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CÁLIDAS VAHARADAS DE ALGARROBA, el aire las caldea, te empapan como la viscosa humedad que consume las paredes, que corroe hierros y maderas. Al fondo del patio, seccionado por el tronco de la palmera, el enorme mural violáceo de las buganvillas, madre, ¿cómo se llama esta flor morada?: buganvilla, enmarca los portales de las dos cuadras de la tenería; ahora, el estentóreo relincho de un caballo y un seco piafar sobre las losas. Madre, ¿los caballos duermen de pie? Siempre te han gustado los caballos, por resignados, por nobles. En cambio, la noche más bien te inquieta; no poderte apoderar de la sombra como del agua azul del mar. Dabas un zarpazo a la oscuridad, la apretabas con fuerza: si, algo, algo misterioso parecía que te palpitase de verdad en el hueco de la mano; al penetrar en la zona iluminada por el farol cercano, la abrías muy despacio, conteniendo el aliento, observabas con ansiedad… A lo largo de toda la calle de los Gitanos, tres o cuatro raquíticas bombillas se encogen bajo el platillo que las protege a medias del relente, de la intemperie. En cuanto te adentras en las zonas más tenebrosas, no puedes evitarlo, temes dar un paso en falso, sumirte en enigmáticos vacíos… Déjate de filigranas, arróllate la bufanda al cuello, hace frío. Adiós, Clemente. Adiós, Pedro. Tú, a casa de Aurelio; ellos, tenderos, capataces, contramestres atildados, con corbata y gorra nueva, a La Alianza: dan Hotel Imperial, con la Pola Negri. Menuda tía esa Pola, ¿no? Tenerla en casa, en tu cama; despiertas a medianoche y tú y ella, como cuando sueñas… Bueno, pero ya sabes en qué termina el próximo episodio… Adiós… Buenas noches, Clemente. ¿Quieres? No, gracias, Pepe. Los del Rellisquín, chufa y cacahuetes, un real de barreja y diez de regaliz; pasa el 41: la claridad lechosa de la fachada anticipa la cara de difunto de los que aplastan la nariz contra el vidrio para mirar los carteles del programa. Y no falla: la pendular pareja de la bofia, de arriba abajo, de abajo arriba, matan el tiempo, echan sombra, revientan gusanos, cascaras, ratas. Las Tres Gracias, sobre le surtidor, se chotean de todo: dale en escupir agua y enseñar el culo rezumando viscosas hiladas de musgo… Peldaños mellados, derruidos; ves todavía los gritos de Florencio en la boca abierta, desencajada por el dolor, y en el gesto exasperado del brazo de don Ventura, que le descargaba furiosos palmetazos. Te abalanzas sobre él, lo derribas, le muerdes la mano: el alarido de dolor, la mueca repugnante, se le caen las gafas; pegado al paladar, enjuto sabor de tiza, de nicotina. ¡Fuera de aquí, salvaje, fuera, y no vuelvas jamás! Ya en la calle la voz de tu padre, ¿dónde…? ¿Es cierto, Clemente, lo que se dice? ¿Es cierto que la bofia torturó a tu padre? Han llamado. Abres la puerta: atemorizada detrás de ti, tu madre. Él da las gracias a los amigos y a unos vecinos que al descubrirle por la calle le han acompañado hasta casa. Se llevó penosamente un dedo a los labios: no preguntéis, necesito meterme en la cama, dormir, olvidar —si puedo— por ahora. Voz derrotada, profunda, delgada. Era él, pero no su voz ni su mirada. Acarició las mejillas de tu madre, que le ayudaba a desnudarse. Murió, a los pocos días, de una embolia. Tan sólo cabe apretar más los puños, recomértelos… Y tú, divirtiéndote con Pola Negri, las ranas, los altramuces…

«Clemente, la cólera y el odio corroen, te convendría venir con nosotros, no pensar tanto en lo de tu padre, o, en último caso, tratar de vengarte».

Lo juré al cerrarle los ojos. No me distraigo, no me distraeré nunca yo. Madre no suele hablarme de ello, pero sé lo que piensa… Como ves, yo no fallo.

—¡Buenas noches a todos!

—¡Hola, Clemente; adelante!

Aurelio en su silla de inválido; sus compañeros, alrededor: Valentín, Tomás, Santiago. Le devuelves el libro que te dejó hace quince días. No pregunta; suele decir: sentimientos e ideas han de seguir su curso, abrirse camino a paso de buey, como los ríos. Unas veces, las más, ríos con peces cobardes, de carne insípida o podrida; otras, libros febriles que arrebatan y desvelan, como el de ahora… Clemente Rovira, ¿cuáles son los principales ríos de España? La mano aún no mordida los señala en el mapa; provincias arrugadas, forasteras, rodeadas por mares de caligrafías en forma de espiral y con las llagas de agua descorchada… Cario Malato no se mordía la lengua —barba espesa, tupé encrespado, cuello duro—: contraatacaba a garrotazo limpio, desmontaba a tirones el cañamazo de un orden basado en la injusticia desde que el mundo existe.

Miguela avienta el fogón; con los vaivenes del soplillo los chisporroteos de la brasa trepan como ardillas por los azulejos y se eclipsan desangrándose por el hueco de la chimenea. Junto a las ventanas del patio, penden de unos ganchos las gallinas y los pollos desplumados que mañana, domingo, despachará a tanto la libra en un puesto del mercado; a veces el viento los mece, al entrechocar con los vidrios se escapa un ruido muelle y lánguido.

—Justamente hablábamos de tus dos pájaros de cuenta: del Anido y del Arlegui. Comentaba que, de vez en cuando, y más de viejo, no es malo que te asalte el miedo. El miedo te recuerda lo ruin del egoísmo…

Pero me revientan las noches, se entremeten en lo que sueño, hurgan en mis cajones, en mi ropa, mis papeles, toman nota de mis libros… Curiosos los sueños: nunca encuentran nada. ¡Bueno sería! ¿Iba a tenerlo todo a la vista para cuando se os ocurriese entrar a verme, jodidos burros?

Se echa a reír. Tullidas las piernas, ríe con medio cuerpo: de la boca hasta la barriga. Se seca los labios, mojados, con el dorso de la mano, velluda, venosa. Desde la muerte de tu padre, te molesta oír risas.

—Déjales que suelten toda su mala leche, que se desahoguen. Vamos a cobrarles las cuentas de hoy y las atrasadas.

Mira a Santiago, a Valentín, luego a ti; después, como si las membranas de los ojos le impidieran estrellarse sobre las hinchadas bolsas de cardiaco, contempla largamente a Tomás, con recelo.

—No dejar títere con cabeza, repartir leña, abarrotar calabozos, ponernos las peras a cuarto: sano programa de concordia social. Estoy sentado ante la puerta. Desfilan los buldogs; sus maneras los delatan, desconfían de las esquinas, de los zaguanes oscuros, andan siempre con una mano en el bolsillo, olisquean como perros, no se pierden ni los orines, por si huelen a sindicalista o a anarquista. En los míos sólo descubrirían que atufo a pollero. —De nuevo se echa a reír—. ¿Veis? Esta tarde me tocó desplumar docena y media: rociarles la molleja, separar los menudillos, vaciarles la mierda de las tripas… Acordamos que la ayudaría y algo hemos conseguido, ¿no, Miguela?

Miguela distribuye tazas, cucharillas, azúcar, echa el café. No lo dejéis enfriar. Nos da las buenas noches: buenas noches, marido y compañía, no metáis demasiado barullo, por favor, que yo madrugo.

Revuelves el azúcar, enciendes un cigarrillo. La hilera de ajusticiados y ahorcados en el patio se balancean ligeramente, grotescamente. Al fin y al cabo… ¿A qué vienes a casa de Aurelio los sábados por la noche? ¿A echar más leña al fuego, a que te preste más libros? Gracias, Aurelio; eso de un comunismo de costumbres; de costumbres, no de leyes… ¿Qué te parece? Nos va, ¿no? De todos modos, haz más caso de la vida que de la letra impresa. Yo mismo, antes de tullirme, claro, me organizaba excursiones para no perder el hambre: Somorrostro, Casa Antúnez, Marbella, Pequín, la «França xica»…Por la noche, algunas veces me sentía inspirado, alcanzaba hasta el Cáñamo a tiempo de ver salir el turno de las diez y media. Me sentaba en uno de los pilares del portal, como esperando a alguien. Volvía a casa reconfortado; me bastaba para unos pocos días.

Chiquillos de nueve, diez años, deformados, raquíticos, pringosos, forzados a soportar jornadas de doce a catorce horas, mujeres abotagadas, ventrudas, teñidas por los colores del hambre, del hedor, de una miseria que se aferraba a ellas hasta que morían, a los veinticinco años; a lo sumo a los treinta y, con mucha suerte, a los cuarenta. ¿De acuerdo? De acuerdo, Aurelio. Conocí a tu padre, pensaba como yo: hay cosas que no podrán borrarse hasta que todos acepten con buena voluntad una comunidad de intereses, sin más ley que la de la generosidad y el afecto, la del trabajo adecuado para cada uno, y el de todos a beneficio de la nueva sociedad… Al predicar, a Aurelio se le transfigura el rostro, las manos le tiemblan, como si acabase de descubrir sobre la mesa, junto a la pipa, el cenicero, las tazas, una sencilla y honesta felicidad que exige ser compartida.

—Nunca adivinarías con qué nos ha salido Tomás esta noche, de buenas a primeras… Que se exagera, que se cargan a demasiados. Ha sacado la cuenta de los que escabecharon este año: dice que, por lo bajo, unos trescientos cincuenta. Lo que ocurre es que anteayer se topó con un herido en la calle de la Independencia.

—¡Un muerto! ¡Un muerto!, tendido en el suelo… ¡Cómo lloraba su mujer y un crío…! ¡No! ¡Basta! ¡Yo no podría!

Aurelio se lo sabe todo. Aprende de él. No replica. Conoce las ventajas de dejar a solas a los exaltados. Se los comprende mejor cuando callan, dice, que cuando desbarran, excitados. Se lo sabe todo. No tiene prisa: el café, llenar la pipa, encenderla entornando los ojos y, escudriñando entre el humo a su interlocutor, chupar calmosamente para apresurarse más a capturar cuanto maña y prudencia aconsejan.

—No puede negarse, el juego resulta salvaje. Pero es que nos obligan a machacar el clavo por la cabeza. ¿Y qué podemos hacer…? Tanta violencia subleva, nos consta. Nos han doblegado y humillado, año tras año y año tras año. No se cansan, y ahora repiten que van a pagarnos en la misma moneda: ojo por ojo, diente por diente. Nuestra violencia está basada en la justicia; la de ellos sólo en ansias de represalia, de venganza; y, como siempre, claro, protegidos por los que mandan a coces. En las profundidades del espejo oscuro y glacial de la memoria, la cara tumefacta de tu padre, el cuerpo deshecho por tantas palizas… Clemente, ¿vamos a dar una vuelta? La mano pequeña dentro de la maro áspera, callosa, pero acogedora. Domingos soleados, en el parque, paseando a la sombra verde de los árboles, con sus indignadas palabras: ¿De qué se nos acusa? De destruir todo lo que sale a nuestro paso. Mentira. No hemos destruido ni una planta, ni un pájaro, ni asesinado perro alguno, no nos hemos dedicado a comprar y vender negros, ni a explotar niños… En el fondo helado del espejo, nunca pierdas de vista el insignificante coágulo de su sangre, siempre encendida por la crueldad y la injusticia que le causaron la muerte… Tiene razón Aurelio. Aurelio, ¿adónde hay que ir? ¿Y yo qué tengo que hacer? ¿Cuándo…? Pero la taza de café aún tiembla entre tus dedos. Y él se da cuenta. Se da cuenta de todo desde aquel primer sábado que fuiste con Santiago. Aurelio Rocosa, el viejo fogonero paralitico sabe más que nadie cuando se trata de echar paletadas de carbón a la caldera.

—Así, opinas que están exagerando un poco, ¿no, Tomás?

Tomás se revuelve, intranquilo, el crío aterrorizado ante el cadáver de su padre se le ha quedado como ahogado en el fondo de los ojos.

—Yo no soy nadie, Aurelio, y apenas si sé nada, pero imagino que habrá otros caminos, otros sistemas.

—¡No faltaría más! ¡Servirles chocolate con churros!

Otra carcajada, y la astuta mirada que interroga, que obliga a que te interrogues.

—Si fuera para reunimos en torno a una misma mesa, con ganas de ponernos de acuerdo, ¿por qué no, Aurelio?

—Ya no te acuerdas de cuando nos conocimos: te presentaste con Santiago. Llegaste con los puños crispados y echando espuma por la boca. ¡Estoy harto, no aguanto más! Mal asunto ser flaco de memoria. El tiempo lo echa a perder todo, lo marchita todo. Acuérdate, Tomás: fue en marzo, al cabo de unos días de la gran reunión en la plaza de toros. Sentados alrededor de una misma mesa nos pusimos finalmente de acuerdo. «Nos han dado palabra de que el primer martillazo será señal de paz, de concordia». Así lo dijo el Noi del Sucre. Fantástico. ¡Compañeros, al tajo! Vale, a trabajar todos; pero, a los cuatro días cabales, otra vez en las mismas. De los ochenta de la Modelo no habían soltado a uno solo, las condiciones del pacto fueron rechazadas por… qué más da: son los mismos perros con distintos collares; ¿y de la huelga no te acuerdas? Duró hasta primeros de abril. ¿De lo pasado de entonces acá no te acuerdas, tampoco? ¿Habrá que refrescarte la memoria? Llegabas como vendaval, blasfemando, hecho una furia… Has visto a aquel muchacho: le compadezco; todos le compadecemos, ¿no es cierto? Pero ayer, hace apenas unas horas, ¿no viste a tres de los nuestros tapados con un saco, tendidos en medio de la calle? Allí quedaron. También tenían su mujer y unos críos.

Coge un libro que tiene sobre la mesa, lo abre. De la bolsa que pende de un brazo de su silla de inválido saca las gafas, restriega los cristales con el índice y el pulgar.

—Veréis, parece una historia imaginaria. Pues no, son hechos reales, sacados de los periódicos… Ya sabes que cuando joven fui fogonero de tren y, para colmo, uno de esos bobos que andan alelados por el mundo, con un lirio en la mano.

Corrían más que el viento, pasaban por debajo de las montañas, sobrevolaban ríos, hondonadas, se tragaban los mapas. Aurelio coge el libro con ambas manos, lo contempla respetuosamente, lo hojea. Tú, sentado en el banco exterior de la caseta del guardagujas, del paso a nivel de la Marbella, escuchabas el loco trepidar del suelo. Hiere el aire el silbido del tren, que pasa como una exhalación y, entre nubes de humo y de polvo, se pierde en la luz azulada del crepúsculo. Roque Vinaixa volvía con la bandera verde enrollada bajo el brazo y un fondo de melancolía en la mirada: es el de Francia, decía. Aurelio dice: aquí está, página doscientos cuarenta y uno; nos mira uno tras otro; tú piensas: parece que hable de mí y del fogonero Aurelio Rocosa como de un mismo sujeto. Tras las ventanillas de los vagones desdibujados por los acuosos fulgores de los cristales, iban los ricos, los mandamases, la cabeza reclinada sobre almohadillas, mirando hacia fuera con un solo ojo. Una vez leída esta página comprenderéis en seguida por qué un buen día me di cuenta de que lo que llevaba en la mano no era precisamente un lirio, sino una pistola. Debía de ser uno de aquellos ferroviarios ennegrecidos, de ojos inyectados en sangre, colilla clavada a un lado de la boca, que no cesan de echar paletadas de carbón a las ajadas máquinas que trajinaban chatarra desde la Fundición hasta la estación de Francia. Escuchad lo que dice aquí:

Todos sabemos cuáles pueden ser las consecuencias si la atención del maquinista o del fogonero se paraliza, aunque sea sólo un instante. Pero ¿puede evitarse un descuido cuando el trabajo se alarga desmesuradamente, bajo una temperatura insoportable, sin pausas ni descansos?

En la Marbella el mar rugía, embestía, venga ya todos a trasladar jergones y catres, mesas y sillas hasta el local de los baños; la chiquillería se sentaba arracimada y asustada, envuelta en sacos, por los rincones al abrigo del viento.

Bastará con el ejemplo de un caso que sucede cada día. El lunes pasado, un fogonero quedó encargado del servicio al amanecer y lo dejó tras de 14 horas y 50 minutos de trabajo. No había tenido tiempo de tomar una simple taza de té cuando volvieron a llamarle para ocupar de nuevo su puesto. Aquel hombre trabajó veintinueve horas y quince minutos sin parar. Los restantes días de la semana, su horario fue el siguiente: miércoles, 15 horas; jueves, 15 horas y 35 minutos; viernes, 14 horas y media; sábado, 14 horas y 10 minutos; total: 88 horas y 40 minutos en una semana. Imaginad su sorpresa cuando vio que sólo le pagaban el jornal de seis días de trabajo. Nuevo en la empresa, preguntó cuál era la duración de la jornada. Respuesta: 13 horas; es decir, 78 horas a la semana. Entonces, ¿por qué no le pagaban las 10 horas y 40 minutos suplementarios que había trabajado? Tras muchas discusiones, consiguió finalmente que le abonasen un plus de diez peniques.

Una miseria… El fogonero inglés presentó la mano abierta: le escupían diez peniques: una miseria. El mar había escupido el cuerpo de Consuelo, con su cesta del mercado, escondrijo de los gatos robados que se zampaban en la playa a escondidas, y vuelta otra vez a trasegar catres y jergones, sillas y mesas, a embucharlo de nuevo en los vagones de las barracas para seguir viajando por la orilla del mar. Aurelio cierra el libro, lo deja sobre la mesa, junto al mío, guarda las gafas en la bolsa.

—¿Me sigues, Tomás?

—Sí.

—Pues tú mismo…

—De cualquier modo, ahora sólo trabajamos ocho horas.

—Vaya milagro, ¿no? Se te olvida que luego se dedicaron a exterminar como ratas a los que no pararon hasta conseguirlo.

Tomás se restriega las manos, nervioso, evita la mirada de Aurelio.

—Eres un romántico, un quejica: algunos me lo echan en cara Dicen: al fin y al cabo, vamos tirando, lo que importa es mejorar el presente sin perder de vista el futuro. De acuerdo, digo yo, pero sin dejarnos embaucar con lo de la gloria del cielo para cuando hayamos estirado la pata, jugado la última carta. Yo como con mi hambre de ahora, considero lo que me ocurre hoy, en este momento, y lo que me ha ocurrido hasta ahora; y si miro hacia atrás es para no olvidar que nos han explotado como bestias y que, de no haberlos puesto a raya, las pasaríamos tan putas como antes, renegando dieciocho horas diarias… Y eso no es todo: mientras se pase hambre, se muera de hambre, mientras haya quien viva en cuevas y madrigueras que ofenderían la dignidad de un perro con caseta propia, no tenemos derecho a quedarnos en casa… Reflexiona, recapitula, hijo mío. Otro día leeremos algunas páginas más. Otro día; por hoy basta de rodeos. Esta noche tenemos que hacer.

Esta noche es forzosamente, la de ahora, la que está detenida en los cristales de la ventanas del patio con las gallinas oliváceas, yertas, la noche de las vaharadas de la calle de los Gitanos, la del zaguán oscuro con la luz rajada de la claraboya, cuando vuelvas a casa: Clemente, ¿eres tú?, Cándida pregunta; sí, madre; anda, buenas noches, descansa. Aurelio vuelve a rellenar la pipa con picadura… Habla, fuma, se le apaga, vuelve a prenderla con parsimonia, habla, fuma…

—… y el mayor de los Fenosa ha despedido a tres más, no por vagos, sino por anarquistas: son sus mismas palabras. Con este sambenito lo van a pasar mal. El mayor de los Fenosa es un mierda, un chulo. Dijo: en mi casa lo que sobra es escoria, y no poca. ¡A la calle la escoria! Se ha ido de la lengua. Grita mucho este chico, hay que pedirle cuentas, y antes del sábado, no darle tiempo a que eche más escoria a la calle. Y que la lección aproveche a quien sea… ¿Entendido, Santiago?

—Entendido.

Aurelio yergue con gallardía la cabeza, tú agachas la tuya de niño consentido, miedoso.

—Nos querrían capados y enjaulados… Corren malos vientos, y, en estas circunstancias, nuestro aprendizaje resultará arriesgado, lento. No porque estéis dispuestos a servir voy a soltaros como conejitos. Saldréis, pero no solos; todavía no. Conviene foguearse, apreciar una esquina en todo lo que vale, un farol, un árbol… Santiago está baqueteado, es astuto… Alguien podría acompañarle… Por ejemplo, tú.

No pronuncia tu nombre, ni siquiera te señala, se limita a mirarte a la cara. El silencio de todos, el péndulo del reloj, el profundo vacío que, de repente, acapara la ansiosa presencia de tu padre y el sonido aislado, sonoro, de las cuatro sílabas que contestas en voz baja: Sí, está bien.

Pues el próximo miércoles a las seis y media pasarás a buscar a Santiago… Y, por hoy, basta. No salgáis juntos, como cada sábado, ni tampoco solos, ¿comprendéis por qué?: es mejor salir de dos en dos… Tú, Clemente, para ser valiente y fortalecer tu fe, sigue entreteniéndote con la aventura del pobre Cabet y sus icarianos…

—Me gustaría salir contigo —te dice Valentín tímidamente.

Valentín no ha abierto la boca en toda la noche. Salís juntos, en silencio. De cualquier modo, te costaría prestarle atención… Aurelio te ha elegido a ti. Quiere probarte. Podrías haber contestado: no, no me siento lo bastante… lo bastante preparado aún. Hubiera sido lo mismo que confesar: tengo miedo; no soy, todavía no soy lo que se supone… Cabizbajo, con las manos en los bolsillos, envuelto en su mala bufanda, Valentín pugna por decirte quién sabe qué… Advierte que lo observas, que por fin le haces caso.

—Quería pedirte un favor, Clemente… Te ha elegido a ti… En seguida se me ha ocurrido que quizá tú… entiéndeme: me hubiera gustado ser yo el elegido; llego siempre el primero…

Se sienta, feliz, junto a Aurelio, ocupa poco sitio, le escucha conteniendo la respiración, sin comentarios ni preguntas, los ojos muy abiertos, apenas se le ve, ahora parece andar a tientas sin dejar de observarte. Apocado, endeble, especie de caña quebradiza, seguro que el viento lo lastima…

—Yo no sirvo ni para bestia de carga —tartamudea humilde—. Lo odio todo, casi todo. A odiar aprendí por mi cuenta, me sobró tiempo.

Encoge la cabeza dentro de la bufanda, saca el papel de fumar y un puñadito de tabaco del fondo del bolsillo: los dedos se le traban, lía un cigarrillo que se le desmigaja al apuntarle la mecha del encendedor. Valentín, como tú, como todos, espera ser comprendido. No le pasa por alto el nerviosismo que aplicas a juntar las manos y restregarte los dedos, ni tu falta de valor para librarte de él.

—Mañana, a partir de las siete, estaré en el bar de Miguelín, de la calle Topete… Buenas noches.

Se va. Enciendes un cigarrillo: el amargo sabor se te agarra en la lengua, te ofende el paladar, escupes. No te has movido de sitio, Valentín empuja su sombra calle abajo; piensas: poco le costaría desaparecer. Chupas con repugnancia, Valentín toma la calle Taulat, mañana te esperará en el bar Miguelín, por si acaso cambiaras de idea; tiras el cigarrillo, lo pisas, levantas la cabeza: desde el cartel colgado en La Alianza, enorme, pintorreada, la Pola Negri.

VIEJA DESDENTADA, recelosa, abre la puerta con precaución, te examina. ¿Por quién preguntas? Santiago Millás. ¿Quién? Santiago Millás. Habla más alto, no te oigo. ¡Santiago Millás! Escucha con los ojos, las mandíbulas a punto de desencajarse mientras mastica el nombre. Te equivocas, chico. Un dedo retorcido señala con insistencia hacia arriba; cierra la puerta malhumorada, con muecas de desconfianza. El gas de un quemador desmochado silba sin cesar, desequilibra la escalera. Error con visos de advertencia: faltan veinte minutos para la media, la calle Topete está a un paso. Valentín debe de esperarte convencido de tu deserción a última hora. Podrías irte a la Agrupación: un vermut, una partida y, como dice el viejo Llavaneres, a los carlistas que los mate Dios. Un día cualquiera. ¡Hola, Clemente! ¡Hola, Santiago! El miércoles aquel, en casa de Aurelio, quedamos que vendrías por mí a las seis y media; tuve que quedarme hasta más tarde; ¿y el sábado también? El sábado, mi madre… Este gas me revuelve el estómago… Luz vacilante, escasa: apenas si existes; da marcha atrás, aún estás a tiempo. Si hoy te «enrolas» te complicarán la vida para siempre, y la vida podrás perderla en cualquier esquina… ¿Cuál será de estas dos puertas…? ¿Quieres mi consejo…? ¡No! ¿Y padre qué? Te asomas por la barandilla: no sube nadie. Llamas… No se apresura para abrir. Sabe que soy yo, que forzosamente he de estar nervioso, que he perdido el apetito, que duermo poco y mal, que dentro de un rato… Me habré equivocado de nuevo: o será que el destino insiste en aconsejarte que renuncies… Ahora sí, ahora acude alguien…

—Buenas noches.

—Buenas noches.

—¿Santiago Millás?

—¿Eres Clemente?

—El mismo.

—Santiago llegará pronto. Soy su hermana. Me ha dicho que le esperes. Pasa.

Cierra la puerta. Al extremo del pasillo, en una zona de intensa y blanca luminosidad, aparece la galería achatada por la pantalla de una lámpara de pie. Chalecos hilvanados apilados en taburetes. Debe de coser a destajo.

—Siéntate… Me llamo Claudia.

Ella y su nombre te gustan, y el perfume que lleva. Tiene el color de la piel de los que velan trabajando hasta las tantas. Coge un chaleco; del acerico del costurero desclava una aguja enhebrada. Al sentarse, levanta la cabeza, te mira con simpatía.

—¿Hace tiempo que eres amigo de Santiago?

—Un año más o menos.

—¿Os conocisteis en casa del pollero?

—En la Agrupación.

Te interroga un rato en silencio.

—Eres muy joven.

—Para ciertas cosas, quizá sí.

—Para ciertas cosas, la mayoría en este barrio nacemos viejos.

Contemplas sus manos, que reposan cansadas en el chaleco que se ha puesto sobre el regazo. No puedes evitar mirarla a los ojos, que te rehúyen. Tras de sus cabellos, pegado a los cristales de la galería cegados por la luz, este barrio donde se nace viejo, el barrio que te sabes de memoria, tu barrio.

—¿Dónde trabajas, Clemente?

—En la Saladrigues.

—¿Dejas que me entrometa? ¿Puedo saber por qué te ha citado Santiago?

Resulta más difícil negar que conceder, y aún más callar… Sigue cosiendo. No insiste. Se lo agradeces. El cuello esbelto, de una suavidad enternecida por la delicada transparencia de unas venas. Piensas: su compañía como una cosa tibia, indispensable; sientes: opuesta al frío, a la angustia de la muerte, o al intolerable dolor de unas heridas…

—Aún no me lo has dicho.

—Si de mí dependiera…

—Da lo mismo… Me gusta que desconfíes, especialmente de una mujer.

Podrías explicarle que, a punto de cumplir veinte años, el mundo de las mujeres sólo lo conoces por aproximación en ciertos desasosiegos y un sinfín de sueños. Intentas vanamente sonreírle; «aquello» te lo impide, aunque te esfuerzas por olvidarlo.

—No se trata de desconfianza.

—Querrás decir, de ser prudente… Santiago me lo cuenta todo.

—El puede.

—Tú aún no… Todavía no. Por si te interesa, has de saber que admiro a mi hermano. Es más joven, bastante más joven que yo, pero comparto sus ideas… Vivimos aquí los dos solos. Tienes que conocerle a fondo.

Cose, conversáis; te das cuenta de que, entretanto y aguzando la atención, escucha los pasos de los que suben y bajan por la escalera. Cuando el ruido es impreciso, se le detiene la mano, alza la cabeza, cierra los ojos, prolonga su atención hasta el umbral de la puerta. Tu madre suele esperarte con esta ansiosa ternura, a menudo deteniendo el tiempo con la oreja clavada en la pared de su impaciencia: no es él, aún no; ahora, tampoco… También está sola, y únicamente te tengo a ti, Clemente; en invierno oscurece temprano, la casa está fría; cose, zurce, prepara la cena, entrañada con su piso y tantos abominables recuerdos… ¡Ahora sí, es él! Una sombra de sonrisa le asoma a los labios, Claudia clava la aguja en el acerico, deja a un lado el chaleco. ¿Le oyes?, dice, como si, por evidente, fuera imposible no identificar sus pasos. Es él seguro. Sufres un sobresalto. Claudia corre a recibirle. El golpe seco de la cerradura, un ligerísimo chirrido de la puerta, hola, Santiago, buenas noches, Claudia: voces que se reencuentran, que se alían necesariamente…

—¿Ya está aquí?

—Hace un rato.

—¡Hola, Clemente!

—¡Hola, Santiago!

—Pronto darán las seis y media, llegaremos tarde.

Llegaréis tarde. Los dos hermanos se miran sin pronunciar palabra. Por la entreabierta puerta del piso penetra el silbido del gas. Claudia descuelga una bufanda, la tiende a su hermano, ella misma se la anuda alrededor del cuello, le besa en la mejilla. Adiós, Claudia, hasta ahora. Adiós. «Ahora» viene a ser lo mismo que ir a dar la vuelta a un mundo misterioso del que debe de regresarse definitivamente convertido en otro. Se lo cuenta todo: ¿significa que sabe adónde vamos y a qué? Santiago cierra la puerta, mira alrededor y te mete algo en un bolsillo. No tienes que usarla hoy, pero es conveniente que te acostumbres a llevarla. No te atreves a preguntarle si él la ha utilizado muchas veces. Bajáis la escalera. La calle, con las confusiones de luz y sombra que se arman los faroles y la noche. El aire llega del mar, penetra hasta la médula de los huesos.

—De regreso hemos de pasar por casa de Aurelio… Anoche me topé allí con Tomás; no acaba de entender una cosa tan sencilla: que no es con palabras como vamos a convencerlos.

Anda aprisa, nervioso. Debe de ser por la luz de los faroles: parece pálido, con los ojos enardecidos, le tiemblan los labios. En su silla de inválido, Aurelio puede que lea a Bakunin, o que desplume gallinas, y os está esperando. Santiago habla y gesticula más de lo habitual.

—Éste es el momento de identificarte a fondo con los que mueren consumidos en las cárceles, la hora apropiada para decirte: no soy sino la mano de la otra justicia… Aún no están hartos de abofetearnos, pero nosotros lo estamos de ofrecerles la otra mejilla.

—¡No levantes la voz!

—Por dentro aún grito más. No soy de los que se forjan rencores y odios para justificarse. Deseo lo mejor sin excluir a nadie y, en cambio, te lo aseguro: ahora no me temblará el pulso, me dará la impresión de tener delante no un hombre, sino una especie de repugnante obstáculo que se opone al mínimo de paz a que todos tenemos derecho…

Habla con el tono apasionado y el lenguaje de Aurelio. Andáis un rato en silencio. ¿Por qué de pronto vuelves la cabeza? ¿Qué? Tan sólo la calle, solitaria y, por encima de las sucias paredes de la fábrica, de chimeneas y atalayas, de los terrados de la tenería con las pieles puestas a secar, un pedazo de cielo moteado de nubes, unas pocas estrellas, un marchito retazo de luna…

—El sábado, cuando salimos de casa de Aurelio, Valentín me propuso ocupar mi sitio.

—A mí me esperó más de una hora en el portal de casa… Acabará por ir a la suya, él solo, por su cuenta, como otros; lo cazarán como a una mariposa.

