Nora Fortnam no había conciliado el sueño desde que se había enterado de la sentencia que un tribunal de excepción había dictado contra Macandal. El 20 de enero el cabecilla rebelde sería quemado vivo en la plaza frente al palacio del gobernador.
—Es repugnante —dijo Doug, dando la razón a su esposa—. Y lo convertirán en un gran acontecimiento. De todos los rincones de la colonia traerán esclavos para que vean que su mesías no es inmortal.
—Podrían conseguir lo mismo ahorcándole simplemente —replicó Nora.
Los Fortnam estaban desayunando con Victor y Deirdre, una de las últimas comidas que compartían antes de la partida. Pero a nadie le estaba sentando bien, la joven incluso había vomitado cuando Victor les comunicó la sentencia. El médico se había marchado pronto de casa para acudir a una urgencia y en el camino de vuelta se había enterado de la noticia.
—Comprendo que tengan que condenarlo, pero así y todo…
—Los papistas nunca han tenido mucha paciencia con los herejes —observó Doug—. Es así como los llaman, ¿verdad?
Victor asintió.
—Sí, parece que les preocupa más lo del Mesías Negro que los asesinatos y los asaltos. Pese a todo, es de bárbaros. ¡Un retroceso a la Edad Media! En cualquier caso, no seré yo quien vaya a presenciarlo.
—A ti nadie te obligará a hacerlo —observó Deirdre. Miró a Bonnie, que estaba sirviendo la mesa y escuchaba la conversación. La joven negra se había puesto tan pálida como Nora. Al servir el café le temblaban las manos—. Pero a los esclavos…
—Sea como sea, deberíamos quedarnos aquí —murmuró Nora.
Había esperado con impaciencia la partida a Jamaica, pero ahora todo había cambiado. Nora quería persuadirse de que no quería dejar sola a Deirdre y su familia, pero la verdad es que se sentía culpable. Si no hubiese pedido cuentas a Jefe, si en su desconcierto él no hubiese delatado a Macandal, si ella no se lo hubiese contado a Doug… Nora se sentía obligada a permanecer allí hasta el amargo final.
—¡Ah, no, Nora! —Doug sacudió la cabeza—. No sufras por sentirte culpable.
Nora bajó la cabeza. Su marido la conocía bien.
—No tenías otra elección, tenías que delatarlo. Y tú no eres responsable de la sentencia de ese infame tribunal.
—Pero yo sí soy responsable —intervino Bonnie con un hilillo de voz. Y se llevó la mano a la boca, pues no tendría que haber intervenido en la conversación de los señores mientras los estaba sirviendo. Pero no había podido contenerse—. Traicioné a Jefe. Y ahora me odia, y la sangre del Espíritu caerá sobre mí y…
—¡Bonnie! —Saltó Victor—. ¡Bonnie, tú no eres supersticiosa! ¡La sangre del Espíritu! Seguro que Macandal era un orador notable. ¡He oído que cautivaba a sus esbirros incluso estando borracho! Me imagino muy bien la influencia que esto ejercía sobre los esclavos. Y era un buen estratega. Pero es un ser humano, no un espíritu, no es un mesías, solo un hombre de carne y hueso. Merece la muerte, en esto estoy de acuerdo, Doug, pero no una tan horrible. Algo así no se lo merece nadie. ¡Esa condena es una vergüenza para toda la colonia! Pero ninguno de nosotros es responsable de la sentencia.
—Y míralo de otro modo Bonnie —lo apoyó Doug—. Si no le hubieses hablado a Nora de Jefe, entonces serías corresponsable de la muerte de cientos de personas. Se había planeado una gran ofensiva, muertes por envenenamiento en todas las plantaciones, asaltos a todas las gendarmerías…
Deirdre dejó su comida a un lado. Era incapaz de seguir comiendo.
—Pero los esclavos estarían ahora libres —murmuró—. Si no hubiesen apresado a Macandal, los negros por fin habrían obtenido la victoria.
