9

Bonnie tuvo suerte esa noche en lo relativo a su pretexto. Una vez que regresó a su casa, distinguió a Leon tambaleándose en el camino de acceso. Después de la pequeña fiesta por la libertad se había reunido con unos amigos y habían acabado en una taberna del puerto. Había sido su primera salida como hombre libre, la primera vez que no había tenido que pedir permiso para abandonar el barrio de los esclavos. Bonnie sonrió. Seguramente habría puesto el salvoconducto delante de las narices de los gendarmes con que se había cruzado. Y Bonnie, Sabine y Amali no habían percibido nada, pues todas estaban ocupadas con la cena de los Dufresne.

En cualquier caso, al día siguiente lamentaría informar a Amali que no había encontrado a Leon por la noche.

Bonnie se acostó en su lecho. Temblaba al pensar en la peligrosa misión que Jefe le había convencido de realizar. Pero de momento los espíritus parecían estar de su parte.

El 20 de enero los soldados empezaron a distribuir al público de la plaza de ejecuciones delante del edificio del gobierno. Algunos negros incluso habían dormido en el lugar, vigilados por los guardias que los habían llevado allí desde todos los rincones de la colonia. Estaban callados y con aspecto abatido, sin duda no había ninguno tramando planes de fuga. La captura de Macandal los había desanimado. Además, habían tenido que ir a pie y estaban extenuados. Los esclavos de campo estaban más acostumbrados al esfuerzo físico, pero ese día también habían desplazado a los domésticos. A fin de cuentas, estos eran los primeros a quienes se responsabilizaba de las muertes por envenenamiento.

Durante el día fueron llegando más grupos de negros procedentes de plantaciones vecinas. La ejecución estaba programada para última hora de la tarde, lo cual favorecía los planes de los rebeldes. Si los acompañaba la suerte, los rayos y truenos serían auténticos: no había que descartar que se desatara una tormenta, pues el cielo estaba cubierto y el sol no acababa de abrirse paso, lo que producía un efecto casi fantasmagórico.

En casa de los Dufresne reinaba un ambiente apesadumbrado. Habían surgido problemas con las autoridades cuando Victor se había negado a obligar a sus negros libertos a que fueran a la plaza. Al final, el joven médico había cedido a la presión familiar y social y había aceptado presenciar la ejecución al lado del gobernador, su padre y su hermano. Los Dufresne habían viajado el día anterior desde Nouveau Brissac y Roche aux Brumes, Gérôme con la esposa y el bebé, a los que pensaba llevar también a ver el espectáculo. Victor apenas si lograba ocultar la aversión que eso le producía y se alegró de que los Dufresne no pernoctasen en su casa, sino en el palacio del gobernador. La noche anterior a la ejecución, este les había ofrecido una recepción, ya que Saint-Domingue debía el hecho de que Macandal estuviera entre rejas a la actitud resuelta de la familia. Esto al menos fue lo que se comentó en la velada. Victor se sintió aliviado cuando Deirdre fingió encontrarse indispuesta —quizá lo estaba realmente, dado lo pálida que se la veía bajo el maquillaje— y le pidió que se marcharan.

Los jóvenes Dufresne contemplaban desde su balcón la afluencia de los esclavos que pasaban por su calle; todos parecían resignados, agotados y amedrentados. Deirdre volvió a sentirse mal solo de verlos. Victor entendía sus sentimientos. Él se soliviantaba de solo pensar en presenciar la ejecución. Al menos no tendría que aguantar solo el infame espectáculo. Antoine Montand, el joven armador con cuya familia habían simpatizado los Dufresne, también tenía que asistir por cuestiones sociales, así como Frédéric de Mure, dado su puesto de asistente del gobernador. Ambos estaban horrorizados de tener que hacerlo, al igual que Victor.

—Creo que después iremos a una taberna del puerto —anunció el doctor cuando se despidió de su esposa—. Para ahogar el espanto en alcohol. Así que no te preocupes, querida, si regreso tarde.

Deirdre asintió. Volvía a estar pálida y esa mañana había vomitado dos veces. Además de que le repugnaba la ejecución, la preocupaba su hermanastro. A saber qué habían planeado los rebeldes para liberar a Macandal. El gobernador, el ejército y la gendarmería temían que atentasen contra la escolta del condenado, a quien iban a someter a una rigurosa vigilancia.