A vosotros también pueden cazaros ahora mismo. ¿Qué lleváis en el bolsillo? ¿Con qué propósito? Las jaurías de Arlegui no duermen.

—Oye, es la próxima.

La próxima es la calle de la Igualdad.

—¿Qué te ocurre?

—¿Cómo?

—¿Por qué te detienes?

Estás a punto de contestarle que te sientes mal… Padre, me duele la barriga; no te asustes, es culpa del sen y las acelgas. No, padre, es que hoy, en este instante… Traedle la peonza, los bolos, los cromos para que se entretenga. No es eso, es que estoy mareado, me han convertido de pronto en una casa abandonada… Pepis, una copita de ron, el muchachito tiene náuseas… Y, aunque sea a distancia, madre me sigue los pasos. Es tarde, el mayor de los Fenosa también lleva prisa…

—¿Te acuerdas, no? Nos pararemos en la esquina, como si estuviésemos hablando, yo de cara a la Fundición, para verle venir, ¿comprendes? Te diré, en cuanto lo tenga a tiro, ¿comprendes?, te diré: no te muevas. Tú muy quieto: yo dispararé, no fallo nunca; confía en mí. Cuestión de no alterarse. Si alguien nos sale de improviso le muestras la pistola: echará a correr como gamo. Volveremos a casa por el mismo camino: ya lo has visto: ni un alma.

Luego, a rendir cuentas a Aurelio. Buenas noches, Aurelio. ¿Cómo ha ido? Listo. Buen trabajo, chicos. Santiago, de vuelta a casa; Claudia cosiendo sus chalecos; cenarán los dos, se mirarán a la cara, será forzoso que hablen; ¿de qué? Ella sabe de dónde viene… Yo, a casa; hoy llegas más tarde… ¿no habrás ido a acompañar a aquella chica? No, madre… Cuando menos se piensa… Ya me conoces; una se inquieta en seguida…

—Lo esperaremos aquí… Entretanto, háblame de cualquier cosa.

Esperamos a un hombre para matarlo; yo, mientras, puedo hablar de lo que me dé la gana. Si crees que te servirá de algo hablarme de tu padre, hazlo. De acuerdo, Santiago, es mi tema preferido, y ésta es la gran ocasión… Cuando lo vea aproximarse, echará mano a la pistola; apenas si tendrás tiempo de darte cuenta: la bala corre más que el pensamiento. Caes. Si no te matan, quién sabe si con la oreja pegada al suelo los oyes escapar.

—Lo importante es que te muevas, que no te calles, ¿comprendes?, no conviene llamar la atención. Yo no diré palabra, ni te escucharé, tengo que verle venir, escudriñar en la oscuridad, concentrarme… Venga, empieza.

—Es que no sé cómo arreglármelas para hablar de él como si fuera una máquina, y tener que escucharme.

—Está bien, pues háblame de lo que sea, pero no te quedes como una estatua… ¡Bracea!

Bracea, háblale de tu padre, de la noche en que lo soltaron, no, de antes… No puedo, Santiago, tengo la boca seca…

—¡No se te ocurra volver la cabeza…! No, no es él. Da lo mismo, sigue, sigue, entrénate, muévete, quiero decir que muevas los brazos.

Quiere decir mover los brazos sin sentido para no despertar sospechas; de todas maneras no te escucha y puedes soltar lo que se te antoje; sobre todo no te vuelvas, no conviene que tú le veas llegar, podrías desmayarte, mueve los brazos, los brazos… Hasta dónde le dejará acercarse, quizá cuando pase por debajo del farol y, entonces, mueve los brazos, oye, disparará, si te pones la mano en el bolsillo toparás con tu pistola: tenéis que haceros amigos, mueve los brazos, Clemente, ya los muevo, ¿ves?, como si te explicase que cuando abrí la puerta y le vi… Algún día, no te distraigas, Clemente, no me distraigo, al contrario, yo también me concentro; algún día, a ti y a Claudia os contaré lo de mi padre. Aurelio le conocía, brazos y manos, de acuerdo, Santiago, y ahora quién sabe si ya ha salido de la fábrica: la oscuridad le protege, camina entre pensamientos, proyectos, se imagina esto y lo de más allá: tomaré el tranvía, compraré el periódico, quizá esta noche podamos ir al cine, yo y mi mujer, y cuando llegue el sábado, a la calle, en mi casa lo que sobra es escoria, quizá reparará en mí, de espaldas, y pensará vaya par de idiotas, se mueren de frío, pero la cuestión es cascarla y, precisamente, no digo nada, braceo como un títere mientras Santiago se concentra para que no le falle el pulso…

—¿Has oído?

—Han cerrado una puerta; son pasos, ¿no?

—Sí, pero no te vuelvas, bracea, habla, como si me contaras cualquier cosa.

Se echa la mano al bolsillo, ya le ha visto, ya debe de haberle visto, eran sus pasos… quién sabe si nos verá antes de caer; lo que será capaz de pensar una persona, en estos momentos… Tendido en el suelo, entre gravilla, polvo de carbón y sombras, desangrándose. Pudiera ser que alguien tropezara con su cuerpo… ¿Qué es eso…?

—Es él, pero no viene solo.

Saca la mano del bolsillo, se muerde los labios, la madre que lo parió, son varios, cuatro; no, cinco, le conocerás en seguida, como si también fuese el dueño de la calle. ¿No oyes su tono de voz? Venga tú, habla, aprisa, que no se fije en nosotros.

—… y le dije que no, que yo no soy quién para discutir si aquél o el otro, si nos ha tocado sufrir, si ha pasado muchos malos ratos… Son cinco, alborotan, satisfechos, míralo bien, es el del abrigo claro y el sombrero gris.

—Si quieres, descansa, tienes la frente empapada en sudor.

No le digas que el corazón se te ha desbocado, que las piernas no te sostienen.

—¿Y ahora qué, Santiago?

—Veamos qué dice Aurelio.

Se han detenido los cinco en la parada del otro lado de la calle, alrededor de un farol. Estirado, rechoncho, no se ha enterado de que pasaba rozando su propia muerte; si hubiese puesto su mirada en la tuya quizá lo hubiera comprendido. Cierras los ojos para no verlos, para no recordarlo: una sacudida te hace tambalearte de pies a cabeza, te aferras a Santiago del brazo, se te saltan, atónitos, los ojos.

—¿Qué te ocurre…? ¿Tanto frío tienes?

Lo dice sin ironía, compadeciéndote. Vámonos. Una violenta bocanada amarga te corta la respiración, escupes, vomitaré, dices; me tomará por un cobarde, apóyate en el árbol, no te preocupes, cálmate. Piensas: vomítalo todo, empezando por el miedo, la angustia… No, Aurelio, no sirve, es un gallina.

—¿Te encuentras ya mejor?

—Sí… lo siento, perdona.

También me ocurrió a mí la primera vez, como tantos otros. Dicen que más o menos es como acostarte con la primera mujer: a menudo, de tan nervioso no puedes, ¿verdad?

No te atreves a confesarle que te mueres de ganas, pero que aún no sabes lo que es acostarse con una mujer. Tiemblas, te limpias la saliva, escupes, hasta sentir asco de ti mismo, y rabia.

—Subiremos a casa, te echarás un rato, le diré a Claudia que te prepare una infusión de algo, ella sabrá de qué.

De no ser por este regusto amargo, y el frío, y que estoy sudando… La noche me toca, me desnuda, se me pega en la piel. La escandalosa armazón del 41 con el manubrio en el nueve para devorar la calle hasta la carretera de Mataró.

—¿Los ves?

Son los que suben al tranvía, abultan tras los cristales de las ventanillas; no sabe de la que acaba de librarse, tendría que estallar en sollozos, arrodillarse, pedir perdón, presentir que mañana, pasado mañana…

—A casa de Aurelio, iré yo solo.

—Puedo acompañarte.

—Más adelante tendremos ocasión de ir juntos.

Otro día, y otro: ¿hasta cuándo?, hasta que te hayas acostumbrado, si es que antes no te liquidan en medio de la calle o te envían a pudrirte a Cartagena… ¿Y puedes llegar a acostumbrarte? No te encalabrines, calma, hoy no ha pasado nada y, ya ves, hemos llegado.

—Cógete fuerte de la barandilla, cuidado con los peldaños.

Como si hablase con un enfermo, un viejo, un mocoso. ¿Ese silbido? ¡Ah, sí, del gas! Te mete la mano en el bolsillo, te saca la pistola. Mejor guardarlas juntas. Claudia se adelanta a abriros la puerta. Siempre le oigo subir. Entráis. Al cerrar, y cierra con precaución, abre la luz. Se miran fijamente, en silencio, como si les bastara verse. Luego te mira a ti. ¿Qué le pasa a Clemente? No te atreves a aguantarle la mirada. Sobre los hombros, el brazo protector de Santiago.

—Gangas del oficio, como a mí. Pero volvemos de vacío. Iban en grupo. Prepárale una tila, o lo que sea, abrígale y que se acueste un rato… ¿Está lista la cena?

—Falta un poco, pensaba que llegaríais más tarde.

—Pues voy a ver a Aurelio; mejor ahora.

Claudia no cierra hasta que le ha oído llegar a la calle. Se le escapa un suspiro.

—¿Tú tampoco te sientes bien?

—Estoy acostumbrada, pero en cuanto le tengo en casa se me pasa de repente.

No mentía. Se lo cuenta todo. Te interrogaba para ponerte a prueba, por si te vas de la lengua.

La emoción le ha afinado los labios. De pronto, impacientado, vas en busca de su mirada. Te corresponde con indulgencia, como diciéndote: no sabes nada de nada. En realidad, poca cosa: viven juntos, los padres probablemente han muerto, quién sabe si el suyo terminó tan mal como el mío… Pasa. Te coge de la mano: la suya, tibia, trasudada, seguramente por la angustia, y te conduce hasta su dormitorio. Aquí, adentro, su perfume, más intenso, viene a tocarte la piel como, en la calle, la noche.

—Claudia, ya me siento mejor.

—Sé obediente y descansa un rato.

Te inclinas para desatarte los zapatos: otra bocanada amarga te sube hasta la boca. Le indicas que quieres devolver. Ven, te acompaña a la galería, abre una puerta, entras en un trascuartillo suspendido sobre el vacío, escupes los últimos residuos de cobardías, de desasosiegos. Por la tosca abertura practicada entre los ladrillos de la pared que da a los patios interiores penetra el aire frío, y la noche, y un decorado de galerías y ventanas colgadas en la oscuridad, algunas con indicios de luz interior pegada al intersticio de los montantes, a los listones de las persianas. ¿No necesitas ayuda? No, gracias. Pondría su mano sobre tu frente, como tu madre: no será nada, no temas. Pero tu madre no sabe nada; Claudia sí, todo, y admira a su hermano, comparte sus ideas… Te esperaba, te coge del brazo, te guía hasta el dormitorio, te ayuda a quitarte los zapatos; no, deja, hombre, deja, échate, te abriga con el cobertor. Descansa, procura no pensar o, si quieres, piensa en mí, dice, y te dedica una sonrisa. Voy a prepararte la tila. Cierras los ojos… ¿Cómo os ha ido, Santiago? ¿Y Clemente, aguanta? Ha tenido que acostarse. Me lo temía, acabará como Tomás. ¡Mierda como Tomás! ¿Yo? ¡No tengo un pelo de cabrón ni de maricón! Lo de esta noche no me volverá a ocurrir, ¿sabéis? ¡Y basta ya! Estoy harto. Está bien, déjalo, tampoco vas a conseguir nada. Abres los ojos. En los colgadores de detrás de la puerta, tres o cuatro prendas de ropa interior, esponjosa, rosada; si reclinas la mejilla sobre la almohada, su perfume sutil y, ahora, la detonación del gas al apagarse, ahora vierte agua en la taza, revuelve el azúcar, ahora viene hacia aquí, entra con un plato y una taza humeante… ¿Cómo va, Clemente? Lamento hablar de… No te esfuerces en hacerte el niño bien educado, anda, incorpórate, y tómalo bien caliente. La taza, el brazo a modo de respaldo: la cálida presión del cuerpo, la mirada que parece tocarte… No te apresures. Se inclina, te sostiene el plato. Bebes lentamente; a través de su brazo el insistente contacto turbador, la sosegada respiración de su pecho, el tacto de unos cabellos que te rozan la mejilla, y aquel perfume, como si estuvieses acariciándola. Va asemejándose a la mujer que imaginabas estos últimos días. Te retira la taza vacía. Aún estás helado, dice. Deja platillo y taza sobre la cómoda, se sienta en la cama, te toma, una mano entre las suyas. ¿Qué edad tienes, Clemente? Voy a cumplir los veinte años. ¡Veinte! De mis veinte ya ni me acuerdo…, y de lo que pensaba entonces tampoco. Quisieras darle a entender que la diferencia de edad carece de importancia, que lo que importa es que comprenda que te gusta. Y no aciertas a decírselo. Le oprimes la mano, la contemplas con amorosa impaciencia, te paga con un lánguido parpadeo y una sonrisa acogedora, te llevas su mano a la boca: el profundo sabor de la piel incorporándose a la saliva, el cálido perfume que te penetra. Lo mismo que Santiago, yo también estoy dispuesta a ayudarte. Ha dicho a ayudarte. ¿Ayudarte a qué? Acaricia delicadamente tus cabellos, la frente, perfila tu cara con la punta de un dedo, pronuncia lentamente tu nombre: honda, íntima voz; se reclina, te besa con suavidad, la atraes contra el pecho, la besas con fuerza, os besáis; no te imaginabas que dos bocas juntas pudieran comunicarse con tanta intensidad. Trata de incorporarse, no, dices, no, la vuelves hacia ti con vehemencia y la besas de nuevo con una especie de deliciosa desesperación. No, Clemente, basta; se aparta. Sí, Claudia. Aún no, otro día. ¿Temes que no vuelva? Cuando vuelvas te lo explicaré. Ahora no, no me toques, déjame: ahora, vete. Está bien, como quieras. Te levantas. Mientras te atas los zapatos te dan ganas de llorar, de tan defraudado y avergonzado. Lo sé, Clemente, no me entiendes, eres capaz de imaginar que te impongo condiciones… Temes que vuelva Santiago. No, no es eso. Entonces… En cualquier caso, perdóname por ser así. Te acompaña hasta la puerta. Te da un beso en la mejilla como antes se lo dio a su hermano. Cuando vuelvas le dices a tu madre que no irás a cenar, que probablemente volverás a casa tarde esa noche. Cenarás con nosotros… Todo apresuradamente, como si tuviera prisa por echarte o quedarse sola.

Confuso, febril, vas por las callejuelas que rodean la plaza, sin darte cuenta de que hieden a pez pasado, a grasa rancia, a verduras marchitas; todo tú embriagado por la imagen enigmática, acogedora, turbadora, de Claudia. ¿Por qué de repente te dan ganas de ponerte a gritar y de echar a correr? Tienes miedo. ¿Miedo de qué? No pasa nada. Dices en voz alta: no pasa nada. Qué día tan extraño el de hoy. Miras alrededor, te palpas la ropa: es que se apodera de mí la humedad, el frío, o la envidia que sientes por la gente que ahora cena despreocupada de si su pequeña paz familiar de esta hora se trasluce a través de balcones y ventanas. Sólo eso. Probablemente. Pues date prisa, hace rato que tu madre te espera, muerta de ansiedad. Santiago ya habrá regresado de casa de Aurelio, está sentado en el comedor, al lado de Claudia: han escogido una vida en común al servicio de una causa que no tolera trabas. Bueno ¿y a ti qué te importa? Echas mano al bolsillo: topas con la dura ausencia del arma que algún día habrás de utilizar… No corras, aún no te toca ni te persiguen. Te detienes, escuchas: solamente un ruido apagado, obstinado, como de la sombra o quizá de la noche, que no puede pararse.

—¿Q VES?

—Nada, pensaba que la bombilla cruda y pelada que han encendido en una galería podía ser la señal convenida por algún confidente al acecho. Es estúpido, lo sé…

La oscuridad sigue cohibiéndote y, ahora, el lejano traqueteo de un carro, el borbolleo del agua de un grifo en un cubo, el estrépito de una persiana que sueltan a lo lejos y que baja repiqueteando contra los barrotes de la barandilla…

—Recuerda todos los detalles del simulacro (se rasca, nervioso, el pecho, se restriega la cara), aparentemente conversando sin que nos importe qué ocurre o quién pasa. Eso sí, en cuanto te diga «¡ahora!», mutis, ni el menor movimiento (escruta con tal intensidad en la dirección por donde el mayor de los Fenosa ha de venir, que se le escapan una serie de contracciones nerviosas de caballo embridado): señal de que lo tendré a mi alcance… dispararé, y a casa, ¿de acuerdo?

Te lo sabes de memoria: disparar y a casa ¿verdad?; como en un juego de manos: matas a un hombre, te vuelves, y te encuentras con mesa puesta, mujer y cama a punto; madre, esta noche no me esperes, cenas en casa de ella ¿verdad?, sí, trastea por la cocina, asoma la cabeza mientras se seca las manos, me mira, sé lo que piensa. Clemente, ¿estás muy enamorado? Al fin y al cabo, tienes veinte años, como tu padre cuando nos prometimos… ¿Enamorado? Respondiste: quién sabe. ¿Y a ella la conozco?

—Detengámonos.

—¿Aquí?

—Desde aquí se ve mejor.

Quiere decir ver mejor al mayor de los Fenosa al salir de la fábrica.

—¿Y si también viene con alguien?

—Volveremos el lunes o el martes; y si no, el miércoles.

—Oye, y si en el momento de… pasa el 41… ¿lo has pensado?

—El estrépito ahogaría los disparos.

Ni que pasara el tranvía, y regresaremos por donde venimos: dan facilidades a todo lo largo del camino, poca gente, en rigor, nadie, y además niebla.

—No te distraigas, muévete, me parece que es él… Estamos de suerte, va solo.

Estamos de suerte, y tú mueves los brazos, hablas, anteayer se oían mucho mejor los pasos, claro, eran cuatro o cinco, dices en voz alta… Los ojos te escuecen, respiras con fuerza, no sé qué decirte, Santiago, aprietas los dientes, pero mueves los brazos, has de comprender el significado que tienen sus ademanes… Se lleva la mano al bolsillo, saca la pistola; de momento esconde el cañón en la bocamanga. Todo calla y escucha profundamente las pisadas que se acercan…

—¡Ahora!

Como un puñetazo en la boca. Se te entorpecen los brazos; él, en cambio, maniobra ágil, desenfunda la pistola de la bocamanga, asesta el arma en la misma dirección que escrutan sus ojos endurecidos, brillantes, sin precipitarse, impasible, si no fuese porque respira pesadamente, porque una repentina palidez le traiciona.

Suenan dos disparos. Un eco los remeda en cualquier parte. Vuelves la cabeza: el mayor de los Fenosa se tambalea con las manos al pecho; retrocede unos pasos, hacia el farol, como para huir de la muerte.

—Ha caído.

Sí, ya no es más que una masa tendida en el suelo, oscura, inmóvil, inútil… El silencio de antes, denso, enorme, sube otra vez hasta topar con el trozo de cielo revocado por las rosadas incandescencias de la fundición; y, de repente, en unos segundos, gritos sofocados de mujer o de niño y el estampido de una puerta cerrada con violencia: todo enlazado toscamente con los disparos y la imagen del hombre que se ha desplomado más como un saco que como un árbol.

—Vámonos.

Rehacéis el camino. Dispararé, y a casa ¿de acuerdo? Pasan un par de obreros, tan sólo os dedican una mirada comprensiva, tampoco se detienen: «esto» es el pan nuestro de cada día. Santiago prende un cigarrillo y camina a tu lado como si no estuvieras. Debe de estar muerto, no se movía, no se le escapaba ni un gemido; alrededor, nadie, y el cielo de antes con el retazo de luna menos mellado que el otro día. ¿De qué hablaremos, de qué debe poderse hablar, ahora? Él consigo, tú contigo, daos prisa en enterrar a este hombre en la fosa común, y olvidarlo. Puedes pensar en Claudia: ¿no te desasosegabas, no temías enfermar por esa mujer? Ni leer, ni dormir, no podía, ni conversar con los compañeros. Todo resulta demasiado extraño, demasiado fácil, demasiado turbio. Y es probable que tú te acuestes con ella mientras él yazca muerto donde sea, porque te dijo: otro día sí, y que dijeras a tu madre que no irías a cenar, que volverías tarde a casa… Fácil, turbio, extraño. Muerto o malherido, tumbado en el suelo, solo en medio de la calle. Cumplimos, ¿no es eso? Pues ya está bien. Basta, y lo que quisieras es no recordar nada, haber cenado y llevártela, aunque fuera a la Marbella, a pesar del relente y del frío, sobre la arena, frente al mar, y comprobar que no mentía. Lo que urge es huir de este hombre y correr hacia ella. El mayor de los Fenosa no acaparaba mis pensamientos; Claudia, sí. Todo, todos te estorbaban, hasta tu madre. Ni siquiera ahora te apetece hablar. Te rezagas para encender un pitillo. Mejor andar uno detrás de otro, como dos desconocidos. Levantas la cabeza, y te sobresalta el singular aspecto de Santiago: algo más encorvado, sin apartar los ojos del suelo, pateando de vez en cuando una piedra o el aire o lo que está pensando… Tú también seguramente llamarás la atención de tu madre: tú también habrás adquirido nuevas formas de hablar, seguramente, de callar, de pensar, de mirar, de andar. ¿Qué quieres que me ocurra? Imaginará que es cosa de estar enamorado, sí, madre, mucho, y, ¿cómo fue la cena?, si supieras de dónde vengo… De puro abstraído chocas con Santiago, que ha aflojado el paso para reunirse contigo. ¡Ah, eres tú! Le habrás llamado la atención. ¿Te sientes bien? Sí, hoy sí, pero hay cosas que… como si acabara de entenderlas yo, o ellas de entenderse conmigo. ¿Mi madre? ¿Eso que llaman remordimiento o conciencia? ¿A ti no te pasa, Santiago? Me carga comentarlo, incluso con Aurelio. Ibas a arriesgar una pregunta: ¿Y con Claudia? Aurelio entiende: le ocurría igual. No insistes. Al fin y al cabo, aunque lo considerases un delito, tú, bien mirado, ni a cómplice llegas, tan sólo a espectador. A ti también te pasará, ya verás. Ha dicho: a ti también. Camináis un rato en silencio.

—¡Ya no despedirá a nadie más!

Lo dice con voz sorda, impensadamente o, quizá, por exceso, sin darse cuenta, cuando, de hecho, sobreentendíais que se imponía no hablar más del asunto. No te mira ni espera comentarios. Por más que diga, camina consigo mismo y con el otro, se le encara, probablemente para persuadirle de que era inevitable purgar tantas injusticias… No contigo, ni con Aurelio, con Claudia sí que debe desahogarse, le adora, participa de sus ideas, y él no tiene secretos para ella: al mayor de los Fenosa le ha llegado el turno, esta vez Aurelio ha escogido a Clemente para que me acompañe; está bien, Santiago, pero vigila: le enrosca la bufanda, le escucha bajar la escalera, reitera su solicitud mientras va por la calle con la pistola en el bolsillo… De regreso, subís al piso, como si nada hubiera ocurrido: el gas no ha cesado de silbar, las sombras de bambolearse, igual que el día anterior Claudia se adelanta a abriros, pálida, inquieta, repite: entrad, también, y cierra cautelosamente la puerta y da la luz. ¿Cómo ha ido? Bien, contesta Santiago, simplemente bien. Ella no hace más preguntas; y él no añade una sola palabra. Se quita la bufanda. Claudia la cuelga. No se miran, tampoco te interroga. ¿Tardará la cena? No. Hoy Clemente cena con nosotros. Ahora sí, la mira fijamente. Entendido, dice, me echaré un momento, a Aurelio iré a verle después. Claudia y tú entráis en el comedor. Entretanto, si quieres, siéntate allí, tengo que poner la mesa. ¿Te ayudo? ¿Sabes? Poner la mesa sí. Hoy será mejor que te quedes sentado. Es decir, más adelante, ya familiarizados los tres, permitirá que la ayudes. Distráete, piensa que estaremos juntos, si te parece… Vas de un lado para otro. Tiene razón Claudia, debes distraerte. De un lado para otro, enjaulado entre las imágenes de una angustia rara, complicada… Claudia, ¿qué perfume llevas? Una agua de colonia que me regaló Santiago; ¿te gusta? Sí. Empieza a poner la mesa. ¿Tienes hambre? Poca. ¿No estarás enamorado? Lo mismo me ha preguntado mi madre. ¿Y qué les has dicho? ¡Quién sabe! ¿Y a mí qué me contestas? Te levantas exaltado, la abrazas con fuerza. Gracias, Clemente, pero hazme caso, ve, siéntate en la galería. ¿No te interesa mirar la noche? Vuelves a la galería, te pegas a la ventana para franquear con la sombra de tu cuerpo un claro entre las imágenes reflejadas en los cristales. Todo lo que vagamente distingues viene a ser tan misterioso como el cielo asomado a la barandilla de los terrados, de los tejados…

Clemente, ¿estás listo? Voy a servir la sopa. Una sacudida violenta a causa de aquel tono de voz, una especie de golpe que te restituye a la segunda realidad, más obsesiva que la otra, que incluso te defiende de ella. Entras en el trascuarto, orinas con la mirada requerida por el minúsculo mundo de hace unos días, el de las palomas dormidas junto a las sierras mecánicas y los tornos, a las salas y alcobas donde la gente se extravía haciendo el amor, naciendo, enfermando, muriéndose. Entras en la cocina, te lavas las manos, allá tienes el paño de cocina, colgado de un clavo, ¿lo ves? Voy a avisar a Santiago. Santiago no podía más, tuvo que acostarse. En seguida viene, te sentarás aquí entre nosotros dos. Regresa a la cocina. En algún lugar, alguien ha puesto la mesa, inútilmente esta noche. ¿Esta noche? Temes que todo vaya a quebrarse de repente, ser víctima de un complot, de una intriga. ¿Quieres alargarme el plato? ¡Ah, sí…! Basta, Claudia, gracias. No te gusta la sémola. Me gusta, pero… No me extraña. Si a él no le extraña, ¿por qué habría de extrañarte a ti? Santiago es comprensivo, al principio también él perdía el apetito… ¿Por qué no le cuentas a Claudia tu agarrada con don Ventura, cuando te expulsó de la escuela? Sería como hacer méritos. Cogieron a su padre, se lo llevaron a la comisaría, lo machacaron hasta el alma y murió, poco después, de una embolia. Un día, en la escuela, mientras don Ventura apaleaba a un chico, éste no pudo soportarlo, se le abalanzó fuera de sí, le mordió la mano que empuñaba la palmeta, ¿comprendes, Claudia? Lo expulsó a puntapiés para siempre. ¿Así que tú también eres del gremio de los iracundos? Sólo por delicadeza deberías interesarte por su ira, en qué trabajaba su padre, de qué murió, si es que ha muerto, pero únicamente ansias apresurar el final. Eres un cerdo, eso eres… Pero se hace tarde, Aurelio espera y tú ardes en impaciencia, en amorosa impaciencia, ¿verdad? Aurelio también estará inquieto. En alguna casa la impaciencia se habrá convertido en desasosiego o desesperación, pero ahora ni siquiera tienes derecho a pensar en ello, hace tiempo que te consumías en tantas aventuras clandestinas que tú mismo te fabricabas y que te aturdían… Realmente, Santiago es comprensivo, se levanta: Me voy, el viejo me estará esperando hace rato. Tendrías que preguntarle si quiere que vayas con él: sufres, pero callas, simulas que de repente te han entrado ganas de terminar la manzana medio mordisqueada y abandonada en el plato. ¿Es necesario que Clemente te acompañe? No. Pues me gustaría que se quedara, para hacerme pequeñas confidencias. Callas, toleras que te rescate sin mediar una sola palabra de tu parte. Como quieras… Buenas noches, Clemente. Buenas noches. Claudia le acompaña. Escuchas con los ojos cerrados: abren la puerta, la cierran (un hondo, largo escalofrío), sus pisadas en el pasillo, el sofocante presentimiento de que, en este instante, desde la entrada del comedor, te contempla, piensa en ti. No te atreves a volver la cabeza, ni a decirle nada, y menos lo que sientes con una enfermiza obstinación que te lastima… Claudia, por favor, siéntate a mi lado, todavía no te he dicho nada de lo que pienso de ti, de mí, de los dos; también de lo de hoy. Claudia se te acerca, te acaricia los cabellos, descansa una mano cálida en tu nuca… Deja, antes necesito explicarte algunas cosas de mí. Se sienta, no te mira, no mira a ninguna parte.

—No sé del todo cómo eres, pero te conozco más que tú a mí —dice en un tono íntimo, grave, que él no conocía—; en principio, me gustas tal como eres. Tampoco sé si opinas como Santiago y yo: me gusta imaginar que sí, y que me quieres. No me he casado ni pienso en ello, y menos si a mi hermano tampoco le da por hacerlo. Ya lo ves: contigo gasto pocos cumplidos; quiero inspirarte confianza y tener suficiente cordura para no pedirte que me quieras ni esperarlo: sería absurdo. Me bastará saber que me necesitas…

Quizá debieras interrumpirla y explicarle que incluso la imaginabas dibujada en el aire, que la sentías reposar con la cabeza sobre tu almohada, que, a sabiendas de que no estaba, alargabas la mano para tocarla, para acariciarla.

—De mí para ti, no debo ni quiero ocultarte nada. Entre nosotros no podrá haber secretos. Ya habrás supuesto que no serás el primero… Antes hubo tres compañeros de Santiago, salían con él, tal como tú hoy: un día uno, tras una temporada otro; también se conocieron en casa de Aurelio… Puedes haber pensado cualquier cosa de mí. No me sorprendería, pero te equivocas. Tampoco te oculté que admiro a mi hermano; comparto sus ideas, procuro ayudarle. Él se juega la vida, cuanto haga yo por serle útil es insignificante… Me gustas, siento que me gustaría hacer eso contigo hoy, y, sin embargo, no podría si sospecharas que soy otra…

Otra que no se anduviera con contemplaciones, desde luego; pero invencibles reflejos de despecho, de celos, te obligan a morderte la lengua. La cosa está clara: la emplean como señuelo para idiotas como tú, para los que se chupan el dedo. Vete incluso a saber si siquiera son hermanos, y si lo son…

—Santiago debe saber que tú…

—Es tan libre como yo.

—Me imagino, y os proponéis someterme, que obedezca, y tú, como compensación…

—Estúpido, si de verdad fueses de los nuestros, no me vendrías con aprensiones de quisquilloso ni escrúpulos de monja.

Se pone en pie; tú también; la miras de hito en hito, rabiosamente…

Hay tristeza y desengaño en la mirada de ella, una mirada que desarma.

—Cuando mataron a mi padre, prometí, juré que nadie ni nada me desviaría de lo que él consideraba su deber y que pasaba a ser el mío… No te extrañe que yo ahora… Será porque estos días la vida me dolía de tanto pensar en ti, y me puse a quererte tal vez demasiado, como si ya fueras mía… No me conoces, no, tú tampoco me conoces, tú también debes procurar entenderme.

