12

Lo primero que vio al entrar fue la alianza de Deirdre. Estaba en una de las repisas de la pared, justo al lado de la puerta para no olvidar ponérsela al salir. El anillo descansaba primorosamente sobre un pañuelo. Casi daba la impresión de que su hija había interrumpido allí la relación con Victor por unas horas; no que la hubiese roto, sino tan solo interrumpido como quien detiene una tarea o la lectura de un libro con toda naturalidad, sin sentirse por ello culpable o preocupado.

Contempló la alianza un segundo antes de escudriñar el interior del cobertizo. De inmediato descubrió a Deirdre y su amante, pero la posición con que ambos se habían unido le resultó totalmente novedosa. Ellos no se habían percatado de su presencia. Solo cuando cerró la puerta a su espalda, dando un golpe, la cabeza de Deirdre surgió entre dos piernas negras como el ébano y enrojeció al reconocer a su madre. Podría haber esperado que apareciese Amali, pero nunca Nora.

Nora observó en silencio cómo su hija intentaba salir con un resto de dignidad de esa comprometedora posición. Del amante solo vio el pelo crespo y abundante, pero reconoció el rostro cuando Deirdre se hubo levantado. Y entonces se le heló la sangre.

Jefe. César.

Nora boqueó. Debía mantener la calma, no perder el control. Reunió sus escasas fuerzas y contempló a los dos jóvenes, que intentaban avergonzados esconder su desnudez.

—Lo mejor es que os vistáis primero —dijo Nora imperturbable.

Jefe se puso un pantalón de lino y una camisa holgada. Deirdre miró desvalida el corsé. Nora la ayudó a ceñírselo.

—Puedes marcharte —dijo a Jefe, quien se la quedó mirando como si estuviera delante de un espíritu. ¿Se acordaba de ella? En cualquier caso, no replicó y se dispuso a irse como un perro apaleado.

»O no. Mejor espera…

Nora recordó en el último momento lo peligroso que resultaría el camino de vuelta para el joven. Cogió un trozo de papel y un lápiz que había en una repisa de la entrada. Los vigilantes anotaban ahí las cantidades de granos de café que habían llevado.

—Te redactaré un salvoconducto. No quiero ni pensar qué te harán si te descubren… aunque ambos os habéis ganado una buena azotaina.

Nora garabateó el papel mientras Deirdre se ponía el vestido.

—¡Ahora desaparece! —dijo lacónica, tendiéndole el papel a Jefe.

—¿No… no nos va a delatar?

El joven lo preguntó tan asombrado que Nora casi creyó ver al niño que ya entonces actuaba de forma irreflexiva, llamando la atención muchas veces y, sin embargo, con un encanto que también sus padres habían tenido en sus mejores tiempos.

—¡Desaparece! —repitió Nora. Jefe lo hizo—. Bien, ahora te toca a ti. —Se volvió hacia su hija, que seguía con la mirada desconcertada a su amante. ¿Había esperado que se quedara y la protegiese?—. Has engañado a Victor…

—¿Se lo dirás?

Debería haber tenido un matiz arrogante, pero Nora percibió en la joven la voz de la niña pillada en una travesura gorda.

—No —respondió, agarró la alianza y se la tendió—. No tendría ningún sentido hacerle daño. Esta historia ha concluido hoy.

—¿Ah, sí? —Y en la bonita cara de Deirdre reapareció su espíritu rebelde—. ¿Y qué ocurre si yo lo veo de forma distinta? Si yo… bueno, si yo me divorcio de Victor y me caso con César.

Nora sacudió la cabeza.

—Eres católica, no puedes divorciarte —le recordó a su hija—. Pero aunque pudieses, con Jefe no funcionaría.

—¿Y por qué no? —protestó Deirdre, sin darse cuenta del modo en que su madre había llamado a su amante—. ¿Porque es negro? ¿Olvidas que yo también lo soy? En la documentación sin duda…

Nora le pidió que no siguiera con un gesto.

