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Pronto se demostró que la orden de Jacques Dufresne de impedir el paso a todo esclavo ajeno y de prohibir las reuniones de negros de distintas plantaciones no se podía cumplir. Ya el día antes de Navidad llegaron los primeros invitados en compañía, claro está, de sus doncellas, criados personales y cocheros, e incluso los hubo tan prudentes que aparecieron con la cocinera para que vigilase la cocina de los Dufresne y desenmascarase a los envenenadores. A esas alturas, casi todos tenían catadores negros.

Pese a ello, la reunión en el cobertizo inquietaba a Jefe. Junto con otros lugartenientes de Macandal salía al encuentro de los esclavos y les preguntaba la contraseña, esforzándose en que la gente se alejase lo antes posible de las carreteras y caminos que discurrían entre las plantaciones. Si bien en teoría todos los señores y esclavos deberían hallarse en misa, los hechos mostraban lo contrario, tal como Jefe había supuesto. Algunos esclavos habían tenido que ocultarse entre los cultivos o arrojarse a una zanja de la carretera para que no los vieran desde los carruajes que pasaban. Muchos de los invitados al baile de Navidad de Nouveau Brissac tenían ante sí un largo viaje y, por lo visto, no daban tanta importancia a la misa. Los caminos también eran transitados por jinetes, la mayoría de ellos vigilantes, que por Navidad visitaban a conocidos de otras plantaciones o a alguna amante en Cap-Français.

—Espero que Macandal se contenga al menos con el volumen de su voz —suspiró Jefe, cuando los hombres cerraron por fin el cobertizo tras los últimos rezagados—. Y deberíamos prescindir de los cánticos, se oyen desde lejos. Si alguien descubre desde la carretera que en Nochebuena se está invocando a los espíritus…

Uno de los oficiales asintió, pero los otros lanzaron una severa mirada a Jefe. Sus palabras denotaban cierta falta de respeto. El joven era consciente de que actuando de esa forma corría el riesgo de perder el favor del Espíritu. No obstante, en el transcurso de la operación le resultaba cada vez más difícil dominarse. Por muy convencido que estuviese de los objetivos de Macandal y de su estrategia, la llegada del jefe rebelde aumentaba su intranquilidad. Jefe estaba dispuesto a respetar a Macandal como guía militar, pero no creía ni en dioses ni en espíritus, ni en la eternidad ni en la predestinación. Consideraba a Macandal un hombre inteligente y carismático, pero no un enviado de los dioses, y le parecía lamentable que la gente se arrodillase ante él y le pidiese su bendición. La pomposa presentación de Macandal como segundo mesías era artificial y ridícula y, ¡por todos los diablos, le pertenecían tan pocas mujeres de este mundo como bueyes a los masai!

Jefe se frotó la frente cuando sus pensamientos volvieron a acuciarlo. Era consciente de que su problema con el liderazgo de Macandal obedecía a su trato con las mujeres en general y con Simaloi en especial. Una ceremonia vudú tenía elementos sensuales y, eventualmente, también sexuales, pero que el jefe espiritual se dejara abordar por mujeres y muchachas o incluso adorar no formaba necesariamente parte del culto. Sin embargo, Macandal lo exigía y no disimulaba en absoluto que esa veneración lo excitaba. Después de todos los discursos y ceremonias a los que Jefe había asistido, Macandal siempre «atendía» a una de sus seguidoras, llevándola a su campamento, y a veces incluso a varias. No las obligaba, por supuesto, pero la excusa que repetían los demás hombres de que lo hacían voluntariamente no era aplicable, al menos, a Simaloi.

En las últimas semanas, Jefe había intimado más con la bella masai. La confianza que ella depositaba en él crecía por momentos y el joven cada vez sabía más de la vida de las mujeres de su tribu. Lo que oía le horrorizaba mucho menos que lo que iba descubriendo acerca de los abusos que había sufrido tras convertirse en esclava. Una masai contaba con que la casaran sin su propio consentimiento, y una mujer casada solía compartir a su marido con varias mujeres. Cuando el esposo recibía visita, podía suceder que tuviera que compartir su lecho con el desconocido como presente de hospitalidad. Decir que no a un hombre era impensable para Simaloi, realmente inconcebible tratándose de un hombre tan principal e importante como Macandal.