Callas, desorientado, con temor de perderla. Hay cosas para no ser dichas en voz alta, el aire las lleva y no puedes repetirlas como un eco… No contabas con eso: acogedora, generosa, te aprieta las manos; sí, tenemos que entendernos, Clemente, entendernos los tres, ayudarnos, querernos; te rodea el cuello con los brazos, busca tus labios, te besa largamente; te conduce hasta su dormitorio, cierra la puerta con llave, empieza a desnudarse, tú, sentado a los pies de la cama, vas desvistiéndote por inercia, fascinado por el cuerpo que aparece, desaparece, reaparece de nuevo debajo del vestido, preservado, velado por telas delicadas, vaporosas. Se mete en la cama; tú, a su lado… Cuerpo dócil, amoroso, suave; desde muy adentro sube a llenarte la boca un sollozo reprimido hace días; es mía, y de veras, la abrazas con fuerza, cierras los ojos y de improviso, la inevitable, la esperada imagen y el desasosegado miedo de pensar, de recordar… ¡Te acuestas con esta mujer gracias a mí, cabrón, la fiesta la pago yo! Te lo ha dicho con tu propia voz, y si cerrases los ojos, todavía podrías verle recular tambaleándose y caer entre rimeros de carbonilla, de grava, de sombras. ¿Qué te ocurre, Clemente? ¿Qué te pasa? Mírame sólo a mí. Te abraza, abrázame tú, más fuerte, la besas con desesperación, más, más, penetras hasta el fondo en esta mujer que se propone salvarte y, finalmente, olvidas y te olvidas de todo, como en un sueño.

—¿TAMPOCO DE ACUERDAS de que hoy es sábado?

—Para ciertas cosas, tal vez no.

Claudia te sonríe desde la cama.

—Gracias… Y ahora te vistes como si estuvieras lejos de aquí… Ven.

—Perdona, Claudia.

Te sientas en el borde de la cama, la acaricias: al acariciarla así, lentamente, suavemente, siempre la misma estrambótica idea: que viene a ser como apoderarte por excepción de unas oscuras sensaciones que le circulan interiormente a flor de piel y que reclaman el amoroso contacto. Tu mano las capta emocionado aunque sin entenderlas; tampoco de pequeño entendías lo que pasaba, lo que te pasaba, cuando intentabas apresar, por la calle, la oscuridad y, junto al mar, el azul del agua. Trenzas sus cinco dedos con los tuyos; dame un beso en seguida. Impacientes, los brazos enlazan tu cuello y te guían hasta su boca, acogedora, honda.

—Te distraes… Lo lamento, pero acabaré por preguntarte qué te pasa.

Lo ves, se te nota: Claudia, como tu madre, se da cuenta. Clemente, no descansas, no comes, estás distraído, ayer no tomaste las hojas de sen; hoy, tampoco. Tenía ganas de acabar este libro. Al volver la última página clareaba el día; has trabajado maquinalmente. Un chalado: eso era el tal padre Cabet, tu famoso père Cabet[1]. Replicas indignado: ¡Es falso! Basta con mirarlo, con leerlo: predicaba lo mismo que padre me predicaba a mí; exactamente lo mismo que sueña Aurelio, lo mismo que busca Santiago y que él, el pobre padre Cabet, había casi conseguido: un sistema de felicidad para una sola clase: la de todos los hombres… No lo entienden. De acuerdo, pero lo tomas demasiado a la tremenda, y esta noche te has despertado como si —soñando, claro— hubieses encontrado la adecuada manera de aplicar este sistema y, sin pérdida de tiempo, fuera indispensable salir a la calle y vocear un pregón para anunciar a la gente que llevas encerrada en un puño la felicidad de los hombres y no dejarás que te la arrebaten… No, no es eso, precisamente esta madrugada… Sí, te desazonabas buscando nombres para un sinfín de dudas, para tantos recelos que te amargan la saliva…

—¿Puedo saber de quién es la culpa?

—¿Tú qué crees?

Si se lo explicaras a Claudia, tal vez lo entendiera.

—No, ahora no tendrías tiempo, llegarás más tarde que otros sábados; después Santiago protesta, y con razón. Venga, espabílate.

Terminas de vestirte. Te peinas. En el marco del espejo, sus ojos enamorados, como en un cuadro, apenas defendida por las sábanas.

—Oye, me siento cansada, no me levanto. ¿Vendrás mañana por la tarde?

—Sí.

—Adiós.

La calle, la noche con los faroles encendidos, el sabor de la piel perfumada de Claudia y, de repente, a unos pasos, como tantas noches, ensordecedor, el expreso con el viejo aroma del carbón de piedra, venteando el bigote y el ojo enturbiado de Vinaixa, que todavía sostiene la bandera, cargado de años, de melancolías. A la derecha, el mar, hoy quién sabe si iluminado por la luna; más allá, los desagües de las cloacas. El padre Cabet era francés, de Lyon, o quizá de Tolón, hijo de un tonelero. La avenida de Icaria está a un tiro de piedra —su Icaria—. En la avenida de Icaria trabajan los mejores toneleros del mundo; pero el padre Cabet no era hombre destinado a combar duelas y ajustar aros, sino a organizar una sociedad ideal, sin policías, ni militares, ni gobernantes, ni jueces: uno para todos y todos para uno; todo por la Igualdad y la Comunidad; ni propiedad, ni moneda, ni salarios, ni impuestos, ni compra, ni venta…

«Llegas a las mil y quinientas», y todavía te detienes ante la puerta para recuperar el aliento. La mano aferrada al pomo, respirando con fatiga, miras a uno y otro lado: puertas cerradas, contados balcones iluminados, una vieja desastrada, paticoja, habla sola o se encara con la noche o con su destino, un perro hurga en unas basuras, los distantes faroles de corona, solitarios, cuelgan de las paredes, con la llama del gas empañada por la humedad: complejo deprimente, decrépito, triste, pero al fondo del pasillo Aurelio, en su silla de apasionado apóstol. Piensas: son los míos, con gente así luchó mi padre codo a codo.

—Buenas noches.

—¡Hola, Clemente!

Valentín, pegado a Aurelio como chiquilla enamorada; la mirada tutelar de Santiago y su aspecto de hombre adusto, Aniceto Brugués y sus tímidos gestos de novicio: ¿a qué te dedicas, Aniceto? De día a curtir pieles de cabra, alguna que otra noche a magullar pellejos de cabrón, y sonríe; Estanislao Noguera, con blancura de horchata, su mano izquierda rígida, retorcida como cepa de vid, que habla a gritos… Gracias, Aurelio: le devuelves el libro que te recomendó leyeras. Aurelio clava sus ojos en el fondo de tus ojos, una de sus muchas maneras de interrogar, de conjeturar el provecho que has obtenido. Nada más, por el momento.

Afuera se balancea la amarilla retahíla de pollos y gallinas de los sábados. Niceto, deja que pase al rincón, por favor. Te sientas. Miguela, en su silla baja de la cocina, está entregada a su tarea.

—Buenas noches, Miguela.

—¡Hola, Clemente! El café tardará un poco esta noche.

—A última hora nos ha caído un momio; los Recasens casan mañana a su hija.

Aurelio se encorva, inclina la cabeza, susurra no se sabe qué y, de vez en cuando, nos observa de reojo con su cansina mirada de buey que se sabe de memoria la tierra que le toca remover. Como todos los sábados, ¿verdad? Envejece aprisa, se hunde en su sillón, se le extravía el ademán.

Estos días cavilo mucho. Prende la pipa calmosamente, chupa con desgana. ¿Sabéis cuál es mi conclusión…? Basta de bombas. Poner bombas viene a ser tarea de cobardes; basta de atentados a diestro y siniestro, a no ser que nos guíe un gran propósito… Recapitulo: estoy aquí sentado, con vosotros, os veo y me veo, y desde muy adentro, me sube una tristeza ácida. Cuando llegue la hora de que me retuerzan el pescuezo como a esos pollos, no quisiera haber gastado demasiada pólvora en salvas, ni por idiota haberme aguado el vino, y menos haberos aconsejado mal por iluso, por soñador. Pues lo de soñar, a mis años, es algo así como untarte con saliva el ciático. De joven me daban ventoleras, me encandilaba como un visionario, crepitaba como mi caldera. De un tiempo a esta parte mudo de talante con frecuencia, me entran ganas de echarlo todo por la borda, de dejaros en la estacada y largarme. ¿Adónde, idiota, si te han atornillado de por vida a esta silla? ¿Adónde? Me lo pregunto. Al otro confín del mundo, solo, con vosotros y unos cuantos chalados como yo, respondo… Toma el libro que has dejado sobre la mesa; le echa un vistazo, se sonríe con melancolía. Dejadles rechiflar: Monturiol y los de La Fraternidad no iban desencaminados. Aquí hedía a pescado podrido, como ahora… Han pasado setenta y cinco años desde la aventura americana del padre Cabet. ¿Alguien habla de ella? ¿Alguien siquiera la recuerda? ¿Lo recuerdan a él?

Te apremió la tentación de responder: ¡Yo hablo de él! Yo revivo estos días aquella aventura y, en la noche, desvelado pero soñando, me parece escucharlo.

—Antes pensaba a menudo, y no poco, en un mundo que todos tuviéramos que hacer, componer con nuestras propias manos.

—Como el pan, ¿no, Aurelio?

—Exacto, Valentín, como el pan, en una sociedad de artesanos, de albañiles… Un día, Miguela y yo alquilamos una barca en el puerto, éramos novios: ¿te acuerdas, Miguela…? Nos mirábamos sin soltar palabra y, de pronto, la llamarada. Cuentan que a los santos a veces los acometen esta especie de arrebatos, de tercianas: agarré los remos como un loco, con idea de llevármela hasta una isla en la que forzosamente habríamos de encontrar gente de nuestra clase. Remaba con rabia, a sacudidas violentas. Ésta se me asustó, debió de sospechar que me había trastocado, le dio miedo… Total, una ocurrencia de bisoño: la isla no existía. Icaria no existía, era inútil buscarla… A los pocos días, leí que abandonar el país era algo así como un crimen, simplemente porque el mal está aquí, no en las islas desiertas, en las Icarias; que emprender la retirada es de cobardes, no saber plantar cara a la explotación, a la injusticia… Bien, de acuerdo, pero salía de casa, campaba, dominaba la misma casta que tundía a los esclavos con el látigo, mandaban los mismos señores feudales, los mismos negreros. ¡Los de siempre! Algún día quizá lloré de rabia, no importa, seguía apostándolo todo a la misma carta, poniendo toda la carne al asador… Pero me hice viejo, no puedo más; sin embargo de vez en cuando, de noche, me pongo a soñar leyendo este viaje, como si todavía siguiera remando en aquella barca, como si los caminos de Icaria existiesen y fuera cosa de buscarlos aún a sabiendas de que no los vamos a encontrar jamás…

Valentín pregunta:

—¿Y por dónde cae eso de Icaria?

—En ningún sitio y en todas partes… Entonces las cosas iban de mal en peor. En la Francia del padre Cabet, como en cualquier lado, como aquí, igual, a pesar de que nosotros teníamos gente de muchas campanillas: Abdón Terrades, Monturiol, el del submarino; Tutau, Sunyer, Capdevila, el pobre Cuello, que me lo asesinaron a los veintitantos años, Rovira… A la que tratamos de sindicarnos nos cayeron encima: ¡agitadores!, ¡herejes! Les resultábamos más peligrosos que la fiebre amarilla, que la peste. ¡A la hoguera! Nos ponían verdes a insultos e injurias, pero no les llegaba la camisa al cuerpo, y corrieron a esconder la cartera y azuzar a Espartero, ¡qué asco!, para que nos echara el dogal y ¡sablazo que te crío! La ley del sable no admite réplica. El que paga, mejor aun, el que pega, manda. Aurelio se sube una manga: una cicatriz en forma de trencilla le baja del codo hasta el puño. Mejor el brazo que la cabeza, ¿no? Saca las gafas de la bolsa colgada de un brazo de la silla, las encabalga sobre su nariz. Abre el libro al azar: lee para sí unas líneas da tres o cuatro ansiosas chupadas a la pipa… Con su libro y sus escritos, este santo varón puso el dedo en la llaga; escuchadle, si no:

¡Ya que se nos persigue en Francia, ya que se nos niega todo derecho: libertad de reunión, de asociación, de discusión y de propaganda pacífica, vayamos a buscar en Icaria nuestra dignidad de hombres, nuestros derechos de ciudadano y la Libertad con la Igualdad!

No será la nuestra una pequeña emigración, un pequeño ensayo. Podemos contar con diez mil o veinte mil icarianos que podrán y querrán marchar y, muy pronto, contaremos con cien mil y quién sabe si con millones…

No será una confusión de hombres sin objeto, instigados tan sólo por la miseria y el deseo egoísta de mejorar la suerte personal…

A las tres semanas, los de La Fraternidad llevaban recaudados mil cuatrocientos reales para sufragar el viaje del doctor Rovira. A este Juan Rovira le tocó ser el primero de nuestros candidatos destinados a formar parte de la primera vanguardia icariana del padre Cabet. Era un médico muy joven, recién casado, de los llamados de buena familia, discípulo de Monturiol; su mujer esperaba un niño, ella misma lo animaba a emprender el viaje; más adelante, se reunirían los tres en Icaria, y serían felices… Felices, ¿comprendéis? ¿Por qué no? Abandonarían Europa decididos a destruir la opresión, lo dice aquí, la miseria y la ignorancia: a cortar de raíz todos los vicios, todos los crímenes: a establecer la unión entre los hombres, la concordia, la paz, la caridad; en resumidas cuentas, a asegurar la felicidad de todos los hombres y de todos los pueblos, sin excepción… Santiago, o, mejor tú, Clemente, que acabas de leerlo, relévame que me canso. Sigue aquí donde dice: «Nada será confiado al azar…»

Nada será confiado al azar, todo estará dirigido por la Razón. Uno para todos, todos para uno. De cada uno según sus fuerzas y su capacidad, a cada uno según sus necesidades. Primero lo indispensable, después lo útil, luego lo agradable, sin otros límites que las posibilidades, la razón y la igualdad. En Icaria no habrá fracasos ni preocupaciones económicas; no habrá pleitos ni pasaportes; esbirros ni gendarmes, verdugos ni carceleros.

En Icaria la bofia no podrá darse el gustazo de propinar una paliza a tu padre, no tendrás que recogerlo como un montón de basura y enterrarlo en secreto. ¡Lee, lee!

Dejará de existir el servicio militar, estéril, embrutecedor y opresivo; pero todos los ciudadanos formarán parte de la guardia nacional y estarán ejercitados en el manejo de las armas.

Nadie podrá decir: yo soy más feliz que otro, pero tampoco nadie será más feliz que él.

Reflexionad, icarianos. Nos deleitaremos con un clima suave, un cielo más hermoso, una tierra virgen y fértil, cubierta por una generosa vegetación que produce casi sin esfuerzo, y que nos proporcionará con poca diferencia todos los frutos y todo el ganado que se produce entre nosotros.

—¿No os hubierais precipitado a inscribiros en la nómina? ¿No os hubiera gustado corear esta tonada?

En pie, trabajador que encorvó la miseria,

sonó la hora de tu despertar,

en tierra americana ve ondear la bandera

de la Santa Comunidad.

Basta de vicios y desesperanza,

basta de crímenes, terminó el dolor;

majestuosa la Igualdad avanza,

seca tu llanto ya, trabajador.

Vamos a fundar nuestra Icaria,

soldados de la Fraternidad.

Vamos, a fundarla en Icaria,

la dicha de la Humanidad.

Históricamente, el 3 de febrero de 1848 embarcamos en El Havre. La mayoría todos más o menos como nosotros; al fin y al cabo, siempre los mismos. Formados al pie de la fragata, conmovidos, en silencio. Registro en mano, el sobrecargo pasa lista, comprueba nombres e identidades de los pasajeros, y con su fantástico sueño a cuestas, cada cual sube a cubierta… Allá donde el mar oscurece con color de avellana, allá desemboca el Sena. Yo soy de París. Te vuelves. Son los ojos del hombre, claros como los cristales de una ventana por la que ves cuanto ocurre en el interior; barba hirsuta que se le derrama hasta la mitad del pecho, voz cálida, profunda. El Sena es un río con mucha historia, pero capítulo como el que empezamos a vivir aún no se había registrado ninguno. Le miras con agradecimiento, le abrazarías…

—Et vous?

—Aurelio Rocosa.

—Profession? Métier?

—Maquinista.

D’accord, montez.

—Et vous?

—Joan Rovira.

—Profession?

—Médécin.

—Origine?

—Catalan, de Barcelone.

—Et vous?

—Rosendo Rovira.

—Parents?

En quelque sorte je ne me’n doute pas —dice el doctor Rovira, y dedica una afectuosa sonrisa a tu padre; luego, a ti, una entrañable mirada que a la vez que te atrae, te desconcierta.

—Profession?

Il est sérrurier —dice el doctor Rovira, y tu padre sonríe.

—Et vous, jeune homme?

—Clemente Rovira.

C’est son fils —dice el doctor Rovira.

—Et vous?

—Santiago Millás.

—Très bien, montez les quatre.

Somos unos setenta a bordo. Formamos en cubierta, uniformados: levita de terciopelo, pantalones negros, sombrero hongo blanco, escopeta de dos cañones, canana, daga y cuerno de caza. ¿Que te habrías dado un hartón de reír? Qué más da, medio mundo se ríe del otro medio, y ninguno de los dos tiene razón y los dos la tienen. Lo que cuenta es que el padre Cabet nos bendiga. Se escucha el recio aleteo de unas gaviotas, el lejano chirrido de una grúa y, de pronto, absolutamente nada; el mundo se ha puesto a observarnos mientras el padre Cabet pasa revista, no a nuestros uniformes, sino a lo que sentimos, a lo que pensamos.

—¿Insistís en declarar que conocéis perfectamente el sistema, la doctrina y los principios de la comunidad icariana?

Todos a la vez:

—¡Sí!

—¿Persistís en respetarlos con toda la fuerza de vuestra convicción?

—¡Sí! ¡Sí!

—¿Aceptáis sobre cualquier otro principio el de la fraternidad de los hombres y de los pueblos y todas las consecuencias?

Con vivísima energía:

—¡Sí!

—¿Os sacrificaréis por el interés y la felicidad de las mujeres, de los niños, de las masas oprimidas por la miseria y la ignorancia?

Como en un rapto:

—¡Sí, sí!

—¿Aceptáis el título de soldados de la Humanidad, con todos los deberes que este título os impone?

—¡Sí, sí!

—¿Estáis dispuestos a soportar todas las fatigas y todas las privaciones, a desafiar todos los peligros por el interés común y general?

—¡Sí, sí, sí!

—¿Estáis convencidos de que vuestro primer interés y vuestro primer deber hacia la Comunidad son la Unión, la Concordia, la Tolerancia y la Indulgencia de los unos con los otros; el orden, la disciplina y la Unidad?

Con voz fuerte y unánime:

—¡Sí!

—¿Os aceptáis sinceramente como hermanos y os comprometéis firmemente a aceptar la Fraternidad; a quereros, a socorreros, a ayudaros, a sacrificaros recíprocamente unos por otros?

Con entusiasmo desbordante que os ilumina:

—¡Sí, sí!

—¿Juráis ser siempre fieles a la bandera de Icaria, de la Humanidad, de la Fraternidad y de la Comunidad?

Con exaltación y emoción incrementada:

—¡Sí, lo juramos!

—¿Consentís en que el que abandone a sus hermanos para atender a su interés personal y su egoísmo pueda ser públicamente infamado como desertor y traidor?

—¡Sí, sí!

—¿Aceptáis completamente, sin repugnancia, sin segundas intenciones, el Contrato Social publicado en Le Populaire del 25 de setiembre de 1847?

Todos a la vez:

—¡Sí!

—¿Aceptáis la dirección única y consentís en confiármela por espacio de diez años?

Con progresivo acaloramiento:

—¡Sí, sí!

—¿Vuestra aceptación es una verdadera elección?

—¡Sí, una elección!

—¿Juráis someteros a mi dirección, tal como yo ahora juro consagrar toda mi existencia a la realización de la Comunidad sobre la base de la Fraternidad?

Todos a coro y con la mano extendida:

—¡Sí, juramos!

Uno tras otro estampamos nuestra firma al pie del documento que contiene esas preguntas y respuestas con la intención de legarlo a la posteridad, junto a un cuadro y una litografía en conmemoración de nuestro solemne compromiso.

3 de febrero de 1848. «Culmina uno de los actos más importantes de la historia del género humano». Lo proclama con grandes mayúsculas Le Populaire. El Rome suelta las amarras. La primera vanguardia icariana zarpa de El Havre. Son las nueve de la mañana. Ante nosotros, el Océano. Al otro lado del Atlántico, Icaria. Cuatrocientos o quinientos enfervorizados espectadores nos aclaman desde el extremo del muelle. Instalados en el castillo de popa, inflamados por una fe creciente, descubiertos, en posición de firmes, todos a una y aturdidos por la emoción, el himno de la Gran Esperanza nos aflora a los labios desde el fondo del alma:

Embarquemos hacia Icaria…

¡Fundaremos nuestra patria,

hijos de la Fraternidad,

fundaremos, al llegar a Icaria,

la ventura del hombre!

Se agitan los pañuelos de los que nos despiden con la esperanza de reunirse muy pronto con nosotros; cantan y gritan, bon voyage! bon voy age!

No demasiado buen viaje; al contrario, menos que mediocre. Unos primeros días de interminables horas de lluvia, lenta, oscura, pesada, de horizontes cerrados; después, obstinadas ausencias de viento, de largar velas inútilmente o de recogerlas, enrollarlas, de mal sentarse en cubierta saturados de azul de mar y de cielo, de nubes. ¿Cuántos días llevamos navegando? Veintidós. A la puesta de sol, las inclemencias de febrero nos obligan a buscar refugio, a resguardarnos. Angustiosas horas de crepúsculo, se encoge el espacio, la niebla anega faroles y arboladura, activa la pestilencia de aceites y grasas; en noches claras, los cielos indiferentes no cesan de columpiar a las estrellas entre las cofas y las vergas, de babor a estribor, de popa a proa. ¿Cuántos días llevamos navegando? Treinta y siete. Habían hablado de cuatro semanas, no de cinco y, al paso que vamos… Se suda sangre para descubrir un nuevo mundo. De acuerdo, doctor Rovira. Y tenemos que ganarnos Icaria a pulso. Horas muertas de juntarse en los chinchorros, en los jergones, de divagar en torno a las mesas, de quemarse la sangre. Dicen que en el valle del Río Rojo de junio a noviembre casi no llueve; en cambio, los inviernos son crudos, nieva. Y, al llegar a pleno Atlántico, de repente, unas terribles ráfagas de viento del Norte, seguidas de violentos zarandeos, sacuden de punta a punta la fragata, hacen crujir, gemir la embarcación, se esfuerzan por desarbolar los tres mástiles durante un día y dos noches. Y, también, súbitamente, al romper el alba, la tempestad amaina, se la ve caer inanimada sobre el azul del agua otra vez pesadamente encalmada y sin límites. ¿Cuántos días llevamos navegando? Cuarenta y cinco. Discutíamos por todo. Sólo enmudecían los que empezaban a sentir añoranza. El suizo no cesaba de demostrar la enormidad de dinero que se necesitaba para llegar a suprimir el dinero. El dinero, le replicaban, no va a hacernos falta alguna. Si en Tejas todo nos cae del cielo: instrumentos, máquinas, casas, muebles, ropas, víveres, ganado, medicinas, claro que no… Pero ¿la tierra será nuestra? Sí, monsieur Cabet adquirió un millón de acres a la Compañía Peters, de Cincinatti. Bien, pero ¿estamos o no en contra de la propiedad? Nosotros formamos una comunidad, la gran familia icariana. ¿Con independencia política? Más o menos la misma que gozaron los hombres que al principio bregaban para defenderse del frío, del hambre, de los animales y contaban tan sólo con sus dos manos. ¡Eso es falso! Llevamos todo lo indispensable para una larga temporada. Si nos dejamos avasallar, acabaremos dándole la razón a Abdón Terrades. ¿Qué decía vuestro Abdón Terrades? Que sin indispensables medidas sensatas estropearemos la empresa y quedaremos reducidos a una insignificante colonia extraviada por los desiertos de América, que en lugar de prestar un servicio a la causa abundaremos en la idea de quienes creen que el comunismo es una utopía. De todas formas, tengo la sensación de que el padre Cabet, de tan deslumbrado, se pierde un poco por las ramas, quiero decir que, en el contrato con la Peters, ciertas cláusulas importantes han quedado en puras vaguedades y artimañas… ¿Cuántos días llevamos navegando? Cincuenta y dos. Asomados a la borda del buque, pasáis el tiempo escudriñando el horizonte, aturdidos, ciegos, sucumbiendo a extravagantes espejismos o tumbados, horas y horas, en camastros y jergones, enervados, sin sueño, como moscas emperradas en recorrer los cristales de las lumbreras de la bodega, acémilas sobrecargadas con doble albarda por las morosidades del tiempo que altera absurdamente la capacidad para creer en todo o en nada, para recobrar y perder la fe, que os mueve a preguntar una y otra vez cuántos días lleváis de esta insólita travesía que parece haber perdido el rumbo e incluso, a ratos, su objetivo, hasta que una tarde, de improviso, la voz del capitán, desde la cofa del palo mayor, anuncia que si miráis por el lado de estribor distinguiréis el perfil del litoral americano.

—¿Le habéis oído? ¡Ya se ve tierra!

—¡Tierra americana!

¡Icaria!

Os abrazáis conmovidos, extenuados, aproximadamente felices. Sí, ésta es una de las horas más trascendentales que habrán vivido los hombres, semejante a la del navegante genovés: el redescubrimiento de una América llamada a ser la nueva Jerusalén, el final del éxodo de tantas generaciones humilladas.

—¿Qué día es hoy?

—El 26 de marzo de 1848.

Hace cincuenta y tres días que navegáis; pero, finalmente, dentro del aire brumoso rielan las primeras señales luminosas de un faro y, a las tres o cuatro millas, aparecen las balizas costeras y la luz de un segundo faro. Te asomas por la barandilla: no es el batir de las alas de las gaviotas sino el fatigoso respirar del motor de la chalupa del práctico, que convoya la fragata hasta la dársena del puerto, y abajo se insinúa la enorme desembocadura del Mississippi, el Padre de las Aguas… Riberas grises, monótonas, y el silencio americano de unos yermos rodeados de soledad, deshabitados; y Juan Rovira dice: como si el mundo acabase de comenzar y nos dispusiésemos a vivir la primera historia del hombre, una historia que, de tan digna, eclipsará, hará olvidar todas las que hasta ahora se han vivido. Un silencio vaciado por los gritos afilados de una bandada de patos salvajes y el entrechocar de las aguas arcillosas del estuario contra el vientre de la fragata. Cañaverales, juncares, tierras pantanosas y el río que arrastra las primeras luces del día…

—¿Cómo va, Miguela?

Miguela levanta la cabeza, se seca el sudor de la frente con el dorso de la mano, sonríe, y, a tirones regulares, reemprende la tarea de arrancar las plumas del pollo descoyuntado que le cuelga cabeza abajo del regazo. Quizá nos escuche. ¿Quién sabe? Oye, déjala, déjala con sus trabajos y sus cuentas; la niebla se ha desvanecido, la silueta de unas casas señoriales se insinúa entre espesores de arboledas y, amarradas al filo de la ribera, más arriba, hileras de barracas descoyuntadas, parduscas: las de los esclavos. Que conste: también venimos a luchar pacíficamente por la felicidad de los negros, por la felicidad de todas las razas. Vastísima embocadura del río; hasta pasadas un par de horas no se distingue el brumoso perfil de Nueva Orleans al pie de la Gran Agua, en la orilla izquierda del amplísimo recodo que describe el río… ¡Nueva Orleans! La primera vanguardia icariana concentrada en proa, todavía ignora que, mientras navegaba, en Francia han mandado al cuerno al rey Luis Felipe. Por el momento cantan en voz baja, en un fervoroso y emocionado murmullo. Ondean a medio aire vuelos estremecidos de pañuelos de la muchedumbre congregada en el muelle, como en El Havre. A poco, retumban unas salvas de artillería, repican las campanas de los buques anclados, la gente grita, os vitorea. ¿Es posible que se celebre vuestra llegada con un desbordamiento tan extraordinario como inesperado? Oye: ¡tal vez «esto» sea Icaria! Una fogosa voz de acento irreprimible se lanza a cantar a pleno pulmón el himno de la Gran Esperanza y, todos a una, lo secundáis, maravillados con lágrimas en los ojos, como si asistierais a un auténtico milagro:

¡En pie, trabajador que encorvó la miseria,

sonó la hora de tu despertar,

en tierra americana ve ondear la bandera

de la Santa Comunidad

La fragata maniobra para atracar en la dársena. En vuestro campo visual entran, salen, se alteran, se superponen innumerables bocas de negros y de blancos apostados en el muelle; se abren y se cierran violentamente, pero las explosiones del motor del remolcador os impiden oír lo que profieren o lo que gritan. Hasta que el Rome fondea en el desembarcadero no os dais cuenta de que aquella encrespada muchedumbre está cantando la Marsellesa, y que no pocos la cantan agresivamente: Aux armes, citoyens, formez vos bataillons… Singular, estrambótico desembarco en la Tierra Prometida; tal delirante efusión patriótica os desorienta y conturba. Formez vos bataillons; el Mississippi se transforma en el Rin, Nueva Orleans en Estrasburgo, y, en la otra orilla, acampa el ejército austríaco. Vive la France! Vive la République! No entendéis. ¿La República? ¿Qué República? Claro, no entendíais, no podíais entender que os tomaban por comparsas episódicos de la ilustración de una historia más descolorida y deteriorada a cada embate, y la gente no se cansa de abrazaros, de besuquearos ambas mejillas… Le jour de gloire est arrivé! En todo caso, gloria precaria; la vuestra no tolerará armas ni batallones, ni este acre olor a pólvora que todavía flota con el relente de la noche… Pero, en realidad, ¿qué pasa?, ¿qué ha pasado? Una fragata menos remolona que la asmática Rome ha atravesado el Océano en cuatro semanas, y ha traído la noticia de la caída de la monarquía mientras, vosotros, veintiún días después de haber zarpado, todavía navegabais en pleno Atlántico. Pero ¿cómo?, ¿ignoráis que el 24 de febrero un gobierno socialista restauró la República, ha establecido el sufragio universal, ha reconocido a menestrales y a hombres de blusa la libertad de asociarse en defensa de unos derechos inherentes a su propio trabajo…? No podéis evitarlo: la primera reacción de desconcierto se os transforma en una rara y honda decepción con síntomas de envidia de los que no sólo se habían convertido en testimonios sino en protagonistas del cambio tan largamente, tan ardorosamente esperado. Alguien se desmoraliza y habla de reembarcar, de renunciar a la Icaria americana inexistente aún para ingresar en la recién nacida Icaria francesa.

—Si nos la han traído en bandeja y a domicilio, ¿qué sacamos con irla a buscar a Tejas?

Inevitable, ansiosa intervención de impacientes y de murmuradores, enconándose mutuamente las heridas.

—Sí este nuevo gobierno es tan progresista, no puede, en justicia, tardar mucho en instaurar el comunismo y veréis cómo, de grado o por fuerza, lo adoptarán muchos otros países.

—¿Y entonces qué sentido tendría todo cuanto los icarianos seamos capaces de organizar en Tejas?

—Tampoco nos consta si, a consecuencia de este cambio radical, no se va a desaprobar, por superflua, nuestra aventura.

—Y que cuanto más nos acerquemos a Icaria, resulten más contradictorias ciertas cifras y más que ambiguas las promesas de esta enigmática Compañía Peters.

Ya inclinados en la pendiente de la apostasía, alguno se aventura a recapitular en voz baja.

—Acordémonos: Engels y Marx ya habían censurado nuestro plan de emigración, decían que ocasionará una gran desgracia al Comunismo, que desengaños muy amargos turbarán los últimos días del padre Cabet.

—Lo mismo vaticinaba Abdón Terrades a Monturiol; pero, ya sabéis, Narciso Monturiol es una águila, un sabio, el fundador de La Fraternidad.

Inevitable réplica, contrapartida de los perseverantes, de los que llevan prendido al pecho el emblema de la abnegación, del amor al prójimo.

—¿Quién os asegura, pues, que esta República no se convertirá, Dios no lo quiera, en otro juego de cartas, y que al cortar por última vez no nos saldrá a destiempo el rey de turno, alguno que a estas horas ya se esté probando la corona?