Jefe y su gente se habían retirado al cuartel general de los rebeldes la misma noche de Navidad y habían enviado mensajeros a los otros puntos de apoyo de los conjurados. Así pues, al día siguiente Mayombé y Teysselo ya habían vuelto, listos para preparar la liberación del cabecilla. Pero esta no se presentaba nada fácil.
—Lo tienen encerrado en los calabozos de Cap-Français —informó un espía que transitaba por la región como pacotilleur—. El primer día todavía estaba en la plantación de los Dufresne, tendríais que haber actuado allí, habría sido más fácil. Nunca lo sacaréis de la ciudad.
—En la plantación todos estaban muertos de miedo —contó Jefe—. Tuvimos suerte de poder escapar. Solo habríamos logrado rescatar a Macandal con ayuda de los esclavos. Y eso era imposible. Es probable que alguno nos hubiese delatado si lo hubiésemos intentado.
—¡Pues al principio todo el mundo estaba encantado con el plan! —exclamó sorprendido Mayombé, un hombre alto y delgado de rasgos fatigados pero ojos penetrantes—. Todos estaban de nuestra parte, querían ver sangre.
—Mientras estuvieron convencidos de que Macandal era un dios —señaló Mireille. La esposa del líder participaba en las discusiones sobre los nuevos planes y no pensaba estarse calladita—. Lo consideraban invulnerable e invencible. Ahora dudan. Y de nosotros depende volver a persuadirlos. Si no lo liberamos, estará todo perdido.
Mayombé y Teysselo se miraron con recelo. Jefe intuía que ambos ya estaban pensando en la sucesión de Macandal y no se ponían de acuerdo al respecto. Probablemente cada uno de ellos aceptaría gustoso ponerse al frente de los rebeldes. Jefe, por el contrario, tendía a compartir la opinión de Mireille tras las experiencias de los últimos días. No importaba que hubiese líderes iguales a Macandal o mejores que él para esa revolución, él mismo se veía capaz de encabezar a los insurgentes, pero los esclavos necesitaban al legendario Macandal. Querían creer que era un enviado de Dios, solo esto les daba valor para sublevarse. Desde que el Espíritu estaba en prisión, muchos conspiradores dimitían, los esclavos domésticos se mostraban más serviles y leales para con sus patrones y los esclavos del campo se sometían a los latigazos de sus vigilantes.
Jefe suspiró.
—Pues bien. La cárcel de la gendarmería… ¿Cómo entramos? ¿Permiten visitas?
El informante, un mulato rollizo de aspecto inofensivo, sacudió la cabeza.
—Solo al sacerdote. ¡Y todo está vigilado como si fuera una fortaleza!
—A mí me dejarían entrar —terció Mireille—. Tienen que hacerlo, soy su esposa.
Los hombres rieron.
—Te encerrarían con él —objetó Teysselo—. Seguro que te consideran su cómplice.
—Pero yo… —Mireille intentó protestar, pero Jefe le pidió que callara con un movimiento de la mano.
—Incluso si te permiten entrar, Mireille, no podrías sacarlo de allí en los pliegues de la falda. Y asaltar la gendarmería no es fácil, está en medio de la ciudad. ¿Cómo escaparíamos de allí?
—Y Macandal está encadenado —recordó el pacotilleur.
Jefe resopló.
—Y encima eso. Tendríamos que ir con un herrero. O torturar a un celador para que nos diera la llave. ¡Y todo eso en medio de Cap-Français!
—¡Hagamos algo! —El rostro de Mireille volvía a reflejar desesperación. Puede que su marido la volviese loca a veces, pero no cabía duda de que lo amaba, quizá más que a su propia vida—. ¡No podemos abandonarlo a su suerte! —Y posó su mirada suplicante sobre cada uno de los presentes.
Jefe se frotó la frente.