Pero Jefe veía cómo ella se encogía cuando tras las ceremonias el orador pasaba revista a la hilera de sus mujeres, veía la vacilación con que le tendía la mano y cómo bajaba la mirada avergonzada e infeliz cuando lo seguía. Ahí no podía hablarse de libre voluntad. Incluso ahora, mientras danzaba y cantaba dando la bienvenida a Macandal en el cobertizo, y luego se arrojaba al suelo y le besaba los pies, la joven masai no parecía feliz. En el caso de Mireille, esta conducta tenía un aire más rutinario que entusiasta, aunque muchas esclavas presentes se restregaban sin pudor contra Macandal y buscaban sus favores sin recato. El ambiente en el cobertizo estaba caldeado incluso antes de que circularan las calabazas con aguardiente de caña para recibir a los espíritus. Los esclavos estaban excitados y se sentían honrados de poder participar en esa última reunión antes de proceder al gran golpe contra los opresores. Aclamaron exaltados a Macandal, corearon con fervor las invocaciones a los dioses y vitorearon las declaraciones del Espíritu.

—¡Yo soy la espada de Dios! ¡Soy inmortal y os hago inmortales! ¡Veo fuego y muerte! ¡Veo miedo y huida! ¡Ayudadme a expulsar a los blancos! ¡No tengáis escrúpulos! ¡Cada niño que matéis será un futuro enemigo menos! ¡Cada mujer que matéis dejará de dar a luz a un nuevo opresor! ¡Envenenando a sus hijos, alimentamos a los nuestros! ¡Poseeremos esta isla! ¿Me creéis? ¿Lo veis vosotros también?

Los hombres y mujeres expresaban su aprobación a voces y Jefe miraba preocupado hacia las puertas. Si alguien en esos momentos pasaba a caballo hacia Roche aux Brumes, estaban perdidos. Pero Macandal no veía ninguna necesidad de abreviar. Encendió con toda tranquilidad la hoguera y sacrificó varios pollos en aras del cumplimiento de sus planes. Los esclavos que habían conseguido llevar un pollo o una gallina se dejaban rociar orgullosos con la sangre del animal. Todos rebosaban valor y confianza cuando Macandal fue de uno a otro bailando distribuyendo los paquetes de veneno. Algunos los cogieron para su propia plantación, otros para todo un distrito. Las fiestas navideñas permitían repartir el veneno por la colonia casi de forma exhaustiva en dos días. Las doncellas, criados personales y cocheros llevaban los paquetes de una plantación a otra, incluso los catadores, que sabían que tal vez morirían por esa causa. No siempre conseguían simular placer por la comida envenenada o vomitarla antes de que el veneno obrara efecto.

Por fin el espectáculo llegó a su término y Jefe respiró aliviado. Probablemente sus desvelos carecían de justificación y todo iría bien. Esperaba que nadie se percatase cuando, según Macandal había planeado, se mezclaran entre los esclavos que celebraban la fiesta de Nouveau Brissac. Otra idea que Jefe también encontraba poco prudente. Pero Macandal quería estar presente cuando muriesen los invitados al banquete. Quería presenciar la masacre, el caos que surgiría cuando el baile se convirtiese en una danza de la muerte. Jefe sabía que había calculado el tiempo que tardaría en producir efecto el veneno. Dos o tres horas después del banquete que preludiaba al baile, los hacendados se retorcerían víctimas de los espasmos. Y doscientos o hasta trescientos invitados agonizantes. —Jefe sonrió— constituirían una carga excesiva incluso para Victor Dufresne. Y aún más cuando él mismo experimentaría el efecto de la ponzoña. El doctor y su Deirdre… Jefe oscilaba entre la pena por tener que destruir aquel bello cuerpo y la alegría anticipada de la venganza. Al final ganó esta última. Su amante lo había despreciado, había querido pertenecer a los blancos. ¡Ahora él sería testigo de cómo desaparecía con ellos! Jefe pugnaba por olvidarse de cuánto había amado a la joven. Una equivocación, una terrible equivocación si pensaba en el Mermaid y sus hombres. Había sacrificado a sus amigos y casi su vida por una mujer que posiblemente no lo hubiera seguido ni aunque hubiese depositado a sus pies todos los tesoros de las minas de oro españolas.

