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Jefe se sentía como en trance cuando dejó de vilipendiar a Deirdre. De todos modos, ella ya no le oía, hacía tiempo que había regresado a la casa. Y él correría más riesgos si seguía increpándola, aunque en ese momento era incapaz de pensar en los peligros que lo acechaban. Era todo demasiado doloroso, demasiado decepcionante. Deirdre… habría querido hacerlo todo por ella, al final había entregado a la muerte el Mermaid y su tripulación por ella, y ahora descubría que él nunca había significado nada para esa mujer. La verdad, ya se intuía algo en Cap-Français, cuando le había aconsejado que se quedase en el puerto con Bonnie. Eso es lo que le habría gustado: tener su juguete a mano, atado a Bonnie y con una tienda donde matase el tiempo…

El joven se concentró en su rabia para aplacar el dolor. Y se dijo que las lágrimas que corrían por sus mejillas mientras regresaba al barrio de los esclavos eran gotas de la lluvia que volvía a caer. Oh, no, no lloraba por ese mal bicho blanco. Y si tal vez lo hacía, eran lágrimas de rabia, de odio… ¡Siempre había odiado a los blancos! Ya en Gran Caimán. Igual que los había odiado su padre. ¿Cómo había permitido que la belleza de una Deirdre Dufresne le cegase? ¿Cómo había podido olvidarse de Macandal y su determinación de escapar a las montañas?

—¡Alto! ¿Quién anda por ahí?

Jefe no se había percatado de que había dejado Nouveau Brissac y se había internado en tierras de Roche aux Brumes. Tendría que haber sido más prudente y deslizarse de la sombra de un árbol a la del siguiente. Pero ahora…

—¡No te muevas! —Era la voz de mèz Oublier.

Jefe echó a correr. Si conseguía llegar al barrio de los esclavos sin que lo reconociera… Pero ya oía el resonar de los cascos tras de sí. Jefe reflexionó presa de la desesperación mientras seguía corriendo jadeante. ¿Qué debía decir? ¿Cómo justificarse?

Pero de repente se acordó. ¡El salvoconducto de Nora Fortnam! Todavía lo llevaba en el bolsillo. Y aunque Oublier nunca se creería que la señora lo había enviado a algún lugar en medio de la noche, al menos eso le daría un respiro.

Jefe se detuvo.

—¡No disparar, mèz Oublier! Por favor, por favor, yo asustar, por eso… Yo César, mèz, de la plantación. ¡Yo no ladrón! —Respirando con dificultad pero con una fingida expresión de inocencia, levantó la vista hacia el vigilante.

Oublier resopló.

—Ah, ¿sí? ¿Y por qué has echado a correr en cuanto me has visto si no tienes nada que esconder? ¿Qué haces aquí, César? ¡Habla!

Jefe le tendió con un temblor forzado el papel.

—Aquí, mèz, salvoconducto. De madame de… de casa grande. Yo ayudar a ella.

El esclavo se acordó de repente que ni se había puesto de acuerdo con Nora respecto a qué contar y que ni siquiera había leído el pase. De todos modos, a esa hora era improbable que una situación así fuera creíble. Sin embargo, la primera parte de la operación funcionó. El vigilante cogió el papel. Jefe mantenía la vista gacha. Necesitaba un arma… y vio su oportunidad cuando Oublier se acercó el papel a los ojos para distinguir algo a la tenue luz de la luna.

Jefe agarró una rama gruesa. Por allí habían talado árboles para las cabañas nuevas del barrio de los esclavos y había quedado la madera restante. En ese momento le estaba salvando el pellejo. Antes de que Oublier pudiese reaccionar, descargó con todas sus fuerzas el garrote contra el tórax del vigilante, que se tambaleó en la silla. Jefe se dispuso a darle otro mazazo, pero el caballo se asustó, se encabritó y los pies de Oublier resbalaron en los estribos.

El esclavo vio caer al vigilante y lo golpeó de inmediato. Resonó un crujido cuando el garrote alcanzó de lleno la sien de Oublier. Jefe supo que no tenía que seguir, pero la rabia acumulada contra ese hombre y también contra Deirdre había encontrado una vía de escape. Golpeó una y otra vez. Solo cuando la cabeza de Oublier era una masa sanguinolenta recuperó el control de sí mismo y se asustó de verdad.

El ataque a un vigilante se pagaba con la muerte. Jefe recordó al pobre diablo que habían ahorcado poco antes de su llegada a la plantación. Y eso que solo le había dado un puñetazo a un guardia. No había posibilidades de salir indemne de un acto así. Por supuesto, los demás esclavos mentirían por él. Pero cuando los azotaran con el látigo… Nadie callaba bajo tortura. Y Abel empezaría a contradecirse incluso sin que lo azotaran. No, no podía correr ese riesgo y tampoco involucrar a los demás esclavos. Había otra solución…

Hizo un breve balance del «botín» a su disposición: un sable con el que podía desenvolverse mejor que la mayoría de hombres con que tuviera que enfrentarse durante la huida, un látigo, un mosquete y un caballo. Jefe quería odiar a Deirdre, pero en ese momento le dio las gracias por las molestias que se había tomado para enseñarle las nociones básicas de montar. Era capaz de sostenerse en la silla, incluso al galope. Y ese caballo tenía una silla cómoda y bonita…

Desprendió el cinturón del cadáver y también le quitó las botas. No le iban bien del todo. Si tenía que andar mucho con ellas, le apretarían demasiado. Pero para cabalgar era mejor llevar botas en lugar de colocar los pies descalzos en los estribos. Suspiró aliviado. Entonces espoleó al caballo con prudencia. El animal se puso en movimiento y Jefe arrojó una última y triunfal mirada a su enemigo y al barrio de los esclavos de Roche aux Brumes.

De nuevo libre. ¡Si alguna vez volvía allí, sería solo para vengarse!

Jefe cabalgó tan deprisa como pudo por las colinas boscosas del interior de La Española. La isla había sido colonizada desde el mar y los cultivos de café, tabaco y caña de azúcar se iban extendiendo poco a poco. Pero todavía quedaban tierras vírgenes que ofrecían refugio a los cimarrones. Debía de haber campamentos bajo la supervisión de Macandal. Se suponía que ahí recibían también instrucción militar los esclavos huidos, los negros libertos y los descendientes de los indios.

