adosado a la pared del túnel y el volumen del convoy. Aventuran unos pasos hacia dentro, seguros de encontrarse con el cuerpo de Santiago reventado entre los carriles o aplastado contra el muro, al que ha intentado en vano adherirse como un pulpo… Si no le encontraran… No le encuentran. Debe de haber echado a correr en cuanto el tren acabó de salir… Pero pueden haberle acribillado a balazos. Sí, como mínimo, eso… Desde la misma entrada escrutan el caliginoso interior, atónitos, irritados, incrédulos. El más canijo de los cuatro se atreve a adentrarse no más allá de diez o doce metros dentro de aquella oscuridad aún saturada de humo… Vuelve tosiendo, maldiciendo…

A ti te esposan. Todavía sigues volviendo la cabeza, convencido también de que, desvanecido el humo, se descubrirá la forma caída y despedazada de Santiago, o bien quién sabe si le oirás gritar, malherido… Por más que uno se pegue como un cangrejo, el vendaval que levanta el tren a su paso forzosamente ha tenido que lanzarlo dando tumbos bajo las ruedas, contra la pared. Te lo imaginas incrustado en aquellas duras, macizas tinieblas que van recuperando su aspecto hostil, impasible, pero también imaginas que, al sentirse libre, con vida, se habrá disparado a través del túnel, cayendo, levantándose, hiriéndose con la capa de grava, cuajada de aristas, que ahora tú mismo, custodiado por el guardia, vas pisando a medida que avanzáis camino de la estación, entre traviesas y rieles… ¡Y cómo debe de correr aún!

Otra vez la estación, la extraña, la curiosa mirada que dedican a tus manos esposadas las cuatro o cinco personas, sumidas en un distante silencio, sentadas en el banco, entre el reloj y la campana. El estrépito de máquina y vagones las habrá ahogado, pero tú, en remotos, sombríos túneles de tu cuerpo, oyes todavía sonar y resonar las descargas de los cuatro máuseres que buscan y hallan quizá «aquella vida» de Santiago que se ha puesto desesperadamente a huir, a esquivar la muerte que le perseguía a ciegas…

—Siéntate.

Esperaréis el tren, llegará más gente… Van llegando, todos te miran a las manos, comparten el silencio de los demás, que esperan sin hacer una sola pregunta.

—Oye, tú, y este paquete, ¿qué contiene? ¿No será una bomba?

Resulta estúpido, y te encoges de hombros. El guardia abre el paquete: entre sus manos, la tortilla se transforma de repente en algo repulsivo, frío, más bien grotesco…

Llega finalmente el tren, se te ordena subir —¡Sube!— y esta orden no te resulta nueva: la repiten con la misma dolorosa insolencia que aquella tarde en que unos policías empujaban —¡Sube!— a tu padre dentro de una camioneta, entre otros policías que esperaban sentados en su interior.

«¡Sube!».

Te ayudan a subir al vagón del correo. Hacen que te sientes en el suelo. El tren arranca… Corrías estúpidamente, sollozando, tras la camioneta… Se llevaban a tu padre, esposado como tú, y no sabías adónde. Corriste hasta caer sin aliento, arrodillado, sobre los adoquines. Nadie preguntó qué te ocurría…

El tren corre, se detiene, arranca de nuevo, vuelve a detenerse… Al llegar a la estación de Francia te conducen a la delegación de policía de la plaza de Regomir. Te has manchado de sangre los pantalones, poca cosa, sangre de las heridas que las esposas te han abierto en las muñecas.

La oscuridad falsea los límites de paredes y techos, abre imprevistos vacíos a tus pies. Te detienes en el umbral movido por el Cándido temor que todavía no te abandona cuando te encuentras entre sombras.

El policía te empuja hacia dentro. Entras, pero te detienes: un indefinido hedor a pobreza se desprende entre densas vaharadas de humedad. ¡Pasa, pasa de una vez! Presientes que alguien levanta la cabeza, atraído por tu presencia. Distingues apenas tres o cuatro formas humanas, sentadas en el banco circular que, anclado en las paredes, da la vuelta a la sala.

—Siéntate y espera a que te llamen.

Se despabila el minúsculo rescoldo de un cigarrillo; delata una barnizada boca de mujer, su generoso escote, el rubio postizo del cabello; dos o tres centelleos de luz le fulguran en los ojos, ojos como independientes de un rostro de blancura de yeso, infinitamente ultrajado, cansado. Al tentar, para sentarte, la húmeda viscosidad de la madera del banco, te das cuenta de que en toda aquella gran sala cuelga tan sólo una bombilla de filamento consumido, con algunas moscas, pegadas en el cristal, y que deben de estar chupándole las últimas y exangües reservas de vida…

No pierdes ni una de las intermitentes resurrecciones de la lumbre del cigarrillo que aspira la mujer, como si te ayudasen a vivir, incluso a recordar, a considerar lo que te pasa, y lo que te espera, lo que espera a todos los que se han presentado con un lirio en la mano ante el túnel, como vosotros… Si el destino de Santiago señalaba que tenía que salvarse, ya estará en casa. No, en casa, no: se han anotado dónde vivimos y, a estas horas, ya se habrán presentado allí para el registro: lo han escudriñado, revuelto todo, han confundido a la pobre Claudia con sus preguntas… o tal vez Santiago haya ido a casa de Aurelio, y a Miguela le ha dado tiempo de avisar a Claudia… De hecho, él está libre; tú de momento aquí, convencidos de que acabarás por declarar lo que os proponíais con el viaje a Garraf…

El mismo policía vuelve, te ordena que le sigas, le sigues, sales y piensas que, sentados allá quién sabe desde cuándo, al punto que la mujer acabe de fumar, se apagará la bombilla, y mujer y hombre también se extinguirán y desaparecerán para siempre… Al otro extremo de un pasillo desmantelado, sobre la puerta, el borroso cartel: «Jefe de Brigada»; con permiso, adelante, y el jefe, sin levantar la cabeza ni insinuar el menor gesto, sigue absorbido en la lectura de unos papeles. Una gran mancha terrosa unida a la ceja del ojo derecho traiciona el insatisfecho antojo de su madre, en el embarazo: vete a saber, como Romeo Cots, que tiene otra muy parecida en la mejilla, y dicen que por eso siempre está de mala leche y las mujeres le rehúyen. Quizá también lo esté el jefe de brigada que ahora levanta la cabeza y, sin rodeos, te arrima formulariamente la pregunta: ¿a qué ibais?

—¿A qué ibais?

Lo repite espaciando con sarcasmo las sílabas, las apuntala en el aire con voz seca, autoritaria. Vuestras miradas se encuentran: en el fondo de sus ojos, la rara miniatura del túnel de Garraf y, en cualquier momento, en cuanto irrumpe el violentísimo estrépito de máquina y vagones, Santiago se escabullirá… y ¿quién es capaz de pescarlo?

No sé, dices y, al mismo tiempo, ¿dónde?, tu respuesta topa con la voz estridente de una mujer —¿aquella mujer?— que crispa el silencio que el jefe preserva desde su prepotencia como un primer signo de acusación. Coge la petaca, lía un cigarrillo: total, piensas, acotaciones del papel que representa. El suyo debe de representarlo a ojos cerrados; tú, en cambio, no te sabes el tuyo, y ahora, mientras fabrica su cigarrillo, te deja solo y encarado con tu ignorancia para que la recorras desconcertado en busca de respuestas… Enciende el cigarrillo, se levanta… Inevitables sensaciones de pánico. Vuelves la cabeza. Pánico de lo que un día… ¿Qué? No, no ha entrado nadie. Te prestaría un enorme servicio tenerlo cerca, pero justamente hace tres años que le enterramos… Se mete el encendedor en el bolsillo inferior de la guerrera…

—No te hagas el imbécil, ni me vengas con que el otro, el que se largó, te había ordenado que le siguieras y que tú, pobre corderillo, le seguiste sin saber por qué ni dónde… Di: ¿a qué ibais?

—Lo ignoro.

Te mira fijamente. Fuma. Te observa de arriba abajo, vuelve a su silla de detrás de la mesa, toca un timbre.

—Ando escaso de tiempo y no puedo perderlo contigo… Te saldrá más a cuenta confesármelo a mí.

—Tendría que inventar.

—Pues, ¡coño!, inventa.

No te quita el ojo de encima. Alguien ha entrado, lo oyes detrás de ti.

—No se me ocurre nada.

—Aquí te ayudaremos a recuperar imaginación y memoria. Que me lo mantengan incomunicado hasta que haya recuperado… Si no, espera…

Sale. Vuelve al poco.

—Lo acompañáis a Jefatura; ya están sobre aviso.

A la pareja debe de afectarle poco que te hayas mordido los labios cuando te han sacudido las argollas de hierro para asegurarse de que sigues bien esposado. Subís a una camioneta. Interminable el recorrido hasta Jefatura, detrás mismo de la Lonja. Todavía permaneces sentado en las gradas de aquella entrada: tu padre, encerrado, soporta interrogatorios, torturas; entran, salen uniformados. Es difícil odiar, pero aprendes a odiarlos. Y cuando cierto día, en la Agrupación, alguien lee que el mal no es más que una forma de la ignorancia, te echas a reír en son de burla. Encienden los faroles. El bien, sí, el bien puede que sea una forma de la ignorancia, de los que no están al quite, de los que enseñan la oreja, de los que se presentan con el cirio encendido en los túneles de Garraf. El frío del húmedo viento que solía soplar a aquella hora te helaba las manos y la cara. Regresabas a pie a Pueblo Nuevo: llegabas cansado, deshecho. ¿De dónde vienes, Clemente, tan tarde? Debía de sospecharlo… A escondidas, en la cama, llorabas de impotencia, de rabia. Ahora le toca a tu padre sentarse en las gradas. ¿Que no está? ¿Por qué no? ¿Por qué no se le ve? Te descubre las manos esposadas en cuanto desciendes de la camioneta. Se levanta penosamente, en silencio; con sus maneras pausadas viene hacia ti, le sientes a tu lado, buenas noches, padre; hola, Clemente: si no quieres traicionar habrás que aguantar con entereza y enterarte de hasta qué limite el hombre puede ser cruel e indigno con sus semejantes. Un policía te ayuda a bajar. ¡Adelante! y, detrás de ti, la pareja que te custodia: la rítmica andadura de sus pasos, la mecánica del oficio obligada a proyectar ciertos clisés que lo justifiquen, las miradas que se te clavan, que te pesan en la espalda, y la de los transeúntes que se inventan sabe Dios qué historias. La sombra de los policías, a medida que avanzáis, sube por las paredes, baja, cae al suelo, se arrastra, la pisas, trepa de nuevo… y, de repente, la inquietante resonancia que produce en tu interior el amenazador «¡Adelante!» de los policías…

Malas jugadas del azar; no entiendes de estas cosas, pero precisamente al final del trayecto del 36, te parece ver un tranvía detenido en la parada. Hoy no puedes echarte a correr como aquella noche de Anido y Arlegui… Tu madre lo decía: para cazar una liebre has de herirle en las rodillas; a esos dos no se les iba a ver la sangre; a ti, sí; después que han adoptado la ley de fugas —¡Adelante!—, caerías definitivamente: todo lo que ahora ves, todo; todo lo que ahora piensas y sientes, todo; la misteriosa compañía de tu padre, todo, todo, todo, desaparecería en un abrir y cerrar de ojos.