—Después de todo ¿acaso los icarianos nos disponemos a instaurar la libertad en un solo país? ¿O es que entre nosotros sólo hay franceses? O peor todavía, ¿osaría algún icariano volver la espalda al nuevo destino que se vale de nosotros para el rescate del Hombre y de su ventura?

La llama del espíritu cabetiano resplandece de repente sobre la cabeza de los apóstoles de Icaria a semblanza de un vuelo de celestes palomas. A los auténticos fieles incluso se les ha pegado el estilo fogoso y ciertos gestos espirituales del maestro: avientan el mismo fuego sagrado, se apresuran a borrar perturbadoras sensaciones de frustración y de desastre en la pizarra de vuestra primera noche americana. En definitiva, resultaría demasiado cómodo y, en el fondo, poco digno —lo mismo que ayer, a la llegada— confiar en gangas providenciales, en señales portentosas. No son turbulentas manifestaciones de esta clase las que nos corresponden, sino sencillas acogidas entre unos cuantos iniciados o dispuestos a iniciarse en la nueva religión icariana. Justamente hemos desterrado los himnos que exhortan a empuñar las armas, renunciamos a las patrias locales, a la guerra… Somos los que entonan tan sólo palabras que invitan al trabajo, a la paz, a la concordia… y, en cualquier caso, ¿no nos hemos comprometido a sacrificarnos? Pues entonces, basta de abatimientos, basta de desconfianza, basta de dudas. Seamos expeditivos, eficaces. ¡Seámoslo!

A la madrugada siguiente, sumidos en vuestro proyecto, pasasteis horas y horas ensartados en cúmulos de preguntas y respuestas prácticas, en explicaciones y horarios… ¿No es en Shreveport donde se adquirieron unos centenares de acres para la edificación de una granja o albergue para los emigrantes de paso hacia Icaria? Y, una vez desembarcados en Shreveport, ¿hemos de dirigirnos realmente a Sulphur-Prairie? ¿Y de allí a la Colonia Peters? ¿Cuántos días necesitaremos para llegar? De aquí a Shreveport, cuatro. De Shreveport, por la carretera nacional de Bonham, hasta Sulphur-Prairie, unos siete, de Sulphur-Prairie hasta la Colonia Peters, otra semana. ¿Y cuándo partimos? Tan pronto como el comité haya puesto orden en el caótico itinerario de los técnicos de París. Además, hay que poner en claro ciertos documentos de la Peters. Su representante aparenta ignorar que la concesión que nos hace su compañía sea de un millón de acres, según consta sin lugar a dudas en el memorándum del padre Cabet, por lo tanto…

Pero también a la mañana siguiente, cinco de los más cultivados e imprescindibles emigrantes habían desertado: el arquitecto Piquenard, Myet, el fabricante, Pasquier y Boissier, y el doctor Leclerc, con los cuatrocientos francos que le fueron confiados en París para la adquisición de medicamentos.

30 de marzo. Confortados con las propias palabras del Manifiesto de Etienne Cabet, que alguien, lo bastante inspirado y astuto, nos leyó anoche en voz alta, hoy, sin tener que lamentar una sola deserción, todos juntos y al clarear el día, bajo un cielo claro, despejado, remontamos las turbias aguas del Gran Río, en un barquito fluvial. La doctrina icariana ha quedado reforzada y coreada.

—¿Os sacrificaréis por el interés y la libertad de las mujeres, de los niños, de las masas oprimidas por la miseria y la ignorancia?

—¡Sí!

—¿Aceptáis el título de soldados de la Humanidad, con todos los deberes que este título os impone?

—¡Sí, sí!

—¿Estáis resueltos a soportar todas las fatigas y todas las privaciones, a desafiar todos los peligros por el interés común y general?

—¡Sí, sí, sí!

Al doctor Rovira le ha sobrado razón: descubrir un nuevo mundo exige sangre. Debemos conquistarlo entre todos, y a pulso. Incluso al doctor Rovira, veinticinco años, con la mujer embarazada en Barcelona, le asaltan inquietudes y dudas, acuciadas tal vez por la añoranza; pero, acodado en la barandilla, tararea y, como iluminado, contempla el paisaje que lentamente se dilata en cuanto abandonamos Nueva Orleans; recita a media voz el verdor de unas enredaderas todavía sin nombre para nosotros, las nevadas matas de algodón, las plantaciones de cañas de azúcar, la tierna frescura del maíz, de la cebada, de las hojas del tabaco, los marjales donde germina el arroz, y, aquí y allí, las elegantes residencias de los colonos en suaves promontorios, los pardos barracones de los negros entre un trenzado de vías de agua azul. Y vastas avenidas de robles, rodeadas de jardines, de bosques de cipreses, de maravillosos sauces llorones. Dice conmovido: me entran ganas de arrodillarme…

Navegamos hace seis días. Al cabo de unas horas de abandonar el Mississippi para enfilar el Río Rojo del Sur, manadas fugitivas de búfalos entran y salen de la maraña de troncos de árbol y lianas; más allá, ágiles desbandadas de caballos en libertad bajan retozando hasta las riberas y chapotean entre arenas y guijarros. Como por sorpresa, a media tarde, atracamos en el desembarcadero de Shreveport. SHREVEPORT, proclaman unas chapuceras mayúsculas inscritas en blanco en un rótulo de madera negra. La ciudad que nos habían anunciado en París es un modesto lugarejo de barracones entre frondas verdes. Da lo mismo, a nosotros lo único que nos interesa es que en este lugar el padre Cabet hizo que compraran mil acres para edificar una casa-almacén destinada a los icarianos y a sus equipajes. Mientras descargan el montón de cajas que hemos de transportar hasta icaria, nos dedicamos a buscar nuestra residencia. ¿Y dónde vais a buscarla, si no existe? No existe, y en todo el pueblo no hallamos ni alojamiento para treinta y nueve personas. ¿Y hacia dónde hemos de encaminarnos después? A Sulphur-Prairie. Pero, por el río, imposible; precisamente a partir de aquí el Río Rojo sólo es navegable una media hora escasa, luego todo son árboles amontonados por las inundaciones, revoltijos de matas, de malezas, amasijos de broza… ¿Y cuántas leguas de caminos nos separan de la Colonia Peters? Unas ciento. ¿Que lograremos recorrer en cuántos días? Dependerá del coraje, de las botas, de si os venden o no unos carros, de si podéis comprar bueyes, de atajos y rodeos, de si os podéis o no mantener sanos y salvos, de los pieles rojas, de los búfalos y —no poco— del tiempo…

6 de abril. Con penas y trabajos habéis conseguido dos carros viejos, en mal estado, y cinco pares de bueyes. A la hora de partir, uno de los carros se rajó al cargarlo. Ganaréis tiempo y conocimientos consultando a míster Herbert, alcalde y notario; tiene en las uñas el cómo y el porqué de cuanto ocurre a la redonda… Su casa es aquélla, la solitaria, al final de la calle…

JUDGE ROY HERBERTNOTARY PUBLIC

JUSTICE OF THE PEACE

ICE BEERBILLIARDS HALL[2]

Subís los cuatro peldaños de madera del local donde campea la insólita combinación de estos rótulos. El alcalde-notario-tabernero os recibe en la sala de billares con el taco en la mano y unos perfiles de espuma de cerveza en el bigote… Car? Carriage? Moja con saliva la suela del taco, le da tiza lentamente, cavila. ¿Para ir adónde? De momento a Sulphur-Prairie. La lengua le chasca. Luego hemos de seguir hasta la concesión de la Compañía Peters. Os mira estupefactos. En fin, es cosa vuestra… No creo que encontréis ningún carro, a cada uno le hace falta el suyo; dudo de que nadie se arriesgue a desprenderse de una sola rueda, salvo que con paciencia y el cebo de unos buenos billetes… Decidnos, por favor, ¿dónde arranca la carretera nacional de Bonham? ¿La carretera de Bonham decís? ¿Y quién puede informarnos de un francés icariano que controla una tribu de indios pacíficos? ¿Pacíficos decís?… Se acerca a la ventana que mira a poniente: una vez cruzado este puentezuelo, dice, señalándolo: todo y nada es a un tiempo camino. Consultad continuamente brújula y mapa. Los segotes van a resultaros más prácticos que la hoz. Para desbrozar y abrir camino en junglas a primera vista impracticables, no hay como el hacha y, con tino, el fuego. Por la noche permaneced ocultos en cobijos y refugios. No os pese trajinar abundante provisión de víveres y de agua potable… En fin, que la suerte os preserve de serpientes, de malaria, de nubes de mosquitos. A más de una caravana se le ha perdido el rastro por culpa de los indios o por haberse extraviado entre laberintos de lianas. Y un último consejo: no os entretengáis; si os pilla el bochorno tropical en pleno desierto se os calcinarán los huesos, y peor aún si os atrapan las lluvias.

De acuerdo, pero trajimos una carga excesiva y no disponemos de suficientes medios para transportarla. Necesitamos adquirir de inmediato un terreno, edificar una nave-depósito de esta carga… De los sesenta y cuatro que llegamos, veinticinco nos disponemos a emprender viaje hacia Sulphur-Prairie mañana o pasado mañana. Allá nos espera monsieur Sully, que, delegado por el padre Cabet, embarcó a primeros de diciembre con la misión de comprar un local donde alojarnos de paso hacia la Colonia Peters.

—Pues en eso sí que puedo ayudaros: sé de alguien dispuesto a vender un hangar a precio razonable. Claro, debería acondicionarse.

Comprasteis el hangar. Treinta y nueve de los vuestros permanecerán para realizar las obras. Una vez terminadas, acudirán a reunirse con vosotros en Icaria.

No perdamos, pues, más tiempo. En Icaria encontraremos de todo: la cuestión es llegar, sea como sea. Veinticinco, ni uno más ni uno menos emprendéis el camino, acompasando el paso a la indolente andadura de los bueyes, a los crujientes bamboleos del carro. Una cinta anaranjada perfila el horizonte; prolongados bajo el cielo desmedrado pasan los gritos de solitarias aves de vuelo rumoroso y pesado. El aire, al levantarse, ya es tibio, denso.

7 de abril. Incansable, descorazonador rastreo de las casas más apartadas del pueblo en busca de algún carro suplementario para complementar el transporte del complejo y profuso equipaje embarcado en El Havre. Es indispensable, urgente, el concurso de una segunda expedición que refuerce la insuficiente capacidad de la primera, de una brigada de voluntarios con valentía y espíritu de sacrificio bastantes para acarrear a hombros una mínima parte del equipaje, si es que a última hora no se opera el milagro de una transacción o la venta aunque sea de una sola pareja de bueyes o de caballos y un mal carro… ¿Cuántos somos los dispuestos a formar la partida…? Tres, cinco…, ocho, once… ¿Sólo once?… Doce, trece…, catorce… ¿Nadie más? Ni uno más… Como tampoco carro, mulas, bueyes, pero fieles a las consignas del padre Cabet emprendéis el camino, fortalecidos por el himno de Icaria. ¿Oyes? ¿Ves?: cargados como ganapanes, avanzas penosamente tú con ellos, en tu sueño, y, de repente, despiertas sobresaltado: ¿cómo? Te tientas la mano, aún trasudada por el contacto de la mano rugosa y encallecida de tu padre que oprimía la tuya… Tiene que existir, es inevitable que exista un pueblo de gente sencilla, desinteresada, bondadosa, ¿comprendes, Clemente? Trabajaríamos la jornada indispensable para la comunidad, nunca con la indiferencia de la máquina, sino con la devoción del artesano… Es injusto que la gente no tenga tiempo de contemplar los árboles, el mar, de escuchar a los pájaros, al agua, de detenerse para admirar cómo pasan las nubes; tiempo de conversar, de cantar con los compañeros, hermanados, sin egoísmos, dispuestos a transformar al servicio de todos este desorden de siempre tan mañosamente organizado en favor de unos pocos… ¿Comprendes bien lo que quiero decir? Sí, padre.

Ni un mal carro. Los demás se han considerado impotentes para transportar sacos y mochilas con provisiones para diez días: los imprescindibles para llegar al poblado: límite de la penúltima etapa. El calor agobia de día; por la noche, extenuados, dormís al raso, arropados en la manta. Pedregosas estepas sin árboles, raquíticos arbustos espinosos; eriales recubiertos de un barro que destroza los zapatos y llaga los pies; inesperadas regiones con marjales y pantanos de aguas pringosas, palúdicas… Lleváis más de setenta horas andando y, al clarear, algunos ilusos todavía cantan.

11 de abril. A media tarde, los catorce de la segunda expedición alcanzan a los veinticinco de la primera. Al tercer día de haber salido de Shreveport, una lluvia torrencial les hundió la vela del carro, y los bueyes quedaron aprisionados una noche entera en los barrizales. Al reemprender la ruta cedió el buje de una rueda del carro, el eje se partió. Míster Roy Herbert tenía razón: todo y nada es camino en estas sabanas; cuanto más os internáis hacia poniente, de peor transitar resulta la tierra, más resecas y endebles las hierbas de los tétricos y quebrados yermos, más infinito el llano que arde bajo el sol. ¿Dónde esta Sulphur-Prairie y dónde el fantasmal icariano francés que, según el padre Cabet, capitanea una tribu de indios pacíficos por estos andurriales?

Enfermos, agotados, abrasados, no sois más que una extraviada caravana de vencidos, una empobrecida, alucinada legión de nómadas trastornados por el espejismo de un horizonte que recula a medida que avanzáis…

—Hazme caso, Clemente, no le des más vueltas, acabarías como yo, rascando una roña imaginaria, quemándote la sangre, preguntándome cien mil veces si eran realmente unos bienaventurados. A lo sumo, amasados con nuestra misma levadura, incapaces de tolerar la repugnancia, la tristeza que produce el mundo tal cual lo hemos emporcado entre todos. Permanezco sentado aquí hora tras hora. Para los tullidos, los hechos se desfiguran, el tiempo adopta extrañas dimensiones, y si a veces escapa como un pájaro, otras encalla como aquellos desventurados bueyes. Me desvelo a menudo y a menudo me sorprendo hurgando con el bastón entre unas matas en las que han ido perdiéndoseme los sueños, las ilusiones, sobre todo de la primera juventud, de cuando mozalbete; de cuando mi padre volvía a casa, como más tarde yo, requemado, tiznado, aún con centellas de fuego en los ojos y, de tan exiguo, bailándole el jornal en la mano… Esta clase de aventuras se te agarran y no te sueltan. Ni podías, ni querías soltarlas, sobre todo desde que sabías que unas primeras y pequeñas matas como de albahaca, unas esforzadas y mínimas plantas mal pintadas de verde, con su modestia, ponía a raya el desierto y que alguien levantaría el brazo y lanzaría un grito de alegría:

—¡Fijaos: son pájaros!

Tres, cuatro, cinco pájaros atravesaban y rayaban el cielo, vertiginosos como golondrinas. Pájaros, y, a una escasa media legua, al borde de un barranco, la redonda silueta de unos pinos ligeramente inclinados hacia deliciosos y abismados rumores de agua. Un par de horas más tarde, llegada a Sulphur-Prairie. En un poste de madera clavado en un hito apenas se lee SULPHUR-PRAIRIE. Prado del azufre, ¿no? Y es más agreste, más primitivo que Shreveport. Entre casas diseminadas, manchadas por el color de la pobreza, en un espacio con vagas estructuras de plaza, se yergue el hogar que el padre Cabet encargó hará un año para cobijo de los emigrantes icarianos. Preguntáis por monsieur Sally. Una desmirriada vecina, piel y huesos, provista con las llaves, os anuncia que el pobre monsieur Sully enfermó hace ya bastante tiempo, que se alberga en una casa que dista unas dos horas del pueblo. Por una módica suma, la vecina se ofrece a prepararos la comida con la ayuda de su hermana. Muy bien. El pajar, al fondo del patio, bien provisto de pinaza y paja, os asegura el lecho. Como si al cabo de estas quince interminables jornadas de camino, los rigores del clima, la acumulación de privaciones, fatigas y desalientos, se os brindase de pronto un simulacro de hogar.

A la mañana siguiente, cada uno a su tarea. Un guarnicionero-herrero-droguero os proveerá de víveres y acepta remendaros la vela soldar el je de la rueda del carro. Los que andan en busca de vehículo sólo encuentran un vetusto carricoche, que aunque chirría, rueda. Se han comprado camastros para los compañeros que llevan días enfermos, y zapatos, ropa, mantas, en sustitución de las que malograron las inclemencias del tiempo. Reposáis, dormís horas y horas, interinamente distantes de vuestra estrambótica empresa…

Una vez recuperados, se os ocurre trastea, el huerto abandonado del gran casón comunitario: replantáis verduras y legumbres, podáis árboles, desbrozáis caminos, abrís acequias, regáis mañana y tarde pensando en las próximas expediciones icarianas. Alguna noche, antes de acostaros, aventuráis un primer balance, os dedicáis a planear la última etapa de un viaje que exigirá como mínimo diez días a través de una comarca tanto o más abrupta que las que lleváis recorridas. No importa: carecía de sentido deprimirse. Realmente, nosotros contamos poco; al fin y al cabo resultamos ser los primeros peones de esta gran partida que el mundo ha comenzado a jugar casi sin darse cuenta. Mientras trazáis surcos, abonáis bancales, enderezáis el encañizado de las tomateras, se os olvidan insensiblemente las calamidades del viaje y os aproximáis de nuevo y apasionadamente al futuro, reponéis vuestro valor y reforzáis la fe en vuestros principios. ¿Oyes, Tomás? ¿Me oís todos? Son justamente los nuestros, y por más que nos conmuevan no pueden desviarnos los lamentables sollozos de un niño aferrado al cuerpo de su padre, asesinado en medio de la calle… A don Narciso Monturiol estas cavilaciones le turban, y no poco. ¿Hemos de ser o no partidarios de la fuerza, de la violencia y de la revolución a mano armada cuando se trata de establecer la democracia? ¿Sabéis lo que le contestaba Abdón Terrades? Esperad, lo tengo anotado desde hace años. Aurelio se pone las gafas, saca una ajada libreta de hojas amarillentas. Los dedos hojean de memoria, hallan el fragmento que buscan. «Cómo por encima de todo reconozco el derecho de los pueblos a la igualdad y al bienestar, resulta que para alcanzar ese fin, considero buenos todos los medios, y es un crimen, o un error, oponer alguna forma de obstáculo a la conciencia pública con el propósito de que deje de utilizar estos medios (a Aurelio le tiembla la voz al leer, como la mano al moverse). Bastante apáticos son por naturaleza los pueblos a la hora de reclamar sus derechos, y olvidadizos después de tantos siglos de servidumbre, y ningún estímulo resulta suficiente para arrancarlos de semejante apatía. ¿Cómo quieres que yo les predique la mansedumbre, la resignación que les han predicado los déspotas?». Y Monturiol le preguntó como si lo atropellara: ¿convendría, pues, que en algún lugar del mundo se llevase a cabo un ensayo de comunismo entre hombres escogidos?

Sin darse cuenta, sin que ningún hito lo señalase, Louisiana quedaba atrás y penetraban en Tejas. Hemos avanzado escasamente cien kilómetros desde la salida de Sulphur-Prairie y, muchos días, el calor nos obliga a reemprender la marcha, a caminar a lo largo de toda la noche… Noches extrañamente cálidas, inmensas: arden todas las estrellas; entre el silencio y nosotros los constantes gemidos de los carros, los golpes, unos secos, otros sordos, de las patas de los bueyes, cada día más demacrados y de despellejadas ancas; bajo la engañosa luz de la luna volvían a atollarse en charcos y aguazales viscosos. Sí, los carros encallaban a menudo, los pobres animales se ahincaban inútilmente y, en la oscuridad, nos desasosegábamos destrabando las resbaladizas ruedas enlodadas. Una sola vez, ya avanzada la noche, os sorprendió a campo abierto una serie de intermitentes chaparrones; ni un árbol, ni una triste cueva; todo tú rezumabas, agua y fango colmando tus botas…

Nace el día, y despertar es duro, durísimo, deprimente, como ayer, como anteayer. Alguien, como si lo que dice formase parte de su instinto, se lamenta: más nos valdría regresar, abandonar este sueño. Te reconoces en los demás como en un espejo: un inmundo espejo manchado de sombra; habéis acabado por pareceres todos, por creer que no os habéis movido desde el día anterior, que habéis escapado provisionalmente de un misterioso naufragio que entrada la noche os recuperará de nuevo… Nada ha cambiado, se repiten las enormes distancias desiertas, surgen de la noche los mismos herbazales, la misma estepa yerma, el mismo espacio inconmovible; sabes que se exhalarán de sol a sol las mismas sofocantes vaharadas que te impulsan a buscar abrigo aunque sea al amparo de una covacha, de un ribazo… ¿Es posible hallar Icaria en uno de esos páramos salvajes, sin que tampoco el vuelo de un pájaro nos ayude a levantar la cabeza para mirar al cielo…?

2 de junio de 1848. Llegasteis finalmente a la Colonia Peters, la Tierra Prometida, el Paraíso terrenal, la soñada Icaria. En parte alguna se leía ICARIA, claro, se leía PETERS LAND COMPANY, claro, tierra de la Compañía Peters. El mundo entero, claro, es tierra de las compañías Peters: toda la tierra. La de Tejas, la que Peters había simulado ceder a icarianos, por supuesto, también. Un agente, un apoderado, un representante, lo que fuera, salió a recibiros al pie de la oficina. Rufianes de oficio, cuervos al acecho, traficantes amparados por leyes, políticos, jueces, Peters Land Company, diligentes, con sus incuestionables documentos legales: que si monsieur Étienne Cabet había tergiversado cláusulas, conceptos, que si el contrato no especificaba un millón de acres, sino que se refería exactamente a cien mil… ¿Y qué? El astuto representante, agente, apoderado, lo que fuera, se inclinó y cogió un puñado de tierra; abrió la mano: sobre su palma el granuloso amasijo de tierra, como las treinta monedas de Judas. ¡Decidme dónde ibais a encontrar terrenos generosos comparables a éstos! Mil acres aquí, en la bendita república tejana, valen más que un millón en cualquier otra parte… Ahora bien, téngase en cuenta que la milla que, digamos por azar, estáis justamente ocupando, pertenece al Estado de Tejas. El Estado ha levantado un catastro que divide el conjunto de terrenos disponibles en cuadrados de 640 acres cada uno, es decir, de una milla cuadrada. El hipócrita, el ruin, el zalamero representante de la Peters os rogaba que tomarais nota. Tomad nota, por favor, nos dijo al disponerse a leer unos papeles que sacó de una cartera: «De cada dos cuadrados como éste, el Estado se ha reservado uno y ha cedido el contiguo a nuestra compañía, la mitad del cual, a su vez, nuestra compañía os cede a vosotros, vale decir 320 acres; lo que implica la suma de unos trescientos cuadrados sucesivos y alternos que completan los 100 000 acres concertados con monsieur Étienne Cabet…». En definitiva, a los icarianos os correspondían trescientas diez parcelas tan sólo unidas por un punto, el ángulo común entre dos cuadrados sucesivos. Quedaba, pues, bien entendido que el Estado de Tejas y la Compañía Peters, una vez convertidas estas trescientas diez parcelas en tierras de labor, con casas, granjas, conducción de agua y otros servicios rurales, se aprovecharían legalmente de la colonización forzosamente realizada por vosotros y podrían vender a buen precio las parcelas disponibles. En pocas palabras, nos traicionaron con la gran cabronada de la plusvalía. Aurelio, ¿qué significa eso de la plusvalía? Mira, ¿ves este pollo que Miguela tiene en el regazo? Supongamos que su crianza nos ha costado diez y que un precio razonable de venta fuera doce. Ocurre que, por lo que sea, escasean los pollos y se presenta gente interesada en comprar el nuestro. Pues si Miguela y yo aprovechamos esta circunstancia, y sin mayores gastos ni más trabajo incrementamos su precio de costo, este aumento injustificado representa la plusvalía. A los pobres icarianos la situación se nos complicaba, como en los melodramas. Por si las condiciones de Peters fuesen poco generosas, una cláusula final las redondeaba. Esta cláusula final añadía que si por todo el día primero de julio de 1848 los icarianos no ocupaban la totalidad de los terrenos que Peters les había cedido gratuitamente, cualquier lote no ocupado por un colonizador y su vivienda, es decir, cualquier lote deshabitado, revertiría a la Compañía y, a partir de entonces, los icarianos sólo podrían recuperarlo al precio de medio dólar por acre. Pero ¡si ya estábamos a 2 de junio! ¿A qué quedaba reducida la ciudad ideal de la Comunidad de la Gran Familia Icariana? A un tablero de ajedrez en el que cada cuadro contiguo al que nos dispusiésemos a ocupar, pasaría a ser ocupado quién sabe por quién.

—Rovira, ¿cuántas cabañas o barracones crees que podremos construir en veintiocho días? La mayoría somos pintores, impresores, maquinistas, químicos, agrimensores, periodistas, panaderos, mecánicos, leñadores, agricultores…

El padre Cabet había calculado un primer censo de tres mil doscientos y pico de emigrantes. ¿Dónde están? ¿Cuántos habrán podido embarcar hasta ahora? Aunque milagrosamente hubieran embarcado los tres mil, ¿con qué medios contarían para reunirse con vosotros antes del 1 de julio? Realmente saca de quicio pensar que gente tan ilustrada fuese capaz de tanta imprevisión, de ser tan temeraria… Alguien, con angustiosa impaciencia, cortó el discurso del agente de la Peters.

—¿Dónde están nuestras parcelas? —preguntó rencorosamente.

—Por la parte del Dentón, el torrente, pensando que podría interesaros levantar un molino, una serrería…

—No perdamos el tiempo, vamos a verlas.

Al principio, el representante de la Peters se resistía a acompañarnos.

—¿Cuándo llegan los demás? —pregunta.

—Con avenidas tan cómodas es difícil predecirlo.

—Muy bien, seguidme.

Le seguimos en silencio, junto a los dos carros arrastrados por los bueyes… Al poco rato, el agente se para, gira en redondo, extiende el brazo, nos señala una vaga extensión de terreno. Aquí tenéis vuestra primera parcela. La distingue una estaca con esta banderola. Hallaréis trescientas diez iguales, cada una con idéntico distintivo. Os corresponden según contrato. Manos a la obra, pues, y ¡buena suerte!

Al quedaros solos, oteáis a derecha e izquierda, desolados. Tenéis a vuestra disposición cien mil acres de tierra inculta, dividida vergonzosamente; un paraje en el que alternan pinos, robles y otros árboles cuyo nombre ignoráis todavía; cuesta abajo, un torrente se escurre en silencio; arriba, un cielo de tan azul casi rabioso, os encierra, os aísla en una infinita llanura. ¿Es ésta la libertad que el credo comunista había apalabrado? ¿Es ésta la libertad que el credo comunista había apalabrado? ¿Es ésta la paz icariana?

Uno, seco como un Cristo, alto, barbudo, despeinado, de exaltados ojos, llega hasta el carro, toma un pico, vuelve precipitadamente, tropezando con matorrales y lianas, se quita la camisa, escupe en ambas manos, agarra la herramienta: ¡La paz para nosotros ha de ser ésta!, dice, y descarga un furioso golpe contra la tierra. «Mañana empezaré a plantar la casa aquí mismo. Al fin y al cabo, quién sabe si no es mejor que inauguremos nuestra forma de vida en común como si el mundo no hubiera existido nunca y empezase ahora y aquí con nosotros».

Miguela sale de la cocina con un pollo en cada mano: los sopesa, sonríe… ¿Qué te pasa, Aurelio? A Aurelio le tiemblan las manos, se le enturbian los ojos, pero calla. En cambio, tú, Clemente, estás a punto de protestar de dar un puñetazo sobre la mesa como el tremendo golpe que aquel hombre descargó con el pico en la durísima y hostil tierra de Tejas… ¿Qué? Nada. Miguela os mira desorientada, se encoge de hombros, con cara de no entenderos. A Aurelio se le adelgaza la boca, como si embebiera los labios. Los brazos de la mujer evolucionan, desdibujándose entre la hilera de aves colgadas en el oscuro mundo del patio. No tiene sentido y al entrar y cerrar la puerta, una luz, venida de quién sabe dónde, se estrella, desaparece abruptamente de la falsa noche de los cristales… Noches cálidas, desiertas, inmensas. La primera, en Icaria, fue profunda, extraña, sentida cara al cielo, echado en unos haces de hierba y de pinochas, arropados con la manta, sin saber qué hacer de tantas estrellas, una noche que se deslizaba con aquel enigmático silencio que os asombró en los aledaños de Sulphur-Prairie: un silencio que se pega como el liquen, que encarroña la estepa, corrompe el agua encharcada; posee, sin fecundarla, una tierra dura, salvaje.

Aquí tenéis el café… No dejéis que se enfríe. Gracias, Miguela. Si no queréis nada más, me voy a dormir, estoy rendida, dice. Buenas noches. Buenas noches. Enciendes un cigarrillo. Aurelio tira el libro con el codo al servirse azúcar. Aniceto lo recoge. Se ha desencuadernado como el padre Cabet, ¿no, Clemente? ¿Le conocíais? Con la cara paga. Ahora no estilan esas barbas en forma de collar ni tupés encrespados como caracolas. Fijaos en él: el padre Cabet no llevaba barba desgreñada y piojos de apóstol, ni sandalias, ni túnica; ¿veis?; echa barriga, pero es delicado y fino como una dama, con la edad adecuada para empezar a entender, más que el cómo, el porqué. Aurelio cierra muy lentamente el libro. En paz descanse, dice. ¿Quién de vosotros oyó una sola vez cantar el himno de la Gran Esperanza? Nunca, pero ahora mismo me gustaría salir a la calle y cantarlo a voz en grito hasta despertar a todos los que duermen… Y les diría: si somos incapaces de crear una Icaria universal donde sea, es porque nos hemos convertido en miserables egoístas, en enemigos de nuestros hermanos… Y, por hoy, basta de alimentar esas carcomas que se divierten en consumirte y roerte… Lo malo, lo imperdonable es que el hombre sabe con absoluta certeza que si nos pusiéramos todos de acuerdo y manos a la obra… Pues no, cuesta menos ser injusto, malvado… Bebe unos sorbos de café, prende la pipa, os mira uno a uno, como si os recuperase desde muy lejos con la mirada y os encaminase hacia la idea que le llena de arrugas la frente.

Ya es hora de dar la vuelta a la tuerca, de ir al grano. Recapitulo, dije. Los del Único saben lo que se hacen: las huelgas generales escuecen más que las palizas. ¿Deducción? Cambio de táctica: pasar por la piedra a testarudos e imbéciles, a los que no quieren en modo alguno soltar la sartén. No a las bombas; sí a la acción personal, pero basta de andarse por las ramas. ¿Que hay que matar al rey? ¡Pues nos lo cargamos, y listos! Digo sí a los Morral, a los Mateu, a los Nicolau, a los que liquidaron al zar Alejandro, al rey de Italia, y a MacKinley y a Carnot y a tantos otros. Al rey porque los representa a todos, pero a nosotros el rey nos pilla demasiado lejos; en cambio, a este par de cuervos, de capitanes araña, los tenemos cerca. Y, de paso, será como escupir en la cara a toda la basura que los domingos y fiestas de guardar sube a la colombófila a matar pichones, pero que ha de contratar nada menos que a un noble, un tal barón Koering, para asesinar obreros…

Te levantas, inquieto, fatigadísimo, con una pequeña fe temblorosa como la luz de una candelilla… ¡Pobre Aurelio! No comprende que al escucharle y escucharnos, el mundo se retorcería de tanta risa y, una vez harto, y fastidiado, nos encerraría en el manicomio. Por eso sufres estas noches, estos días. Es ésa la carcoma que te quita el sueño, y cuando Claudia te estrecha entre sus brazos, debe oírla cómo te va royendo…

—¿Adónde vas, Clemente?

—Afuera.

