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Jefe no sabía cómo los masai cortejaban a sus mujeres, y tampoco las reglas que se seguían entre los ashanti. Así pues, intentó intimar con Simaloi del modo que había observado que lo hacían blancos y mulatos en el Caribe: llevándole regalos. A los dos bueyes siguieron, tras el asalto a otra plantación, dos vacas lecheras y a partir de entonces pasaba con ella todo el tiempo que podía. Pronto empezó a ayudarla a cortar forraje para los bueyes y a apacentar el ganado junto al pueblo.

A la joven le resultaba difícil mantener junto el rebaño y habría preferido dar de comer a los animales en el corral. Pero los otros habitantes del pueblo ponían objeciones: el forraje ya escaseaba para los caballos y mulos y además era difícil de conseguir. Los cimarrones no comprendían que se diera de comer cereales a un rebaño de reses que no redundaba en beneficio de nadie. Simaloi se negaba con vehemencia a que los sacrificaran. En lugar de ello extraía sangre de los animales, la mezclaba con leche, agitaba la mezcla, que llamaba saroi, y la vertía en un recipiente especial para evitar que se coagulase la sangre. El brebaje que así se obtenía era uno de los alimentos básicos de su tribu. Por lo visto, a Simaloi le gustaba. Cuando se la ofreció a los demás, la rechazaron con repugnancia, lo que la joven tampoco alcanzó a entender. Jefe fue el único que estuvo dispuesto a probarla.

—¡El amor ciega! —se burló Michel cuando pasó por delante de la cabaña de Simaloi y vio a su amigo tomar heroicamente un sorbo de aquel brebaje rosado.

—¡Esto hacer fuerte! —afirmó Simaloi.

Desde que Jefe se ocupaba de ella, su francés había mejorado notablemente. Lentamente lograba expresarse mejor y contaba al joven sobre su vida anterior. Y así, el negro se enteró de que los masai eran nómadas y que con frecuencia tenían que recorrer largas distancias para encontrar alimento para sus animales. Eran pastores, pero también un pueblo de guerreros. Los tratantes de esclavos los temían, señaló la joven con orgullo, por lo que pocas veces ocurría que los masai cayeran en sus redes. Simaloi y su familia habían tenido simplemente mala suerte. Su padre había ido a vender marfil a un comerciante de la costa, alejándose mucho del territorio de su pueblo. En su ausencia, unos negreros habían asaltado el campamento y se habían apoderado de mujeres y niños. La familia ya se había separado en África, Simaloi había pasado un tiempo con un tratante de esclavos suahili. Ella le gustaba y él la había dejado embarazada. Sin embargo, hasta que estuvo en Cap-Français no se dio cuenta de que estaba encinta: había sido un milagro que su hija sobreviviese a la travesía en el barco de esclavos. Dio a luz en la casa de un comerciante en el barrio residencial de la ciudad, pero poco después pasó a manos de un tratante.

—No sé la razón, pero creo que madame enfadada porque mèz quería a mí… quería conmigo.

Por las explicaciones de Simaloi, Jefe entendió que la mujer se hubiese alegrado de que la recién nacida no se pareciera a su marido. Y luego, lógicamente, insistió en echar a la joven para prevenir problemas. Por añadidura, la masai no había demostrado ser una esclava doméstica eficiente. Sabía tratar con los bueyes, pero Jefe no podía imaginársela limpiando el polvo de los muebles de una mansión señorial o desempeñándose como doncella. Al final la muchacha había acabado en un burdel, del que había escapado para unirse a Macandal.

—¿Y la niña? —preguntó Jefe.

—Querían matarla. Preferí darla.

No le pudo sonsacar nada más. Jefe no deseaba seguir ahondando en el tema porque a Simaloi la entristecía. Nunca lloraba —por lo visto, en su tribu estaba mal visto mostrar pena y sentimientos—, pero notaba el daño que le hacía haber perdido a su hija. Jefe prefería que hablase sobre su vida con los masai, sus migraciones y sus bueyes, aunque lo que más le interesaba era, por supuesto, su historia reciente. El número de hombres que la había maltratado desde que la habían arrancado de su antigua vida explicaba su reserva en lo que al contacto físico se refería. A Jefe le permitía que se sentara a su lado en la cabaña, o delante de ella, le ofrecía su hospitalidad y parecía que se alegraba de sus visitas. Pero retrocedía siempre que él se aproximaba un poco más o pretendía cogerle la mano. Solo se rendía al deseo de Macandal y atraía sobre ella la cólera de las demás amantes del Espíritu a medida que se convertía en su mujer favorita.