Habéis llegado. En el umbral de la puerta la horrorizada mirada de una niña te contempla las manos esposadas… Al entrar en la Jefatura te sientan en un tabuco de aire sofocante, con policías a la vista… No te llaman, transcurre el tiempo, un tiempo pesado que se oscurece, poblado de imágenes repulsivas. El tiempo… Afortunadamente ha empezado a llover. ¡Llueve! Escuchas con consoladora atención el delicioso murmullo del agua de mayo, «ves» los plátanos de la Rambla, charcos, arroyos, las persianas de la galería se «pintan» de un verde pasajero, lo remolinos en la boca de las alcantarillas… Poder salir de ti, olvidar dónde estás: esperas, cuentas la intermitente caída de unas gotas, quizá fuera en el patio… La singular manera de levantar la cabeza que tiene Claudia cuando abandona el chaleco y mira afuera para admirarse de la lluvia…

Desde el umbral de la puerta, un policía te hace señas de que le sigas. Al llegar a medio pasillo bajáis la escalera que lleva al sótano. Abre una celda: dentro, nadie y absolutamente nada: ni camastro, ni silla, ni un taburete, ni un mal cajón en que sentarse; sólo, en una esquina, el indispensable agujero tosco abierto a nivel del suelo. Cierra la puerta. El policía no ha dicho ni palabra; tampoco tú le has hecho pregunta alguna. Encarada con tu celda, una puerta alta, ancha, sin rejas. Tremendamente cansado, no te basta con apuntalar la espalda en la pared ni agarrarte a los barrotes de la mirilla de la puerta; acabas por dejarte caer en el suelo, aunque sea sobre una viscosa capa de suciedad que hiede a orines y vómitos.

Por la mirilla, vigilante, el ojo inquisidor del policía. ¡Levántate! Estoy muy cansado. Lo ordena el reglamento. Con las manos tan estrechamente atadas te cuesta levantarte. ¿Por qué no me las quitan? Yo qué sé. Al poco rato te llaman por tu nombre y te entregan una manta. Fueron a tu casa y entregaron esta manta para ti… A veces habría que poder llorar por el simple hecho de oprimir contra tu pecho la cálida suavidad de una manta. Ésta no es la nuestra, es la de la cama de cuando vivías en el piso, con tu madre. Qué gesto tan delicado, el de Claudia: ha aromatizado la lana con aquel perfume que te sedujo desde el primer día. Te emocionas hasta notarte los ojos empañados. Con ademanes bruscos, reiterados, no cejas hasta convertir la manta en una capa. Minucias como ésta te enternecen. Sí. ¡Lo poco que costaría organizarse una vida sencilla! ¿No es cierto? Quizá como la de las plantas, como la de los pájaros tal vez: y que todo el mundo tuviese derecho a tener y usar su manta… No aguantas más. Vuelves a sentarte. Dirás que el sueño te ha rendido, que te has ido escurriendo sin darte cuenta…

El intenso dolor de las esposas te ha despertado varias veces… Noche estrafalaria, larga, poblada de sobresaltos, de etapas vacías, de sueños. En la parte de fuera, alguien ordena que abran, que te saquen. Te levantas con recelo, se te cae la manta, un policía te la coloca de nuevo sobre los hombros. Gracias. Aún no te quitan las esposas. Te introducen en la enigmática pieza encarada con la celda que has ocupado esta noche. Un reloj de pared señala las nueve y diez. La habitación, semiiluminada por una lumbrera a ras de techo, da a un patio. Sentado tras la mesa, un oficial te observa. Aurelio diría: ya te ha tomado las medidas. Un gran armario cubre todo el lienzo de pared del fondo. El oficial te sonríe, ordena que te quiten las esposas; contemplarte las manos libres te emociona. Muchas gracias. Lo has dicho humildemente, con conmovida gratitud. Te ordena sentarte, te ofrece un cigarrillo, él mismo te da lumbre. Al echarte hacia delante para captar la llama, descubres vuestras dos pistolas en medio de un revoltijo de papeles y, bajo su mano, el mismo documento que tenía sobre la mesa el oficial de la delegación de la plaza de Regomir.

—Vamos a ver, Clemente, si aclaramos algunas cosas y llegamos a un acuerdo… A lo mejor, este mediodía ya comes en casa. Al fin y al cabo, no eres ni más ni menos que un preso gubernativo…

Observa con insistencia tus muñecas ensangrentadas, magulladas, con profundas huellas en el lugar en el que el vástago sujeta la argolla. Tú eres de encarnadura delicada, te dijo con un tenue dejo de sarcasmo cuando te las quitaba el policía.

—Tengo aquí tus señas personales: nombre, edad, domicilio… También las de tu compañero de viaje… (Estás en un tris de decirle: y en uno de esos cajones encontraría las de mi padre). Lo único que todavía ignoramos es el objetivo de vuestra excursión a Garraf… al túnel de Garraf.

Ha llegado el momento de estar alerta con los cinco sentidos y todo tú inclinado hacia el secreto lenguaje de tu padre. Quizá entonces él se sentara en esta misma silla en que tú estás sentado, y recogía como tú los rasgos de la fisonomía borrosa de este hombre que antes de interrogarte te ha recorrido la espalda con una mano acariciadora, como a un perro. «Lo único que todavía ignoramos…», y es lo bastante astuto para esperar que cada una de sus palabras produzca un efecto rotundo. Y no se equivoca: cada palabra ha trazado con grandes pinceladas el espectáculo anticipado de la explosión de la bomba que había de eclipsar para siempre a rey y comitiva dentro del túnel… Vete a saber si conoce ya todos los detalles acerca de ti, de Santiago, de todos; no se les escapa un paso, ni un suspiro; decía tu padre que su historia la tenían anotada al dedillo en una ficha, y puede que ya lo hayan descubierto dentro de ti, o como si estuviera a tu lado y abrigado en la manta que también saben que huele a Claudia…

—¿Con qué objetivo, di?

Titubeas un poco, muy poco: cedes a la oscura energía que te empuja.

—En realidad, lo ignoro.

—Te saldrá mucho más a cuenta no andarte con rodeos.

Ha empezado a tamborear en la mesa con la punta de los dedos pero sin descomponer la sonrisa que te ha dedicado al entrar.

—Mi compañero…

—¿El que se fugó?

—Supongo que consiguió escaparse, si no quedó destrozado dentro del túnel.

—Sigue.

—Vivo realquilado en su casa… Me ordenó que le acompañará: es mayor que yo y vale mucho más… Vendrás conmigo, me dijo, y le acompañé.

—¿Para qué?

—Él sabría…

—¿Sabría qué?

Te encoges de hombros. Hasta ahora te mueves en un clima en parte imaginado, y respondes a preguntas que tú mismo has ido repitiéndote en el supuesto de que Santiago haya podido huir, o bien ha hallado la muerte en el túnel.

—Cosas, digo yo, sin ninguna importancia.

—Que exigían el uso de pistolas como éstas… Y no te atreverás a negarme que una de las dos es la tuya, que la traías en el bolsillo, ¿verdad?… ¿con qué fin?

—Hay que andar prevenido.

—¿Para qué?

—Usted ya sabe… Los del Libre van a destajo, le tiran a quien sea, quiero decir que no se andan con escrúpulos…

—Y fuisteis a ver si os pillaban, o vosotros a ellos, en el interior del túnel de Garraf, ¿no es cierto?

—La verdad, yo no sé… Santiago me dijo…

—… acompáñame: y tú…

Se levanta, no ha modificado todavía su prudente compostura; se dirige hacia el armario del fondo de la sala: lo abre de par en par.

—¿Ves…? Si luego te hablan de horripilantes torturas que la policía inflige… ¿a quién citar?… Digamos a separatistas como ese Jaime Comte y sus compinches, podrás certificar que es falso. La Inquisición, ¿sabes?, queda muy trasnochada… Claro, esto, ¿ves?, son tenazas, punzones, aquello, una serie de vergajos… auténticas piezas de museo. Ya sabes, se utilizaban para enseñar a hablar como se debe a ciertos detenidos sumamente reservados… Ya no se usan. Hoy, mucho más avispados, tan sólo palurdos y memos aspiran a sufrimientos inútiles y a convertirse en mártires… Cuando dentro de poco salgas a la calle te conviene no olvidarte de comentar con tus amigos que cuanto se nos atribuye son puros infundios, fantasías, leyendas…

Se sienta otra vez. Calla. Te observa. No, aún no se ha dado cuenta de que mi padre me acompaña, que su entereza de entonces me mantiene a mí hoy… Si ahora le contásemos tu llegada a casa aquella noche, y que al cabo de un mes te morías de una embolia, estoy seguro de que seguiría sonriendo con la misma hipócrita cortesía.

