—Claro que lo delataremos. —Doug había escuchado con sorpresa la excitada explicación de Nora y ahora se paseaba de un lado a otro de la habitación, inquieto y con una mano en el puño de la espada—. Has perdido el juicio, Nora, claro que vamos a hacerlo. ¡Ese sujeto quería matarnos a todos! Si no fuera por Bonnie, ahora estaríamos atiborrándonos de comida envenenada.
Nerviosa, Nora se llevó las manos a la cabeza, despeinándose la pomposa peluca.
—Pero… pero lo he prometido… Por Dios, Doug, yo entiendo a ese hombre, ¡no quiere seguir siendo un esclavo! ¡Nosotros mismos lucharíamos también por eso!
—Luchar es una cosa —declaró con firmeza Doug—. Envenenar a la gente es otra. Macandal es un asesino de masas. No es una Abuela Nanny con la que uno pueda negociar. No es un Akwasi que haya sido arrastrado a la lucha por pura desesperación. Es un megalómano peligrosísimo. Así que olvídate de tus promesas, Nora. Ahora mismo voy a la sala, hablo con Dufresne y veo si hay suficientes hombres que sepan manejar la espada y sean capaces de enfrentarse a esos conspiradores negros. —Dicho esto, se precipitó fuera de la habitación.
Nora vacilaba en un mar de dudas. Doug tenía razón, había que detener a Macandal. Pero Jefe… Si al menos se salvara él y la joven que lo acompañaba…
Simaloi corría por el barrio de esclavos, trastornada y con las lágrimas enturbiándole la vista. Desesperada, intentaba entender lo que había visto. Aquella blanca conocía el nombre africano de Jefe. Y había hablado de otra mujer. Una a la que Jefe amaba o había amado. Pero él le había dicho que la amaba a ella, a Simaloi. Y que en La Española los hombres solo tenían una mujer. Que para él esa mujer era ella y que no estaba bien lo que el Espíritu había hecho. Y sin embargo… Tenía que hablar con alguien. Y alertar al Espíritu. ¡Esa mujer blanca no callaría! Traicionaría a Macandal. Si no huía enseguida, estaba perdido.
—¡Despacio! ¡Niños aquí!
Aquella voz grave pertenecía a un gigante negro con el que Simaloi casi había tropezado. Llevaba a una niñita de la mano. Andaba despacio e insegura entre el hombre y una niña mayor. Pero la mirada de Simaloi se vio atraída por una mujer que iba al otro lado del hombre. Una mujer menuda e insignificante que llevaba a un bebé en brazos.
—¡Namelok!
Simaloi gritó al reconocer a su hija. O más bien a la mujer a quien había dado a su hija. Namelok había cambiado tanto en los últimos meses que no la habría identificado, al menos no como su hija. Que la niña era masai resultaba claro, y por tanto no pertenecía a la mujer que la llevaba en brazos.
—¡Mi bebé! ¡Este mi bebé!
Miró a Bonnie, que se quedó desconcertada y sonrió insegura. Y entonces reconoció a la madre de Namelok. Vivía y, por lo visto, estaba sana y salva. Desde su encuentro en el mercado de los esclavos, Bonnie se había temido lo peor. Cuando Simaloi extendió los brazos, le hubiese entregado de buen grado al bebé. Pero Namelok empezó a llorar.
Bonnie la estrechó contra sí.
—Espera, todavía no quiere —le dijo a la masai—, esta noche está un poco excitada.
Simaloi frunció el ceño y miró a la muchacha.
—¡Darme! —exigió—. Ella mi hija. Yo ahora no esclava. ¡Devolver mi hija!
Bonnie retrocedió asustada y Leon se interpuso entre ambas.
—¿Qué pasar? ¿Tú loca? —preguntó severamente a la masai—. ¿Primero casi tropezar con niña y luego quitar?
Bonnie terció por detrás de Leon:
—Ella tiene razón. Ella fue la que me dio Namelok. Pero ¡ya no es su bebé! —Se volvió hacia Simaloi—. ¡Tú me lo regalaste! Ahora me pertenece.
—¡No pertenecer a ti! ¡No es esclava! —insistió la madre natural.
—No, pero ahora es mi niña, mi hija. ¡Es mía!