Te repite el agrio sabor de esta mañana al levantarte. Abres el grifo del lavadero, te inclinas; al girar la cabeza para beber el chorro, la noche enorme se te precipita encima, te obliga a cerrar los ojos. Bebes. El agua te resbala por el cuello, el blusón, te encoge el estómago. Te sientas en el banco de piedra para secarte las manos, la cara, la ropa. A través de los cristales y de la enfilada de gallinas y pollos, destaca la imagen de Aurelio, hundido en su silla de inválido, en medio de tus compañeros, viejo y cansado como el mundo. Sobre la mesa «aquel libro». Todo es error, un monstruoso error… Probablemente es cierto, el hombre sólo ha sido feliz cuando, sin reflexionar demasiado ni preocuparse en exceso, vivía ocupado por sus artes manuales, trabajando la buena tierra en lugares donde el paisaje te invita a arrodillarte y resulta superfluo decir: esto es mío, esto es tuyo. La propiedad separa, desune, suscita envidias, odios. Vivir en plena naturaleza, ser un elemento vivo de la naturaleza. El padre Cabet está en lo cierto y lleva razón Aurelio: no hay que achacar el mal a unas docenas de fabricantes de tejidos y de curtidores, el mal arranca de mucho más arriba, sin duda: de los que mueven el engranaje del mundo, de sus lacayos… Sí, todo era error, las interminables y angustiosas noches camino de Tejas seguían ignorando su amanecer, la debida reparación al padre Cabet y a sus discípulos seguía postergada…

Se levanta, fatigado, amargado: entre tantas galerías sólo una está iluminada; mezcla de imágenes confusas, tenebrosas, colgajos de sombra. Quizá brillen unas cuantas estrellas, quizá…

—¿Te das cuenta cómo te has puesto?

—He bebido del chorro.

—En la cocina hay vasos.

—Quería refrescarme.

—Pues siéntate ya, hemos de seguir charlando.

—Perdone, Aurelio… Quisiera retirarme…

—Si sólo estás mareado, tiéndete un rato en la cama. ¿O prefieres que alguien te acompañe?

—No, gracias, no hace falta. Lo lamento, pero no puedo más. Buenas noches.

La calle, más solitaria que antes; el relente empaña el aire, te acapara el aliento, babea en cada cristal de los faroles… Subirás la escalera a oscuras, pero aún no libre completamente de los fantasmas, de los temores de cuando niño. El sen a punto, la vuelta del cobertor deshecha, la muda sobre la cómoda, los postigos cerrados porque mañana es domingo… ¿Eres tú? Sí, madre, gracias. Buenas noches… ¡Qué bestia eres! Tú, aquí, pez en estanque de agua dulce; agua sucia, si quieres, pero que te insensibiliza todo movimiento. En cambio, en un nuevo mundo, virgen, desierto, la noche ha asistido al atribulado reposo de unos emigrantes rendidos, desorientados, aunque sostenidos por una fabulosa esperanza: lograr el bienestar, la paz de los hombres. Al otro lado del puente de aquella noche, los treinta y nueve icarianos se levantan impacientes, ilusionados, con el día que apunta. La tierra que pisan es la que el padre Cabet les tiene prometida. En pie, trabajador… En pie, alerta, sin mirar atrás. El mundo empieza hoy, con nosotros. Aquí está la primera señal del primer golpe que uno de ellos descargó ayer con el pico, recién llegados. El tiempo apremia. Tenemos que distribuirnos la tarea desde ahora, desde ahora mismo. ¿Todos listos? ¡Todos listos! Un grupo se encargará de bajar al torrente y cortar unos árboles. Sí. Otro, de que los bueyes ayuden a subirlos. Sí. Que otro desbroce, rebaje, aplane la tierra. Sí. Habrá que buscar agua de inmediato, perforar la tierra, descubrir un pozo. Sí. Canalizar el agua, abrir zanjas, edificar, sembrar. Sí. ¿Tú qué eres? Médico. ¿Y tú? Sastre. ¿Y tú? Agrónomo. Pues os tocará labrar este bancal. De acuerdo. ¿Tú qué eres? Dentista. ¿Y tú…? Relojero. ¿Y tú? Contramaestre. ¿Y tú? Administrativo. ¿Y tú…? Pues os tocará hacer de albañiles, de carpinteros. De acuerdo. Dentro de cuatro semanas debemos disponer de suficientes barracones para tener opción a estas parcelas, valemos de los bueyes, manejar picos, palas, azadas, rejas y roturar, cavar, labrar, sembrar. Utilizaremos los mismos panes de tierra amalgamada con las raíces que desenterremos con el arado para levantar las paredes que a las primeras habrán de cobijarnos a nosotros y a los animales. De momento, y provisionalmente, cubriremos los barracones con entramados de ramas y hierba seca; más adelante convertiremos la madera en traviesas, vigas y jácenas, construiremos hornos en que cocer la tierra para fabricar tejas, roblones, canales, y luego el molino, la serrería…

Hasta que la noche les caía encima no se enderezaban de nuevo, no recuperaban estatura de hombre. Entonces comían, conversaban en torno a la hoguera y se negaban a creer que el pacto con la Peters Land Company era impracticable, convencidos de que un día, a cualquier hora, verían llegar la larga caravana salvadora de millares de icarianos que el padre Cabet había soñado.

LA MENUDA LLUVIA, obstinada, cenicienta, entristece el suelo arenoso y descarnado de calles, árboles desnudos, gente, casas. Santiago, con dos vueltas de bufanda —vigila, vuelve a refrescar: el cálido ademán, la amorosa voz de Claudia, con un velo de ronquera muy íntimo— te aguarda bajo el toldo de la mercería, las manos en los bolsillos, la gorra de soslayo, como inclinada por el viento. Te observa mientras llegas; desde que lo sabe todo sobre ti, casi todo, su mirada más bien te incomoda. Tampoco ahora se la sostienes: a lo disimulado te distribuyes por el cabello las menudas gotas de llovizna y, con un solo dedo, la humedad de la frente, de la nariz. ¿Hace rato que esperas? Al hilo de sus hombros, en el escaparate, una combinación de color idéntico al de la que lleva Claudia estos días. Pasé por casa de Aurelio. ¿Nos vamos? Nunca te atreves a preguntárselo; ahora mismo resultaría natural preguntarle qué hace, cómo sigue, cómo se encuentra Claudia… Aún no has conseguido imaginar realmente qué debe de sentir cuando piensa en tus íntimas relaciones con ella. Sabe que si algún día te casas eres de esos tipos escrupulosos que no consienten que les hayan manoseado a la esposa, que a ti, en fin de cuentas, no te caería mal pasar por la sacristía, sobre todo por respeto a tu madre; tu madre es como es, y sus sentimientos significan mucho para ti, y los vecinos para ella, no poco. Además, la diferencia de edad entre Claudia y yo se convierte en un obstáculo. Seguramente que a Santiago le tiene sin cuidado que me acueste o no con su hermana. En cambio, si se tratase de la mía… Y a ella, estos escrúpulos tampoco le afectan… Claudia, quizá Santiago nos ha oído; creí que había salido, ¿y qué? ¿Supones que está en Babia? Cuando sube Rosenda, no se priva de nada.

—¿Tienes sed?

—Más o menos…

Cabizbajo —rostro duro, cortado a escalpelo— anda siempre a solas, como explorándose, interrogándose, sin conseguir aclararse, ni hallar respuestas decisivas, tranquilizadoras. Gato al acecho, te echó la garra en el momento preciso, oliéndose que estabas ardiendo. Y, de repente, tu madre, sin quitarte ojo, en su presentimiento: Clemente, ya ves qué se saca con tener razón, sí madre, deben de ser contados los santos como tu padre que suben a los altares, pero santo y víctima pasa de raya, hazme caso, tú a lo tuyo, tápate los oídos, sólo quedamos los dos, sí madre, pero Santiago recelaba de ti como de un fuego fatuo o virutas. Estoy seguro, no sería en él en quien pensaría tu padre, ni te recomendaría que lo vengases; recuerda, Clemente: en nombre de todos los que no lograron hacerlo por su cuenta, los tendríamos que vengar, aunque tampoco bastaría… Te comprendo, Santiago. El próximo sábado vente conmigo a casa de Aurelio. De acuerdo. En el fondo se relacionaba con el compromiso contraído con mi padre cuando algunos días, mientras estuvo detenido, me plantaba delante de la Prefectura para verlos entrar, salir, hacer guardia, y darme cuenta de que mi odio crecía. Y más cuando, ya muerto y enterrado, cada noche, al volver a casa, lo imaginabas en el rellano, extrañamente inmóvil, los menudos pies en sus mal ajustadas alpargatas, clavado sobre el retazo de estera, no apenado por él sino por ofrecer un tan mínimo y deplorable aspecto. Te duró muchos días. A la segunda o tercera vez que habló contigo, Claudia, lo dijo: para ti, la muerte de tu padre se ha convertido en una enfermedad…

—¿Tienes sed o no? Yo sí, venga, entremos.

En el bar Mèlich, el calor de dentro pegado en los cristales. Una pilsen, ¿y tú? Una pilsen. Raramente entráis juntos en un bar. Santiago no bebe; en casa de Aurelio, ni café; me desvela, dice. Enciende un cigarrillo.

Yo también recapitulo de uno a otro extremo del día, y me canso de darle vueltas. Lo ha dicho de un tirón, sin venir a cuento, te mira fijamente. Tenía ganas de hablarte de ello, de hablarlo en voz alta. Quiere decir de hablarse a sí mismo; los de la manilla, al fondo, de qué hablarán, o de qué callarán; sabes, Clemente, no acabo de entenderme; las cuarenta y arrastro. Ya le oíste, a Aurelio: basta de bombas, y aquello de la pirámide, y en lo alto el rey que, si lo escabechan, aún no ha tenido tiempo de enfriarse y ya le han encasquetado la corona al que esperaba el turno, ¡caballo!, y nosotros soñando revoluciones de trastienda y en pos de curtidores de tres al cuarto. El fogonero es de los que se acostumbró a ir a la suya. Me lo espetó anteayer el Cojo. ¿Qué significa ir a la suya? Hay que ir a la de todos, y todos a una, ajustados como las manecillas de los relojes; dóciles, fieles a las consignas, sí señor, a la dictadura del Partido, que en donde no hay quien mande y sepa administrar los garrotazos, ni Dios da golpe. En la parroquia suenan las siete; la sirena de la fábrica Rivière señala el final del segundo turno, al minuto pasa el farolero con su caña… Que cada cual se gobierne según le mande su libertad; yo diría que, a veces, Aurelio desafina. Cada cual a la suya, que es la única manera de no alcanzar nunca la que interesa a todos. Bebes despacio para evitarte comentarios. Miras afuera: los cristales empañados arropan la helada luminosidad del farol plantado frente a la carbonería (la mano de Claudia centrada por la luz sobre los pliegues de un chaleco, inclina la cabeza para cortar con los dientes apretados el hilo negro en la base del ojal; quizá esté ya aguzando el oído por si Santiago sube la escalera y se pregunta si llegará contigo). Él, Aurelio, dice: nos ha costado tantos mártires como a la Iglesia; yo pienso: pero nosotros no tenemos local, ni altares, ni desfilamos por las calles, ni nos consta qué o a quién llevamos bajo el palio… Día tras día lo repite: si es blanco, pues es blanco: aunque te machaquen no has de decir que es negro. No está mal como principio, y en boca de Aurelio, menos, y le admiro. Pero ¿sabes qué dicen ellos? Si es útil al partido, puedes asegurar que lo blanco es negro, y viceversa; no deseches piedra para hacer pared, la cuestión es levantarla… Me sigues, ¿verdad, Clemente?

—Te escucho.

—Descubrí hace tiempo que lo de disparar como en la barraca de feria, ahora tumbas uno, luego cae otro, no me aprovecha ni me tienta… Mira, cuando una huelga es general y voy por las calles, siento que somos una fuerza, una sólida organización, una especie de maquinaria que tan pronto como se para produce un silencio que, escuchando a fondo, te estremece, te agita; piensas: juntos venimos a ser una misma conciencia, la misma voluntad, capaces, si es preciso, de volver a pasar hambre nueve semanas seguidas, como los metalúrgicos de hace veinte años. Los había que pedían limosna por las calles, algunos, de tan anémicos, se caían redondos… A los sindicalistas les falta espíritu libertario, tendríamos que apoderarnos de los sindicatos. Son palabras del propio Aurelio, ¿por qué de los sindicatos? Porque están organizados, porque han adoptado un sistema… Fíjate, lo de Anido y Arlegui tiene más sentido, mucho más, viene a ser atacar la raíz, el origen… No hará falta que me lo repita, si me escogiese a mí… Pero de todas formas…

—¿De todas formas, qué?

—Voy envejeciendo, Clemente; el fuego no me asusta, en absoluto; el humo, sí, o que me den gato por liebre y, cualquier día, encontrarme convertido en un desesperado… No hace mucho leí un artículo que sigue preocupándome. Naces, y creces, no te detienes, vas cambiando, pero a cada instante te transformas más en ti mismo; y sigues transformándote hasta el último momento, el de la muerte… Entendí que morir representa realizarse, rematar con el tejado la casa que has ido levantando con ilusión y el sufrimiento de cada día; rematar lo que eres gracias a lo que has sido desde que tuviste uso de razón: lo que eres y que otro hereda para seguirlo transformando en sí mismo y en los que vendrán después de él con la sagrada obligación de acrecentarlo… No sé explicarme, pero lo entiendo a mi manera. Lo que quise decirte es que temo quedarme atajado en el comedor de Aurelio como los maquinistas de la fotografía, de quedarme acartonado como las gallinas y los pollos que Miguela sale a colgar de los ganchos de la galería, ¿comprendes? Debemos transformarnos, evolucionar y si anduvimos desencaminados adoptar una nueva manera de vivir, que no sabría explicarte cómo pudiera ser aquí, o dónde, pero que siento que es la buena, y entonces…

Entonces ya caía la tarde, te sentaste en el tocón de tu encina. Te sientas, te secas frente y manos, despliegas una mirada de satisfacción alrededor, dices: ¡ya tenemos casa! Y me gustaría que todo el mundo, empezando por el padre Cabet, entendiera que otra manera de vivir, buena y limpia como el olor a madera que se respira aquí dentro, acaba de empezar con esta cabaña.

—¿Eres feliz?

Levantas la cabeza con extrañeza, como dolido porque se te obliga a encararte con la realidad. ¿Qué significa ser feliz? Temes que la tuya no sea la pequeña felicidad del hombre que en época de sequía espera ansiosamente la lluvia, pero que al cabo de algunos días de haber llovido…

Salís afuera. Denis Couloy da las últimas pasadas de cepillo al borde de la puerta de su barracón; de la parte del torrente llega el esforzado rechinar de una sierra de bosque: no tardará en oírse la angustiosa caída de un árbol y el sobresaltado trinar de unos pájaros; recortada contra el cielo bajo, con un friso de llama desvaída, va y viene la lenta silueta de una pareja de bueyes que, hace días, se afanan por roturar un tramo de tierra pedregosa. Buenas noches, Armand. Si ves al doctor Rovira, decidle que pase a echar un vistazo a Julien. Tiene mucha fiebre. De una hondonada umbría asciende el rojo resplandor del fuego y el crepitar de la leña: se acerca la hora de cenar, del descanso, de abrigarte con una manta y dormir al raso, de escuchar la noche, el bregar de los insectos…

—Que jamás nadie se atreva a censurarnos, a escarnecernos: hemos traspasado los límites que pueden serle exigidos sensatamente al hombre.

Denis Couloy, con las manos a la espalda y un ademán de interrogar con la cabeza, mira de arriba abajo su barracón. Venid. Entrad. Con paso majestuoso recorre las cuatro esquinas de la estancia que, como la vuestra, exhala el mismo aroma de madera recién cortada. Pero Denis Couloy no deja la puerta abierta, precisamente la cierra con cierta solemnidad. ¿Qué os parece? Contempla su obra con nuestros ojos. No tenéis idea de lo que daría para que esta noche me despertara la lluvia, y oírla deslizarse largamente por el tejado. Sonríe. Soy bretón de pies a cabeza: de la parte del Armor, donde nos crían con poca leche y harta agua salada, entre hielos y lluvias y nieblas… Y ahora, el bretón-icariano-Denis-Couloy espera sentirse al abrigo y saborear el placer de acostarse bajo techado mientras el ruido de la lluvia refuerza la confortable sensación que le contagia su barraca de troncos con cuatro tabiques de madera. Desde el primer día ha trabajado en ella del alba al anochecer. Ahora, dice, tengo la sensación de que eso tan sencillo viene a ser un símbolo «ideal de la Filosofía, de la Religión, de la Fraternidad» que nos predicaba el Maestro… ¿Vamos?

Ya cenados, os reunís cada noche en el barracón de las provisiones y las herramientas; os sentáis en poyos de roble arrimados a las páreles, en rústicos bancos, en sacos, incluso en el suelo; a la luz de una lámpara de acetileno uno de vosotros, por turno, como los frailes en los refectorios de los conventos durante las comidas, lee en voz alta los textos del padre Cabet, de acuerdo con sus normas.

—Lee, lee… ¿qué esperas?

Hace dos o tres días que ciertos melancólicos estados de ánimo, movimientos de ansiedad, inesperados y sospechosos silencios, hacen presentir que vuestra vocación pierde arraigo, se tambalea.

—¿Qué te pasa?

—Sólo faltan seis días… y no han llegado.

—Llegarán mañana, pasado mañana, quién sabe si esta noche… En un abrir y cerrar de ojos, los perros de la Peters se encontrarán en presencia de todo un pueblo. Lee, lee.

—¿Qué toca hoy?

—El fragmento del Manifiesto que anuncia la partida hacia Icaria.

—¿Precisamente éste?

—Y que nos ilumine, como siempre, que fortifique nuestra confianza, nuestro espíritu de sacrificio.

Llegados a Icaria, estableceremos en todo la perfección: he aquí por qué. La más fuerte objeción que se nos hace es la siguiente: ¿cómo podréis jamás injertar una nueva sociedad en una sociedad vieja que tiene sus preocupaciones, sus costumbres, y otros innumerables obstáculos? Pero allí ningún obstáculo impedirá el diseño de nuestro territorio, escogeremos el cultivo que más convenga a cada tierra, trazaremos las carreteras y los caminos más adecuados para la edificación de ciudades, pueblos y de grandes industrias. Al llegar, nos dedicaremos a construir bellas carreteras, impecables poblaciones, magníficos talleres; implantaremos la perfección en alojamientos, muebles, ropas, alimentos, higiene, educación; en una palabra, ¡en todo…!

—Hace veintiún días que llegamos. Hemos construido una docena de barracones.

—Éramos treinta y nueve. Han muerto dos. Siete u ocho han enfermado. Quedamos, pues, una treintena en activo, la mayoría achacosos, anémicos. No ha llegado nadie más. Quien cada día llega hecho un brazo de mar es el agente de la Peters, de la Peters Land Company, con el mismo estribillo: me habéis arruinado proyectos y negocio. ¿Qué colonización podrá organizar la Compañía a base de exhibir media docena de barracones, en el supuesto de que aguanten toda la temporada, y un hato, un babel de emigrantes que rivalizan con las cañas del Dentón? ¿Y para qué fecha tenéis anunciada la inminente llegada de ese ejército de cien mil icarianos que nos prometió monsieur Étienne Cabet?

—Mientras nuestra esperanza se mantenga firme, no temáis. Y recordadlo: pensar en exceso, intoxica. ¿Por qué no sigues, por favor?

Aquí, en Francia, ¡cuánto tiempo pasaría antes que el poder fuese comunista o tan sólo demócrata y popular! Después, ¡cuánto tiempo para la transformación! ¡Cuánto tiempo, en fin, antes de que la comunidad estuviese completamente realizada! Allí, al contrario, la Comunidad pondrá su plan inmediatamente en práctica y, en el transcurso de veinte años, la población será culta y rigurosamente comunista; una generación de muchachos preparados y educados por el Comunismo hará que la Comunidad quede desarrollada y plenamente realizada. Para la instrucción de jóvenes y adultos habrá absoluta libertad de reunión, de discusión, se crearán las cátedras, se editarán los libros y los periódicos que sean precisos… Con los cien mil niños que pediremos que se nos confíen para ser educados, demostraremos cuál puede ser el alcance de la inteligencia humana y el corazón humano, bajo la tutela de un ejército de instructores comunistas y a base de los mejores métodos de enseñanza, y que cuenten con todo el poder social consagrado a hacer el estudio agradable y la educación perfecta.

Aquí se nos combate y se nos repite sin tregua: una vez eliminada la desigualdad de fortunas, desaparecida la propiedad individual ilimitada y hereditaria, privada de emulación, la Comunidad se convertirá en esclavitud, miserias, en un Estado de salvajes. No, respondemos nosotros. Sí, nos replican. No… Sí… Y de esta forma seguiríamos discutiendo y disputando eternamente. A partir de ahora, basta de argumentaciones y negativas, basta de peleas; nosotros vamos a ensayar, a probar, a demostrar. Esperad los resultados de nuestra experiencia… Cuando tengáis nuestra fe, os diremos: ¡Venid! Y, si no la tuvieseis, os diremos: ¡Quedaos, y dejadnos intentar esta experiencia en bien de todos!

El más viejo, monsieur Jerôme Herzog, suele ofrecer la palabra a quien le queden arrestos para comentar los principios y la doctrina del Maestro. Hoy tan sólo se consigue hacer más ostensible que ningún otro día el resuello asmático de la lámpara de acetileno.

—Pensaba en el nombre que le podíamos dar a la calle de enfrente —se arriesgó a decir con timidez no sé quién, justo cuando el silencio vibraba tensado como el arco de una ballesta.

—Ignoro si este clima de hoy resultaría apropiado para reemprender la lectura de los anales de la New Harmony de Méjico. Me temo que estamos demasiado cansados y que nos proporcionará mejor provecho aplazarlo para otro día. Debe de ser cuestión, digo yo, de superar las dificultades preliminares, de esperar las primeras cosechas, que se modere el sol…

—Que el cabrón de la Peters nos deje tranquilos con sus cuentas, que no jorobe con las nuevas expediciones de icarianos…

—Los de Robert Owen, además, de cultivar la lectura y la conversación, como nosotros, hacían música, bailaban, tenían escuelas según el método Pestalozzi…

—Escuelas y mujeres.

—Hace apenas veinte días que llegamos.

—Veintidós.

—Da lo mismo.

—Sí, y cuantas más horas pasen, peor.

—Mejor será acostarnos; el acetileno deprime más de lo que apesta. Buenas noches.

La conocida fragancia de las hierbas, la marea del silencio que sube mientras crece o mengua la luna, la misteriosa y como extraviada voz de los pájaros nocturnos: cada cual a su yacija, a su monólogo, a sus turbios desasosiegos, a unas carcomas que se insolentan y se obstinan; y a reavivar la esperanza que quizá mañana veréis llegar —¿por qué todo un pueblo?— una segunda modesta vanguardia icariana; pero, ahora, a vosotros dos os toca velar y dedicaros a la tarea que os ha sido encomendada excepcionalmente; encomendada por el destino quién sabe desde cuándo, probablemente desde antes de la peripecia del padre Cabet, escogidos para apostaros esta noche del 23 de octubre de 1922 en esta plaza, en torno al hombre tan bien sentado en su monumento, con las piernas cruzadas y que, desde su existencia de mármol, contempla a la gente que pasea, que va y viene por la Rambla… Éste, el de la pipa, es Comes, Mario Comes, de Badalona… ¡Hola, Santiago! ¡Hola, Mario! Aquí, Clemente Rovira. ¡Hola, Clemente! ¿Qué? Cosa hecha, juegos de niños y, entérate: para que no los perdamos de vista, los muy idiotas se han hecho enganchar un par de motoristas delante del coche, como un tronco de caballos… Habla y no te quita ojo, me está tasando, tantea qué número calzo; se interrumpe de repente, te oprime el brazo con efusión: lo importante, dice, es sentirse inspirado, que nos vengan de cara, pillarlos con la mala semana. Se echa a reír. Ya te lo habrá dicho, Santiago, claro; nosotros operaremos desde el centro de la Rambla; vosotros, desde el monumento, y en cuanto el coche os dé la espalda, les soltáis unas ráfagas, por detrás, que es el sistema que ellos utilizan. ¿Seguro que están en El Dorado? Entré a comprobarlo. Les cantaban aquello tan divertido de la banderita-banderita; qué le vamos a hacer, dentro de un rato se lo van a cambiar por el gorigori… Tú, Santiago, no me pierdas de vista: en cuanto los vea venir, ya sabes, me quitaré la gorra y escupiré en el suelo. ¡Salud, y hasta ahora…! ¿Falta mucho todavía? Veinte minutos, quizá sólo un cuarto… Espera. Santiago va hasta la parada de la castañera, regresa con un cucurucho. Toma, entreténte… Vuelvo en seguida: tiempo de hacerle una consulta a Mario. Al otro lado de la Rambla, Comes y los suyos, en el vestíbulo del cine, fingen contemplar distraídamente las fotos de las carteleras. Al Palace, del rojo al azul: CRI-CRI; del azul al rojo; CRI-CRI, continuamente de la ira a la esperanza… ¿Y qué hago con esto?: escupe; escupes… ¿Te sientes mal, hijo? No, gracias. Confiesa que me estabas esperando. ¿Cómo? Ojos provocadores, boca de púrpura exaltada, sonrisa meliflua, trasnochadas posturas rutinarias: me llamo Gloria, si me tumbas de espalda, la gloria será tuya… ¿No te ha hecho gracia? ¿No? En cambio, tu mirada no miente: te gusto… ¿Vienes? Es ahí mismo. Mientras tanto, nos bañará la luna, oirás croar las ranas y suspirar los sapos de «Villa Rosa»… Para ti, vida, tres cincuenta… No puedo, hoy no puedo, otro día. Otro día Foronda ya me habrá retirado y te quedarás con las ganas. Paciencia. Y yo también. Aún no me he estrenado. Se va como arrastrando su sombra… Y si tienen que frenar, pararse tras de un tranvía o de otros coches, ¿qué? ¿Dispararemos a quemarropa? Nos tendrán cara a cara… Se te reavivan escalofríos de cuando de chiquillo subías solo y temblando la escalera, a oscuras, y te da rabia. Santiago vuelve, daría cualquier cosa por saber qué siente, qué piensa. Esta tarde, en la puerta de la Paz, se ha armado el gran follón al desembarcar los repatriados de Marruecos: abundan más los malheridos y los lisiados que los enteros. Lo trae la Soli… ¡El último que me queda! Fíjate, acaba en 26, que trae suerte. Gracias. No te duela que te lo repita: en cuanto nos toque volver grupas, recuerda el itinerario: Escudellers, Nueva de San Francisco, Ancha… lo recuerdo, lo recuerdo perfectamente. Después, si todo marcha, no pararemos hasta la plaza de Palacio para alcanzar el último tranvía… Consulta el reloj: ya no pueden tardar. Por instinto te llevas la mano al bolsillo: empuñas la pistola, pesa más que antes, parece algo con vida, que palpita. Lo mismo da, vas con aquella imagen de tu padre. Pero no volvamos a las andadas. Después de acariciarlo con la picana eléctrica se le abalanzaban como animales, sí, ya lo sé, y lo vapuleaban a patadas y porrazos, me lo sé todo de memoria, todo, a puñetazos en los oídos hasta embrutecerlo, ¡basta!, ¡basta!, era el momento de enterrarle los alfileres entre carne y uña para despertarle y empezar de nuevo… ¡Hijos de puta! Fueron esos dos; no se hartaron y, como recompensa, los pasean cargados de medallas, bajo palio, y para cuando mueran ya les tienen a punto estatua y calle… ¡Que pasen ahora, ahora mismo, que pasen! ¡Clemente! ¿Qué? Recuerda cuanto quieras, si te hace falta, pero sin alterarte y a la chita callando; es cuestión de ser tan frío como justo, y de no errar el tiro. Santiago sabe en qué pienso. Estoy seguro, él también piensa en mi padre, intentando ayudarme, Claudia también debe de estar ayudándonos. Pronunciadas en voz alta, estas palabras te confunden por descomedidas. Todo lo que obtienes de Santiago es una leve sonrisa solapada. Quizá ha contestado sí, quizá no haya contestado. Insinúa el gesto de darte una palmada en la espalda, y se detiene, sorprendido: oye, mira… A unos veinte metros de distancia aparecen dos motos lentamente conducidas por policías. Si Mario no ha hecho la señal convenida, hemos de entender que no son ellos. En cualquier caso, no te precipites, no saques el arma hasta que la saque yo, ni dispares mientras yo no lo haga. De acuerdo, Santiago. Alguien te empuja al echar a correr para tomar el tranvía y, al recuperarte, entre densos movimientos de cuerpos que se desplazan, de faroles, de troncos de árbol, ves emerger, enormes, casi tocándose, los dos policías motoristas; gafas negras, casco, chaqueta de cuero oscuro, guantes acolchados, arrogantes y anónimos, como si apartaran burdamente el aire mientras adquiere volumen el estrépito de los motores; pasan mirando de reojo: todo es sospechoso, miran en cada transeúnte el probable adversario que los odia. Alguien se detiene junto a Santiago, simula interesarse por el cartel del Palace; dice, como leyendo en voz alta: la policía nos ha guipado; ¡abur, y Rambla abajo sin llamar la atención!

Rambla abajo… Pueden daros el alto de un momento a otro. ¡Alto! Verte obligado a disparar, a matar… que te maten o que te lleven esposado a la comisaría, a menos que, para ganar tiempo, no te distingan con la ley de fugas… ¿Qué sientes cuando disparas? Se lo preguntaste no hace mucho a Santiago, sin venir a cuento; estabais sentados en la galería. La pregunta te asaltaba a menudo y de improviso. Santiago no se precipita nunca: le interrogas, se limita a sonreír, a encogerse de hombros. ¿Qué siento cuando disparo?, se preguntó por ti. Unos momentos de silencio, de bajar probablemente en su subsuelo, hurgar en él. Siento como si disparase contra mí mismo —terminó por decir con acento muy íntimo— contra algo de mí mismo que no logro saber qué es… Fueron éstas exactamente sus palabras. ¿Qué tiene de raro? Cuesta mucho explicarse, desenredar esta complicada madeja de figuraciones que uno mismo enmaraña por su cuenta, a días aturdiéndote con sus despropósitos, otros desesperándote con sus silencios… ¿Y tú sabrás explicar lo que sientes? Tu primer impulso al abandonar la plaza del Teatro ha sido echar a correr porque te hacía falta más noche, y ahora, en cambio, te sorprendes deslizando los dedos por el áspero tabique de un puesto de libros de lance en Santa Mónica, con la misma pequeña voluptuosidad con que, de muchacho, acariciabas el limonero en casa del abuelo. Pero entonces tu padre vivía; ahora, tu otra mano no suelta la pistola en el bolsillo, que quién sabe si, desde que has salido de casa de Santiago, encubre la muerte del policía que se encargará de daros el alto en cualquier instante… ¿Te das cuenta? No hay acuerdo. Cuanto más espacio cobra la Rambla, más penumbras, más cielo —apenas alterados aquí y allá por los faroles, las lumbreras, unas pocas pálidas estrellas—, más progresa la misteriosa extensión del mar que ya no se ve, más te consideras tú al margen de la muerte o bien… ¿ves? no concuerda, a no ser que, por corto de alcances, no seas capaz de entenderlo… Santiago, estoy cansado, dices, y te sientas en una pila de tablones que huelen, piensas, a bosque. La mirada no suele detenerse a pensar, se precipita a tocar cuanto ve, pero entiende la noche: de siluetas de veleros, de naves, de barcas que se mecen como respirando, la de Colón, en lo alto, que con su dedo de América recorre la piel azulada del aire, la fría claridad de la luna obstinada en repintar las sosegadas tejas aceitosas del agua… Lo ves, se te quitó la angustia, puedes fumar tranquilo, pensar en la noche, en el mar y, de repente, en Claudia.

—¿Vamos?

