11

Victor avanzaba con rapidez por las calles, oscuras como boca de lobo. A esas horas, los últimos noctámbulos también se habían retirado, pero los soldados seguían patrullando. Se alegró de llegar por fin a casa sano y salvo. Todo estaba en penumbras, pero dentro brillaba una luz: Deirdre debía de estar esperándolo.

Acababa de sacar la llave del bolsillo y ya se disponía a abrir la puerta, cuando alguien lo agarró del brazo y se lo impidió. Se llevó un susto de muerte.

—¿Monsieur? ¿Puedo preguntarle de dónde viene?

Victor se dio media vuelta sobresaltado y se encontró con dos gendarmes. Nunca los había visto, pero eso no le sorprendió pues habían llevado a Cap-Français a gendarmes de diversos lugares con motivo de la ejecución.

—Soy médico —respondió—. Vengo de visitar a un paciente.

—La ropa le huele a humo, doctor —observó el otro gendarme.

—¿Sí? —Victor intentó esconder su preocupación—. Bueno, llevo desde esta mañana fuera de casa. Me he encargado de los primeros auxilios en la plaza, delante del palacio.

—¿Ah, sí? —inquirió el primer gendarme—. ¿De los heridos negros o de los blancos? —Sonrió con ironía.

—De los dos —respondió Victor con seriedad—. Mi juramento me obliga a no hacer diferencias entre ellos.

Los hombres se echaron a reír.

—Escúchalo, su juramento lo obliga —se mofó el segundo gendarme—. ¿Así que habría ayudado a un individuo como… Macandal?

—No se me ha planteado esta cuestión. Pero les estaría agradecido si me dejaran llegar a mi casa. Necesito dormir un poco. Ha sido un día muy largo.

—No tan deprisa, doctor. Primero nos gustaría saber el nombre del paciente a quien ha atendido. Ya sabe, para comprobarlo…

Victor reflexionó angustiado. ¿Debía mencionar a una persona cualquiera? ¿A los Montand tal vez? Pero ¿lo cubrirían realmente? Sobre todo porque no lograría prevenirlos a tiempo.

—No puedo darles el nombre de mi paciente —respondió—. Es secreto profesional. Y el hombre está gravemente enfermo. Que alguien lo moleste queriendo «comprobar» no sé qué podría matarlo…

Los gendarmes rieron.

—¡Mira por dónde! ¡Un paciente desconocido! —se burló uno.

—¿Invisible tal vez? —bromeó el otro alzando la linterna—. ¿No será un… espíritu?

Victor esperaba que su rostro no lo traicionase. Nunca se le había dado bien mentir y después de la tensión de las últimas horas estaba agotado.

—Nos han encargado que nos ocupemos de gente como usted, doctor —explicó el primer gendarme con un deje amenazador—. Nuestro jefe dice que Macandal estaba gravemente herido cuando huyó. Necesitará a un médico. De hecho nos hemos apostado delante de las casas de los médicos y los curanderos. Y, mira por dónde, tropezamos por casualidad con usted… y huele a humo e inmundicia. —Husmeó la ropa de Victor.

Victor se resignó a que lo arrestaran. Tenía que ocurrírsele una historia convincente, pero ya no era capaz de inventarse nada. Desesperado, cerró los ojos. Anhelaba poder descansar.

—¿A humo e inmundicia? —Tanto Victor como los gendarmes se sobresaltaron cuando oyeron una estridente voz femenina detrás de la puerta—. ¡Debe de ser a aguachirle y perfume barato! Es lo que hay detrás de las cocinas del puerto. Es posible que apeste también a humo de parrilla. ¡Has vuelto a estar con esa fulana! ¡No lo niegues!

Deirdre abrió la puerta de par en par y salió. En el umbral iluminado parecía una furia. Se había cerrado la bata para no dar una impresión impúdica, pero aun así la mirada de los gendarmes cayó de forma instantánea sobre el escote. El cabello rizado y negro pendía enmarañado sobre el rostro, los ojos echaban chispas y los labios dibujaban una mueca. Era la indignación personificada.

—Viene del barrio del puerto, ¿a que sí? Del barrio de los mulatos… No lo excusen, señores… ¡media ciudad lo sabe, yo soy la única que se supone que no me entero de nada! ¡Pero hace tiempo que lo sé, Victor! Se llama Luna. Sigue siendo Luna, ¿no?

Un gendarme la interrumpió.

—¡Tranquilícese, señora! Nada más ajeno a nosotros que excusar a alguien. Pero su esposo, si es que el doctor es su marido… ha llegado procedente del puerto, en efecto.

—¡Ya lo decía yo! —La joven agitó la cabeza con vehemencia—. Mi distinguido esposo va de taberna en taberna, monsieur le gendarme. ¡Le van las mujeres negras! Pero te lo advierto, Victor, esto acabará mal… ¡Ya has visto adónde hemos llegado, hoy te han traído a casa los gendarmes, mañana acabarás en la cárcel! —Estaba iracunda—. ¡Debería darte vergüenza!

Y lo miró con tanto odio que hasta él estuvo a punto de creer que su enfado estaba justificado. Luego, Deirdre fingió hacer un esfuerzo por dominarse y se volvió hacia los gendarmes.