—¿He dicho yo que vayamos a abandonarlo? —repuso impaciente—. No. Intentaremos liberarlo como sea. Pero solo lo conseguiremos cuando lo saquen de allí. Durante la ejecución…
—No me gusta marcharme y dejaros aquí —suspiró Nora.
Abrazó a su hija, a su yerno y a los negros del servicio doméstico de los Dufresne. Todos habían acompañado a los Fortnam para despedirse de ellos. Incluso Namelok estaba allí, y Libby ya se preparaba para agitar un pañuelo de seda de Deirdre cuando el barco zarpase. El Queen of the Waves, un velero bonito y de tamaño medio, se encontraba en el puerto natural de Cap-Français listo para que los pasajeros subiesen a bordo, pero Nora era incapaz de decidirse.
—¡Claro que te gusta marcharte! —afirmó Doug y tiró de ella con decisión hacia la escalerilla de acceso al barco—. Y la próxima vez venís a vernos a Cascarilla Gardens. ¡Por mí, con todo el equipaje! —Sonriente, pellizcó en la mejilla a Namelok, que en brazos de Leon miraba el ajetreo que reinaba en el puerto—. Allí el ambiente es más relajado que aquí. Suspiraré aliviado cuando pueda disfrutar de la buena comida que prepara Mama Adwe sin temer que le hayan echado veneno.
—¡Yo nunca echar veneno en comida del mèz! —protestó Sabine, lo que hizo reír a todos—. En Nouveau Brissac echarme de la cocina. ¡Yo nunca pondría veneno a mèz!
—¡Ya lo sabemos, Sabine! —La tranquilizó Deirdre—. Nadie te lo está reprochando. Pero el ambiente en las plantaciones… Últimamente siempre me sentía inquieta. Tardaremos un poco en volver a casa de tus padres, ¿verdad, Victor?
El médico hizo un gesto afirmativo. Se alegraba de que Deirdre no insistiera en regresar al campo. Esas últimas semanas todo había transcurrido estupendamente. Deirdre por fin se había acostumbrado a Leon y se iba a pasear a caballo contenta en su compañía. Además, recientemente habían llegado un par de parejas jóvenes a la ciudad y los Dufresne solían salir con ellas. Uno de los hombres era armador y el otro trabajaba para el gobernador, y una de las jóvenes compartía con Deirdre el gusto por la equitación. Había traído su caballo de Francia, un purasangre de patas altas, con el que Alegría competía periódicamente.
—Por fin nos olvidaremos de Macandal. Voy a intentar mantener a los negros lo más contentos posible —guiñó el ojo a León—, lo que solo conseguiré si también doy al último un salvoconducto, y lo haré esta misma noche. Así podremos vivir en paz.
La pena por la partida fue soslayada por las exclamaciones de alegría de Leon: era el único que de momento no disponía de un salvoconducto. Y cuando Deirdre le susurró a Nora algo en el oído al despedirse, esta de repente se puso eufórica. Estrechó a su hija contra sí y pareció querer decirle algo, pero la joven le hizo un gesto cómplice, pidiéndole que no hablara.
—¡Este año seguro que iremos a Jamaica! ¡Segurísimo! —afirmó a continuación la joven—. ¡Por el momento saludad de mi parte a Mama Adwe, a Kwadwo y a los demás!
—Y a los Warrington y los Keensley —dijo Doug riendo, y besó a su hija de nuevo antes de arrastrar a su esposa por fin al barco—. Nuestros encantadores vecinos estarán complacidos al saber que no los has olvidado. ¿Sabes ahora un poco más sobre plantas venenosas, querida Nora?
Los Dufresne esperaron en el puerto y agitaron las manos hasta que el Queen of the Waves hubo desaparecido en el horizonte. Luego emprendieron el camino a casa; Deirdre algo melancólica, pero los esclavos muy contentos.