Bonnie hizo sus preparativos en secreto y esta vez no le fue fácil encontrar un pretexto para dejar a Namelok al cuidado de Amali. Todos los negros de Sant-Domingue se unían entre sí lo máximo posible para no ser presas del espanto. Sabine y Leon habían planeado una hora de plegarias mientras se realizaba la ejecución. Sin embargo, Deirdre había invitado a Madeleine Montand y Suzanne de Mure, por lo que sus criados tendrían trabajo, aunque las damas probablemente se sintieran más inclinadas a la oración a media voz que a una animada charla alrededor de la mesa del café. Sabine tenía la audaz intención de pedírselo simplemente a las jóvenes damas.

Bonnie no encontró excusa para no participar en la reunión, y decidió ausentarse sin dar razones. Como cada tarde, dejó a Namelok con Nafia. Si no asistía a la oración, alguien se ocuparía de la pequeña.

Se internó en la selva para transformarse en Bobbie. Unos días antes se había procurado ropa de hombre, unos pantalones de algodón y una camisa de cuadros como los que llevaban los mulatos del puerto. Cuando Bonnie se la puso, se sorprendió al reparar en que le habían crecido los pechos, sin duda por su mejor alimentación y la calma de la casa. Los Dufresne no solo se habían preocupado de que engordara, sino también de que desarrollara formas femeninas. Era algo de agradecer, pero en ese momento la molestaba. Se ciñó un paño alrededor de los pechos. Sí, así estaba mejor. Sus caderas redondeadas eran imperceptibles bajo los pantalones anchos. Quedaba el pelo. No quería volver a cortárselo, así que se lo recogió en la nuca y lo escondió bajo una gorra que también ocultaba, o eso esperaba, los orificios de los lóbulos. Últimamente solía ponerse alguna alhaja, sobre todo porque a Leon le gustaba. Bonnie no sabía si ese camuflaje bastaría, pero al final acalló sus temores con determinación. Funcionaría durante un par de horas. Era poco probable que ese día alguien fuese a examinar a un chico negro y los cómplices de Jefe ya estaban al corriente de su identidad.

Finalmente, Bobbie se dirigió como un curioso cualquiera a la plaza donde se realizaría la ejecución. La joven negra recordó que debía moverse como un hombre, ya casi se había olvidado de caminar con paso firme, meter las manos en los bolsillos y hundir los hombros.

La plaza frente al pomposo palacio en que el gobernador no solo vivía, sino también ejecutaba los asuntos oficiales, ya estaba llena de gente. Solo se mantenía despejado un angosto paso desde la gendarmería hasta la pira levantada en el centro. Bonnie no tardó en ver un punto débil en el plan de Jefe: los rebeldes creían que habría varias rutas de escape, que tras huir Macandal podría dirigirse hacia el puerto, donde contaría con varios escondites, casi sin que nadie se interpusiera en su camino. De hecho, la muchedumbre se apiñaba alrededor de la pira y quienes iban a ayudar a Macandal tendrían que abrir primero un pasillo si no querían ir hacia los soldados directamente. Tal vez eso no constituiría un gran problema en el caos que se esperaba. Pero si las llamas alcanzaban realmente al Espíritu, habría que actuar con la velocidad del rayo. Aunque de eso ya se ocuparían otros.

Bonnie acalló sus lóbregos temores y buscó el carro con el cañón. Se tranquilizó al descubrirlo. Estaba exactamente en el punto de encuentro. Todo transcurría según lo acordado. Los hombres que estaban encima del carro la llamaron cuando ella se aproximó. Jefe estaba sentado en el pescante con las riendas de los mulos.

—¡Bobbie!

Los seis corpulentos negros gritaron alborozados, como espectadores que ya habían bebido un par de tragos de ron o aguardiente, al ver a la chica.

—¡Súbete aquí, desde abajo no se ve nada! —Dos le tendieron las manos y tiraron de ella hacia arriba.

Bonnie inspeccionó con disimulo el falconete cubierto por el toldo. Sí, estaba perfectamente colocado. No tenía que moverlo, estaba orientado hacia el palacio. Solo tendría que escoger el objetivo exacto. Eligió la escalinata. Debía realizar un tiro certero sobre la cabeza de la muchedumbre, por lo que únicamente podía plantearse un objeto situado más arriba. La joven rogó que el alcance del falconete se correspondiera con los datos que Jefe le había proporcionado.

Delante de la entrada del edificio del gobierno, que ofrecía la mejor vista de la pira, habían construido una tribuna donde ya estaban tomando asiento los notables de la ciudad y los señores de las plantaciones. Bonnie confirmó que todavía podía confiar en su mirada de águila. Distinguió a Victor, sus familiares y a monsieur Montand, en quien se percibía cuán fuera de lugar se sentía. También el doctor mostraba su malestar a través de un manifiesto desinterés por las conversaciones de sus familiares.