Simaloi le lanzó una mirada iracunda. Parecía querer abalanzarse sobre ella.
—¡Ella mi hija! —gritó—. ¡Tú devolver para mí!
La muchacha sujetó con más fuerza al bebé, que seguía llorando.
—¡Tú primero tranquilizarte! —Leon cogió por el brazo a la masai. No quería hacerle daño, pero no quería que se peleara con Bonnie por Namelok—. La niña es de las dos, ¿de acuerdo? Tú dejarla con Bonnie, pero visitarla siempre. Está contenta con Bonnie. Bonnie buena, muy buena madre. Victor Dufresne buen mèz, escribir salvoconducto para Namelok. Tú tener razón, ella no ser esclava… Y ella está mejor en ciudad que en plantación. —Leon suponía que Jacques o Gérôme Dufresne habían comprado a la mujer masai y que ahora vivía en Nouveau Brissac o Roche aux Brumes.
Simaloi sacudió la cabeza vehemente.
—Si está conmigo, tampoco esclava. ¡Nunca más! ¡Segura con Espíritu! ¡Y yo tener bueyes! ¡Muchos bueyes, ser rica!
Bonnie y Leon se miraron sin comprender.
—¡Bonnie!
La muchacha se estremeció. Habría reconocido esa voz entre miles. ¡Jefe!
El rostro del joven rebelde resplandeció.
—¡Bonnie! Nunca habría pensado que iba a volver a verte. Tú… —Se dispuso a abrazar a su vieja amiga.
A ella el corazón le dio un vuelco de alegría. Al principio había pensado que el fornido negro solo sería una amenaza para sus amigos, pero al parecer se alegraba mucho de verla…
—¡Tú ayudarme, César! ¡Ella quiere mi hija!
Simaloi señaló a Bonnie. Su voz era quejumbrosa, pero también reflejaba esperanza. Con la aparición de Jefe todo se solucionaría. Aunque Leon pareciera fuerte como un oso, no lograría rivalizar con el gran guerrero ashanti. La bella masai estaba segura de que Jefe se pondría de su parte.
Sin embargo, Bonnie no parecía temer a Jefe.
—¡Es mi hija! Me la ha dado y ahora quiere que se la devuelva. No puede ser, ella…
El fulgor se apagó en el rostro de Jefe. Desorientado, miró a una y otra mujer. Se alegraba de reencontrar a Bonnie y también de que Sima le hubiese perdonado su actuación en la cocina. Pero ahora se veía superado por el enfrentamiento entre ambas mujeres. Tenía que avisar a Macandal, ¡y desaparecer lo antes posible! Simaloi parecía haber olvidado al cabecilla rebelde.
—Escuchad —Jefe habló con tono apaciguador—, ¿por qué no lo aclaráis más tarde? Ahora que Bonnie está aquí… Vendrás con nosotros, Bonnie, ¿verdad? Lucharás con nosotros, venceremos a los blancos… Tienes que oír hablar al Espíritu, ¡entonces lo entenderás! ¡Y cuando hayamos vuelto al campamento, os ponéis de acuerdo respecto a la niña!
—¡Yo no voy con vosotros! —declaró Bonnie—. Y seguro que no me llevaré a Namelok a un campamento de rebeldes. Estoy muy bien aquí y… —Iba a contarle que tenía un salvoconducto, pero Jefe no parecía prestarle oídos.
—¡Yo no marchar sin Namelok! —advirtió Simaloi igual de decidida—. Tú quitar a mujer, Jefe. Si ser guerrero, si amar a mí…
Bonnie lo taladró con la mirada.
—¡Inténtalo y verás! —lo retó.
Jefe no sabía qué hacer, pero un lugarteniente de Macandal lo ayudó a salir del apuro. El hombre se precipitó hacia él totalmente fuera de sí, procedente de la hoguera.
—César, el Espíritu está loco de remate… y como una cuba. Tenemos que huir antes de que lo atrapen. ¡Si nos atrapan nos colgarán!
Jefe sacudió la cabeza.
—El envenenamiento ha fracasado —dijo—. Pero ¿qué dices? ¿Dónde está Macandal? ¿Sigue junto al fuego con esos tipos?
El hombre asintió.
—Y habla sin parar. ¡Tenemos que sacarlo de aquí, César, rápido, antes de que suceda una desgracia!