—¿De acuerdo, muchacho…? Y ahora, di, decláramelo todo, sin prisa, tratando de recordar incluso los detalles… En tu casa te estarán aguardando… en tu casa ya saben, lo saben todo… debes de tener novia… ¿Ves?, aceptamos entregarte la manta que nos confiaron para que no te resfriaras… Menuda alegría vas a darles cuando te vean comparecer tan campante…

También tiene un timbre sobre la mesa: hace ostensible la intención de pulsarlo y sostiene levantando el índice de la mano derecha, como un pico a punto de pegar un picotazo.

—Te lo pregunto por última vez: ¿con qué propósito fuisteis a Garraf tú y tu amigo Santiago Millás?

Cierras los ojos: no te abandona, vive en ti, te considera con respeto, espera una respuesta digna que no puedes diferir, que tienes el deber de expresar en voz alta.

—Él… él debía de saberlo, yo no.

—Más tarde te contaré yo a lo que ibais, pero ahora exijo que seas tú quien me lo diga.

El pico de su dedo se ha clavado en el pezón del timbre. Lo has oído sonar a una prudente distancia y, en seguida, unos pasos medidos se acercan, alguien ha abierto la puerta, la cierra con suavidad, a sus órdenes, pasa, el gran armario ocupa casi todo el lienzo de la pared del fondo, levántate, te levantas, las esposas, te las colocan de nuevo, sin ningún miramiento por las heridas sanguinolentas que te han abierto en las muñecas.

Y ves la mano, sólo la mano, que descuelga un vergajo, te quitan la camisa a tirones, prefiero que lo desnudes por completo, te encoges, quisiera suplicarle, rápido, sí, Clemente, han de desnudarte del todo, en cueros, sí, padre y perdóname si tiemblo, sería inútil implorar, les gusta que sientas la rara vergüenza de tu cuerpo desnudo como instalado en un escaparate en medio de la calle, que te veas con tus ojos y con los ojos de quien te mira.

Te callas. Humillas la cabeza. Cierra ya los ojos, muérdete con fuerza los labios. Cierras los ojos, te muerdes los labios. El vergajo corta el aire y recibes el primer furioso latigazo que como lengua de fuego se te enrosca en el pecho. Quizá hayas gritado, quizá se te haya escapado un sordo gemido, porque es inevitable… Otro golpe, otro, otro… En la tuya, en la mía, en nuestra carne, ¿verdad padre? Yo estaba sentado fuera y venía a ayudarte, oía estos golpes, los pensaba. Sí. Pues ahora me ayudas tú, pero no puedo más, es como si ardiera por dentro, por fuera, otro, otro, como si me estuvieran arrancando la vida trozo a trozo, no, padre, callaré, callaré; en honor tuyo, pero ¿lo ves?, ya no aguanto más, ¡basta!, ¡basta!, estoy a punto de caerme, he caído de rodillas, como aquel día…

Has caído, sin sentido, pero no tienen prisa, saben esperar y esperan. A veces se vuelve en sí antes de la cuenta: el cuerpo se aferra instintivamente a las paredes de la vida, aspira a la verticalidad, a pisar el suelo, la tierra: a caminar, a avanzar; la frente gallardamente enhiesta; a sentir, a pensar… Pero a veces uno es débil, enfermizo, poquita cosa, incapaz de soportar una carga tan salvaje de dolor, y los sentidos desisten, quién sabe si porque se encuentran con que no vale la pena volver a la vida, a esta clase de vida que, según y cómo, el destino, digamos que el destino, bestialmente nos impone.

TAMBIÉN EL SOL, agarrado a la barandilla, arrimado a la pared, desciende como tú hacia el bochorno de la tarde cerrada, caliente, hacia la celda 409, galería cuarta, planta baja, que te ha sido destinada.

—No te lo pasarás tan bien como en la enfermería —te anuncia el solícito ordenanza que te acompaña—; tampoco podrás quejarte. El personal de esta temporada no está mal: incluso disponemos de catedrático, uno de esos sabios que no dejan de leer ni cuando duermen.

Atravesáis una serie de círculos de moscas excitadas, de rancias penumbras que cuelgan de un techo indefinido, y que a veces tratas de apartar con la mano, de apagados murmullos de invisibles aguas que discurren por las intestinas conducciones de los muros, incluso el descarado martilleo de un piano de manubrio, violento como el rayo de sol que irrumpe a través de una ventana, al fondo, a nivel del patio.

—Hemos llegado: 409, es la tuya.

La abre: un ancho regolfo de aire viciado, hediondo, se apodera de tus manos, de tu cara.

—Trata de no preocuparte demasiado, piensa que estás de suerte: dentro de tres cuartos dará la hora de salir al patio, y mañana es día de visita.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis pasos y medio… Sí, es de las espaciosas… Algún día las paredes estuvieron pintadas probablemente al aceite; ahora son un cúmulo de suciedad grasa y oscura; la imaginación de maniáticos sexuales y maricones coléricos las han embadurnado con inscripciones obscenas e ilustrado con enormes vergas y órganos genitales como calabazas. Medio encajada en una brecha abierta sobre el marco de la puerta, cuelga la inevitable misérrima bombilla que se enciende y apaga desde fuera. Encadenado a la pared, un camastro plegable con jergón y manta. A mano izquierda, la letrina con dos gastados salientes de cemento en forma de suela de zapato. Al lado del lavabo, un taburete (te lo han advertido: rigurosamente prohibido subirse) y una tabla sujeta a la pared y que hace las veces de mesa. A nivel del techo, el ventanuco de barrotes verticales y horizontales: puerta con mirilla, claro, pero lo bastante pequeña para que tú no veas nada fuera y, desde fuera, puedan espiarte de día y de noche, encendiendo la luz a voluntad, a la hora que les dé la gana.

Eso es todo. ¿Hasta cuándo? Un preso gubernativo viene a ser un enigma. ¿Y por qué gubernativo yo? Nosotros no lo sabemos. Después de tres semanas de enfermería aún ignoras en qué estado ingresaste; lo supones: gracias al vergajo, a la picana eléctrica.

Pero ¿es que no ha habido, que no existe un monstruoso malentendido? ¿Es que no sé, en conciencia, si el atentado de Garraf me repugnaba o no? Se lo confesé a Santiago: Santiago, no puedo dejar de pensar en todos los mártires involuntarios que tú dices; no, no podré ayudarte, no me siento con ánimo de ayudarles… Entonces ¿qué pago yo? ¿Qué delito me cobran?

Toma, mira, estúpido, no te habías dado cuenta: entre manta, jergón y sábana, han introducido la manta de Claudia… Su sola presencia te arranca un sollozo de emoción. No te sorprendas, no te sulfure, te sientes muy solo, estás débil… La coges delicadamente, hundes la cara en su felpa, emocionado, aspiras con fuerza: la sientes, la ves, te le entregas murmurando cosas amorosas que no se te habían ocurrido nunca, y tampoco te habrías atrevido a decírselas jamás en voz alta… La tendrás constantemente en la cabecera, la aspirarás, hasta dormirte, incluso cuando duermas, la encontrarás en cuanto despiertes… No estaré solo, piensas; acaricias lentamente, muy lentamente la lana, vuelves a arder de amor por ella…

El sonido de una campana, chirridos de cerraduras, pisadas ansiosas de gente que pasa… Remetes la manta bajo la otra manta, con movimientos de enamorado celoso. Abren tu puerta.

—¡Eh, tú, recluta, toca a despiojarse!

Sales, guiado por la luz viva y ardiente del extremo del pasillo… Te detienes maravillado ante la puerta del patio: esto es el aire; aquello, el cielo, sin una sola nube, casi rubio, de tan soleado… y éstos que andan como si llegasen tarde o los persiguiesen, son tus compañeros, presidiarios como tú. Te dedican una fugaz mirada, pero no te hablan, como si les fuera imposible detenerse…

—¡Hola, chico!

Te vuelves… ¡Hola! No le conoces, da lo mismo, te sonríe, ¿qué más quieres?

—Soy Blas Sepúlveda… He visto en seguida que eres recién llegado. Te has parado a mirar el cielo, como yo, la primera vez, a tocar el sol y el aire… ¿Cómo te llamas?

—Clemente… Clemente Rovira.

—¿De Horta?

—De Pueblo Nuevo.

—En Horta viven unos conocidos míos que se llaman así, Rovira… Venga, caminemos, caminemos…

—Tan aprisa… Todavía no puedo…

—¿No serás de los de Garraf?

—A estas alturas, palabra que no lo sé. Allí fui con un amigo el día 26. No encontramos a nadie.

—Pues yo, sin moverme de aquí, lo sé todo. La bomba habían quedado en colocarla realmente el día 26, el día de la llegada de Alfonsito con la real pandilla, pero no sé por qué narices acordaron que sería mejor colocarla el 2 de julio, en que familia real y dictador regresaban a Madrid. Ya sabes, vivimos en un pequeño mundo de hijos de perra: un tal Romaguera, un chiquillo asustadizo, confidente de la poli y que se hacía pasar por un exaltado de los nuestros, y quizá lo fuera, pero le metieron miedo, los fue delatando uno tras otro, y los pescaron cuando ni siquiera habían empezado el trabajo.

—El confidente no nos conocía y no pudo delatarnos. Por eso aquel día no encontramos a nadie… salvo los guardias.

—Un consejo: tú, mutis, no hablemos más de eso; ni siquiera aquí dentro confíes en tu propia sombra.

Han ido saliendo más presos, y todos, sin excepción, pasean en silencio y como arrebatados de un extremo a otro del patio, aspirando con voracidad el aire, sumiéndose en la luz.

—A ti por magullado y a mí por mor del asma, lo de andar nos revienta… Ven, vamos a sentarnos al fondo… Aquí, por aprensión, nunca se sienta nadie: es el escenario destinado a los que dan garrote… Siéntate, hombre, siéntate, que de esta silla no hay quien se caiga.

Os sentáis en el suelo, de espalda contra la pared. Visto desde aquí, el cielo es un lienzo de un azul oscuro, compacto, que parece recostarse en los tejados. Blas no te quita la vista de encima.

—¿Qué tendrás… veinte años?

—Veintiuno.