Macandal nunca mencionaba el tema de Simaloi cuando planificaba asaltos o discutía acerca de estrategias con Jefe. Ya incluía al joven en todas las deliberaciones con sus lugartenientes, y el muchacho estaba orgulloso de pertenecer a su círculo más próximo. Los temas se debatían de forma objetiva. Macandal renunciaba a todo fanatismo y esperaba de sus hombres que evitasen las luchas jerárquicas y de personalidad. Las mujeres nunca se mencionaban; el cabecilla de los rebeldes seguramente habría encontrado indigno pelear por una mujer. Y que un César llegara a ser rival de un Macandal… el Mesías Negro ni siquiera admitía que alguien concibiera tal idea. No hacía caso de la incipiente relación entre su amante y su teniente, y esperaba que todos sus hombres actuaran del mismo modo.

No obstante, Macandal dejaba bien claro a quién pertenecía la mujer masai. Desde que el joven teniente le había llevado los primeros bueyes, el jefe de los rebeldes escogía a Simaloi casi cada noche. Por lo general, dirigía una mirada relajada a Jefe cuando ella cogía su mano con docilidad, se ponía en pie y lo seguía al interior de la gruta. El mensaje era claro: el Espíritu no necesitaba cortejarla. Ella estaba allí y era suya.

A Jefe esto lo sacaba de quicio.

—Cuando está conmigo se aparta a la que le rozo un dedo —se quejaba a Michel, cuya amistad iba consolidándose—, y eso que me esfuerzo. Ayer, esas vacas…

Jefe y sus hombres habían asaltado una nueva plantación y pese a que el saqueo había transcurrido sin contratiempos, las tres vacas lecheras de la plantación eran unos animales tozudos que no querían salir de su establo. Durante todo el camino al campamento habían tenido a Jefe en vilo.

Michel se reía.

—Todos los bueyes son de Simaloi; todas las mujeres, de Macandal. Ella no agradece, él no pregunta.

Jefe siguió esforzándose, hasta que la extraña rivalidad entre el cabecilla rebelde y su teniente por la mujer masai perdió de repente importancia. Un mes antes de la Navidad, el Espíritu comunicó su plan al pueblo.

—He decidido atacar durante la festividad más importante de los blancos. Aprovecharemos el día en que nos dan más libertades, el día en que ya una vez un mesías fue enviado del cielo para salvar a los afligidos. Las próximas semanas distribuiremos paquetes de veneno entre los esclavos de cientos de plantaciones. La noche que ellos llaman «de paz», yo mismo estaré en una de las mayores propiedades iniciando el exterminio de los blancos. Y al día siguiente, durante la fiesta del nacimiento de su Señor, ¡habrá nacido la nueva Española! ¡Será la fiesta de la sangre y los gritos de los negreros!

Como para reforzar las palabras, vertieron sangre del animal sacrificial en la marmita de Macandal. Ya era oscuro, invocaron a los espíritus y esa noche se manifestaron a través de unos pocos hombres y mujeres que cayeron en éxtasis a través de las exhortaciones del jefe rebelde. Para celebrar el día, circularon calabazas con aguardiente: los cimarrones acabaron entusiasmados y las mujeres del Espíritu quisieron su parte. Tres siguieron a Macandal y Simaloi al interior de la gruta mientras las otras bailaban en el exterior.

Jefe compartió una botella con Michel.

—Ahora va en serio —comentó el joven cimarrón de largo cabello rizado—. ¿Dónde crees empezar Macandal a matar la noche de paz? Debe de ser plantación grande, plantación importante.

Jefe asintió y lo miró con una mueca irónica, pero también con expresión ufana. Había que agradecerle a él que la elección hubiese recaído en esa propiedad.

—En Nouveau Brissac —respondió—, de la familia Dufresne.

En las semanas anteriores a la Navidad se desplegó en el campamento de los rebeldes una agitada actividad. Las mujeres trabajaban casi todo el día en la preparación del veneno. Se internaban en grupos en la selva para, siguiendo las instrucciones de Macandal, recoger las flores, líquenes y hongos adecuados, a los que secaban cuidadosamente y luego machacaban. Macandal controlaba su trabajo y se reunía con sus lugartenientes para trazar los planes de ataque. Atacarían el 25 de diciembre. Mientras los hacendados morían en las plantaciones, los soldados de Macandal asaltarían las gendarmerías de las ciudades y los cuarteles. El plan consistía en tomar las oficinas, puntos estratégicos y cárceles y controlar de ese modo toda la comunidad de Saint-Domingue. Naturalmente, todo eso había que organizarlo con suma precisión. Jefe, uno de los pocos que sabían leer y escribir, no dejó de escribir en todo el tiempo.

