6

Bonnie se sentía un poco culpable porque no tenía nada que hacer mientras que Amali estaba casi todo el día trabajando, ocupándose de la ropa y los peinados de Deirdre. Solo planchar los trajes de noche y poner a punto todos los lazos y volantes llevaba horas, y también los vestidos de fiesta de las tardes requerían mucho trabajo, pues estaban formados por distintas crinolinas y enaguas, entredós de encajes y mantillas. Bonnie se había ofrecido a ayudar a Amali, pero seguía sin mostrar demasiada destreza en las labores de una doncella.

—¡Ocúpate mejor de los niños! —Amali rio cuando Bonnie colgó en el armario al revés el primer corpiño de puntillas—. ¡O ve a divertirte con Leon!

Leon llevaba todo el día con los músicos ensayando para la noche, cuando tendrían que tocar en el baile del barrio de los esclavos. El encuentro con sus compañeros lo había ayudado a olvidarse de la extraña y tensa atmósfera en el barrio de los esclavos. A esas alturas pensaba que el día anterior solo se lo había imaginado. Ahora, Bonnie era la única que parecía notar la tensión, que a partir del mediodía había aumentado. En toda la casa y el jardín reinaba una gran agitación, demasiada para una casa habituada a recibir visitas y celebrar fiestas.

Incluso Nafia lo había notado. Por la mañana, la pequeña había entrado en la casa en busca de alguna tarea que realizar. Se moría de ganas de poder asistir al baile para admirar los vestidos y los peinados altos y complicados de las invitadas, escuchar qué música se interpretaba y contemplar los bailes. Amali le había prometido hablar bien de ella a los esclavos domésticos y al principio encontraron pequeñas labores para la chiquilla. Pero las sirvientas de la casa y los criados estaban confusos, daban indicaciones contradictorias y se mostraban tan impacientes con la niña que a mediodía Nafia ya había vuelto desalentada con Bonnie. Prefería quedarse a cuidar los niños que involucrarse en la agitación que reinaba en la casa.

De este modo liberó a Bonnie de la última ocupación razonable y la joven acabó colándose en la cocina. Sabine había terminado allí para ocuparse de las tareas más importantes, pues al parecer las cocineras de los Dufresne no conseguían llevar nada a buen término.

—Nadine siempre buena con tortas —decía asombrada la mujer, al tiempo que señalaba a una joven desorientada que se esforzaba por arreglar un triste bizcocho chafado—. Y ahora hacer esto. Y Pierre salar mucho la sopa, uno piensa él enamorado, pero tener cara triste, como si no haber visto salir sol en tres días… No sé qué pasa aquí. Tú ayudarme, Bonnie, así lo conseguiremos.

Servir a casi trescientos invitados no solo precisaba de un ayudante más, sino de una buena planificación de todo el proceso; pero era evidente que en la cocina nadie estaba por la labor. Bonnie cogió un cuchillo de mondar y se enfrentó a una montaña de verduras. Presenció fascinada cómo Sabine tomaba el mando y disfrutaba solucionando todos los entuertos de esa ajetreada tarde navideña. Debía de sentirse desaprovechada en la residencia de Victor, donde solo se celebraban reuniones de pocas personas.

Fuera ya empezaba a anochecer y, por fortuna, dejó de llover cuando el personal de cocina del barrio de los esclavos encendió el gran fuego en que iban a preparar las exquisiteces para los negros. Había codillo de cerdo marinado con salsa de cebolla y chili, y arroz con judías. Se asaron plátanos y carne de cabra, y en unas grandes ollas cocían a fuego lento pollos en salsa picante. Los platos eran más rústicos que las delicias que Sabine y los demás cocineros preparaban para los blancos, pero a pesar de ello a Bonnie se le hacía la boca agua. Cuando el banquete hubiese concluido, los ayudantes de cocina y ella podrían unirse a la fiesta, seguro que Leon y Nafia le guardaban los mejores trozos. Entre los cocineros, sin embargo, no parecía reinar ninguna alegría anticipada especial. Al contrario, cuanto más avanzaban los preparativos —y se acercaba por tanto el final de su trabajo—, más atolondrado, torpe e impaciente se volvía el personal de cocina. Sabine, la única tabla a la que agarrarse en medio del oleaje, se limitaba a mover la cabeza.