Jefe no tenía ni idea del lugar exacto dónde debía buscar los poblados, pero recordaba las palabras de su madre cuando le contaba sobre cómo había tenido que vagar por las Blue Mountains para llegar hasta Nanny Town. «Sabía que nunca encontraría a los cimarrones —le había dicho—, pero estaba segura de que ellos me encontrarían a mí».

Jefe también confiaría en ello, pero primero tenía que cruzar el lindero entre las plantaciones. Avanzaba con tanta prudencia como le era posible a un jinete. Había oído decir que los vigilantes estaban especialmente alerta en esa zona. Sin embargo, no se cruzó con ningún blanco; era evidente que todavía no lo buscaban. Aunque ya debían de haberse dado cuenta de que el caballo de Oublier no estaba y tal vez habían encontrado el cadáver, seguro que nadie se imaginaba que un esclavo supiera montar aquel caballo negro de raza y pudiese mantenerse sobre su grupa a un ritmo tan rápido como para recorrer en un breve tiempo más de treinta kilómetros.

El pequeño grupo de pacotilleurs que había adelantado por la mañana, cuando iba rumbo al este, no sabía nada y tampoco hicieron preguntas. Los comerciantes sin duda se sorprendieron de ver a un negro a lomos de un valioso caballo provisto de unos preciosos arreos, pero no preguntaron, tan solo compartieron la comida con Jefe e intercambiaron novedades con él. Así supo que Macandal había introducido veneno en algunas plantaciones de Artibonite, al oeste de la isla, y que había contaminado varios manantiales. Gracias a eso uno de los hacendados solo había perdido ganado: le habían informado de que sus caballos, vacas y cerdos se estaban muriendo con tiempo suficiente para salvarse. En otras dos plantaciones, por el contrario, toda la familia blanca había caído y los esclavos habían escapado a las montañas.

—Ahora reina el miedo —contó uno de los pacotilleurs—. Mal asunto para nosotros porque el comercio entre las plantaciones está paralizado, pero bien para Macandal.

Jefe creyó percibir en su tono que era alguien entendido. Tal vez bastaría con preguntar a esos hombres si sabían el camino para llegar al campamento de Macandal. Era conocido —lamentablemente también entre los blancos— que los rebeldes solían utilizar a los vendedores ambulantes como mensajeros. Sin embargo, no se atrevió a interrogarles, sino que siguió adelante por la carretera, hasta que la abandonó para internarse en el bosque. El caballo luchaba para abrirse camino entre ramas, helechos y arbustos, y Jefe escuchaba intranquilo los ruidos de los animales, del bosque bajo y del río. Cuando él o el caballo bebían tenía el mosquete listo para disparar. Se decía que los cocodrilos se movían a la velocidad del rayo cuando atacaban.

Sin embargo, a los dos días de su fuga, dos hombres salieron a su encuentro como de la nada, sorprendiéndolo esta vez sí con la guardia baja. Tampoco ellos iban armados hasta los dientes. Y no se entretuvieron en preámbulos.

—¿Qué hacer aquí? —Ladró uno de ellos antes de que Jefe se hubiese repuesto del susto.

El joven intentó mantener la calma.

—Busco… busco al Espíritu de La Española. —Esa era la contraseña.

Ambos hombres se miraron.

—¿Tú venir de plantación?

Jefe asintió.

—Sí. Y le he oído hablar. Yo era uno… uno de los doce. Y tengo el corazón, el valor y la fuerza para luchar. La paciencia es lo único que he perdido.

Los hombres sonrieron irónicos. Conocían bien las palabras de su caudillo.

—¿De dónde sacar caballo? —preguntó el segundo hombre.

Jefe se encogió de hombros.

—Ya no tenía dueño… y yo no quería que fuera galopando por ahí. Podría pisarse las riendas…

Ambos hombres se echaron a reír.

—¿Y tú no tener que ver con desaparición del dueño? —observó el primero con un deje burlón—. Nosotros oír historia. De esclavo que matar vigilante. En Roche aux Brumes.

—Entonces ya no hará falta que la cuente el caballo. Mi nombre es César. Gran César Negro. ¡Llevadme ante Macandal!

—Nosotros llevar a campamento. Ahí tú ver Espíritu. Pero no decir César Negro. César basta. En campamento de Macandal todos negros.

Jefe desmontó y siguió a los dos hombres, el caballo detrás, obediente. Aquellos senderos eran de difícil acceso para un jinete con su montura, el fugitivo no habría dado con ellos sin un guía. Había que inclinarse bajo el abundante ramaje cargado de hojas carnosas y a veces de flores o racimos de flores de aromas fascinantes, a veces de un olor extrañamente terroso o cercano a la putrefacción. El camino era largo y el joven se preguntaba si Macandal realmente había dispuesto un círculo de vigilancia tan alejado del campamento o si simplemente se había cruzado en el recorrido de una patrulla.

—¿Cuántos sois en vuestro campamento? —Quiso saber.

—En el mismo campamento no muchos, doscientos o trescientos… Pero en total, somos un lakou. Varios miles de hombres y mujeres. Hay poblados, también, y otros lugares… —no parecía encontrar la palabra adecuada— donde aprender a disparar, luchar, preparar veneno…

Campamentos de instrucción militar. Así que lo que contaban sobre Macandal y su organización era cierto. Y el propio grupo se llamaba lakou, la palabra vudú para «comunidad». Así pues, Macandal no solo era su caudillo militar, sino también espiritual.

Jefe no cabía en sí de emoción cuando apareció ante sus ojos el campamento del Mesías Negro. Estaba escondido entre las sombras de una colina cubierta de peñas rojizas en medio de una selva virgen que permanecía intacta. En los alrededores de los campos cultivados los bosques al menos se aclaraban para que parecieran más despejados; ahí no. Conscientes, seguramente, de que nadie esperaría encontrar un asentamiento humano en medio de esa jungla verde.

El campamento lo decepcionó un poco. A partir de lo que su madre contaba sobre Nanny Town él había esperado una especie de aldea africana con cabañas redondas, cercados y campos. El campamento de Macandal apenas se distinguía de un barrio de esclavos. También ahí las casas eran pequeñas y elementales, construidas deprisa con madera y adobe. Había pocos cultivos. Alrededor de algunas había huertos; alrededor de otras, tierra apisonada. Un par de cerdos buscaban comida entre las cabañas, y en un corral se veían unos bueyes mal alimentados. Lo único sorprendente era la plaza de las asambleas, delante de una especie de gruta o agujero en la colina.