Jefe cogió a Simaloi de la mano.
—Sima, ven, esto es ahora más importante. Después nos ocuparemos de todo. Bonnie…
—¡Yo no doy niña! —exclamó Bonnie con voz firme.
—¡Yo venir y coger niña! —gritó Simaloi.
Jefe la arrastró con él hacia la hoguera junto a la cual estaba sentado Macandal. Y entonces se oyeron voces en la casa principal y cascos de caballo. Un grupo de jinetes se aproximaba al lugar donde los esclavos celebraban su fiesta.
—¡Que nadie se mueva! —La voz autoritaria de Jacques Dufresne interrumpió todas las conversaciones de los negros—. Si alguien intenta resistirse…
—¡Conservad todos la calma! —pidió una voz serena y clara, con acento inglés. Bonnie la reconoció y Jefe sospechó que era la de Doug Fortnam—. ¡No tengáis miedo! A nadie va a pasarle nada. Todo el personal de Dufresne está seguro. Solo comprobaremos a los llegados de otras plantaciones. Al parecer se han colado furtivamente algunos rebeldes. Quedaos donde estáis, sentaos y levantad una mano. No tenéis nada que temer.
La agitación se calmó. La mayoría de los esclavos se sentó obedientemente en el suelo y alzó el brazo. Nafia, Bonnie y las pequeñas se escondieron detrás de la ancha espalda de Leon. Jefe escondió a Simaloi entre las sombras de un montón de leña y buscó con la mirada a quienes habían hablado. En ese momento se acercaba una partida de hombres con sables y mosquetes: invitados armados, y con Jacques Dufresne a la cabeza. Jefe distinguió que Doug iba a lomos de un caballo, al igual que otros tres o cuatro hombres, entre ellos el doctor. Montaban sin silla, probablemente habían ido presurosos a los establos y puesto solo las riendas a los animales.
En ese momento patrullaban alrededor del terreno. No obstante, esos pocos jinetes no podían aislar totalmente la zona de las caballerizas y el barrio de los esclavos. Jefe buscó vías de escape y vio al cimarrón que lo había llamado para que fuera con Macandal, detrás del gran tambor de los músicos. Amparados en la sombra del edificio conseguirían escapar. Solo tenían que recoger a Macandal y…
—¡Ven! ¡Aquí! —La voz no era menos potente y segura que la de los blancos, pero se notaba cargada de alcohol. A Jefe se le heló la sangre—. ¿Me eshtáis bushcando?
Macandal, el Espíritu de La Española, se levantó junto al fuego. Se tambaleaba un poco y exhibía la sonrisa de un borracho.
—Pero… ¡a mí no me cogeréish! Shoy… shoy… el meshías… el shegundo mesh… meshías… shoy inmortal.
—Ni siquiera el primero fue inmortal —musitó Jefe.
Se agachó aún más detrás de la pila de leña mientras los blancos se dirigían hacia el borracho cabecilla rebelde. Simaloi lo imitó.
—Y… y la gente de aquí… she levantará y… y… luchará por shu… diosh…
El cimarrón que estaba agachado detrás del tambor lanzó a Jefe una mirada esperanzada. Si los esclavos se proveían de leños y cuchillos de cocina, si avanzaban con determinación, tendrían una oportunidad. Esa noche había allí entre quinientos y seiscientos esclavos, la mayoría hombres fuertes y mujeres acostumbradas a trabajos duros. Sí, podrían acabar con los quizá ciento cincuenta invitados, aunque fueran armados. Algunos rebeldes disponían de mosquetes. En cualquier caso, todos estaban con Macandal…
—Venga… ¡hacedlo ya! Matad a… ¡al demonio blanco! —Macandal vociferaba ebrio y salpicaba a los compañeros de borrachera con ron como solía hacer con la pócima mágica de las ceremonias vudú—. ¡La Eshpañola para los negrosh! Libertad para… para todosh… ¡Ay! —Su voz se apagó de repente cuando uno de los jinetes se acercó y lo derribó.