Una noche, Macandal se dirigió a los esclavos llegados de plantaciones muy lejanas para recoger los paquetes, lo que conllevaba grandes riesgos. Muchos lugartenientes de Macandal se habían declarado contrarios a convocarlos. Habría sido menos peligroso distribuir los paquetes a través de mensajeros cimarrones o de los ubicuos pacotilleurs. De hecho, solo a través de ellos se alcanzaban algunas áreas de la isla, ya que había varios días de marcha entre las plantaciones próximas a Port-au-Prince y el campamento del Espíritu. Pese a ello, Macandal quería contactar personalmente con el mayor número posible de sus partidarios, quería inflamarlos él mismo con su causa.

—Basta con que detengan a uno de ellos y que confiese todo el plan —objetó Jefe—. Y tú, Macandal… Es peligroso que te traslades a Nouveau Brissac. ¿Por qué no te quedas aquí, dejas que nosotros nos ocupemos de todo y haces acto de presencia cuando tengamos el terreno bajo control?

Habían convenido en dejar los paquetes de veneno para el territorio de Cap-Français en el cobertizo que había entre Nouveau Brissac y Roche aux Brumes, donde Jefe había escuchado por primera vez a Macandal, quien estaba decidido a hablar allí una vez más con los cabecillas locales del movimiento la tarde de la Nochebuena. Después quería introducirse furtivamente con sus partidarios en la plantación de los Dufresne y celebrar la festividad con los negros, mientras los esclavos domésticos administraban el veneno a los señores de la casa y a los invitados al baile. Jefe, al igual que muchos otros oficiales, consideraba que era correr un riesgo innecesario.

Pero Macandal se limitaba a reír.

—¡A mí no me pillan, muchacho! ¡Soy inmortal, no lo olvides! Debo estar allí para dar ánimos a la gente. ¡Deben saber que estoy allí, que los protejo, que mi luz los ilumina! ¡Ya no nos esconderemos más! Haremos ofrendas a nuestros dioses mientras ellos celebran el nacimiento de su Cristo. Bailaremos, cantaremos y…

El discurso de Macandal ante los esclavos iba a pronunciarse mientras se celebraba la misa cristiana en las plantaciones. Por razones prácticas, el servicio religioso solía realizarse por la tarde, de modo que los bailes comenzaban después y los esclavos, excepto los que servían, podían ir a celebrar la fiesta por su cuenta. En Navidad los esclavos del campo lo tenían mejor que los domésticos. Para los primeros el banquete empezaba ya en Nochebuena, mientras que los domésticos tenían que esperar a que concluyera el de los blancos. La ausencia de unos pocos negros en la misa pasaría desapercibida, al cobertizo situado entre Nouveau Brissac y Roche aux Brumes podían acudir representantes de todas las plantaciones del entorno. Y por lo visto, Macandal había planeado celebrar también una ceremonia religiosa para ellos. Habló de ofrendas, danza y de conjurar a los espíritus.

—¿Cuál de nosotros debe entonces acompañarte? —preguntó Jefe resignado.

Había sugerido el lugar del encuentro después de haber oído que la vigilancia de Roche aux Brumes había disminuido mucho desde que había enviado a Oublier al infierno. Los vigilantes habían tenido la obligación de participar en las acciones de castigo y todavía se sentían más odiados que antes por los esclavos. Con el asesinato de Oublier se había traspasado una línea y era frecuente que los negros se rebelasen y atacasen a los blancos aun a riesgo de su vida. Ningún vigilante de Roche aux Brumes osaba realizar las largas patrullas a caballo que eran habituales en vida de Oublier. Naturalmente, vigilaban los barrios de los esclavos, pero solo controlaban las posibles vías de escape entre las casas.

Pero ¿les pasaría inadvertida una ceremonia obeah a plena luz del día a los vigilantes de dos plantaciones? Jefe habría preferido evitar el riesgo.

—Tú me acompañarás —respondió Macandal con tranquilidad—. Y tres tenientes más. Mayombé y Teysselo no.

Jefe asintió. Los dos guardaespaldas de Macandal dirigirían los ataques en otros territorios.

—Y Sima y Mireille…

—¿Mujeres? —preguntó Jefe atónito—. ¿Quieres llevar mujeres?

El Espíritu sonrió.

—¡Son las que dan el toque festivo! —respondió—. ¿Te acuerdas de la primera vez que me escuchaste? ¿No sientes el poder con más fuerza, no te sientes más vivo cuando el aliento del Espíritu roza a una mujer?

Jefe recordaba vagamente la joven negra de la plantación Dufresne a la que Macandal había rozado con algo más que su aliento. Y también en esa ocasión acudirían mujeres de la plantación a su ceremonia. Macandal podía recurrir a ellas si creía necesitarlas para conjurar a los espíritus. No era imprescindible poner en peligro a Simaloi y Mireille.

—No pasará nada —dijo Macandal—. Lo sé. ¡Triunfaremos! He tenido visiones de La Española en llamas. ¡Y nosotros la encenderemos!