—En la documentación eres blanca —dijo—. Pero no tiene nada que ver con esto. No puedes casarte con Jefe, el joven a quien tú llamas César. En ningún lugar del mundo. Sois parientes…

Deirdre rio nerviosa.

—¿Parientes? Pero… pero nosotros…

—Es tu hermanastro, Deirdre —reveló Nora en voz baja—. Tenéis el mismo padre.

—Akwasi era esclavo en la plantación de mi primer marido. —Nora contaba por primera vez a su aturdida y desconcertada hija todos los detalles de su historia. La lluvia tropical golpeaba la cubierta del cobertizo y lavaba las huellas que Jefe y ellas habían dejado tras de sí—. Y me amaba. Mientras que Máanu, mi doncella, lo amaba a él. Sin duda era un asunto complicado y una situación desesperada. Entonces ambos huyeron con los cimarrones y después se produjo el asalto a Cascarilla Gardens durante el cual mi marido murió. También yo habría muerto a manos de los cimarrones si Akwasi no hubiese insistido en llevarme con él. Así llegamos todos a Nanny Town, la legendaria aldea que se consideraba inexpugnable. Akwasi me retuvo como esclava, pero luego, cuando me quedé embarazada de ti, la Abuela Nanny insistió en que me tomara por esposa. De acuerdo con el rito africano, se casó al mismo tiempo con Máanu: entre los ashanti, los hombres pueden tener varias esposas. También ella quedó encinta, y tres meses después de tu nacimiento dio a luz a Jefe. Máanu y yo os criamos a los dos más o menos juntos. A ella no le gustaba demasiado, pero erais inseparables. Jefe dependía más de mí que de su madre, así que no es extraño que todavía hoy os sintáis atraídos mutuamente.

—Y luego papá nos recogió a ti y a mí —creyó recordar Deirdre.

Nora apretó los labios. Así era como se lo habían contado de niña, pero había sucedido de forma diferente.

—Doug tuvo que luchar para abrirse paso hasta Nanny Town y quería recogernos, sí. Pero lo apresaron y encarcelaron, fue una historia muy dramática. Estuvo a punto de morir. Y Akwasi perdió los favores de la Reina Nanny y fue expulsado del poblado. Máanu, que lo amaba sobre todas las cosas, marchó en pos de él y dejó a Jefe. Doug y yo regresamos con vosotros dos a Cascarilla Gardens. Prometimos a la Abuela Nanny que os cuidaríamos como si fuerais nuestros propios hijos.

Deirdre arrugó la frente.

—Eso habría sido algo difícil con César. Es cierto que el nombre de Jefe me suena… con lo negro que es.

Nora asintió.

—No hubo tiempo. De hecho, Akwasi planeaba cometer un atentado contra el gobernador de Jamaica. Máanu lo evitó en el último minuto. Y puesto que Doug abogó por Akwasi, no lo colgaron, sino que lo desterraron a Gran Caimán. Máanu insistió en seguirlo hasta allí con Jefe. El gobernador entregó un salvoconducto a madre e hijo.

—Ahora lo entiendo —murmuró Deirdre—. De ahí viene César. Su madre tenía un colmado en Gran Caimán… Así que no hay equivocación posible… —Se frotó las sienes.

Nora sacudió la cabeza.

—No, no la hay. Doug y yo reconocimos a Jefe de inmediato. Es idéntico a su padre. Hazte a la idea, Deirdre: no puedes amar a Jefe, César o como quiera que se llame, como una mujer ama a un hombre. Esta desafortunada relación con él debe concluir aquí y ahora. —Y rodeó con el brazo a su hija cuando los ojos de esta se anegaron en lágrimas.

—Pero ¿qué debo decirle? —susurró Deirdre.