—¿Qué ha hecho, messieurs? Otra vez… —reflexionó precipitadamente qué había que hacer para que a uno lo detuviesen en el puerto por ir de fulanas—. ¿Ha vuelto a hacer obscenidades en público? Y, claro, también está borracho. —Deirdre movió la cabeza con desdén—. ¿Está detenido?

El mayor de los dos gendarmes dijo que no y Deirdre le dirigió una leve sonrisa, que simuló esbozar con esfuerzo.

—En ese caso, mi más sincero agradecimiento, messieurs, por haber evitado de nuevo lo peor para él… El escándalo… Algo inconcebible. Nos movemos en los círculos más elevados y… —Pareció recuperar la calma, pero de pronto su voz se volvió estridente—. ¡Ya lo ves! —le espetó a Victor—. ¡Te has salido otra vez con la tuya! ¡De rodillas deberías dar las gracias a los señores gendarmes! Pero si esto vuelve a suceder… ¡te arrepentirás!

Los gendarmes se miraron el uno al otro con ironía, mientras Deirdre seguía dando voces. Era como si no pudiese dejar de insultar a su marido. Al final casi sintieron compasión por Victor. Y entonces decidieron marcharse.

—No se lo tome a mal, doctor. Sentimos haberlo puesto… en una situación… hum… un poco comprometida. Pero es nuestro trabajo.

Victor asintió sumisamente mientras el gendarme se volvía hacia Deirdre e interrumpía su perorata.

—Somos nosotros quienes tenemos que estar agradecidos, madame, de que el asunto se haya aclarado de forma tan… satisfactoria. Como usted sabe, un rebelde peligroso se ha escapado y está herido, así que podría necesitar a un médico. Y su marido insistía en responder con extrañas evasivas cuando le hemos preguntado… —sonrió mordaz— por su último paciente. El pobre se siente avergonzado. No sea usted tan severa.

El gendarme se tocó la gorra y ambos se alejaron.

—Preciosa, la madame, pero una furia —susurró a su compañero.

El otro guiñó un ojo.

—La negra seguro que es dulce y sumisa.

Victor entró en su casa, mientras Deirdre proseguía con su diatriba hasta que hubo cerrado la puerta. Entonces se calló, miró a Victor y estalló en una carcajada histérica. Él no pudo reprimirse y la imitó, y cuando la risa de ella se transformó en lágrimas, él la tomó entre sus brazos.

—Tendrías que echármelo en cara… —gimió la joven— eso de ir de un lado para otro y andar engañando a los demás, y… Yo soy la fulana, yo…

Victor le acarició la espalda.

—Acabas de salvarme el pellejo —dijo dulcemente, conduciéndola hacia el salón—. Si me hubieran culpado por colaborar en la huida de Macandal, por apoyar una revuelta de esclavos… Por cierto, Macandal ha muerto.

Deirdre rompió en sollozos de nuevo, como si se afligiera por los rebeldes.

—¿Y los demás? —«¿Qué ha pasado con César?».

—Van camino de las montañas —contestó Victor y tragó saliva antes de responder a la pregunta que su esposa no había planteado—. César está bien y… se diría que él va a ser el sucesor de Macandal —suspiró.

Deirdre se acercó al armario donde guardaban las bebidas espirituosas.

—Había cierta tradición… —musitó—. Tenemos que hablar, Victor, hay algo más que tienes que saber. Tenías el derecho y… no es bueno que yo me lo guarde. Incluso si te hace daño. Pero no quiero tener más secretos para el hombre… a quien amo.

Mientras la noche cedía lentamente su sitio al crepúsculo matinal, Deirdre habló de Jefe. De su unión cuando eran niños y de la inexplicable y fuerte atracción que habían sentido el uno por el otro de adultos. Al final apoyó la cabeza en el hombro de Victor y volvió a llorar cuando contó el regreso de Jefe con los piratas.

—Tenías razón, estaba destrozada. Sucedió tan de repente… Y sin despedida. Yo no sabía…

—Pero ¿no querías fugarte con él? —preguntó Victor—. Te lo había pedido…

Deirdre hizo un gesto de negación.

—Nunca quise marcharme —dijo, y por fin consiguió de nuevo mirar a los ojos de su esposo—. No lograba imaginarme viviendo realmente con Jefe. Si… si ahora ya no me quieres, si me repudias, volveré a casa de mis padres, a Jamaica.

Victor contempló el rostro enrojecido por el llanto y aun así hermoso de su mujer. Fuera lo que fuese lo que hubiese hecho, seguía amándola.

—¿Por qué iba a repudiarte? —preguntó dulcemente—. ¿Porque has amado a tu… hermano? ¿Porque le has protegido? Porque no ha habido nada más, ¿verdad?

Deirdre frunció el ceño extrañada. Victor no podía creer algo así, ella se lo había contado todo… Pero entonces se dio cuenta de que la miraba y sonreía.

—No —respondió—. No hubo nada más.

Victor la besó.

—En cualquier caso, yo quiero que te quedes —afirmó—, nunca he querido a otra mujer. Solo a ti. Únicamente a ti.

Deirdre se mordisqueó el labio inferior.

—Pues me temo que esto no va a funcionar —lo contradijo con tono travieso—. Me temo que ahora no estoy sola… —Se pasó la mano por el vientre todavía plano—. Quería decírtelo en un momento más adecuado, pero… Es el segundo mes que me falta la menstruación. Vamos a tener un hijo.

Victor la rodeó cálidamente entre sus brazos.