—¡Caramba! —Uno de los negros siguió la mirada de Bonnie hasta la tribuna—. Si damos ahí… ¡los abatiremos a todos de un solo disparo!

Bonnie sacudió la cabeza.

—No; sería demasiado peligroso —sostuvo.

Tal idea, sin embargo, ya le había pasado por la cabeza. No costaría nada dirigir el disparo al grupo reunido en torno al gobernador. Pero no quería herir a Victor Dufresne y tampoco volver a matar. Bobbie ya cargaba en su conciencia con muertos suficientes como cañonero del Mermaid. Nunca antes había pensado en eso, pero últimamente las almas de los marineros inocentes aparecían en sus sueños.

Bonnie apuntó hacia un saledizo, un relieve por encima del aparatoso portal de entrada. Mostraba unos hombres desnudos a lomos de caballos que abrían desdichados las bocas. Bonnie pensó que esa obra de arte no era digna de lástima. Además, si orientaba el cañón hacia allí, saltarían astillas de mármol que ocasionarían pequeñas heridas a quienes estaban en torno al gobernador. Un poquito de sangre estaría bien para avivar el miedo de la gente.

Los hombres del carro habían observado en silencio la breve evaluación que había realizado Bonnie, lo que a ella le suscitó una extraña sensación. En el Mermaid siempre habían hablado y bromeado, incluso cuando estaban a punto de abordar un barco, lo que tal vez fuera consecuencia del nerviosismo. Los rebeldes del carro, sin embargo, no eran los únicos cuya conducta parecía artificialmente contenida. De hecho, en toda la plaza reinaba un silencio cargado de tensión. Los esclavos estaban de pie o sentados en los lugares que les habían indicado y parecían con la vista perdida. Los soldados y guardias encargados de su vigilancia estaban sumidos en la inactividad y se contentaban con mirarlos con expresión furibunda. El grupito, en comparación pequeño y variopinto, de mulatos y negros libertos del barrio del puerto que habían acudido a la ejecución de forma voluntaria se habían dejado contagiar por el ambiente. Los hombres, jóvenes que habían esperado asistir a un espectáculo con jarras de cerveza y botellas de aguardiente en la mano, se veían tan desconcertados como los esclavos.

Solo en la tribuna noble se esforzaban por mostrar un aire alegre. El gobernador bromeaba afectadamente con sus invitados, todos conversaban y repetían sus elogios hacia los Dufresne. Pero se notaba que era forzado, y la macilenta luz crepuscular de ese día acentuaba la extravagancia del decorado.

De repente resonó un redoble de tambor, la muchedumbre despertó de su triste letargo y delante de la gendarmería se formó el pelotón que conduciría a Macandal a la hoguera. Jinetes y soldados armados… El gobernador no había exagerado: Macandal sería tan férreamente escoltado que cualquier intento de fuga o ataque fracasaría. Los soldados con sus uniformes rojos y azules y los jinetes con sus botas altas y los tricornios producían un efecto amedrentador.

—Qué bufonada —farfulló Jefe entre dientes.

Entonces, de repente, la colorida imagen se deformó. Como obedeciendo a una orden, el chaparrón de la tarde cayó sobre Cap-Français y los espectadores, los soldados y también el reo, que iba vestido con una holgada túnica blanca, quedaron en un santiamén empapados hasta los huesos. Los negros que atiborraban la plaza aguantaron la tromba con estoicismo y los vigilantes blasfemaron.

Jefe dirigió una discreta señal a sus hombres. Las cosas no podían salir mejor. La leña de la hoguera y la picota que había en medio estaban mojadas y les costaría arder. Hasta sería innecesario humedecer la ropa de Macandal.

Bonnie observó al Mesías Negro por primera vez. Era un hombre delgado y de estatura mediana, pero debía de crecerse cuando hablaba. Fuera como fuese, no parecía intimidado. Avanzaba con la cabeza bien erguida entre los soldados hacia la hoguera. Las cadenas le obligaban a caminar lenta y fatigosamente, pero su aire era sereno, incluso majestuoso.

Entre los esclavos se elevaron algunos vivas, que pronto fueron sofocados a latigazos. Macandal volvió el rostro hacia los gritos y sonrió.

—¡Es un gran hombre! —dijo con devoción uno de los negros que estaban junto a Bonnie.

La muchacha se planteó si preparar ya el cañón y decidió que aún tenía tiempo. El magistrado jefe todavía tenía que leer en voz alta la sentencia y el gobernador rechazar cualquier recurso de gracia… No había motivo para correr riesgos dejando al descubierto el falconete.