—Yo he pasado la frontera de los sesenta, pero me aplano como los asnos de doble albarda. Y a pesar de haberlas hecho blancas, negras y de todos los colores, no tengo arreglo. Pero ¡cuidado!, ¡sangre, no! La violencia me horroriza. ¿Qué puede esperarse de la violencia? No caviles: La dictadura, negra o blanca, da lo mismo. De política social, sí, la que quieras, como si el ideal hubiésemos de realizarlo pasado mañana. Supongo que en el momento en que asomé la cabeza, la comadrona debió de darse cuenta. Y no he cambiado. Figúrate que a los diez años, el maestro intentó echarme de clase porque me negaba a cantar la Marcha Real… Lo he heredado. Echa cuentas: mi padre fue a hablar con el señor maestro. Explíqueme por qué diantre me ha de cantar el chico esa cabronada, le dijo. Verá, ¿no es el himno nacional? ¿Usted se traga eso, señor maestro, que hemos de declarar la guerra al mundo, al demonio y a la carne? ¿Usted cree en Lucifer? ¿A usted no le gustan las mujeres? Y el mundo, pobre mundo, ¿usted mismo no explica a los chicos que Dios lo hizo en siete días? Entonces ¿por qué me lo obliga a cantar esas cabronadas? Mi padre aseguraba que el señor maestro enrojeció, se encogió de hombros, y lo iba mirando, desorientado, de reojo… Compréndame, le contestó, con cabronadas como ésta también ayudo a los de casa a llenar el puchero. Estuvo un rato meditando… Sabe, dijo al final, ni usted ni yo: si es que a Blas le falta vocación, que no cante, pero para cubrir el expediente que mueva las mandíbulas, que abra la boca haciendo que canta… ¿qué le parece? Mi padre se avino porque, al fin y al cabo, no era de los de ¡dale, machaca!

Tú, al maestro, le mordiste en la mano por no poder soportar los palmetazos que descargaba sobre el pobre Florencio… Ahora estás en la Modelo y, antes, en la Jefatura, te apalearon como cafres: nadie salió en defensa tuya; te pasaste horas y días sin pertenecer a este mundo, ¿y qué…? Entonces, ¿tú quién eres? ¿Qué eres? ¿Qué quieres…? ¿Lo sabes de verdad? Mira a esta gente: sentado a tu lado, a los cinco minutos de conocerte, Blas Sepúlveda empieza a desahogarse, a hacerte confidencias… ¿Eres tú uno de ellos? ¿Como ellos? ¿Y cómo son ellos?

Pronto se cansan de recorrer el patio a grandes zancadas; se aparejan, se sientan en el suelo, hacen corro, conversan, discuten…

—La mayor parte son rudos, duros; a veces se dan de puñetazos por una teoría; aquél con barba, Sabartés, encariñado con un gorrión, no le abandonaba nunca, se paseaba con su pajarito en la cabeza, aunque se le cagase encima; un día, uno lo asustó y el gorrión se escapó. Sabartés armó un follón tan gordo, que si los guardianes no intervienen, lo hace pedazos… ¿Tú qué eres? ¿Separatista, cenetista, anarquista…?

—Cualquier día tendré que ponerlo en claro.

—Es decir, ¿qué tampoco lo sabes?

—A veces lo sé demasiado, sobre todo cuando se trata de mi padre… Sería largo de contar.

—Pues dejémoslo. Si más adelante, cuando me conozcas lo suficiente, crees que te conviene hablarme de ello, me hablas… Ya sabrás que mañana toca visita.

—Sí.

—¿Y has tenido tiempo de escribir a los tuyos?

—Desde la enfermería.

A Claudia, sí, y le pides que te traiga un par de mudas, jabón, navaja, brocha, y dos o tres libros de Aurelio, sobre todo la segunda parte de la aventura icariana del padre Cabet en Nauvoo…

—¿Tienes padres, hermanos? ¡No vas a decirme que ya tienes mujer!

—Vivo realquilado en casa de unos amigos… No tengo hermanos, mis padres han muerto.

El mismo toque de campana de antes: media hora de descanso pasa muy aprisa. La gente remolonea, se distribuye por los pasillos, cada cual en el suyo, cada cual a su celda… Al entrar en la tuya te llama la atención una mancha de sol desparramada entre un saliente de la pared, un borde desconchado y una telaraña como un móvil laberinto de cristal; paciente, disimulada en una punta extrema de la tela, la araña… La cuestión es cazar a alguien, piensas, chuparle la sangre; no llevar prisa: a una u otra hora el pánfilo, el bonachón, seducidos por el fulgor del sol, fatalmente caerán en la trampa… Pero sin pánfilos ni bonachones ¡a ver qué rendimiento se le sacaría a todo el intríngulis de disponer la tela…! Al fin y al cabo, no pago yo más pensión que la araña, y a mí, cuando toque, me servirán bazofia gratis; en cambio, ella tendrá que andar horas y horas a la brega… En la clase del señor Sales no cantábamos la Marcha Real; para divertirnos, cazábamos moscas al vuelo y con un minúsculo cucurucho que les clavábamos en el culo las mandábamos hacia los cristales de la ventana; el señor Sales perdía los estribos, echaba sapos y culebras… Sin pensártelo, como sentado en el banco de la escuela, has cazado una primera mosca posada en la pared; se agita inútilmente en el hueco de tu mano; quién sabe si la araña te observa, y te envidia… Te acercas a la telaraña, proyectas la mosca con fuerza, como si la disparases, contra los hilos; la mosca, enredada, cuanto más desesperadamente se agita más se enreda; éste es el trato. Te sientas en el taburete: esperas. No falla; diligente, cautelosa, la araña se desplaza por los entresijos del tejido y, en una glotona maniobra, no abandona a la mosca hasta dejarla convertida en un negro y aplastado hollejo. Le sirves una segunda incauta, después una tercera, después… de repente, presientes que alguien te está observando desde fuera a través de la mirilla. No puedes verle; él a ti, sí… ¿Os miráis…? ¡Fantástico! En la celda 409 de la galería cuarta de la Modelo, un chalado con más de treinta verdugones en el cuerpo se entretiene cazando moscas para cebar arañas… La mosca, yo…; ellos, la araña; el destino, la mano que juega a cazarnos y jodernos. Y, en la ficha, las anotaciones de rigor… Quién sabe si me hicieron trizas la mollera a zurriagazos y quedé chiflado… Te muerdes los labios. Te levantas de un salto, asestas un manotazo a la telaraña y te vengas aplastando la araña con el pie justo en el instante en que iba a escabullirse por debajo de la puerta. Y ahora necesitas apoderarte inmediatamente de la manta de Claudia para esconder la cara y reprimir incontenibles ganas de gritar de vergüenza, de despecho, de rabia…

Por la noche, los del carrito con la caldera del rancho se paran delante de tu celda. Abren. ¿Tienes «camela»? ¿Cómo? ¿Plato? No. ¿Quieres uno? Sí. Te alargan un plato abollado, pringoso, junto con una cuchara de madera. ¿No tenéis otra? Ni siquiera contestan, te sirven tres cucharones de calderada y te dan un pedazo de pan de munición. Cierran la puerta. Descuelgas la tabla, abandonas el plato sobre ella, lavas una y otra vez la cuchara. Miras el plato de lejos… Te sientas. El solo vaho de la sopa te marea… Más de una vez tu madre te lo reprochaba: creces demasiado finolis para ser de estos barrios, Clemente. La galladura en el huevo frito llegaba a repugnarte, y no cejabas hasta segregaría de la yema. Tiras la sopa a la letrina. Has de consolarte con un pedazo de pan amazacotado, insípido. Ni tabaco te queda, y tampoco un real para comprarlo en el economato… Estiras el camastro, te tiendes sobre él, aspiras a fondo la manta de Claudia, cierras los ojos, te duermes…

Te has despertado dos o tres veces, sobresaltado cuando inesperadamente han encendido la luz de encima de la puerta. Te has dormido otra vez, débil, cansado…

Finalmente te despiertas por completo, atraído por la delicada luz que enmarca la reja. ¿No soñabas que…? ¿Ahora vas a hacer caso de los sueños? ¿Por qué no? Al fin y al cabo, de todo lo que has vivido, ¿qué conservas? Ni el sabor, ni el aroma, a menudo imprecisos recuerdos… como de sueños. Y al sueño, que no se te ha desvanecido al poco de despertar, puedes darle cuerda mentalmente hasta cansarte y, cuántas veces, enlazarlo con la realidad, como yo mismo, hoy… Claudia, cuando me suelten, ¿querrás que nos casemos? Antes no me has contestado; de hecho, ni siquiera te veía; dentro de unas cuatro horas, te lo preguntaré cara a cara y tendrás que contestarme… Te provoca un dulce, tibio escalofrío pensar que la verás, aunque sea al otro lado de las dos rejas…

Otra vez el carrito con la caldera. ¿Qué es? «Café con leche». Alargas el bote, te lo tragas sin respirar, para mitigar el vacío del estómago…

Tiempo estúpidamente insensible, interminable, pasa y no pasa… Pero, por fin, dan las once. Escuchas con extrema atención: han abierto una primera puerta al final del pasillo, al lado del patio; y una segunda, y otra, otra más, hasta que también abren finalmente la tuya: «Comunicación», te anuncian: es la voz reglamentaria; sales, avanzáis en fila hacia el pasadizo subterráneo que lleva al locutorio, donde un murmullo de voces amortiguadas suben de tono a medida que aparecen los presos, y nombres y más nombres saltan y estallan en el aire…

—¡Claudia!