—Lo que quieras. Cuéntale tranquilamente la verdad, aunque eso tal vez genere complicaciones. Si se entera de tu origen, podrá chantajearos a Victor y a ti. Porque supongo que no me equivoco si creo que no habéis contado la verdad sobre tu origen ni a los Dufresne de Nouveau Brissac ni a los de Roche aux Brumes, ¿es así?

Deirdre asintió.

—Pero podríamos comprar su libertad —señaló—. Al menos eso.

—¿Por qué? —repuso Nora con dureza—. ¿Y qué tendría eso de positivo? Doug y yo ya hemos hablado al respecto, Deirdre, antes de que yo averiguase vuestra relación. Jefe está purgando aquí por un crimen que, si hubiese sido blanco, le habría costado la cabeza. Si ahora lo dejásemos libre, ¿dónde se instalaría? ¿Haraganearía por Cap-Français? ¿Incitaría a Bonnie a cometer nuevas tonterías? No, lo mejor es que Jefe se quede donde está. Y tú vuelve con tu marido a Cap-Français y a partir de ahora te conviertes en una buena esposa. ¿O es que ya no lo quieres?

Deirdre bajó la vista.

—Sí lo quiero —musitó mientras volvía a colocarse lentamente la alianza en el dedo—. Victor es un hombre maravilloso, pero con César siento algo tan especial…

Nora suspiró.

—Ya. Pero ahora se ha terminado. Mañana regresas a la ciudad con nosotros y empiezas a olvidarte de Jefe.

Jefe, sin embargo, no se había planteado olvidarse de Deirdre. Más tarde tampoco podría dar crédito a que su madre la hubiese desmoralizado de tal modo. ¡Esa mujer tenía una forma de ser…! Jefe se sentía como un niño cuando ella lo miraba. Pero no tendría que haber dejado a Deirdre sola con ella. Debería haberla defendido, haber luchado por su amor… Como fuera, ahora debía una disculpa a su amada.

Pierrot se desesperó cuando Jefe volvió a prepararse el domingo por la noche para abandonar el barrio de los esclavos.

—¡Dos veces en un día! ¡Qué suicida! —reprendió a su amigo—. ¡Tú más suerte que cerebro! Que la mujer no delatar…

Jefe rio con amargura.

—No iba a denunciar a su hija —respondió.

El esclavo se llevó las manos a la cabeza.

—Si hija decir tú cogerla sin ella querer… ¡colgarte, César! Yo decirlo mil veces. ¡Ser razonable ahora! ¡Quedarte aquí!

Jefe no le hizo caso. Se despidió con un gesto escueto de la mano y se fundió con las sombras camino de Nouveau Brissac.

Como era de esperar, los salones de los Dufresne estaban iluminados. Pero ¿estaría cenando allí Deirdre con sus padres y sus suegros? Su intuición le decía que no. Esa noche estaría en su habitación. Reflexionando, tal vez llorando… quizá pensando que él había sido un cobarde. Y al día siguiente regresaban todos a Cap-Français, donde la decepción y la ofensa que él le había causado se reforzarían.

No le dio muchas vueltas. Tenía que averiguar en qué habitación dormía y luego… Se deslizó en el jardín, que daba la impresión de estar desierto, y por un momento deseó que Deirdre apareciese; pero incluso si ella percibía su presencia, no creía que fuera a correr otro riesgo ese día. Si él no la forzaba… Jefe observó el piso superior del edificio. Tras las ventanas todo estaba oscuro… o no: por una salía un débil rayo de luz, como si alguien tuviese una vela encendida. Jefe decidió intentarlo con esa habitación. Cogió unos guijarros y los arrojó contra el vidrio. Esperó y distinguió la silueta de la doncella de Deirdre en la ventana. Amali no era precisamente una amiga para él. Pero si su amada estaba ahí arriba, debería haber oído los guijarros. Y tal vez bajaría… ¡Tenía que bajar!