Jefe contuvo la respiración. Los negros debían alzarse ahora. Jefe pensó en si levantarse de un salto y dar él el grito de guerra, pero lo detuvo la visión de la gente amedrentada y asustada del lugar. Los esclavos de los Dufresne y sus invitados no pelearían. Se dejaban convencer de mezclar veneno en la comida, pero la idea de enfrentarse contra los mèz armados les daba demasiado miedo. Macandal no tenía ninguna posibilidad…
Jefe vio cómo Macandal intentaba volver a ponerse en pie a la luz trémula de la hoguera y cómo uno de los cimarrones tiraba violentamente de Mireille hacia un establo. La esposa de Macandal intentaba liberarse. Quería ir con su esposo, pero nada podía ayudarlo. Entretanto, los hombres de Dufresne lo habían apresado y lo tenían bien sujeto. Él se quejaba, pero sin oponer resistencia. No podía hacerlo, estaba demasiado borracho para luchar.
—¡Nosotros fuera de aquí! —El cimarrón que estaba agachado detrás del tambor corrió hasta Jefe y se escondió junto a él y Sima tras la pila de leña—. Ellos ahora no vigilan. Nosotros huir… ¿O ayudar a Macandal?
Jefe sacudió la cabeza y se preparó para un esfuerzo final.
—Seguro que no… Si lo encierran en algún lugar, ya veremos. Corre, Sima, detrás del establo. Luego podremos escapar sin que nos descubran. De momento nadie vigila.
Dufresne y sus hombres saborearon el triunfo. Entre los gritos de júbilo de los invitados —también las mujeres se atrevían ahora a asomarse a las ventanas del salón— arrastraron a Macandal, mientras los esclavos contemplaban como hipnotizados el abrupto final de una leyenda. Nadie se preocupó de unos pocos negros que, cobijados por las sombras de los cobertizos, se alejaban por el jardín oscuro. Jefe tiraba de Simaloi y los demás de la reticente Mireille.
Por fin, los partidarios de Macandal se reunieron desmoralizados y vencidos delante del cobertizo entre Nouveau Brissac y Roche aux Brumes. Mireille sollozaba, incluso Simaloi parecía a punto de saltarse las reglas de su tribu y dar rienda suelta a las lágrimas, aunque no habría sabido si lloraba por el Espíritu o por su hija.
Jefe observó al grupo. Los hombres tenían miradas apáticas; al menos estaban todos y no había heridos.
—¡Escuchad! —dijo Jefe. No pretendía hacerse con el mando, pero nadie más podría guiar a los rebeldes. Los otros seguían sin poder creer que no hubiera caído un rayo sobre los blancos cuando le habían puesto la mano encima a Macandal—. No podemos quedarnos aquí lamentándonos. Tenemos que reunirnos con Mayombé y Teysselo. Y ellos tienen que comunicar a los conjurados de las plantaciones que mañana no deben utilizar el veneno. Y tampoco asaltar ninguna gendarmería. Ahora nos retiraremos para replantearnos la estrategia.
—Pero ¡tenemos que salvar a François! —suplicó Mireille—. ¡No podemos dejarlo en manos de los blancos! Sin él…
—Sin él estamos perdidos —declaró uno de los lugartenientes, resignado.
Jefe iba a replicar iracundo que no necesitaban a un mesías para hacer la revolución y que tal vez les fuera mejor sin espíritus borrachos. Sin embargo, eso no les habría levantado la moral.
—Primero hemos de averiguar adónde lo han llevado —la tranquilizó—. ¡Y entonces lo liberaremos! Todavía no está todo perdido. ¡No os desaniméis!
Decidido, miró a unos y otros. Mireille gemía algo reconfortada, y los hombres parecían mostrar de nuevo un poco de energía vital.
Simaloi asintió.
—¡Ashanti gran guerrero! —declaró confiada—. ¡Primero liberar Espíritu, luego recuperar mi hija!
Jefe no la contradijo. Al menos ya no parecía guardarle rencor por Deirdre y por haber impedido el envenenamiento general. Por el momento, tenían preocupaciones mayores.
El humor de Jefe mejoró cuando encabezó a la gente de Macandal y se pusieron en marcha rumbo a Cap-Français. Claro que no sería fácil liberar al Espíritu, y todavía menos llevar a término sus planes, pero ya no tendría ningún rival que pretendiese a Simaloi.
Y una parte de su corazón también daba las gracias a los dioses porque Deirdre, Dede, su primer amor y su hermana, no hubiese tenido que morir esa noche.