—A lo mejor demasiados aquí —dijo después de probar la sopa y darla por buena—. Y enseguida también camareros entrar y salir. Escucha, Bonnie, tú ahora acabar. Muy bueno, muy buen trabajo, pero ahora tu celebrar fiesta con Leon. ¿Oyes? ¡Ya tocan música! —En efecto, los primeros y briosos compases de los músicos llegaban hasta la cocina.

Bonnie se desató el delantal.

—¿De verdad? —preguntó contenta.

Sabine asintió y se percató atónita de que uno de los cocineros le soltaba el nudo de su propio delantal.

—¡Y tú irte con ella! —le ordenó el hombre—. Tú tener razón. Demasiada gente aquí. Gracias por ayudar, pero ahora irte.

Sabine lo miró desconcertada.

—Aquí mucho lío —señaló.

—¡Nosotros salir adelante! —terció otra cocinera, la Nadine a quien antes había reprendido—. ¡Ahora es nuestra cocina!

—Pero… —Sabine quería dar más argumentos, pero el cocinero la empujó hacia la puerta que daba al jardín.

—Tú fuera, Sabine. ¡Mucho tiempo sin ver tus hijos, ahora celebrar fiesta con ellos!

La cocinera sacudió la cabeza. Su hija era doncella de Louise Dufresne y esa noche estaría muy ocupada. Y el hijo era sirviente doméstico y trabajaba de camarero en el banquete. A él solo podía verlo si permanecía en la cocina.

Bonnie, por el contrario, estaba contenta de abandonar el trajín que reinaba en la casa. Estaba hambrienta y deseando reunirse con Leon. Así pues, dejó a la vacilante Sabine donde estaba y se dirigió a la hoguera al lado de la cual se repartía cerveza y aguardiente. Allí mismo estaban tocando música y Leon estaría feliz de verla.

—François…

A Jefe le resultaba difícil dirigirse a Macandal por su nombre de pila; solo lo hacían Mireille y sus amigos más íntimos. Pero ese era un nombre corriente y no delataría con él al cabecilla de los rebeldes.

—¿Qué pasha, chico?

Macandal lo miró por encima del cuenco. Llevaba horas bebiendo ron con un par de esclavos de mayor edad, de los cuales Jefe ignoraba si conocían la auténtica identidad del líder o simplemente lo consideraban un visitante llegado como ellos de África. Los otros lugartenientes y Mireille se mantenían cerca, preocupados. Los hombres de Macandal no solían cuestionar a su superior, pero ninguno podía negar que emborracharse con ese grupo no era aconsejable. Ellos mismos tomaban sorbitos de cerveza o ponche, que era lo que Macandal solía hacer también. Pero esa noche los hombres hablaban sobre mujeres: sobre las dóciles y buenas africanas y sobre las mujeres de La Española, que también trabajaban y no querían que se las considerase inferiores que los hombres. En muchos barrios de esclavos, se quejaba un negro de avanzada edad, las mujeres eran quienes llevaban la voz cantante.

—¡Y ahora quieren ser ellas las que digan con quién… con quién quieren casarse! —se indignaba Macandal—. Esa… esa no es la voluntad de los dioses.

Jefe suspiró. Por lo visto, el Espíritu bebía para olvidar a Simaloi, lo sucedido le había herido en su orgullo. Jefe tenía un vago sentimiento de culpa, pero ahora necesitaba las indicaciones de Macandal. El líder había dicho que él en persona daría la orden de emprender la acción y ya era hora. En la cocina ya habían concluido. Los invitados, que habían estado paseando con un aperitivo por las salas y el jardín, se iban reuniendo lentamente en el comedor. Jefe tenía que llevar el veneno a la cocina, supervisar cómo se mezclaba con los platos y lograr que los catadores fueran avisados a tiempo.

—François… ¿ahora?

Macandal se movió.

—¡Sh… shí! —balbuceó con una mueca—. ¡Que to… todos she vayan al… inf… infierno!

Jefe frunció el ceño. ¡No debería hablar tan claramente! Si seguía así, se delataría. Pero los hombres que rodeaban al líder se limitaron a reír.

—¡Envía a todas las mujeres al infierno! —exclamó con ironía uno de ellos—. Anda que no hará calor allí…

Jefe se irguió, algo aliviado. Al menos ahora tenía la orden de empezar. Mireille y los otros hombres ya se ocuparían de Macandal.