Leon bromeaba con las mujeres acerca de lo que iba a hacer con su futura libertad y Amali estaba encantada porque Libby había dicho por vez primera «barco» y «au revoir» sin cometer ningún error. Nadie prestaba atención a Bonnie, que observaba vigilante el ajetreo del puerto. La muchacha no había olvidado la aparición de Simaloi en Nouveau Brissac y desde entonces siempre temía que intentaran arrebatarle a Namelok. Al igual que ella se había enterado de que la joven masai estaba con Jefe y por consiguiente con Macandal, Jefe seguro que sabía que Bonnie vivía de nuevo en casa del doctor Dufresne. Los insumisos tenían sus propias fuentes de información y podían averiguar fácilmente dónde se encontraban ella y Namelok. Leon y los Dufresne, sin embargo, afirmaban que los rebeldes tenían otras cosas que hacer antes que planear el secuestro de una niña. Pero de vez en cuando Bonnie sentía tal pánico que pensaba seriamente en marcharse de casa de los Dufresne.
Por el momento, esto no era posible si no quería abandonar también a Leon. Algo más, pues, que quedaba pendiente. Permitía que él la cortejara, pero todavía no lo dejaba dormir con ella. Por mucho que le gustase su trato amable y que se sintiese unida a él, después de todo lo que había sufrido con los hombres todavía carecía del valor suficiente para entregarse totalmente a él. A ninguno, exceptuando a Jefe…
Bonnie se frotó las sienes. Tenía que sacarse de una vez esa tontería de la cabeza y pensar seriamente en unirse a Leon. Ahora que pronto sería un hombre libre, no tardaría en hablarle de matrimonio. Y si Bonnie quería, podía ponerle como condición del sí que aceptara también a Namelok… Miró al joven, que llevaba a una sonriente Namelok sobre sus anchos hombros. Sería una buena decisión, no podría desear mejor padre para la pequeña ni un esposo mejor para ella.
El pequeño grupo pasó en ese momento junto a la taberna en que Lennie seguía viviendo y trabajando. Amali miró airada hacia otra dirección. También Leon miraba hacia el mar mientras Libby repetía emocionada su nueva palabra, «barco», y señalaba los veleros atracados en el muelle.
Bonnie era la única que observaba atenta las tabernas y los hombres que andaban por allí, y creyó sufrir una alucinación cuando reconoció al negro alto y de brillantes ojos castaño claro. Jefe llevaba la ropa de un trabajador del puerto. Ahí no llamaba la atención y no pareció reconocer a Bonnie. Pero verla, la había visto, de eso estaba segura. Sus miradas se habían cruzado.
La joven se colgó de forma demostrativa del brazo de Leon e intentó disimular su nerviosismo. Jefe le sonrió irónico. Y pasaron de largo.
La muchacha tragó saliva. ¿Habían sido imaginaciones suyas? Jefe no se habría quedado tan tranquilo si tenía el encargo de robarle la niña.
«Los rebeldes tienen otras cosas que hacer». Recordó las tranquilizadoras palabras de Victor. ¿Ellos eran el motivo de que Jefe estuviese ahí? ¿Se trataba en realidad de Macandal? Bonnie intentó sosegarse con esta idea y no comentó nada a nadie. Fueran cuales fuesen los propósitos de Jefe, ella no lo delataría mientras nada afectase a Namelok.
Por la noche, encontró la prueba de que estaba equivocada: se quedó helada cuando llegó a su habitación y encontró un papel sobre la mesa.
¡Bobbie!
Ven a la selva de los mangles rojos.
A medianoche. Nos lo debes.
Bonnie estuvo dando vueltas hasta el último momento en si poner al corriente a Leon o acudir simplemente a la cita. Pero la nota de Jefe no tenía un tono amenazador, más bien parecía una llamada de socorro. Y si había sido lo bastante temerario para colarse en los alojamientos de los criados a plena luz del día, también podría haber ido al jardín donde Nafia había estado jugando toda la tarde con Libby y Namelok. Si solo estaba allí para devolver la niña a su esposa masai, había maneras más fáciles que convocar a Bonnie en medio de la noche en la playa, y más aún cuando él debía saber que no llevaría a Namelok, a la que dejaría a buen recaudo con alguien de confianza, probablemente sus señores.
