10

Victor Dufresne y Antoine Montand acabaron la tarde en una taberna del puerto, pero ni mucho menos tan deprimidos como habían supuesto.

El gobernador y los otros blancos se habían apresurado a abandonar la tribuna después de que, milagrosamente, nadie hubiese salido herido de gravedad a causa del alud de astillas y piedras provocado por el cañonazo. Dado que la plaza había dejado de ser un lugar seguro para los representantes del poder colonial, habían sido conducidos al interior del palacio bajo la protección de los soldados. La tensión, el miedo y la indignación habían desatado un delirio homicida en algunos de los esclavos obligados a asistir a la ejecución. Victor había aprovechado la oportunidad para apartarse de los desquiciados hacendados. En la plaza de la ejecución necesitarían un médico y Antoine Montand lo acompañó por si necesitaba ayuda. Ambos prestaron los primeros auxilios a los heridos, tanto a militares como a negros, pero en el caso de cinco soldados y trece esclavos, Victor solo pudo constatar su fallecimiento. No obstante, nadie había muerto directamente a manos de los conjurados.

—Los cimarrones lo han ejecutado todo con suma habilidad —observó asombrado Antoine Montand cuando por fin se sentaron en la taberna delante de sendos vasos de ponche de ron—. Disparan un cañón o lo que fuera para crear confusión, rescatan a su mesías y se esfuman. ¡Muy bien planeado!

Victor asintió y bebió un trago. El ponche estaba fuerte, el tabernero había sido generoso, consciente de que ese día todos los testigos de la ejecución fallida necesitaban una bebida potente. En primer lugar por el shock sufrido, y luego, según el color de su piel y su modo de pensar, para apaciguar la cólera y el miedo o para celebrar el éxito de los rebeldes. En esa taberna portuaria predominaba esto último. Los negros y mulatos libertos que transitaban por allí brindaban abiertamente por el Espíritu.

—A saber si conseguirá sobrevivir… —apuntó pensativo Victor, mientras depositaba su vaso sobre la mesa—. Iba envuelto en llamas, o al menos eso parecía.

Montand se encogió de hombros.

—Nadie dudará de su éxito —señaló—. Puede que esos individuos no hayan salvado al hombre pero, desde luego, sí han salvado la leyenda. —Alzó el vaso—. Brindemos pues por el Segundo Mesías. A lo mejor es de verdad inmortal.

Victor bebió en silencio. No pensaba en un dios o un espíritu sino en un hombre que, si seguía con vida, estaría retorciéndose de dolor en algún escondrijo.

La noticia de la fuga de Macandal llegó a la residencia del doctor Dufresne a través de un amigo de Amali, el lechero criollo. Había acudido allí en cuanto se había enterado y con esa novedad evitó que Bonnie sufriese un receloso interrogatorio. Leon, Sabine y Amali habían encontrado extraño que dejase sola a Namelok sin dar ninguna razón. Y cuando llegó con el pelo mojado y agotada, aunque también de buen humor, de la bahía de los mangles rojos y afirmó que había ido a nadar un poco, se dispusieron a bombardearla con preguntas.

De todos modos, Bonnie enseguida pasó a segundo plano por el relato del emocionado Jolie.

—¡Se ha librado! ¡Macandal escapar! Primero él hablar, muy alto, libre… ¡y luego subir a la pila de leña como un ángel de luz!

—¡Espera! —Amali estaba tan fascinada como el resto de los negros, pero interrumpió a su amigo—. ¡Vamos a buscar a la missis, ella también tiene que saberlo! —Y, seguida de todo el personal de servicio, irrumpió en la sala donde Deirdre estaba con sus amigas—. ¡Deirdre, tienes que escuchar esto! —Se le escapó en inglés, empujando a su amigo ante la muchacha—. ¡Han liberado a Macandal!

Jolie no era vergonzoso y, para un público de negros y blancos, no se cortó en ofrecer una colorida descripción de los asombrosos sucesos de la plaza.

—¡Había rayos y truenos! Un rayo caer en palacio de gobernador. ¡Casi golpear a gobernador!

—¿Un rayo? —preguntó Deirdre. Alrededor de su casa no había amenazado tormenta.