Mantuvieron encadenado a Macandal hasta llegar a la hoguera, donde seis gendarmes armados lo rodearon. Un herrero le quitó las cadenas y a continuación el condenado quedó en manos de los ayudantes del verdugo. Para extrañeza de todos, el Espíritu sonrió cuando avanzó sobre la pira de leña.

—¡Tanto miedo tenéis de mí! —resonó su penetrante voz en la lejanía—. ¡Tanto terror os he infundido que habéis reunido a… ¿cuántos…?, dos, tres, cuatro regimientos para llevarme por una miserable plaza de mercado! ¡A mí, un único hombre! ¡Pues eso es lo que siempre decís: es solo un hombre, nada más que un hombre, ningún espíritu, ningún mesías!

Soltó una sonora carcajada y alzó la cabeza, la lluvia resbaló por su cabello pringoso y su rostro, la túnica de algodón colgaba marchita de su delgado cuerpo. Cualquier otro hubiese ofrecido una imagen lamentable, pero alrededor del Espíritu parecía brillar una aureola de poder.

—¡Pues os lo demostraré! ¡Vais a ver a quién os enfrentáis! ¡Vosotros…!

—¡François Macandal! —El magistrado jefe lo interrumpió con tono cortante y empezó a leer la sentencia.

En la plaza ya no reinaba el mutismo de antes. La inquietud se iba extendiendo, se oían gritos y el chasquido de latigazos sobre piel desnuda.

Bonnie destapó el falconete y empezó a ajustarlo con destreza. Nadie se preocuparía en ese momento de unos negros que miraban sentados encima de un carro. Ella nunca había creído en un segundo mesías, pero era como si las palabras de Macandal le hubiesen insuflado fuerza.

—… y por tanto este tribunal lo sentencia a la pena capital… —El juez seguía leyendo, ahora apenas audible a causa de la sonora lluvia. La voz de Macandal, por el contrario, dominaba sin esfuerzo:

—¡No podéis juzgar al enviado de Dios y condenarlo! —gritaba, mientras los ayudantes del verdugo lo ataban a la picota.

Bonnie esperaba que le hubiesen informado sobre qué tenía que hacer para desligarse. Si pensaban decírselo por lo bajo en ese momento, ya era demasiado tarde. Macandal ya no escuchaba, estaba demasiado exaltado pronunciando su arenga ante los esclavos de Saint-Domingue.

—¿Creíais que conseguiríais enviarme al infierno? ¿Quemarme? Puede que así lo parezca, pero sea donde sea que me enviéis, ¡volveré! ¡Volveré convertido en el lobo que os despedace! ¡Convertido en la serpiente que os estrangule! ¡Convertido en el escorpión que os envenene con su aguijón! ¡Conduciré a mi pueblo a la libertad! ¡Porque yo soy la espada de Dios!

Mientras Macandal hablaba, la lluvia se detuvo de pronto. Había sido un chaparrón muy breve, pero Bonnie esperó que hubiera cumplido su misión con la hoguera. Los ayudantes del verdugo vertieron aceite sobre la madera, pero no en el poste del condenado.

Y entonces las llamas empezaron a levantarse en torno a Macandal. Bonnie no oyó dar la orden ni vio hacer la señal para que prendieran la hoguera, solo oía la voz del Espíritu.

—¡¿Creéis que el fuego va a hacerme algo?! ¡Os enviaré rayos y truenos!

Las nubes de humo y las llamas impedían que el público viera su figura, y Bonnie supo que había llegado el momento antes de que Jefe la mirase. Encendió la mecha y un grito único surgió de la multitud cuando el cañón escupió la bala con gran estruendo. Ya antes de que cayera, huyeron las primeras personas y entonces explotó el voladizo del edificio del gobernador. El disparo fue más contundente de lo que Bonnie había previsto. Las piedras estallaron, el mármol voló y los fragmentos salieron despedidos en todas direcciones.

—¡Un rayo! ¡El Señor los está castigando!

De entre los esclavos se elevaron los primeros gritos de miedo, pero también de victoria. Algunos asustadizos se echaron al suelo. Los soldados impartían órdenes a gritos; los conspiradores, consignas.

Y a través del humo y el fuego de la hoguera salió una figura tambaleándose, las piernas libres, pero el poste ardiendo atado todavía a la espalda. Macandal soltó la mano derecha y el muñón del brazo izquierdo, pero los restos ardientes de las ligaduras encendieron su camisa. A Bonnie le vino a la mente un crucifijo en llamas. El Espíritu tropezó con la multitud que gritaba, rezaba y huía, y de repente desapareció.