Simaloi lo esperaba unos pasos más allá. Lo acompañaría a la cocina. Desde que se había decidido por él, lo seguía a todas partes. Jefe no sabía si eso era una expresión de su amor o si se temía una posible venganza del Espíritu, mas en todo caso no era aconsejable. La alta y delgada masai, con el cabello corto, llamaba la atención. Algún blanco podía verla y preguntar por ella a los Dufresne.

Inquieto, le dirigió una sonrisa.

—Sima, amor mío, no quieren tener a esclavos desconocidos en la casa. Ya corro un riesgo metiéndome ahí dentro yo solo. Y tú… tápate al menos la cabeza con un pañuelo.

Simaloi se cubrió obedientemente y Jefe fue hacia la cocina con la seguridad y naturalidad de un esclavo doméstico. Los músicos, que seguían tocando junto a la gran hoguera, no se fijaron en él ni en la delicada joven que en ese momento se acercaba con un plato de arroz y pollo para sentarse a su lado.

Pero Bonnie sí vio a Jefe… y casi se le cayó el plato de comida de las manos.

—Jefe… —susurró—. César…

Iba a salir a su encuentro impulsivamente, pero lo pensó mejor y se contuvo. Jefe ya no era un esclavo. Había huido para unirse a los rebeldes. ¿Qué estaría haciendo entonces allí?

Bonnie reflexionó brevemente. ¿Sería posible que pretendiese ver a Deirdre? ¿Para secuestrarla? Pero ¡esa fiesta de Navidad no era el sitio indicado para eso! Deirdre solía salir muchas veces sola a caballo allí y en Cap-Français. ¿Por qué elegir precisamente un acontecimiento social para encontrarse en secreto con ella?

Y de golpe Bonnie entendió el ambiente tan extraño que reinaba en el barrio de los esclavos y que le recordaba a la tensión previa a un abordaje. La inquietud en la cocina y los esfuerzos del personal por desembarazarse de Sabine poco antes de que se sirviera la comida. Y luego aparecía Jefe, ¡sin duda enviado por Macandal!… ¡Los rebeldes planeaban un envenenamiento!

Bonnie dejó el plato a un lado, temblorosa. El corazón le palpitaba desbocado, pero siguió a Jefe, que se dirigía a la cocina… ¡Justo lo que ella se había temido!

La muchacha meditó angustiada. ¿Debía correr tras él, interpelarlo y evitar que él y el personal de cocina llevaran a término su macabro propósito? Él se asustaría, a lo mejor hasta la escuchaba. Pero ¿tenía ella realmente la posibilidad de cambiar el curso de las cosas? En la cocina trabajaban docenas de conspiradores. Una palabra de Jefe y reducirían y retendrían a Bonnie hasta que hubiesen concluido su letal misión. Pensó en contárselo a Leon, pero explicarle a él y los demás músicos ese asunto le llevaría demasiado tiempo. Ya estaban algo achispados, e incluso sobrios les costaría entender. Los insurgentes de la cocina acabarían sin miramientos con esos pocos hombres y con ella.

Bonnie miró hacia la ventana iluminada de la casa principal. No le gustaban los blancos, Dios sabía que habría enviado a un montón de ellos al infierno, pero esto… casi trescientas personas, entre las que se encontraba Victor Dufresne, quien le había salvado la vida. Y Deirdre, a la que admiraba aunque le hubiese quitado la esperanza de compartir su vida con Jefe. Y los Fortnam, que siempre habían sido amables con ella y que sabían algo sobre Jefe… Bonnie recordó que Amali había aludido a ello.

Y entonces simplemente echó a correr, pasó junto a los criados con librea que señalaban a los invitados el camino hacia la sala y se encontró, jadeante, en la entrada del gran comedor en el que los invitados vestidos de gala buscaban su sitio a la mesa y tomaban asiento. El doctor. Tenía que encontrar al doctor… Pero no veía a Victor ni a Deirdre…

—¿Tú qué hacer aquí? —Bonnie se estremeció cuando oyó a sus espaldas la voz severa de uno de los criados encargados del salón—. ¡Tú fuera de aquí!

—No. Tengo que… tengo que…

Bonnie miraba desesperada a la muchedumbre, pero solo veía preciosos vestidos de seda y brocado, rostros maquillados de blanco, pelucas onduladas y peinados altos. Resultaba imposible reconocer a alguien a primera vista.

—¡Tú desaparecer! ¡Ahora!

Otro criado la cogió del brazo y Bonnie se revolvió.