—Templo —explicó uno de los acompañantes de Jefe, señalando. Era probable que esa catedral de la naturaleza se utilizara para celebrar oficios.

—Aquí hablar Espíritu —añadió el otro hombre—. Tú sentarte y escuchar. Luego conversar.

En la plaza ya se habían sentado algunos negros, sobre todo hombres. Jefe supuso que ese campamento albergaba sobre todo a guerreros y unas pocas familias. Los centinelas le señalaron una plaza libre y luego ellos mismos tomaron asiento. Jefe vacilaba. Le habría gustado descansar, pero necesitaba encontrar primero un lugar donde dejar el caballo. ¿Habría establos en ese campamento? Vacilante, se dirigió hacia el corral de los bueyes. Quizá pudiese dejar allí el caballo o al menos atarlo, y luego tendría que buscar algo que darle de comer.

Decidió dejar el caballo en el corral y luego pedir ayuda. Sin embargo, cuando fue a abrir el cercado, una mujer alta y delgada se precipitó fuera de una cabaña humilde y oval, como las que se suponía que se construían en África. La modesta construcción no le había llamado antes la atención, y ahora, en cambio, le habría gustado contemplarla con mayor detenimiento. No tuvo oportunidad de hacerlo. La mujer se interpuso en su camino, enfadada a ojos vistas.

—¡Mis bueyes! —protestó.

Jefe cayó en ese momento en la cuenta, con la mujer ante él con los ojos echando chispas y expresión colérica, de lo hermosa que era. El cabello corto acentuaba sus pómulos altos, dando realce a los labios silueteados con un color oscuro similar al de las moras y a un aristocrático rostro. Los ojos eran grandes y ligeramente rasgados y en los lóbulos perforados llevaba aros de colores. También su ropa era llamativa. Llevaba una especie de caftán rojo vivo parecido al que Macandal había vestido el día de su sermón.

Jefe hizo un gesto apaciguador con las manos.

—No me interesan tus bueyes —afirmó—. Solo quiero dejar aquí mi caballo.

—¡No con mis bueyes! —replicó la mujer.

Ni las armas ni la corpulencia de Jefe parecían impresionarla lo más mínimo. Se diría que no habría retrocedido ante nada con tal de proteger a sus animales.

Jefe suspiró.

—Entonces, ¿dónde? ¿Me sugieres algo? ¿Tenéis más caballos? ¿O mulos?

La mujer no parecía entenderlo del todo. En ese momento, otra, vestida igual, se aproximó desde la plaza de las asambleas. También ella era joven y muy guapa, pero más baja, más redondita, con pechos abundantes y un pelo crespo y largo. Su caftán era blanco.

—Nadie va a robarte los bueyes, Sima —calmó a la primera—. No te preocupes tanto. Él te los ha dado, así que son tuyos.

—Hombre caballo —dijo la delgada.

—Acabo de llegar y quiero escuchar las palabras del Espíritu —explicó Jefe a la recién llegada, quien por fortuna hablaba un francés fluido—. Pero antes tengo que guardar el caballo en algún lugar. Y debería comer algo. Ha caminado mucho.

La mujer asintió comprensiva.

—Yo no sé dónde está la comida —respondió—. Pero ahí detrás hay un cobertizo para los mulos, puedes dejar tu caballo allí. Alguien les dará luego de comer. Y ahora ven conmigo, Simaloi. Él está esperando.

La mujer vestida de rojo asintió y vigiló malhumorada si Jefe realmente se alejaba con el caballo antes de seguir a la otra.

Al recién llegado todo eso le resultó algo extraño, pero corrió al precario establo, donde también encontró forraje. Ató el caballo negro, le quitó la silla y se la llevó junto con las armas. No creía que se produjeran robos en el campamento de Macandal, pero la mujer de los bueyes había sembrado la duda en él. Si existía el peligro de que alguien robara bueyes flacos…

Jefe llegó en el momento oportuno a la plaza de las asambleas, cuando la puerta de madera de la gruta de la montaña se abrió. Dos jóvenes mujeres la empujaron, seguidas por un numeroso grupo de mujeres que se distribuyeron a derecha e izquierda de la entrada. Jefe se fijó en que todas eran jóvenes y bellas, todas de tribus distintas, también había algunas mestizas o que presentaban los rasgos de los aborígenes. Eran mujeres extraordinariamente atractivas e iban todas vestidas como las dos que había conocido en el corral de los bueyes.

El muchacho lanzó una mirada furtiva a la gruta. Exceptuando las luces rojas y espectrales —las paredes rojizas de piedra reflejaban las luces de varias antorchas—, el santuario semejaba un templo vudú u obeah. En el centro ardía una hoguera y de las paredes colgaban figuras de dioses africanos, así como cruces e imágenes de las divinidades cristianas y de la madre de Dios. Se habían instalado dos sencillas cabañas donde los espíritus podían establecer su morada. La gente obeah de las islas Caimán solía agruparlas junto a sus casas. Eso hacía pensar que Macandal vivía en esa gruta. Más al fondo, en su interior, debía de haber estancias.

Fuera como fuese, en ese momento salía el hombre nervudo y manco al aire libre, una salida bien planificada, pues justo entonces se ponía el sol y envolvía al caudillo y sacerdote vudú en una luz roja fantasmagórica. Dos hombres más altos lo seguían, seguramente Mayombé y Teysselo, los amigos más íntimos del Espíritu, según se contaba en las plantaciones. Se suponía que procedían de la misma provincia africana que Macandal y sus funciones eran de guardias de corps. Jefe observaba fascinado cómo Macandal avanzaba entre las filas de mujeres, que se arrojaban al suelo ante él y besaban el dobladillo de sus ropas y sus pies. A un pirata nunca se le habría ocurrido rendir culto de forma tan sumisa a alguien por muy respetado que fuese, pero aquellas mujeres parecían hacerlo de buen grado. La mujer alta y hermosa —¿cómo la había llamado su compañera? ¿Sima?— entonó una canción cautivadora. Su voz oscura ya había fascinado antes a Jefe, pero ahora, mientras cantaba, le atraía tanto que debía esforzarse para dirigir su atención a Macandal.