La has descubierto y descubres la forma de tu nombre en sus labios; ojos brillantes, amorosos, labios trémulos. La sorprendida mirada de ella te sirve de espejo: te ves con barba de muchos días, enflaquecidas las mejillas, sucio, con ropa ridículamente holgada. La gente grita cada vez más, porque cada vez cuesta más entenderse… Claudia te sonríe, se adhiere al tejido de la reja: te envía un beso… La boca que has besado tantas veces, no movida tan sólo por el amor, sino por una simple apetencia de vida, la tuya, que ignora hasta qué punto fue maltratada, escarnecida, abandonada como un jirón de bayeta… Santiago hace tiempo que está en Francia, me escribe desde Prades, ya trabaja… ¿Y tú? ¿Y tú? ¿Cómo estás, Clemente? ¿Te soltarán pronto? No lo sé… ¿Y tú, Claudia? ¿Y tú? Aurelio y Miguela me ayudan mucho, los demás… La gente, la pobre gente, grita, vocifera, habla por señas, con los ojos… Qué más da, aunque no os entendáis del todo, puedes acariciarla con la mirada, pensar en ella a cuenta de después… ¡Oye, la manta! ¿Qué? Aquella manta me salva, dices, pero no te ha entendido, ni es exactamente esto lo que querías decirle… Claudia, gracias por la manta que me mandaste; cierras los ojos y aspiras profundamente… Al fin te ha entendido, y sonríe, y vuelves a encontrar un beso en la forma de sus labios. Pues ahora es cuando tendrías que decírselo, pero no puedes; ocurre que, según qué cosas, es imposible confesarlas en voz alta, en medio de tantos gritos, de tal alboroto… Sólo la miras, y te mira. Piensas: no tiene nada en común con otras chicas o mujeres: es simplemente Claudia, y con los dedos crispados te aferras a la reja, y ella se da cuenta, y comprende tu gesto y entiendes que dice que te espera cada día…

El tiempo del locutorio pasa mucho más aprisa que el del patio… Te he dejado ropa limpia, los libros de Aurelio, las cosas de afeitar, algún dinero, no mucho, todo a tu nombre y en administración. Gracias, Claudia. Dale recuerdos míos a Santiago cuando le escribas. Me habla mucho de ti en sus cartas. Y · acuerdos a Aurelio, a Miguela, a todos… ¡Claudia! ¿Qué? Cuando salga nos casaremos e iremos a vivir los dos, con Santiago, en Francia… Quizá no te haya entendido; se limita a sonreír… Desalojan el locutorio. ¡Adiós, Claudia! ¡Adiós, Clemente! El domingo volveré… Mientras va saliendo todavía te despide con la mano y con la mirada… ¡A la cola! ¡A la cola!… Solución magnífica: os casaréis e iréis a vivir con Santiago, en Francia… El domingo tendrás que dar otra vuelta a la tuerca, hasta convencerla, y chillar más. Seguro que hoy no te ha entendido, o no del todo, todavía.

LEVANTAS LA CABEZA atraído por la sombra imprevista que cae bruscamente sobre el libro que tienes abierto sobre las rodillas: buenos días, Blas; hola, Clemente… ¿Es que en tu celda no te sobra tiempo para leer? Me pilló en las últimas páginas, casi sin darme cuenta me lo puse debajo del brazo.

—¿Tanto te apasiona?

—Sí.

Blas Sepúlveda te coge el libro, examina las cubiertas usadas, marchitas, retorcidas, como si intentara descubrid algo más de lo que el ejemplar ofrece a simple vista. Fija la atención en el retrato de la portadilla, a punto de despegarse: lee en voz alta: Étienne Cabet, en vísperas de su viaje a los Estados Unidos, 1848… Cara de buena persona, ¿verdad? Me conmovió, me dio que pensar cuanto me contaste del fracaso de la ida a Tejas, y lo de la «acción directa» que repudia tanto la violencia como la injusticia… Después, allí encerrado, y como a propósito, volví a acordarme de un santo más sonado que tu padre Cabet, pero mucho más fantástico: andaba por los bosques y tocaba con dos bastones como si fueran arco y violín, conversaba con los animales, llamaba hermano al sol, al fuego, al agua, fundó una orden que lo compartía todo con los pobres e iba a atender a los leprosos de los lazaretos… Cuanto más envejezco, más necesito reflexionar sobre mí, y reflexionar, por ejemplo, en lo que conversamos tú y yo acerca de la comunidad de la luz, del aire, de la tierra…

Menudo, rosado de mejillas, todo él como si acabasen de darlo por terminado en el taller, Blas Sepúlveda mira cándidamente el cielo, sonríe… Este rayo de sol es mío —dice, e insinúa el ademán de apoderarse de él—, y es tuyo, de todos, todo el mundo puede utilizarlo. Y el aire, el agua, la tierra… Pero, escucha, Clemente, ¿tú crees que los frutos también son de todos? Espera y no me contestes en seguida. Si todos arrimamos el hombro, de acuerdo: son de todos; ahora bien, si yo los trabajo con el sudor de mi frente mientras tú haces el vago en la taberna y tiras de porrón y juegas a las cartas…

—Lo dice aquí el padre Cabet. «Uno para todos, todos para uno». «De cada uno según sus fuerzas y capacidad, a cada uno según sus necesidades» y, sobre todo, recomendaba que nos instruyéramos.

—Ve, y explícalo a todos esos que reclaman el rasero, la igualdad, ¿entiendes?, y que se les pudre la sangre por no poder pegarle fuego al mundo.

Se sienta a tu lado, ojo de ladino, postura de quien se las sabe todas.

—Hazme caso, chico: no nos metamos el dedo en la boca, y considera las bombas que han estallado desde entonces. Más me convendría escuchar otro capítulo de la aventura icariana… Me dijiste que al llegar a Nueva Orleans, el padre Cabet se encontró con todo el maremágnum de la desbandada, y con que el pobre doctor Rovira, atacado por las fiebres malignas de Tejas, acabó por suicidarse. En paz descanse… ¿Y después?

—Al norte, hacia Nauvoo, en el Estado de Illinois.

—¿Siempre en busca de Icaria?

Siempre… De Nauvoo, se me olvidó por qué motivos, habían expulsado a una secta: los mormones. Los mormones también contaban con su padre Cabet, pero el suyo, según confesión propia, conversaba con los ángeles y escribía lo que los ángeles le dictaban. Acabó linchado, y los suyos, a todo correr a través de los desiertos, no pararon hasta una especie de Colonia Peters, sólo que ellos entraron con buen pie en la que iba a ser su Tierra Prometida… En su segunda dolorosa etapa, luego de padecer incluso el cólera, también a trancas y barrancas los icarianos llegaron por fin a Nauvoo. Se distribuyeron la casa y las granjas abandonadas o vendidas a bajo precio por los mormones al padre Cabet. Desde aquel día, el padre Cabet comenzó a perder el sosiego con el afán de construir más casas, adquirir más tierras, arrendar más granjas… Cada familia ocupaba ya su dormitorio, se disponía de escuela, casa de baños, matadero, un corral con más de cien cerdos, establos con caballos y bueyes y mulas… Piénselo, Blas: las mujeres lavaban en el río y tendían la colada en las ramas de los árboles y sobre la hierba… Llegaron a tener sala de baile, banda de música, teatro. Y tahonas, carnicerías, cuatro molinos de harina… Cada sábado, después de la cena, se reunían todos, hombres y mujeres, y cantaban, bailaban… Seguía llegando gente de Europa, algunos también desertaban y, ¿cómo no?, aparecieron los inevitables descontentos, un grupo de intrigantes que no cejaron hasta acusarle de estafador ante los tribunales franceses y conseguir que le condenasen. El padre Cabet no era de los que se andan por las ramas ni de los que ocultan la cabeza debajo del ala: pegó un salto de tigre y se plantó en París, de donde volvió absuelto, totalmente reivindicado… La ciudad prosperaba, ya eran más de quinientos, pero también allí, como en todas partes, se presentó el mal nacido que espanta el gorrión que llevas en la mano o en la cabeza, proseguía su trabajo de zapa: que si faltaban agricultores, que si sobraban zapateros, que si apenas se labraba, que si se gastaba demasiado en esto y poco en lo otro… Auténtico trabajo de zapa, de topo, ¿entiende?, minar la confianza de la gente y sembrar la discordia. Hoy éste, mañana aquél, fueron desertando o abandonando Icaria. Pero el padre Cabet no cedía: viajaba continuamente en busca de dinero, de adeptos, de protectores, trazaba nuevos planes, hacía mil proyectos, compraba, se endeudaba… y envejecía. Envidiosos y acreedores le avinagraban el carácter, organizaban banderías que se peleaban en la calle, le destruían los programas… Acabaron por expulsarle de la presidencia. No supo encajar el golpe, le dio un ataque de apoplejía, quedó medio tullido; estaba sentado en una silla de inválido, como Aurelio… ¿Aurelio? Uno de Pueblo Nuevo, mi barrio, no lo conoce… Este libro explica que le encontraron muerto, sentado en un sillón; aquí mismo lo dice, ¿ve? «Más que muerto, aparentaba estar muerto; sus labios parecían pronunciar unas últimas palabras de perdón para sus enemigos… Alrededor de él, todos lloraban…»

Desparramas una mirada en derredor. Tus compañeros están sentados, pasean, conversan, callan…

—Éste es el final de los apóstoles… A mí, francamente, me agrada tu padre Cabet, pero dudo de que algún día logre hacerse el caldo gordo con eso de andar por el mundo tocando el violín, conversando con los animales o buscando a Icaria… De otro modo, ¿quién les sacaría las castañas del fuego a la pobre gente que no se mueve de aquí y gana una miseria?… Demasiado que lo sabes, todavía andamos a garrotazo limpio: huelgas, lock-outs, atentados, represalias, odios… Me pescaron la primera vez chillando como un energúmeno… Pero ya te lo dije: huelgas, sí; violencias, no. La sangre ensucia más por dentro que por fuera; la de fuera, a veces puedes lavarla, hacerla desaparecer; las manchas de dentro, no, jamás. ¿Sabes lo que me digo a mí mismo? No hay cosa peor que, teniendo vacas, agarres las ubres para ordeñarlas y no te den ni una gota de leche. ¿Que nosotros nos morimos de hambre? Pues nos morimos. Pero, tanto fuera de aquí como aquí, gracias a ese sistema hemos ido remendándolo, poniéndole parches, abriendo un senderuelo a la esperanza… Nosotros venimos a ser el pienso de las vacas, el carbón de la caldera, el aceite y la grasa de las máquinas… ¿Qué les cuesta mucho más reemplazar una máquina que un obrero? De acuerdo. Pero, sin nosotros, todos nosotros, acabarían por quedarse sin vacas, sin bueyes y sin máquinas… Lo malo es que vas envejeciendo, la famosa experiencia a menudo lo estropea todo, te consume el fervor, la buena fe. A los de nuestra clase les cuelgan un monigote en cuanto te vuelves de espaldas… ¡Qué le vamos a hacer, Clemente! A cada cual su cédula y el talante que le endilgaron al romper a llorar… Cuando estaba en mi casa, los domingos me lavaba los pies con agua caliente, me rebajaba los callos, las durezas, limpiaba la jaula del jilguero. A veces le miraba de reojo: el pájaro a mí de reojo también, como si me dijera: qué mala sangre la tuya; por el gusto de oírme cantar de vez en cuando me tienes encerrado día y noche en una jaula… ¡Si mi jilguero pudiera verme ahora! ¿Entiendes, Clemente? Es lo que hacen con la libertad del hombre… Si de veras nos abrieran la jaula, no lo dudes, seríamos la viva imagen de la mayoría de excursionistas domingueros; en cuanto amanece, salen felices con la mochila a cuestas: gritan, cantan, no pueden disimular que están contentos, que han abandonado el piso, la jaula con su panizo y alpiste, y que son, que se sienten libres…

Toca la campana.