—Tengo que encontrar a alguien…

—¿Qué pasa Bonnie?

Una mujer con un vestido de seda verde se aproximaba a ellos. Por lo visto, el entredicho había llamado su atención. Y la mujer sabía su nombre… Bonnie la miró y reconoció a Nora Fortnam.

Quería decir algo, inventarse cualquier cosa para explicarse, para que Nora ordenase a los criados que la dejaran. Pero no se le ocurría nada. Sin embargo, cuando la mujer vio la ansiedad de la muchacha negra, se volvió por propia iniciativa hacia los criados, tranquilizándolos.

—No pasa nada… ¿Charles y Louis, verdad? —Sonrió a los hombres apaciguadora—. Es mía. Debe de haber algún problema con mi personal. Ven, Bonnie, cuéntame qué sucede.

La muchacha se habría arrojado al cuello de Nora. Sobre todo ahora que se alejaban de los encargados de la sala, quienes seguramente eran conspiradores. En un rincón, entre un arreglo floral y una vitrina con abundantes trabajos de marquetería, se detuvo.

—¿Qué sucede, pequeña? Se diría que has visto un fantasma.

—¡He visto a César! —soltó Bonnie—. Iba hacia la cocina. Estoy segura de que… de que viene de parte de Macandal.

Nora enseguida comprendió. Y no se quedó quieta. Al mirar al comedor, Bonnie entendió la razón: los invitados acababan de sentarse y el primer camarero salía del pasillo que comunicaba con la cocina, con una sopera en la mano…

Nora se precipitó hacia el hombre. Dio toda la impresión de ser un accidente, de que hubiese tropezado con él y tirado al suelo la sopera. La porcelana se estrelló y la sopa salpicó los calzones blancos del criado…

Oyó unos chillidos agudos tras ella y arrancó de un manotazo la sopera de manos del segundo criado en el pasillo. Luego entró en la cocina. Los sirvientes se quedaron paralizados. Todos miraron a Nora y luego a Jefe, que en ese momento se disponía a verter un polvo gris en una cazuela con guisado.

—¡Jefe! —chilló Nora—. Jefe, por todos los diablos, ¿qué haces aquí?

El joven levantó la vista confuso. Aquella voz le despertó una especie de recuerdo. ¿Acaso no había escuchado eso en otra ocasión? ¿O más de una vez? El recuerdo de un niño que se disponía a agarrar una tapadera caliente se encendió súbitamente en él. Y entonces reconoció a la mujer. A la madre de Deirdre, Nora Fortnam. Pero ¿cómo sabía ella su auténtico nombre? Él no se lo había dicho a Deirdre…

Sin embargo, sus instintos reaccionaron. Jefe tendió el paquetito con el veneno a una mujer alta y delgada que estaba detrás de él. Y a continuación agarró un cuchillo con un ágil movimiento, llegó junto a Nora de un salto y le colocó la hoja en el cuello.

—¿Cómo sabe mi nombre? —masculló—. ¿Y qué hace usted aquí? ¡Hable o la mato! ¡Continúa, Sima! ¡Seguimos según lo planeado!

—Pero…

La joven dudó con el veneno. Y también una de las cocineras reaccionó, apartando el guiso. De un instante a otro alguien aparecería en busca de esa mujer. E incluso si eso no ocurría, César solo conseguiría acallarla matándola, pero los descubrirían mucho antes de que el veneno obrase su efecto… Los conjurados necesitaban un nuevo e inmediato plan.

Nora resopló.

—¡Déjame, Jefe! —ordenó con firmeza—. No me das miedo. ¿Qué haces tú aquí? ¿Esa bolsa contiene veneno? ¿Pensabas matarnos a todos?

Jefe rio.

—Oh, sí, madame. Pensaba hacerlo y lo haré. Y usted será la primera…

Nora sacudió la cabeza. El filo del cuchillo arañó la fina piel de su garganta, pero ella no hizo caso.

—Mi esposo vendrá a buscarme —señaló con calma—. No te saldrás con la tuya.

Jefe empuñó el cuchillo con más fuerza.

—Ya veremos, madame. Todos aquí están de mi parte, no de la suya. Uno de nosotros saldrá ahí fuera y le dirá a su marido que se ha encontrado repentinamente indispuesta. Que la han llevado a su habitación y que por favor vaya a verla. Alguien lo esperará allí y él será el segundo. Y el bueno del doctor, el tercero. Siempre está dispuesto a ayudar.