—Creo… creo que bala de cañón. Creo que haber ayudante. ¡No solo Dios y ángeles del cielo! —Matizó Jolie su entusiasta relato.

Deirdre asintió y miró a Amali. Las jamaicanas no estaban tan dispuestas a creer en milagros como los católicos negros de Saint-Domingue, que se persignaban sin cesar e interrumpían a Jolie con eufóricas exclamaciones del tipo: «¡Alabado sea el Señor!» y «¡Gracias, Jesús!». A ellos, una maniobra de los seguidores de Macandal podía parecerles una intervención divina.

—¿Y seguro que mi marido no resultó herido? —preguntó preocupada Deirdre.

Para sus adentros, también pensaba en Jefe. Cabía la posibilidad de que hubiese colaborado en lo ocurrido. ¿Era posible que ninguno de los conspiradores hubiese sufrido daño alguno?

—¿Y Antoine? —Madeleine Montand miró con preocupación a Jolie, mientras que Suzanne de Mure parecía rezar en silencio.

Jolie sacudió la cabeza.

—Yo ver todo —las tranquilizó—. El doctor y monsieur Montand ayudar heridos. Y monsieur De Mure cuidar gobernador. Todos nerviosos, todos los señores blancos… —Sonrió con malicia—. ¡Cara del gobernador como si él ver fantasma!

—Un espíritu… —lo corrigió Deirdre, conteniendo la risa—. Macandal al final conseguirá que todos creamos en la existencia de los espíritus.

Suzanne de Mure suspiró.

—Y además que les tengamos miedo —añadió—. No me gustaba la idea de la hoguera: es una salvajada. Pero tampoco me gusta que él ande suelto por ahí, planeando más asesinatos.

Entre las mujeres de la casa reinaba un sentimiento ambiguo y volvieron a sumirse en una animada conversación. En el ámbito de los sirvientes prevalecía la alegría por la fuga de Macandal, aunque Sabine repitiese en voz alta que ella no apoyaba para nada los métodos del rebelde y que en ninguna circunstancia iba ella a envenenar a sus señores. Nadie le preguntó a Bonnie su opinión. Mientras los demás especulaban acerca de dónde se habría escondido el Espíritu y si habría escapado ileso de las llamas, ella sostenía a Namelok en brazos. Leon la miró asombrado cuando se apretó vacilante contra él, pero de inmediato la rodeó cariñosamente con el brazo, al tiempo que exponía ante los demás sus teorías acerca del tema «espíritu».

—¡Tener protección del cielo! ¡Si no, imposible pasar entre el fuego! Jolie dice: desaparecer de repente, ángeles llevarlo…

Bonnie se abstuvo de hacer comentarios, pero estaba sorprendida de que sus amigos ya se hubiesen olvidado de cuán fácilmente los blancos habían capturado al Mesías Negro. Para ella, su borrachera en la plantación había sido una muestra incuestionable de su naturaleza humana. Una naturaleza tal vez especial, extremista, pero Dios, si es que existía, sin duda habría enviado a los negros un mesías mejor.

Al final, Sabine ofreció un vaso del ron con el que solía refinar los platos dulces a cada sirviente, y Deirdre y sus amigas descorcharon una botella de vino bueno. Más tarde, Madeleine Montand y Suzanne de Mure regresaron a sus casas y Sabine preparó para sus señores una cena fría. El doctor no regresó a tiempo y Deirdre comió sola y sin demasiado apetito.

—Me acostaré temprano —anunció a Amali—. Ayúdame a desvestirme y cepillarme el pelo y luego puedes irte. A lo mejor tienes ganas de salir con Jolie.

Amali sonrió y se inclinó en señal de agradecimiento. Tenía ganas de dar un paseo por la ciudad, pues Cap-Français palpitaba de excitación y cuchicheos. Sin embargo, atreverse esa noche a recorrer las calles no estaría exento de peligro. La mayoría de los vigilantes habían reunido a sus esclavos y los llevaban de nuevo a sus plantaciones, pero la gente de los lugares alejados no viajaría de noche. Jolie había dicho que se habían montado corrales provisionales para quienes procedían de plantaciones distantes y que se habían apostado soldados para vigilarlos. Gendarmes y soldados patrullaban por doquier. Durante el tumulto, algunos esclavos habían escapado y se esperaba encontrar a una parte de ellos en las tabernas del puerto. Ya se habían producido algunos incidentes. Los parroquianos borrachos echaban sin más de los garitos a las fuerzas del orden cuando pretendían realizar algún control. De todos modos, Amali se sentiría segura acompañada de Jolie y con el salvoconducto en el bolsillo. Y de los niños podía encargarse Bonnie, para variar.