En ese momento, el resto de la comunidad se arrojó al polvo y los hombres de la plaza esperaron a Macandal de rodillas.

«¡El salvador, el redentor, el mesías!», gritaban. El Mesías Negro sonrió y les pidió con un gesto discreto que se volvieran a sentar cómodamente. Siguieron su indicación y los gritos de alabanza fueron apagándose.

Entonces se elevó la voz de Macandal. Igual de conmovedora y persuasiva que entonces, en el cobertizo donde Jefe lo había visto por vez primera. Ahí delante de su pueblo reunido, todavía habló con mayor fuerza y seguridad.

—¡Amigos míos! —saludó—. ¡No me veneréis! ¡Venerad a los dioses y espíritus que me han enviado! —Y cogió una antorcha y encendió una hoguera que ya estaba preparada.

La llama prendió y una de las mujeres, la que iba vestida de blanco y que antes le había señalado a Jefe el camino del establo, preparó una marmita que colgó encima. Otra llevó un pollo, otra calabazas con aguardiente de caña de azúcar y ron, y empezó la ceremonia vudú. Macandal no invocó solo a los dioses, y la ceremonia de sacrificio y el conjuro transcurrieron con comedimiento. Jefe se fijó en que no circulaban botellas de aguardiente y que nadie caía en trance, gritaba ni sufría convulsiones como había visto en las ceremonias obeah, cuando los espíritus se introducían en los cuerpos de los creyentes. ¿Habría una relación entre una cosa y otra? Jefe había considerado que el delirio era consecuencia del consumo de alcohol durante las ceremonias. Ahí la intención era que los creyentes mantuvieran la cabeza clara, incluso si los vapores que salían de la marmita, después de que se hubiera vertido en el interior la sangre del animal sacrificado mezclada con aguardiente y los aromas de distintas hierbas, producían cierta obnubilación. ¿O más bien eran estimulantes?

Jefe no sabía si su voluntad flaqueaba o si, al contrario, su valor y su confianza crecían. En cualquier caso, los cánticos de la comunidad eran más sonoros y penetrantes que todo lo que había oído en reuniones similares. Recordaban más a gritos de guerra que a himnos.

—¡Los dioses os aman! —clamó Macandal, mientras salpicaba a la comunidad con el brebaje de la marmita para santificar y bendecir a todos—. ¡Y os han hecho regalos! Uno de ellos soy yo, ¡me enviaron para guiaros hacia la libertad! ¡Y el segundo regalo es la tierra! Todos los que estamos aquí, o nuestros padres al menos, ya hemos poseído tierras en algún momento. Allá en África, en nuestro hogar. Entonces los blancos, llevados por la maldad y la codicia, nos arrancaron de allí para traernos a un país que se arrogan en propiedad. ¡Pero no es así! La tierra pertenece a quienes la trabajan. ¡Y nosotros tenemos por ello derecho a esta tierra! Los dioses me lo han desvelado, os respaldan, os regalan, nos regalan La Española, esta tierra. ¡Miradla, hermanos míos! —Macandal expuso a una de las jóvenes que estaban arrodilladas en torno a la hoguera al claro resplandor del fuego y le untó en la frente algo de la sangre sacrificial. Luego le desató el vestido, que resbaló hasta el suelo. La delicada negra se arrodilló desnuda delante de la asamblea, sonriendo, animada por el honor de haber sido elegida para ese ritual.

»Si ella, si ella es La Española —como si fuera un mago, Macandal cogió una tela de un cuenco que tenía a sus espaldas—, primero llevó este color. —Ceremoniosamente rodeó los hombros de la mujer con un chal amarillo que apenas cubría su desnudez—. El color de los aborígenes, de los arahuacos que vivían aquí originalmente. —Algunos lanzaron gritos de júbilo, seguramente descendientes de los arahuacos que había entre los cimarrones—. Entonces aparecieron los blancos —la voz de Macandal adquirió un tono amenazador y Jefe creyó oír un tambor que acentuaba las palabras del orador— y mataron a los hombres de las tribus. ¡A los hombres a quienes realmente pertenecía esta tierra! Los subyugaron, les contagiaron sus enfermedades, sus aguardientes, sus vicios. —Macandal cogió un gran paño blanco y envolvió el cuerpo de la joven de modo que el amarillo casi quedó del todo cubierto—. Primero llegaron los españoles, luego los franceses —prosiguió—, todos corruptos y depravados. Pero los dioses los dejaron caer en la perdición cuando llevados por la codicia y la vanidad se dirigieron al Continente Negro en busca de esclavos para sus plantaciones. Así llegamos nosotros a La Española, amigos. Así llegué yo a La Española, ¡y yo clamo venganza! —Como por arte de magia, un lienzo negro apareció en la mano de Macandal, con el que cubrió a la mujer hasta que no quedó a la vista nada del chal blanco—. Mirad, ¿a quién pertenecerá La Española si emprendemos por fin la lucha? —preguntó Macandal en voz alta, enfervorizando a la muchedumbre.

La gente lanzaba vítores y aplaudía, algunas mujeres emitían una especie de gorgoritos. La joven negra del escenario se ciñó el lienzo y alzó la vista hacia Macandal.

—¡Te pertenezco a ti, solo a ti! —susurró.

Jefe leyó las palabras en sus labios más que oírlas, pero Macandal las escuchó y asintió.

—¡Os pertenezco a todos vosotros! —dijo benévolo—. Pertenezco a la tierra, soy la tierra…

—¡Nunca morirás! —gritó una de las mujeres.

—¡Nunca moriré! —confirmó Macandal.

Sus partidarios volvieron a chillar y silbar.

—¡Y pronto, pronto llegará el día de nuestra victoria! —exclamó Macandal—. Así que realizad las tareas que se os han encomendado: los hombres que se preparen para la lucha; las mujeres que me ayuden con las plantas y las pócimas. Vamos a preparar miles de raciones de veneno para enviar al infierno a los hacendados. ¡Ese gran día, ese día bendito, está muy cercano!

Macandal se irguió y tendió la mano a la joven que estaba a su lado para llevarla al templo. La muchacha relucía y miró con expresión triunfal a las otras mujeres que la rodeaban. Probablemente compartiría esa noche el lecho con el Espíritu. Como una pareja de dioses, ambos se alejaron del resplandor de la hoguera y luego de las antorchas de la entrada de la gruta para desaparecer en la cavidad rojiza. La puerta se cerró a sus espaldas y delante se colocaron Mayombé y Teysselo.