La voz de Jefe rezumaba ironía perversa, intentaba expresar su desdén por toda la clase social a que Nora Fortnam pertenecía. Pero en lo más profundo de su ser le atormentaban las preguntas. ¿Cómo sabía ella su nombre? ¿Por qué no tenía miedo? ¿Por qué él creía haber oído antes esa voz? Antes, mucho antes del cobertizo, cuando los había descubierto a él y Deirdre.

—Pero ¡hoy no podrá ayudar! —prosiguió Jefe—. Todos morirán. Y no solo aquí. ¡El Espíritu está aquí, madame! Él trae la muerte y la devastación… dolor y miedo…

—¿Y Dede? —preguntó Nora, serena—. ¿También quieres envenenarla a ella?

«Dede», otra palabra que desencadenaba algo en Jefe. Debía de ser un diminutivo cariñoso de Deirdre. Pero ¿por qué acudían esas imágenes a su mente? Imágenes de una niña que llevaba una corona de flores en el cabello que él, Jefe, había trenzado.

El rebelde desechó esas imágenes y miró a Nora con odio.

—¿Deirdre? ¡Ella antes que nadie! —No quería seguir hablando, pero entonces le surgió toda la rabia y la tristeza que había sentido—. Primero me dice que me ama, pero cuando las cosas se ponen un poco difíciles vuelve corriendo con su doctor. ¡Un bicho traidor! Y voy a decirle una cosa, mujer blanca: ¡si yo no puedo tenerla, tampoco la tendrá él! Presenciaré su muerte y me reiré… Me reiré hasta…

Él estaba detrás de Nora, pero ella percibía en su voz que luchaba por no llorar. La mujer alta y delgada, que todavía sostenía el paquetito con el veneno, lo miraba desconcertada. El pañuelo había resbalado de su cabeza dejando a la vista un cabello crespo y corto.

Nora sacudió la cabeza.

—Te equivocas, Jefe —dijo con dulzura, provocando que en su interior él volviese a ser el niño pequeño que jugaba en aquella tienda con los tambores de los ashanti—. Dede… Deirdre… te quiere mucho. Pero no puede amarte como… como a un esposo… No debe hacerlo. Ha sucedido, lo sé, pero fue… hum… una equivocación… un pecado…

—¿Porque yo soy negro y ella blanca? —replicó Jefe con una risa amarga—. ¿Qué dios lo prohíbe?

Nora empujó la mano que empuñaba el cuchillo hacia abajo con determinación y se dio media vuelta.

—Sea cual sea el dios que gobierna en los cielos, a veces nos gasta extrañas bromas —respondió en voz baja—. En este caso, las leyes divinas y las de los hombres coinciden. No puedes unirte a Deirdre, aunque ante la ley de Jamaica ella sea tan negra como tú. Así es ella, la hija que tuve con quien fuera un esclavo. Akwasi, tu padre, también era el suyo. Eres su hermanastro, Jefe. ¿No te acuerdas? Akwasi tenía dos mujeres en Nanny Town, y una de ellas era yo. Me llamabas mamá Nora, y cada día querías ir conmigo al campo. Porque Dede estaba conmigo. Porque ya entonces la querías, como ella te quería a ti. Eso está bien y es correcto. Pero sois hermano y hermana, Jefe, del mismo padre. No podéis ser esposo y esposa.

Nora clavó la mirada en los ojos de Jefe y percibió que algo en él se quebraba. Daba igual lo que dijese, daba igual lo que hubiese entre él y la joven masai que presenciaba desconcertada la escena; el muchacho nunca había superado la pérdida de Deirdre.

A Nora le habría gustado darle tiempo para que asimilara lo que acababa de escuchar. Pero algo había que hacer deprisa. Louise Dufresne acababa de llamar para que sirviesen el siguiente plato. La sopa —al menos la que quedara— tenía que ser servida. Nora se preguntó cómo los Dufresne habían explicado su extraño comportamiento hacia los camareros, y rogó que el primer plato no estuviera envenenado.

Nora retrocedió un paso y arrojó una mirada de desprecio al cuchillo que Jefe todavía sostenía en la mano.

—Y ahora haz lo que tengas que hacer, Jefe. Si crees que es correcto, clávamelo. Ordena que esta gente sirva los platos y envenena a tu hermana. Pero te lo advierto: matarás así todo el amor que llevas dentro.