Leon guiñó el ojo a la joven cuando fue a la cocina para informar a los demás de sus planes. Mientras Sabine y Bonnie acababan de ordenar y Nafia y Libby engullían los restos de la cena de Deirdre, el joven daba de comer a Namelok trocitos de pan con miel.

—Vete tranquila —dijo, y dirigió una mirada de complicidad a Amali—. Bonnie y yo nos quedamos aquí.

La mirada que dedicó a Bonnie no prometía que fuera a prestar demasiada atención a los niños. Ella le contestó con los ojos destellantes y las mejillas ardiendo. Esa noche iba a entregarse a Leon, y tal vez a experimentar, por primera vez en su vida, placer físico en el amor.

Unos golpes en la puerta arrancaron a Deirdre de su duermevela dos horas más tarde. Casi se había dormido encima del libro, presa de una leve intranquilidad por Victor. No es que le molestara que fuera a tomar unas copas con sus amigos, incluso imaginaba qué era lo que lo retenía tanto tiempo. Lo más seguro era que Frédéric de Mure no hubiese podido ausentarse hasta tarde del palacio del gobernador para ir al encuentro de Victor y Antoine, y que estos quisieran enterarse de todo lo sucedido en el palacio. Pero esa noche el puerto de Cap-Français podía ser un lugar peligroso. No obstante, Victor era conocido y respetado: los mulatos y negros libertos valoraban lo que hacía por ellos en su clínica para pobres. Aun así, según Jolie había contado, el ron y el aguardiente corrían a raudales, y bien pudiera ser que los borrachos no hicieran ninguna diferencia entre blancos «buenos» y «malos».

Deirdre se echó una bata sobre los hombros y corrió escaleras abajo. No podía ser Victor, que siempre era silencioso y considerado cuando volvía a casa y, por supuesto, tenía llave. Así que algo tenía que haber pasado. Ni pensó que tal vez fuese peligroso abrir la puerta a esas horas. Solo le preocupaba Victor… ¿o es que les había pasado algo a Amali y Jolie?

Abrió la puerta y retrocedió instintivamente. Desconcertada, se quedó mirando la aparición que había ante ella, de pie en el umbral. ¡César! Trató de ver a su hermanastro Jefe en ese hombre, pero el recuerdo de su primer encuentro, precisamente en esa puerta, la dominó. César había aparecido vestido como un pirata y llevaba a Bonnie en brazos. Ahora se cubría con la ropa colorida propia de un mulato. Pero la premura de su mirada era la misma que la primera vez.

—¡César!

Deirdre no pudo evitar que sus ojos se iluminaran al verlo, al igual que él tampoco conseguía apartar la mirada de la muchacha. La bata no era suficiente para ocultar sus formas.

—César, ¿qué quieres? —Deirdre esperaba que su voz sonara firme, pero se percató de que la ansiedad la ganaba—. Yo… yo ya no te quiero. Ya te lo he dicho. Y ahora apareces en medio de la noche…

Jefe soltó una leve risa.

—Pero yo todavía te quiero, Dede —dijo con ternura—. Como siempre te he querido. ¿Te acuerdas de cuando te hice una corona de flores? Queríamos casarnos…

Ella trató de sonreír.

—Lo recuerdo —susurró—. Y sí… ahora ya sabes, claro, lo que nos une. Mi madre te lo ha contado. Y estoy contenta de que yo… todavía pueda quererte.

—Acabas de decir lo contrario.

Y acto seguido la tomó entre sus brazos y le dio un beso en el pelo. Ella alzó la vista.

—Era algo especial —musitó ella—. Y… Dios se apiade de mí, pero no me arrepiento. ¿Y tú?

—¿Cómo voy a arrepentirme?