—Pensaba que iba a poder hablar con él —dijo Jefe, algo desconcertado, a los dos hombres que le habían acompañado hasta allí.

Uno de ellos asintió.

—Sí. Nosotros informar. Él llamarte. Tú esperar en la puerta. Él llamarte. Seguro.

Jefe se preguntaba si el Espíritu no tendría cosas más urgentes que hacer. La forma en que había mirado a la joven no daba lugar a equívocos. Pero bien, podía esperar. Delante de la puerta se sentaron algunas de las mujeres que antes se habían arrodillado en torno a la hoguera. También ellas parecían esperar. ¿Tendrían asimismo que presentar alguna petición? ¿O vivirían en la gruta? La mujer de blanco, también sentada a la entrada de la cueva, tenía una expresión indiferente. Cuando vio la silla de montar y las armas de Jefe, lo reconoció y le sonrió.

—¿Nadie te lo ha guardado, hombre nuevo? —preguntó.

Él sacudió la cabeza.

—En el establo no había nadie. Y no quería dejarlo allí. Me refiero a que… si ya roban bueyes aquí, en medio del pueblo…

La mujer hizo una mueca.

—Aquí nadie roba —afirmó—. Y menos bueyes. ¡Es solo una idea absurda de Simaloi!

—¿De quién? —preguntó Jefe.

La mujer señaló el corral.

—De la mujer de los bueyes. Viene de África, de una extraña tribu. Para la gente de allí, el valor de una mujer depende de la cantidad de bueyes que tenga, y, claro, Sima no tenía ninguno aquí. Llegó desquiciada tras haber escapado de un burdel en Port-au-Prince. Tuvo que dejar un hijo allí, o lo perdió. No habla casi francés y aquí no tenemos a nadie que comprenda su lengua. Pocas veces atrapan a alguien de su tribu. Dice que porque son grandes guerreros. Pero los otros también lo son. Creo más bien que su tribu anda por el interior. Eso se lo pone difícil a los negreros, que no quieren perseguir a sus presas durante días… En fin, Sima era muy desdichada, y mi marido… bueno, cuando quiere algo… —Suspiró y alzó los brazos con resignación.

—¿Tu marido? —Jefe ya no entendía nada.

—Mi esposo —aclaró la mujer, señalando la puerta de la gruta ante la cual estaban esperando—. Soy Mireille Macandal. Y no es que «él» no me aprecie. Pero Simaloi y Kiri, con las que está ahora dentro, y Colette y Camille… Bueno, tiene un gran corazón, ya me entiendes. Y el camino hacia la cabaña de Sima pasaba por la adquisición de un par de bueyes. Como sea, ahora tiene sus bueyes y se siente importante. Si eso la hace feliz…

Jefe tragó saliva. Era obvio que Macandal exigía no poco a su mujer, pero Mireille parecía soportarlo con resignación. Y con ella, las otras dos que esperaban delante de la gruta a que Macandal hubiese concluido con sus amantes circunstanciales. Tenían un aire tan indiferente como Mireille.

—¿Vivís… ahí? —preguntó Jefe, señalando la gruta.

Mireille asintió.

—Sí. François y yo, y Mayombé y Teysselo con sus esposas. —Señaló a las otras dos.

Así que no pertenecían a Macandal, que al parecer no era un polígamo declarado como Jefe había sospechado. En África eso era normal, incluso su propio padre había tenido una segunda esposa junto con Máanu en Nanny Town. O varias. Jefe no recordaba con exactitud lo que Akwasi contaba. Máanu nunca había mencionado a otras mujeres.

Pero en ese momento algo parecía ocurrir tras el acceso al templo de Macandal. Los guardianes se apartaron a un lado y alguien abrió las puertas desde el interior. La primera en salir fue Kiri. Con la cabeza bien erguida y visiblemente orgullosa se dirigió hacia las cabañas, era probable que viviera en una, al igual que Simaloi. Simaloi… Conservaba el rostro de la joven claramente en su mente. Y su desdichada historia.

Pero Jefe tenía ahora otra cosa que hacer en lugar de dedicarse a pensar en Simaloi. François Macandal apareció por fin a la puerta de su refugio y le dirigió una sonrisa irresistible.

—¿Eres tú el hombre que ha llegado a lomos de un caballo tras acabar con el temido mèz Oublier?

Jefe miró perplejo sus ojos brillantes de satisfacción. Macandal disfrutó de su asombro.

—Nos han llegado noticias de ti —explicó—. ¿Qué nos traes? —Señaló inquisitivo la silla y las armas.

—El botín. Las armas que he cogido de ese canalla.

Macandal asintió y estudió el mosquete con aire de experto cuando Jefe lo sacó de la alforja.

—Llévalo dentro —dijo, antecediendo a Jefe.

También las mujeres se deslizaron tras él en la gruta, pero se retiraron al fondo de la montaña. Al parecer la colina roja tenía varias dependencias. De la sala central que formaba el templo partían varios pasillos. Macandal cogió una antorcha y por un corredor lateral no tardaron en llegar a otra estancia: un arsenal. Para sorpresa de Jefe, había mosquetes, pistolas, sables, cuchillos… más de los que jamás hubiese tenido el Mermaid.

—Cuando llegue el momento, ¡estaremos armados! —declaró con orgullo Macandal.

El joven negro dejó allí sus armas junto al resto.

—¿Las han traído todas los esclavos huidos? —preguntó sorprendido.

Macandal sacudió la cabeza. A la luz de la antorcha su largo pelo daba la impresión de ser una aureola rojiza.

—No. La mayoría no trae más que su vida. Compramos las armas donde podemos. Y también nos ayudan de buen grado los hacendados que ya no las necesitan… —Con una sonrisa sarcástica hizo el gesto de cortar el cuello—. No te imaginas la cantidad de armas de fuego que se encuentran en una plantación media.

Además de realizar los temidos envenenamientos, los hombres de Macandal a menudo asaltaban plantaciones. También allí recibían la ayuda de los esclavos. Macandal se ganaba las simpatías de los negros que trabajaban en la casa y en el campo antes del ataque, confiaba en su lealtad y se convertía en su liberador. Apenas había traidores, los esclavos abrían las puertas a la gente de Macandal cuando sus señores dormían y estos solían ser apuñalados en sus camas, antes incluso de que se dieran cuenta de nada.