Jefe pasó media hora enervante detrás de una buganvilla. El aroma de la planta lo trastornaba y enturbiaba sus sentidos. El joven empezó a soñar con Deirdre, en las tantas veces que la había estrechado entre sus brazos… Recordó la pasión, la risa, el denso perfume a flores de ella. Arrancó una flor de buganvilla e inspiró el aroma con fuerza. Pero la relación entre ellos no podía seguir como hasta el momento. No ahora que Nora Fortnam conocía la situación. De repente se le ocurrió una solución: tenía que huir con ella. Lo antes posible, esa misma noche. ¡Y lo que necesitaban para hacerlo eran caballos! Si Deirdre colaboraba, si conseguía hacerse con dos caballos del establo de los Dufresne, al día siguiente, cuando se dieran cuenta de que habían desaparecido, ya llevarían una considerable ventaja camino de las montañas. Buscarían el campamento de Macandal y este seguro que les ofrecería asilo… En cuanto a la joven, siendo una mujer blanca, no estaba demasiado seguro. Pero tenía el pelo negro y también su tez era tirando a oscura. Se podía decir que era mulata. Sí, funcionaría. Pronto estarían lejos, serían libres, si ella colaboraba.

—César —susurró una voz.

Jefe miró alrededor. No había oído llegar a Deirdre y tampoco la veía, la joven se había cubierto el vestido blanco con un abrigo oscuro. Solo su perfume… Se preguntó cuánto tiempo llevaría ella allí, mirándole.

Pero Deirdre acababa de llegar, pues se disculpó por el retraso.

—No he podido venir más deprisa. Tuve que vestirme sola. —No había contado con la ayuda de Amali.

Jefe la atrajo hacia sí.

—Por mí no necesitabas ponerte nada —susurró.

Lo decía en serio. Podría haberse limitado a echarse el abrigo por encima del camisón. Cuanto más cerca estuviesen uno del otro más fácil sería seguir el impulso de unirse antes de la huida.

Pero Deirdre rechazó que la abrazara y Jefe se quedó desconcertado.

—Espera, César, ahora… ahora no quiero.

Él soltó una tenue risa.

—Vamos, Deirdre, no te enfades. No debería haberme ido. Cuando vi a la mujer pensé que todo había acabado. Tu madre…

La joven se desprendió de su abrazo e hizo un gesto de rechazo con la mano.

—Ah, eso… olvídate, no estoy enfadada. Pero tenemos que poner punto final a nuestra relación. Ya no puede seguir, César, por favor, entiéndelo. No quiero seguir.

Él resopló.

—¿Así de repente? —preguntó—. ¿La mamaíta blanca le ha dado una lección a su hijita blanca? ¿O tienes miedo? —Su tono volvió a ablandarse—. No temas, Deirdre, se me ha ocurrido una idea. Escucha: nos vamos. Escapamos juntos, ¡ahora mismo! Iremos a buscar a los cimarrones… Seguro que tú pasas fácilmente por mulata, con ese cabello oscuro…

Se interrumpió perplejo cuando la oyó reír.

—¿Qué tiene esto de divertido? —preguntó malhumorado.

Deirdre apretó los labios.

—Nada… nada, claro. Solo que… ¿yo, mulata? —Y volvió a reír, casi histérica.

Para Jefe era como una burla.

—¿Sería impensable? —preguntó iracundo—. ¿Te resultaría impensable, indigno para ti, una broma de mal gusto, ser negra?

Deirdre sacudió la cabeza e intentó tranquilizarse.

—No, claro que no. Pero no puedo. No quiero. No quiero huir a las montañas.

—¿Y por qué no? ¿Porque tendrías que abandonar tu cómoda vida? ¿Vivir en una cabaña en lugar de en un palacio? —Señaló la mansión.

Deirdre cerró los ojos. Por un segundo se quedó absorta en el sueño de una cabaña en las montañas, en una vida junto a César… En su mente surgió el atisbo de un recuerdo de Nanny Town. Cabañas redondas, niños negros felices jugando a su sombra… Pero de nuevo tomó conciencia de que el hombre con quien soñaba era su hermanastro.