—Sí, vámonos, me estoy enfriando.

Al entrar en el paseo de Colón, una imprevista ráfaga de disparos. Algunos transeúntes se esfuman a la carrera; otros, vosotros entre ellos, se paran, tratan de orientarse… Diría que ha sido en la calle Ancha. Más bien en el puerto, o quién sabe si en Medinaceli. Cuando Rodri vino a avisarnos me pareció ver a Mario y a los suyos escabullirse por la calle Ancha perseguidos por la bofia… A poco os sobrecoge una segunda ráfaga de disparos, mucho más próxima y, al cabo de unos segundos, los chirridos de una moto desbocada que acaba por estrellarse contra la pared de una casa. Despavoridas carreras, voces aterrorizadas; asomada a la barandilla de un balcón, una mujer a voz en grito: ¡Pepe! ¡Pepe…! Enorme, angustioso silencio… ¡Pepe! y la desganada réplica vinosa: ¡Ya subo! Justo cuando se apaga el estampido de una puerta, por la calle Nueva de San Francisco aparece un hombre ensangrentado, tentando las paredes; se agarra un instante al farol, intenta enderezarse, llegar hasta el surtidor de la plaza. Al atravesar la calzada, por la misma calle y persiguiéndole corren atropelladamente tres policías revólver en mano. El hombre vuelve la cabeza a medias, tuerce el cuello, vencido, y cae al suelo dando tumbos. La poca gente que se había detenido, se escabulle, asustada. Venga, no nos entretengamos, ¡vuela! No es Mario, ¿verdad? No es él. Echáis a correr y, de repente, te empuja el miedo; es como si la sombra húmeda y fría de la noche te opusiera una dura resistencia, como si estuvieses precipitándote hacia el fondo de un espejo que se hace añicos a medida que avanzas, pero que la noche cuida de recomponer instantáneamente para que consigas escaparte… De haber sido tú el hombre mortalmente herido, el espejo se habría roto definitivamente… Ya estás en la plaza, aquí la gente no corre, va, viene, conversa… Llega Santiago.

—¡Mira, tenemos suerte!

¿Suerte? Te señala el 36, que está iniciando la vuelta a la plaza, y que dentro de unos instantes se detendrá en la parada de final de trayecto. Faltan seis o siete minutos; sólo cinco en el de la Lonja. El tranvía se ha parado, se vacía. Manubrio en mano, el conductor baja y se mete en el urinario. El quiosco está abierto; tenemos tiempo de tomar una copa… Dos coñacs… En el espejo del mostrador, desdibujado pero vivo, tú y, a tu lado, Santiago, incrustado en la imagen del tranvía que espera. Bebes despacio, cerrando los ojos para paladear el licor, para saborear a fondo la suave quemazón que fortifica. Santiago te pasa la petaca. No, gracias. El temblor de las manos te delataría… Vámonos. El cobrador, sentado en el estribo, se descuelga de la oreja una colilla apagada y se dedica a prenderla con un encendedor de mecha como si, en ese instante, no pudiera hacerse otra cosa en todo el mundo. Todo es absurdo, y realmente no concuerda. El cobrador os abre paso, se moja el dedo con saliva, os ofrece el billete. Llega el conductor, con el manubrio, abrochándose. Da la una. ¿Andando, Roque? ¡Vamos! El tranvía arranca, da media vuelta a la plaza. Hace mucho aire aquí, ¿entramos? Resultaría incómodo bajar. ¡Ah, ya! El 36 enfila la avenida de Icaria: todo retrocede ya, como en las películas, el ángel blanco del monumento alzando una estrella de cinco puntas corre inmóvil hacia un lugar ignorado… ¿Crees que a Mario lo habrán cazado? Con un rápido movimiento de cabeza Santiago te señala al hombre de la gabardina y el sombrero negro sentado, casi a solas, y que lee el periódico… El gran canalla habrá salido hace rato de El Dorado y, a buen recaudo en su cubil, atiza su cólera, sus rencores. ¿No regresas tú al tuyo? Confiésalo, te sientes mucho más tranquilo, más seguro, y en paz con tu conciencia. Al mayor de los Fenosa no pudimos liquidarlo hasta la tercera visita. Éste será más duro de pelar. ¡Santiago! ¿Qué? Nada. El de la gabardina tiene pinta de ser de la secreta. Nada, nada. El tranvía rechina de tan escacharrado y cruza la avenida de Icaria, perseguido por la luna, que se apodera de la plaza de toros, de los gasómetros, que se mete por todas las ventanas… que puede que abrigue el cuerpo inerte del hombre que hace poco se esforzaba por lavarse las heridas en el surtidor de la fuente. Caen como chinches. Estamos todos con un pie en la fosa. Sí, pero ¿qué más podemos hacer aparte de matar, de dejarnos matar por las calles? ¿No has reparado en el nombre de esta avenida? ¿Y sabes qué nos pasaba hace cien años, doscientos, mil? Aurelio te lo contaría en pocas palabras y a su modo: me parten por el eje con toda esa cabronada de la Historia, dice. Al fin y al cabo, siempre nos han tenido amarrados en el mismo capítulo: el de los que desde arriba no se cansan de explotar a los de abajo, los que nos tratan a garrotazo limpio… Recorremos la avenida de Icaria de uno a otro extremo y, al final, vamos a dar en el cementerio, pero si sabes deslizarte hacia la izquierda, va a parar al barrio donde «para ciertas cosas, la mayoría nacemos viejos», ¿verdad, Claudia…? No volvamos a las andadas, cálmate, precisamente ya sabes lo que te recomienda Claudia cuando te encalabrinas: Clemente mira a través de la ventana: fuera está la noche. La noche con la limpia fragancia de las hierbas, la marea del silencio que sube mientras crece o mengua la luna, la misteriosa y como extraviada voz de las aves nocturnas; cada cual a su lecho, a su monólogo, a sus desasosiegos, a unas carcomas que se insolentan y se obstinan; y tú, a dormir, a reavivar las esperanzas de que en pocos días más conseguirás estar en paz con tu padre… Alguien baja en la parada del cementerio y desaparece por el tenebroso pasaje que lleva al Bogatell. Faltan sólo dos paradas. Lo ves, ya hemos llegado… ¡Final de trayecto! Todo cerrado a cal y canto, sólo del altillo de La Pansa, donde los fanáticos del tute se juegan la calderilla, se escapa un reguero de luz mortecina. Un gato se lame la pata en el antepecho de la ventana de casa Manyanets… A descansar, ¿no, Clemente? Sí. Yo también… Sólo una pregunta, Santiago: ¿supones que ellos han salvado el pellejo? Supongo lo mismo que tú. Pues buenas noches. Buenas noches, y a esperar que mañana el periódico nos lo explique todo de pe a pa. A lo lejos resuenan aún las firmes pisadas de Santiago. Apostada detrás de la puerta, también Claudia debe de oírlas…

Duermes como si no durmieras, estremecido por violentas sacudidas. A los pies de la cama, alguien te mira sin parpadear, te acusa con frío inmovilismo, en silencio; es inútil cerrar los ojos: le ves, sabes quién es, qué esperaba de ti, lo que reclama; quisieras disculparte, justificarte, para que todo el mundo se enterase de que sabrás cumplir la promesa que le hiciste, pero cuando al cabo de unas horas sales de casa —has dormido mal y poco—, en el periódico que cuelga en el quiosco ves los titulares que proclaman vuestro fracaso, tu fracaso de esta madrugada.

EL PANADERO ELIE CAILLE DE SAINT-CYR-SUR-MORIN (¡eh!, anunció ingenuamente enfático: no hablo del Saint-Cyr de la famosa Escuela Militar, merde alors!, sino del otro, el del ríe, el pequeño Morin), Elie Caille de Saint-Cyr-sur-Morin se ha plantado en medio del ruedo que formáis cada noche, antes de cenar.

—¿Sabéis qué día es hoy…? ¿Lo sabéis o no?

Más que saberlo, os mortifica, y no poco. Pero resulta peligroso prolongar más de la cuenta ciertos temas.

—¿Cómo querías que nos pasara por alto Elie?

—Bien, pero aún no me has dicho que día es.

—Aquel que los de la Peters esperan para caernos encima como cuervos: 1 de julio de 1848.

—¡Exacto! A partir de mañana nos tocará rescatar cada parcela aún no habitada al precio de medio dólar por acre.

Elie Caille mira a sus compañeros obstinados en callar, entre socarrón y dolido.

—¿Sin comentarios?

—¡Tienes razón! ¡Tienes razón!

—¿Y quieres decirme cuántas parcelas en tal día como hoy estamos ocupando?

—Treinta y dos.

—Saqué mis cuentas. Para poder conservar según derecho las 310 parcelas que la Peters nos tiene graciosamente asignadas, nos faltaría ocupar 278 parcelas más: 278 parcelas de 320 acres por unidad suman 88 960 acres; o sea, a medio dólar acre, 44 480 dólares. ¡Una miseria! Cualquiera de nosotros se los sacará como peonza del bolsillo. ¿Qué dices a eso, tú, Marcel Chartre, el agrónomo?

El agrónomo Marcel Chartre cierra un momento los ojos, después desparrama una nostálgica mirada hasta donde alcanza la luz crepuscular.

—¿Puede saberse qué estás mirando?

Marcel Chartre tampoco contesta.

—Te diré yo en voz alta por qué callas, e incluso lo que piensas. Piensas: lo que estoy contemplando, lo que están contemplando, es la Nueva Jerusalén que nos había sido prometida…; la Nueva Jerusalén de los miserables; que replicó no sé quién. Y consideras los pobres barracones que hemos logrado construir con creciente amor icariano, sabiendo que un aguacero cualquiera lo barrerá todo a la primera embestida.

—Recuerda, Elie: nos tocó acondicionar la tierra para asentar los cimientos de las casas. No se te olvide tampoco: la corteza aquí es milenaria y sin el auxilio de los bueyes… Pero se ha conquistado un buen puñado de hectáreas.

—¿Las que exige la ciudad modélica? ¿Para cobijo de cuántas familias? Llevamos construidas treinta y dos, hacía falta un mínimo de… ¿quieres decirme de cuántas, Marcel Chartre?

—Ciento cincuenta.

—Alentador balance el nuestro. Por añadidura no encontramos agua.

—El pozo es aún poco profundo.

—Y la tierra dura, el clima asfixiante. Andamos escasos de agua y sobrados de deudas y de enfermos… sin contar los que llevamos enterrados… Me conocéis: nada tengo de derrotista; arrimo cada día el hombro como cualquiera de vosotros, pero tendido en el jergón de mi choza, no puedo dormir: la inquietud me acorrala a preguntas. La noche se me cae encima, no por pesada ni por cálida, sino porque la tierra y el cielo de este país no significan ya nada para mí o, para ser sincero, porque han pasado a significar la imagen del fracaso, del desastre… Ya no lo pongo en duda: al hombre le hace falta su casa, su mujer, sus hijos, sus amigos, pero quién sabe si no necesita igual o más sus calles, los árboles que ha visto crecer, el color de las estaciones, el gusto del aire de su tierra, yo diría de su barrio…

La gente escucha, inmóvil.

—«Vamos a Icaria a buscar el trabajo y la abundancia, vamos a Icaria a buscar la felicidad para nuestras mujeres y nuestros hijos; abandonamos la Casa de la Esclavitud para ir a conquistar la Tierra de Promisión». ¡No lo digo yo, lo anunciaba a gritos el Gran Proyecto!

El panadero de Saint-Cyr-sur-Morin se seca los ojos.

—¿Es ésta la Tierra de Promisión? ¿La tierra que ahora piso?

Escupe tres o cuatro veces, se cubre la cara con ambas manos. Marcel Chartre le pasa un brazo por encima del hombro.

—Sería injusto perder del todo la esperanza. Recuérdalo, Elie; escribimos al padre Cabet: no le ahorrábamos detalles sobre nuestra desesperada situación, ni dejamos de decirle que necesitábamos refuerzos importantes con urgencia.

—De los treinta y nueve que salimos de Shreveport hace ochenta y cinco días, sólo quedamos veintisiete, contando los enfermos. Cuatro han desaparecido o desertado hace dos días; los otros… Cada vez esto se parece más a un pueblo… Ya tenemos incluso cementerio.

Una extraña enfermedad viene a ensombrecer el colectivo estado de ánimo… ¿Qué tienen, doctor Rovira? El doctor Rovira, también medio consumido, se sienta en el suelo, observa largamente a los que yacen postrados, agotándose, con ojos vidriosos, ausentes.

—Han muerto siete en pocos días.

—¿Y yo qué puedo hacer y qué puedo deciros?

El doctor Rovira se levanta, derrotado, perplejo, se aleja penosamente. Vuestra mirada le acompaña. Nadie se ha atrevido a echarle en cara la causa del mal que os consume a todos, ni a hacerle más preguntas; sobre todo hoy, justamente porque… Recibí carta de mi mujer, os dijo hace un rato: ha tenido un niño, le han puesto mi nombre. Candelaria inició ya los preparativos para el viaje… Llevas la carta en la mano como una flor, le ha dicho alguien de buena fe, y el pobre Juan Rovira ha sonreído por primera vez desde el día en que llegasteis…

El periódico, doblado por la mitad y sujeto con otros diarios al armazón del quiosco, no te ha permitido leer más que parte de la información; pero… te basta. Al fin y al cabo, tanta retahíla de palabras no es más que la rutinaria tramoya de una realidad que muy pocos deben de comprender a fondo. No se hace ni la más mínima alusión a los sentimientos de un anónimo puñado de hombres que se ha lanzado a matar y morir por las calles, en señal de protesta contra un orden fundado en la vileza, la explotación, las torturas de los más humildes, los más desposeídos, contra los potentados y los gregarios hijos de perra que los secundan… Como siempre, todo huele a una viejísima y como inevitable confabulación.

Tenía infinitamente más sentido, y era más puro, abandonarlo todo, y embarcar en el Rome, aunque fuese para ir a embarrancar a Tejas… Pero también en Tejas era inevitable darse de bruces con el «orden» establecido por la misma odiosa, abominable sociedad, por una Peters Land Company cualquiera, protegida por cualquier putrefacto Estado y, por añadidura, con un destino cada vez más hostil, encarnizado, incomprensible, que ahora, ahora mismo, en el corazón de aquella tarde gris, sofocante, lleva de la mano a diez felices icarianos que llegan de Nueva Orleans-Shreveport-Sulphur-Prairie, extenuados y desmoralizados como vosotros hace tres meses. Ésta es la tan ansiosamente esperada respuesta del padre Cabet: Éstos son —diez en lugar de quinientos— los «importantes refuerzos» que solicitabais en vuestra lastimera carta.

El agente de la Peters se ha echado a reír como en presencia de un hatajo de vagabundos; luego se ha puesto a blasfemar, a maldecir al padre Cabet y a su obra.

—Embarcamos diecinueve, a mediados de junio; nueve han caído enfermos por el camino…

Penosa, interminable exposición de conocidas penurias sufridas por el grupo de Pierre-Joseph Favard, revestido —según dice— de las credenciales de plenipotenciario del padre Cabet. El agente de la Peters le escucha de mala gana, mascullando protestas, injurias, y acaba por dejarle con sus tristes palabras.

—Y aquí, en realidad, ¿qué pasa?

—Tú mismo, Pierre-Joseph, date una vuelta, si tienes valor suficiente, y pregunta.

La gente murmura, el trabajo es durísimo, escasea la comida, una insólita enfermedad se ensaña con vosotros; ni siquiera a cosechar el trigo llegaréis. Se incrementan intereses y deudas y Peters espera el momento oportuno de expulsaros como perros sarnosos.

—Sed bien venidos —les dice el más anciano—. Interrogad, orientaos, opinad; pero debo anticiparos que la mayoría hemos decidido abandonarlo todo y volver a casa.

—¿Volver?

Suena exactamente como el grito de un animal herido que se incrusta en el aire pesado, ardiente. Una mano de Favard agarra el tronco de una encina; acaba reclinándose por completo en el árbol y, desde su insoportable decepción, consulta a sus ocho compañeros de camino, harapientos, enlodados, devastados por la fatiga, por el sol de fuego que les ha secado y agrietado la cara.

—Durante estos interminables días, hemos tenido que ir desechando por lo menos la tercera parte de lo que transportábamos desde que salimos de Sulphur-Prairie; los más llegamos quebrantados, dos enfermos de cuidado, pero a todos nos mantenía la esperanza de que en cuanto pusiéramos el pie en Icaria…

—En la Colonia Peters…

—Entonces ¿no era verdad lo que algunos de vosotros escribíais, y que publicaba el Populaire? Cuando hablabais de bosques fantásticos, de tierras fértiles, de levantar un molino, una serrería, cuando decíais que nos podríamos extender sin límites hacia el sur, hacia el oeste… Tú, Marchand, a los dos días de haber llegado escribiste a tu hermano: «Alégrate, Simón, ya nos hemos instalado en las tierras en que fundar la nueva patria —le decías—, ya estamos construyendo los primeros barracones y nos disponemos a edificar otros ciento cincuenta para el día primero de julio; nuestro país, éste, es uno de los más bellos del mundo, nada de lo que hemos visto en Francia puede comparársele…»

Favard se interrumpe, explora con desolados ojos los alrededores, que arden bajo el sol.

—¡Entonces, Marchand, estabas mintiendo!

—Di que estaba soñando, como todos: soñaba como un iluso, un imbécil, un niño…

Se le quiebra la voz: cuesta demasiado renunciar y destruir un sueño tan maravilloso y necesario.

—Nos prepararemos, pues, a abandonarlo todo, pero no antes que los enfermos se hayan restablecido.

—O mueran.

Una mano señala las siete cruces de madera clavadas en la desnuda vertiente de la otra ribera del Dentón.

—Toda religión, todo ideal exige sacrificios, mártires.

—Lo nuestro empieza a ser excesivo. Los que todavía no hemos sucumbido, aspiramos simplemente a salvar la piel. Tenemos derecho a salvar, como mínimo, la piel, ¿no es cierto? Tres compañeros, dispuestos a abandonarnos desde hace días, se han escapado esta noche.

NO PODEMOS SOPORTARLO MÁS.

De la pared cuelga un papel con estas cuatro desesperadas palabras. Al cabo de una semana el trozo de papel sigue colgado; alguien dice: como la mano de un Cristo clavado en la cruz. Nadie de atreve a desclavarlo o arrancarlo. Todo va convirtiéndose en melancólica rabia que, en vez de excitar, aplaca. Philibert Sauge, albañil de oficio, confiesa ingenuamente que «además» añora la paga de los sábados y no poderla celebrar, por la noche, con su mujer.

A veces, a alguno se le escapa un grito de lo que está soñando. La ilusión degenera: de polvo, pasa a convertirse en barro, en lodo.

—¿Qué más se nos exige?

El sastre de Aviñón, Pierre-Joseph Favard, el crédulo plenipotenciario del padre Cabet, os reúne para leeros la carta que se dispone a enviar al Maestro.

Colonia Icariana, 2 de setiembre de 1848

Pobre Padre:

¿Cómo podría hacerlo para describirle la situación en que se encuentran nuestros hermanos? Casi todos los supervivientes están enfermos. Hemos enterrado a cuatro en estos últimos días… Sería temerario exponer a las mujeres por estos abominables caminos. Los carros no avanzan a lo sumo más de dos o tres leguas diarias. A largos intervalos se halla una granja; pero no hay ninguna con camas bastantes para cuatro personas. Ni pueblos ni pan —la gente del país no lo amasa nunca, o muy rara vez—. Los enfermos acaparan toda nuestra atención, así como los preparativos para el regreso. Por si fuera poco, hemos contraído una deuda de siete mil a ocho mil francos y, dadas las circunstancias, no sabemos cómo arreglárnoslas para saldarla. Si podemos llegar a un entendimiento con los acreedores, nos ocuparemos exclusivamente de nuestra retirada provisional.

Vuestro siempre fiel

PIERRE-JOSEPH FAVARD

AL DÍA SIGUIENTE, colgado de la misma armazón del quiosco, un gran titular del periódico sorprende y ofende como una bofetada. Es inútil; condenado a no poder vengarse, esta vez no quedará ni siquiera el consuelo de morderle la mano al hijo de puta que insultó y molió a palos a tu padre.

Ratas de alcantarilla, desaparecen con los excrementos, las aguas inmundas, los detritos… Primer toque de sirena: anda, apresúrate, el lameculos de Espona ya debe de montar guardia en el portal con lápiz y libreta en mano… Destituidos ¿eh? no arrojados por hediondos sumideros, sino evaporados como cuando sueñas y te despiertas. Y a estas horas, el granuja de turno ya se prueba la casaca, ensaya carantoñas para lisonjearse al pez gordo, se ingenia nuevas técnicas para apretaros algo más los tornillos… Bueno, sí, pero, cuidado, y confiesa que el otro día, mientras con esta mano empuñabas la star, apresabas el miedo que tiritaba como un pájaro con la otra… ¿Por qué no? Siempre fuiste un niño mimado. Clemente, hijo, sólo te tengo a ti, y si tú me faltaras… ¡Qué prisa en calmarla, en complacerla, en recoger solícito las menudas lágrimas que, de tan conmovida, se le escapan! ¡Como Clemente no hay dos! No, madre ¡qué va! Diplomas, medallas; eso sí, antes de acostarse, su infusión de hojas de sen. ¿Saben? Padece estreñimiento desde que vino al mundo. Y ahora le tengo bien enamorado… Segundo toque de sirena. ¡Corramos, oye, que nos van a dejar en la calle! Te has enterado ¿no, Clemente? Los mandamases por el tobogán ¡y al estercolero! Afortunadamente, Rossell no te vio anteayer salir pitando como galgo por el paseo de Colón. Tú, a casita, y, los que no se rajan, que te saquen las castañas del fuego. Y aquello, era cosa tuya. ¡Es cosa mía! Se lo repetías a Claudia, te lo repetías a ti mismo, y te engallabas escuchándote. Mía desde aquél día… ¡Último toque! ¡Corre, que están cerrando! Hola, Quim. Hola, Clemente. ¿Qué, viste la Soli?… ¡Pero vete a saber qué otros mierdas de recambio vendrán a tocar el pito y mandar a puntapiés!… Cosa tuya desde aquella noche que se lo llevaron… Con Aniceto, el de la vaquería, sentados en la grada del portal de casa: que si los de La Alianza, que si los del Júpiter y, de arriba abajo, las hermanitas Freixa, meneando el trasero; dicen que la pequeña no se hace la estrecha… Piernas, tetas y, ¡gol! ¿Qué más quieres, Aniceto? Birlarle a madre dos cincuenta y un real de propina: calle de Topete, la Chela, y sales cacareando. Aniceto es una comadreja, en cambio tú… pero ahora no puedes quejarte; Claudia, cada día te quiero más; Clemente, ven… De acuerdo, pero entonces Claudia aún no existía para ti… ¿Te has fijado, Aniceto? Hace rato que el poli rechoncho no nos quita la vista de encima, y la camioneta, ¿ves?, con otra pareja dentro. Ya lleca tu padre. Llega mi padre: vuelve la esquina y la claridad lechosa del farol le pule y le lustra el perfil como si todo él fuese de cera. Tenías siempre la sensación que se había olvidado la última vuelta de bufanda, que nunca acababa de pisar terreno firme; que se le enfriaban las manos por exceso de delicadeza, pero que se abrasaba por dentro. Ibas apuntándote en la libreta de la memoria lo que te confesaba, lo que te aconsejaba, convencido, sin embargo, de que lo más importante debía de ser lo que callaba, lo que cavilaba a solas. ¿Rosendo, en qué estás pensando? Regresaba a su plato de sopa quién sabe de dónde. Está demasiado caliente. ¿Caliente? Mi madre le tocaba la mano: anda, come, y no te hagas mala sangre… Entretanto, tú y Aniceto sentados en la grada del portal de casa: que si el Júpiter, que si las niñas Freixa, que si La Alianza y tu padre ya ha cruzado la luz del farol; os ve desde lejos, quién sabe si de refilón, también se da cuenta de la pareja y de la camioneta. Hola; hola, Aniceto, qué hacen tus padres, y tú no tardes, la cena debe de estar lista… Los de la bofia se dieron un codazo, a lo mejor te lo pareció; no me lo pareció, lo vi, y lo sentí en alguna parte de mi cuerpo. Miran hacia donde estáis vosotros, tu padre ha empezado a subir la escalera: son sus pisadas, un rumor que se va cansando a fuerza de peldaños. Seguro que tu madre tiene la mesa puesta. El chico ya está abajo, llegará en cualquier momento, pero él, como cada día, antes de sentarse, de lavarse las manos, llena la regadera, riega los geranios, «sus» geranios de la galería… La pareja se acerca a nosotros. Os apartáis porque siempre pasan como si necesitasen atropellar, empujar a alguien… ¡Clemente…! ¡Sí, calla…! Empezaste a sufrir, suben la escalera como si fuesen a la zaga de tu padre, piensas, y escuchas ansiosamente, dolorosamente… Un rellano tras otro: pisadas firmes, duras; uno de ellos, al llegar arriba, tose, carraspea, y se oye chocar contra el suelo el salivazo que el cerdo ha escupido por el hueco de la escalera. Llaman. Llaman. Llaman… En tu casa, ¿no? ¡Sí, calla…! Voces ásperas, amenazadoras. No pierden el tiempo y, de repente, el grito, aquel grito de tu madre… Bajan: sólo el angustioso roce de los zapatos, el resuello del poli rechoncho y, al fondo, los sollozos de ella. Sí, pero no te precipites, ya llegará el momento en que echarás a correr. Aún bajan: prepotente fragor de las pisadas, llanto ahogado, y tu mirada no se aparta de la blanca luz del farol que hace un instante acompañó a tu padre y que justamente ahora descubre un desconchado de pared con ladrillos roídos, ulcerosos, especie de entrañas vivas de la casa maltratada por la lluvia y el viento… No la ves, sientes a tu madre asomada a la barandilla, toda ella ojos; no la oyes, ves su llanto y la cara desencajada de cuando luego vuelvas: nunca más la de antes. Esposado, entre los dos buldogs, tu padre no protesta, sale a la calle. Fue en ese instante cuando te miró intensamente, y le entendiste, lo entendiste todo: lo relativo a él, a tu madre, a ti, a la policía, a tu barrio, a lo que os pasa desde que subieron el telón, y os encontrasteis en escena representando una obra, triste, lamentable, y que nunca habéis podido comprender… Los que se saben de memoria el papel, los que entienden son todos los señores Saladrigues, los Anido, los Arlegui. También debía de andar a tientas el pobre que salió herido por la calle Nueva de San Francisco y que fue a desplomarse frente al surtidor, ¡y adiós, obra!… Aniceto te agarra el brazo con fuerza: ¡que lo llevan preso! Los de la bofia, uno a cada lado, le obligaban a avanzar hacia la camioneta. Tu padre te miró por última vez, los ojos nublados, un temblor en los labios. Abren la puerta posterior del coche, le hacen subir, tienen que ayudarle porque va esposado, los dos guardias suben tras él; cierran; aquella mano nerviosa, burda que, de repente, se descolgó por la ventanilla y forcejeó un rato para ajustar el cerrojo en la armella; y tú piensas: se resiste porque sabe que se trata de una injusticia, de una vileza… No te oyen, claro, tampoco te iban a entender. Ponen el motor en marcha, el coche arranca. Ahora sí, ya puedes echar a correr con todas tus fuerzas: corres, cierras los puños con rabia, gritas; la gente se para, asustada: ¡Clemente! ¡Muchacho! ¿Adónde vas? ¿Qué te pasa…? Esperas que se pongan a tu lado, que vengan a ayudarte a rescatar a tu padre… Sabes que es inútil correr, pero no puedes detenerte: corres, no en pos de tu padre sino de los agentes que se lo llevan como a un criminal o a un ladrón… Corres hasta perder el aliento. Ni rastro de coche. Miras alrededor: un tonelero arremete a martillazos el fleje de un tonel al pie de su almacén; levantas la cabeza, distraídamente el hombre clava sus ojos en los tuyos, sólo un instante. Los secos, regulares golpes de martillo y, en tu interior, aquella nueva manera de sentirte desesperanzado y terriblemente vacío.

LOS CUERVOS DE LA PETERS echan cuentas, miden, pesan, tasan según tarifas adecuadas a su sistema; inventarían parejas de bueyes, herramientas de trabajo, el valor de los barracones, de los terrenos desmontados, arados, de los cultivos en embrión, de las zanjas, del pozo…

—Entiendo que habría que añadir la estimación de las próximas cosechas.

—¡Ah!

El astuto gazmoño de la Peters explora el cielo, parpadea, se rasca la barba de chivo con la encorvada uña del índice.

—Y si una tormenta lo arrasa todo, ¿qué?

Es un golpe bajo, naturalmente, pero a falta de juez, el hombre sonríe, satisfecho de su astucia.

Monsieur Favard, el inventario es pobre, la deuda sustanciosa. Alors

Monsieur Étienne Cabet liquidará la diferencia.

—Por supuesto, y la Compañía, previendo un acuerdo, me ha autorizado a cederos el carro y una de esas parejas de bueyes a fin de que podáis transportar más confortablemente a los enfermos… ¿Qué íbamos a hacer nosotros con vuestros enfermos?

Durante el almuerzo, Pierre-Joseph Favard se cuida de repartir entre todos el poco dinero que en París le confiaron para atender a las necesidades de la segunda expedición.

—Como buenos hermanos —dice alguien, y otro—: En fila, como los mendigos en el portal de las iglesias.

—Os lo ruego, hagámonos a la idea de que se trata, no de un abandono, sino de una retirada provisional, tal como escribí al padre Cabet.

La tarde alarga insensiblemente la sombra de los barracones, de los árboles, se desplaza lateralmente, pesadamente. Sabéis que es indispensable descansar, echarse, que el tiempo bochornoso es, en la práctica, un invencible obstáculo hasta tanto no se inicie el crepúsculo.

El bretón de la parte del Armor, Denis Couloy, recorre amorosamente la madera de un montante de la puerta con la palma de la mano, una y otra vez.

—Tantas horas dedicadas a rebajar, a pulir este nudo; toca: ni un canto rodado, ni la piel de un niño…

Cierra dando un portazo.

En la parcela contigua, Elie Caille, el tahonero de Saint-Cyr-sur-Morin, canturrea:

En pie, trabajador que encorvó la miseria,

sonó la hora de tu despertar,

en tierra americana ve ondear la bandera

de la Santa Comunidad.

«Con sentimientos icarianos y el himno, no desconfíes nunca, camarada Caille; puedes dar tranquilamente la vuelta al mundo; en todas partes te abrirán las puertas». Son palabras del Maestro… Merci bien, monsieur Cabet. De momento, la primera puerta se nos cierra, languidecen los sentimientos icarianos, se nos reblandece el himno, y a la hora de despertar arriamos bandera, esperanzas, ilusiones… ¡y a casa!

La mayoría recostados en grandes troncos de árbol o tendidos en la cálida sombra, permanecen largamente con los ojos cerrados, sin dormir pero callados; sólo de vez en cuando se les escapa una palabra, un gesto, como para convencerse de que aún están allí, de que se hacen compañía; uno, casi adolescente, con las manos enlazadas tras la nuca, mira con ansiedad el cielo; sobrecoge asomarse a sus endurecidos ojos, seguir el movimiento de sus labios, como si hablara consigo mismo pero le estorbara el lenguaje.

El sol se ha puesto. Es la hora convenida. Pierre-Joseph Favard, en una actitud que quisiera ser desenvuelta, pero necesaria, urgente, se ha colocado en medio de todos vosotros y se cuelga la mochila a la espalda.

—¡En marcha!