¿Oyes? Libres como nosotros, ¿verdad, chico? Se levanta, remiso, rezongando. Te detienes al entrar en el corredor… Supongo que con aquella flor de chica que viene a verte, no te habrá pasado por alto que mañana es domingo. Mañana también viene la parienta.

Al día siguiente, domingo, a la hora señalada, abren tu celda.

—¡Comunicación!

Corredor, pasadizo subterráneo, locutorio, voces, gritos, la alborotada alegría de los que de nuevo se encuentran… pero siempre a distancia. Has aprendido a descubrirla desde lejos porque casi siempre ocupa el mismo sitio… ¡Clemente! ¡Claudia! Y, en el primer momento, como si no tuvieseis nada que deciros ni que preguntaros, aferrado cada uno a su reja, profundamente unidos a través de la mirada… Afeitado pareces otro, el de antes, como si te hubiesen quitado años de encima. Dirías que un no sé qué de melancólico reproche ha malogrado el tono de sus últimas palabras. Y, en seguida, la memoria en acción, reavivando repetidas sensaciones de alcoba, protestas que se le escapaban con más urgencia que los suspiros cuando te estrechaba contra su pecho y murmuraba: nunca podrás ser del todo mío, como yo quisiera. Claudia. No. Déjate de insidiosas evocaciones, tampoco es de ella ni de ti de quien habla, sino de Aurelio, que está, dice, muy enfermo.

—… muy enfermo, grave; sin remedio, y, pobre Aurelio, se ha empeñado en no abandonar su sillón… Habla a menudo de vosotros, de ti, de Santiago, y cada sábado, a la hora en que solíais llegar, os echa de menos hasta desvelarse, de tanta soledad…

Más sola debe de sentirse ella… de casa al taller, del taller a casa, con el hatillo de los chalecos… El gas de la escalera debe de seguir silbando, abre el piso: no hay nadie, y las dos bufandas aún cuelgan a la entrada; da la luz e inmediatamente dentro de los cristales de la galería aparece Claudia como cuando apasionadamente la sueñas y la deseas…

—Si a menudo piensas en mí, Claudia, tanto como ye en ti…

No, alrededor nadie te escucha, todos se ocupan de sus cosas, os dejan a solas y juntos, en ciertos instantes como si salvaseis la incalculable distancia que existe entre las dos rejas que os separan, y te parece que la abrazas muy fuerte, que la respiras, como si aquella manta hubiera cobrado vida…

—Clemente, lo lamento de veras, pero tengo que decírtelo forzosamente… Sin Santiago y sin ti, el dinero no me llega. Y en verano, ya sabes, el trabajo escasea… He decidido ir a pasar una temporada, con Santiago, en Francia… Él también está cansado de vivir solo, tampoco se siente bien del todo, descansaba tanto en mí… ¿Entiendes, Clemente? Tú, en cuanto salgas, también podrás ir, y volveremos a vivir los tres juntos… Me haces falta, Clemente, sé que te hago falta; me había acostumbrado a quererte, a que me quieras…

—¿Y cuándo te marchas?

—Santiago me ha enviado dinero para ayudarme a pagar el billete y unas deudas, rescatar una ropa empeñada… La tuya la he dejado, como de costumbre, en administración. La llave del piso te la guardará Miguela. Hemos quedado en que si tú no pudieras salir pronto, ella vendrá a verte, se encargará de lavarte la ropa, de traerte las mudas. Santiago no quiere ni oír hablar de dejar el piso; cada mes enviará dinero para que tú o Miguela os encarguéis de pagarlo; confía en volver pronto… Entre tanto, hazme caso, Clemente, te convendría irte a vivir en casa de Aurelio, te sentirás demasiado solo…

—¿Y cuándo te marchas, di?

—Él miércoles.

Se te ha roto la voz, y ella sólo mueve los labios, te mira ansiosamente. Da igual; lo que había de ser dicho, ya lo ha dicho. Tú tampoco serías capaz de añadir nada, sólo tienes ganas de desahogarte con un enorme grito imposible: ¡No te vayas!, pero pasó la media hora, y los guardianes invitan cortésmente a la gente a salir del locutorio. Adiós, Clemente; adiós, Claudia, que tengas buen viaje, un abrazo para Santiago y para Aurelio… Claudia ya está al fondo de la sala y no puede oírte… Vuelve la cabeza y te dice adiós con la mano, por última vez…

Tú, a la cola. Haces cola… ¿Cómo ha ido la visita…? Bien… Con un guayabo así, debe de ser fabuloso y alcanzarte para toda la semana… ¡Adelante! Pasadizo subterráneo; a medio corredor, galería cuarta, celda 409: la tuya. Chirrido del cerrojo, el pedazo de cielo pegado a la reja… Nadie te prohibirá soñar el tiempo que quieras con Claudia, pero desde hoy mismo nada ni nadie evitará que te sientas solo, desesperanzadamente solo; tal vez ni a Aurelio encuentres cuando, algún día, vuelvas a tu barrio, ni tú mismo te encontrarás tal cual eras antes de entrar en esta celda, y de sentir en carne propia, como tu padre, cuán implacable y dolorosa es la justicia.

Te sientas, como tantos y tantos días con Blas Sepúlveda, en el rincón de los condenados a garrote, y que ahora, en invierno, en vez de sombrío, es un delicioso lugar soleado. Te llama la atención la insistente presencia del ordenanza, que escudriña el patio con aires de flemático ganadero, clavado bajo el porche, pasando revista a los animales de la feria. Hace unos instantes que, a distancia y con mirada displicente, te palpa una y otra vez, como si realizase un esfuerzo mental por identificarte. Al final se desprende de la usual colilla que lleva engastada en los labios, te señala.

—¡Clemente Rovira, con todo!

Son las palabras rituales, y los compañeros te asaltan cordialmente, gritan: ¡eres tú!, y Blas Sepúlveda, medio conmovido: ¿No lo has comprendido? ¡Gangas de los gubernativos! Quiere decir que ya puedes largarte a casa. Palmadas amistosas, felicitaciones, apretones de mano, adioses, ¡adiós a todos, que tengáis suerte y hasta la vista! El ordenanza te acompaña hasta la celda.

—Recoge lo tuyo…

Lo tuyo lo tienes listo en un abrir y cerrar de ojos: un solo paquete con ropa, libros, cosas de afeitar, y la manta de Claudia que, con aire fachendoso, te echas al hombro.

—… y andando.

Alegría que estalla, se desborda, como si hubiesen abierto una fuente y luego olvidado cerrarla… A veces, antes, hallabas que el mundo tenía cara de viejo decrépito; decías: arrastra los pies, tose, escupe, la cabeza le da vueltas, cualquier día revienta. También otras veces, como ahora, te parecía verlo pasar a la manera de un chiquillo que se va a la escuela con la cartera; un mundo que sabía escucharse en la voz de la lluvia, de los pájaros, del viento, del mar, que tan pronto miraba con insolencia a las mujeres como boquiabierto el cielo con sus grandes nubes. Como ahora, pero también completamente distinto. «Tienes que pasar por la administración». Un mundo distinto, que no te suelta la mano, que sube contigo la escalera de la administración, que ha quemado las hojas del calendario desde el primer día que llegaste a la Modelo, y abre todos los balcones, todas las ventanas, todas las celdas, y vuelve a empezar…

Adelante… Nombre: Clemente Rovira, 23 años… Con la ficha en la mano se contesta a sí mismo, reforzándolo con frases de oscuro lenguaje de gestor… No le entiendes, excepto cuando añade: puedes largarte, y tratar de no meterte en nuevos líos; aquí tengo muy bien anotadas tu filiación, tus señas… El calendario de pared indica que, bien contado, te has pasado más de medio año encerrado y que pronto hará cinco meses que Claudia está en Francia, «para una temporada», que Santiago se ha casado, que Aurelio reposa en el Cementerio Viejo…

No es preciso que corras, hombre: al fin y al cabo, no vas a ninguna parte. Te ha cogido como un chubasco de verano en pleno campo… Te detienes, miras. La vida es aire, movimiento, color, notar la tierra bajo los pies, ver gente que entra y sale de su casa, de las tiendas; escuchar el traqueteo de los carros, el paso de los camiones, de los coches, fastidiar a unos chiquillos que juegan a las canicas porque, distraído, has invadido sus dominios y, de repente, echas a correr para tomar un tranvía sin saber adónde lleva… Y qué más da… Te sientas junto a la ventanilla. Te ríes. Aquella mujer te mira, dirías que ha estado a punto de preguntarte si eres feliz. Árboles y casas, gente y más gente… No sabes adónde vas ni te apetece saberlo: quizá al Guinardó, o a Pedralbes, donde no recuerdes haber estado nunca, o a la avenida del Tibidabo… Si te hallaras en Francia correrías a buscarla… ¿Eres tú, Clemente? ¡Sí, yo! La arrancarías del piso en que se revienta trabajando a destajo, barrerías a puntapiés los chalecos que cose y… ¿Qué haces, Clemente? La tomarías de la mano. ¿Adónde quieres ir, Clemente? Primero a dar la vuelta al mundo, luego haremos el amor diez años seguidos, después pasaremos por la parroquia con una ristra de críos aferrados a la cola de tu traje de novia…

Bajas, subes, comes, bebes, fumas, tomas café… Te quedan exactamente los veinte céntimos del tranvía. Has pasado por todas las calles, todas las avenidas, has acariciado el tronco de unos árboles, no te cabe ni una bocanada más de aire en los pulmones… Sientes frío, tiemblas, por fin subes al 41. Al sentarte, como en un rapto, se apodera de ti una rara, una nueva tristeza. Cierra los ojos, no mires, convéncete a ti mismo de que estás durmiendo. No los abres ni cuando, a todo gas, pasáis por la calle de la Igualdad; era aquí: herido de muerte, el mayor de los Fenosa fue cayendo mientras retrocedía… Enfilas la calle de Wad-Ras, abajo, abajo, hasta el final del trayecto: la casa Saforcada, el boticario de los tarros bonitos y la serpiente enroscada, la tiendecita de cacharrería, La Alianza —los sábados, baile con orquesta—, la escuela de doña Quimeta dispuesta en el piso de arriba de la mercería de las hermanas Lola y María…

—¿Se puede?