—En… en cierto modo —musitó. Algún motivo tenía que darle o él no cejaría—. Quiero quedarme con Victor.

—¡No me quieres lo bastante! —la acusó Jefe—. Para jugar conmigo sí era suficiente, pero no para vivir conmigo y formar una familia.

Deirdre intentó penosamente contener las lágrimas que pugnaban por asomar a sus ojos.

—César, te quiero mucho… —susurró, y era verdad.

Y podía amarlo. Nadie iba a prohibirle que quisiera a su hermanastro. Y podía amar a Victor. Desde que su madre había hablado con ella al mediodía, luchaba por no hacerse reproches. Había sido injusta con Victor y eso pese a que él seguía significándolo todo para ella.

—¡No es cierto! —exclamó Jefe—. ¡Me menosprecias! Solo me has utilizado, tú… ¡Yo te amo, Deirdre!

Las súplicas partieron el corazón a la joven.

—Te amo, lo haría todo por ti. Te seguiré amando, no dejaré que te vayas, estaré aquí, siempre estaré aquí, y un día volverás… —Él le cogió las manos.

Deirdre quería ceder, estrecharse contra su pecho. Pero se rehízo. Tenía que protegerse con una armadura, incluso por el propio bien de él. Si Jefe la acechaba, si cada vez que iban a Nouveau Brissac o Roche aux Brumes se escapaba y la esperaba en el jardín, no tardarían en descubrirlo. ¿Y si volvían a caer en la tentación? ¿Y si los vigilantes de Jacques o Gérôme Dufresne se topaban con ellos? Lo que esa tarde había ocurrido con Nora, podía repetirse en otro momento con Victor. Y, en cualquier caso, César era Jefe, su amante era su hermanastro. No, no podía continuar…

Deirdre se forzó a mirarlo a los ojos. Los suyos arrojaban chispas.

—¡Oh, no, no lo harás, César! No me perseguirás y yo no volveré a ceder nunca más…

El negro rio.

—¿Y qué harás para evitarlo? —se burló—. ¿Delatarme? ¿Contar todo lo que ha sucedido entre nosotros?

Ella le sostuvo la mirada.

—No necesito contar nada. Tampoco te enviaría a la horca. Pero un pequeño indicio de que me miras con deseo bastaría, César, para que te dieran la paliza con que te ha amenazado mi madre. ¡Déjame en paz, César! No quiero saber nada más de ti, no te quiero… Sí, en cierto modo te he utilizado… —Le hacía un daño horrible pronunciar esas palabras y le causaba un dolor insoportable ver apagarse el brillo en los ojos de él.

—¿Solo… solo he sido un juguete para ti?

Deirdre respiró hondo.

—Sí —respondió—. Sí, has sido un juguete muy amable. ¿Satisfecho? Y ahora déjame ir y vete tú también. Mañana tienes que trabajar… —añadió sin pensar, pero esas palabras avivaron el odio en Jefe.

—¡Sí, mañana volveré a ser un esclavo! —espetó—. Mañana seré de nuevo un negro, una mierda, un…

—Hoy ya eres un esclavo —señaló Deirdre con fatiga.

Lo único que quería era poner punto final a esa discusión. Y Jefe tenía que dejar de gritar. Amali, que seguramente estaba escuchando detrás de la ventana, debería estar oyéndole, y algún sirviente o uno de los señores podía salir de la casa. Era propio de sus padres dar un breve paseo nocturno por el jardín.

—Vuelve al lugar al que perteneces. —Deirdre se dio media vuelta para irse.

—¡Eres un mal bicho blanco!

Deirdre intentó no escuchar su despecho. No podía amarlo y tampoco podía perder un amor que no existía. Pese a ello, estaba desconsolada cuando volvió a encerrarse en su habitación.