—¿Qué quieres hacer ahora, César? —preguntó Macandal.

Jefe sospechaba lo que se esperaba de él y se hincó de rodillas frente al Espíritu de La Española. El gesto le repugnaba, pero no quería molestar al Mesías Negro.

—Quiero unirme a ti —dijo—. Y luchar por nuestra libertad. Sé manejar mosquetes y cuchillos, también el sable. Podría enseñar a los hombres a batirse a sable.

Macandal asintió.

—He oído hablar sobre… tu pasado. Puedes quedarte aquí. Pero debes demostrar tus habilidades antes de que te dé un puesto como instructor. Te darán un alojamiento y entrenarás con los hombres. Dentro de un par de días asaltaremos una plantación al este de aquí. Entonces ya veremos.

Jefe se irguió tranquilo. Había oído decir que el ejército de Macandal estaba organizado militarmente, había sargentos, alféreces y otros mandos. Ahí, pues, uno no era elegido como en el Mermaid. Solo un individuo determinaba quién ocupaba cada puesto: Macandal. El Mesías Negro lo miró inquisitivo.

—¿Y cómo llevas tu libertad? ¿Hay alguien en las plantaciones? ¿Una amante? ¿Una esposa?

Abrumado por el dolor, Jefe pensó en Deirdre. Sabía que Macandal no se lo preguntaba por razones personales o para intervenir en su destino. Más bien se trataba de posibles aliados.

—Nada que me detenga, nada que me robe energía —respondió con decisión.

—¿Nada que no matarías? —siseó Macandal. La luz que lo rodeaba palpitaba y sus rasgos producían un efecto fantasmagórico: Jefe comprendió de golpe por qué lo llamaban el Espíritu.

El hermoso rostro de Deirdre apareció de nuevo en el recuerdo de Jefe, pero lo apartó a un lado.

—¡Nada que no sea capaz de matar! —declaró—. Bueno, hay una chica en Cap-Français. Una esclava en la casa de un médico.

—¿Victor Dufresne? —inquirió Macandal. Estaba bien informado.

Jefe asintió.

—Podemos confiar en ella —señaló—. Ella… ella hará lo que yo diga.

Macandal rio.

—Así que eres el dueño de su corazón. ¿Te preguntas alguna vez si eso le hace algún bien?

Jefe arrugó la frente. No entendía la pregunta. Pero Macandal no insistió.

—Volveremos al tema cuando llegue el día —dijo y reemprendió el camino de vuelta hacia la sala principal del templo.

Jefe lo siguió. Percibió el olor a comida flotando en los pasillos. Mireille y las otras mujeres cocinaban. Pese a que Jefe esperaba que Macandal lo invitara a sentarse a su mesa, tal deseo no se cumplió. El Espíritu lo acompañó fuera y le dio una breve indicación sobre cómo llegar a los alojamientos de los «soldados».

—¡Nos alegramos de que estés aquí! —añadió—. Los dioses te han enviado.

Fuera había oscurecido y empezaba a llover. Simaloi, la joven africana, estaba de cuclillas en la entrada de su sencilla cabaña, mantenía un fuego y vigilaba a los bueyes. Jefe le sonrió al pasar por su lado.

—¡Hermosos animales! —observó. La mujer todavía tenía un aire desconfiado—. ¿Te llamas Simaloi? —preguntó intentando un nuevo acercamiento.

Ella asintió tímidamente.

—Yo llamar Sima —respondió—. Simaloi difícil. Simaloi masai.

—¿Masai es tu tribu?

La joven asintió.

Jefe se atrevió a sentarse a su lado, pero enseguida notó que ella se retiraba.

—A mí —se señaló a sí mismo—, a mí me llaman César. Mi nombre africano es Jefe. Ashanti. —Se golpeó el pecho.

Simaloi insinuó una sonrisa.

—¿Ashanti tu tribu?

Él asintió.

—Pero nosotros no tener bueyes —dijo.

Al menos eso suponía. De hecho ignoraba si los ashanti criaban ganado en África.

—Entonces no ladrones —declaró Simaloi con seriedad y muy satisfecha—. Porque… todos los bueyes del mundo pertenecer masai. Regalo de dioses.

Jefe pensó que acerca de eso habría opiniones divididas, pero siempre sucedía lo mismo cuando se trataba de regalos divinos. Si por él fuera, Simaloi podía quedarse con todos los bueyes de este mundo. Estaba contento de estar sentado a su lado y protegido de la fina llovizna que caía en el campamento, como casi cada noche. No podría permanecer sentado junto a Deirdre sin que lo dominase su pasión, pero junto a Simaloi… Se alegraba de su belleza y tenía la sensación de que ella hacía que en él creciese algo. Algo así como el deseo de protegerla que siempre había sentido hacia Bonnie. Pero más.

Esperó en silencio a que la lluvia amainase y luego dejó a Simaloi con un breve saludo. Pero volvería a hablar con ella. Quizá podría enseñarle francés. A lo mejor necesitaba a alguien que se ocupase de ella. Olvidaba que ya había ese alguien. Lo recordó dolorosamente a la tarde siguiente, cuando escuchó la prédica del Espíritu. Pues esa noche Él escogió a Simaloi.

—¿Cada noche se lleva a una distinta? —se informó Jefe malhumorado entre sus vecinos, cuando Macandal desapareció en la gruta con la hermosa masai.

Simaloi fue con él tan complaciente como la joven del día anterior, pero no miró de forma tan triunfal alrededor. El favor de Macandal tal vez fuera un honor, pero era evidente que no era una alegría.

El joven que estaba junto a Jefe rio. Era un mulato nervudo y más bien corto de estatura, que llamaba la atención por sus brillantes ojos negros y sus rizos ondeantes. Se llamaba Michel y ambos compartían una cabaña con dos soldados más. El alojamiento en el campamento de Macandal no se diferenciaba mucho del barrio de esclavos de la plantación, la comida era peor incluso que en Roche aux Brumes. A fin de cuentas, faltaba ahí la mano de la aventajada cocinera Charlene. Aun así, el trabajo diario se ajustaba más a los gustos de Jefe que andar forcejeando con las cañas de azúcar. Los jóvenes se dedicaban desde la salida hasta la puesta de sol al arte de la guerra. Aprendían a disparar con armas de fuego y técnicas de lucha africanas con palos y lanzas. En esgrima no se destacaba nadie en especial, incluso en lo que se refería a cargar rápido y disparar los mosquetes, Jefe habría podido superar fácilmente al instructor. Pero se contuvo, orgulloso de su prudencia. Cuando llegara el momento de atacar la plantación mostraría a todos lo que era capaz de hacer, y así se distinguiría ante quien importaba: Macandal.