Como si la voz fuera hueca y la orden careciera de sentido, no se produce reacción alguna, nadie da un paso, no se pronuncia una sola palabra. Todo está todavía aquí, al alcance de mi mano: este barracón en que duermo cada noche, construido con troncos y tablones que yo mismo aserré, acepillé, acanalé, encolé, y el tejado que me preserva del relente, del sol, de la lluvia; el pedazo de tierra que cultivo, roturado, labrado, sembrado por mis dos encallecidas manos: a estas horas, en este instante, todavía forma parte del largo sueño de antes, pretendía iniciar uno de los más importantes capítulos de la Historia… Estamos aquí, aún estamos aquí, tocamos una tierra, respiramos un aire que hemos hecho nuestro, llamo a Marcial y Marcial me responde: ¿qué quieres? Él me llama y yo le contesto: ¿qué deseas?; llega la hora de almorzar, de cenar, formamos una fraternal comunidad, trabajamos, conversamos juntos bajo el signo de la solidaridad, de la alianza… Todo esto aún es, debería ser la Nueva Jerusalén, la ciudad Justa, Icaria, pero en cuanto demos el primer paso en dirección a Sulphur-Prairie, todo, todo, todo empezará a convertirse en recuerdo, dejará de existir, será como despertar de un sueño de demente, y nos convertiremos en definitiva imagen del fracaso en una de tantas caravanas de fugitivos, de vencidos.

—¿Cuántos quedamos de la primera expedición?

—Sin contar a los enfermos, veintitrés.

Y sin dejar de alargarse obstinadamente, la sombra terminó por dar la vuelta entera a los árboles, a los barracones, a la pareja de bueyes —la pareja, tan generosamente cedida por la Peters Land Company— uncida al carro, preludio de la inmediata salida hacia Nueva Orleans —la piel de los bueyes delgada como piel de cebolla protegiendo de milagro las ancas huesudas, más deshilachados los colgajos de su testuz, más inmensamente resignada su profunda mirada melancólica…

El primer paso de los bueyes, el primer rechinar de las ruedas del carro, la marcha que inician como si se desincrustasen de la anaranjada franja de poniente, suscitan gestos de estupor, angustiosas miradas de desesperación. Los hay que lloran sin disimulo; Claude Boussac solloza mientras ayuda a instalar a vuestros enfermos en el interior del carro.

—A ti, Favard, probablemente no te cuesta tanto como a nosotros ordenar: ¡en marcha!

—¿Por qué?

—La tierra es como la mujer: la que más te hace sufrir es la que más quieres. No es posible que si nos costó tantos esfuerzos preparar el viaje, si soportamos tantas penalidades hasta llegar aquí y establecernos, no nos cueste sangre el abandonarlo…

La noche os cae encima, imagen contrahecha de hace tres meses, lleváis horas avanzando penosamente por los derroteros de la estepa caliginosa entre pantanos de aguas verdosas, corrompidas, que no abandonaréis hasta Sulphur-Prairie. Como a la ida, los pobres bueyes se atascan, os enlodáis hasta el vientre para ayudarlos a arrastrar la impedimenta…

A los cinco días ha muerto el primer enfermo; al día siguiente, el segundo; a la vuelta de una semana, el tercero. El doctor Rovira llora de rabia. Mueren igual que animales abandonados a su suerte, y uno ha de soportar que le miren y ha de entender lo que piensan. Juan Rovira se queda rezagado, a ratos se tambalea como si fuese a desplomarse, y habla solo.

La etapa nocturna de hoy ha sido más dura, más que dura, desesperada: Paul Rigaud ha muerto al amanecer: treinta y seis años, casado, tipógrafo: ha resistido con vehemencia durante nueve días, en una especie de lucha tenaz con la muerte o el destino para arrancarles una tregua: el tiempo justo de llegar a Nueva Orleans, donde, como a otros, le espera su esposa, que embarcó en agosto con la ilusión de reunirse con él en Icaria. Para no verle, le enterráis cuando ha oscurecido. Los golpes secos del pico estremecen. Al sentarse o tenderse, extenuados, deprimidos, rezumando sudor, contempláis largamente el cielo que se colorea, que pronto os permitirá veros de nuevos las caras. Os sentáis al amparo de un declive recubierto de hierba endeble, seca.

—¡Pobres zapatos! —dice Bernard.

Las miradas resbalan hasta los pies —los propios, los de los vecinos—: allá abajo, ahora en aparente reposo, pero llagados, abrasados, afortunadamente sin voluntad propia ni memoria de los caminos que os esperan de nuevo… Calzado lastimoso realmente; grietas, rugosidades, mugre, barro, lodo; suelas agujereadas, cordones cien veces rotos y anudados, ojales relajados, ausencia de botones o que cuelgan raídos…

—¡Eso somos! —exclama un compañero que porfía para desenredar el embrollo de cordel y retazos de arpillera que le resguardan mal unos borceguíes despellejados y roñosos.

—¿Qué podrías recetarles, hermano Rovira?

Juan Rovira no sonríe ni contesta. Le tocan el brazo.

—¿Estás durmiendo?

Mira en derredor, sorprendido. ¿Dormir? Hace días que no sabe qué es dormir; es decir, olvidar. Desde que abandonaron la Colonia Peters, se somete a juicio sin darse tregua ni cuartel: se acusa con dureza y en sí mismo y de sí mismo espera justificación, defensa. A veces es un tercero, un ausente, quien se encarga de juzgarlo; hoy, ahora, le toca el turno a Cuello, el exaltado, el admirado, el desconcertante Francisco de Paula Cuello, el único compañero que me negaba rotundamente la razón, que me hacía trizas los argumentos uno tras otro… Pero no te das cuenta, doctorcito, de que todo eso de «la gran confidencia icariana» es el más absurdo desvarío para desertar, para ponerle cuernos al alma, para ir a contemplarse tranquilamente el ombligo en cualquier rincón desierto de América… «¡El ramo de olivo en medio de la lucha!». ¡Hombre, Juan, no te dejes engatusar! ¡Contémplala a esta desgraciada paloma de la paz: presenta la misma cara de babieca de «vuestro Intérprete de Dios, Sol del Género Humano»! ¡Y conste que respeto todas las mayúsculas!

Juan Rovira suelta una angustiosa carcajada que le lastima. Detrás de su esquelética figura apunta la delicada claridad del alba.

Chico aplicado, hijo de papá, yo, Juan Rovira, tendía, claro, a reformista; él, Francisco de Paula Cuello, claro, a revolucionario; en cuanto levantaban la primera barricada, allí se precipitaba él para liarse a garrotazos con quien fuese… Pero íbamos del brazo por la Rambla: «¡Chim, chim, chim! / ¡Viva la Junta y muera Prim!», Sables de la policía, caballos de la guardia civil, comisaría, calabozo, encerrados a pan y agua, pero en cuanto emprendíamos el vuelo, ¡vuelta otra vez…! Decía: a la violencia sólo se le puede oponer la violencia. Entendido, Cuello, de acuerdo, pero nosotros, los icarianos, tenemos vocación de ermitaños… Allons en Icarie! Marionetas a bordo del Rome: «¡Al llegar a Icaria, fundaremos la felicidad del Hombre!». ¿Conoces algo más sublime? Y sollozábamos como benditos… Nos envidiaban icarianamente, pero nos envidiaban. ¡Paciencia, entrañables camaradas, vuestro turno se acerca, allá os espero!… ¡Ya ha partido nuestro Juan Rovira! ¡Probablemente para no volver! ¡Qué más da! ¿Por ventura, Icaria no va a convertirse en su segunda patria, verdadera madre de sus hijos? ¿Sabes, Cuello? No se lo he dicho a nadie: la madre de mi hijo, la pobre Candelaria, ¿comprendes?, me escribió que probablemente embarcará en Burdeos con un grupo de compañeros y a fines de noviembre llegará a Nueva Orleans con el niño… que le tenga a punto la casa icariana y, ¿adivinas lo que me pregunta?: si podrá criar gallinas y conejos y si la tierra de aquí es buena para las hortensias y las petunias… ¿Y sabes otra cosa, querido Cuello? Me confiesa que muchas veces sueña que en Icaria aún seremos más felices que cuando nos casamos…

Habla, divaga, se pone a caminar a grandes zancadas, excitado, y, de repente, en un rapto de alienación, se detiene, apostrofa al destino, al nuevo día, a los hombres; chilla como un orate, se endereza, gesticula como un poseso o un loco…

—¿No lo entendéis?

Os clava una mirada encendida de fiebre; espera…

—¿No lo entendéis aún…? ¡No, no lo entendéis…! Confesad en voz alta: no lo entendemos… porque lo entendemos demasiado.

La pálida luz le baña los ojos, desorbitados, furiosos… Calláis como si fueseis culpables y temierais que se disponga a gritar en voz alta todo lo que oscuramente calláis para no heriros más mutuamente.

—Sí, lo entendéis todo, pero cerráis los ojos, os mordéis los labios para no ver claro, para no ensordeceros con vuestras propias palabras. Yo os lo diré, y os lo diré a gritos: ¡el padre Cabet nos ha engañado! ¡El padre Cabet nos ha engañado!

Lo repite siete, diez veces, histérico. Le escucháis sin replicar, mudos, y bajáis la cabeza, en silencio.

—¡Ya lo habéis visto, ya habéis conocido nuestra Icaria, «donde hemos venido a buscar una dignidad de hombre, los derechos del ciudadano, y la Libertad, y la Igualdad, y la Felicidad! ¡La tierra virgen, sin mácula, que nos ofrece los tesoros de la fecundidad! ¡El nuevo mundo en que imperará el reino de Dios y su justicia…!». ¡Hablo por boca del padre Cabet, son sus propias palabras, no las mías, las del farsante que nos ha lanzado a vivir y a morir en esta grotesca, en esta trágica aventura! Y ahora ¿qué? ¿Adónde podemos ir? ¿Adónde vamos? ¿Adónde? ¿Regresamos adónde? ¿A casa?

Pierre-Joseph Favard se incorpora penosamente, como si estuviese enfermo; le acusa de discípulo descarriado, de hombre de poca fe, pero su gesto es conciliador; la voz, suplicante, dolorida.

—Hemos de conformarnos con unas adversidades que al fin y al cabo aumentarán la gloria de la gran obra —replica mansamente—. Se trata de una primera tentativa, que precisa enmiendas importantes, sí. Pero reconozcamos que somos víctimas de la improvisación, de la ignorancia, a causa de un exceso de fe, de una ilusión quién sabe si demasiado pura, demasiado digna…

Juan Rovira lo interrumpe con otra amarga carcajada.

—¿Y dónde está el Maestro?… —pregunta con voz airada, temblorosa—. «Marcharé con vosotros a fin de ser tratado en todo igual que vosotros, sin otro privilegio que el de asumir más trabajo, de alargar mis vigilias, de cargarme con más responsabilidades y más tribulaciones». ¡Conmovedor, admirable! Pero no le busquéis aquí, entre nosotros; ¡sería inútil!, se ha quedado en Francia, pronuncia discursos, escribe artículos, sublimando nuestra aventura, mientras el abnegado apóstol persigue una acta de diputado, aspira a ocupar un confortable escaño en el Parlamento… ¿Es cierto o no…, Favard? ¿Sabéis por qué no hemos llegado a Icaria? Simplemente porque Icaria es un mito, un sarcasmo, una farsa. Para nosotros, Icaria no existe, para las compañías Peters, sí, y para los Estados organizados, dominados por ellas… Hacedme caso… —movido a compasión, se le ablanda la voz, se le serena—. Tardé en abrir los ojos. Cuando embarcamos, yo era tremendamente joven, no tenéis idea de lo fabulosamente viejo que me siento hoy… Hacedme caso: no la busquemos más, no hablemos más de Icaria. Icaria no ha existido nunca; ni existe ahora ni existirá jamás para nosotros.

Os mira entrañablemente, se sienta de nuevo, agacha la cabeza.

—Tienes razón, Bernard, ¡pobres zapatos!

—Y CON ESO, ¿QUÉ?

Entre las manos de Claudia, tus ya amarillentos pañales tienen un aire, no sabes por qué, de confusión, de error; no le sientan bien; los chalecos, sí. Lo guardaba todo, ¿verdad? También el traje dominical de tu padre, de color deslucido, abrillantado por innumerables pasadas de plancha; algún sábado, antes de irse a acostar, todavía lo cepillaba y, con grandes miramientos, lo colgaba en el armario. ¿Me ayudas, Clemente? Vamos a levantar la cama. Santiago está en todo, sirve para todo… Tráete las tenazas. La cama, como misteriosamente solitaria, recelosa… ¿Eres tú, Clemente? Sí, madre. Rara vez te preguntaba de dónde venías. Cómo se han oxidado los tornillos, darán que hacer… Aquí nací yo. A mi padre le tendimos en su lado: tenía ganas de descansar, de olvidarlo todo. Esto al saco del trapero. «Esto» es la jaula vacía, de cuando Badosa nos regaló el canario; corre, Clemente, me he olvidado del alpiste. Cantaba poco, muy poco, se pasaba las horas alicaído, encogido. Néstor subió a visitarlo. Néstor, cafetero de los «Federales», hablaba como los diccionarios: Mala señal, ¿veis?, le cuelga la moquita, se le formó un velo escamoso en la boca, y tanta tristeza resignada indican su dolencia: Pepita, no falla… Y de esta palangana desconchada ¿qué? Al trapero, ¿verdad? Algún domingo, a primera hora, mi madre calentaba una olla de agua y con ella mi padre se lavaba los pies. La tabla de planchar la dejo en el recibidor, pasaremos a buscarla con lo demás esta noche… Fíjate, Clemente, ¡hasta eso guardaba! Sí, la caja de cartón con la pelota de goma, la tartana de la feria y el silbato. Jugabas a trenes, sostenías a medio vuelo la falda del delantal, como una cola de gallo: era el furgón, tocabas una campana imaginaria y arrastrabas los pies para imitar el fragor de las ruedas, viajabas de arriba abajo del piso: el silbato se parecía al de las viejas máquinas de la estación del Norte. ¡Hijo, que me aturullas! Era obligatorio tocar el silbato a la entrada de los túneles, al pasar por los puentes, en los pasos a nivel, al llegar a las estaciones, al salir de ellas… Te lo esconderé para que no lo toques más. O fregaba, o cosía, o remendaba, o trajinaba en la cocina, o lavaba, o planchaba la ropa… Había muerto tal y como había vivido, sin molestar; la hija de Silvia fue a avisarle a la fábrica: a doña Elvira le ha dado un ataque. De hecho no había estado nunca sana; enferma de veras, tampoco: justamente hacía unos días, mientras esperabas a Santiago, te enamoraste del pañolón de lana negra con franjas y fleco gris perla del escaparate de la tienda de doña Paulina. Podría regalársela por Navidad, pensaste, es friolenta, lo era; a escondidas, para no verse tan vieja, usaba mitones. ¿Un ataque? Fuiste corriendo a casa. Y tenías miedo, mucho. ¿No habéis llamado al médico? Sí… Ya estaba muerta. A primera vista costaba creerlo. Ocupaba poco espacio, poquísimo; claro, la cama era una gran cama de matrimonio. Fijaos qué manecitas, qué piececitos. Felipa también se daba cuenta. Menuda y, de repente blanca, rígida con la línea delgada y endurecida de la boca. Madre…

—Y con este par de mecedoras, ¿qué piensas hacer?

Se sentaban los dos en ellas, al anochecer, aunque fueran diez minutos: viene a ser como viajar, decía tu padre. Un retazo de cielo entre tejados y sus pocas estrellas pegadas, como en el cielo del belén de la panadería del señor Miralles. Pelábamos la pava, decía tu madre, y sonreía. Los geranios, recién regados, con el aroma desvaído y avinagrado, sobre las hojas unas menudísimas gotas de agua con un punto de luz en cada diamante… Oye, ayúdame a sacar el somier. Trajinas soportes, traviesas, cabecera, laterales. Claudia ya ha doblado mantas, sábanas, cobertor, y lo ha colgado todo a caballo de dos sillas encaradas. Queda sólo la cómoda y el Sagrado Corazón. ¿Te lo llevas? Sí, y lo habías decidido en el primer momento. Lo descuelgas: la proximidad de la barba rizada, la cabellera rubia y el bigote peinados con tan esmerada pulcritud; la mano derecha extendida sobre el corazón al descubierto, especie de brasa recortada y luminosa, en conjunto más bien te rechaza, a no ser, y te consta, porque ella le confiaba dificultades, penurias, esperanzas, todo lo que tenía, todo lo que se atrevía a esperar hasta aquella noche en que la descubriste arrodillada y sollozando porque la policía se había llevado a tu padre…

Él volvió, sí, mas para morir a los pocos días. Entonces, ¿qué? Cuando te pones a pensar en ello, no lo entiendes… Claudia, esta caja no la toques, la emplearemos para las copas, los cubiertos, los platos, la sopera… Al descolgar el Sagrado Corazón, en la pared destaca como una ventana clara de las dimensiones del marco; piensas: si pudiese abrirla, quién sabe si…

Porque hoy en el piso, todo parece en suspenso y lo pasado refluir con acento y significado distinto, aunque todo parece quedar inmovilizado de repente, coincidir con el calendario del comedor, que aún señala el día en que ella murió… Claudia te toma del brazo; también mira el calendario, tal vez presienta lo que sientes, lo que piensas. Dice: fue un martes. El aliento, el perfume de ella, su contacto… Martes: hacía una hora escasa que habían empezado a trabajar. Clemente, vino una chiquilla a decirte que fueras en seguida a la casa… A tu madre le había dado un ataque… Corrías por la calle: todo era diferente, todo se había distanciado enormemente de ti; seguías un camino distinto: el que llevaba a la muerte de tu madre… Claudia descuelga el calendario. Día 16. Arranca las once hojas inútiles, como si barriera los residuos de un tiempo extinguido: justamente el que media entre su ausencia y tu presencia… Te acaricia con delicadeza. Más bien te turba y se te hace extraño verla aquí, en el piso, disponiendo del espacio que ella ocupaba, descubrirla como una intrusa en el espejo que ella utilizaba para peinarse. Te ocurre aproximadamente igual que aquella noche en que te dijo: Mejor será que vengas a vivir con nosotros. Precisamente porque estas solícitas palabras, sin que supieras cómo, parecían revelar a tu madre unas amorosas relaciones que ella ignoró en vida… Es absurdo, claro, pero es que tampoco en este instante y desde la casa de tu madre, acabas de comprender las arrebatadas horas en que Claudia y tú ardíais uno en el otro, durante largas tardes, interminables noches, mientras ella, quizá zurciéndote los calcetines, planchándote la camisa o regando sus plantas, no cesaba de consultar el reloj en su impaciencia… ¿Qué ibas a hacer solo en el piso? ¿O en qué pensión?… Claudia, sentada al otro lado de la mesa, mordía una manzana. La comprendiste y ella a ti. No disponían de ningún dormitorio más, pero se sobreentendió que habríais de dormir juntos, como marido y mujer, en la cama de tus padres… La gente dirá… ¿La gente?

Detrás de la puerta de la cocina cuelga el delantal y, debajo del delantal, el paraguas: un paraguas como de juguete, desteñido, con una borla deshilachada. Clemente, bajo por el pan. Llovía: tras los cristales la vigilabas cuando atravesaba la calle: entró en la panadería, se oyó el repiqueteo insolente de la campanilla y, al cerrar la puerta, secóse los pies en la esterilla. Madre… Tenía que haber bajado a ayudarla. No, de ningún modo, te mojarías los zapatos. El paraguas la recubría entera: se veía solamente un paraguas que se desplazaba, sin nadie debajo. Acudiste a abrirle la puerta del piso, hazte cargo del paraguas: llévalo al lavadero, y no salpiques, que he fregado hoy… Después vino lo que vino, y más vale no pensar en ello…

Por la noche pasa Blas. Parece mentira, bien colocado, cabe «todo» en un carro. La verdad es que tampoco había muchas cosas. Con dieciocho pesetas y media a la semana, ¿tú qué crees?… ¡Clemente, las ventanas! Sí, Claudia… Cierras. Por última vez miras fuera: tus galerías, tus azoteas, tu trocito de cielo… Haces ademán de cerrar la puerta. Lo piensas mejor; se te ha ocurrido de repente, como si te lo hubiesen encargado en voz alta… Id bajando, voy en seguida. ¿Qué pasa? Nada, cosa de dos o tres minutos… Corres a la galería. Debajo del lavadero, como adrede, se te olvidó la regadera: la coges, abres el grifo, la llenas, te apresuras a regar los geranios: no eres precisamente tú quien riega: es tu padre; también tu madre, una vez muerto, se encargaba ella; regáis los tres. ¿Y a qué regar? No se te acude una buena respuesta, pero mientras riegas sientes una extraña mezcla de alegría, de tristeza, y un largo, profundo escalofrío.

Bajas. Claudia y Santiago te esperan al pie de la entrada. Aparte unos parientes de tu padre y otros de tu madre que ni sabes dónde viven, a estas alturas sólo cuentas con ellos. Hace pocos meses no los conocías ni de vista; ahora, en cambio, sin su compañía, te encontrarías peligrosamente solo, desamparado… Démonos prisa, oye, que Blas ha pasado delante, se le estaba haciendo tarde. ¡Tengo frío! Claudia coge a su hermano del brazo y, después de dar unos pasos, te toma el tuyo… ¡Buenas noches a todos! ¡Adiós, Miguel! Nos ha visto cogidos del brazo… La gente dirá… ¡La gente! La despectiva respuesta de Claudia, como si se hubiese encerrado dando un portazo y la gente, toda la chismosa gente, quedara fuera. Santiago ni siquiera parpadeó… Alcanzáis el carro: Blas anda al lado del caballo, uno y otro mueven la cabeza al mismo tiempo y con el mismo ritmo, como si fuesen conversando. Es el carro cargado con todo lo que, para vivir y para morir, tus padres pudieron acumular a lo largo de veintitrés años de vida en común, escatimando desde el carbón hasta el aceite. Luego dicen, predican, escriben que somos una pandilla de exaltados, de perturbadores del orden, de destructores de la sociedad. El mismo Blas tiene ya sus años, ha trabajado toda la vida como un mulo; cuando arríe velas, podrá darse con un canto en los dientes si lo de la libreta de la Caja de Ahorros le alcanza para un caldero de col y patatas. Y tú, Gonzalo, de todo esto, ¿qué opinas? Hombre, yo, verás —se tocaba la cabeza con el puño cerrado—, soy duro de mollera. ¿Quieres decir si me gusta o no me gusta? Con franqueza, mientras cada domingo pueda ir a El Globo y arrimarme a un par de chachas de generosas tetas, y no me falte ningún día el paquete de picadura y la copa de ron, qué quieres que te diga, me importa un rábano… Ni con mucho estamos allí donde vamos, y si no, interrógalos, escúchalos; tiene razón Aurelio… Oye, hemos olvidado las tenazas y el martillo pequeño en tu dormitorio. Mañana, al salir del trabajo pasaré a buscarlo; aún tengo las llaves. Te llevas la mano al bolsillo: son las llaves de la puerta de la calle y del piso: las de los sábados por la noche con Claudia, las de la temporada de ajedrez en la Agrupación: ¡Hola, chico! Buenas noches, señor Capdevila. ¿Qué, empezamos…? Peón, dos, dama… Da vértigo pensar en las partidas que el señor Capdevila llevará jugadas al cabo de sesenta y tantos años. La bufanda, la gorra, el cigarrillo, y sentado ante el tablero en espera del primer contrincante. Y a los carlistas, que se los lleve el diablo, ¿entiendes, Clemente?: yo pendiente de la reina y de darle jaque y mate al rey. ¿Gano? Duermo tranquilo. ¿Pierdo? Duermo tranquilo. La cosa es ir tirando y no complicarnos la vida. Nunca apunto nada en la pizarra; la memoria acostumbra a ser quisquillosa y, si cavilas demasiado… El señor Capdevila también mira por sí mismo. Y tú ¿qué? Y tú, Clemente, ¿qué?… Pasado mañana toca sesión en casa de Aurelio… A veces, no al ajedrez, a cromos debe de parecer que jugamos, que asistimos a una solemne martingala. Al fin y al cabo, el cementerio queda a cuatro pasos, pero también están la Marbella, y Pekín, y el Somorrostro. Ve allí y fortifícate. De acuerdo, Aurelio… Pero a mi padre, gracias a esta encerrona… y ¿sabéis qué llevamos en este carro? La ausencia de mi madre, vivió alicaída y encogida como aquel canario; nunca la oí cantar, ni una sola vez…

—Tendréis que esperar un rato para cenar.

Naturalmente también toca cenar, discutir la jugada: yo creo que… pues a mí me parece que…

—Clemente: ¿y si probáramos a montar la cama?

No contestas de inmediato, como si te sorprendiera haber traído la cama, y que habrá que montarla, dormir en ella…

—Lo malo es que hay poca luz.

Pero, a media luz, Claudia resulta más seductora: la penumbra disimula arrugas, espinillas, canas… Montaremos la cama de mis padres, de cuando se casaron; Claudia y yo, como si nos casáramos… Hoy no, Claudia, hoy no es un día como los demás… En cambio, mañana, y pasado mañana, y al otro, y al otro… Debe de ser cierto: la memoria estorba… Más adelante si todo va bien ¿entiendes?, te compraré un paraguas como el de mi madre y, si no te has muerto, un pañolón de lana negra con franjas y fleco gris perla como el que aún tiene en el escaparate la señora Paulina.

También a ti te descuelga la bufanda y te la anuda al cuello, y te da un beso en la mejilla. Lo ves, igual que Santiago. Cuando volváis, dice, no hagáis ruido, estoy reventada y tengo ganas de acostarme temprano.

En cambio, Santiago, desde que se ha metido en la «Historia del Pensamiento Socialista», duerme poco, no te da tregua ni te deja en paz… Lo malo, le digo yo, es que todo no es más que una interminable fuente de disputas. Leo y me doy cuenta de que existen argumentos para todo, pero las respuestas que satisfacen de verdad, más bien escasean.

—Escasean, pero las hay… Considera si no lo que le está pasando al pobre Aurelio: no halla forma de liberarse, de justificarse; se atiborra como nunca de Bakunin, de Kropotkin, de Malato, teme leer a los demás, a los que no gastan pólvora en salvas, los que no se dejan colgar el monigote y tienen un sistema… El otro día me replicó que en el célebre congreso de Amsterdam ya se planeó utilizar a los sindicatos con la idea de inyectarles espíritu libertario… Mierda, «libertario», y mierda, eso que llaman «mística de la violencia». A nosotros ya nos consta: les nace una joroba en la espalda, les desaparecen los callos, se nos vuelven profesionales del atentado, presentan la mano abierta, más abierta cada vez. ¡Ni los mártires sirven ya! Andamos perdidos como perros sin collar… Se necesita un partido, una organización, un programa… ¿Te acuerdas de lo que te confesé aquel día en el bar? El fuego no me asusta, en absoluto; el humo, sí. Ya no soporto más que algunos apóstoles me estén haciendo una mala jugada, y un buen día descubrir que me han convertido en un desesperado…

Ahora sí, le escuchas y acabas de entender la raya de luz que observa bajo la puerta de su dormitorio en las horas en que tú y ella… Has levantado la mano para oprimirle el brazo, tal vez con intención de apaciguarlo, o de compadecerlo, o de demostrarle que le quieres por ser como es. Pero —y te sorprende pensarlo— él se daría cuenta, y tú también. Nunca has sabido del todo por qué: hay expresiones y gestos que os están prohibidos, como ciertas clases de manjares o de tabaco.

Aquélla es la puerta de casa de Aurelio. Debe de estar sentado en su silla, rodeado por los aspirantes de los sábados: Valentín, Estanislao, Aniceto, Tomás y, en un segundo plano, Miguela, de la cocina al patio, del patio a la cocina, con los mismos pollos que hace un siglo. Dentro de poco, se presentará con el sabor y el aroma del café de cada sábado, y, como Claudia hoy, nos repetirá: por favor, no gritéis mucho, mañana es domingo y me toca madrugar más de lo acostumbrado. También han olvidado arrancar las hojas del almanaque, y no es extraño que también cada sábado resulte una imitación más descolorida del sábado anterior y que argumentos y propósitos pierdan sentido a fuerza de desleírse y desleírse…

—¡Buenas noches a todos!

—¡Hola, compañeros!

—¡Buenas noches!

—¡Sentaos! ¡Sentaos! Vamos a ver con qué nos sale Santiago esta noche.

Aurelio esparce sus familiares papeles sobre la mesa: probablemente los de una historia caducada. Su mal crónico le está destruyendo, le decolora los ojos, le tuerce la boca, le salpica la piel de misteriosas cenizas, pero ésta es la hora que está esperando ansiosamente durante siete días, y el predicador se reaviva y, pese a su invalidez, se encarama al púlpito.

—Santiago, no embromes: hace tiempo que te estás deshinchando. ¿Qué te pasa?

—Simplemente me pregunto si es hora o no de cambiar de rollo.

—Tienes buena memoria, Santiago. Yo también… Cambiar de rollo… Socialismo revolucionario, socialismo experimental, comunismo práctico, comunismo libertario, etcétera, etcétera: en el fondo, títulos distintos de una misma obra, producto de la orgullosa tristeza, de la débil esperanza del hombre que lucha, que sufre por sus ideas… A quien pocos escuchan y a quien nadie, o casi nadie, de verdad atiende… Acabamos de verlo: en cuanto oyen el ruido del sable y palpan estrellas y galones, ya nos dan con la puerta en las narices… Dime qué es lo que podemos esconder bajo la cama los desgraciados como nosotros, los ciudadanos de tercera clase, como dice el Noi del Sucre: ¿el orinal, una azucena, una bomba…? No, quiá. Los Sindicatos que cumplan con su obligación, y nos convienen, pero los de verdad no podemos consolarnos con el desiderátum del tiempo de la Jamancia: «¡Pan, orden y trabajo!».

—De acuerdo, pero de momento…

—De momento saldrás tú a predicar con palabras de aquel famoso ruso de la barba que le llega al ombligo: «¡El amor ha de gobernar en lugar de la ley!». Formidable ¿no, chicos? Pero ¿qué pito toca la teoría de presentar las dos mejillas mientras ellos no se cansan de hinchártelas a tortazos? Todo eso es tan viejo y manido como el andar, ya lo sé, pero es que todavía estamos, más o menos, como el primer día… Te lo conozco en la manera de mirarme, de hablar, de callar; piensas: no hemos dejado de cocer la misma calderada en la misma olla. Pues hazme el favor, abre los periódicos, lee: cambia de nombre, pero siempre es la misma guerra; el país es otro, pero se trata de la misma huelga; averigua quiénes son los que se mueren de hambre, los que padecen las tormentas y las calamidades, los de los hospitales, los asilos… ¡Clemente, tráeme aquí a nuestro padre Cabet, o a Saint-Simon, a Fourier, a Owen o al que sea de todos esos que se han partido la crisma por conseguir la igualdad entre todos los hombres!

… majestuosa la Igualdad avanza,

seca tu llanto ya, trabajador…

Con voz trémula, gestos exagerados, grotescos, se ha lanzado a vociferar el himno icariano; pero, al final, un velo de lágrimas le nubla los ojos.

—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa, Aurelio?

—No te asustes, Miguela… Les explicaba con ilustraciones musicales que la Igualdad del mundo progresa aunque sea a paso de carro, y aunque parezca que el carro se nos va por el pedregal… Una igualdad raquítica, piel y huesos y, sin embargo, dura y porfiada como yo en mi silla de inválido.

Aurelio suelta una ingenua carcajada, pero se seca los ojos.

… Miguela, con las tazas, el azucarero, el café; de la cocina al patio con los pollos; las rachas exaltadas de Aurelio, sus depresiones… ¡Hasta el próximo sábado, muchachos! ¿Oís? Tono ansioso, casi patético, disminuido por el temor, dándose cuenta de que el tiempo se encarga de irlo arrinconando, que quizá un día, pronto, se hallará realmente solo y más clavado en su silla que nunca…

Tú y Santiago volvéis juntos a casa: Taulat abajo, hacia los gasómetros. Cuando la luz de los espaciados faroles llega a diluirse por completo, descubres que la luna parte la calle exactamente en dos mitades, que de la nada de las sombras arranca el perfil de las casas, el ondeo de la ropa tendida en los terrados, las alucinaciones de los cristales de un balcón, de una ventana…

—¡No!