Deirdre no se resistió cuando él volvió a besarla, esta vez en la mejilla. Tal vez era algo más que un beso entre hermanos, pero la joven lo disfrutó sin sentimiento de culpa. Era su beso de despedida.

Entonces se desprendió con firmeza del abrazo de Jefe.

—Pero ahora ya forma parte del pasado —dijo con decisión—. Es irrevocablemente parte del pasado, aunque tampoco me arrepiento. Así pues, ¿qué quieres de mí?

Jefe se irguió.

—Nada —respondió—. Quiero… debo… hablar con el doctor.

Ambos seguían de pie en el umbral de la puerta, iluminados por el farol que Sabine había dejado encendido para Victor. Deirdre miró en ese momento por encima del hombro de Jefe y distinguió una silueta en la oscuridad.

—Mi… mi marido no está —empezó, pero en ese momento se aproximó Victor.

—¿En qué puedo ayudarte, César? —preguntó con dureza—. Dado que amablemente no quieres nada de mi esposa, o al menos nada más.

La voz de Victor tenía un timbre que Deirdre nunca le había oído. Y entonces distinguió también su rostro. Reflejaba rabia, repugnancia… y decepción.

—Así que era eso, Deirdre. De ahí tu pena, tu melancolía durante todo este tiempo, después de su marcha. Lo atribuí a todas las causas posibles, pero lo más evidente me pasó desapercibido. Tu pirata se había marchado. Se había cansado de ti, ¡después de que ambos tuvierais relaciones durante semanas delante de mis narices! ¡Qué ingenuo fui! Todos esos paseos a caballo, los pretextos cuando te ausentabas durante horas. Todos los motivos por los que era necesario que César te acompañase de un lugar a otro. ¡Nunca desconfié, Deirdre! Lo que es posible que os divirtiera a los dos. ¿Os habéis reído de mí, César? ¿Os ha excitado todavía más mi necedad? Después de que todo el mundo estuviese al corriente excepto yo… y Bonnie, ¡también a ella la engañasteis!

Lanzó las últimas palabras a Jefe, levantando la mano como si fuera a golpearlo. El negro adoptó una posición de defensa. Victor, sin embargo, se detuvo a tiempo. No era un hombre al que le gustara llegar a las manos.

—No fue así… —Deirdre se acercó a él y le cogió la mano—. Tienes que creerme, yo… yo no lo hice adrede. Simplemente ocurrió. Fue una equivocación, una equivocación que… que no habríamos cometido si…

—¡Yo no me cansé de ti! —protestó Jefe—. Nunca me habría cansado de ti. Pero es igual, no deberíamos habernos amado.

Deirdre no le hizo caso.

—¡Lo siento muchísimo, Victor! —susurró.

El médico resopló.

—Acabo de oír lo contrario —señaló—. Hace apenas tres minutos has dicho que no te arrepientes.

Deirdre se mordió el labio. Victor había oído toda la conversación, o casi toda. Si hubiese entrado en el jardín justo después de Jefe, los aguzados sentidos del rebelde habrían percibido su presencia.

—¡También he dicho que ya forma parte del pasado! —exclamó—. Y yo… bueno, tal vez no siento la relación que tuve con Jefe, pero lo siento por ti. Yo… yo no quería hacerte daño, nunca quise abandonarte. Yo te quiero, Victor.

Jefe apretó los dientes. Ella nunca había querido abandonar a su marido. Ahora al menos lo sabía. Había traicionado al Mermaid y a toda su tripulación sin ningún motivo. Pero el recuerdo del capitán Seegall y sus hombres lo devolvió al menos a la realidad y a la misión que debía cumplir. Había cosas más importantes que un amor pasado. ¡Y, por todos los demonios, no iba a pelearse ahí ahora con Victor Dufresne! Si ponía al médico en su contra, todo estaría perdido.

—¿No querías que me enterase? —preguntó Victor a su esposa. A Jefe no le dedicó ni una mirada más.

Deirdre asintió sintiéndose culpable.

—Solo te hubiese hecho daño —repitió—. Te lo quería evitar. Y ahora tampoco… tampoco cambia nada. Ya hace tiempo que pasó, Victor. Por favor, ya hace… hace mucho tiempo de esto… —Quiso estrecharse contra él, pero Victor la rechazó.