Por fin, a eso de las once, llevó a la niña dormida con Amali, que acababa de concluir sus tareas. Los Dufresne habían celebrado una pequeña reunión y Deirdre había necesitado la ayuda de la doncella hasta entonces. Así pues, estaba despierta cuando llegó Bonnie y notó su inquietud.
—¿Que tengo que encargarme de Namelok? ¿Ahora, a medianoche? —Amali frunció el ceño, pero entonces se le iluminó el rostro—. ¿Vas a hacerlo? ¿Vas a yacer con Leon?
Bonnie no supo qué contestar. Había pensado pretextar una ligera indisposición, una indigestión que la obligaba a ir al lavabo tres veces cada hora y no quería tener despierta ni contagiar a Namelok. Pero lo de Leon era más creíble…
Puso una expresión compungida.
—Bueno… prefiero no hablar de eso… Yo…
Amali soltó una risita.
—¡Qué mojigata eres! ¿No te he contado yo todo lo de Jolie? Y de Lennie, que comparado con Jolie era penoso, dicho sea entre nosotras.
Estaba la mar de alegre y con ganas de parlotear. A Amali le gustaba la compañía de Bonnie, a fin de cuentas era una de las pocas personas con quien podía hablar en inglés en Saint-Domingue.
—Es la primera vez —murmuró Bonnie, lo que confundió una vez más a su amiga. Bonnie no lo había contado todo sobre su anterior backra, y desde luego nada sobre su muerte. Pero Amali podía deducir que no era virgen—. Bueno, me refiero a que como si fuera la primera vez —se corrigió.
Amali sonrió.
—Está bien, te entiendo. ¡Ve y diviértete! Hasta mañana temprano no hace falta que recojas a Namelok. La pondré con Libby, les gusta acurrucarse juntas.
Amali dejó a Namelok en la cunita de su hija, al lado de su cama. La niña no podía estar más segura.
—Bien, me voy —dijo Bonnie, fingiendo no oír la risita de Amali. Por la mañana tendría que inventarse algo, no fuera a ser que Amali bromease con Leon al respecto.
Ahora Bonnie solo pensaba en Jefe y la cita en la bahía. Recorrió a paso ligero los ochocientos metros hasta la playa y, cuando ya casi había llegado a la bahía, se ocultó entre los mangles. Quería saber si Jefe había llevado a su esposa masai u otras personas poco fiables. En todo caso, aun siendo así, no podría escabullirse. Seguro que Jefe ya la había oído acercarse, la vida de pirata había agudizado sus sentidos. Incluso ella percibía por la noche los movimientos más nimios en la oscuridad. No tardó en distinguir a su amigo a la sombra de una roca. Parecía estar solo, o al menos no había ninguna persona a su lado. Detrás de él había, de pie o tendido, algo pequeño… Una oveja, una cabra o un perro grande. No se movía.
Bonnie salió de la espesura del manglar y Jefe se aproximó a ella.
—¡Sabía que vendrías! —exclamó, abrazándola con cierta torpeza.
Antes Bonnie siempre había intentado fundirse en esos escasos abrazos para soñar después con ellos durante horas, pero ese día se acorazó.
—¿Qué quieres y quién te envía? —preguntó con aspereza—. Si se trata de la niña…
Él negó con la cabeza.
—No se trata de eso. En cualquier caso, no ahora, y más tarde puede que no sea necesario ocuparse. Bonnie, se trata de Macandal. Queremos liberarlo.
La muchacha arqueó las cejas.
—Bien —apuntó—. No creo que esté bien lo que ha hecho, y lo que pretendíais hacer era horrible. Pero tampoco encuentro correcto que quieran quemarlo vivo. Así que por mí… Aunque la gendarmería está muy bien vigilada. Patrullan alrededor, y delante de la puerta siempre hay dos guardias armados.
Jefe agitó la mano.