Santiago se para, sorprendido de oírse a sí mismo, estupefacto por su violento exabrupto. Te mira, confundido, pasa su mirada en derredor; nadie, sino el aire acanalado, húmedo, la fría luz de la luna.

—Perdona, Clemente. A veces vas tan metido en ti mismo, te encuentras tan desorientado que, sin siquiera enterarte…

—No te preocupes, en más de una ocasión me ha pasado a mí.

—Pensaba, discutía con Aurelio… Pobre Aurelio, ya le ves, se nos está acabando como un cabo de vela… Es verdad, todo lo que quema se consume y, al final, se apaga. Cuando le conocí quemaba de veras. Ya estaba inválido, pero arrollaba como un vendaval. Coincidió con la época de mi primera llamarada. Yo era un mocoso: me echó el anzuelo y me enganchó hasta las agallas… «Di qué prefieres: abrir la boca y soltar un eructo de tan harto, o abrirla y bostezar de hambre, o bien para chillar contra tantas injusticias hasta quedar afónico». Me lo preguntó el primer día. Ni abrir la boca, ni bostezar, ni alborotar; me interesa escuchar y aprender y servir, le dije. De acuerdo… Pero atiende: tal como anda el mundo, más vale ser de los que la cierran, maniobrar a sordas, eliminar obstáculos… ¿Me entiendes bien, Santiago…? Sí, respondí que sí, sin pensarlo dos veces… Pero de esto ya hace algunos años. De vez en cuando aún hace falta quitar de en medio al recalcitrante, más por tener mucho gallo que por miserable o incordio. Pero la cosa dura, y dura demasiado… Pasas por el Cáñamo, y salen las mismas «chinches», se bosteza tanto o más que entonces, nos embarcan como borregos y si se les mete en el casco son muy capaces de mandarnos a construir pirámides.

—Entonces…

No contesta… Andáis en silencio. Ya estamos en casa, Santiago hace amago de abrir la puerta, se vuelve atrás.

—Estos sábados tampoco arreglan nada. Discursos, buena fe, tanta como quieras, pero me explicarás qué sacamos en limpio.

Abre la puerta. Subís, como siempre a oscuras, aferrados a la barandilla; algunos días, como hoy, guiados por la mínima luz de la luna que cuelga de la claraboya.

—Otro día hablaremos de ello. Buenas noches.

—Buenas noches.

No enciendes la luz del dormitorio. Te desnudas con cautela. Tienes frío. Tiemblas. Te deslizas a tientas bajo las sábanas. Te invade el vaho caliente que se desprende del cuerpo en reposo y el perfume de Claudia; su respiración pausada, profunda… ¿Eres tú, Clemente? Sí, Claudia… (¡Sí, madre!) Buenas noches. Sigue durmiendo. Se vuelve de espaldas. La besas con ternura en la nuca, te acomodas al yacer ondulante de su cuerpo, pero no piensas en ella; en una entrañable tiniebla muy tuya, triste, solitario, sientes la inmóvil presencia de Aurelio, aplastado en su silla y, con toda su sorprendente violencia, el «¡no!» de Santiago: Y tú ¿qué contestas?… Nada. Oscuridad. Silencio. Y, de pronto te entra el grotesco miedo de quedarte acartonado como las gallinas y los pollos de Miguela, de sentir que se te acabó la cuerda, que las agujas se detienen en una hora estúpida y absurda, que te conviertes en uno de esos maquinistas de la fotografía que Aurelio tiene enmarcada en el comedor de la casa.

A QUE, ¿NO VAS?

—No.

—Pero, Juan querido, al final irán todos.

—Todos, no; yo no; tampoco los que han muerto, ni los desertores, ni vuestro monsieur Chaize, que al presentir el naufragio hizo lo que las ratas: abandonar el barco, pero arramblando con el dinero antes de desaparecer.

—Ya que se ha decidido a venir…

—Basta, Candelaria, basta… Ve tú, yo me quedaré con el niño. Mira, está durmiendo…

La ves alejarse por la calle, en dirección al puerto. Claro, cuesta demasiado apagar de un solo soplo una fe tan pura, una vocación tan arraigada… Te sientas, profundamente cansado: contemplas a tu hijo: no entiendes, no te entiendes. Medio distraído, acaso medio ilusionado por reencontrarte, abres la carpeta con tus cartas de París a Candelaria, y los recortes de periódico que te trajo de Barcelona pensando hacerte feliz… No meses, ni años, siglos han pasado desde aquel día en que te sentiste llamado y elegido para la Gran Empresa. Los folletines de la Historia no se han interrumpido: hoy toca el de la llegada del padre Cabet. Majestuoso patriarca, erguido en la proa, despeinado por el viento de Dios, como los profetas, sobre un fondo de velas y palos y jarcias, debe de venir armado con el propósito de renacer de sus propias cenizas, y son muy capaces de instalarlo entre el buey y la mula, como un nuevo mesías. ¡Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad! ¡Idiotas! ¡Idiotas como tú! Si no lee, léete lo que escribiste desde Francia a tus amigos: «… Icaria será el centro de todas las inteligencias… ¡No sabéis hasta qué punto pienso en vosotros! ¿Y cómo podría dejar de hacerlo si os debo la ventura, la felicidad que experimento en estos momentos? Al deciros adiós y hasta la vista en esta última carta que os escribo desde Europa, os encomiendo de nuevo a mi buena esposa y a mi futuro hijo… ¡Qué grande, sublime y humano es el Redentor de este siglo, el inmortal Cabet! ¡Confianza en él, hermanos, él es nuestra justa e incorruptible Providencia…!»

Pobre doctor Juan Rovira, no puedes más; no puedes más y rompes en menudos trozos tus bienaventuradas cartas y los recortes de La Fraternidad, que, nombre tras nombre, óbolo a óbolo, inserta las listas de los «donativos sociales» de quienes corren a sufragar los seiscientos francos que monsieur Étienne Cabet exige a quien quiere formar parte de la primera vanguardia icariana, previamente escogida por él:

José Anselmo Clavé ................ 4 reales

Narciso Monturiol ................ 160 reales

Borrás, padre e hijo ............... 80 reales

Francisco Sunyer .................... 6 reales

Hipólito Ranier ...................... 20 reales

Crédulos, románticos amigos, y ahora ¿qué?, ¿de qué esperáis que os hable? ¿Del fracaso, de la desolación de los vencidos, de nuestro incurable resentimiento?

Quizá la misma sirena de la fragata que surcaba el aire de vuestro 26 de marzo de 1848, surque el aire hoy: 19 de enero de 1849. Siempre, siempre se comete algún error: ¿vendrá…?, ¿no vendrá…? Ya está aquí, y pasada una hora u hora y media, oyes en la escalera los pasos de Candelaria que regresará del puerto fascinada por la palabra, las apostólicas maneras del padre Cabet… ¡Tenías que haberle visto, Juan! ¡Pobre padre Cabet! Viéndole de cerca le comprendes en seguida. Nos ha abrazado a todos, lloraba, llorábamos, llorábamos todos de alegría… Tan bondadoso, tan atento, tan paternal, tan venerable… Ha habido malentendido, forzosamente le han engañado, es imposible que un hombre así ignorase…

Dos días después, todos los icarianos colman la sala y el vestíbulo del local que han alquilado para celebrar la asamblea convocada por el propio padre Cabet. A los emigrantes de las tres primeras expediciones, se han agregado los de las siete que entre el 12 de agosto y el 18 de diciembre fueron llegando a Nueva Orleans procedentes de Burdeos y de El Havre. Sube la marea de la indignación: heridas aún demasiado abiertas, ojos en cuyo fondo, vivísimas, perduran las desoladas imágenes de maridos, de hijos, de compañeros desaparecidos, enterrados en plena sabana, en la ribera del Dentón… ¡No tiene perdón! La esposa de Paul Rigaud (Paul Rigaud, 36 años, tipógrafo, que suplicaba una tregua a la muerte para asistir a la llegada de su mujer), exasperada, enlutada, deshecha, mantiene los puños cerrados, oprime amorosos recuerdos, promesas de paz, de bienestar, tiernos secretos del alma; y espera desquitarse rabiosamente… La gente va y viene por los pasillos, sale a la calle, entra de nuevo, se impacienta, se exalta: ya pasan veinte minutos de la hora convenida. Entretanto, escúchalos: echan leña al fuego del rencor, encuentran motivo para excitar su desengaño. Si escuchas, si te limitas sólo a escuchar, es un rumor parecido al sordo bramido de las olas en la playa de tu barrio, cuando las aguas enfurecidas se abaten sobre las indefensas barracas de la Marbella y lo arrasan todo. La pobre, la atribulada gente icariana necesita desahogarse, vengarse; sí, el único pecado que no se puede perdonar es el que atenta contra la buena fe, la pureza, los inmaculados principios de los humildes de corazón, que desde siempre han ofrecido más heroísmo, más sangre, más víctimas, en defensa de la libertad, la igualdad, la fraternidad, entre los hombres…

—¡Ya llega, ya!

La marea culmina y, de repente, se produce una espectacular resaca, cede, se apaciguan encrespamientos y rumores, todas las miradas convergen en la puerta que da a la calle… Es él, sí, custodiado por Pédron y Bourg y algunos de sus más fieles discípulos. Anda muy lentamente, con extraña precisión se oye el roce de sus zapatos sobre el pavimento. Le ves, no le ves, aparece, desaparece, reaparece entre la muchedumbre que oscila y se desplaza y se acumula alrededor. Ni un solo grito de indignación, ningún gesto amenazador, ni una palabra de ofensa ni siquiera de reproche. La gente esforzándose por transformar en sonrisa la tristeza que le hace sorberse los labios: ceniciento, arrugado, empañados los ojos, el altivo peinado de antes, deslústralo, en desorden; las frondosas patillas de lobo de mar convertidas en tosca lana de oveja; la nariz aquilina a semejanza de un pico de ave caduca; y todo él destruido, desmadejado, mal abrochado el chaleco, el plastrón descompuesto… Pasa entre dos columnas de expectante silencio, de miradas concentradas, de actitudes reflexivas. Y no se cansa de repetir con voz dolorida, menguada: «Bonjour, mes amis. Bonjour, camarades… Perdonad que llegue tarde, no es mía la culpa…». Nadie replica. Se oye, como en secreto, una voz que murmura: «¡Cómo ha envejecido, pobre hombre!» y ninguna palabra de protesta se le opone. El padre Cabet avanza hacia el fondo de la sala, sube al estrado, se coloca detrás de la mesa, esparce afectuosas miradas alrededor. Algunos, pocos, han intentado aplaudirle; la mayoría ha impuesto silencio. No es hora de compasiones gratuitas, dice alguien; es hora de pedirle cuentas, de reclamar justicia… Mírale bien: se sienta, hundido, en un sillón, como un inválido, pero tú no le ves, procuras no verle; te ves mucho más a ti mismo y a tus infelices compañeros por los caminos de Shreveport, de Sulphur-Prairie, y las siete cruces tan bien recortadas al atardecer en la ribera oriental del Dentón. El padre Cabet se contempla las manos, como dos objetos extraviados, independientes, encima de la mesa: cada mano por su lado, ignorándose tal vez, pero que poco a poco, por instinto, se buscan, se necesitan tanto una a otra, que al final se encuentran y unen con fuerza.

No todos pueden sentarse. Da lo mismo, lo urgente, inevitable, es acusarle con vuestra masiva presencia, hacer ostensible el acrecentado espíritu de rebelión que subiendo de grado, como fiebre maligna, quizá llegue a demoler la obra entera del icarianismo.

—Estimados camaradas…

Al pobre Jean Bourg —tanto como le ha costado, junto con Pédron, evitar la desbandada durante la espera del Maestro— se le hunde la voz al chocar con centenares de miradas de reprobación, de endurecidas bocas que delatan actitudes hostiles… «Cuanto más un hombre se equivoca sin mala fe, a mí, personalmente, más me parece un hombre de verdad, más digno de que se le escuche». Se lo repetía ayer, mientras la fragata entraba en la dársena y, en proa, descubría la figura del padre Cabet, que los saludaba brazo en alto, asomado a la borda.

—Estimados camaradas. También, como nosotros, el padre Cabet ha hecho un largo viaje para poder reunirse con sus entrañables icarianos…

—¿Y no dirías que tal vez llega un poco tarde, Jean Bourg?

Lo atajan sin clemencia, de entrada, y este primer sarcasmo desencadena una confusión de protestas, de alteradas voces de ataque, algunas de defensa.

—Os pido en nombre propio —grita Jean Bourg—, de los que piensan como yo, de los que discrepáis… Os lo pido, sobre todo, en nombre del padre Cabet, os ruego que redoblemos la buena voluntad para apaciguar los ánimos y no entorpecer inútilmente el coloquio… En cualquier caso, ya sobrará tiempo para pelearnos, odiarnos si es preciso, pero después de escucharnos mutuamente…

El pobre Jean Bourg se ha pasado la vida a solas detrás de la lupa, examinando y montando joyas, y ahora abre desmesuradamente un solo ojo, redondo, sorprendido, enorme, sin entender que se pueda gritar tanto, armar tal alboroto, y tiembla. No aguanta más, se sienta y se cubre la cara con las manos.

Al padre Cabet no se le escapa un gesto, ni una palabra, profundamente sumido en la acción de escuchar, considerar la calidad, la real intención de aquel conato de tumulto. Mira de reojo de uno a otro lado de la sala, pensativamente, lentamente, los codos apuntalados encima de la mesa, apoyando su cara de expresión aturdida y derrotada sobre las dos palmas, pero de repente se yergue por etapas y produce la impresión de que incluso sobrepasa su estatura normal; se seca la frente, levanta tímidamente la mano, suplica ser escuchado…

—Si es que todavía, en el sentido que sea, represento algo para vosotros… —dice, y se interrumpe, probablemente en espera de respuestas de aprobación o de repulsa.

—No faltaría más —dice el viejo Jerôme Herzog—, pero entiendo que, ahora y aquí, se ha de repetir en voz alta, por si a monsieur Cabet le hubiese pasado por alto, que llegar a la Colonia Peters nos costó días y días, interminables días de sufrimiento, de hambre, de desesperación… ¿Y qué encontramos? ¿Qué nos esperaba? Sobre todo, ¿qué resultados se han alcanzado al final de esta desventurada empresa? El fracaso más rotundo, más trágico. Soy viejo, cuento poco; pero, entiéndalo bien monsieur Étienne Cabet, fui de los primeros en llegar a la Colonia Peters, en fabricarme mi barracón… y si ahora os mostrase tan sólo los pies y estas dos manos, ¡lloraríais!

—He llorado ya; os lo aseguro, Jerôme Herzog, lloraré después; pero ahora, no, no puedo ni debo; ahora os ruego que me hagáis el favor de escucharme, y aunque me exponga a cansaros, me es imprescindible escucharme en vosotros, quiero hablar como uno de vosotros, y que me sea permitido escucharme a mí mismo con ganas, no de comprenderme, sino de juzgarme.

—¡Pues dejadle que se explique de una vez!

—De acuerdo, pero antes que se pase lista —grita una mujer con voz desesperada, airada, que resuena por toda la sala. Se levanta un repentino, angustioso silencio, y la mujer añade—: No de los que han desertado ni de los ladrones, sino la lista de los muertos.

Ha estallado en un llanto apenas contenido. El padre Cabet retrocede hasta chocar con el respaldo de su silla, cierra dolorosamente los ojos.

—Los llevaré toda la vida en mi conciencia —dice con voz temblorosa, y la vieja mirada fatigada busca, en las miradas de los que escuchan, más fe que compasión. El silencio pesa demasiado, se vuelve insoportable, y el padre Cabet se levanta de nuevo, tambaleándose.

—Juro ante vosotros, ante Dios, ante todos mis camaradas, que acepté el pacto con la Compañía Peters de Tejas convencido de que obraba un milagro, el que tal vez los icarianos merecíamos.

—¿Pacto o contrato, monsieur Cabet? Y, en cualquier caso, ¿con qué firmas y con qué garantía?

—Permitid que yo mismo os lo aclare —interviene Pédron—. El padre Cabet está bastante fatigado y enfermo… La Compañía Peters aceptó una cantidad a manera de plazo en concepto de entrada, de compromiso, para la cesión de los terrenos de Tejas. A primera vista, el acuerdo venía a ser providencial, el mismo Robert Owen aconsejó al padre Cabet que lo aceptara a ojos cerrados… Considerad que aquel pacto nos daba derecho a adquirir tan sólo a medio dólar por acre todos los terrenos adyacentes que pudiesen hacernos falta para acoger el millón de cooperadores que los informes que iban recibiéndose desde muchos países hacían prever que se podrían congregar en breve plazo… ¿Es así, padre Cabet?

—Exacto. Y mi optimismo se incrementó vertiginosamente. Es cierto que la realización de un proyecto semejante exigía mucho dinero, pero yo pensaba conseguirlo basándome en este plan: primero, trataría de obtener más terreno mediante concesiones gratuitas; segundo, transcurridos diez años, aquellos terrenos trabajados por nosotros habrían multiplicado por diez su valor; tercero, ese valor nos permitiría negociar con facilidad importantes empréstitos de grandes capitalistas, a los cuales estaríamos en inmejorable situación de ofrecer garantías hipotecarias… Solicitaríamos donativos y legados de los poderosos que deseasen inscribirse entre los benefactores de la Humanidad… Y yo respondía de todo, me responsabilizaba de todo y asumía durante diez años el cargo de director general de la Comunidad… Todos estuvisteis conformes en ello y os parecía viable en el momento de embarcar. Os pregunté si aceptabais mi dirección, si consentíais en confiármela durante diez años consecutivos. ¿Qué respondisteis? ¿Sí o no? Y yo me juré consagrar toda mi existencia a la realización de la Comunidad Icariana basada en la Fraternidad y la Igualdad.

Rebasado el límite de su tolerancia, Juan Rovira se levanta violentamente, impulsado por el asco que le produce aquel espectáculo no de sociedad recreativa sino de vulgar sociedad anónima.

—¡Comunidad! ¿Comunidad de qué, monsieur Cabet? —El tono es agrio, hiriente, sarcástico—. ¿Y cómo, con quién se contaba para llevarla a la práctica? ¿Con promesas verbales, con cartas desprovistas de autoridad legal, con simples vaguedades inaceptables? ¿Dónde está, quién lo tiene, quién lo conoce, en qué lugar está depositado ese famoso contrato con la Compañía Peters…? Ese contrato no existe, y por eso la Peters nos quitó de encima como perros apestados… ¡No! ¡No! ¡No! No podemos seguir ni un día más a tan imprudente charlatán que, si al fin decidió reunirse con nosotros, más que apremiado por nuestros dramáticos informes lo hizo porque en las últimas elecciones francesas le han negado el sufragio. De haber sido elegido, ¿creéis que ahora le veríais sentado en esa modesta poltrona? Lo hallaríais sentado en el Parlamento de París, los ujieres le abrirían las puertas, y nosotros seguiríamos reventando de desesperación y de hambre en este paraíso, en esta tierra saludable y venturosa. Pero, fracasado allá, viene a reclamar nuestros votos aquí, y supongo que el dinero de los infelices colaboradores que aún siguen creyendo ingenuamente en su obra lo mismo que un día creímos nosotros en ella… Si no, ¿para qué nueva aventura habéis regresado, honorable Étienne Cabet?

El padre Cabet, inmóvil, de pie y desde el estrado; Juan Rovira, febril y de pie entre sus compañeros, se miran ansiosamente de hito en hito.

—Me consta: eres el más díscolo, el más peligroso, probablemente el más desengañado, y me duele, me duele como me duele lo que nos pasa, que nos pasa a todos, ¿me entiendes, Juan Rovira? Pero si me acusas con tanta dureza, si puedes recordar cómo te recibí en mi casa, entre los míos, todo lo que entonces te dije y lo que escribí, a ti y a tus amigos de Barcelona, supongo que delante de todos los nuestros, me reconoces el derecho de exigirte que me contestes si es verdad que sigues poniendo en duda mi desinterés, mi sinceridad, mi absoluta buena fe.

—¡Si!

Su terrible afirmación resuena como un martillazo en la sobrecogida atención de sus compañeros.

—Gracias, doctor Rovira, por tan noble franqueza, y no olvides, te lo ruego, lo que voy a decirte: Icaria ha sido y es, lo creas o no, la auténtica ilusión de mi existencia; le he dedicado todos mis esfuerzos físicos y morales desde hace muchos años. ¿Cómo habría, pues, podido unirme a una compañía cualquiera, la que fuese, no ya para explotaros o traicionaros, sino para traicionarme a mí mismo? ¿En beneficio de quién? ¿De qué?

La atención de los icarianos se intensifica a medida que al padre Cabet se le acompasa el gesto, se le fortalece la voz… Da lo mismo, sabes que no estás solo, que llevas en el bolsillo, por si te hicieran falta, unos documentos que Candelaria te ha traído. Ni las lágrimas, ni los abrazos, ni los acentos patéticos arreglarán absolutamente nada: la impericia es tan culpable como la falta de probidad, y este error se ha pagado con un exceso de sufrimientos, un cúmulo de desastres. No te dejarás dominar por la emoción, ni por la fiebre: serás frío, implacable, como el destino, como las cifras que llevas en la memoria…

—Étienne Cabet —te das cuenta de que al pronunciar su nombre en este tono le desposees de su falsa jerarquía, de un adulador patriarcado que él mismo melosamente cultiva—, por el momento no os acusaré con los argumentos que la mayoría de los que aquí estamos os podríamos echar en cara, os acusaré con vuestras propias palabras, no improvisadas, sino escritas y publicadas y rubricadas por vos exactamente dieciocho días antes de embarcarnos en El Havre… «Una vez examinados todos los países que más nos convenían para llevar a término una gran emigración, hemos elegido Tejas, que es el que presenta mayores ventajas en cuanto a salubridad, clima templado, agradable, fertilidad de la tierra, extensión… Allí poseemos ya en la actualidad —en este recorte de periódico, monsieur Cabet, dice textualmente “Allí poseemos ya en la actualidad”— más de un millón de acres de terreno a orillas del Río Rojo, río espléndido, navegable hasta nuestro establecimiento, y podremos extendernos, en rigor, sin límites, y ser completamente independientes, ¡dueños y señores de nuestra más absoluta libertad…!». Hasta aquí el Manifiesto de Cabet, y yo os pregunto, camaradas, ¿hemos o no de entender que estos maravillosos terrenos de Tejas habían sido explorados, escogidos y, fijaos en esto, adquiridos definitivamente? Conste, pues, que a consecuencia de esta plena seguridad que no admitía dudas, los seguidores del padre Cabet pudieron decidirse a contribuir generosamente en la suscripción abierta para sufragar los gastos del viaje, la compra de provisiones y utensilios, todo cuanto exigía nuestra instalación al llegar a la Colonia Peters… ¿Sí o no, monsieur Étienne Cabet?… ¡Río navegable, tierra fértil, clima saludable! Siete de la primera vanguardia hallaron muy pronto la muerte. Y éramos sesenta y cinco. La muerte por consunción. ¿Y cuántos, ante aquel Paraíso, la Tierra de Promisión, desertaron al cabo de pocos días? Y hoy, los «fieles» estamos aquí, físicamente, moralmente destrozados, ¡y nuestro maestro pretende que proclamemos en voz alta nuestra confianza en su desinterés, su sinceridad, su buena fe! ¿Sí o no, monsieur Étienne Cabet? Y para no añadir nada más, esta última noticia: «Toda Francia conoce el fracaso de nuestras primeras vanguardias». Me pregunto, y lo pregunto a monsieur Cabet, y lo repito para que a nadie se le olvide: ¿no ha sido este gran fracaso de su elección legislativa lo que le ha impulsado a abandonar su país y a buscar protección entre nosotros?

Pálido, desencajado, el padre Cabet se levanta más trabajosamente que antes, y las manos, extraviadas de nuevo sobre la mesa, le tiemblan.

—Hombre yo de buena fe, creo, no sé si demasiado a menudo, en la buena fe de los demás, y os doy mi palabra: creo en la de Juan Rovira. Tengo que confesarlo: he cometido innumerables errores, me ha faltado experiencia y algo que pudo parecer intrascendente: la deficiente familiarización con el idioma de la persona que me propuso cerrar el trato y, en mi caso, desconocimiento de las leyes de los Estados Unidos sobre regímenes de colonización; además de haber interpretado sin excesiva precisión topografías, climatologías, constituciones geológicas, fauna y flora del país en que se me invitaba a instalar nuestra Icaria. Palabra, yo vivía sumido en un sueño; el sueño icariano, y hoy, a mi edad, me doy cuenta de que debe de ser imperdonable confiar en los sueños… Pero de estas cosas quisiera hablaros mañana; me siento anonadado, cansado, enfermo. Mañana podréis ver con vuestros propios ojos los documentos que firmamos con míster William Sneliing Peters, propietario y fundador de la colonia del Río Rojo y la de Trinidad de Tejas… Pero todavía un momento: yo también quisiera añadir unas últimas palabras… Se me ha dicho que los disidentes piden, o exigen, la disolución, la liquidación de nuestra Comunidad; que, incluso previa requisitoria de los fondos que aún conservo en nombre de todos y para todos, se han dirigido al Consejo de esta ciudad y a unos abogados para procesarme con el propósito monstruoso, y perdonad si estoy mal informado, de hacerme encarcelar en la prisión de Bâton-Rouge… Pido que si mañana, o si tan urgente es, ahora mismo, se procede a votación y si la mayoría reclama la liquidación o disolución de nuestra Comunidad, por más pena que me cause me someteré a ella sin protestar. Ahora bien, una simple advertencia: pensad serenamente que esa liquidación ocasionará la ruina de cada uno de nosotros, y que si una gran mayoría expresara el deseo de perseverar, sigo dispuesto a sacrificarme por el interés de todos. Y declaro también que, en este caso positivo, necesitaré saber quiénes son, uno por uno, los que quieren retirarse y los que quieren continuar. Declaro además, ya que me siento con bastantes energías para hacerlo y porque sé que de no hacerlo el desasosiego me impedirá descansar y dormir, que considero las declaraciones del doctor Rovira como un acto de rebelión, una incitación a la anarquía y, lo que es aún mucho más grave, una odiosa calumnia. Por principio moral, no acepto ninguna censura, ni aun admitiendo que me haya equivocado en interpretaciones materiales o formularias. Es rigurosamente falso que yo haya abandonado a nuestras dos primeras vanguardias. Al contrario, yo sí que podría acusar a los disidentes de haberme engañado con sus cartas, y a los desertores, y a los ladrones. Y ya que se me ataca como enemigo, daré a conocer toda la verdad, pero no ahora. Ahora, creedme, no puedo más: necesito un mínimo de reposo, recapitular, hacer examen de conciencia. Si a vuestros ojos he delinquido, aceptaré, no lo dudéis, la decisión aprobada como justa por la mayoría, pero vaya por delante que mi conciencia no me acusa de haber faltado ni a uno solo de mis principios.

Pálido, desgreñado, deshecho, el padre Cabet se coge del brazo de uno de sus fieles, baja del estrado y, no cabizbajo ni tampoco altivo, se desplaza más penosamente que al entrar, entre las dos hileras de icarianos que le abren paso en medio de un gran silencio.

—No te fatigues más, Juan.

—… y los dedos ennegrecidos y resecos se esforzaban por deshacer los nudos del pañuelo… No tienes idea de cómo iba yo siguiendo los delicados movimientos de las manos de aquella mujer: dar tirones de esta punta, luego estirar a sacudidas la otra, separar las dos… Al final tendió el pañuelo arrugado sobre la mesa… Ayúdeme a contar, me dijo. Iba separando las monedas una a una: ésta es la peseta, ésta es la otra; esto son los dos reales, decía para sí, esta pieza es la de real, y ya tenemos dos con setenta y cinco; diez, veinte… Son tres pesetas, ¿verdad? Eran las tres pesetas que estipulaba la consulta a domicilio, y yo acababa de visitar a su marido, enfermo de pleuresía… Sería la quinta o la sexta de mis visitas… Candelaria, ¿sabes qué efecto producían aquellas tres pesetas desgranadas sobre un trozo de hule que apenas cubría la mesa?

—Juan por Dios, te fatigas… Y esto ya me lo habías contado… ¿Sabes quién me parece que viene? Chartre. Ya habrán terminado la reunión… Está subiendo…

Candelaria va a abrir.

Es Marcel Chartre, ingeniero agrónomo, diplomado por el Instituto Nacional de Agronomía de París: cándido, estúpido, soñador como yo… Removía, sopesaba, olía la tierra: se le escapaba una mueca…

—¿Cómo ha ido, Marcel Chartre?

—Y tú, Juan, ¿cómo te encuentras?

—La misma fiebre que no me abandona; esta noche no he pegado ojo, como si… Pero dime, explícame cómo ha ido.

—Te lo contaré a condición de que no te hagas más mala sangre… Hemos sido muy pocos, contadísimos, los que hemos pedido la baja. La mayoría, de pie, han gritado «¡Sí!» cuando el padre Cabet les ha preguntado si estaban dispuestos a seguirlo. Y han pasado a firmar como reclutas el documento que certifica su plena confianza en el gerente, el director, por diez años, como mínimo, de Icaria… Algunos de los que anteayer protestaban más escandalosamente, han corrido a excusarse, a ofrecerse para reparar su falta… ¿Te imaginas al padre Cabet? Exultaba, y ha representado con gran dignidad su papel. «Aunque nuestro fondo social sea magro, al consultar nuestros sentimientos de humanidad y de fraternidad icarianos —te lo aseguro, ha dicho icarianos—, propongo distribuir quince mil francos entre los setenta y cinco camaradas que han decidido volver a Francia…». Es curioso, tenía los ojos llenos de lágrimas, se enredaba con las palabras… «Hemos de dedicar este sacrificio a restablecer la armonía, la unidad entre nosotros», ha dicho casi sollozando.

—Formidable, ¿no? Eliminadas las ovejas negras, el pastor puede recobrar su puesto, seguir conduciendo su rebaño… ¿Y ahora qué?

—De momento, seguiremos ocupando las dos casas de Saint-Ferdinand Street y, según dicen «ellos», se preparan para ir en seguida a establecer la nueva Icaria por la parte de Illinois o de Missouri.

Hoy, 1 de marzo de 1849, doscientos ochenta y un expedicionarios bajo la tutela y dirección de Étienne Cabet embarcan hacia Nauvoo, insignificante ciudad a medio camino entre Burlington y Keokuk, instalada, según dicen, en un llano que baja dulcemente hasta las aguas del Mississippi.

De entre los heterodoxos y los disidentes, unos han regresado a su país, otros vegetan por Nueva Orleans, y encuentran, dejan, buscan nuevo empleo…

—¿Sabéis quién se ha suicidado esta noche…? El doctor Rovira.

Juan Rovira ha pasado toda la noche al raso, tendido entre pilas de algodón por un lado, de hojas de tabaco por otro, en la ribera del Padre de las Aguas. Tú y Dubuisson le habéis identificado hace un rato en la comisaría.

—¿Le conocíais?

—Sí.

—¿Su nombre, por favor?

—Juan Rovira.

—¿Rovira qué?

—Lo ignoro.

—¿Casado? ¿Soltero?

—Casado. Su mujer y su hijo viven aquí, en la calle Saint-Ferdinand.

—¿Ocupación?

—Médico.

—¿Edad?

—Veinticinco años, quizá veintiséis.

—¿Tenéis idea de los motivos que pueden haberle llevado al suicidio?

Dubuisson duda unos instantes. Está a punto de decir: hace cuatro o cinco meses que padecía unas fiebres extrañas. Le mira de arriba abajo: seco, estirado, tan ausente y, al detenerse en la punta de sus lastimosos zapatos, recuerda y, sin darse cuenta, empieza a hablar en voz baja, en un extraño, estremecido murmullo…