—Hablaremos más tarde de lo que cambia —objetó irritado, separándose de ella—. Primero tenemos que ocuparnos de lo que a tu… a tu viejo amigo le ha traído aquí. ¿Qué pasa, César? ¿Se trata de Macandal?

Jefe observó fascinado que la ira había desaparecido del rostro del médico. Victor le lanzó una mirada escrutadora, como si fuera un paciente. Hasta el momento, Jefe siempre había mirado con desprecio a Victor, pero ahora no pudo menos que admirarlo por el autodominio que demostraba.

El negro bajó la vista.

—Sí —respondió en voz queda—. Se encuentra muy mal. Sus quemaduras son graves, las tiene por todo el cuerpo. Sufre unos dolores horrorosos. Si no le ayuda…

Victor suspiró.

—¿Eres consciente de que me pueden castigar por eso? ¿Y que el riesgo es mucho más elevado que cuando di asilo a Bonnie? ¿Por qué iba a hacerlo por vosotros? ¿Por un asesino y agitador? Además, ¿dónde lo tenéis?

Jefe hizo un gesto de impotencia.

—Pensé… pensé que tal vez usted ayudaría sin plantear preguntas. Los demás dijeron que era una idea absurda, que lo más seguro era que usted me delatara. Pero por lo que sé de usted… de lo que ha hecho por Bonnie… y Deirdre… Nunca nos hemos reído de usted, nunca.

Victor lo interrumpió con un gesto de la mano.

—Eso ahora no importa. Y en el fondo tampoco importa que yo pregunte o no pregunte. Podrías secuestrarme y matarme después. Por vuestro cabecilla no retrocedéis ante nada. ¿O me equivoco?

Jefe contrajo los labios en una mueca. Y Deirdre de repente tuvo ante sus ojos la imagen del pequeño Jefe cuando se disponía a confesarle a Nora que había cometido una travesura.

—Yo… yo no lo secuestraré. De todos modos, no resultaría. Podrían atraparme fácilmente, la ciudad está llena de gendarmes…

—¿La ciudad? —preguntó Victor—. ¿Lo tenéis en Cap-Français?

Jefe asintió.

—En el puerto. En… en El Arpón.

Deirdre respiró hondo. Era la taberna del puerto en que trabajaba Lennie. Nunca se hubiese imaginado que fuera un local rebelde.

Victor se rascó la frente.

—Bien —dijo—. Voy a buscar mi maletín. Si todavía tenéis algo más que deciros…

—¡Yo no tengo nada más que decirle! —aseguró Deirdre—. Voy contigo, yo… —Lo siguió a la consulta, donde él recogió a toda prisa vendajes y medicinas, sin hacerle mayor caso—. Ya es cosa del pasado, Victor, en serio. Tengo… tengo que contarte…

Se detuvo. ¿Tenía realmente que contarle cuál era su relación con Jefe? ¿O deduciría él de eso que su relación no había concluido?

—No me interesa —respondió con dureza Victor—. Al menos ahora no, tengo un paciente que me necesita. Debo pensar en él. Si pienso en ti y en ese sujeto de ahí fuera… entonces… entonces le romperé el espinazo. —Sonaba como si se le estuviese rompiendo su propio corazón—. Ya hablaremos después… si es que hay un después. Los cimarrones podrían matarme una vez concluya mi tarea. Lo último que les interesa es que alguien conozca su madriguera. —Dicho esto, se marchó raudamente.

Deirdre reprimió el impulso de volver a salir y despedirse de ambos hombres.

—Mucha suerte, Victor —musitó en voz baja.

Las calles de Cap-Français estaban repletas de gendarmes y, pese a la tardía hora nocturna, también de gente. Se seguía discutiendo, bebiendo y celebrando, y los gendarmes y vigilantes seguían apresando esclavos huidos que, eufóricos por su libertad, se habían dado al alcohol.

Pese a ello, nadie detuvo a Victor y Jefe. A nadie le sorprendió ver al médico acompañado de un esclavo dirigiéndose con premura hacia algún lugar a través de las calles de la ciudad. Al final, Jefe se internó por una callejuela tan angosta y mugrienta que nadie se hubiera aventurado en ella sin saber adónde conducía. Victor tropezaba con la inmundicia, las botellas vacías y los cadáveres de animales. Imperaba el hedor a podredumbre y descomposición. Por fin llegaron a la puerta trasera de El Arpón a través de un patio. Un hombre les abrió. Victor reconoció a Lennie.