Llevabas el mundo en la mano como un ramo de flores y durante el trayecto Urquinaona-Galcerán Marquet se ha oxidado, se convirtió en un guiñapo, una porquería.

—¡Tú!

En el abrazo de Miguela encuentras la larga ausencia de Aurelio. Pasa, pasa: el sillón en su sitio; en torno de la mesa, las sillas, los libros en la estantería y, en los ganchos del patio, sólo media docena de gallinas…

—Estaba aquí sentado, como de costumbre, ya lo sabes. Le cayó la cabeza sobre el pecho: estaba muerto.

Lo dice como si hubiera muerto ayer, y tú piensas, emocionado, que así sorprendió la muerte al pobre padre Cabet. La voz, el llanto ahogado adquieren extrañas resonancias en aquella casa fríamente vacía. Ibas a decirle que cada uno tiene una manera de abandonarnos que le es propia: Aurelio como si un sueño espeso le hubiera rendido totalmente y se hubiese extraviado para siempre en el fondo de su sueño; Santiago, escabullándose por un túnel que desembocaba en Francia, donde «su» mujer le estaba esperando; tu padre, dejando que un minúsculo coágulo de sangre le obstruyera el curso de una vida brutalmente injuriada a golpes; Claudia… Necesitas ir al piso ahora mismo, seguir embaucándote, creer en milagros… Sí, Miguela, de mañana no pasa que vaya a hablar con Gasull: me hace falta trabajar en seguida. Nos ayudaremos, viviremos juntos, nos haremos compañía… Estarás casi en ayunas, te prepararé una tortilla, te aliñaré unos tomates… No, gracias, al sentirme de nuevo en la calle me han dado unos ramalazos de locura, me lo he comido todo, me lo he bebido todo, me he quedado pelado como una rata, con sólo los veinte céntimos del tranvía… Miguela, esta noche me gustaría quedarme a dormir en casa, quiero decir, en casa de Claudia y Santiago. Te comprendo, pero lo pasarás mal. Estoy acostumbrado a pasarlo peor. Miguela abre un cajón, saca dos llaves: ésta es la de tu casa, ésta la de la nuestra. Mañana encontrarás el desayuno en esta mesa, dejaré la lumbre encendida, cubierta de ceniza, para que puedas calentarte el café con leche. Yo, naturalmente, tengo que ir a la plaza: sino estuviera en el puesto… Menos mal que ya has regresado… Espera, Aurelio tenía una zamarra, una especie de zamarra: aunque te quede un poco holgada, quizá te guarde del frío… Vuelve con una chaqueta de piel de cordero, te ayuda a probártela, te ajusta las solapas… Aún tienes mejor aspecto. Si no te importa… Se pone de puntillas, te da un beso en la frente, te acompaña hasta la puerta de la calle…

Temes que te costará reincorporarte a este mundo, a tu barrio. Con ojos entornados escuchas, por si te llegan antiguas melodías de entonces. Poca gente por la calle de Taulat, muy lejos aún, el silbido de un tren y, cerca, el salobre resuello del mar…

Se apagaban todas las luces del entoldado, cerraban los barracones de la feria, enfundaban los caballitos del tiovivo y las calles se vaciaban de prisa… Al poco rato sólo flotaba en el aire el agrio olor rezagado de los buñuelos, de los churros; por el suelo, confetis pisados, embarrados; trozos de serpentinas arrugados y, al final de la Rambla, si volvías la cabeza, una especie de aire fatigado, melancólico, rancio, te tocaba a la cara…

Lo primero que percibes es que el gas no silba, dirías que las paredes están rebozadas… Vas a abrir la puerta, suspendes la segunda vuelta de la llave… ¿Qué escuchas? ¿Podrías decir qué escuchas o qué esperas? ¿Un milagro…? Adivinarías a distancia sus pisadas en cuanto abandonase el chaleco de turno en la banqueta, y aquel perfume… Abres la puerta. El colgador, sin las bufandas. Cierras. Suena a vacío, todavía más, mucho más que en casa de Miguela: a deshabitado, a ausencia. Enciendes la luz del comedor, la de la galería. Mientras orinas, exploras unas galerías íntimamente iluminadas. A pesar de que ha transcurrido un tiempo enorme, incalculable, son exactamente las galerías de entonces, con la misma gente sentada alrededor de la mesa, las mismas macetas se alinean al pie de las barandillas; en los tendederos de los mismos terrados todavía se escurre el mismo rayo de luna… También podría ocurrir que ella estuviese dentro de los vidrios de la galería, entre los dos montones de chalecos apilados, enturbiada por el polvo y la huella de las lluvias, pero no podrías verla con tus ojos de ahora… Aquí se sentaba Claudia; aquí, Santiago; aquí, yo… Venía de la cocina, nos servía la sopa, el vino, la verdura… Buenas noches, buenas noches… El dormitorio está entreabierto. Antes de acabar de abrir la puerta, introduces la mano en busca del interruptor: das la luz, vas a apagar las otras… Pequeño estúpido, todavía crees en los milagros. Empujas la puerta… Dirías que la ves, tendida en la cama, esperándote… Clemente, hace muchísimo tiempo que te estoy esperando… Cuelgas pelliza y chaqueta en el colgador de detrás de la puerta; te sientas en «tu» silla, tiemblas, pero te desnudas lentamente, cierras los ojos… no vaya a desaparecer de repente. Abres la cama, apagas la luz desde el cabezal… Nadie te ve, nadie te escucha, puedes tentar su almohada, alargar los brazos por debajo de las ropas de la cama en busca de su cuerpo, pensar que la oprimes contra tu pecho y, en tu pensamiento, mucho más poderosamente que en la celda, repetir su nombre mientras no se cansa de acariciarte.

—¿Y PUES, CLEMENTE?

Pupilas que de pronto se iluminan con una serie de trasnochadas intimidades, más expresivas que las no muy bienintencionadas preguntas.

—Ya ves.

Ver, ¿qué?: mientras todo, casi todo, y como ignorándolo uno mismo, pasa entre absurdas vaguedades, turbias palabras, y acaba por convertirse en ignorancia.

—Te has pasado mucho tiempo dentro, ¿verdad?

—Medio año.

¿Tiempo? ¡Tiempo! 183 días, 4392 horas, 263 520 minutos, 15 811 200 segundos: más o menos la aproximada imagen de una eternidad: tiempo de vivir mucho, de morir mucho, de renacer, de volver a morir, de olvidar, de reencontrarse convertido en otro, de sentir asco y piedad de uno mismo.

—¿Sin proceso?

—«Sólo» era reo gubernativo.

—¡Qué mundo el de la justicia!

Sí, implacable, te agarra por el cogote, dispone de humanísimos elementos de juicio, te encierra, te somete a interminables horas de soledad, de saludable reflexión en una especie de espiritualísimas broncas patrocinadas por modernos santos oficios y, luego…

—Por lo que veo, no te ha costado encontrar trabajo.

—En Saladrigues me admitieron al primer día.

—No te quejarás.

—¿No me quejaré de qué?

—Verás, dicen que te dieron una buena tunda para que «cantases».

—¿«Cantar» qué?

—Me imagino que no os pescarían jugando a la taba… Se dice que Santiago está en Francia hace precisamente medio año…

Exacto: suposiciones sensatas, temores de ciertas comunidades de mente estrecha y alma turbia que a ciertas brigadas como las que a diario, a primera hora, barren las calles, les encomiendan la misma tarea de echar al cesto pobres, desharrapados, mendigos, débiles que estorban, especialmente a los perturbadores de un orden mantenido a base de porrazos y envites de sable… Y, desde sus esquinas, espían cómo te cazan, ¡ya está!, y prudentemente esposado te conducen hacia unos anónimos subterráneos en los que te arrancan la piel a latigazos, te doblegan la espalda y, resulta fantástico, entonces, a flor de la carne viva, desollada, resplandece toda la verdad; sólo hace falta rubricarla al pie de una declaración jurada que da testimonio de la elevada virtud moral de leyes y jueces.

—De todos modos, me alegro… ¡Adiós, Clemente!

—Reconozco que, en general, no tan sólo se te respeta, sino que se te aprecia y admira…

—Gracias, Gasull.

—Fuimos buenos amigos tu padre y yo… Cumple y, ya lo verás, todo irá como una seda.

Dejas el trabajo a tu hora. Te gusta andar solo. Los primeros días callejeabas de un lado para otro, un tanto al azar. Los seis pasos de la celda durante medio año, ¿entiendes?; te dan irresistibles ganas de vengarte. Algunos domingos te llegas a la Modelo, le llevas tabaco de pipa a Blas Sepúlveda, latas de conservas… Anteayer, Blas te anunció su juicio para fin de semana, y que, con suerte, puede aspirar al penal de Cartagena…

Tardes de los sábados: ¿la ayudo, Miguela? Pobre chico… La verdad es que, sin Aurelio, acabo deshecha. El delantal, el cesto, y venga a desplumar gallinas y pollos, ábreles el vientre, líbralos de la porquería de tripas… Colgaban, se mecían, yertas y amarillas, en los ganchos del patio, y que Bakunin esto, y Malato lo otro; Miguela, ¿cómo está ese café…?