Jefe bajó el arma.

—Nosotros… nosotros no lo haremos… —susurró—. Si… si usted no nos traiciona. Si no traiciona a esta gente… —Señaló a los esclavos de la cocina que, petrificados por el miedo, lo miraban expectantes—. De lo contrario los…

Nora asintió.

—Los matarían a todos —completó la frase—. O al menos los reemplazarían. Dufresne no mataría a trescientos esclavos. En lo que a mí respecta, puedo callar. Solo si tú…

—¡No!

De repente la joven del cabello corto cobró vida, y Nora descubrió una mujer hermosísima. Esperaba que Jefe la amara, que ella tal vez le diera paz. Pero la mujer parecía verlo de otro modo.

—¡Nosotros plan, César! ¡Espíritu tiene plan! Tú no rendirte porque estar tu amante o hermana… ¡Yo sacrificar hijo, Espíritu sacrificar mano, muchos sacrificar vida! ¿Y tú no sacrificar Dede?

Decidida, arrojó el veneno en el guiso y lo removió. Luego entregó la cazuela a la ayudante de cocina que tenía más cerca.

—¡Toma! ¡Tú llevar fuera! ¡Tú matar todos!

La joven esclava miró desamparada la olla. No podía servir la comida así. El guiso tenía que servirse en cuencos de porcelana y debía llevarlo un camarero con librea… De repente, la ayudante tomó una decisión: vació la cazuela en un cubo de la basura.

—Nosotros no hacer. Ellos matarnos a todos —declaró la joven. Los que la rodeaban asintieron.

Simaloi soltó un grito ahogado.

—¡Entonces… entonces… esfuerzo para nada! ¡Todos traidores! ¡Yo… yo informar a Espíritu! —Y se precipitó fuera de la cocina.

Nora la siguió con la mirada. Intentaba entender a qué se refería la joven.

—¿Macandal… —preguntó con voz ahogada— Macandal está aquí?

Jefe no tuvo que responder. Nora vio la verdad en los rostros de todos los esclavos de la cocina. Respiró hondo, tenía que reponerse. Por primera vez percibió realmente el peligro. Si esos hombres pensaban que ella iba a traicionar a su guía…

—No diré nada —declaró—. No os traicionaré. Estoy en contra de la esclavitud, puedo… puedo entenderos. Ahora tengo que irme. Si me echan de menos…

Con el rabillo del ojo vio que un cocinero cogía un cuchillo, y otro una pesada cazuela. Jefe no le haría nada, pero los demás podían querer desembarazarse de ella. Entonces vio aliviada que Doug se asomaba por la puerta de la cocina.

—¿Alguien ha visto a mi esposa por aquí?

Nora se precipitó hacia él.

—Estoy aquí, Doug… Yo… había un problema con una especia… sobre si realmente es saludable. Pero ahora…

Se fijó con alivio en que a pesar de ir vestido de gala, llevaba la espada. Antes no se había dado cuenta. ¿Le habría puesto Bonnie sobre aviso? El que hubiese subido en busca del arma aclaraba que hubiese tardado en venir por ella. Normalmente, Doug habría ido enseguida a averiguar dónde estaba si ella no ocupaba su silla junto a la de él.

—Y ahora vayamos al comedor, ¿de acuerdo?

Nora sonrió a su marido y también, insegura pero queriendo transmitir complicidad, a la gente de la cocina. Jefe estaba en algún lugar entre ellos. La mujer no creía que Doug lo hubiese visto.

Pero Doug solo tenía ojos para ella y se había tranquilizado al encontrarla. No protestó cuando Nora tiró de él para abandonar la cocina.

—¿Qué demonios sucedía ahí? —preguntó—. Bonnie estaba fuera de sí y decía algo de César, tú habías desaparecido de repente y media sala nadaba en sopa de rabo de buey…

De repente vio las gotas de sangre en el cuello empolvado de blanco de su esposa y su mirada se oscureció. Pero se tragó la pregunta cuando Nora sacudió la cabeza con expresión grave y apretó el paso. La siguió alarmado mientras ella avanzaba por el pasillo de la cocina y por el comedor con la mayor discreción. En la entrada se encontraban los criados domésticos que habían querido echar a Bonnie. Nora metió a Doug en la sala de caballeros y cerró la puerta.

—Tenemos que hablar. Doug, creo que Macandal está celebrando la fiesta ahí fuera con los esclavos.