—Así que volvemos a vernos. —Lennie sonrió, pero daba la impresión de sentirse incómodo. Victor no le hizo caso.

—¿Dónde está? —preguntó. Había esperado oír gritos. Según había contado Jefe, Macandal sufría unos dolores horrorosos, pero por lo visto los soportaba en silencio.

—César, ¿ha llegado el médico? —Una mujer menuda, muy guapa y algo gordita, apareció por una abertura cubierta con una cortina sucia—. Es muy valiente, pero se encuentra muy mal.

—¿Sigue consciente? —preguntó Jefe, y a continuación hizo brevemente las presentaciones—. Mireille Macandal, su esposa. Y él es el doctor Dufresne.

Por un momento pareció que la mujer iba a arrojarse a sus pies.

—¿Ha venido de verdad? Se lo agradezco, yo… yo… no me lo creía. Pero ahora, rápido, por favor. Está consciente, sí, pero eso lo empeora todo.

Mireille los precedió entrando en una pequeña y asfixiante habitación. Apoyados contra una pared había dos hombres y una mujer alta y muy delgada. Todos dirigían la vista hacia un camastro sobre el que yacía una figura delgada cubierta por unas sábanas sucias. Olía a humo, carne quemada y sangre, a aguardiente y al tufo de la comida de la taberna. Pese a ello, Victor tomó una profunda bocanada de aire. Tenía que acostumbrarse al hedor, si se mareaba no podría trabajar. El hombre yacente se agitó, pero se diría que no podía controlar sus movimientos. A primera vista, Victor percibió que sufría convulsiones. Arqueaba el cuerpo mientras una mano cubierta de ampollas aferraba la sábana.

Victor se acercó y escrutó su rostro sudoroso, ennegrecido por el hollín, pero en buen estado, pese a que se contraía de dolor. Sujetaba entre los dientes un trozo de madera que mordía.

Mireille se acercó y le puso sobre la frente un paño húmedo y refrescante.

—Es un doctor, François. Viene a ayudarte.

Las convulsiones habían cesado, pero ahora era presa de un temblor incontrolado. De repente escupió el trozo de madera y miró a Victor y Mireille.

—No… no quiero… un médico blanco.

Mireille siguió secándole el sudor.

—No hay ninguno negro disponible —señaló mordaz.

Victor se presentó por su nombre y pidió permiso para levantar las sábanas. Macandal gimió cuando lo hizo. Los fluidos que supuraban las quemaduras habían empapado parte de la tela, que se había quedado pegada a la piel.

El líder de los insurgentes estaba desnudo, los restos de la túnica de la ejecución se habían fundido con la carne viva. Al parecer nadie había intentado curarle las heridas, lo que a Victor no le sorprendió. Incluso a él se le había cortado la respiración al ver aquel cuerpo desollado. Los brazos y piernas, el tórax… todo estaba quemado y la poca piel que quedaba estaba llena de ampollas supurantes. Se planteó por dónde empezar a extender el ungüento y poner las vendas y llegó a la conclusión de que no tenía sentido torturar más a ese hombre agonizante.

—Es inútil —dijo con voz ahogada. Entonces se percató de que el enfermo seguía consciente—. Lo siento, monsieur… —Victor se forzó a mirar a Macandal a la cara—. Podría intentar limpiar y vendar las heridas, pero sería inútil. Está usted demasiado grave, monsieur Macandal. Va a morir de todos modos. Y la cura le resultaría demasiado dolorosa… mucho peor de lo que está soportando ahora mismo… He traído unos calmantes muy fuertes. No le curarán, pero le aliviarán los dolores… —titubeó— y le acortarán esta tortura. —Una dosis alta de opio aceleraría la muerte en un organismo tan debilitado.

Macandal asintió.

—Sé… sé que estoy muriendo —dijo—. Y puedo… puedo soportarlo. —Gimió cuando volvió a sufrir un espasmo.