—Ya lo sabemos. Tenemos nuestros propios espías. Es imposible entrar en la gendarmería. Así que actuaremos durante la ejecución, cuando lo saquen.
—¿Camino de la hoguera? —preguntó Bonnie, frunciendo el ceño—. Muy difícil. Traerán a esclavos de toda la colonia para que lo presencien y movilizarán a medio ejército francés para vigilarlos.
Jefe asintió.
—Sí, lo sabemos. Lo llevarán al patíbulo encadenado y escoltado por seis hombres. Las calles estarán flanqueadas por militares. Nuestra única posibilidad será durante la ejecución. Cuando la hoguera ya esté encendida.
—Pero ¡entonces ya se estará quemando! —objetó Bonnie.
Jefe contrajo el rostro.
—Saldrá un poco chamuscado, es cierto, pero confiemos en que sobreviva. Escucha, Bonnie, los ayudantes del verdugo, que lo preparan todo y luego atan al condenado, son mulatos. Simpatizan con nuestras ideas. Les hemos pagado bien y se han puesto de nuestra parte. Utilizaremos madera podrida para el palo. Resultará fácil romperlo. Y para las cuerdas, cáñamo seco, delgado, que queme deprisa. Uno empapará de agua la ropa de Macandal; se vierte aceite sobre la hoguera para que arda más deprisa y fingirán estar echándoselo también por encima al reo. En cuanto prenda fuego la pila de leña, se inflamen las llamas y se desprenda humo suficiente, podrá huir.
Bonnie frunció el ceño.
—¿En medio de la ciudad? ¿Con quemaduras graves? Pero ¿por qué me cuentas todo esto? ¿Qué tengo que ver yo? Si ni siquiera asistiremos a la ejecución. En el servicio doméstico del doctor Dufresne solo trabajan negros libertos. A nosotros nadie nos obliga.
Pronunció la última frase casi con orgullo. El día anterior habían brindado con Leon y los demás por la libertad de todos.
Jefe adoptó una expresión afligida.
—Bueno, no podemos forzarte, Bonnie… Solo pedirte… ¡Mira!
Apartó rápidamente la manta que cubría el bulto que ella había distinguido de lejos. Atónita, Bonnie vio un cañón.
—¡Qué bebé tan mono! —Rio—. ¿Un hijo de mis antiguos cañones del barco? —Y acarició el tubo de la pequeña pieza de artillería.
—Es un falconete —explicó Jefe, complacido por el interés de su amiga—. Un cañón de tres libras, de infantería. De manejo muy fácil, no pesa más que dos hombres.
—Tampoco derriba a muchos más —observó ella, pragmática. Volvía a ser Bobbie, el cañonero del barco pirata—. Salvo si se carga con cartuchos, entonces tiene cierto efecto de dispersión. Puede ser de gran ayuda en una batalla, pero por lo demás es poco más que un juguete. ¿Qué quieres hacer con él?
—Dejar que truene… —respondió Jefe, y sus ojos centellearon—, ya que Dios se olvidó de lanzar rayos cuando apresaron a Macandal, no deberíamos confiar en él durante la ejecución. Cuando Macandal escape habrá confusión en la plaza. Imagínate a un hombre saltando de la hoguera donde está quemándose. ¡El Espíritu que vuelve a despertar! Nadie mantendrá la cabeza fría. Y nosotros haremos el resto: encender fuegos, luchar si es necesario, disparar si los gendarmes intentan detenerlo…
—¿Queréis disparar mosquetes en la plaza, frente al palacio del gobernador? ¿O este falconete? —preguntó Bonnie mientras estudiaba el mecanismo de carga de la pequeña pieza—. ¡Estará llena de esclavos! Incluyendo mujeres y niños. Podéis provocar un baño de sangre con vuestros «truenos».
Jefe asintió.
—Vamos a intentar llevarlo a término sin que se produzca ningún tiroteo. Se formará un revuelo entre la gente, todos huirán…
—¿De qué huirán?