Sin embargo, su actitud hacia el cabecilla de los rebeldes podía verse enturbiada ya antes de emprender la primera batalla: a Jefe no le parecía bien que Macandal echara mano con tanta naturalidad de una mujer que a él le gustaba.

—¡Las mujeres acuden como moscas! —respondió Michel a su pregunta—. Porque su jugo es bendición. —Sonrió con ironía—. En el pueblo siempre hay enfado cuando Espíritu habla. Las mujeres hacer cola ante su cueva. Aquí no muchos casados, pero en pueblos cimarrones sí. Espíritu tiene que ser entonces bueno y regalar mulo al hombre. O severo y quitar mujer a la fuerza…

—¿Les quita las mujeres a sus maridos? —Se sorprendió Jefe—. ¿Con violencia?

Michel puso los ojos en blanco.

—Para mujer no necesitar violencia. Todas las mujeres querer yacer con Macandal, adorarlo, engendrar sus hijos… Pero Espíritu siempre dice ellas se quedan con sus hombres. Salvo si son muy, muy bonitas. Y hombres también quieren que ellas quedarse, pero cuando reciben burro entonces contentos de mujer con Espíritu… —Hizo un gesto obsceno.

Por lo que Jefe alcanzaba a entender, las mujeres parecían el punto débil del jefe de los rebeldes. También él había disfrutado pudiendo escoger entre las putas de los puertos. Si Simaloi no estuviera allí… Pasó un rato más en las proximidades del templo hasta que Macandal dejó salir a la masai y Jefe la siguió hasta la cabaña. Dio de comer a los bueyes cereales y verdura que había recogido al mediodía y no rechazó la ayuda de Jefe.

—¿Te gusta… el Espíritu? —le preguntó él cuando Sima encendió la hoguera nocturna, para su sorpresa con boñigas de vaca como combustible.

Ella lo miró con ojos brillantes.

—¡Sí! ¡Oh, sí! Él liberar nosotros. ¡Él dar tierra y bueyes! ¡Él ir a matar todos los blancos! ¡Todos! ¡Yo odiar blancos! —Su hermoso rostro se contrajo. Lo decía en serio.

Jefe la habría cogido de la mano, pero se contuvo. El día anterior la había asustado cuando se había acercado solo un poco más para protegerse de la lluvia.

—¡También ese es mi objetivo! —declaró—. Todos nosotros queremos aniquilar a los blancos. ¡Macandal no es el único!

—Pero ¡espíritus hablar Macandal! —afirmó Simaloi.

Jefe sonrió.

—¡Y a mí me hablan los mosquetes! ¡A mí me habla el acero de mi espada, me habla la hoja de mi cuchillo!

Simaloi lo miró maravillada.

—¿Ashanti grandes guerreros? —preguntó.

El joven asintió.

—¡Muy grandes guerreros! —confirmó—. Y yo te lo demostraré.

La plantación que constituía el nuevo objeto de los ataques de Macandal se hallaba a treinta kilómetros al oeste de Cap-Français, administrada por una familia llamada Delantier. Al igual que en Nouveau Brissac, solo cultivaba café y caña de azúcar, pero la casa señorial recordaba más a una fortificación que a un castillo. Al menos eso le pareció a Jefe cuando exploró con una tropa de cimarrones armados alrededor del edificio de piedra. No, mèz Delantier no tenía interés por la arquitectura recargada y decían que tampoco estaba para bromas. Fuera como fuese, a Macandal le había resultado sencillo ganarse la confianza de los esclavos domésticos y del campo. Odiaban a sus señores. Por lo visto, los Delantier eran unos perfectos tiranos.

Jefe no experimentó ni un atisbo de mala conciencia al penetrar violentamente en su casa. Sin embargo, un incidente puso en peligro toda la operación.

Los hombres de Macandal entraron en el edificio por la puerta de la cocina guiados por un esclavo doméstico. El plan preveía sorprender a los dueños mientras dormían y matarlos en la misma cama. Los atacantes se deslizaron por las habitaciones de servicio, llegaron al comedor y recorrieron un pasillo que daba a salas a derecha e izquierda. Un salón en el que recibía las visitas la señora de la casa, la sala de caballeros, de donde salían unos sonidos ahogados cuando los hombres pasaron por allí.

Jefe y los demás se detuvieron de golpe cuando oyeron los gemidos tras la puerta cerrada. Empezaron a distinguir también palabras. Una chica lloraba y suplicaba.

—No, mèz, por favor no… Por favor no, monsieur… yo… ¡Maman! ¡Papa! —La muchacha pedía ayuda desesperada. Debía de tratarse de una esclava.

Jefe y los otros se miraron alarmados y se aprestaron para irrumpir en la habitación. Ninguno de ellos titubeó. Daba igual cuáles fueran los planes originales, lo primero era liberar a esa muchacha. Y el propietario de la plantación, a quien ya tenían visto, al parecer también estaba allí…

Sin embargo, antes de que pudiesen atacar por sorpresa, el esclavo que los conducía perdió el dominio de sí mismo.

—¡Janine! —gritó, precipitándose a la puerta—. ¡Ese cerdo! Ese cerdo tiene a mi hija… Janine, ¡aquí está papa! —Desesperado, abrió la puerta de par en par.

El hombre fornido que estaba despojando de su ropa a una niña negra de unos catorce años se dio media vuelta. En un abrir y cerrar de ojos, cogió una de las espadas que colgaban en la pared de la sala de caballeros y la hundió sin más en el criado que se abalanzaba sobre él. Un instante después, derribaba a uno de los seis negros corpulentos que irrumpieron en la habitación. Los hombres de Macandal iban armados con machetes y los utilizaban con suma destreza. Sin embargo, poco podían hacer contra un diestro espadachín.

Jefe empujó a un lado al sargento que dirigía la tropa. Con permiso de Macandal había conservado el sable de Oublier y ahora estaba listo para pelear.