Victor abrió el maletín, sacó un frasco y lo llevó a los labios de Macandal.

—Beba —indicó—. Todos saben que es usted un hombre fuerte. No tiene que demostrar nada.

Suspiró aliviado cuando Macandal tomó un sorbo. Luego volvió a cubrirlo con la sábana.

—Dentro de un par de minutos se sentirá mejor.

Victor oyó cuchichear a los hombres a su espalda.

—¡Dar veneno! ¡Matar!

—¿Para qué iba a tomarse esa molestia? —terció Jefe—. Todos estamos viendo el estado en que se encuentra. Yo había creído que un médico…

Victor se volvió hacia los hombres, hacia la llorosa Mireille y hacia la joven delgada que bajaba la vista con resignación. Le recordaba a alguien, pero no consiguió relacionarla con la mujer maquillada y ligera de ropa que había dado el bebé a Bonnie.

—Soy médico —les dijo—, pero no puedo hacer milagros…

Pero Macandal no le dejó seguir hablando:

—¡Yo… yo sí puedo… hacer milagros! Yo me sacrifico… por mi pueblo, como… como también hizo el primer mesías…

Victor suspiró. Nunca había entendido del todo el sacrificio de Jesús de Nazaret y tampoco comprendía lo que la muerte de Macandal significaría para los esclavos. César parecía experimentar lo mismo. Las miradas de ambos se cruzaron un instante.

—Pero yo… ¡volveré! —repitió Macandal. Su voz era más firme, el calmante estaba obrando efecto.

Mireille, que se había dejado caer junto a la cama y acariciaba dulcemente el rostro de su marido, asintió.

—Sí, cariño —susurró con suavidad—. Volverás convertido en lobo y despedazarás a nuestros enemigos. Como serpiente y los envenenarás…

Macandal agitó con tal vehemencia la cabeza que Victor creyó que padecía más convulsiones.

—No… no volveré encarnado en un… lobo… Un lobo tal vez mate a diez y… una serpiente a lo mejor a veinte… Yo… —Su mirada se volvió más nítida, contempló a sus partidarios antes de continuar hablando y encarar el futuro con ojos brillantes—. Yo volveré bajo la forma de un mosquito, un mosquito con aguijón… Seré una legión… mataré a miles y miles… Seremos libres, todos nosotros seremos hombres libres… Soy el Espíritu…

—¡Eres el Espíritu! —repitió uno de los hombres y luego todos a la vez—: ¡Tú eres el Espíritu! ¡Eres la salvación, eres el mesías, eres el enviado de Dios…!

Hombres y mujeres lo repitieron una y otra vez, y una sonrisa se dibujó en el rostro de Macandal cuando al final cerró los ojos.

—¿Ha muerto? —preguntó Jefe en voz baja.

Victor hizo un gesto negativo.

—No; está dormido. A lo mejor vuelve a despertarse. Pero así… así se siente mejor.

Tomó una profunda bocanada de aire. La predicción de Macandal había sido tétrica, al igual que la reacción de sus seguidores. Incluso a él le había afectado su voz y su poder de convicción. Sin embargo, lo que había dicho el moribundo era absurdo. Los mosquitos no mataban a nadie.

Macandal falleció a las cuatro de la madrugada del nuevo día. Mireille había esperado que llegase a ver la salida del sol, pero el final se precipitó. Victor habría deseado al rebelde un final más rápido. El Mesías Negro volvió en dos ocasiones a recuperar el sentido y repitió sus visiones y pidió a sus partidarios que se comprometieran a luchar. En último término se volvió hacia Jefe.

—¿Seguirás luchando, hermano —gimió—, hasta que seamos libres?

Jefe lo miró a los ojos, como la primera vez que el Espíritu le había dirigido la palabra.

—No me gusta esperar.

El rostro de Macandal se contrajo en una mueca.

—A ningún hombre bueno… le gusta esperar —susurró. Y cerró los ojos.

—Pero la venganza es un plato que se sirve frío —sentenció Jefe, repitiendo lo que el Espíritu le había dicho la primera vez—. ¿Está muerto, doctor?

Victor le tomó el pulso.

—Sí —respondió sereno—. Ha fallecido. Lo siento… Mi más profundo pésame, madame Macandal.