—¡Pues del trueno! —exclamó Jefe, como si ella fuera corta de entendederas—. Bonnie, al principio provocaremos un buen estrépito, un disparo irá dirigido a la escalinata del palacio del gobernador.
—Puede que haya gente ahí sentada.
—Pues entonces al mismo palacio. Tú decidirás dónde apuntar…
—¿Yo? —La muchacha abrió los ojos de par en par—. ¿Queréis que dispare con este bebé?
Jefe volvió a asentir.
—¿Quién si no? —preguntó—. Tienes mucha experiencia. Eres el mejor cañonero que ha visto gente de la talla de Seegall y Sánchez. Si alguien puede realizar un tiro certero con esta cosa eres tú.
Bonnie inspiró hondo. Quería negarse, pero decidió escuchar a Jefe hasta el final.
—A ver, explícamelo todo otra vez y muy despacio. Habéis planeado instalar este cañón en no se sabe qué lugar de la plaza…
—En el borde de la plaza. Sobre un carro. Una docena de los nuestros estarán escondidos debajo del toldo y arriba. Y tú. No se notará nada, Bonnie, será como si se hubiesen subido al carro para tener mejor visión del acontecimiento. Si el cañón está elevado, tendrás un campo de tiro mejor. En cuanto la hoguera empiece a arder, dispararás. La detonación sobresaltará a todo el mundo y el disparo dará en la fachada del palacio. La piedra se astillará y caerán escombros, la gente gritará y se alejará corriendo… y en ese momento Macandal escapará. Correrá hacia el puerto, nuestros hombres lo recogerán y desaparecerán entre la multitud.
—¿Y el cañón? —preguntó Bonnie.
—Se esfuma con el carro. Pero de eso no tendrás que preocuparte, Bonnie. Puedes marcharte después del disparo si no quieres quedarte con nosotros. Aunque yo sigo pensando que deberías unirte a la causa. Con la hija de Sima. Ella tiene razón, la niña debería crecer en libertad.
Bonnie quería volver a hablarle del salvoconducto de Namelok. Pero ¿cómo iba a escucharla ahora si nunca lo había hecho? Resignada, se calló, estudió de nuevo el cañón y movió el tubo a modo de prueba. Era sencillo. Apuntó a uno de los mangles a la luz de la luna. Lástima que no pudiese probarlo…
—Si cometo un error, mato a los nuestros —dijo en voz baja.
Jefe sacudió la cabeza.
—¡No cometerás errores! —aseguró—. Se lo he dicho también a los demás. «Si hay algo en lo que podamos confiar, es en la puntería de Bobbie». Incluso si ha de haber víctimas… El futuro de esta tierra depende de Macandal. Si no sobrevive y el día después se comenta que murió achicharrado entre las llamas, aullando como un poseso, entonces será el fin de la revolución. ¡Nunca seremos libres, Bonnie!
La muchacha permaneció en silencio, pensando en Namelok. Era fácil hablar de víctimas cuando uno no tenía nada que perder…
Jefe suspiró.
—Si no lo haces —añadió—, probablemente tenga que hacerlo yo.
—¿Tú? Pero ¡si nunca has sido un buen tirador!
Era cierto. Jefe era un espadachín de primera y en la lucha cuerpo a cuerpo no conocía el miedo. También era rápido para cargar y disparar armas de fuego, pero su puntería era pésima.
Jefe se encogió de hombros.
—Bonnie… tú o yo u otro. Pero alguien disparará este falconete el veinte de enero. Alcanzará el palacio del gobernador, la escalinata, una partida de gendarmes o un grupo de esclavos. Nos gustaría que no se derramara sangre, pero si tiene que ser así… ¡Macandal escapará de la pira ardiente, tan cierto como que me llamo César!
Bonnie esbozó una sonrisa irónica.
—Pues no te llamas así —musitó—. Pero está bien, me has convencido. Bobbie estará en vuestro carro el día señalado.