—… ¿y de Aniceto, de Tomás, de Valentín, qué ha sido? ¿No han venido a verla?

—Al principio… Claro, si él no estaba, era como si ellos tampoco estuvieran. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Hoy, al volver de la fábrica, encuentras carta de Francia.

—¿De Santiago?

—Sí.

A medio leerla se te escapa un sollozo: no has podido reprimirlo.

—¿Malas noticias?

—Total… parece que…

No aguantas más. Te encierras en tu dormitorio.

Ni una sola vez se te había ocurrido la idea de que pudiese querer a otro, o casarse con otro. «No te quemes la sangre, Clemente, vuelve a la realidad. Tú eres demasiado joven; demasiado hecha ella… Le convenía casarse y, a lo que parece, se diría que ha encontrado un hombre bueno, que se gana bien la vida… Piénsalo, Clemente: la larga temporada que le tocó quedarse sola en el piso la afectó más de la cuenta, y la sorprendió en pleno verano, cuando el trabajo escasea, prácticamente sin dinero, mucho por culpa de mi viaje… No se ha atrevido a escribirte ella misma, no se atrevió mientras tú aún te encontrabas en la Modelo, pero no dudes de que lo hará más adelante…»

Arrojas la carta y te dejas caer en la cama: te ha dolido como aquellos vergajazos. Si se pudiera dormir a voluntad horas y horas, días y días; pero, no, ella te espera mucho más real en la sombra que convocas con los párpados cerrados, que cuando te esperaba asomada a la barandilla de la escalera… Demasiado mezclada con tu sangre, tus sueños, con todo aquello que sientes y piensas; y ha sido la primera, la única mujer a la que has querido y que te ha enseñado a quererla…

—¡No!

Has dicho «no» como un día Santiago en plena calle, y en voz lo bastante alta para que Miguela haya podido oírte. Te levantas violentamente, no puedes admitir la noticia ni soportarte a ti mismo…

—¿Te pongo la cena?

—Gracias, Miguela… no.

—Así, las noticias son malas.

—Claudia se ha casado.

Has tenido que apresurarte a taparte la cara con ambas manos para ocultar que te asalta el llanto… Voz tímida, prédica meliflua de la pobre Miguela que entronca con los fraternales consejos de Santiago: no te quemes la sangre… Vuelve a la realidad… Él ya tiene mujer e hijo, y quién sabe si Claudia también espera el suyo… No te angusties, es inútil, el tiempo no vuelve nunca atrás, por más que salgas y te lances a la carrera no los vas a encontrar en «vuestro» piso… Están en Francia.

—Me voy a dar una vuelta.

—Eso, distráete… De todos modos, te dejo la cena preparada.

La gorra, la bufanda —no las manos de ella para anudártela al cuello, ni el beso en la mejilla—, la pelliza de Aurelio y ¡afuera, a distraerte!

La calle. El frío. Un miedo. Y más solo que en la celda. Da igual arriba que abajo, a la derecha que a la izquierda. La cuestión es procurar material a los gusanos: pensar, recordar, añorar; pero, al final, convertirlo todo en serrín de carcoma… Ni siquiera te queda el consuelo de ir a rescatarla… Ya estás en Francia, en Prades… Sí. Hola, Clemente… Entra… Éste es Clemente. Somos del mismo barrio… Mi marido… Ella con la rotunda tersura del embarazo que le distiende el pecho. Son muy amigos, él y Santiago, él y yo también… Se le murieron sus padres y nos lo llevamos a vivir con nosotros… Nos queríamos. La primera vez, por miedo a que mi hermano nos descubriese, se empeñaba en llevarme a la playa y en que hiciésemos el amor al claro de luna, para que nos viesen todas las estrellas, ¿verdad, Clemente?, para que escuchásemos lo que nos decía el agua, ¿verdad, Clemente?, muy abrazados para resguardarnos del viento y del frío… Dormíamos juntos. Como marido y mujer… Cuando lo del complot de Garraf le cogieron a causa de una equivocación; yo iba a visitarle cada domingo… Me dijo: en cuanto salgas nos casaremos ¿verdad, Claudia? Es arrebatado, apasionado, los días de fiesta no sabía cómo apartarlo de la cama… Las miles y miles de veces que he notado que su mirada me tocaba las manos mientras abría ojales y cosía botones en los chalecos, ¿verdad, Clemente? Si pasas al otro lado de la calle podrás verlos. Estos maniquíes del escaparate aún llevan algunos de los que hice en casa… Mira, Claudia, las Tres Gracias, el surtidor con los lirios y las ranas, La Alianza, la panadería El Cisne… Nómbralo, nómbralo todo, todo, así la tendrás más cerca… Y el Cáñamo, amparado por el cuartel de la guardia civil, la calle de los Gitanos con los grandes lienzos de pared de la tenería con la buganvilla; y si sabes escuchar, aún te asaltará el relincho del caballo y hallarás, en el suelo, tus sombras turbadoras… Sí, de uno u otro modo, todo eso va unido a nuestras dos vidas, incluso la pistola que aprendí a llevar en el bolsillo… ¿Sabe, monsieur? Claudia comparte por completo las ideas de su hermano: si él se juega la vida, ella qué menos puede hacer para ayudarle que… ¡basta! ¡basta…! De la placita del general Prim hasta la vía del tren, bien contados no habrá más de seis pasos. Te sientas en la banqueta de la garita de Vinaixa. Mira. Los rieles resplandecen, tocados por la amortiguada luz de los faroles empequeñecen y se esfuman a lo lejos… Cada día, a la misma hora, de noche, pasa el tren de Francia como un huracán y Claudia con la cara pegada al cristal de una ventanilla… Adiós, Clemente; adiós, Claudia… Que seáis felices… Felices, y ahora el silencio por una vía, la soledad por la otra, hasta Francia, hasta Prades, hasta el portal de la casa en que vive Claudia; pero ella, sentada a la mesa con su marido, o acostada con él, lo ignora… El frío, el aire helado: pues tápate con la bufanda, súbete el cuello de la pelliza, con tanta oscuridad sólo de vez en cuando se ven aparecer los flecos de espuma que se forman, desaparecen, se forman… Mira, Claudia, es el mar en las noches de luna… ¿Cómo es posible que la gente no venga a verlo? Y tú, Claudia, ¿por qué no vienes…? Dale, dale, acostúmbrate a hablar cada vez más con ella, a contárselo todo, todo, y después… No te quemes la sangre, Clemente. ¡Si ella no fuese tan hecha y yo tan joven! Sería fantástico, sublime, verdad, Santiago: morir de amor por ella: iría adentrándome en el mar, lentamente, pronunciando su nombre como si rezara… ¡Nos casaremos cuando salga! ¡Idiota! Esta vez resulta aún más grotesco, porque tendrás que esperar, por si se queda viuda… Bueno ¿y qué sacas preguntándote cómo puede uno llegar a querer tanto a una mujer…? ¿Y para qué…? Estrafalario animal ese hombre en que te están convirtiendo. Deja de cavilar, vuélvele la espalda; pasas por delante del bar de Emilio, empuja la puerta. La empujas, entras: el aura de un humo anisado que escuece, la tempestad de voces que domina Sirena, dueña y señora, detrás de la barra. ¡Hola, Clemente! De vuelta ¿no? Aunque con rodeos, ¿no? Pero ya estás en casa y te agradezco la visita. Con la punta de los dedos te acaricia la mejilla. Gracias. ¿Una copa de ron…? Sigue con el cuerpo la inclinación de la botella al llenar la copa: de sobra sabes lo que llena los ojos de los clientes que la admiran… Bebes como si tuvieses sed acumulada quién sabe desde cuándo. Con el calor de la segunda copa los argumentos pierden consistencia, las espontáneas soluciones a medias suelen ser las buenas: ni blanco ni negro; siempre de moda, el gris, y sienta bien a todo el mundo…

—¡Oye, desenterrado, ya era hora de que te dejases ver!

Se levantan, te abrazan…

—¡Hola, Aniceto! ¡Hola, Tomás!

—¡Siéntate, hombre, siéntate!

En lugar de reunirse en casa de Aurelio ahora se dedican a cantar las cuarenta… A los carlistas, que los mate Dios. ¿Quién decía eso?

Quizás el mismo Aurelio.

—¿Venís cada sábado?

—«Ahora» sí.

—Pues ya nos veremos otro día…

—¿Cuánto es. Sirena?

—Llevas demasiada prisa.

—Hoy, sí.

—¿No eres capaz de esperarme? Aún no has ido nunca a mi casa. ¿Sabes? Me gustas más que antes.

—Antes…

—Aquí todo se sabe: la gente habla en voz alta… Al fin y al cabo, Claudia y yo tenemos más o menos la misma edad… Sabe apañarse con otros, dicen que ahora con un gabacho.

La agarras rabiosamente de la mano: topas con la ingenua mirada de la que está acostumbrada al simulacro; te viene una bocanada de bilis, escupes… Sales a la calle. Debes de haber quedado marcado como si hubieras pasado la viruela… Cada cual a lo suyo: otra mesa, otra cama, y quizá vengan otros, lo mismo que otros habían venido antes… De no ser por el frío, irías a echarte a dormir en la playa… ¡Buenas noches, Clemente! ¡Adiós, Pedrito!… Abres la puerta de la calle, no falla: el recuerdo de Aurelio, le ves, al fondo del pasillo, sentado en su sillón… Los domingos, Miguela madruga más, hace rato que estará durmiendo… avanzas de memoria, palpando las paredes a uno y otro lado; las sombras de aquí se han vuelto familiares, como, antes, las de tu casa…

—¿Eres tú, Clemente?

¡Sí, ma… sí, Miguela!

—Que descanses… Buenas noches.

—Buenas noches.

Igual que Claudia y que tu madre: no puede dormir tranquila hasta que sabe que estás en casa. Cierras la puerta del dormitorio. Das la luz. Sobre la cama, estrujada, la carta de Santiago… «Claudia se nos ha casado».