La mirada de Jefe se desplazó hacia Simaloi. Era totalmente distinta, era dócil y dulce, pero lista también para luchar por sus intereses. En algún momento también ella sentiría cariño, de eso estaba seguro. Si al menos llegara a ser ella misma… Le había pedido formalmente la mano cuando le había llevado los últimos bueyes, pero había confirmado que ella no entendía la pregunta de verdad. Ella no tenía que decidir si tenía que ser entregada a un hombre o no, lo decidía su padre.

—Pero ¡está muerto! —le había señalado Jefe asombrado, a lo que ella había respondido bajando la cabeza.

—Entonces lo decidirán los espíritus —había susurrado.

Jefe comprendió: los espíritus hablaban con Macandal.

Dirigió de nuevo su atención hacia la ceremonia. El Espíritu bendecía a sus partidarios con la mezcla de sangre y alcohol de la marmita. El cobertizo estaba lleno hasta los topes. Los primeros hombres bendecidos empezaron a marcharse. Las mujeres, sin embargo, no podían separarse de Macandal, y a él tampoco se lo veía dispuesto a echarlas. Por el contrario, empezaba a hacer su habitual selección…

El líder escogió efectivamente a tres de las jóvenes más hermosas antes de despedirse de las demás.

—¡En estas mujeres están los espíritus de las islas! —declaró—. Las diosas de la tierra que deben unirse al dios de la guerra para darnos la victoria.

Bailaba con las muchachas mientras los esclavos, unos alegres y convencidos y otros extrañados, salían al exterior. Pero antes de que pudiese encerrarse con las mujeres, Mireille tomó la palabra. En los últimos meses, Jefe la había admirado por su paciencia pero ahora se percataba de que su impasibilidad conocía límites.

—¡François, esto no puede seguir así! —La menuda y regordeta mujer se plantó delante de su marido y sacudió la cabeza—. Nos hemos introducido en el centro mismo del territorio enemigo y esta noche quieres dar el golpe decisivo, ¿y ahora no tienes otra cosa en la cabeza que unirte con la próxima «diosa»? ¿Es que no piensas en estas chicas? Tienen que volver a sus plantaciones, la misa ya hace tiempo que habrá terminado y no parecen esclavas de campo. Así que esta tarde trabajan. Sus señores las esperan. Si las retienes más tiempo aquí, pones su vida en peligro.

—¡Da igual! —exclamó una de las muchachas—. ¡Morir con placer por el Mesías! ¡Dar todo con placer! —Se hincó de rodillas ante Macandal. Otra la imitó.

El líder les sonrió y se dispuso a ayudarlas a levantarse, pero Mireille no se amilanó.

—¡Qué tontería! ¿Es que no pensáis que no sois vosotras las únicas que morirían por él? ¡Cuando os cojan e interroguen nos delataréis a la que recibáis el tercer latigazo! —Volvió la espalda a las chicas, que ahora parecían amedrentadas, y se puso entre ellas y su marido—. ¡Deja que estas tontuelas se vayan, François, y reza para que lleguen sin problemas a casa! Si todo va bien, volverás más tarde y las bendecirás a todas. ¡Pero no ahora! Marchaos, chicas, ¡y rogad a todos los dioses y diosas que no os vea nadie!

Las jóvenes miraban a Macandal recatadas. El Espíritu de La Española estaba delante de su esposa como un niño al que acaban de regañar e intentaba recuperar la compostura.

—Tiene razón —admitió—. No tenemos tiempo, pequeñas. Marchaos pues, hijas mías, y cumplid vuestra tarea como yo cumpliré la mía. —Alzó la mano para despedirse de las jóvenes con una especie de bendición.

—Y… ¿y la victoria? —preguntó una de ellas con timidez—. ¿Qué pasar con victoria si no unión con diosa? ¿Entonces no victoria?

Mireille suspiró, pero Macandal había recuperado el temple.

—¡No te preocupes, hija mía! —respondió con firmeza—. La unión tendrá lugar. ¡Simaloi!

La joven se estremeció al oír la llamada. Se había mostrado aliviada al ver que Macandal hacía su elección entre las esclavas y ya se preparaba para irse. Era probable que todo ese tiempo hubiese abrigado las mismas preocupaciones que Jefe y Mireille. Y ahora…

—¡Ven, Simaloi! —Macandal le tendió la mano.

El corazón de Jefe casi dejó de latir cuando Simaloi sacudió la cabeza.