Bonnie sabía que ahí abajo lo esperaban hombres con mantas para apagar en un instante las llamas y flanquearlo en su huida. No les resultaría difícil fundirse con la masa humana que había convertido la plaza de la ejecución en un infierno. Sin embargo, a la gente inculta e impresionable debía de parecerle que una fuerza sobrenatural había arrebatado a Macandal. Los chillidos de miedo y horror se mezclaron con los vítores… y Bonnie notó de golpe que el carro se ponía en marcha.

—¡Sujetaos! —gritó Jefe.

En ese momento todos vieron que un pelotón de soldados se dirigía hacia ellos. Claro, ya habían averiguado de dónde procedía el disparo. Bonnie y los hombres se agarraron al vehículo, mientras Jefe guiaba los mulos por las callejas sin ningún miramiento. La gente que huía saltaba horrorizada a los lados de la calle. Bonnie rogó que no atropellaran a nadie. Al poco ya habían dejado atrás las calles transitadas y a los soldados. La joven se temía que los persiguiera la caballería, pero los pocos jinetes que había ya tenían suficiente trabajo que hacer en la plaza para imponer el orden. Seguramente se estaban produciendo altercados, las palabras del Espíritu habían enardecido a muchos esclavos.

—Dejadme bajar —pidió Bonnie cuando el carro traqueteaba por un camino cerca de la casa de los Dufresne.

Jefe había reducido un poco la marcha. Habría llamado la atención que un carro de carga avanzara disparado por los caminos de la periferia.

—¿Con esa pinta? —preguntó burlón Jefe—. ¿Vas a lanzarte a los brazos de tu doctor vestida de Bobbie?

Bonnie se miró. Tenía la ropa de chico mojada a causa de la lluvia y con salpicaduras del barro que había saltado durante la peligrosa huida. Por si fuera poco, apestaba a pólvora.

—Si quieres, te dejo en la selva detrás de la playa —sugirió Jefe.

La muchacha asintió. Allí había escondido su ropa de mujer. Poco después, el carro se detuvo al lado de la bahía de los mangles rojos.

Bonnie descendió con las rodillas todavía temblorosas.

—Espero que Macandal lo consiga —murmuró cuando Jefe también saltó del pescante y la cogió de los brazos.

—¡Ya lo ha conseguido! —dijo él. La miró a los ojos y estuvo a punto de abrazarla—. ¡Bonnie, nunca olvidaremos tu valiosa ayuda! Pero ¿no quieres venir con nosotros? Recogemos a la niña y…

Bonnie pensó en si lo que veía en los ojos del chico era solo orgullo o también algo parecido al amor. ¿Tendría ella una oportunidad frente a mujeres como Deirdre y Simaloi si podía ser útil? ¿Si seguía transformándose en Bobbie cada vez que él se lo pidiese?

Pero entonces sacudió la cabeza. Jefe seguro que sentía algo por ella, si no amor tal vez respeto, quizás una pizca de admiración por su puntería. Bonnie, sin embargo siempre tendría que ganárselo. Y eso no comportaba que el joven sintiese cariño por Namelok. «Esa niña…». Leon había dicho que la pequeña era preciosa. La primera vez que Bonnie lo había visto, tenía al bebé en brazos y le daba de beber. Cantaba para ella y estaba dispuesto a defenderla… Cuando Macandal había sido apresado, Leon se había colocado delante de Bonnie y los niños; en cambio, Jefe y Simaloi solo se habían preocupado de ponerse a salvo.

Al pensar en el corpulento Leon con la pequeña Namelok en brazos, Bonnie sintió un repentino sentimiento de amor, ternura y confianza. Un sentimiento que antes solo Jefe había despertado en ella.

Levantó la vista hacia el negro, que sonreía invitador. Pero la muchacha no consiguió imaginárselo con un niño en los brazos. A Jefe le iban los machetes, las espadas, los cañones.

—No, Jefe —decidió—. Me quedo aquí. Y la niña también. Quiero vivir en paz. Si te debía algo a ti, si os debía algo a vosotros, a nuestro pueblo y a Macandal, lo he saldado hoy. Tú tienes a tu mesías, Jefe. Déjame a mí mi libertad.

No volvió la vista atrás mientras corría desprendiéndose de su ropa de chico para meterse entre las olas. El mar lo lavó todo, el olor a pólvora y al fuego de la hoguera, el sudor del miedo y también su sensación de culpabilidad. Los marineros muertos, los hombres del Mermaid y el hombre al que en sus sueños nunca había llamado César. Se sumergió, se internó nadando con vigor mar adentro y luego se dejó llevar por las olas hasta la orilla.

Ya hacía tiempo que la pequeña esclava de Skip Dayton había aprendido a nadar.