Se volvió hacia Mireille, que pareció no oírlo. Estrechaba contra sí, llorosa, la cabeza de su marido.

—¿Y ahora qué? —preguntó uno de los cimarrones mirando a Jefe.

El joven negro se irguió. En las últimas horas había tenido tiempo para reflexionar.

—No contaremos a nadie nada de lo ocurrido —contestó con claridad—. A nadie. Cada uno de nosotros ha de comprometerse a guardar silencio. Incluso ante la gente del campamento.

—¿Guardar silencio? —inquirió el segundo cimarrón—. ¿Sobre la muerte del Espíritu? ¿Y cómo guardar secreto? La gente del campamento preguntar dónde está.

Jefe apretó los labios.

—Nosotros lo hemos visto desaparecer —respondió—. Saltó de la hoguera, nosotros quisimos cogerlo, sacarlo de ahí, pero él desapareció. Se… se lo llevaron. Dios o los espíritus… ¿quién sabe? Pero vive. Allá donde esté, cuida de nosotros. Y volverá…

El primer cimarrón entendió y sonrió.

—¡Así dar valor a la gente! —dijo.

Jefe asintió.

—¡Seguiremos luchando! No nos rendiremos. ¡Ahora nosotros somos el Espíritu!

Los hombres vitorearon y en los ojos de la joven delgada apareció una sincera admiración. Victor separó con suavidad al muerto de los brazos de la quejumbrosa Mireille y le cubrió el rostro con una sábana.

—¿Qué hacer con cuerpo? —preguntó el primer cimarrón.

El segundo señaló a Victor.

—¿Qué hacer con doctor? Él seguro no callar. —El hombre sacó un cuchillo.

Jefe se lo arrancó de la mano.

—No seas tonto, Thomas, claro que va a callar. ¿O crees que va a salir corriendo para contar que ha atendido a Macandal? Y si habla… es blanco. Nadie le creerá.

Victor suspiró cuando el hombre se apaciguó.

—¿Él puede irse? —preguntó a Jefe, que asintió con la cabeza.

—Claro. —Se inclinó educadamente ante Victor—. Se lo agradezco mucho, doctor. Ha sido muy bondadoso por su parte. Eso es lo que Bonnie siempre dijo: bondadoso. Que usted era un hombre bondadoso. Y de eso sí que me burlé. No de que usted fuera ingenuo y no sospechase nada de lo otro. Pero que en este mundo hubiese alguien bondadoso, eso no lo lograba comprender. En cualquier caso yo no soy bondadoso. Y por eso es mejor para Deirdre que se quede con usted. Es usted mucho mejor para ella que yo. Y para Bonnie. Por favor, siga siendo bondadoso. Séalo también con… con Dede. No pudo remediarlo. Si alguien tuvo la culpa, ese fui yo. Sea como sea, ya se acabó. Nunca volveré a ver a Deirdre. Le doy mi palabra.

Victor no sabía si podía confiar en la palabra de un rebelde, pero estaba dispuesto a creer en Jefe. Volvió a dirigir la vista hacia la llorosa Mireille, quien seguía agarrada a Macandal. Los cimarrones querían llevarse el cadáver, pero no la podían separar. Sin embargo, seguro que tenía mucho más que perdonar a su esposo que Victor a Deirdre.

—Entonces me voy —anunció, cogiendo el maletín—. Es muy tarde. Mi… mi esposa estará preocupada.

Jefe lo acompañó hasta una de las calles anchas. Por las callejuelas detrás de la taberna era fácil extraviarse. El médico esperaba que le diera saludos para Deirdre, pero no lo hizo.

—Saludaré a Bonnie de su parte —acabó diciendo Victor.

Jefe sonrió.

—¡Salude a Bobbie!

Siguió con la mirada al médico, que se perdió en las calles ya despobladas de Cap-Français.

Pero cuando se dio media vuelta para marcharse, vio que a sus espaldas se encontraba Simaloi. Los había seguido tan sigilosa como un gato.

—Él no necesitar saludar a Bonnie —señaló con voz fría—. Tú ver Bonnie todavía cuando acompañarme, antes de ir a montañas. Los otros entierran Espíritu, tú y yo recoger niña.