—¡Yo me ocupo! —declaró lacónico, plantándose frente al hacendado, que retrocedía hacia un rincón al tiempo que esgrimía amenazadoramente el arma contra los negros. La muchacha se inclinó gimiendo sobre su padre agonizante—. Vosotros subid y acabad con la esposa de este canalla. Delantier, supongo. —Hizo burlón una reverencia ante el hacendado, pero su rostro conservó la expresión dura.

Los otros negros se dirigieron a las restantes estancias de la casa. Jefe se había mostrado muy decidido y la mayoría de ellos conocían su historia: era un pirata y lo consideraban capaz de ocuparse del hacendado.

Delantier atacó primero, pero Jefe contraatacó hábilmente. De hecho, jugaba con el hacendado como el gato con el ratón. Si bien el hombre poseía una buena formación en esgrima, no tenía tanta práctica como Jefe en situaciones comprometidas.

El negro lo entretuvo, quería que sudase antes de ir al encuentro de su Creador. En lugar de abatirlo de un solo mandoble, fue produciéndole pequeñas heridas. Una cruel venganza por el criado, por Janine y, seguramente, por muchas otras chicas. Que el hacendado oyese ahora también los gritos de su esposa y de sus hijos, a quienes en ese momento los cimarrones liquidaban a machetazos en la planta de arriba. Solían matar rápido y sin ruido, pero cuando los criados domésticos odiaban especialmente a sus señores, a veces el asalto se convertía en un baño de sangre. Esta vez llegó a su apogeo cuando los mozos y sirvientas arrastraron a la señora de la casa dándole latigazos hasta lo alto de la escalera que daba al vestíbulo, donde Jefe había sacado al mèz. El negro le hundió el sable en el corazón en el mismo instante en que los esclavos domésticos le cortaban la garganta a la esposa y bajaban la escalera gritando alborozados. Los guerreros cimarrones habían dejado a los blancos en manos de los sirvientes y estaban ocupados recogiendo el botín. Poco después descendieron la escalera cargando unos sacos llenos. Los saqueadores no perdieron mucho tiempo registrando, pues el personal doméstico sabía muy bien dónde se guardaban las joyas y el dinero.

Jefe limpió su sable en una cara alfombra y volvió a envainarlo.

El jefe de la tropa le dirigió una sonrisa.

—¿Nos vamos? —propuso. Estaba claro que sentía respeto por aquel negrazo después de haberlo visto acabar con el señor de la casa—. Tú ya estás listo, ¿no? —Lanzó una mirada al despanzurrado Delantier.

Jefe asintió.

—Aquí sí —respondió—. Pero me gustaría pasarme por los establos. Necesito un… un caballo.

—Los hombres del teniente Jean ya se encargan de los caballos —respondió el sargento.

Cuando los hombres de Macandal asaltaban una plantación se distribuían en dos grupos. Mientras uno aniquilaba a los propietarios de la plantación y registraba la casa, los mozos de cuadra conducían al otro a los establos para que cogiesen los caballos y las sillas. Convenía que ambas operaciones fueran simultáneas y el saqueo se efectuase con rapidez.

Jefe sonrió al hombre.

—De acuerdo. Pero yo… yo en realidad necesito un par de bueyes.

No resultó fácil encontrar los bueyes de la plantación Delantier, pues muy pocos hacendados tenían animales de trabajo. Sin embargo, los esclavos les informaron de que había dos yuntas de bueyes en la prensa de caña de azúcar. El superior de Jefe refunfuñó un poco porque todo eso demoraba la operación. Jefe, Michel y un liberto familiarizado con bueyes se ofrecieron a dar un rodeo y llegar después con los animales. Era un riesgo, pero, a fin de cuentas, el propio Espíritu lo había corrido cuando había hurtado los bueyes para Simaloi…

De hecho, el robo de los animales transcurrió sin contratiempos, solo la huida con ellos puso su paciencia a prueba. Eran lentos y cabezotas. No obstante, al alba Jefe por fin se presentó orgulloso en la cabaña de Simaloi.

La joven se restregó los ojos somnolientos sin dar crédito.

—¿Tú… bueyes?

Jefe le dedicó una sonrisa ufana.

—No, yo no tengo bueyes —dijo con gravedad—. Pero tú sabes que soy ashanti. Los bueyes son de los masai, yo solo te los devuelvo.

El rostro de Simaloi se iluminó.

—¡Tú gran guerrero! —exclamó, y llevó a los animales con los otros.

Macandal debía de haberse enterado del asunto de los bueyes, pero no lo mencionó cuando más tarde convocó a Jefe y lo ascendió a teniente. De este modo se saltaba algunos grados, pero a nadie le importaba. Jefe se ocuparía de la instrucción de los hombres en el manejo de la espada y en el futuro él mismo dirigiría los asaltos.

—¿Realizaremos muchos? —preguntó—. ¿No crees que los hacendados pedirán ayuda al ejército?

Macandal rio.

—Ya hace tiempo que lo han hecho. Hazme caso, César, ya hemos librado nuestras batallas. Ahí abajo —señaló los bosques de la colina— se pudren cientos de casacas azules y rojas… ¡y quienes las vestían!

—Pero si ahora atacamos más plantaciones… No me entiendas mal, no quiero escaquearme, pero quisiera saber más… —Jefe sentía curiosidad por la estrategia de Macandal, por el día del último combate del que todos hablaban.

—Eres un hombre inteligente, César. Y tienes razón. Sí, reforzarán sus tropas. Pedirán refuerzos a Francia, pues el contingente que les queda aquí es ahora inferior en número a nosotros. Y sí enviarán un nutrido ejército desde la metrópoli. Pero todo eso lleva tiempo. No lo conseguirán antes de su fiesta de Navidad, antes del nacimiento de su Mesías. Y para cuando lleguen esas nuevas tropas, encontrarán un país sumido en el caos, plantaciones desiertas, los últimos hacendados aún vivos presas del pánico. ¡Les daremos la estocada final y veremos cómo los blancos se pelean por las últimas plazas libres en los barcos para abandonar La Española!

Macandal había hablado arrebatado, con el mismo tono que adoptaría cuando expusiera su plan a todos sus seguidores. Jefe se hinchó de orgullo al ser el primero en saberlo.

—¿Así que en Navidad? —preguntó.

Macandal asintió.