—¡No! —dijo—. Ahora no unión. Yo no diosa y los espíritus no llamarme. Solo me llamas tú. Tú gran mesías, gran guerrero. Pero yo… yo misma preguntar a dioses. Y dioses decirme: ¡tú traer cuatro bueyes, el ashanti traer ocho! —Señaló a Jefe—. Y no querer matar bueyes, comer conmigo saroi. Tú siempre carne.

Macandal era un glotón. Simaloi había visto con frecuencia carne de buey en la comida que Mireille le preparaba.

El jefe rebelde se quedó mirando a la joven.

—¿Que no quieres? ¿Prefieres a… a César? —Parecía más perplejo que ofendido.

Simaloi asintió vacilante. Luego se atrevió a levantar la vista y mirar el rostro incrédulo pero radiante de Jefe.

—Sí. Él pregunta si yo casarme. Si amar. Y yo creer que amar César…

Jefe luchaba por contener el impulso de correr hacia ella y estrecharla entre sus brazos. Así que se lo había estado pensando. Y lo prefería a él antes que al Mesías Negro. Quería besarla, llevársela lejos de allí… Pero Macandal no iba a cejar tan fácilmente.

—¿Y a mí? —bramó—. ¿Osas decirme que no me amas? ¿A mí, tu dios? ¡Yo soy el Señor tu Dios! ¡Y tú me perteneces!

Jefe oyó que los otros oficiales que estaban tras él respiraban hondo y en los rostros de las esclavas que todavía no habían dejado el almacén surgió una expresión de incredulidad y repugnancia. Hasta el momento, nadie había protestado cuando Macandal se autodenominaba mesías o se señalaba como la personificación de los dioses paganos de la guerra. Pero lo que decía a Simaloi…

«Yo soy el Señor tu Dios», la cita de la Biblia. Incluso para Jefe, que no había tenido una educación católica, esas palabras en boca de Macandal sonaban a blasfemia. Las esclavas bautizadas y que siempre se habían visto obligadas a acudir a misa parecían esperar que un rayo cayera del cielo para castigarlo.

Simaloi, por el contrario, los dejó a todos atónitos. Cayó de rodillas delante de Macandal y besó el dobladillo de su túnica.

—A Dios rezo —dijo con su voz conmovedora y oscura—. Bueyes pertenecer a mí. Pero César… yo amar. Es la diferencia entre Dios, propiedad y hombre.

Dicho esto, se puso en pie, dirigió una leve sonrisa de disculpa a Macandal y se aproximó a Jefe para tenderle la mano.

Macandal tragó saliva.

—Mireille —susurró.

La esposa se acercó a él y, una vez estuvo a su lado, se volvió hacia los últimos presentes.

—Si él es el dios, yo soy la diosa —anunció serenamente—. Pues soy su esposa, casada con él en nombre del dios que lo ha enviado. Así pues, la unión se realizará del mismo modo que se ha realizado con frecuencia. Venceremos, no hay duda. ¡Muerte a los hacendados! ¡Que el fuego, el veneno y la destrucción asolen sus casas! ¡Esta noche seréis las manos del Espíritu de La Española, su espada, su antorcha! ¡Id en paz y que los espíritus os acompañen!

Los otros oficiales comprendieron y abrieron las puertas a los últimos oyentes.

—¡Ahora, ven! —dijo lacónica a su esposo cuando todos se hubieron marchado—. Tenemos que lavarnos. Apestamos a sangre y aguardiente. La gente lo notará cuando nos unamos a ella.

—¡Vamos a la fiesta de Navidad de esta plantación! —proclamó Macandal. Parecía vencido, pero volvió a erguirse, luchando por recuperar la dignidad. Si esa noche todo iba bien, la tarde quedaría relegada al olvido.

Mireille y los lugartenientes limpiaron el cobertizo y sacaron ropa limpia de los hatillos. Por la noche los rebeldes no llevarían caftanes de colores, sino la ropa de algodón de los esclavos. Por el agua para lavarse no tuvieron que preocuparse: el habitual chaparrón cayó a primera hora de la tarde y barrió todas las huellas de la ceremonia vudú de su cuerpo. Mireille y Macandal, y luego sus lugartenientes, salieron desnudos al aire libre tras el almacén.

La pareja que había delante del cobertizo ni se percataba del aguacero. Jefe y Simaloi se abrazaban bajo la lluvia torrencial.